Ayer, se dieron a conocer los resultados del estudio de opinión realizado por Demoscopia para el diario El País, relativo a confianza institucional, en el que se refleja el nivel de respaldo a aprobación por parte de los ciudadanos de diferentes instituciones, organizaciones o coletivos profesionales. Los datos de dicho barómetos son de extraodinario interés para conocer el nivel de confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas o en aquellos colectivos u organizaciones, de carácter público o privado, con un especial protagonismo en el desarrollo de nuestra vida social y política, es decir, en el funcionamiento de nuestra democracia.
Dicho estudio arroja un dato que no podemos dejar de subrayar, pues apuntala claramente el papel central que corresponde a los servidores públicos en el funcionamiento tanto de nuestras instituciones públicas como del conjunto de los servicios públicos que vienen a atender los derechos e intereses de los ciudadanos y a asegurar, al mismo tiempo, el interés general a través del respeto a la legalidad.
Los funcionarios públicos, en el nivel de confianza ciudadana, ocupan la decimocuarta posición, justamente por detrás de las Fuerzas Armadas y por delante del Príncipe de Asturias, pero también del Rey y de las principales instituciones públicas del Estado, como son, por orden de apoyo ciudadano, el Defensor del Pueblo, el Tribunal Supremo, los tribunales de justicia, el Tribunal Constitucional, el Gobierno del Estado y el Parlamento (las Cortes Generales). Conforta, como servidores públicos, recibir un apoyo claro de la ciudadanía (del 66%), después de la intensa campaña de desprestigio público que se ha lanzado desde la clase política y empresarial y buena parte de los medios de comunicación de este país.
Es posible que, en el desarrollo de la actual crisis fiscal y a la vista de los numerosos recortes realizados en las Administraciones Públicas, los ciudadanos hayan podido constatar con claridad que los funcionarios públicos son quienes sostienen el funcionamiento de los servicios públicos que hasta ahora han servido, en gran medida, para legitimar al Estado. Si la valoración genérica de los funcionarios públicos es aceptablemente buena, la que se hace en especial de ciertos colectivos como los profesionales de la enseñanza pública (86%) o de la sanidad pública (76%), o de la Universidad (78%) o de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (77%) es todavía mejor. Es decir, no solo se valora en su conjunto a los funcionarios públicos, sino que se destaca la aprobación a quienes trabajan en las áreas más apreciadas por los ciudadanos.
Este dato nos satisface especialmente a los miembros de esta Asociación, pues siempre hemos mantenido la necesidad de que los servidores públicos gocen de legitimidad social por el desempeño de sus funciones, más allá del mero acomodo a las reglas de funcionamiento de la Administración Pública. Solamente si los ciudadanos aprecian la función de los funcionarios y valoran a las personas que conforman la función pública, por su profesionalidad y por el valor intrínseco de su función para la garantía del Estado de Derecho y el correcto funcionamiento de los servicios públicos, es posible gozar de credibilidad frente a quienes, por diferentes motivos, quieren erosionar o debilitar la función pública profesional diseñada por nuestra Constitución y el actual marco normativo. Ello no quiere decir, ni mucho menos, que los riesgos y las insuficiencias que se acumulan de manera cada vez más preocupante, no exijan una labor constante para preservar los principios esenciales del modelo de función pública y la calidad del trabajo del conjunto de los servidores públicos, como organización al servicio de la democracia y de los ciudadanos.
No obstante la buena calificación obtenida por los funcionarios públicos, el barómetro de confianza institucional arroja datos claramente preocupantes respecto a la salud democrática de nuestro país, pues resulta incomprensible desde una óptica política la pésima calificación obtenida por el Parlamento, la institución que se conforma, precisamente, por las personas directamente elegidas por los ciudadanos. Harán bien los diferentes Parlamentos -nacional y autonómicos- en reflexionar sobre su labor y su grado de apertura a los ciudadanos. Su papel es insustituible -en modo alguno compartimos estrategias del estilo de las convocatorias para Rodear el Congreso-, pero los ciudadanos han de tener más presencia tanto en las instituciones como en el espacio público, donde se debaten los problemas colectivos. España no es sólo una democracia representativa, aunque evidentemente es uno de sus rasgos principales, sino que también se prevén mecanismos de participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos, y ambas esferas no están debidamente articuladas.
Precisamente, para recordar que los ciudadanos cuentan con instrumentos de participación directa -como el derecho de petición reconocido en el artículo 29 de la Constitución como derecho fundamental de todos los españoles-, y para instar a la institución parlamentaria a realizar iniciativas con las que restaurar la confianza de los ciudadanos -imprescindible para que quepa hablar de autogobierno democrático-, esta Asociación va a dirigirse a las Cortes de Aragón solicitando que se promueva la aprobación de un Código de Conducta para el conjunto de los titulares de las instituciones públicas aragonesas, y lo mismo haremos ante el Congreso de los Diputados y el Senado, pues los representantes de los ciudadanos han de ser un claro ejemplo de las virtudes democráticas y han de establecerse mecanismos para retirar de la actividad política a quienes defraudan la relación de confianza y digna representación de la que son depositarios.