Zaragoza, 31 de marzo de 2009.
La investigación judicial abierta sobre la posible corrupción en el desarrollo urbanístico del municipio de La Muela, pese a la lamentable realidad que viene a poner de manifiesto, aporta indudables signos positivos para los ciudadanos, o al menos así lo consideramos desde la Asociación para la Defensa de la Función Pública Aragonesa.
En primer lugar, la acción de la justicia, por la contundencia con la que ha irrumpido en el escenario aragonés, ha acabado de un plumazo con la cultura de la impunidad en la que parecía haberse instalado una parte de los responsables políticos y gestores públicos y privados de nuestra Comunidad Autónoma. No hace mucho tiempo, las denuncias por vulneración de la legalidad en materia de función pública, realizadas por miembros de esta Asociación ante la Comisión de Peticiones y de Derechos Humanos de las Cortes de Aragón, eran calificadas por el portavoz del Grupo Parlamentario Socialista en dicha Comisión como meras “opiniones”, señalando que las ilegalidades las declaran los jueces en sus sentencias. Hasta entonces, las denuncias de ilegalidad son meras “opiniones”. Creemos que, a partir de ahora, los responsables políticos deberán ser más receptivos a quienes alertamos a las instituciones de las quiebras de la legalidad, si realmente se sienten comprometidos con los principios del Estado de Derecho y la ética pública. Los que desoyen las alertas y sólo atienden a las sentencias de los Tribunales tendrán que afrontar la traumática sanción penal que no supieron o no quisieron evitar.
Este primer efecto de la actuación judicial a la que asistimos –la desaparición del sentimiento de impunidad de los políticos y gestores corruptos- es, sin duda, el más valioso de todos, pues ha de contribuir a restaurar en nuestra vida pública el respeto a las reglas, la honestidad, la transparencia y la responsabilidad. Resulta muy saludable y pedagógico –enormemente gratificante para los ciudadanos- que el Estado de Derecho, a través del Poder Judicial, sancione y retire de la acción política a quienes han incumplido su primer deber como cargos públicos, consistente en actuar con sujeción a las leyes , al derecho y al servicio del interés público.
Conviene recordar que la democracia es un sistema de autogobierno, donde los ciudadanos son gobernados por leyes –como expresión de la voluntad general- y no por personas –cuyas decisiones no se someten a reglas o límites-. En consecuencia, no resulta admisible que quien gobierne pretenda hacer prevalecer sus decisiones sobre las leyes que vienen a asegurar el interés general o garantizar los derechos de los ciudadanos. Ejemplos de esta actitud se han señalado muchos desde esta Asociación, sin resultado alguno en la mayor parte de los casos, pero la experiencia ahora vivida podría motivar algún cambio en esta actitud de nuestros responsables públicos.
En segundo lugar, la investigación judicial iniciada, al margen de las responsabilidades concretas que establezca por hechos delictivos que resulten probados, fuerza a todos a tomar posición ante una realidad –la corrupción, el abuso o el fraude cometido o consentido desde las instituciones- que ya no puede ser negada ni ignorada. Los responsables políticos no pueden mirar hacia otro lado o refugiarse en el mutismo, como si no quisiesen darse por enterados de que la corrupción es a ellos a quienes más afecta y que su responsabilidad pública les exige reaccionar de forma decidida frente a algo que deslegitima su función. Haber sido elegidos por los ciudadanos en modo alguno les faculta para actuar sin respeto a las leyes. La legitimad democrática del origen del poder, por el hecho de haber sido elegido por los ciudadanos, no basta. A dicha legitimidad de origen ha de añadirse la legitimidad de ejercicio, la cual sólo puede preservarse si el poder se ejerce respetando las exigencias del Estado de Derecho.
Gobernantes electos, al margen del apoyo recibido en las elecciónes, serán inhabilitados o encarcelados si ejercen el poder de forma ilícita y contraria a las leyes. No hay posibilidad de invocar el origen del poder –el respaldo electoral obtenido o renovado- como defensa frente a la ilegitimidad de su ejercicio –la corrupción, el abuso o el fraude en que incurra el gobernante electo-. Precisamente , el Estado de Derecho se dota de mecanismos que permiten retirar de la acción política a quienes burlan las reglas del juego, a quienes olvidan el sentido de las instituciones y pervierten su función.
La reacción del Estado de Derecho frente a las tramas corruptas del poder debe generar una innegable satisfacción en el conjunto de la ciudadanía. Cuando el sistema político, con sus mecanismos de control, es capaz de reaccionar con contundencia frente a corrupciones como la aflorada en Aragón, la única reacción posible es de orgullo y profunda satisfacción. El triunfo de la justicia sobre la corrupción es la afirmación de la dignidad de los ciudadanos frente a la ambición y codicia de quienes –desde el poder político o económico- desprecian reglas y límites y degradan con su comportamiento los mismos fundamentos de la sociedad democrática.
La justicia, al depurar el funcionamiento de las instituciones democráticas que han cedido a la tentación de la corrupción, devuelve a los ciudadanos el poder que ilegítimamente se les había usurpado por los corruptos. El poder de establecer las normas y el de exigir su respeto y cumplimiento. También el poder de sancionar a quienes las vulneren, en particular si lo hacen con abuso de la confianza otorgada por los propios ciudadanos. La corrupción ha de considerarse una traición a la democracia y debe ser sancionada por los jueces, para recordar que quien desee gobernar en democracia sólo lo puede hacer con plena sujeción al Estado de Derecho.
Por lo tanto, hechos como los sucedidos en Aragón nos obligan a todos a tomar conciencia de la situación y a actuar en consecuencia. Frente a la corrupción pública, sea política o administrativa, sólo cabe la condena. Inhibirse frente a ella es tolerarla y contribuir a su extensión o afianzamiento. La salud democrática de una sociedad exige combatir la corrupción de manera inequívoca. Precisamente, la sensación vivida en el seno de la Administración autonómica de creciente relajación frente al incumplimiento de las normas y el abuso de poder nos llevó a un grupo de funcionarios a crear la Asociación para la Defensa de la Función Pública Aragonesa, con el fin de promover el respeto a la legalidad y a la ética pública e impulsar medidas a favor del buen gobierno y la buena administración.
Nuestras denuncias o alarmas ante la situación fueron, con carácter general, ignoradas o desatendidas. O fueron tildadas de “opiniones”, señalándose que la ilegalidad la declaran los jueces. Lo que, probablemente, no entraba en los cálculos de quienes así reaccionaron a las advertencias de esta Asociación -algunas formuladas ante la Comisión de Peticiones de las Cortes de Aragón- es que la reacción judicial, ante la gravedad de la situación, iba a actuar con la contundencia con la que lo está haciendo.
Puede ser una opinión más, a la que no es necesario prestar atención, pero estamos convencidos de que en Aragón nada va a ser igual , y que la inmensa mayoría de los ciudadanos celebra que, por fin, el Estado de Derecho haya reaccionado frente a una práctica política que amenazaba a la raíz misma de nuestra dignidad y nuestra libertad como ciudadanos.
Para concluir , y al igual que la mayor parte de las instituciones, organizaciones, entidades y ciudadanos de Aragón, esta Asociación se siente también en la necesidad y en la obligación de reflexionar sobre la corrupción pública en Aragón, para proseguir así en su compromiso de defensa de los valores constitucionales dentro de la Administración de la Comunidad Autónoma.