Like the battle of Waterloo, the battle for Scotland was a damn close-run thing. The effects of Thursday’s no vote are enormous – though not as massive as the consequences of a yes would have been.
The vote against independence means, above all, that the 307-year Union survives. It therefore means that the UK remains a G7 economic power and a member of the UN security council. It means Scotland will get more devolution. It means David Cameron will not be forced out. It means any Ed Miliband-led government elected next May has the chance to serve a full term, not find itself without a majority in 2016, when the Scots would have left. It means the pollsters got it right, Madrid will sleep a little more easily, and it means the banks will open on Friday morning as usual.
But the battlefield is still full of resonant lessons. The win, though close, was decisive. It looks like a 54%-46% or thereabouts. That’s not as good as it looked like being a couple of months ago. But it’s a lot more decisive than the recent polls had hinted. Second, it was women who saved the union. In the polls, men were decisively in favour of yes. The yes campaign was in some sense a guy thing. Men wanted to make a break with the Scotland they inhabit. Women didn’t. Third, this was to a significant degree a class vote too. Richer Scotland stuck with the union — so no did very well in a lot of traditonal SNP areas. Poorer Scotland, Labour Scotland, slipped towards yes, handing Glasgow, Dundee and North Lanarkshire to the independence camp. Gordon Brown stopped the slippage from becoming a rout, perhaps, but the questions for Labour — and for left politics more broadly — are profound.
For Scots, the no vote means relief for some, despair for others, both on the grand scale. For those who dreamed that a yes vote would take Scots on a journey to a land of milk, oil and honey, the mood this morning will be grim. Something that thousands of Scots wanted to be wonderful or merely just to witness has disappeared. The anticlimax will be cruel and crushing. For others, the majority, there will be thankfulness above all but uneasiness too. Thursday’s vote exposed a Scotland divided down the middle and against itself. Healing that hurt will not be easy or quick. It’s time to put away all flags.
The immediate political question now suddenly moves to London. Gordon Brown promised last week that work will start on Friday on drawing up the terms of a new devolution settlement. That may be a promise too far after the red-eyed adrenalin-pumping exhaustion of the past few days. But the deal needs to be on the table by the end of next month. It will not be easy to reconcile all the interests – Scots, English, Welsh, Northern Irish and local. But it is an epochal opportunity. The plan, like the banks, is too big to fail.
Alex Salmond and the SNP are not going anywhere. They will still govern Scotland until 2016. There will be speculation about Salmond’s position, and the SNP will need to decide whether to run in 2016 on a second referendum pledge. More immediately, the SNP will have to decide whether to go all-out win to more Westminster seats in the 2015 general election, in order to hold the next government’s feet to the fire over the promised devo-max settlement. Independence campaigners will feel gutted this morning. But they came within a whisker of ending the United Kingdom on Thursday. One day, perhaps soon, they will surely be back.
(Artículo de Martin Kettle, publicado en "The Guardian" el 19 de septiembre de 2014)
3 comentarios:
Me parece que la referencia al PP sobra en el titular de la entrada. Yo creo que lo importante a efectos asociativos es la superación de un nuevo trámite en el iter parlamentario, no si se han presentado vetos, enmiendas, etc. y quién los ha realizado.
Bueno, era el título de la noticia. Yo lo que echo de menos en la noticia son las razones del veto, pues una norma tan esencial al funcionamiento del aparato estatal como la estatuto básico de los funcionarios debería haber contado con el máximo consenso posible. Por eso, creo que no sobre el veto, y que lo que falta es la explicación de las razones de ese veto.
Ahí van las razones del veto:
A este proyecto de ley se ha presentado un veto por parte del Grupo Parlamentario Popular, para cuya defensa tiene la palabra el senador Peñarrubia.
El señor PEÑARRUBIA AGIUS: Gracias, señor presidente.
Voy a intentar sintetizar la postura del Grupo Parlamentario Popular ante a este proyecto de ley, para lo cual es preciso recordar que, desde que se aprueba la Constitución -y de eso hace ya más de 28 años-, ha sido recurrente apelar a la necesidad de contar con una ley de las características de la que hoy debatimos con el fin de dar cumplimiento al apartado 3 del artículo 103 de la Constitución Española, que establece que por ley se regulará el estatuto de los funcionarios públicos. Previsión ésta que se contempla en el artículo 149.1, al reservar al Estado la competencia exclusiva para dictar las bases del régimen estatutario de los funcionarios de las administraciones públicas.
En un primer momento tanto el Gobierno de la Unión de Centro Democrático como el Partido Socialista Obrero Español lo intentaron y, pese a sus buenos deseos e intenciones, ninguno de los dos pudo conseguir en sus años de Gobierno -el Partido Socialista estuvo casi 14 años- un estatuto de estas características.
No obstante hay que decir que el primer Gobierno socialista aprobó la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de Medidas para la Reforma de la Función Pública; una ley que abordó parcialmente las bases del régimen de los funcionarios públicos, y unas veces por cumplir sentencias del Tribunal Constitucional, y otras para adaptar la legislación a las nuevas situaciones que se iban presentando, se completó con posteriores leyes en materias concretas y referidas a las administraciones públicas y a los funcionarios públicos.
Más recientemente, en 1999, el Gobierno del Partido Popular presentaba un proyecto de estatuto que tampoco prosperó, y por consiguiente, tampoco pudo aprobarse.
En esta ocasión cuando lo presenta el Gobierno del Partido Popular se alcanzaron acuerdos con todas -y digo bien- las administraciones públicas y los sectores implicados y pese a tener mayoría más que suficiente para aprobarlo no se llegó a plasmar en ley por la falta de apoyo del Partido Socialista en aquel momento principal grupo de la oposición y representado en el debate por el que entonces era portavoz parlamentario de Administraciones Públicas y hoy secretario general del Partido Socialista Obrero Español y presidente del Gobierno, señor Rodríguez Zapatero.
Por tanto, en principio no tengo nada que objetar a la pretensión inicial de abordar esta asignatura pendiente en nuestro ordenamiento constitucional, ya que es algo esencial para articular un sistema homogéneo general adaptado a los principios constitucionales y al nuevo modelo de función publica que nuestras administraciones demandan para estos tiempos.
Y ello, en primer lugar -y como ya he dicho- para cumplir con un mandato constitucional. En segundo lugar, para adecuar el marco regulador de la función pública al nuevo modelo de organización territorial y competencial del Estado. En tercer lugar, para acabar con la situación actual de un modelo derivado de la proliferación de normas diferentes. En cuarto lugar, para hacer viable una función pública -oigan bien- menos compleja con funcionarios más motivados, con simplificación de cuerpos y escalas y con funciones definidas y nunca, nunca solapadas. Y, en quinto lugar, y por último, para hacer posible una administración eficaz, equilibrada, austera y orientada y dirigida al servicio exclusivo de los ciudadanos.
Ahora bien, su elaboración, la elaboración de una norma de estas características requería y requiere el mayor acuerdo posible y, en cualquier caso, señorías, un comportamiento al menos similar al que tuvo el Partido Popular cuando gobernaba para evitar, precisamente, que una norma de estas características, de indudablemente calado e importancia pueda verse afectada por los vaivenes, siempre cambiantes, de la política y, por ello, amenazada en su conveniente estabilidad en el tiempo.
En ese sentido, hay que dejar muy claro, meridianamente claro, que el proyecto que ustedes nos presentan no reúne, a nuestro juicio, los requisitos mínimos exigibles a una ley de esta naturaleza. No cumple ninguna de las condiciones que he mencionado anteriormente porque ustedes -y hay que decirlo con absoluta claridad- han preferido alianzas parlamentarias basadas en la mínima aritmética en vez de tender puentes y llegar a acuerdos con el primer grupo de la oposición que, además, representa a 10 millones de españoles. Y a esa falta de diálogo, a esa falta de consenso, hay que añadir la torpeza, la ligereza, el desprecio con el que han tratado las enmiendas que el Grupo Parlamentario Popular para mejorar esta ley ha presentado en el Congreso de los Diputados.
Como curiosidad quiero recordar que de la 123 enmiendas presentadas y registradas rechazaron -¿quién lo acierta?- 122 y tan sólo aceptaron una, por otra parte, señorías, irrelevante; y ello ha dado lugar a un proyecto que no garantiza un modelo de función pública sustancialmente homogéneo en todo el territorio nacional, entre otras cosas, porque el artículo 149 de la Constitución y el 136 del recién aprobado y recurrido por mi grupo Estatuto de Cataluña son absolutamente incompatibles. Pero, además, el proyecto renuncia deliberadamente a la regulación de elementos básicos como la carrera profesional, la promoción interna, la movilidad geográfica y funcional, el sistema retributivo o el régimen disciplinario que deriva a posteriores regulaciones de otras administraciones públicas.
Esta norma lleva, señor presidente, señorías, inevitablemente a 17 modelos distintos de función publica y pone en riesgo el principio constitucional de igualdad en las condiciones de trabajo de dos millones y medio de empleados públicos.
Por otra parte, este proyecto que hoy debatimos, atenta contra la autonomía local. No sé que tienen ustedes contra el Pacto local y contra la segunda descentralización, pero evidentemente sus funcionarios quedan alejados de un régimen propio y a merced de los criterios siempre cambiantes, siempre dispares, de las respectivas -y hablo en plural- comunidades autónomas. De ello hablaremos después en el caso de que este veto no prospere.
Esta ley, por otra parte, no fija unas reglas comunes para todas las administraciones y abre la puerta a la discrecionalidad política en el acceso a la función pública al posibilitar -oiganme bien- el clientelismo a través de designaciones a dedo no basadas en los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad como va a ocurrir con el personal directivo. Y para mayor inseguridad transfiere el ejercicio de las potestades administrativas, que en buena lógica tendrían que corresponder y están reservadas a los funcionarios de carrera, a estos nuevos directivos digitales.
En definitiva, el proyecto no aporta, por otra parte, una innovación acorde con las necesidades de futuro de la administración en el ámbito de la función pública al tratarse sólo de un planteamiento desordenado de la misma. Estamos, por tanto, ante un texto extenso, muy extenso para ser una norma básica, repetitivo, con mucha paja y poco grano, que lejos de clarificar introduce confusión en la ya de por sí compleja administración española por la imprecisión, la falta de claridad, la ambigüedad, el desorden que este proyecto propicia -y mucho me temo, señorías, que sea lo que pretenden- y la arbitrariedad de los poderes públicos y la inseguridad jurídica de funcionarios y ciudadanos.
En definitiva, y con esto acabo, señor presidente, la apuesta del Gobierno socialista y de quienes le apoyan supone limitar el objetivo de avanzar en el logro de una administración moderna, profesionalizada e independiente, pero además despolitizada y tecnificada, no sujeta a discrecionalidad política y partidista. De ahí, la propuesta de veto que en este momento someto a su consideración.
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