"Excma. Sra. Presidenta del Gobierno de Aragón
Edificio Pignatelli
Pº María Agustín, 36
50071-ZARAGOZA
La asociación se sustenta en su compromiso con los principios constitucionales que ordenan la función pública. Puede ser socio todo empleado público que comparta esta idea y los fines fijados en los estatutos. Para formar parte puedes dirigir tu petición a : asocfuncionpublica@yahoo.es. Hemos renunciado a subvenciones públicas y la cuota anual como socio es de 60 euros. Las reuniones de la Junta directiva son abiertas a todos los socios. El presidente actual es Julio Guiral.
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La estrategia de los lazos ha sido, una vez más, un éxito del independentismo en la fractura de la sociedad catalana. Ciudadanos ha recorrido hoy Alella, un pueblo de 9.000 habitantes, para quitar lazos entre gritos de ¡fascistas! y ¡fuera, fuera!, y esta tarde se concentraba en Barcelona tras la agresión a una mujer por retirar lazos. El juez ha dictado orden de alejamiento contra el agresor, a pesar de que son vecinos en portales muy próximos. Dato simbólico: ella denunció ante la Policía y él ante los Mossos. Así va calando la división. Cuando Borrell mencionó la espiral de enfrentamiento civil, hubo escándalo como si violase la omertá de una sociedad pacífica. Pero ¿a qué apelaba Torra cuando reclamaba actuar "como un solo pueblo contra el fascismo" para frenar a la oposición a los lazos?
Hay quien ha querido restar importancia a los lazos como mera simbología, bajo la sagrada libertad de expresión, del legítimo sentimiento independentista. Esa clase de neutralidad, más o menos ingenua, más o menos equidistante, ha sido siempre determinante para los éxitos nacionalistas. La exhibición de los lazos no es precisamente sentimental. Su función es doble: la ocupación del espacio público y la consolidación del imaginario de los presos políticos. No caben ingenuidades con eso. Son dos objetivos corrosivos.
La ocupación del espacio público con los lazos amarillos —plazas sembradas, playas llenas de cruces, puentes plastificados— ha ido acompañada por una institucionalización desde la fachada de edificios públicos relevantes hasta las iglesias y centros culturales. Ahí no ha faltado Colau. En cientos de ayuntamientos, como Alella, cuelga con el lema "Libertad presos políticos". En Vic suena por megafonía oficial. Las instituciones se han volcado renunciando a su función: no representan a la sociedad, sino a una mitad y además contra la otra mitad. Aunque las urnas reflejen que existe división, el mensaje es la calle es nuestra. Un eslogan por cierto muy fraguista. Las actitudes fascistas, según la máxima orwelliana apócrifa, tienden a disfrazarse de antifascismo.
El mensaje de los presos políticos va unido a la estrategia de desacreditar a los tribunales españoles —la demanda manipulada contra Llarena opera ahí— y, en definitiva, desacreditar la democracia española como Estado de derecho. Resulta tan notoria la falsedad como eficaz. Y ha servido para la internacionalización, con propagandistas como Pep Guardiola. El lazo amarillo tiene una fuerte tradición en el mundo anglosajón (la popular canción She wore a yellow ribbon, que dio título al western aquí traducido La legión invencible, procede de la guerra civil inglesa y ha sido habitual entre las tropas estadounidenses o en crisis como la toma de rehenes en la embajada de Irán) y también los emplean numerosos movimientos democráticos en diversos países asiáticos, de China a Filipinas. La apuesta es ganadora. Se han utilizado ingentes recursos, con apoyo público, para amarillear Cataluña.
Esa estrategia de ocupación del espacio público va unida al mensaje fraudulento de un sol poble. Quien se opone, es anticatalán. Así se impone una mitad a la otra, demonizando a quienes quitan lazos, con los Mossos por momentos en funciones de policía política para amedrentarlos. Otras veces se blanquea ese acoso recordando que no es lo mismo poner lazos (mensaje positivo) que retirarlos (negativo). ¿Quizá quitar lazos puede ser quizá más parecido a pitar el himno español o al monarca e incluso quemar fotografías de éste? En todo caso, no cabría medir fuerzas. Los no independentistas nunca podrían competir en recursos o en apoyo público con quienes llenan Cataluña de lazos.
Es difícil descreer de la tesis expuesta por Jordi Amat en el libro colectivo Anatomía del procés: la tercera fase de éste ya no es de legitimación sino destructiva antes que constructiva, y consiste en degradar la calidad democrática del Estado español "y así poder romperlo una vez carcomido". La estrategia puigdemoníaca desplegada por su vicario Torra ha tenido éxito en esta guerra (sucia) de los lazos. Las cosas se están haciendo mal a conciencia. En esa estrategia, el secuestro del espacio público y el clima de hostilidad no son una sorpresa.
(Artículo de Teodoro León Gross, publicado en "El País" el 30 de agosto de 2018)
EXCEPCIÓN CON LAZOS.
Los lazos amarillos pueden acabar encendiendo la chispa que inflame la tensión social generada por la pretensión de imponer por vías de hecho el programa de la independencia a la mayoría de catalanes que lo rechaza. Es perfectamente legítimo que quien así lo quiera lleve un lazo como signo de protesta, pero colocarlos en plazas y avenidas no es un ejercicio de la libertad de expresión, como sostiene la Generalitat para justificar su parcialidad, sino el cumplimiento de las consignas que el Govern imparte a los ciudadanos encuadrados en organizaciones independentistas, de los que se sirve como si fueran fuerzas espontáneas para limitar la libertad de quienes disienten. A fin de presentarse como víctimas del Estado central, Torra y su Ejecutivo fingen ignorar que son ellos quienes ostentan el poder en Cataluña, y que es ese poder el que están usando con formas impropias en democracia, imponiendo una simbología política a quienes la rechazan e intentando amedrentarlos a través de las fuerzas policiales a su mando, a las que empujan a actuar de manera selectiva y arbitraria.
Las gruesas invocaciones al fascismo cercando a una pequeña nación son el recurso con el que Torra pretende desentenderse por elevación del grave problema entre catalanes que él mismo está creando con la excusa de los lazos. Lo que hoy está en juego en Cataluña no son batallas del pasado agitadas como señuelos emocionales para sentirse parte de la historia, sino asuntos políticos tan corrientes como que un Gobierno rinda cuentas de su gestión de orden público, sobre todo cuando parece más preocupado por asignar a conveniencia el papel de víctimas y culpables que por arbitrar soluciones capaces de conjurar los riesgos. El independentismo que gobierna la Generalitat no solo no las rinde, sino que, además, se ha preocupado de que no haya instancia institucional donde reclamárselas, al clausurar el Parlament por diferencias internas entre los partidos que apoyan la secesión e instalarse en una suerte de estado de excepción no declarado.
La Generalitat está arrojando a las calles asuntos con los que inflamar los ánimos de los ciudadanos, indiferente a los peligros de jugar con fuego con tal de alimentar su programa. De lo que se trata, por el contrario, es de reconducirlos a las instituciones y resolverlos mediante los procedimientos establecidos en las leyes, a fin de preservar la tranquilidad civil. La de Cataluña estará en peligro en tanto la Generalitat siga actuando como lo ha hecho hasta ahora. Su rechazo a participar en la Junta de Seguridad convocada por el ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, no esconde el deseo de preservar sus competencias en materia de orden público frente a ninguna intromisión del Estado central, sino la voluntad de seguir exacerbando la división entre catalanes de modo que la mayoría desista de sus derechos y se rinda a una imposición de la independencia. De igual manera, la anulación del control del Govern manteniendo cerrado el Parlament es un intento de perpetrar en la sombra este atropello. Pero ninguna de estas maniobras impedirá señalar a Torra y sus consellers como responsables si algo irreparable llega a ocurrir entre catalanes.
(Editorial de "El País", publicado el 29 de agosto de 2018)
TECHO DE GASTO Y SEPARACIÓN DE PODERES.
La Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (LOEPSF) de 2012 atribuye al Congreso y al Senado el poder de aprobar o rechazar conjuntamente los objetivos de estabilidad y deuda pública que le proponga el Gobierno; lo que se viene llamando popularmente “techo de gasto” o “senda de déficit”.
La previsión contenida en el artículo 15 de esa ley es, sin embargo, nula por violar el principio de separación de poderes, por desbordar el ámbito reservado a la ley orgánica e infringir el principio democrático esencial de la regla de la mayoría y las relaciones entre las Cámaras.
Separación de poderes y techo de gasto. Infringe la separación de poderes al atribuir a las dos Cámaras una participación, en un momento previo a la elaboración de los Presupuestos por el Gobierno, que pretende condicionar el poder de este último, en contra de una regla expresa de la Constitución que reserva en exclusiva al Ejecutivo (a diferencia de lo que ocurre con cualquier otra materia) su elaboración y su presentación tres meses antes de la expiración de los anteriores.
La Constitución, que ha considerado necesario dedicar un precepto específico a la Ley de Presupuestos, circunscribe el poder del Legislativo en materia de Presupuestos al “examen, enmienda y aprobación” del proyecto de ley de Presupuestos que ha de elaborar el Gobierno sin ningún condicionamiento previo por actos de aprobación de las Cámaras distintos a la ley orgánica.
La separación de poderes, tal y como la ha entendido la Constitución vigente, ha sido ignorada por la Ley de Estabilidad Presupuestaria al condicionar el poder del Ejecutivo por unos previos y simples acuerdos de las Cámaras, que nada tienen que ver con la aprobación de una ley orgánica, fijando la cifra concreta y máxima de déficit.
La reforma del artículo 135 de la Constitución atribuye, desde luego, a la ley orgánica la fijación del “déficit estructural máximo”. Pero solo atribuye tal poder a la ley orgánica misma, tramitada en la forma prevista en el artículo 81 de la Constitución, que exige mayoría absoluta, pero solo del Congreso. En su lugar, la Ley de Estabilidad Presupuestaria, ignorando esa previsión, no fija el déficit por sí misma, sino que defiere —delega— esa competencia a simples acuerdos del Congreso y del Senado de forma conjunta y paritaria; es decir dando al Senado una posición de igualdad y un poder de veto distinto al que le correspondería de acuerdo con la Constitución sobre las leyes orgánicas.
El Tribunal Constitucional, que ha tenido ocasión de pronunciarse en varias ocasiones sobre la constitucionalidad de la LOEPSF, no lo ha hecho sobre el artículo 15 porque nadie se lo ha pedido.
Sea como fuere, la inconstitucionalidad es evidente, porque si una ley orgánica aprobada en la forma prevista en el artículo 81 de la Constitución puede fijar el déficit estructural máximo a partir del cual se elaboran los presupuestos, eso mismo no pueden hacerlo simples acuerdos previos del Congreso y del Senado en una posición de igualdad.
El ámbito de la ley orgánica y la regla democrática de la mayoría. Las materias reservadas a la ley orgánica son limitadas. Solo puede regular aquellas expresamente previstas en la Constitución y solo puede hacerlo con carácter restrictivo. La razón es porque, como ha dicho el Tribunal Constitucional en repetidas sentencias, la regla de oro de la democracia es la de la mayoría simple y solo en casos de relevancia puede exigirse mayorías cualificadas.
La Constitución ha previsto en el nuevo artículo 135 que la ley orgánica fije, ella misma y directamente, el déficit estructural máximo, pero no que lo defiera o delegue al Congreso y al Senado en condiciones de paridad.
Al no establecer la LOEPSF por sí misma la concreta cifra del déficit estructural máximo, sino deferir —delegar— tal fijación a simples acuerdos de otros órganos constitucionales, no se ha circunscrito al objeto propio de la ley orgánica prevista en la Constitución, sino que trata de otra cosa para la que no está prevista el rango de ley orgánica.
Regulación de las relaciones entre Congreso y Senado. La relación entre las dos Cámaras está construida en la Constitución sobre la absoluta preeminencia del Congreso, dado que en caso de discrepancia entre las dos en el proceso legislativo es la voluntad final del Congreso la que se impone en casos de vetos o enmiendas del Senado a las leyes aprobadas por el Congreso.
El artículo 15 de la Ley de Estabilidad y Sostenibilidad sustituye la ley orgánica que, de acuerdo con el artículo 135 de la Constitución, tiene que fijar el límite de déficit, por dos simples acuerdos de cada una de las Cámaras (en posición, además, de igualdad entre ellas) de aprobación o rechazo de una propuesta del Gobierno. Simples acuerdos que limitarían la potestad del Gobierno para elaborar el presupuesto.
Al hacerlo así viola la Constitución, que establece cómo se aprueban las leyes orgánicas, exigiendo únicamente mayoría absoluta del Congreso y con aplicación de la preeminencia de la Cámara baja cuando el Senado vete o enmiende el texto aprobado por el Congreso.
En el caso de que el Congreso aprobase el acuerdo del Gobierno y el Senado lo rechazara, resultaría que —aun prescindiendo de la inconstitucionalidad de la exigencia de la aprobación de las Cámaras— las Cortes (el Legislativo) no se habrían pronunciado como tales. Por tanto, el Gobierno sería libre de hacer lo que quiera, puesto que las Cortes no le habrían puesto límite alguno: ni el sí, ni el no al techo de gasto. Y, pese a ello, el Gobierno sigue obligado a enviar a las Cortes la Ley de Presupuestos antes del 1 de octubre.
Solo una ley orgánica tramitada en debida forma que fije, ella misma, el límite de déficit constituiría un límite a la potestad del Gobierno de elaborar los Presupuestos.
Ello no quita que el Gobierno haya de tener en cuenta, en todo caso, la normativa europea y los compromisos de estabilidad y sostenibilidad adquiridos con la UE y, en especial, la reciente conformidad europea a la senda de déficit propuesta por España. También que en relación con el límite del déficit a que se refiere el artículo 135.2 de la Constitución, solo entra en vigor en 2020, de acuerdo con la adicional de la propia reforma constitucional de 2011.
En todo caso, no parece necesario ni conveniente proponer una ley que modifique el artículo 15 de la LOEPSF, ni siquiera para decir que la posición del Congreso prevalece, pues implicaría dar por supuesto que una ley puede introducir en el proceso de elaboración de la Constitución un límite al Ejecutivo consistente en simples acuerdos de ambas Cámaras que la Constitución no ha previsto: solo una ley orgánica puede fijar ella misma —solo por sí misma y directamente— la cifra del límite máximo de déficit estructural.
Mientras tal cosa no ocurra el Gobierno seguirá obligado a presentar directamente el proyecto de Presupuestos antes del 1 de octubre, aunque respetando los límites que la UE ha aceptado.
(Artículo de Tomas de la Quadra-Salcedo, publicado en "El País" el 27 de agosto de 2018)
AFORADOS
Algunos partidos políticos han llamado la atención sobre una modalidad procesal de nuestro derecho, el aforamiento, al ir conociéndose los casos de corrupción con implicados que ocupan cargos públicos. La Constitución prevé el aforamiento para los diputados, senadores y miembros del Gobierno en sus artículos 71.3 y 102, en tanto que la Ley Orgánica del Poder Judicial, en el artículo 57, amplía la lista a servidores públicos como presidentes y consejeros del Consejo de Estado y el Tribunal de Cuentas, o el Defensor del Pueblo, entre muchos otros. Ambas normas establecen que el enjuiciamiento de los aforados corresponderá al Tribunal Supremo o a los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas. Conviene subrayar, no obstante, que la determinación de tribunales específicos para determinados cargos no conlleva ninguna excepción de las leyes de fondo aplicables, especialmente el Código Penal, aunque sí reduce las posibilidades de recurrir en segunda instancia, salvo el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional para los inculpados ante el Supremo, y el de casación, ante el Supremo, contra las sentencias de los Tribunales Superiores de Justicia.
El cuestionamiento de la figura del aforamiento a raíz de algunas noticias recientes se ha basado, por lo general, en el hecho de que se considera un privilegio y, consecuentemente, debería ser derogado por afectar al derecho a la igualdad o al juez predeterminado por la ley. La propuesta, hasta donde se ha conocido por los medios, no distingue entre los aforamientos previstos por la Constitución, cuya supresión exigiría la reforma de la Carta Magna, y los fijados por la Ley Orgánica del Poder Judicial, para lo que bastaría una norma de rango equivalente.
El Tribunal Constitucional desmintió en la sentencia de 22 de julio de 1985 que el aforamiento fuera un privilegio, al recordar que su fundamento no responde a “un interés privado de sus titulares”, sino a “un interés general”. Desde el punto de vista de la función institucional del aforamiento, el Alto Tribunal sostuvo además, en esa misma sentencia, que “preserva un cierto equilibrio entre los poderes”, después de haber señalado en otro pronunciamiento, también de 1985, que “tal prerrogativa es imprescindible e irrenunciable”. Para concluir, en una sentencia de noviembre de 2016 el Tribunal Constitucional agregó el argumento de que “el aforamiento actúa como instrumento para la salvaguarda de la independencia institucional del Gobierno y de los parlamentarios (…)” En relación con estos últimos, el aforamiento difiere de la institución del suplicatorio, que se concibe como una garantía de la división de poderes por la que los tribunales no pueden someter a investigación a los parlamentarios sin autorización de las Cámaras elegidas por el voto de los ciudadanos.
Ciertamente, las afirmaciones del Tribunal Constitucional pueden ser reconsideradas, en la medida en que no todos los aforamientos tienen el mismo fundamento y las realidades a las que debe atender el derecho son siempre cambiantes. Una cosa parece fuera de duda, sin embargo, y es que el máximo intérprete de la Constitución ha desmentido reiteradamente que el aforamiento, como modalidad procesal, pueda ser considerado como el privilegio de unos cargos públicos. De igual manera, tampoco se puede sostener que la designación de determinados tribunales para entender de las causas seguidas contra esos cargos afecte a la garantía del juez predeterminado por la ley: son nada menos que la Constitución y una ley orgánica las que predeterminan qué tribunales juzgarán los casos en los que se vean incursos aforados.
Lo que sí es posible discutir, y quizá tenga sentido hacerlo, es si los aforamientos previstos en la Ley Orgánica del Poder Judicial tienen el mismo fundamento institucional que los establecidos en la Constitución. Sobre todo porque la razón inicial por la que se prevé la intervención de los Tribunales Supremo o Superiores de Justicia en las causas que afecten a aforados es la necesidad de dilucidar rápidamente la cuestión, desestimando inmediatamente aquellas que carezcan de mérito y evitar, de esta manera, el entorpecimiento que produciría un largo proceso en el que la máxima autoridad del Poder Judicial finalmente no considerara delictivos los hechos denunciados. El fundamento del aforamiento del presidente y demás miembros del Gobierno se basa en este propósito, puesto que el riesgo de perturbar indebidamente la acción gubernativa desde la justicia es mayor en un sistema que, como el nuestro, contempla la posibilidad de acción popular.
La institución del aforamiento de los miembros del Ejecutivo, por otro lado, no es una particularidad del derecho constitucional español. Seguramente no es una casualidad que la Constitución francesa prevea en su Título X un Tribunal de Justicia de la República, formado por doce parlamentarios y tres magistrados de la Corte de Casación, para el enjuiciamiento de la responsabilidad penal de los miembros del Gobierno, así como, en sus artículos 67 y 68, un Alto Tribunal de Justicia para el enjuiciamiento del presidente de la República por un incumplimiento de sus deberes manifiestamente incompatible con el ejercicio de su mandato. Se trata de una especial protección de cargos públicos particularmente expuestos en un sistema judicial que prevé, aunque de manera más limitada que en España, el derecho de cualquier persona que se sienta ofendida por la acción de un miembro del Gobierno en el ejercicio de sus funciones a denunciarlo ante una Comisión de Admisión.
Sea como fuere, del contexto en el que los aforamientos han adquirido una repentina actualidad parecería deducirse que su supresión contribuiría a luchar contra la corrupción, dando a entender que esta figura procesal está sirviendo de algún modo a la impunidad de los cargos públicos a los que se aplica. La experiencia demuestra lo contrario: no se han dado casos en los que los tribunales competentes para el enjuiciamiento de aforados hayan merecido críticas por favorecer a los inculpados. Tampoco se puede albergar certeza alguna acerca de que la eliminación de los aforamientos aumentara el efecto preventivo de las leyes penales, ni existe evidencia contrastada de que el aforamiento sea un factor criminógeno.
Por descontado, la modalidad procesal del aforamiento, como cualquier otra institución de nuestro ordenamiento, puede someterse a discusión, siempre a condición de que sean valorados cuidadosamente y sin prejuicios los fundamentos. En todo caso, convendría tener presente que los problemas que pueden suscitar los aforamientos establecidos en la Constitución son diferentes de los que presenta la lista de cargos fijada en la Ley Orgánica del Poder Judicial. Y también que una cosa es discutir la lista de aforados y otra distinta la pertinencia de la institución.
(Artículo de Enrique Bacigalupo, publicado en "El País" el 22 de agosto de 2018)
LA PRENSA LIBRE TE NECESITA
Es sabido que en 1787, el año en el que se aprobó la Constitución, Thomas Jefferson escribió a un amigo estas palabras: “Si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin un gobierno, no vacilaría ni un instante en preferir esto segundo”.
Era lo que pensaba antes de ser presidente, en cualquier caso. Veinte años después, después de aguantar el escrutinio de la prensa en la Casa Blanca, ya no estaba seguro de que fuera tan valiosa. “No se puede creer nada de lo que se ve en un periódico”, escribió. “La propia verdad se vuelve sospechosa al figurar en un vehículo tan contaminado”.
La incomodidad de Jefferson era, y sigue siendo, comprensible. Informar en una sociedad abierta es un empeño plagado de conflictos. Su malestar ilustra también lo necesario que es el derecho que él contribuyó a consagrar. Tal como los fundadores de este país pensaban, basados en sus propias experiencias, una población bien informada está mejor equipada para erradicar la corrupción y, a largo plazo, promover la libertad y la justicia.
“El debate público es una obligación política”, dictaminó el Tribunal Supremo en 1964. Ese debate debe ser “desinhibido, vigoroso y abierto”, y “puede llegar a incluir ataques vehementes, cáusticos e incluso desagradablemente ácidos contra el gobierno y las autoridades públicas”.
En 2018, algunos de los ataques más destructivos proceden de miembros de la administración. Criticar a los medios de comunicación por dar una importancia excesiva o demasiado escasa a una noticia o por ofrecer datos equivocados es perfectamente legítimo. Los periodistas y sus redactores jefes son humanos y cometen errores, y corregirlos es uno de los elementos cruciales de nuestro trabajo. Pero insistir en que las verdades que no nos gustan son “noticias falsas” es peligroso para la existencia de la democracia. Y llamar a los periodistas “los enemigos del pueblo” es peligroso, sin más.
Estos ataques contra la prensa son especialmente peligrosos para los periodistas que trabajan en países con un Estado de derecho más precario y, en Estados Unidos, para las publicaciones pequeñas, ya golpeadas por la crisis económica en el sector. A pesar de esa situación, los periodistas de esos medios siguen dedicándose a la difícil tarea de hacer preguntas y contar las historias que, sin ellos, no sabríamos. Un ejemplo es The San Luis Obispo Tribune, que escribió sobre la muerte de un recluso en una prisión que permaneció atado durante 46 horas. El reportaje obligó al condado a cambiar su tratamiento de los presos con enfermedades mentales.
En respuesta a un llamamiento llevado a cabo la semana pasada por The Boston Globe, The New York Times ha decidido unirse a cientos de periódicos, que abarcan desde diarios de grandes ciudades hasta pequeños semanarios locales, para recordar a los lectores el valor que tiene la prensa libre en Estados Unidos. Estos editoriales, de algunos de los cuales hemos publicado fragmentos en nytimes.com/opinion, son una defensa conjunta de una institución fundamental para nuestro país.
Por favor, suscríbanse a sus periódicos locales, si no lo han hecho ya. Elógienlos cuando crean que han hecho algo bien y critíquenlos cuando piensen que podrían hacerlo mejor. Estamos todos juntos en este empeño.
(Editorial del diario "The New York Times", publicado el 16 de agosto de 2018)
EL PRECIO DEL PLURALISMO.
Premisa número uno: un debate plural y abierto permite la expresión de distintos puntos de vista sobre un problema determinado, así como señalar aquellos asuntos que otros ignoran. Y, en definitiva, actúa como sistema de redistribución del poder.
Premisa número dos: es necesario que quienes participan del debate público como plataformas sean conscientes de su responsabilidad no solo para con la verdad (eso va de suyo), sino también respecto a la calidad de los argumentos que pasan el filtro.
Hay una tensión entre ambas premisas, por sí solas imprescindibles para el mantenimiento de una democracia saludable. Porque, además, el pluralismo es parte esencial de la construcción del filtro: la competición entre emisores permite que se pongan en cuestión entre ellos. O así debería suceder, porque si de este debate cruzado desaparece el criterio, lo que queda es ruido y trincheras. Un criterio que se consigue mejor con organizaciones bien estructuradas, con los recursos y los incentivos necesarios para servir a la audiencia.
De todos depende encontrar un equilibrio entre estos dos extremos, de manera que no tengamos un debate público concentrado en pocas manos, ni caótico y parcelado en cámaras de eco.
Depende de la oferta, y en especial de los nuevos medios. Más de una década después de su fundación, los gigantes de las redes (Facebook, YouTube, Twitter, Google) han comenzado a entender que su enorme poder como filtros de contenido para el mundo entero implica una responsabilidad editorial. Por eso, aunque tarde, han comenzado a sacar a algunas personas de sus plataformas que no construían pluralidad, sino que cavaban zanjas.
Pero también depende de la demanda: de que todos y cada uno de los que consumimos información dediquemos un mínimo de tiempo a cuestionarnos cada cosa que nos llega a los ojos. El “dónde, cuándo, quién, cómo, por qué” de los periodistas se convierte en el de la audiencia: de dónde viene cada pieza de información, cuándo, quién, cómo y por qué la produjo. A más variación deseemos, más necesario será este trabajo personal. Este pequeño esfuerzo es el precio a pagar por la pluralidad.EDUCAR EN VALORES CÍVICOS
El 17 de junio pasado llegó a Valencia el buque Aquarius con 630 inmigrantes a bordo, rescatados días antes en el Mediterráneo. Aunque el viaje era largo, otros puertos más próximos no se prestaron a recibirlos y fue el puerto valenciano el que lo hizo. Naturalmente, los comentarios de todo tipo inundaron las páginas de la prensa, las cadenas de radio y televisión y las redes sociales, desde los agoreros cansinos que insistieron, como siempre, en pronosticar un efecto llamada que acarrearía toda suerte de males, hasta el entusiasmo de una ciudadanía, orgullosa de saberse y sentirse solidaria.
Los tres poderes sociales —el ciudadano, el político y el económico— se unían para atender a los más vulnerables. Era el momento mágico de las sinergias entre las fuerzas sociales a favor de lo mejor que tenemos los seres humanos. Era un brote valioso de hospitalidad.
Claro que aquello era solo un comienzo, y a partir de ese punto debía empezar el proceso de organizar, discernir y, en su caso, llevar a cabo la integración, porque la acogida es un bien menor, cuando no se ha logrado resolver los problemas en los países de origen para que nadie se vea obligado a dejar su hogar, pero integrar a los recién llegados era todavía la asignatura pendiente.
Recuerdo la ingeniosa respuesta de un profesor latinoamericano a quien pregunté cómo no mejoraba la situación de su país, teniendo en cuenta la creatividad de sus gentes: “Es que”, me dijo, “tenemos muchas iniciativas, pero pocas acabativas”. Y tenía razón, pero no solo para su país, sino para muchos otros; entre ellos, España y esa precaria unión supranacional, que es la Unión Europea.
Los problemas políticos y económicos han venido poniéndole trabas desde el comienzo, pero hoy en día se han sumado las deficiencias éticas: la falta de acuerdo real en los valores de los que queremos vivir, que son los que constituyen nuestras señas éticas de identidad. Como diría José Luis Aranguren, nuestra moral vivida, además de nuestra moral pensada.
En la forja de esa moral es una pieza clave la educación, tanto formal como informal, tanto la que se plasma en currículos escolares y universitarios como la que se propaga a través de la vida cotidiana.
Porque las personas no nacen ciudadanas, sino que se hacen. La persona —recordaba Kant— lo es por la educación, es lo que la educación le hace ser. Y en este tiempo en que en España se debate sobre una reforma de la ley de educación, que venga a superar deficiencias de la LOMCE, es una buena noticia saber que una asignatura de “valores éticos y cívicos” va a formar parte de los planes de estudios escolares como un capítulo en la formación de todo el alumnado.
A fin de cuentas, hace años constaba una asignatura con el título “La vida moral y la reflexión ética”, que se ocupaba del conjunto de valores éticos compartidos en las sociedades pluralistas y democráticas, es decir, de su ética cívica, y de los proyectos que desde ella se han ido incorporando. Una asignatura que contaba con el apoyo de todos los grupos sociales.
Cuál sería el hilo conductor de esa materia no es difícil de imaginar: reflexionar sobre la superioridad de la libertad frente a la esclavitud, el adoctrinamiento y la manipulación; degustar el valor de la igualdad entre las personas, que tienen dignidad y no un simple precio, sea cual fuere su raza, religión, edad, género o su orientación sexual; respetar activamente, y no solo tolerar, las ideas de quienes piensan de forma distinta, pero moralmente aceptable; apreciar el diálogo como camino para resolver los conflictos, cuando están puestas las condiciones para que el diálogo sea auténtico, y tomar nota de que la apuesta por la justicia no es un mero consejo, sino la exigencia indeclinable que constituye el quicio de cualquier sociedad pluralista y democrática. Si la justicia falla, como valor y como virtud social, la sociedad está desquiciada. Con claro perjuicio para todos, pero sobre todo para los más vulnerables.
Contar con una materia semejante en el currículo escolar es imprescindible, entre otras razones, porque una sociedad demuestra qué materias considera indispensables para la formación cuando las incluye en un plan de estudios; en este caso, para ayudar a formar una buena ciudadanía, conocedora de sus derechos y de sus responsabilidades y capaz de vivirlos en la práctica.
La escuela y la universidad bien pueden vincularse con actividades que encarnen la moral pensada en la moral vivida como parte del currículo escolar. El trabajo conjunto con organizaciones cívicas solidarias se hace aquí imprescindible.
Es verdad que educamos en tiempos de incertidumbre, ignoramos qué habilidades y competencias científicas y técnicas serán las más adecuadas para encontrar un lugar en el mundo laboral, pero sí que sabemos que es desde los valores éticos mencionados desde los que debería orientarse el quehacer de las ciencias y las técnicas.
Por eso sería aconsejable introducir en el temario de la educación española una asignatura de ética en cada uno de los grados universitarios y en la formación profesional, de modo que los futuros profesionales tengan un espacio para reflexionar sobre las metas y valores de su actividad.
Naturalmente, la ética, que es “filosofía moral”, igual que hay filosofía de la ciencia o de la técnica, es una parte de la filosofía, ese saber de tan larga y acreditada historia que con ella empezó el conjunto de la sabiduría secularizada, al menos en Occidente.
Mantener la asignatura de filosofía como obligatoria en primero de bachillerato y aumentar su peso en segundo es una de las reivindicaciones, más que justificadas, de la Red Española de Filosofía, a las que hace unos días dedicó un espacio Juan Cruz en las páginas de este diario.
Pero en su calidad de ética para la Enseñanza Secundaria Obligatoria, con un alumnado más joven, es necesario potenciarla muy especialmente para que tome cuerpo en la vida social esa Declaración Universal de Derechos Humanos, que el 10 de diciembre cumplirá 70 años, y que tiene por base explícitamente la dignidad de las personas, la dignidad de todos los miembros de la familia humana.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 26 de julio de 2018)
¿VUELTA A LAS ANDADAS?
Tras un largo periodo de incubación de más de cuatro años, cuando todo indicaba que estaban ausentes las condiciones necesarias para un acuerdo exitoso, la Ponencia parlamentaria de Autogobierno aprobaba las Bases del nuevo 'Estatus Político' del País Vasco, con el exclusivo respaldo -en todo lo que de verdad importa- del PNV y EH Bildu (EHB).
Se trata de un embrión inviable, incapaz de prosperar, por las taras genéticas -políticas y jurídicas- con que ha sido concebido. Sus autores se empeñarán en hacernos creer lo contrario. Tratarán de obtener réditos políticos mientras, aparentemente, la gestación siga su curso; y también cuando fracase: la culpa será de quienes no respetan la voluntad de la sociedad vasca.
Las Bases acordadas reinciden en un error histórico que, sin excepción, ha terminado mal: pretender reformar el autogobierno desde el Estatuto, imponiéndoselo a la Constitución. Ejemplos más relevantes: proyecto de Estatuto de 1931 (Estella), proyecto de Estatuto Político (plan Ibarretxe), Estatuto de Cataluña (2006). No hay sistema democrático con Constitución codificada ni sistema federal en el que pueda prosperar pretensión semejante.
Dicen que la operación se fundamenta en los 'derechos históricos' del pueblo vasco: esos derechos que «como tal le hubieran podido corresponder en virtud de su historia» y a los que no ha renunciado al aceptar la autonomía (Disposición Adicional del Estatuto). Pero para que encaje necesitan coger esa Disposición cual rábano por las hojas: la despojan de lo que les estorba -la actualización de esos hipotéticos derechos solo podría realizarse «de acuerdo con lo que establezca el ordenamiento jurídico»-; deciden su contenido por su cuenta, sin más fundamento que su ideologizada interpretación de la historia -nuestra soberanía originaria-; e imponen la interpretación así obtenida como contenido indiscutible de la Disposición Adicional Primera de la Constitución -la que afirma el «amparo y respeto de los derechos históricos de los territorios forales»-, tras despojarla, también a ella, de lo que vuelve a estorbarles -su actualización habrá de realizarse «en el marco de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía»-. Invierten la relación entre Constitución y Estatuto, de forma que sea éste el que determine cómo hay que interpretar aquella, transformando esa disposición adicional en una puerta abierta a la vida -política- fuera del sistema. Necesitan una Constitución que se inmole a sí misma.
El PNV esgrimió su insatisfacción con esa Disposición Adicional -lo que tan bien analizó Javier Corcuera- como razón fundamental para propugnar la abstención en el referéndum sobre la Constitución; y ahora pretende que signifique lo que en su día consideraron que había sido rechazado. Curioso.
Las Bases acordadas por PNV y EHB nos retrotrae-n al plan Ibarretxe; constituyen un hipotético borrador previo de su proyecto de Estatuto Político. Salvo retoques puramente cosméticos, aquel proyecto de Ibarretxe es una plasmación difícilmente mejorable de lo que se pretende en las Bases ahora acordadas. No es necesaria ninguna Comisión técnica para elaborar, sobre ellas, el texto articulado. El trabajo ya está hecho. Por si no fuere suficiente con el contenido -derecho a decidir, sistema confederal en la distribución de competencias y en la resolución de conflictos, distinción entre ciudadanía y nacionalidad vasca, etc.- le han añadido la 'consulta habilitante', ya intentada por Ibarretxe. Una 'consulta' inadmisible políticamente, porque contamina el proceso de tramitación del proyecto, atribuyendo al proponente una ventaja que, sin ánimo de ofender, habría que calificar de 'chantajista': el respaldo del electorado que se busca trata de limitar, cuando no anular, la capacidad negociadora de la otra parte. ¿Es esa la idea de una negociación leal que tiene el PNV? Su inviabilidad jurídica ya fue expresamente establecida por el TC al anular la ley de la consulta.
Lo que proponen las Bases es un despropósito político hacia fuera y hacia dentro de la sociedad vasca.
Hacia fuera incurre en un gran error al considerar que el modelo del Concierto Económico -interpretado de forma interesada- es extensible al ámbito político -'Concierto político' como modelo confederal-. El modelo confederal no puede prosperar: no hay sistema similar en el mundo democrático por su inviabilidad práctica. En lugar de pretender extenderlo, tendrían que dedicar sus energías en no ponerlo en riesgo, porque se está extendiendo, crecientemente, la convicción de la necesaria racionalización de los efectos nocivos que -especialmente, el cálculo del Cupo- ha introducido en el conjunto de la financiación de las Comunidades Autónomas.
Hacia dentro envía un mensaje terrorífico a esa mitad de la sociedad vasca que, según muestran de forma tozuda los sondeos de opinión, no se define como 'nacionalista'; y, seguramente, a una parte de esa mitad que sí se define como tal, pero que está plena o parcialmente satisfecha con el Estatuto o que desea un desarrollo 'federal' del mismo. No sorprende que EHB pretenda construir una sociedad sin ellos, que los excluya. Parecía que el PNV posterior a la defenestración de Ibarretxe excluía esa pretensión. Ahora envían el mensaje de que también ese PNV, a la mínima oportunidad, tendrá la tentación de hacerlo; con EHB. ¿Quién se puede volver a fiar de sus palabras?
(Artículo de Alberto López Basaguren, publicado en "El Diario Vasco" el 22 de julio de 2018)
UN TRATO PARADÓJICO.
El politólogo Angelo Panebianco señalaba hace ya tiempo que por debajo de los arreglos de tipo federal que se han practicado en algunos países subyace una especie de trato apócrifo entre las élites políticas centrales y regionales: yo reconozco tu soberanía a cambio de que tú me entregues el poder omnímodo para controlar a mi población. Un pacto que no se distingue mucho del que existió, en el sistema de gobierno indirecto de las monarquías europeas, entre la corte y los poderes territoriales, según lo cuenta Charles Tilly. Lo que pasa es que en el pasado la homogeneidad cultural de las poblaciones concernidas era un hecho bruto ya dado que a nadie preocupaba, mientras que en la actualidad es un difícil objetivo a conseguir. Son tiempos de nacionalismo. El control que deseaban los poderes territoriales medievales era un poder de explotación de rentas y fiscal, el que desean los de ahora es (además) un poder ideológico para (re)crear sociedades homogéneas allí donde existen unas complejas, mestizas y plurales.
La institucionalidad realmente operante desde 1978, dijera lo que dijera la letra constitucional, obedeció en gran manera a este tipo de acuerdo, de manera que lo que ahora se plantea como solución a la crisis catalana no es sino llevarlo al extremo: entregar a Cataluña las competencias exclusivas y blindadas en materia lingüística, cultural y de enseñanza, de manera que su gobierno pueda llevar a cabo sin restricción alguna una política de cohesión identitaria de la sociedad, reformando en lo necesario a las personas que la componen para que se amolden al tipo nacional catalán predefinido por ese mismo gobierno. Un pacto profundamente antiliberal por cuanto entrega personas concretas de carne y hueso (los únicos sujetos morales relevantes) a cambio de relaciones de superioridad o lealtad entre entes ficticios meramente instrumentales. Las naciones son para las personas, no las personas para las naciones.
El profesor José Luis Villacañas exponía desde la teoría republicanista hace ya meses, de manera franca y desacomplejada, la necesidad de este concreto pacto para superar la crisis: “Cataluña alberga dos pueblos no suficientemente fusionados… Cataluña tiene derecho a disponer de instituciones que sean capaces de garantizar que esas dos poblaciones… se socialicen sobre la base de la cultura catalana. Y necesita garantías del Estado de que no va a imponerse una representación pública que amenace en su tierra a los que se sienten ante todo catalanes. A cambio, un compromiso de lealtad al Estado”. (El Mundo 19-10-2017).
Nuestros gobernantes en Madrid no lo dicen así de claro, pero la idea subyacente a cualquier profundización del arreglo constitucional es esa y no otra. Dicha eso sí con esos conceptos sonajero de cohesión y no segregación (subrogados a los franquistas hoy indecibles de unidad y homogeneidad), de lo que se trata es de garantizar que las políticas de nacionalización cultural puedan llevarse a cabo sin traba alguna. De reparto podrá discutirse en el tema de los dineros, pero en el de las personas no, esas todas para ti.
Es paradójico señalar que este tipo de arreglos transaccionales, aparte de su ilegitimidad moral, resulta que no tienen a la larga sino efectos deletéreos para con la misma estabilidad política que se supone deberían producir. Por un lado, porque desaniman precisamente a quienes son al final los sostenedores de la legitimidad del Estado, las masas poblacionales que en Cataluña se sienten también españolas y que se ven tratadas como moneda por su propio paladín; visto lo visto, parece que lo más razonable para un catalán es volverse nacionalista, su resistencia a la culturación exclusivista no le produce sino inconvenientes. Así se desorienta y desincentiva a esos cuya aparición en la calle se celebraba pocos meses ha.
Pero, además, entregar el control de la construcción identitaria de las personas a las instituciones de obediencia “solo catalana” lo único que garantiza a medio plazo es que la reclamación de secesión encuentre pronto mayor base social de apoyo, precisamente lo que le ha faltado en la intentona que ahora agoniza. Si no se hizo suficiente país como para triunfar en los cuarenta años pasados… se hará más con los instrumentos que el Estado nos entrega en su visión cortoplacista. La supuesta solución se revela al final como una ominosa predicción de que el futuro volverá a las andadas.
(Artículo de José María Ruiz Soroa, publicado en "El País" el 22 de julio de 2018)
ALTA TRAICIÓN
Definitivamente, el argumento de la novela El complot contra América de Philip Roth se ha hecho realidad con Trump. El presidente es un agente del enemigo, Hitler en la fantasía del novelista, Putin en la realidad. La última y definitiva prueba ha llegado de su propia mano, en la conferencia de prensa posterior al encuentro con el presidente ruso en Helsinki, en la que se ha mostrado servil e incluso sumiso con su homólogo al admitir una responsabilidad simétrica en las malas relaciones entre ambas potencias y, sobre todo, dar credibilidad a la palabra presidencial rusa en detrimento de los servicios secretos estadounidenses respecto a las comprobadas interferencias en las elecciones presidenciales.
No importa su improvisada rectificación, dirigida a apaciguar a los republicanos indignados ante el deterioro de la imagen de Estados Unidos y ante la victoria obtenida por Putin en Helsinki. Los 18 meses de presidencia trumpista significan el mayor desastre geopolítico que haya sufrido Washington en su historia al menos desde la guerra de Irak, pues se ha enajenado a sus aliados, ha minado y dividido las instituciones que había construido durante 70 años y ha proporcionado todas las ventajas imaginables a Moscú.
Poco o nada se sabe de la cumbre y es muy probable que su contenido sea preocupantemente nulo, sobre todo tratándose de dos potencias enfrentadas en tantos contenciosos. La falta de sustancia no esconde su valor como escaparate, especialmente del prestigio de Putin y de la vanidad de Trump. Pero pocos esperaban que fueran las explicaciones posteriores de Trump y luego su abrupto y chapucero desmentido los que se alcanzarían dimensión histórica.
Nunca se había visto una conferencia de prensa tan vergonzosa para la imagen de EE UU, con un desequilibrio de actitudes y de autoridad entre ambos mandatarios tan explícito. El bochornoso espectáculo es también un desastre para su protagonista, pues da alas al fiscal Mueller, el encargado de investigar las interferencias rusas, que ya ha mandado a los tribunales a 32 personas, 25 de ellas rusas, ha obtenido autoinculpaciones de tres colaboradores del presidente y no dudará en estrangularle judicialmente si tiene la oportunidad.
Nada de lo que Trump dice tiene que ver con la verdad. Solo con el poder, el suyo. Con frecuencia para amedrentar o debilitar a sus interlocutores, tal como ha hecho con Theresa May y Angela Merkel; o de forma más discreta con un representante del Gobierno español, en un reciente encuentro en el que se permitió desconsideradas y desfavorables valoraciones sobre la crisis catalana.
Trump ha sido ya tachado de traidor en su país. Tras la catástrofe de su semana europea, con descalificaciones y desplantes a diestro y siniestro, Gobiernos e instituciones, no hay muchas dudas de que también ha traicionado los valores y los intereses compartidos entre Estados Unidos y quienes han sido sus socios europeos de la OTAN y de la UE durante los últimos 70 años. Urge echar al agente de Moscú.
(Artículo de Lluís Bassets, publicado en "El País" el 19 de julio de 2018)
UNA FEA LEY DE DERECHOS HISTÓRICOS
Los boletines oficiales son periódicos indigestos donde gobiernos y parlamentos editan sin pausa leyes y normas, para que sean públicas y entren en vigor. Los ciudadanos tienen el higiénico hábito de no leerlos y por eso, los aragoneses, en general, se han librado de saber que sus diputados a Cortes, por mayoría, han alumbrado una ley sobre ciertos asuntos acerca de los cuales no era preciso legislar. Y lo han hecho de forma tal que, de hecho, parecen prescindir de la Constitución y el Estatuto de Autonomía.
No crea el lector que este juicio negativo es exagerado. Un ejemplo: la Ley de actualización de los derechos históricos de Aragón (8/2018, que así se llama la publicada el lunes), atribuye a Aragón una condición que no posee: la de territorio foral. Tener un derecho foral no basta para ser territorio foral,. No es un juego de palabras. Para serlo, hay que disponer de derecho foral ‘público’, o sea, referido a las instituciones políticas, y no solo a las relaciones personales. Lo tiene dicho y repetido el Tribunal Constitucional desde al menos 1988 y esta doctrina afecta también a Cataluña y a cualquier comunidad que no sea la navarra o la vasca. No hay duda jurídica sobre ello y eso significa que no debe legislarse sobre supuestos ‘derechos históricos’. Y, en todo caso, una ley autonómica no puede, como pretende hacer esta, enmendar y cambiar sin más lo que dice el Estatuto aragonés, ley orgánica aprobada por las Cortes españolas.
Otro ejemplo: según esta ley, pintoresca y gratuita, la bandera de Aragón no cede la precedencia a ninguna, incluida la de España. El modo en que se dispone es infantiloide y cobardón: se reserva a la bandera aragonesa no ‘lugar preferente’, ni ‘un’ lugar preferente, sino "el lugar preferente" en los edificios públicos de la Comunidad (art. 10). La española es relegada por omisión: no se la nombra. Y en la bandera oficial de Aragón, no tiene por qué figurar el escudo.
Peor que en el Sinaí
La naturaleza de lo que esta ley define como ‘derechos históricos’ aragoneses no es una futesa. Tal es su calidad y grado, que, se usen o no, se reclamen o se olviden, no pueden ser alterados o menguados en modo alguno, nunca y por ninguna clase de ley, española o europea (art. 4). Están por encima de todo, Jehová incluido: la llamada Ley de Dios dada a Moisés en el Sinaí en forma de Decálogo, la modificó la Iglesia: suprimió un mandamiento y desdobló otro. Los derechos de Aragón que esta ley define son más intangibles que las órdenes de Jehová, aunque nadie los ejerza o reivindique, pues son "anteriores a la Constitución española" y a la Unión Europea. No prescriben ni prescribirán. Qué cosa.
Historia de Aragón al gusto
Estos ejemplos –unos pocos– serían motivo de asombro y cavilación aun para un lector sin instrucción jurídica. Y más, si supiera que un letrado de las Cortes advirtió largamente de todo ello. En vano.
Es estupefaciente también el largo Preámbulo. Viola el buen sentido, contradice hechos probados y maltrata la sintaxis. Roza lo bufo decir que el reino de Aragón tuvo "siempre el máximo rango protocolario" (¿qué será eso?). Las Cortes no fueron "creadas" en el siglo XII, ni "sucesivas generaciones de aragoneses y aragonesas fueron construyendo una nación" (sic), cabeza de la "confederación" (sic) llamada Corona de Aragón.
Algunos asertos mueven a conmiseración intelectual. La frase "el derecho de Aragón es tan antiguo como Aragón mismo" puede predicarse de cualquier comunidad política, incluidas la romana y la bantú, porque ninguna vive sin derecho. No es cierto que el pueblo aragonés se caracterice por haber defendido "siempre" y "celosamente" sus fueros; ni que Aragón "encabezase el movimiento autonomista" en España antes de 1978; ni que el Justicia actual esté en el "núcleo de nuestro autogobierno constitucional" o simbolice la capacidad de "crear un sistema legal propio y completo" (nada menos), ni que el Justicia antiguo sea su "precedente directo". Y es risible considerar la "justicia social" como "principio tradicional" aragonés (art. 2 e), si bien no se dice desde qué siglo.
Esperemos que no estudien este texto en las escuelas: andamos husmeando tergiversaciones ajenas de la historia aragonesa, cuando las propias son monumentales.
Esta ley ociosa no es mala por nacionalista, que también, sino ante todo porque desbarra en su visión histórica, yerra en su letra jurídico y, para postre, no resuelve ninguna necesidad real. Cuanto toca estaba ya legislado: bandera, escudo, Justiciazgo, patrimonio, Cámara de Cuentas, lenguas, etc. Aporta, en cambio, un rancio olor nacionalista, inducido por un partido soberanista (CHA), que defiende la autodeterminación y a cuya iniciativa se han sumado, a izquierda y derecha, IU, PAR, Podemos y PSOE; este con más culpa, por su relevancia. Es una ley oportunista y se promulga en nombre del Rey, lo que tiene su guasa.
En fin: aunque Aragón se defina por su derecho, en su historia también se dieron no pocos contrafueros. Este es el último (por ahora).
(Artículo de Guillermo Fatás, publicado en "Heraldo de Aragón" el 15 de julio de 2018)
SALIR DE LA GRUTA
Doce niños son rescatados, felizmente, de una cueva tailandesa. En esos mismos días conozco, por fortuna, al chileno Mauricio Rojas, cuya historia personal me impresiona: antiguo militante del MIR, exiliado a Suecia tras el golpe de Pinochet, se integró en aquel país, fue elegido diputado y actuó durante años en el Parlamento sueco; hoy es asesor del nuevo presidente chileno Piñera, liberal conservador.
Relaciono ambos casos, no sé si por los pelos, con la evolución intelectual y vital de mi generación, la de los nacidos bajo el primer franquismo. No hemos vivido, pienso, un proceso gradual de aprendizaje, una tranquila acumulación de conocimientos, sino una sucesión de refugios en grutas, mundos mentales cerrados, en los que nos integramos con fe ciega durante años para, en cierto momento, tras dramáticas crisis personales, arrumbarlos y sustituirlos por otros.
Llamo mundos mentales cerrados a los propios de las sectas, círculos de elegidos, creyentes en la salvación colectiva, alimentados por ideologías globales, con respuestas para todo; comunidades que solo reciben su propia e interesada información y desconfían de cualquier aporte proveniente del exterior, al que creen hostil, y que castigan o excluyen a quien se obstina en plantear dudas o mantener opiniones propias.
¿Cómo se puede salir de este tipo de grutas mentales si desde ellas se carece, por definición, de acceso a toda información crítica? Es una operación, en principio, más difícil que la de Tailandia, pero de hecho ocurre y todos hemos conocido giros vitales de este tipo. Aunque también sabemos de gente que no ha cambiado nunca, que han sido fieles a una Iglesia, o a Trotski, toda su vida.
Lo primero que se necesita para liberarse de esas grutas es, desde luego, una cierta actitud rebelde, un individualismo, una propensión a la independencia personal más que a la lealtad incondicional hacia el grupo. Al decir esto halago a quienes protagonizan estas rebeldías, pero no en todo seré tan positivo. En nuestro caso, el primer mundo cerrado en que crecimos fue el nacionalcatolicismo, anclado en la condena de la modernidad por Pío IX, tan viva aún en los colegios de curas de la España de los años 1950. Las pruebas acumuladas por Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios, oídas en clase de filosofía, nos parecían irrefutables. Pero por algún lado llegaban objeciones, que no dejaban de rebullir en la cabeza de un chico de dieciocho años. Si Dios era tan bueno, ¿por qué existía el mal? ¿por qué era tan injusto el mundo? No bastaba referirse al demonio, porque Satanás mismo era, como todo, producto de la voluntad divina. ¿Por qué había el Supremo Hacedor consentido —o decidido libremente— que existiera Satanás?
Venía a continuación la pésima reacción del grupo ante el inquieto. Desconfiaban de inmediato, le excluían, no perdían el tiempo con él. Por mucho que lo intenté, nunca logré mantener un debate serio sobre el origen del mal en el mundo. Un par de curas me dijeron que era un muchacho interesante, con inquietudes, que teníamos que hablar largo y tendido. No encontraron el momento para hacerlo. Pero no todo deja en tan buen lugar la personalidad del disidente, no todo se debe a su espíritu crítico, insatisfecho con las explicaciones tranquilizadoras que apuntalan la visión del mundo dominante en su entorno. Existe también un lado menos honorable. Pocos prescinden del amparo de un grupo cerrado sin acogerse a otra autoridad o referencia moral fuerte. Mi decisión de no ir a misa un cierto domingo, por ejemplo, se reforzó al caer en la cuenta de que Ortega y Gasset no era católico; si Ortega, de quien había leído un par de libros y a quien creía una mente de prestigio universal e incontestable, no creía en ese Dios uno y trino cuya voz en la tierra era la Iglesia de Roma, alguna razón habría para no hacerlo. Un argumento de autoridad tan ingenuo como ese pesó tanto o más que cualquier planteamiento racional.
Durante años, o decenios, el mundo mental en el que nos refugiamos los miembros de mi generación universitaria renegados del franquismo fue una cultura contestataria cuyo soporte intelectual era básicamente marxista. Aquella nueva gruta nos proporcionó amigos, amores, apoyos ante cualquier conflicto personal; y, en el terreno intelectual, respuestas para todo. Cualquier frustración se debía a la dictadura, cuyos cimientos eran la explotación de la clase obrera y el amparo del imperialismo americano. Las multinacionales, oscuras y malignas regidoras del mundo, eran las responsables directas o indirectas de todos los males que afligían a la humanidad: hambres, guerras, analfabetismo, desajustes amorosos, extinción de especies, océanos ahogados en plástico; todo, bien explicado, era culpa del capitalismo depredador.
Tampoco fue fácil escapar de aquello. Ni fue muy distinto el mecanismo seguido. Todo empezó con algunas preguntas cruciales, como por qué la revolución proletaria había desembocado en los horrores del estalinismo. La psicopática personalidad de Stalin no bastaba como respuesta, pues era el propio sistema quien había confiado a un tipo como él, y sin control alguno, la máxima responsabilidad. Al planteamiento reiterado de aquellas objeciones siguió, de nuevo, un proceso duro, del que estuvieron ausentes, como en el anterior, los debates serios. Uno empezó a ser sospechoso en cuanto repitió sus dudas. Perdió amigos, dejó atrás amores, se oyó llamar traidor… Y tampoco bastó la mente crítica. Fue necesario ampararse en personalidades que uno creía autorizadas (Claudín, Semprún, en el caso español; Borges, Paz, Vargas Llosa, para los latinoamericanos). Solo entonces se entrevió la salida de la gruta.
La pregunta es por qué existen esas grutas, por qué tendemos a refugiarnos en ellas, cuál es el camino que nos permite encontrar la salida, y con cuánta frecuencia abandonamos una solo para refugiarnos en otra similar. Los casos de tránsito del marxismo al nacionalismo, por ejemplo, son notorios. O los de aquellos que no salen nunca de la gruta, ni aun cuando creen haberlo hecho, porque siguen aferrados a tópicos propios de aquella visión a la que un día fueron fieles.
Ocurre con las sectas, por antonomasia religiosas. Pero también con los grupos políticos, en general radicales, de derechas o de izquierdas, como nacionalismos o populismos: hablan únicamente entre ellos, leen su propia prensa, oyen su canal de televisión, no permiten que voces ajenas les cuestionen su visión del mundo. Lo tranquilizador es que exista una verdad, garantizada por una autoridad. Lo contrario, lo propio del espíritu libre, es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que la verdad es múltiple, que sus fragmentos viven dispersos, que hay que oír a todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender, a cambiar de opinión. Hace falta mucha fuerza para eso.
(Artículo de José Álvarez Junco, publicado en "El País" el 16 de julio de 2018)
OTRO MÉXICO
Este primero de julio de 2018 fue derrotado el México de las élites y el México de la desigualdad. El México neoliberal y el México de la guerra contra el narco. El México de la corrupción como modo de vida y el de las 200.000 muertes en dos sexenios. El México de Ayotzinapa y el de la Casa Blanca. El México que se obcecó con cerrar los ojos a la barbarie y el del miedo al cambio. El México de la desilusión y el del conformismo. El México de quienes defienden doce años de desastre como nuestra única normalidad posible.
Triunfó otro México. El México que despertó en la Revolución mexicana y quedó adormecido por casi 70 años de revolución institucionalizada. El México que, desde 1968, se batió por la democracia y el ensanchamiento de nuestra ciudadanía. El México de los movimientos sociales y el de los activistas por los derechos humanos. El México de los desfavorecidos, de los olvidados, de los invisibles. El México de los jóvenes que anhelan un futuro mejor.
Triunfó, también, la democracia: ese sistema que le permite a los ciudadanos elegir a sus gobernantes y castigar, con la fuerza del voto, a quienes los han traicionado. Fueron elecciones de decepción y de cólera: el voto de castigo a un sistema incapaz de mejorar las condiciones de vida de la mayoría. Y se transformaron, hoy, en elecciones de optimismo: ante el panorama que dejamos atrás, se trata del resultado más sensato. Tras las decepciones del Brexit, Estados Unidos o Colombia, un país demostró que puede imaginar una nueva narrativa de esperanza. Cualquier demócrata debería celebrarlo.
Lo anterior no implica que la victoria no sea, asimismo, de Andrés Manuel López Obrador y su movimiento. Sus defectos se convirtieron en virtudes: su obcecación, su temple, su fe (habrá que llamarla fe) hacia su propia causa y hacia sí mismo. Contra viento y marea —uso intencionalmente el título vargasllosiano—, logró, en su tercer intento, la presidencia de la República. Su campaña fue tan precisa como desastrosa la de sus rivales. Fiel a sí mismo, asentó los únicos temas que parecían importarle, la desigualdad y la corrupción, y dejó que Ricardo Anaya y José Antonio Meade se aniquilasen mutuamente. La cruel derrota de ambos cimbrará a sus partidos: el PRI, otrora hegemónico, podría volverse testimonial, mientras que en el PAN (por no hablar del PRD) ya ha comenzado el fratricidio. He aquí uno de los peligros que nos acechan: no tanto la falta de contrapesos ahora, cuando hay un mandato claro hacia Morena, como de alternativas en caso de que falle.
Tras la celebración ha de empezar la inmediata reconstrucción del país. AMLO ha dejado claras sus prioridades: de seguro no tardará en activar programas sociales y mecanismos redistributivos para paliar la desigualdad; más incierto es cómo erradicará la corrupción: su ascenso a la Silla del Águila no operará un milagro. Y más ardua aún será su tarea frente a la violencia. Se impone que siga un programa con el que no simpatiza del todo: extirpar el maniqueísmo de la guerra contra el narco, resolver las causas sociales que impulsan al crimen, reformar los cuerpos de seguridad e iniciar la legalización de las drogas.
Igual de urgente es un desafío que apenas abordó en su campaña: la construcción de un sistema de justicia confiable, eficaz e independiente. El adjetivo crucial es independiente: la medida de su convicción democrática quedará asentada en su posición sobre este punto. De ello dependerá, a la vez, el éxito de su lucha contra la violencia y la corrupción: un país como el nuestro, donde nueve de cada diez homicidios quedan impunes, no tiene alternativa.
México inicia una nueva era, tan apasionante como incierta. López Obrador está obligado a detallar un sinfín de medidas para cumplir sus metas y tranquilizar no tanto a los mercados como a quienes se han obsesionado en dibujarlo como un aprendiz de dictador. El éxito de su Gobierno, y del país, radicará en que logre preservar lo mejor que ha exhibido en esta campaña y en reprimir cualquier sesgo autoritario. México le ha concedido una oportunidad invaluable: con el concurso de todos los ciudadanos, quienes lo votaron y quienes no, lograr que ese otro México —pacífico, próspero, libre y justo— sea posible.
(Artículo de Jorge Volpi, publicado en "El País" el 3 de julio de 2018)
AMPLIAR LA DEMOCRACIA
La historia de la democracia es (también) la historia de la ampliación del concepto de ciudadanía. ¿Quién puede disfrutar plenamente de los derechos garantizados por nuestros sistemas, quién no? Y particularmente del derecho de participación en la toma de decisiones, cuya máxima expresión es, por supuesto, el voto.
Con los migrantes, las democracias occidentales han encontrado la nueva frontera de este conflicto. Quienes componen la internacional nacionalista (Salvini, Le Pen, Trump, Farage) defienden una idea muy sencilla: primero, los nuestros. Los otros nos hacen daño. La estructura de su argumentación, que a veces recurre a datos falsos o tergiversados sobre los perjuicios que generan los inmigrantes a los locales, no es distinta de aquella que hace poco menos de un siglo pretendía mantener a las mujeres, a los no propietarios, o a los afroamericanos (esclavos liberados en EE UU) como sujeto político reducido.
Claro, la diferencia crucial es que a los migrantes se les puede mantener fuera del país. La exclusión en este caso no es solo textual e institucional, también es física. E identitaria: el grupo “nación” es más sólido que “hombres”, “propietarios” o incluso “blancos”.
Así, los migrantes se encuentran con una situación particularmente desventajosa para dar su lucha como sujeto político. ¿Quién defiende los intereses de una persona que sigue atrapada en una guerra en su país de origen, o que está en mitad del mar, literalmente entre fronteras? Quienes ya llegaron siguen considerablemente excluidos del proceso. Y ni los unos ni los otros disponen del tiempo suficiente para esperar que la expansión demográfica y el cambio generacional les otorguen el poder necesario por puro derecho de nacimiento.
No. Inmigrantes y refugiados necesitan cómplices, ciudadanos que luchen junto a ellos por convertirles en ciudadanos. Ahora que al fin la cuestión migratoria se politiza en España, partidos, líderes y votantes que contamos con el privilegio del pleno derecho nos enfrentaremos una vez más a una cuestión central de la democracia: si estamos dispuestos a compartirla.ENTENDIMIENTO TERRITORIAL
Se ha abierto una ventana de oportunidad en la mejora de lo que cabe denominar la crisis catalana. Han cambiado los interlocutores, en Madrid y en Cataluña, el artículo 155 ha sido levantado y ambas partes parecen estar dispuestas a dialogar. La ministra de Política Territorial, Meritxell Batet, ha manifestado su disposición a hablar abiertamente con el Gobierno de la Generalitat, haciendo referencia expresa al documento de 46 puntos que en su momento presentara el president Puigdemont al presidente Rajoy. El único límite está, en esta fase inicial, en la celebración de un referéndum de independencia. A este respecto, el president Torra, aunque parece mantener que el referéndum es irrenunciable, también ha reiterado que está dispuesto a hablar sin líneas rojas.
Ahora bien, es preciso señalar que el conflicto en Cataluña no es causa sino síntoma de una crisis constitucional más generalizada, especialmente en el ámbito territorial. Aunque el conflicto con Cataluña no existiera, el modelo de organización territorial constitucionalmente vigente necesitaría de una notable puesta al día. Es obvio que este no es el momento de iniciar la casi utópica reforma constitucional, porque el clima político no lo aconseja. Y ello porque para que la Constitución recupere su naturaleza de instrumento de integración debe contar con el apoyo de todos o casi todos lo grupos políticos y, por tanto, también y especialmente del Partido Popular, que ni en sus relaciones externas ni internas pasa por su mejor momento. Sí deben aprovecharse, en cambio, una serie de elementos ya presentes en el Gobierno del presidente Sánchez para sentar las bases de lo que debería ser, en una próxima y más sólida legislatura, el momento de la actualización constitucional.
Del actual Gobierno de Sánchez deben destacarse, como hacía recientemente Joan Rodríguez en Agenda Pública, que es el primer Gabinete en el que tres carteras centrales —Hacienda, Fomento, y Relaciones Territoriales— están en manos, respectivamente, de una andaluza, una vasca y una catalana. Estos ministerios están dirigidos por personas con sensibilidad territorial. Por otra parte, junto con el primer Gobierno de Rajoy, el Ejecutivo de Sánchez cuenta con la presencia más alta de ministros y ministras con responsabilidades previas en los ámbitos local y autonómico. Las características apuntadas son fundamentales para la mejora del modelo de organización territorial porque cuenta con una sensibilidad territorial mucho más elevada que sus predecesores. Esta sensibilidad y/o conocimiento de los territorios puede favorecer una actuación informal entre los diferentes niveles de Gobierno mucho más fluida. En otras palabras, que los diferentes centros de decisión política, sobre todo Madrid, dejen de ser compartimentos estancos, para ser ámbitos competencialmente diferenciados pero conocedores los unos de los otros.
Este fenómeno puede ser de gran relevancia teniendo en cuenta el sesgo territorial de los altos funcionarios al servicio de la Administración central. Cabe poner como ejemplo el Tribunal Constitucional, institución protagonista en la crisis catalana, donde también se hace patente su sesgo centralista, ya que la gran mayoría de sus magistrados son madrileños. Recuérdese que este fue uno de los elementos que pretendió solucionarse con la reforma del reglamento del Senado de 2007, desvirtuada en su puesta en práctica. Por cierto, como apunte histórico, la Constitución de 1931 preveía que el Tribunal de Garantías Constitucionales estuviera conformado, entre otros, por un magistrado de cada una de las regiones autónomas.
Así pues, el Gobierno de Sánchez no tendrá la capacidad de resolver muchas de las cuestiones que tenemos sobre la mesa, muy especialmente respecto de la crisis con y en Cataluña. Sin embargo, este Gobierno es una oportunidad para abrir escenarios de futuro en diferentes ámbitos. De una parte, sentar las bases de un nuevo modelo de gestión política territorialmente permeable, que empiece fraguándose por vías informales, pero que puede dar paso a un escenario en el que sea posible hablar de una nueva cultura política de entendimiento y respeto interterritorial, a través de la que poder construir la cultura federal de la que carece España. Este aspecto sería sumamente beneficioso para, en una segunda fase, abordar la reforma de la Constitución, especialmente en lo relativo a comunidades autónomas, fortaleciendo la descentralización y la lealtad institucional que, recuerden, debe ser bilateral.
(Artículo de Argelia Queralt, publicado en "El País" el 14 de junio de 2018)
DONDE DIJE DIGO ...
Las dos sentencias del Tribunal Europeo de este martes fijan un criterio rotundamente opuesto a la dictada hace dos años en materia de indemnización por terminación de los contratos temporales. Mientras que entonces dijo que se consideraba discriminatorio negar indemnización a los temporales o que ésta fuera inferior, respecto de la indemnización por un despido de un trabajador fijo, ahora se declara que existe una razón objetiva que justifica la diferencia y, por tanto, no concurre discriminación. Las nuevas sentencias se dictan por la Gran Sala, por tanto, por todos los Jueces del Tribunal, mientras que la de hace dos años se dictó por sólo tres Jueces; las sentencias del martes se dictan con previas conclusiones del Abogado General y la anterior sin ellas; las nuevas sentencias se dictan conociendo el criterio de la de hace dos años y, en definitiva, con una argumentación más afinada y fundada. Por ello, puede entenderse que el nuevo criterio es definitivo e irreversible para el Tribunal de Luxemburgo.
Más aún, por la motivación de la sentencia, se deduce que la razonabilidad de la diferencia se extiende con carácter general, quedando justificadas todas las indemnizaciones por terminación de contratos temporales, sin que pueda existir discriminación por el tratamiento mejor en el caso de las indemnizaciones por despido objetivo de los fijos. La razón objetiva deriva de que la extinción en cada caso responde a contextos fácticos y jurídicos diferentes: mientras que en el contrato temporal la extinción está prevista desde el momento de su celebración, en el contrato fijo no es así; en el despido del fijo la indemnización compensa el carácter imprevisto de la ruptura y la frustración de las expectativas que el trabajador podría albergar en lo que respecta a su estabilidad en el empleo, y nada de ello concurre en la terminación de un contrato temporal.
Visto lo anterior, la conclusión es que la regulación actual en nuestro país de la indemnización por extinción de los temporales es compatible con el Derecho de la Unión Europea y, desde esta perspectiva, no hay necesidad de modificar nuestra normativa.
No obstante, lo que también se deduce de los supuestos abordados en las dos sentencias, y así se viene a advertir en una de las ellas, más claramente en las conclusiones del Abogado General, es que seguimos teniendo un problema con la contratación temporal, que en ocasiones se utiliza para duraciones “inusualmente largas”, especialmente constatables en el sector público. Tenemos un problema de uso abusivo de la contratación temporal, excesiva duración de la temporalidad por encadenamientos de contratos y, en especial, procesos de selección en la Administración que provocan interinidades desmesuradas. En conclusión, como señaló en su momento la Comisión de expertos, es necesario corregir nuestra regulación para evitar, y en su caso sancionar, las actuaciones fraudulentas en la materia, en especial en la interinidad en el sector público.
(Artículo de Jesús Cruz Villalón, publicado en "El País" el 6 de junio de 2018)
¿PARA QUÉ TRIUNFÓ LA MOCIÓN DE CENSURA?
Tras el sorprendente éxito de la moción de censura del 1 de junio ha surgido una irrefrenable búsqueda de explicaciones ex post.No voy a escribir sobre las causas de por qué triunfó, pues ya hay bastantes buenos análisis sobre ello. Pero sí creo que sería bueno reflexionar sobre el para qué. Es decir, qué justificó la moción y cómo actuar desde el Gobierno para ser coherente con las razones que llevaron al proceso de cambio de presidente.
Desde la retórica política, la explicación que justifica la presentación de la moción tiene que ver con la corrupción. Rajoy tenía que irse por culpa de la corrupción que anidaba en su partido y la indignación que ello creaba en la población española. En virtud de esta teoría, el principal partido de la oposición no tenía más remedio que presentar la moción tras la sentencia del caso Gürtel. Por supuesto que la realidad es más compleja y que las razones de cada uno de los que apoyaron la moción eran diferentes y estratégicamente dispares, pero ante la ciudadanía española la explicación fue la que fue. El discurso del candidato socialista fue claro y consistente en ese fundamento.
Es cierto que la percepción de que existe mucha o bastante corrupción en España (94% de los encuestados en el Eurobarómetro de 2017), de que el Partido Popular es el principal afectado y de que el Gobierno no hacía todo lo que debía para acabar con ella se repite en las encuestas desde hace ya más de cinco años. Pero el PP dio por amortizada la corrupción como peligro tras repetir su triunfo en 2016. Dicha lectura errónea generó dos consecuencias que se han revelado nefastas posteriormente. La primera fue la de creer que les daba derecho a utilizar las instituciones a su servicio y que podrían influir en los resultados de las investigaciones y sentencias a través de nombramientos de afines. La segunda fue la de ralentizar la implementación de las reformas que lanzaron en 2015 y aplazar las siguientes, conscientes de que si seguía ese ritmo de cambios institucionales se conocerían más casos y no podían poner la mano en el fuego por nadie.
Resumiendo, se gana la moción fundándose en la corrupción del PP, su incapacidad de asumir las culpas y la necesaria regeneración de la vida política. No se gana retóricamente porque el PP hiciera políticas socialmente regresivas, o porque no fuera suficientemente promotor de la igualdad de género, o porque su reforma laboral generara empleo precario. La moción se gana porque en su relato la clave es la falta de ética política del PP, su uso de la corrupción para llegar y mantenerse en el poder. En consecuencia, la moción no se ha fundado en que el PP era de derechas, sino en que siendo lo que fuera había roto las reglas del juego y transgredido fundamentos esenciales de la democracia.
Dicho esto, la cuestión clave para el nuevo Gobierno es si puede legitimarse en su ejercicio si no mejora las políticas de prevención y lucha contra la corrupción; en definitiva, si no hace de la lucha por la integridad pública el centro de su agenda. Porque si todo este cambio era para modificar la política laboral, o la de igualdad, o la territorial, deberían haberlo dicho así en el Parlamento. Si la razón de llevar adelante la moción era poder avanzar en políticas progresistas y descentralizadoras la ciudadanía tendría que haberlo escuchado así en el Congreso. Pero la intervención justificatoria de la moción del hoy presidente y de los miembros de su partido se fundó en la inmoralidad de dejar en el poder a quien había permitido, cuando no alentado, la corrupción.
Con ello no quiero decir que el nuevo Gobierno no lleve adelante otras políticas y programas más en sintonía con la mayoría real del Parlamento, pero sí creo que no puede ni debe olvidar en su acción de gobierno la justificación esencial de su relato. En términos maquiavélicos diríamos que Sánchez ha mostrado virtù (voluntad y arrojo) y gracias a ello la errática fortuna le ha favorecido. Pero si quiere la gloria tendrá que mostrar con sus obras su aporte al bien común y ese aporte requiere coherencia y respeto a la palabra dada, requiere dar ejemplo, en el fondo y en las formas, de su compromiso insobornable con la integridad.
(Artículo de Manuel Villoria, publicado en "El País" el 6 de junio de 2018)
LA DEMOCRACIA FUNCIONA.
Son diversas las lecturas que pueden hacerse de las sesiones de ayer y anteayer en el Congreso de los Diputados, durante las cuales se produjo un cambio al frente del gobierno español: el socialista Pedro Sánchez tomará posesión de su cargo como nuevo presidente esta mañana en la Zarzuela, tras relevar al popular Mariano Rajoy. Pero hoy querríamos centrarnos sólo en una de esas lecturas, la que nos lleva a concluir que los mecanismos democráticos funcionan en España.
Para cuantos analizan la política sin dejarse llevar por filias o fobias, esto es una evidencia sobre la que no es preciso extenderse. Podrá afirmarse que esos mecanismos no funcionan con la adecuada diligencia, incluso que parecerían a veces oxidados. Y que el quietismo del ya caído Rajoy o la reiteración de ciertos rigores judiciales invitaron a pensar que se estaba pervirtiendo el sistema. Pero eso no significa que la democracia no funcione en España, ni que sea de ínfima cualidad, como ha proclamado el independentismo catalán, en su interesada, insistente y errónea campaña para presentar el Estado español como fallido e incorregible.
Esa es, al menos, una de las cosas que demuestra el desenlace de la moción de censura a la que acabamos de asistir, mediante la cual el PSOE, una fuerza política con representación inferior a la del PP, ha sabido forjar un consenso y ha sumado votos propios y ajenos para hacer caer a un gobierno acorralado por la corrupción y, en particular, por la devastadora sentencia del caso Gürtel. Hay más. Cabría afirmar que en esta moción de censura hemos asistido, de alguna manera, a un triunfo de la periferia sobre el centro, que será chocante para quienes sostienen que el papel de Catalunya en España es ya irrelevante. Porque si bien fueron decisivos los cinco votos del PNV para inclinar la balanza de la moción en favor del candidato Pedro Sánchez y en contra del ya expresidente Mariano Rajoy, no lo fueron menos los que con anterioridad concedieron las formaciones independentistas catalanas representadas en el Parlamento; es decir, el PDECat y ERC.
Estamos de acuerdo en que todo, incluida la democracia española, es mejorable. Pero no es cierto que haya perdido su esencia, por más que así lo repitan quienes asocian el llamado régimen del 78 a todos los males del país. Creemos que el estado de salud actual de la democracia española no hace temer por su vida, y que ni siquiera es grave. Preocuparse por la calidad del sistema democrático es una tarea muy pertinente que, dicho sea de paso, a todos nos compete. Pero esa preocupación no se demuestra y ejercita sólo con la crítica. Menos aún cuando la crítica se basa en afirmaciones partidistas y recorre más camino apoyada en las muletas del activismo y de la doctrina de parte que en las de la verdad y la objetividad. La preocupación por la calidad del sistema democrático se acredita también con la asunción de responsabilidades cuando el momento así lo exige. En este sentido, es preciso que todas las fuerzas, y en particular aquellas que han respaldado la moción de censura, aporten cuanto esté a su alcance.
La defensa de la democracia requiere espíritu crítico. Pero la democracia se defiende también con el diálogo y el acuerdo que beneficia al común de los ciudadanos. En esa labor deben comprometerse todos los partidos. Porque es fácil reducir la política al enfrentamiento y la descalificación. Pero no es así como se construye la convivencia y se defiende la democracia.
(Editorial de "La Vanguardia", publicado el 2 de junio de 2018)
ESCUCHEMOS A LOS CIUDADANOS
Con su negativa a asumir responsabilidades políticas, Mariano Rajoy somete al sistema democrático a una tensión insoportable. La corrupción de su partido, probada judicialmente, y su falta de credibilidad personal, cuestionada en sentencia judicial, deberían haberle llevado a presentar su dimisión de forma inmediata y convocar elecciones anticipadas.
Con su rechazo a dimitir se priva a sí mismo de la última posibilidad de dignificar su figura política con una última decisión valiente. El problema es que, con su empeño en seguir, además de dañar a la democracia, genera una peligrosa inestabilidad en un precario contexto internacional y nacional (piénsese en lo acontecido en Italia, con su repercusión en los mercados, a lo que hay que sumar la delicadísima crisis catalana).
La resistencia de Rajoy a dimitir no deja otra opción que recurrir a la moción de censura. Los socialistas, como principal partido de la oposición, tienen la responsabilidad de liderar ese proceso. Precisamente por ello han de hacerlo de forma que beneficie los intereses generales. Cabe decir, primero, que Sánchez se apresuró al presentar la moción sin haber abierto una ronda de consultas en el seno de su propio partido y con el resto de los grupos políticos en busca de una fórmula de consenso, como hubiera sido deseable. Llegados a este punto, es ahora su obligación llevar esa moción a buen puerto democrático, que no puede ser otro que el de dar la palabra a los ciudadanos cuanto antes. Dada la aritmética parlamentaria actual, que solo concede al PSOE 85 votos y requeriría por tanto, además del apoyo de Unidos Podemos, el de los independentistas catalanes y el PNV para lograr una mayoría absoluta, no existe la menor posibilidad de darle a este país un Gobierno estable y coherente. Ni Sánchez tiene capacidad de gobernar con el apoyo exclusivo de su partido, más diezmado que nunca en su representación parlamentaria, ni puede gestionar el apoyo de fuerzas que han actuado y actúan en contra de los intereses de los españoles. Conviene recalcar que si nos encontramos ante este diabólico dilema es exclusivamente por la culpa de Rajoy, que se ha negado a dimitir. Pero nadie debería caer en esa trampa y ahondar en el error de procurar sacar provecho de esa lamentable decisión. Estamos convencidos de que el partido que lo haga, lo pagará gravemente en las urnas, como sin duda lo pagará también el PP.
Las fuerzas políticas tienen la obligación de negociar una salida a esta crisis. Deben hacerlo anunciando de antemano cuáles son los principios que quieren defender. Asistimos, sin embargo, a un penoso juego de ocultamiento en un momento crítico para nuestro país. Los ciudadanos necesitan saber qué quieren de verdad sus representantes. Una fecha electoral, pactada y hecha pública tras unas conversaciones llevadas a cabo con transparencia, sería la mejor manera de acabar con la incertidumbre que se ha adueñado de la situación en los últimos días. También, y sobre todo, de despejar las sospechas de los grupos políticos sobre la existencia de agendas ocultas en unos y otros respecto a la posibilidad de utilizar el ínterin que necesariamente se daría entre el triunfo de la moción de censura, la celebración de las próximas elecciones y, después, la formación del próximo Gobierno, para obtener ventajas políticas frente a los rivales.
La ciudadanía, que asistirá a partir de este jueves a una moción de censura clave en la historia democrática de este país, tiene derecho a conocer con toda claridad cuáles son las pretensiones de los líderes que, en su nombre, pedirán la censura del Gobierno y la confianza de la Cámara.
(Editorial de "El País", publicado el 31 de mayo de 2018)
CRUCES Y BANDERAS
Mediados de los ochenta. Unos amigos de Bilbao vienen a Madrid a ver la final de la Copa del Rey contra el Atlético de Madrid. Cuando la alegre muchachada con sus caras pintadas y sus ikurriñas alcanza el cruce de la calle de Goya con Alcalá, un grupo de unos diez o quince individuos les sale al paso con el brazo alto y al grito de “terroristas” los pone en fuga lanzándoles las papeleras de las farolas.
Años más tarde, un chaval de Madrid baja al campo de fútbol de un pequeño pueblo del Pirineo catalán con una camiseta de la selección española y un balón a ver si encuentra amigos con los que jugar. “Con esa camiseta, no”, le dicen los chavales de allí, así que se sube a casa y se la quita. Unos días más tarde, al culminar la ascensión a la Pica d’Estats, la cima más alta de Cataluña, un grupo de excursionistas posa anudando una estelada a la cruz de la cima. Minutos más tarde, otro grupo repite idéntico gesto con una bandera española. El observador de la escena musita: “Las montañas no son de nadie, nosotros somos de las montañas”.
Otra escena. En el aula del colegio electoral hay un crucifijo en la pared. Está colocado detrás de la presidenta de la mesa, de tal manera que su presencia es ineludible para el votante. Un ciudadano inquiere a la presidenta si le parece adecuado que en un aula de votación haya signos religiosos correspondientes a una fe cuyos gestores han manifestado en multitud de ocasiones su opinión contraria a numerosas reformas legislativas que conciernen a sus derechos personales. La respuesta es: “Nadie más se ha quejado”.
Y de ahí a las playas llenas de cruces amarillas, que invaden un espacio público para hacer una manifestación política, las farolas en las que se anudan los lazos amarillos o el largo etcétera de espacios públicos ocupados por el independentismo. Unos sostienen que poner las cruces es un acto de libertad y retirarlas un acto de represión. Pero otros afirman que ponerlas supone una apropiación del espacio público y que retirarlas es un acto de liberación.
Una mala mezcla, la de banderas y cruces, en un país donde predominan los celosos con la libertad de uno y escasean los tolerantes con la de los demás. La inundación de los espacios públicos con consignas y símbolos políticos excluyentes es la antesala del totalitarismo. @jitorreblanca
(Artículo de José Ignacio Torreblanca, publicado en "El País" el 24 de mayo de 2018)
PESADILLA EN BARCELONA
Repitámoslo una vez más, a ver si repitiéndolo acabamos de creerlo: Joaquim Torra, flamante presidente de la Generalitat, es un entusiasta de Estat Català, un partido fascista o parafascista y separatista que en los años treinta organizó milicias violentas con el fin de lanzarlas a la lucha armada; también es un entusiasta de sus líderes, en particular de los célebres hermanos Badia, dos terroristas y torturadores a quienes, como recordaba Xavier Vidal-Folch en este periódico, el señor Torra calificó como “los mejores ejemplos del independentismo”. La palabra “entusiasta” no es, como se ve, exagerada. Hace apenas cuatro años, en un artículo titulado Pioneros de la independencia y publicado en el diario El Punt Avui, el señor Torra escribía refiriéndose a Estat Català y a Nosaltres Sols!, una corriente de Estat Català nacida en torno a una red paramilitar clandestina: “Y hoy que el país ha abrazado lo que ellos defendían desde hace tantos años, me parece de justicia recordarlos y agradecerles tantos años de lucha solitaria. ¡Qué lección, qué bellísima lección!”.
Todo lo anterior es más o menos conocido; no lo es tanto, en cambio, que el partido venerado por el señor Torra sobrevivió a la Guerra Civil y el franquismo y revivió durante la Transición. Así, la hemeroteca de la Universidad Autónoma de Barcelona conserva un cuaderno firmado por Nosaltres Sols! que, según el historiador Enric Ucelay-Da Cal, se publicó en torno a 1980. Está escrito en catalán, consta de ocho páginas mecanografiadas, se titula Fundamentos científicos del racismo y concluye de esta forma: “Por todo esto tenemos que considerar que la configuración racial catalana es más puramente blanca que la española y por tanto el catalán es superior al español en el aspecto racial”. Cambiando “alemán” por “catalán” y “español” por “judío”, estas palabras las hubiera firmado cualquier ideólogo nazi de pacotilla: ¿son ellas la lección, la bellísima lección que, según el señor Torra, debemos aprender los catalanes de sus admirados pioneros independentistas? La respuesta sólo puede ser sí, al menos a juzgar por los artículos y tuits que el señor Torra ha escrito en los últimos años y que hemos conocido con incredulidad estos últimos días, en los que los españoles aparecen sin falta como seres indeseables, candidatos a ser expulsados de Cataluña (“Aquí no cabe todo el mundo”, escribió en 2010, refiriéndose a dos socialistas catalanes con apellidos españoles).
En su primera entrevista como candidato, el señor Torra declaró sobre esas porquerías xenófobas: “Pido disculpas si alguien las ha entendido como una ofensa”. ¡Pero, hombre de Dios, cómo se le ocurre! ¿Quién en su sano juicio consideraría una ofensa que se le califique de sucio, fascista, violento y expoliador, como hace usted en sus textos con millones de personas? Y ahora la pregunta se impone: ¿representa el señor Torra, con su xenofobia salvaje, al independentismo actual? ¿Esto es lo que había detrás del nacionalismo tolerante, transversal, abierto e integrador que el catalanismo predicaba en Cataluña y que tantos nos creímos durante años (aunque no fuéramos nacionalistas)?
Uno entiende muy bien que el señor Puigdemont y tres o cuatro insensatos como él compartan las ideas del señor Torra, pero ¿las comparte también el PDeCAT, la antigua Convergència de Pujol y Roca y Mas? ¿Las comparten ERC y la CUP, partidos que dicen ser de izquierdas? Y, si no las comparten, ¿cómo es posible que hayan permitido con sus votos que este señor sea presidente de Cataluña? Porque no es que el señor Torra no merezca ser presidente de la Generalitat; es que no merece ser representante político de nadie, y los partidos catalanes que conservan un mínimo de cordura y dignidad hubieran debido exigir su inmediata dimisión como parlamentario. ¿Cuánto hubiera durado en su escaño un diputado de cualquier parlamento español que hubiera escrito sobre los catalanes las brutalidades que ha escrito este señor sobre los españoles y hubiera expresado hace cuatro días su entusiasmo por Falange, el equivalente español de Estat Català?
Hasta aquí, el asco y la vergüenza; ahora viene el miedo. Porque el señor Torra ha prometido en el Parlamento catalán hacer exactamente lo mismo que, en nombre de la democracia y sin el más mínimo respeto por la democracia, hizo su antecesor en la presidencia de la Generalitat, lo mismo que en otoño pasado llevó a Cataluña, tras el golpe desencadenado el 6 y 7 de septiembre, a vivir dos meses de locos durante los cuales el país se partió por la mitad y quedó al borde del enfrentamiento civil y la ruina económica (una ruina que algunos economistas consideran en voz baja difícil de evitar: una muerte lenta). Por supuesto, este xenófobo entusiasta de un partido fascista o parafascista y violento se halla en condiciones de cumplir su ominosa promesa, porque a partir de su toma de posesión tendrá en sus manos un cuerpo armado compuesto por 17.000 hombres, unos medios de comunicación potentísimos, un presupuesto de miles de millones de euros y todos los medios ingentes que la democracia española cedió al Gobierno autónomo catalán, además de cosas como la educación de decenas de miles de niños. Dicho lo anterior, sólo puedo añadir que me sentiría mucho más tranquilo si el presidente de la Generalitat fuera un paciente escapado del manicomio de Sant Boi con una sierra eléctrica en las manos.
A veces la historia no se repite como comedia, según creía Marx, sino como pesadilla; es lo que está ocurriendo ahora mismo en Cataluña. El señor Torra lleva razón en una cosa: de un tiempo a esta parte, todo el nacionalismo catalán y dos millones de catalanes parecen haber abrazado las ideas que en los años treinta defendían Estat Català y Nosaltres Sols!; la mayoría de los separatistas no lo saben, claro está, pero eso explica que nuestro nuevo presidente sea el señor Torra. O dicho de otro modo: ayer tomaron el poder en Cataluña aquellos a quienes la mayor parte del nacionalismo catalán, desde los años treinta hasta hace muy poco, consideraba extremistas peligrosos, cuando no directamente descerebrados. En estas circunstancias, no sé si merece ya la pena pedir ayuda a un Gobierno español que ni siquiera ha sido capaz de explicar a la opinión pública europea qué es lo que está pasando en Cataluña; se la pido al Estado democrático, a los europeos, a los españoles y a los catalanes de buena fe —incluidos los separatistas catalanes de buena fe—: hay que parar esta pesadilla.
(Artículo de Javier Cercas, publicado en "El País" el 15 de mayo de 2018)
LUTHER KING, INVENTOR MORAL.
A Martin Luther King lo mataron hace medio siglo, en un hotelucho de Memphis, de un balazo en la garganta. Cinco años antes de aquello había acudido a una de las ciudades más racistas del Sur —Birmingham, Alabama— en respuesta a una petición de ayuda de la comunidad negra local. Lo encarcelaron nada más ponerse en la cabeza de la manifestación, por supuesto ilegal. Allí escribió su Carta desde la cárcel de Birmingham, uno de los textos morales y políticos más influyentes y hermosos que se han escrito jamás.
Lo redactó en cuatro días. Escribió solo, aislado, sin libros ni material alguno, en una celda miserable y mugrienta. Empezó la redacción en los márgenes de un periódico que era, de hecho, el motivo mismo de la carta. En él pudo leer el mensaje que varios pastores y rabinos —blancos— de la ciudad querían hacerle llegar. Le decían, entre otras cosas, que sus métodos propiciaban la violencia y que era mejor esperar. Aquello no le sentó bien.
King les respondió reafirmándose en su compromiso absoluto con la no violencia. Se trata de una apuesta moral no exenta de polémica, pero a la que muy significativamente todos, incluso sus críticos, reconocen una innegable altura moral. Una altura moral muy similar a la que atesoran el perdón o la compasión, que escapan a la lógica, y por tanto a la justicia, pero que, al mismo tiempo, de algún modo las superan a ambas. Tolkien lo expresó maravillosamente bien: “Para aquel que no conoce la piedad, los hechos piadosos son extraños e incomprensibles”. Y, entre nosotros, Aurelio Arteta ha escrito sobre la compasión páginas que rebosan profundidad filosófica.
Pero, más allá de eso, a ese dogma King le añadió una habilísima diferencia entre “violencia” y “acción directa”. Y sobre el quicio de esa distinción fue capaz de articular una respuesta novedosa a uno de los temas clásicos de la reflexión política sobre el poder, el de la justificación de la violencia a la hora de enfrentarse a la injusticia. King había aprendido que existen maneras de combatir el mal que no son en absoluto violentas y que pueden resultar muy eficaces.
Su bautismo de fuego lo recibió, junto a Rosa Parks, en Montgomery, donde juntos organizaron en 1955 el legendario boicoteo a la compañía de autobuses que acabó con las leyes segregacionistas en los transportes locales. Tras aquella pequeña gran victoria, aupado en Ghandi, en Tolstói y en Thoreau, King se dedicó en cuerpo y alma a extender una y otra vez el método democrático por excelencia para resolver las disputas —siempre dramáticas— entre lo que la ley establece y lo que la justicia clama. Entre lo legal y lo legítimo, lo real y lo ideal, la angustia y el anhelo. Lo que después hizo en Birmingham, en aquella celda miserable, fue tan solo poner todo aquello por escrito. Nos dio una teoría de la desobediencia civil.
Esa teoría es conocida. Establece cinco grandes compromisos. Uno, si tienes que desobedecer, que sea por algo eminentemente injusto, no por un interés personal o un capricho menor. Dos, jamás uses la violencia. El dolor no solo no solucionará el problema, sino que complicará su solución y ensanchará el mal en el mundo. Tres, agota todos los cauces legales antes de desobedecer. Cuatro, acepta el castigo legalmente impuesto. Cinco, utiliza ese mismo castigo como plataforma de denuncia. Tu acción ha de ser pública, política.
Mezcladas en dosis diferentes según el caso, esas cinco exigencias han estado presentes en muchas de las luchas políticas y morales más meritorias e irrenunciables de los últimos tiempos. Han logrado que las batallas contra lo injusto no originen todavía más dolor que el que pretenden evitar y que el mal que las origina sea erradicado de un modo más profundo y duradero. Gracias a la desobediencia civil nuestro mundo no es, ni remotamente, perfecto, pero es mejor.
De todos los magníficos inventos del siglo XX, el de King merece ser citado entre los principales: nos legó una terapia eficaz contra lo injusto. No infalible, claro, pero sí mucho más fructífera que las estrategias previas, reducidas con demasiada frecuencia a una respuesta ciega y brutal ante lo intolerable. Ahora que se cumplen 50 años de su asesinato, conviene recordar la grandeza política de aquel extraordinario invento que un joven reverendo negro alumbró en una cárcel de Birmingham, Alabama, en pleno epicentro del horror.
(Artículo de Jorge Urdánoz, publicado en "El País" el 2 de mayo de 2018)
DOBLEGAR AL ESTADO
Hubo una vez en España una generación, de la que aún quedan (quedamos) algunos supervivientes, que por haber nacido poco antes, durante o poco después de la Guerra Civil fue bautizada como la de los niños, luego hijos, de la guerra. Algunos hermanos mayores de esa generación, los nacidos entre 1930 y 1939, cuando llegaron a la edad de la razón política, se presentaron en la escena pública dispuestos a clausurar la guerra de sus padres y abuelos calificándola, en un manifiesto elaborado en Barcelona, de “inútil matanza fratricida”. Lo hicieron reclamando no una nación verdadera, formada por un solo pueblo, sino un Estado democrático, garante de las libertades que con la victoria de los rebeldes habían quedado destrozadas.
Fue, por esa razón, y contando desde principios del siglo XIX, la primera generación de españoles más preocupada por el Estado que por la nación, quizá porque la identificada como nación española única y verdadera había sido secuestrada por los vencedores; o tal vez porque la libertad importaba más, infinitamente más, en los años cincuenta o sesenta que la identidad española o que el sentimiento de pertenencia a cualquiera de las posibles Españas.
No hay más que leer los manifiestos con que fueron sembrando su paso por la política y la sociedad de aquellos años para percibir que a esa generación, o a sus miembros políticamente más activos, les traía mayormente sin cuidado la nación española, que para nada aparecía en sus protestas y reivindicaciones.
Esa generación, al ir alcanzado lo que Ortega llamó la mitad del camino de la vida, los treinta años más o menos, encontró en Cataluña el espejo en que mirarse, pues fue allí donde más avanzado iba el proyecto de Estado al que aspiraba. En Cataluña era, en efecto, desde finales de los años sesenta, donde las mesas redondas en las que se sentaban desde comunistas hasta católicos, pasando por nacionalistas de izquierda y derecha e incluyendo a socialistas y liberales, marcaban el camino hacia un encuentro de todas las fuerzas políticas que pudiera plasmarse en un programa de acción firmado por partidos y sindicatos de todo tipo y procedencia.
Allí fue donde germinó y donde más adelantada estaba la convicción de que a la dictadura solo podría sustituirla un pacto entre demócratas, al modo en que surgió la Assemblea de Catalunya. Cataluña y pacto con vistas a la construcción de un Estado español democrático que garantizara las libertades individuales y colectivas y la autonomía de todos los pueblos, regiones o nacionalidades de España eran, a nuestra mirada, una y la misma cosa.
Este fue el proyecto que acabó triunfando en los duros años de lo que, con toda razón y basado en lo que ya era una larga tradición, llamamos transición a la democracia. Fue un pacto en el que los catalanes —comunistas, socialistas, nacionalistas, democristianos, liberales— desempeñaron un papel fundamental. Las voces de Jordi Pujol, Jordi Solé Tura, Joan Reventós, Miquel Roca o Anton Cañellas, y hasta Heribert Barrera, además de sostener ese pacto, fueron las de sus más fervientes —pues algo de fervor había en sus discursos— defensores. Por un momento, pareció como si la ya vieja aspiración de Pere Bosch Gimpera, la de concebir España como una comunidad de pueblos en la que catalanes, vascos y gallegos, pero también castellanos, andaluces, manchegos y todos los demás aparecieran fraternalmente unidos, estuviera a punto de convertirse en realidad.
Agua pasada no mueve molinos, se podrá decir. Y así es. Pero tampoco tiene por qué bloquearlos ni destruirlos. Los molinos allí pueden quedar, señalando parte del camino que hemos recorrido hasta llegar…, hasta llegar ¿adónde? A unos aciagos días de septiembre y octubre, 40 años después, cuando en un Parlamento en el que habían alcanzado una escueta mayoría de escaños sostenidos en una minoría de votos, los nacionalistas catalanes quebrantaron gravemente el pacto que habían sellado, rompiendo con su propio pasado, que era el pasado de todos, y siguiendo la peor tradición política española, se pronunciaron por la independencia violando la Constitución que habían sellado y el Estatuto de Autonomía que les había permitido gobernar legítimamente durante 40 años.
Pues un pronunciamiento civil fue lo que denominaron Declaración Unilateral de Independencia. Hasta entonces, en España, quienes se pronunciaban eran militares, un poder del Estado siempre dispuesto a quebrantar el curso de la política hasta su esperpento final, un día de febrero de 1981. Porque era una exclusiva militar, pronunciamiento significa, en el DRAE, “alzamiento militar contra el Gobierno”, pero desde octubre de 2017 habrá de significar también la liturgia civil seguida por los nacionalistas catalanes que, como titulares legítimos de un poder de Estado, se alzaron no ya contra el Gobierno, sino contra el Estado cuyo poder ostentaban.
Lo ocurrido en Cataluña nunca habría sucedido si los nacionalistas no hubieran dispuesto durante décadas de un poder de Estado y de abundantes recursos públicos para organizar la sedición y alzarse contra el mismo Estado al que debían su poder y su lealtad.
Es absolutamente risible, si no fuera dramático, que unos jueces de un land de Alemania no encuentren en el pronunciamiento catalán un delito equivalente a la alta traición porque los presuntos rebeldes no doblegaron al Estado. Pues claro que no lo doblegaron; si lo hubieran conseguido, como fue el caso del general Primo de Rivera en 1923, serían ellos los que someterían a juicio o a destierro a quienes se hubieran resistido a sus pretensiones. Fracasaron en su empeño, como ocurrió con el general Sanjurjo en 1932, hecho prisionero y sometido a consejo de guerra por la República contra la que se pronunció, como serán también sometidos a consejo de guerra por una democracia todavía frágil los generales Armada y Milans del Bosch y los secuaces que protagonizaron el último intento de pronunciamiento militar.
Último hasta que otro poder del Estado, el Parlamento catalán, añadió a la figura del pronunciamiento un carácter civil. Esta es la alta traición al Estado, a su propia historia y a más de la mitad del pueblo catalán, al que dicen representar, por la que habrán de ser juzgados por un tribunal civil los nacionalistas catalanes que la cometieron y no consiguieron con su acción doblegar al Estado.
(Artículo de Santos Juliá, publicado en "El País" el 16 de abril de 2018)
POLÍTICOS PRESOS, NO PRESOS POLÍTICOS
Durante los últimos días ha habido protestas de la opinión pública alemana contra la detención en Alemania del expresidente catalán Carles Puigdemont. Ahora bien, me parece imposible entender esa detención sin preguntarse qué ocurrió el otoño pasado en Cataluña. La respuesta más corta es la siguiente: que el Gobierno nacionalista de la comunidad intentó romper un Estado democrático a fin de separar una parte del mismo mediante un golpe de Estado (o, para ser más precisos, mediante lo que yo llamaría “un intento frustrado de autogolpe civil posmoderno”). A continuación, intento una respuesta más larga.
A finales de los años setenta, al terminar el franquismo y empezar la democracia, España se estructuró en 17 comunidades autónomas —el equivalente aproximado a los Länder alemanes— y en la actualidad es, según la mayoría de los estudiosos, uno de los Estados más descentralizados del mundo. Cataluña constituye una de esas autonomías que se distingue por poseer una lengua y una cultura propias, igual que Galicia o el País Vasco, y por ser una de las zonas más ricas del país. Desde el inicio de la democracia, el Gobierno catalán —provisto de competencias exclusivas en algunos asuntos vitales, como la educación o la policía, y amplísimas en todos— ha estado casi siempre en manos de la derecha nacionalista, que en todos estos años ha llevado a cabo una labor subterránea, minuciosa y desleal no sólo de nation building, sino también de state building; a pesar de ello, el separatismo nunca consiguió atraer a más del 20% de los votantes. Hasta que en 2012, tres años después del inicio de la crisis económica, la derecha nacionalista en el Gobierno se sumó a él.
Hay muchas causas que explican este cambio, pero sobre todo dos. La primera es la negativa del Gobierno catalán a asumir su responsabilidad por la mala gestión de la crisis, atribuyéndosela en exclusiva al Gobierno de Madrid; la segunda es la necesidad de desviar la atención pública de la oceánica corrupción que los estaba ahogando. Lo cierto es que a finales de 2012 el Govern diseñó un plan separatista que se llevó a cabo con todos sus medios ingentes y en nombre de la democracia, aunque sin el más mínimo respeto por las reglas democráticas, lo que entrañó en los años siguientes el incumplimiento sistemático de las leyes y las resoluciones de los más altos tribunales.
Hasta que por fin, el 6 y 7 de septiembre de 2017, los separatistas aprobaron en el Parlamento autonómico, de manera totalmente irregular —en una bochornosa sesión celebrada en ausencia de casi la mitad de la Cámara y en la que apenas se permitió el debate—, dos leyes que, según los letrados de esa institución, derogaban de facto el Estatuto catalán y violaban la Constitución española y la legalidad internacional, que, como se sabe, sólo ampara el ejercicio del derecho de autodeterminación —entendido como derecho de secesión— en los territorios colonizados y en caso de violación de los derechos humanos; ambas leyes, en definitiva, pretendían cambiar de arriba abajo el ordenamiento jurídico democrático con el fin de proclamar la República Catalana y dejarnos a los catalanes “a merced de un poder sin límite alguno”, por usar las palabras con que el Constitucional anuló la primera de tales leyes.
A ese flagrante ataque al Estado de derecho, perpetrado a la vista de todos y ante la impotencia perpleja del Gobierno español, es a lo que llamo un intento de golpe de Estado. La expresión parecerá inadecuada a quienes hayan olvidado que los mejores golpes de Estado se dan sin violencia física, precisamente porque no parecen golpes de Estado; pero no se lo parecerá a quienes recuerden que, como escribió Hans Kelsen en Teoría general del derecho y del Estado, un golpe se da cuando “el orden jurídico de una comunidad es nulificado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden”.
Por lo demás, ¿qué otra cosa significa la aterradora frase del Constitucional que acabo de citar sino que el Gobierno catalán intentó triturar la democracia? Sea como sea, el resultado de esta tropelía es que Cataluña vivió, en septiembre y octubre pasados, casi dos meses de pesadilla durante los cuales la sociedad bordeó el enfrentamiento civil y la ruina económica —más de 3.000 empresas sacaron su sede de la comunidad—, hasta que el 27 de octubre, tras un referéndum fraudulento y una declaración unilateral de independencia del Parlamento catalán, el Gobierno central usó el artículo 155 de la Constitución —copiado por cierto de la Constitución alemana— para tomar el control de la autonomía y convocar elecciones casi al mismo tiempo que una juez encarcelaba a algunos responsables del desastre y el presidente del Gobierno autonómico huía de la justicia hacia Bélgica, donde ha residido hasta su detención en Alemania.
Esto es en síntesis lo ocurrido en Cataluña en otoño. Debería sobrar decir que, como han reconocido las más importantes organizaciones humanitarias (de Amnistía Internacional a Human Rights Watch), los políticos catalanes que están en prisión no son presos políticos; son políticos presos, acusados, repito, de los delitos más graves del Código Penal español, empezando por el de rebelión, reservado a quienes intentan un golpe de Estado. Dicho esto, me pregunto qué quieren decir los alemanes sin duda bienintencionados que afirman que Puigdemont no debe ser extraditado. ¿Que no tendría un juicio justo porque en España no hay separación de poderes y por tanto no es un Estado de derecho, dado que la España de hoy, tras 40 años de democracia y 32 de pertenencia a la UE, no es en el fondo más que una copia maquillada de la España franquista? Es lo que dice la propaganda separatista, y es un disparate. Para demostrarlo bastaría con recordar un estudio sobre calidad de la democracia realizado por la Unidad de Inteligencia de The Economist y publicado este año; según él, en el mundo hay apenas 19 full democracies: entre ellas no se encuentran ni la francesa ni la italiana ni la japonesa, ni siquiera la estadounidense, pero sí la española, que ocupa el número 19. ¿Alguien se atrevería a decir que ni Francia ni Italia ni Japón ni EE UU son democracias, o que son simples dictaduras disfrazadas de democracias?
Más preguntas a los alemanes que protestan por la detención de Puigdemont: ¿Están seguros de que no hay que juzgar a alguien que, según un juez del Supremo español, se ha saltado sistemáticamente y a sabiendas la ley? ¿Quieren decir que, en una democracia, los políticos, por el hecho de ser elegidos en unas elecciones, tienen derecho a cometer todo tipo de desafueros y carecen del deber de respetar las reglas de convivencia, como cualquier otro ciudadano? ¿No recuerdan estas personas a un político alemán del siglo XX que fue elegido en unas elecciones libres y después se dedicó a cometer desafueros que acabaron con la democracia? ¿Ya se les ha olvidado que, en una democracia, ley y democracia se identifican, puesto que la ley es la expresión de la voluntad popular, y que los políticos pueden cambiar las leyes, pero no violarlas? Y, por cierto, ¿han leído las 70 páginas en las que el juez del Supremo razona y documenta sus imputaciones?
No soy jurista y no opinaré sobre ese auto; tampoco sobre si Puigdemont debe ser extraditado o no, ni sobre por qué delitos: eso deben decidirlo los jueces alemanes, que estoy seguro de que harán su trabajo a conciencia. Creo, eso sí, que a veces opinamos con demasiada frivolidad. Por lo demás, añadiré que soy un europeísta de izquierdas, convencido de que la Europa unida es la única utopía razonable que hemos inventado los europeos, y que, como tal, estoy seguro de que el cóctel nacionalista que durante años se ha servido en Cataluña y constituyó el principal carburante ideológico de lo ocurrido en otoño —un cóctel hecho de victimismo histórico, egoísmo económico y narcisismo supremacista, aliñado con gotas de xenofobia— no sólo es incompatible con los ideales de la izquierda, sino absolutamente letal para la Europa unida.
(Artículo de Javier Cercas, publicado en "El País" el 12 de abril de 2018)
INJERENCIA INADMISIBLE
El Gobierno español se ha esforzado por mantener en público el respeto a la independencia judicial a pesar del revés difícilmente justificable propinado por el tribunal de Schleswig-Holstein al descartar entregar a Puigdemont por rebelión y expresar sus dudas sobre la malversación.
El Gobierno alemán, por el contrario, ha cometido una injerencia inadmisible en democracia e inaceptable entre socios europeos: la ministra de Justicia, la socialdemócrata Katarina Barlay, expresó el viernes en una reunión con periodistas que la decisión judicial es “absolutamente correcta, esperada” y que Puigdemont vivirá ahora “libre en un país libre”, en referencia a Alemania. Una salida de tono tan evidente que el Gobierno alemán se vio obligado ayer a empeñarse a fondo para rebajar la tensión con España. La ministra telefoneó a su homólogo español, Rafael Catalá, para aclarar lo que consideró un “malentendido”. Y un portavoz del Gobierno alemán subrayó que el “conflicto debe resolverse en el marco de la Constitución”.
El Ejecutivo español no ha sido eficiente en la batalla por la opinión pública europea, atraída por el discurso victimista del independentismo y el espantajo del pasado franquista que algunos agitan interesadamente. Pero lo que no puede permitirse —además— es que Gobiernos aliados como el alemán cuestionen el funcionamiento de la democracia y las instituciones en España. Que esto haya ocurrido es un signo de debilidad de nuestra diplomacia. La única respuesta conocida ha sido la carta —pobre recurso— que la embajadora de España envió a Süddeutsche Zeitung, el diario que publicó los comentarios de Barlay. La embajadora explica al público alemán que no se trata de un conflicto entre España y Cataluña, sino entre catalanes independentistas y no independentistas. Las apelaciones al diálogo que ayer formuló el portavoz parlamentario del SPD están fuera de la realidad. Es un fallo del Gobierno haber permitido que la demagogia populista que emplean los independentistas haya recabado tantos apoyos en Europa.
La decisión del tribunal regional alemán ha abierto un debate sobre el funcionamiento de la euroorden y sobre la actuación de unos jueces que en lugar de actuar desde el principio de confianza mutua han entrado a calificar los hechos desde los parámetros opuestos. Ese debate deberá resolverse por la vía judicial. Pero lo que ya es intolerable para la higiene democrática de los socios europeos es el juicio político a un procedimiento judicial por parte del Gobierno de un país donde el independentismo, además, está prohibido.
(Editorial de "El País", publicado el 10 de abril de 2018)
EN EL PARLAMENTO
En los últimos meses, diversos colectivos se han lanzado a la calle para hacer valer sus reivindicaciones. Como ocurriera en el pasado con las marchas a favor de la educación o sanidad públicas, anteriormente con las movilizaciones en torno al 15-M, o más recientemente con las manifestaciones convocadas por asociaciones feministas o colectivos de pensionistas, las demandas de estos grupos cubren un amplio espectro ideológico y apelan a valores e intereses que trascienden la estricta lógica partidista.
Nada hay que objetar al ejercicio del derecho de reunión y manifestación, amparado en el artículo 21 de la Constitución. Al contrario, la vida democrática requiere, además de partidos y sindicatos, asociaciones y organizaciones capaces de articular y dar voz a los intereses de la ciudadanía.
No se puede, sin embargo, ignorar el contexto de completo bloqueo legislativo en el que vive España en estos momentos. La debilidad del Gobierno, pareja a la de la oposición, ha convertido el Parlamento en un teatro en el que en lugar de hacerse política, alcanzarse pactos y buscar compromisos que impulsen el país y atiendan las necesidades de los ciudadanos, se escenifica día tras día la incapacidad de unos y otros para ir más allá de las batallas retóricas campales.
El resultado son decenas los proyectos legislativos y proposiciones de ley atascados. Por no hablar de las comisiones parlamentarias que en teoría deberían cimentar grandes acuerdos —constitucionales, educativos o sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones— que están mostrando su más absoluta inoperancia para desesperación de la ciudadanía, que percibe la falta de liderazgo, ejemplaridad y un proyecto modernizador del país en nuestra clase política.
Mientras el Parlamento languidece, o peor, imita a la calle, cae sobre la calle la tentación de imitar al Parlamento y así usar las avenidas y plazas de nuestras ciudades para interpelar al Gobierno y al Parlamento para que actúe o legisle en favor de las demandas que allí se expresan. Las fuerzas parlamentarias, conscientes del bloqueo y del desprestigio que sufren, tienen ante sí la tentación de alentar o recoger estas demandas para impulsarse políticamente y legislar en caliente desde y con el aliento de la calle. Así lo hemos constatado recientemente en los intentos de Podemos de apropiarse de las demandas de pensionistas o mujeres, y en los del Partido Popular y Ciudadanos de instrumentalizar las emociones de la ciudadanía en torno a a prisión permanente revisable.
Toca recordar que en democracia la medición del peso relativo de cada demanda solo puede derivarse de los apoyos obtenidos en las urnas por los legítimos representantes de la ciudadanía y su correspondiente atención o satisfacción solo puede articularse mediante el juego normal de mayorías y minorías en sede parlamentaria. Y que nada bueno nos espera si en lugar de desbloquear el país, los partidos políticos se valen de la calle para recargar aún más las instituciones de demandas y convierten lo que queda de legislatura en un choque de fuerzas cruzadas entre calle y Parlamento en lugar de un espacio para el diálogo y el pacto. La calle no puede ser el árbitro de una política bloqueada.
(Editorial de "El País", publicado el 2 de abril de 2018)
¿QUÉ CREÍAN QUE IBA A OCURRIR?
Resulta inevitable constatar un patrón de conducta reiterado en las reacciones mediáticas del separatismo, sean institucionales o en redes sociales, tras las naturales y previsibles respuestas del Estado a los desafíos que respectivamente supusieron el simulacro de referéndum de autodeterminación del 1-O y los actos de implementación de su supuesto resultado en las semanas siguientes, y que han desembocado en el descabezamiento judicial de su cúpula dirigente.
Ya antes del referéndum, resultaba significativo oír a un retador Carles Puigdemont desde su cargo de president, a medio camino entre el pasmo y la actitud asombrada, preguntar al Gobierno si pensaba evitar el referéndum ilegal llegando al uso de la fuerza. Que un dirigente político occidental con responsabilidades públicas no contemplara o situara fuera de la normalidad el uso de la fuerza legítima —es decir, en aplicación de la ley materializada en resoluciones judiciales— como mecanismo natural de funcionamiento y defensa del Estado de derecho en cualquier democracia moderna, no dejaba de resultar insólito.
Así como el aspaviento y la airada sobreactuación fueron la reacción común del separatismo institucionalizado y del populismo antisistema a la natural ejecución policial de las órdenes judiciales de impedir el referéndum, una sorprendida contrariedad domina hoy el estado de ánimo de los mismos protagonistas ante un procesamiento y encarcelación, no ya previsibles, sino obligados procedimentalmente según del tenor literal de cuatro o cinco preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal; máxime cuando coetáneamente a la resolución judicial de la situación personal de los encausados se hace pública estentóreamente la fuga de uno de ellos.
¿Qué creían que iba a ocurrir? ¿Que un Estado que podría encarcelar al mismísimo cuñado del Rey —en cuyo nombre se imparte la Justicia y se dictan las sentencias—, para el que el fiscal del propio Tribunal Supremo pide casi doblar la pena, iba a hincar la rodilla ante ellos porque estando ya incriminados se presentaron a unas elecciones? Se ha hablado mucho de un pecado de disonancia cognitiva del separatismo, que, anclado en una realidad paralela, no deja de estirarla tácticamente y sin límite ante su parroquia; pero dejar fuera de la ecuación su constante minusvaloración y su campaña de desprestigio de la democracia española desde una engreída atalaya de supremacismo no es un factor a despreciar para explicar su aparente sorpresa, y en el pecado lleva la penitencia.
(Artículo de Alejandro Molina, publicado en "El País" el 27 de marzo de 2018)
ESPAÑA, EL PAÍS DE LOS POLÍTICOS POR OPOSICIÓN.
Vivimos en un país en el que cuando cambia el consejero de Sanidad cambian los directores de los hospitales a su cargo. Cuando sale un ministro, se suele replicar, sale también el bedel. Como han analizado varios politólogos, los partidos políticos han colonizado todas las instituciones del Estado y han politizado, por ejemplo, la Administración Pública, que debería portar como bandera la neutralidad en el servicio público. Y así vemos con naturalidad que en Cataluña, tan al norte geográficamente y tan al sur en sus estándares de corrupción, decenas de directores de colegio tomen partido y apoyen un referéndum ilegal siguiendo las consignas políticas de sus jefes.
La injerencia política es tan intensa que cabe preguntarse cómo las instituciones españolas funcionan, sin embargo, tan aceptablemente bien. “Hacemos la misma sanidad que en Estocolmo o en Londres, pero gestionamos nuestros hospitales como se hace en latitudes mucho menos ejemplares”, decía recientemente el diputado socialista en la Asamblea de Madrid José Manuel Freire. Su partido ha consensuado una ley que, a través de sistemas reglados de selección y órganos colegiados de gobierno, pone las bases para que la gestión de los hospitales deje de ponerse en manos de fieles y elija (y destituya) por méritos profesionales. El problema es que hacer leyes es una cosa y cambiar los usos y costumbres, otra muy distinta. Nuestros políticos son muy dados a legislar contra la corrupción, pero rácanos a la hora de tomar medidas efectivas contra ella.
En el libro coordinado por Víctor Lapuente La corrupción en España (Alianza Editorial) se señala como una pésima costumbre el camino inverso: el exceso de funcionarios saltando a la política. Es un recorrido del que se habla poco pero que, según todos los indicadores, tiende a aumentar la corrupción. Es la llamada politización desde abajo.
Los funcionarios, con esa mayor movilidad que ofrece la Administración frente al sector privado, ven premiadas sus carreras con altos puestos sin que ese paso les penalice lo más mínimo. Se podría decir que sale a cuenta traicionar su propia condición, para la que opositaron, perder la neutralidad que se espera de un funcionario y dedicarse, en cambio, a demostrar lealtades a quien le puede catapultar al poder.
Prohibir a los funcionarios que se dediquen a la política es un disparate, pero algunos países han impuesto límites. En España, en cambio, es una práctica extendida. Un buen ejemplo es el Gobierno de Rajoy. De catorce miembros, ocho son funcionarios. Hay dos abogados del Estado, un diplomático, dos técnicos de la Administración Civil, un juez, un letrado en Cortes y un técnico comercial. Además, el propio Rajoy es registrador de la propiedad; un puesto vitalicio por oposición. Se fue Guindos, técnico comercial, pero entró Escolano, que también lo es. Todo en orden.
Sorprende que, a pesar de todo, la Administración española sea tan profesional y poco corrupta. Sorprende más todavía ver cómo muchos políticos conservadores se empeñan en privatizar y adelgazar el Estado en favor de su ideario liberal para, a renglón seguido, cuando pierden el cargo, recuperar su puesto. ¿Dónde? En la Administración; claro.
(Artículo de Gabriela Cañas, publicado en "El País" el 15 de marzo de 2018)
LAS IMPOSTURAS DE LA ADMINISTRACIÓN
Es cierto que la Administración pública en España hace años que, con algunas excepciones, ha entrado en la senda de la modernidad en cuanto a la prestación de servicios públicos de calidad y gestionados de manera eficiente. Pero no es menos cierto que nuestras Administraciones públicas también adolecen de importantes problemas que generan una baja calidad institucional. Y es muy fácil localizar a los culpables: en primer lugar, los partidos políticos en los Gobiernos de los distintos niveles de administración, luego los sindicatos y, finalmente, algunas lógicas corporativas de determinados grupos de funcionarios.
La primera impostura guarda relación con la profesionalización de los directivos de nuestras Administraciones públicas. Por ejemplo, un ciudadano vota a un candidato a alcalde porque el personaje le genera empatía, tiene un proyecto interesante de ciudad y sabe lograr complicidades sociales. Cierto que este candidato es un pésimo gestor, ya que tiene su negocio próximo a la bancarrota. Pero esta circunstancia no inquieta al votante, ya sabe que una vez sea alcalde va a codecidir con funcionarios muy bien preparados y que estos se van a encargar de gestionar las nuevas políticas. Pero este ciudadano no sabe que este escenario lógico es excepcional en España. Lo usual es que el nuevo alcalde decida unilateralmente e, incluso, se ponga a gestionar directamente las políticas. Es una tradición política en España que los cargos políticos pueden hacer lo que les venga en gana, ya que pueden cesar discrecionalmente a todos los directivos profesionales y nombrar a otros funcionarios más afectos y sumisos. Son usuales estos relevos en cada cambio político, generándose el efecto Penélope: tejemos durante una legislatura (o menos) para destejer la noche del cambio de cargos políticos. No hay continuidad ni aprendizaje institucional y no hay gestión del conocimiento. Con cada nuevo nombramiento político es usual que empecemos de cero y tropecemos con las mismas piedras. En este sentido, el mandato legal, de hace casi once años, de que las Administraciones regulen una dirección pública profesional no ha sido atendido por ninguna. No interesa ni a los partidos ni a los sindicatos, ya que unos no quieren perder su discrecionalidad arbitraria y a los otros les disgusta la disciplina institucional.
La segunda impostura es la del acceso meritocrático a la función pública. No todos los empleados públicos acceden bajo los principios de igualdad, capacidad y mérito. En las últimas décadas ha reverdecido la tradición de los nombramientos digitales (y no precisamente 2.0). En algunos casos es directamente clientelismo y amiguismo, pero en la mayoría no suele ser así. La lógica es que, como el proceso para ocupar una plaza de funcionario es burocrático y lento (unos dos años, si se alcanza velocidad de crucero, que nunca suele ser el caso), se suele contratar de manera rudimentaria y artesanal. Se suele utilizar la técnica de dar voces: “Tú conoces a algún informático”, va voceando el alcalde, y, cuando alguien responde que sí, hacen una entrevista al candidato y lo contratan como laboral o como interino. ¿Ha sido un acto de clientelismo? No, en la mayoría de los casos individuales. El problema es que contratando a voces, si no se utiliza megáfono, los nuevos efectivos suelen pertenecer a un determinado círculo social que, además, suele coincidir con un determinado círculo político. Este sistema rústico de contrataciones genera que a nivel agregado exista clientelismo social y político. Y este sistema no ha sido excepcional, sino que de esta manera se han contratado a centenares de miles de empleados públicos. Por más que se quiera, con estos métodos no es posible gozar de una Administración profesional y neutral.
La tercera impostura es la transparencia. Desde que tenemos ley de transparencia (hace algo más de tres años) puede dar la impresión que el problema está resuelto. Nos vendieron la ley como una apuesta por la modernidad cuando la primera ley de transparencia y de acceso a la información data de 1766. Cuando nosotros aprobamos la nuestra hace muchos años que casi todos los países la poseían. En Europa fuimos los últimos, junto con Chipre, Malta y la Ciudad del Vaticano. Para ser de los últimos optamos por un modelo retrógrado y conservador. Hemos pasado de la opacidad a la transparencia traslucida. A un ciudadano le suelen interesar dos temas: quién toma las decisiones, cuándo, con quién y por qué; y en qué se gasta hasta el último euro. Hoy por hoy, ambos elementos no están al alcance del ciudadano. La Administración sigue trabajando como si fuera una logia masónica, una caja negra impenetrable para la ciudadanía.
La cuarta gran impostura es la falta dramática de renovación de su sistema de gestión de los empleados públicos. Es el gran cuello de botella para lograr una Administración contingente y adaptada a los nuevos tiempos. Sistemas de selección meritocráticos (cuando hay la suerte de que se utilicen) propios del siglo XIX. Un caos absoluto en los vínculos contractuales: funcionarios, laborales e interinos que ocupan idénticos puestos, pero que poseen derechos distintos. Una ordenación en cuerpos y en grupos que ya solo responden a una lógica corporativa sin la menor complicidad con la modernidad. Unos sistemas retributivos desfasados, irracionales e injustos, a años luz del mercado privado. Un régimen disciplinario draconiano, pero que jamás se aplica. La falta de diseño de una carrera profesional (horizontal) y de una carrera directiva. La evaluación del desempeño es un talismán que no se practica. Finalmente, no se ha diseñado nunca una puerta de salida del sistema. Se trata de una función pública que literalmente vive en una burbuja totalmente alejada del mundo real. En cambio, es una burbuja totalmente abierta a las capturas políticas, sindicales y corporativas. El actual modelo de función pública ya no se puede reformar y hay, literalmente, que dinamitarlo para construir uno totalmente nuevo que abrace, de una vez por todas, la racionalidad y la modernidad.
La quinta impostura ha sido la necesidad de impulsar una reforma de la Administración pública en España como un tema cíclico y recurrente. Desde el primer gran intento serio, impulsado por el ministro Almunia, pero no secundado por el presidente González, en 1988 hasta la CORA de Sáenz de Santamaría y Rajoy de 2012 en el Estado, pasando por el proyecto CORAME del País Vasco en 1994 hasta el impulso reformista de Cataluña de 2013. Todas estas iniciativas, solo por citar las más conocidas, han resultado ser una gran impostura. Repensarlo todo, querer moverlo todo para no cambiar nada. Es quizás el ejercicio institucional más evidente, en nuestro país, de marear la perdiz. No se ha modificado, durante 40 años, nada significativo del andamiaje administrativo en España.
(Artículo de Carles Ramió, publicado en "El País" el 12 de marzo de 2018)
IGUALDAD EN LIBERTAD
La democracia ha hecho mucho por acabar con la discriminación de las mujeres. Pero todavía queda por hacer. La consecución de la igualdad requiere propuestas de actuación concretas. En el caso laboral, se precisa corregir las discriminaciones salariales, evitar que la maternidad se convierta en un obstáculo para el ascenso, evitar los guetos de trabajos feminizados, precarios y mal pagados e incentivar los permisos de paternidad. Todo ello requiere nuevas normas, mejores controles, más transparencia, cuotas que ayuden a lograr la paridad en los puestos directivos, así como la obligatoriedad de realizar auditorías salariales y desarrollar planes de igualdad y buenas prácticas en las empresas.
En el ámbito jurídico, las leyes y medidas contra la violencia machista están logrando concienciar a la sociedad y a los poderes públicos sobre la necesidad de proteger de forma efectiva a las mujeres. Toca ahora mejorar la lucha contra el acoso sexual en el ámbito laboral y los espacios públicos, mediante medidas sancionadoras, pero también preventivas, que ayuden a visualizar un problema hasta ahora oculto o relegado a un segundo plano.
En otros ámbitos, sin embargo, la discriminación se origina en hábitos culturales y sociales profundamente asentados, tanto en hombres como en mujeres, que no son sencillos de modificar. La educación, en las familias y las escuelas, los medios de comunicación de masas, el mundo de la cultura, la publicidad o la moda, son esenciales para detener la reproducción del machismo. Especialmente entre los jóvenes, donde se observa un repunte de actitudes machistas, violentas y discriminatorias, el trabajo de educación tiene que ser mucho más intenso de lo que ha venido siendo.
Lograr que todos esos factores trabajen en el sentido contrario al que lo han venido haciendo hasta la fecha no es una tarea fácil, ni que pueda ser impuesta por decreto: debe contar con la colaboración activa y cómplice de la sociedad, algo que solo una gran conversación social y política puede lograr. Los hombres, cuyo concurso es imprescindible para poner fin al machismo, deben sumarse a esta reivindicación, sin miedos ni excusas. Y por supuesto también los partidos políticos, organizaciones sindicales y asociaciones empresariales, que son quienes tienen que articular y concretar este objetivo.
El machismo es el soporte en el que se asienta la discriminación de las mujeres. Sea como actitud individual, cultural o institucional, sea practicado de forma individual o imbuido en las estructuras políticas, económicas o familiares de nuestra sociedad, es radicalmente incompatible con la democracia. Oponerse a él es defender la democracia, no una expresión ideológica o partidista. No hay, por tanto, espacio para el debate acerca del qué: toca acabar con el machismo, el acoso y la discriminación, en cualquiera de sus formas.
Sí cabe, por el contrario, la confrontación de ideas y propuestas sobre cómo actuar. Como demuestra la discusión en torno al sentido y alcance de la convocatoria del 8 de marzo, el feminismo es tan plural, abierto, transversal y libre como la sociedad a la que interpela. En él hay muchas voces distintas y meritorias y propuestas de actuación muy variadas. Todas deben ser escuchadas, discutidas y evaluadas.
La igualdad entre hombres y mujeres a la que aspira una sociedad democrática solo puede ser lograda desde la libertad, individual y colectiva. Su defensa no es ideológica ni puede ser instrumentalizada: forma parte del núcleo de valores que articulan el corazón mismo de nuestras democracias. Tampoco rechazada, ridiculizada o ignorada. Porque la búsqueda de la igualdad y la búsqueda de la libertad son sinónimos, una no cabe sin la otra. Luchando por la igualdad de las mujeres lograremos nuestra libertad, como personas y como sociedad, y daremos valor a nuestra democracia.
(Editorial de "El País", publicado el 7 de marzo de 2018)
ESTAFA EN CATALUÑA
Dos meses después de las elecciones autonómicas catalanas ha quedado acreditado que el único programa de gobierno del independentismo es la agitación. De ahí que solo se pueda calificar como de burla a la ciudadanía y la democracia la última pirueta de los defensores de la causa, retirando en el último momento el apoyo a la declaración unilateral de independencia, renunciando ¿provisionalmente? a investir a Carles Puigdemont pero avalando su legitimidad y el resultado de ese llamado referéndum del 1 de octubre, ilegal y realizado sin garantías de transparencia e imparcialidad.
La justicia determinará si hubo decisiones ilegales —otra vez— ayer en ese pleno del Parlament. Mientras tanto, lo que es evidente es que la táctica del bloque independentista, tan apegado a los discursos de la legitimidad, el mandato popular y las reglas, no hace más que erosionar las instituciones catalanas que garantizan el autogobierno. La más importante de esas instituciones es, probablemente, el Parlamento y en él, ya se ha visto, la oposición es sistemáticamente desoída por resultar un elemento perturbador. Mucho mejor erigir en Bélgica a modo de asamblea constituyente ese Consejo de la República en el que no habrá lugar para la oposición. El sueño, en definitiva, de todo movimiento totalitario.
El bloque independentista catalán lleva tiempo despreciando a los ciudadanos y torpedeando las instituciones del autogobierno y, por tanto, las bases de la democracia representativa. Se sortean las reglas del juego, se da valor solo a los votos favorables (los casi dos millones de catalanes que optaron por el constitucionalismo no cuentan) y, finalmente, se convierten las altas instituciones en escenarios en los que representar sus dislates valiéndose de su raquítica mayoría.
Es grave que el secesionismo esté empeñado en bloquear el autogobierno negándose a facilitar la formación de un Govern que terminaría automáticamente con la aplicación del artículo 155. Es una estrategia que alimenta su explotado victimismo, solemnizado ayer con sus votos en el Parlament. El independentismo, dice el texto aprobado, es víctima de una “represión generalizada del Estado español”, que se ejerce mediante una “causa general contra Catalunya”.
Independientemente del resultado que obtengan estos profesionales del victimismo que endosan toda responsabilidad al enemigo, lo más grave de lo que está ocurriendo en Cataluña es el insidioso desmontaje de la arquitectura democrática que hasta hace poco garantizaba las libertades y los derechos de todos los catalanes. Es, en suma, un fraude monumental en el que siguen empeñados.
El último sondeo catalán demuestra que el independentismo pierde fuelle, y ello podría indicar que muchos de los que depositaron su confianza en él empiecen a sentirse víctimas, también, del mismo fraude. Porque si es tan doloroso que el Gobierno central intervenga la autonomía, peor es que su entramado institucional sufra el descrédito de su total inoperancia en nombre de un proyecto político vacío de contenido y construido por líderes que no respetan las normas básicas de convivencia democrática.
(Editorial de "El País", el 2 de marzo de 2018)
EL MÁS VIBRANTE POETA POLÍTICO.
Nos reúne su figura, su obra, el recuerdo del amigo. He elegido unas frases de su libro Manifiestos, de 1995, el más certero y claro mostrando su opinión sobre el mundo de la política. Surgió, nos dice, en momentos comprometidos de su vida político-poética en los que no quiso responder a ciertas invitaciones «en prosa pelma». No se resignaba al «archivo definitivo de la épica» y de ahí «esta salida impetuosa de poemas impuros, muchos de ellos en forma de proclamas, arengas o manifiestos, que nos va que ni al pelo».
En su despedida como Justicia (los mismos que tardaron años en aceptar su elección se negaban a que continuara otro periodo) clamó: «La mayoría parlamentaria, democrática, y por tanto legítima, ha llegado a un acuerdo: Se impone un cambio de Justicia. Hay que relevar a Emilio Gastón… debo irme. He cumplido cinco años de mandato. Es normal en democracia. Lo que hay que conseguir es que esta institución tan hermosa, tan querida del pueblo, siga siendo del pueblo de Aragón. Que la ilusión no se derrumbe… Paisanos míos… sois la causa y el destino de toda institución, vosotros merecéis este homenaje…» (Se lo organizaban en abril de 1993, más de 100 asociaciones ciudadanas).
Le habla, como Costa, a Aragón: «Consorte de una España federal, creador de derecho, defensor de justicia, partícipe fraterno de un mundo solidario. Libre como tu viento». E increpa a la «Querida España inverosímil. ¿Crees que los conflictos (con las comunidades que invocan más derechos) se aplacan callando a muchas otras con menos competencias?. ¿Es que solo clamando independencia se puede conseguir autonomía?»… «Ciudadanos de la España callada… ¿Hasta cuándo veremos que en este Parlamento nos siguen definiendo como comunidades no históricas?». Y terminaba este Manifiesto ante las Cortes Generales en noviembre de 1992: «… queremos un Aragón libre, de aragoneses libres, que sigue demandando para siempre autonomía plena ya». Pero… «Solo hay un pacto reservado de los partidos nacionales –aunque la gente no lo entienda– para una ejecución preeminente para los intereses del sistema». «Nacionalismo, sí. Pero de ciudadanos del mundo».
Y ante la siempre esgrimida «razón de Estado», protesta: «También las ilusiones y los sueños han sido procesados. Son reos de carencia de realismo y sospechosos de utopías…» Porque los políticos «tienen premiados sus favores con un alargamiento pasajero de estancia en el poder». Por eso, «rechazamos implacables las manipulaciones partidistas, interesadas o sectarias, y promulgamos el principio de la autotutela. El único modo de combatir los males de nuestra sociedad sin acudir a la opresión ni a la violencia es la Democracia».
Ante problemas concretos, señala: «Ha llegado la hora de que los ríos hablen claro: el trasvase no va de pobre a pobre… Hay un beneficiario distinto: el especulador». Y luego: «Es hora ya de llamar a la lucha contra las desvergüenzas. No queremos un suelo inhabitable, deformado y caótico, hacinado en las zonas elegidas y desertizado el resto».
Adivinando su marcha: «Nos vamos yendo de uno en uno, sin prevenir a los tataranietos, ni a la vegetación errante que queda por talar»… «¿Qué nos dirá después la nada? Tal vez la nada no nos diga nada». Por eso añade: «Me voy de vacaciones al Universo, para reflexionar en voz alta».
Y tiene la esperanza de que: «nuestros jóvenes tienen, y tendrán siempre, la palabra». Porque, añade luego: «Preparaos… Pronto vendrá la gran revolución soñada, la única imparable, la de todos los chicos de la tierra pidiendo alternativas inmediatas… la huelga general del medio ambiente… Única alternativa a la hecatombre que pretendemos evitar».
Y termino como el libro: «Gentes de a pie, contribuyentes, rebeldes, marginados, masas independientes invertebradas. Ha llegado la hora de la sociedad, de la naturaleza, de la espontaneidad creativa. Más poesía, más filosofía, más sensibilidad, más amor. Todavía es posible la innovación, el cambio, la caricia, la ruptura, la paz». Él ha dicho.
(Artículo de Eloy Fernández Clemente, publicado en "El Periódico de Aragón" el 1 de febrero de 2018)
EMILIO GASTÓN, UN GRAN ARAGONÉS.
Velado su cadáver en la sede del Justiciazgo, donde él cubrió su última etapa de actividad institucional, Emilio Gastón deja definitivamente este Aragón al que sirvió, que amó y por el cual tanto se preocupó. El cofundador de Andalán, del PSA, diputado por este partido en la Constituyente, Justicia de Aragón, poeta, artista, jurista y personaje siempre risueño y cargado de amables ocurrencias nos deja. Con él desaparece otro miembro singular de una generación que supo aunar la inquietud intelectual con el compromiso político y que tuvo un papel fundamental en la Transición a la democracia y, en el caso que nos ocupa, en la reinvención de un Aragón que previamente había quedado reducido a localista escenario de una estética zarzuelera y reaccionaria.
Personajes como Emilio Gastón (o como José Antonio Labordeta, que partió antes) construyeron el imaginario de un país aragonés cuya identidad historíca se sublimaba en la lucha por un futuro de democracia, justicia y progreso. De hecho, en los últimos cuarenta años dicho imaginario ha seguido siendo la única interpretación positiva de nuestra tierra. No ha existido ya ningún otro grupo capaz de renovar ideas, tesis y propuestas.
Gastón se ganaba a todos por su optimismo y bonhomía. Pero además del recuerdo de una personalidad amablemente arrolladora, nos queda su obra escrita y su presencia para siempre en la Historia.
(Editorial de "El Periódico de Aragón", publicado el 24 de enero de 2018)
CULPABLES
Es un triste récord para España: todos los grandes partidos de gobierno han sufrido o están sufriendo la persecución judicial por escándalos de corrupción en el ejercicio del poder. Pero es difícil encontrar precedentes a la sentencia conocida este lunes en Cataluña y a la implosión del partido afectado, Convergència Democràtica de Catalunya (CDC), aunque no necesariamente de sus dirigentes.
El expolio del Palau de la Música, el instrumento del que se valió CDC para recaudar financiación ilegal, ascendió a la friolera de 23 millones de euros en 10 años. Las mordidas que fueron a parar a las arcas del partido sumaron 6,6 millones, que CDC deberá devolver a cuenta, entre otras cosas, de sus 15 sedes embargadas. Por parte del partido, sin embargo, solo el extesorero Daniel Osàcar ha sido condenado a cuatro años. El otro extesorero implicado murió antes de la sentencia y ningún dirigente estaba procesado. Las principales condenas han sido para Millet (nueve años y ocho meses), Montull (siete años y seis meses) y otros administradores de la institución cultural.
La sentencia puede albergar aspectos discutibles, como la impunidad final de los líderes de CDC, de la empresa que pagó las comisiones ilegales (Ferrovial), y todos los aspectos que los concernidos aspiren a recurrir. Su recorrido en el marco judicial será, pues, el que marquen los jueces. Pero es su impacto político el que procede analizar también, ya que este escándalo de corrupción tiene una relación directa con la deriva a la que se entregó la clase nacionalista dirigente y que todo el país está pagando. Suya es esa responsabilidad.
Acorralada por el escándalo de este caso y los que afectan a la familia Pujol, y espoleada también por la crisis económica, CDC se aprestó a abrazar la causa independentista hasta el descarrilamiento institucional de Cataluña en septiembre. Primero en alianza con ERC bajo el nombre de Junts pel Sí, después como Partido Democrático de Catalunya (PDeCAT) y, en las últimas elecciones y por voluntad de Carles Puigdemont bajo el nombre de Junts per Catalunya, los herederos de Convèrgencia han mudado de nombre y radicalizado su programa con la intención de hacer olvidar su acreditada trayectoria de corrupción institucional. Solo hace unos días que Artur Mas, quien fue el delfín de Pujol, presidente de CDC y más recientemente de PDeCAT, abandonó este cargo.
El PDeCAT se ha dado prisa en desvincularse de CDC y los jueces dictaminarán en futuros recursos si esto es válido. Pero políticamente no pueden engañar a nadie. La huida hacia adelante emprendida por sus líderes, su renacimiento bajo nombres diferentes y su radicalización en tiempos de crisis de los viejos partidos en todo el mundo han dejado huellas dolorosas para Cataluña y España. ERC y la CUP lo sabían y obviaron toda exigencia de limpieza en aras de la causa independentista. Los comunes también jugaron con la ambigüedad. Para toda la clase política española debe ser una lección de cómo las huidas hacia adelante sin asumir responsabilidades pueden provocar, en suma, males aún mayores.
(Editorial de "El País", publicado el 16 de enero de 2018)
SUSPENSO ROTUNDO
Las democracias no se definen solo por las elecciones, que pueden celebrarse también en los regímenes autoritarios con cierta apariencia de pluralidad. La verdadera cualidad que diferencia a los Estados democráticos de los que aparentan serlo es la independencia del poder judicial, tan digna de protección como también primer objetivo de quienes intentan minar su calidad en su propio interés.
El Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco), organismo perteneciente al Consejo de Europa, acaba de recordar al Gobierno del PP que ha suspendido en todas las áreas en las que le había requerido una mejora urgente. De las 11 recomendaciones que hizo el Greco a España en un duro informe en 2016, ninguna ha sido resuelta satisfactoriamente. Solo siete de ellas han tenido algún avance parcial. El suspenso es rotundo, el escenario dibujado, gravísimo, y la amonestación pública por el casi nulo avance en la lucha contra la prevención de la corrupción en lo que respecta a Parlamento, jueces y fiscales nos puede abochornar a todos, pero apela directamente al Gobierno.
En su respuesta al Greco, el Gobierno del PP había atribuido al año de bloqueo político por la repetición de elecciones la lentitud en las acciones y había señalado algunas iniciativas que ya se estudian en el Congreso, pero el Consejo de Europa lo ha considerado un obstáculo de sobra superado (hace más de un año que Mariano Rajoy se invistió presidente) y que es hora de “hechos, no de palabras y planes”. El organismo abunda especialmente en la necesidad de que el Consejo General del Poder Judicial no sea elegido en ninguna de sus fases con la intervención de las autoridades políticas; y de que la comunicación entre la Fiscalía General del Estado y el Gobierno sea siempre por escrito y transparente.
Las duras palabras del Consejo de Europa son doblemente valiosas, porque señalan una realidad conocida pero también porque lo hace desde una institución exterior. Y ponen en entredicho al Gobierno, que a la menor ocasión se jacta de haber emprendido numerosas reformas para atajar la corrupción. Coinciden además con el inicio de un año, el 2018, en el que los escándalos de corrupción en los juzgados no por rutinarios serán menos vergonzantes: el 15 de enero se conocerá la sentencia del caso Palau, que afecta a la antigua CiU; en un horizonte cercano la Audiencia Nacional dará a conocer la sentencia de la primera época de Gürtel; la parte valenciana seguirá su curso en esa comunidad; el Tribunal Supremo deberá decidir sobre los recursos de Rodrigo Rato a su condena de cuatro años y medio por las tarjetas black y el de Iñaki Urdangarin contra la suya de seis años y medio por el caso Noos. Los expresidentes de Andalucía Griñán y Chaves tendrán que comparecer en la audiencia que juzga el fraude de los Ere. Y la Púnica, el caso Lezo, la destrucción de ordenadores del PP y otros asuntos seguirán su curso sin paliativos.
No hay excusas para que Rajoy dilate nuevamente las medidas. Con el apremio de Ciudadanos y del PSOE, que deberían liderar a fondo la exigencia, el Gobierno debe acometer las reformas necesarias.
(Editorial de "El País", publicado el día 5 de enero de 2018)
DESEOS DE AÑO NUEVO
Los deseos de que con el año nuevo las cosas vayan a cambiar es un rito y no tanto una determinación de la que se siguen las consecuencias deseadas. Responden más a la resignación que a la esperanza y nos recuerdan dos hechos inexorables de la existencia humana: lo difícil que es cambiar y lo inexorable que es el cambio que acontece sin nuestra intención o permiso. Apenas podemos cambiar casi nada mientras casi todo cambia. Probablemente todo esto se deba a que interpretamos la agitación como el origen de los mayores cambios y no tenemos ningún órgano que, en periodos de calma, nos haga percibir las modificaciones latentes o de fondo. El otro gran momento ritual de cambio son las elecciones políticas. “Por el cambio” se convirtió hace tiempo en un eslogan banal tras el cual los votantes no identificamos una voluntad radicalmente transformadora sino el deseo de invertir la relación entre quienes están actualmente en el Gobierno y la oposición, una mera alternancia (que a veces no viene nada mal). Que vayan a cambiar las agendas, las prioridades, el estilo de gobierno o la cultura política es algo que depende en parte de la voluntad de los nuevos gobernantes y de que los actuales contextos permitan hacer cosas distintas, o sea, es bastante improbable.
Los deseos de cambio contrastan con nuestra experiencia, personal y colectiva, de la dificultad de cambiarse y cambiar. En el ámbito social, hay una inercia colectiva que se manifiesta como resistencia al cambio, aceleración improductiva, desorden persistente o dinámica ingobernable, que no deberíamos minusvalorar y que solo se puede modificar indirectamente, con incentivos de diverso tipo. El estancamiento es compatible con el hecho de que el sistema político sea un lugar de gran agitación y de discursos enfáticos para ponerlo todo patas arriba. Uno se ha movido mucho, ha elevado el tono, le ha llamado al orden la presidenta del Congreso, ha provocado un estancamiento más que una transformación y al final sigue gobernando la derecha… El gran problema de nuestros sistemas políticos es la inestabilidad debida a que no se realizan los cambios necesarios. ¿Alguien ha tomado nota de cuántas veces hemos exigido cambiar de modelo productivo, un pacto educativo o la reforma de la Constitución? Más que palancas, iniciativas o puntos de Arquímedes, la física social está llena de vetos, bloqueos, inflexibilidad, impedimentos y rigideces.
Al mismo tiempo, las sociedades no dejan de cambiar, pero apenas como consecuencia de nuestra intención de hacerlo. ¿Quién cambia el mundo cuando el mundo cambia? El discurso voluntarista habla de transformación pero, de hecho, lo que se produce son cambios de paradigma que tienen muy poco que ver con iniciativas de nuestra voluntad. Se trata de modificaciones de las cosas, a veces de una gran profundidad, pero que no son planificadas, dirigidas o declaradas. La imagen de un autor soberano que planifica, lidera o revoluciona, parece incompatible con el hecho de que donde actuamos también actúan otros y que aquello que deseábamos cambiar lo hace en un sentido diferente del que habíamos pretendido. No está claro qué parte del cambio del mundo es debido a nuestra voluntad y qué ha cambiado por sí mismo.
De hecho, la mayor parte de los cambios políticos han tenido su origen en un movimiento social o en una iniciativa fuera de la vida institucional de los Gobiernos y los parlamentos, dedicados a legislar sobre el pasado o a reaccionar a las crisis, casi nunca a anticiparse y gobernar para el futuro. Los partidos, esos supuestos agentes de la configuración de la voluntad política, subcontratan la elección de sus candidatos en los movimientos sociales, que condicionan sus decisiones y su agenda.
De manera discreta, imperceptible a veces, las líneas de conflicto se desplazan, nuestras interpretaciones de la realidad se desgastan, algunas convenciones dejan de tener sentido para una mayoría considerable. Ciertas maneras de actuar se transforman, de la noche a la mañana, en ridículas (basta con oír algunos discursos políticos, la representación del poder, la composición abrumadoramente masculina de los Gobiernos y parlamentos de, pongamos, treinta o cuarenta años). Las oleadas de indignación en medio de la crisis económica o las recientes denuncias contra el acoso sexual son ejemplos de que, sin saber muy bien cómo (habrá alguna explicación retrospectiva, pero no será el resultado de una iniciativa política previa), algo más o menos consentido pasa un día a ser considerado como intolerable.
El terrorismo había sido combatido desde muchas instancias, pero su final se produce cuando coinciden circunstancias que hacían que algo que ya era desde su origen una monstruosidad aparezca también como una estupidez inútil. Yo vivía en Alemania cuando cayó el muro de Berlín y recuerdo lo incapaces que éramos de explicar su hundimiento por una sola causa o quién lo había provocado; sabíamos la arbitrariedad que simbolizaba, pero tuvieron que producirse un conjunto de circunstancias que no tenían nada de intencional para que de un día para otro ese Muro resultara además un sinsentido.
¿Hemos de renunciar entonces a formular cualquier propósito de cambio? De entrada hay que saber reconocer cuándo y en qué medida son necesarios los cambios, del mismo modo que los sistemas políticos no deben desconocer que todo proyecto de transformación social tiene límites, efectos no deseados, inercias y resistencias, que las sociedades no se pueden cambiar a golpe de decreto, por voluntarismo o sin contar con amplias complicidades sociales.
Pese a todo, podemos plantearnos algunos objetivos que sólo son modestos en apariencia. Comencemos por reconocer que a veces interpretar bien el mundo es una buena manera de cambiarlo o, en cualquier caso, la condición para poder hacerlo. Y sigamos con el propósito de mejorar nuestra atención: en el espacio (examinando las capas profundas de la sociedad) y en el tiempo (mirando un poco más lejos). Lo latente y lo lejano tienen que ganar peso político frente a lo visible e inmediato.
Aunque no podamos cambiar todo lo que quisiéramos, ni en la medida en que nos parece deseable, sí está en nuestras manos trabajar para que en el futuro suceda eso improbable que no está a nuestro alcance como sujetos aislados. Quién sabe si, al describir un día la cadena causal de un cambio social, ese acto aislado (como la inmolación de Mohamed Bouazizi, aquel joven tunecino que desató la primavera árabe o la denuncia de la actriz Ashley Judd contra el acoso sexual en Hollywood), pueda ser identificado como el que desató la reacción colectiva, el que fue imitado y terminó por formar una gran cascada. Por eso estamos obligados a hacer bien aquello que nos toca. Como nunca sabemos del todo si nos quedaremos solos o seremos el comienzo de un cambio, hagamos bien lo que tenemos que hacer por si acaso alguien culmina lo que empezamos.
(Artículo de Daniel Innerarity, publicado en "El País" el 2 de enero de 2018)
CATALUÑA, LIBRE
Las elecciones que hoy se celebran en Cataluña deben constituir un hito clave de su paulatina normalización. Se trata de una elección autonómica que otorgará legitimidad a una nueva formación del Parlament para una legislatura de cuatro años, así como al Govern que de él salga para que ejerza las funciones canónicas de todo Gobierno de la Generalitat.
Es todo eso una apelación al mecanismo clave de la democracia, las urnas dispuestas de forma legal según el Estado de derecho. Y a sus dueños en última instancia, los ciudadanos, para que marquen el rumbo de su futuro inmediato, en unos momentos particularmente complejos.
Pero para nada es más que eso, ni nada diferente de eso: no es un camino de vuelta a la inseguridad jurídica; ni el retorno a la sistemática violación del ordenamiento democrático; ni la confirmación de ninguna separación, ni de régimen alternativo ninguno; ni la reposición de una autoridad anterior que conservase su cargo por un milagroso derecho divino o autohereditario.
El atentado parlamentario propinado el 6 y 7 de septiembre contra el Estatut y la Constitución por unas leyes golpistas carentes de base jurídica y orquestadas por unas autoridades sin competencia ni legitimidad para ello fue ya revertido por el Tribunal Constitucional, que las suspendió.
La consecuente intervención puntual del autogobierno fue el segundo paso en el reencauzamiento de la normalidad subvertida. Una intervención que se ha limitado prudentemente a fijar con todas las de la ley la convocatoria de hoy, en la exacta medida en la que el último president rehuyó su responsabilidad de convocar, tal como se había comprometido a hacer ante su propio Govern, se desdijo y se fugó.
Otros casos de intervención de un autogobierno territorial se han producido en la Europa democrática, particularmente en Reino Unido y en cierta forma —por descarte y desuso— en Italia tras la proclamación de la República Padana a mitad de los años noventa. De modo que es estrictamente falsa la cantinela victimista de que esto sucede por vez primera y que se trata de un mecanismo extraño y abusivo.
Como falsa es la queja de que un Ejecutivo haya sido encarcelado por otro, algo que sería inédito. No ha sido así, fue la judicatura quien procesó a ciertos dirigentes por conductas presuntamente delictivas y dictó prisión provisional cautelar a cuatro de ellos (no a todos). Lo que sí ha sucedido por vez primera en Europa es que un Gobierno regional —en el caso de Cataluña, con las más altas cotas de autonomía— se alzase contra la propia legalidad democrática que lo sustentaba. Sin ese antecedente ilegal no habría habido ninguna consecuencia requerida por la necesidad de restaurar la legalidad truncada.
Las tareas urgentes del nuevo Parlament, el nuevo Govern y el nuevo president serán restañar la fractura social, reflotar la economía y restaurar la confianza, maltrecha por la ruptura de la seguridad jurídica. Les corresponde ahora a los ciudadanos acudir a las urnas, en el mayor número posible y teniendo en consideración que para recuperar la normalidad y asegurar esta Cataluña libre de pesadillas rupturistas no son los más indicados quienes provocaron el caos, sino los respetuosos del orden constitucional y estatutario. Del tino de esta elección dependerá su rápida realización, así como el muy deseable retorno de Cataluña a su histórico papel de locomotora económica, movilizador autonómico y modernizador de España. Algo que, desafortunadamente, no está asegurado en estos momentos: depende en gran medida del comportamiento hoy de los votantes.
(Editorial de "El País", publicado el 21 de diciembre de 2017)
¿Y qué vamos a hacer con los dos millones que votaron a favor de la independencia?, se preguntan muchos analistas. ¿Se puede tener a dos millones de ciudadanos permanentemente frustrados? Sin duda, se trata de una pregunta legítima. Frente a las dictaduras, que se basan en la imposición, la argamasa de la democracia es el consentimiento de los gobernados. Cuando este desaparece o escasea, lo hace la legitimidad, sin la cual el sistema no puede funcionar.
¿Podemos cuantificar la frustración? Además de los sondeos, que señalan un porcentaje favorable a la independencia oscilante en torno al 40%-45% de los encuestados, 1.861.753 personas votaron a favor en la consulta del 9-N de 2015. Según la Generalitat, 2.044.038 lo habrían hecho el 1 de octubre de 2017, dato sin verificación independiente y con múltiples irregularidades. Entre ambas cifras, Junts pel Sí y la CUP sumaron 1.957.348 votos, esto es, el 47,7% en las autonómicas (plebiscitarias) de septiembre de 2015.
Una y otra vez vemos cómo los independentistas logran apoyos muy amplios, casi al borde de la mayoría, pero sin la rotundidad suficiente para legitimar la ruptura unilateral a la que aspiran. De ahí la frustración, que el diccionario define como la “imposibilidad de satisfacer una necesidad o un deseo”, y, como consecuencia, “el sentimiento de tristeza, decepción y desilusión que esta imposibilidad provoca”.
La frustración se origina en la polarización. Cuando la satisfacción con la democracia se hace depender de una cuestión binaria y que nos divide, es lógico que la mitad perdedora se sienta frustrada. Por eso, los referendos son una buena idea si se usan para ratificar los acuerdos alcanzados (como pasó con la Constitución del 78), pero mala para resolver disputas sobre las que no se ha encontrado una solución.
La democracia no debe generar frustración. Pero tiene que encauzar las preferencias ciudadanas, por incompatibles que sean. La Constitución del 78 requirió un buen número de frustraciones cruzadas: el PCE aceptó la monarquía, los militares a los comunistas, el PSOE renunció al marxismo, la derecha al centralismo... De aquel cruce de frustraciones salieron los mejores 40 años de nuestra historia. Si democracia es la organización de la frustración, ¡frustrémonos todos un poco!
CATALOGNE, PLACE À LA DÉMOCRATIE.
Et maintenant, place à la démocratie. La décision du gouvernement espagnol, annocée vendredi soir 27 octobre par son président, Mariano Rajoy, de convoquer des élections régionales le 21 décembre en Catalogne remet enfin le curseur là oì il devait être dans cette douloureuse affaire catalane. Il fallati donner la parole aux Catalnas eux-mêmes. A tous les Catalans. A eux, à présent, de se prononcer.
La « république indépendante » proclamée dans l’après-midi par un Parlement catalan déserté par près de la moitié de ses élus est une fiction, qui n’aura vécu que quelques heures. Aucun Etat étranger ne l’a reconnue. L’Union européenne et ses principaux Etats membres ont aussitôt réaffirmé leur soutien à l’Etat espagnol. L’avis des services juridiques de l’assemblée catalane, qui avaient averti que la résolution d’indépendance soumise au vote des députés était illégale, a été superbement ignoré par les dirigeants indépendantistes.
Lire aussi : Catalogne : Puigdemont n’accepte pas sa destitution et appelle à « s’opposer » à Madrid
L’état d’impréparation de ces mêmes responsables sur ce que serait, institutionnellement, économiquement, diplomatiquement, la république à laquelle ils prétendent donner naissance, a trahi une immaturité politique sidérante. Aucun projet d’avenir sérieux, au-delà de la simple affirmation de l’indépendance, n’a été soumis au peuple catalan. Les milieux économiques, pourtant traditionnellement proches des nationalistes, ont si peu confiance dans la viabilité de cette procédure que près de 1 700 entreprises ont déjà quitté la Catalogne depuis un mois.
Malgré les applaudissements d’usage et contrairement à ce que peuvent laisser croire des images télévisées forcément partielles, il n’y a eu ni fierté ni liesse populaire à Barcelone pour saluer cette proclamation bancale. L’heure est trop grave pour les Espagnols, toutes régions autonomes confondues, et pour les Européens, qui savent ce que peut coûter à l’UE cette crise en son sein, pour se laisser aller à des débordements d’allégresse – ou de colère – face à une folle fuite en avant. Il faut à cet égard saluer la remarquable retenue du peuple catalan, qui, à l’exception de quelques incidents mineurs, a su éviter jusqu’ici dérapages et affrontements.
Il faut aussi saluer la volonté des responsables de Madrid (après la bavure de l’intervention brutale de la Guardia Civil lors du vote sur l’indépendance, le 1er octobre), de Bruxelles et des gouvernements européens de s’en tenir au droit, rien qu’au droit, et au respect des règles démocratiques et constitutionnelles. C’est le fondement de la construction européenne, et c’est la grande erreur de Carles Puigdemont de l’avoir ignoré.
Car le président de la Généralité de Catalogne, désormais destitué par Madrid, aurait pu, lui-même, décider de donner la parole à ses électeurs en convoquant, de Barcelone, un tel scrutin régional. Mais l’indécis M. Puigdemont s’est laissé enfermer dans les replis d’un nationalisme jusqu’au-boutiste, qui a transformé une aspiration légitime à une autonomie mieux conçue en une haine d’une Espagne fantasmée comme une dictature qu’elle n’est plus.
Le moment est venu de reprendre son souffle et de regarder l’avenir. Les élections convoquées par M. Rajoy offrent aux nationalistes catalans la perspective d’un processus légal et négocié pour décider de leur relation avec le reste de l’Espagne. Rien ne dit, à ce stade, que la raison l’emportera. Mais il y a, enfin, une porte de sortie de crise dans laquelle les forces politiques catalanes responsables peuvent tenter de s’engouffrer.
(Editorial de "Le Monde", publicado el 28 de octubre de 2017)
UN PAÍS A LA DERIVA
Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, mantiene a Catalunya montada en la vagoneta de una montaña rusa. No es una montaña rusa al uso, de ruta y velocidad prefijadas, sino otra imprevisible, que parece evolucionar desprovista de un timonel fiable.
Es una vagoneta que ya no sabemos quién pilota, y que está sometiendo a todos los catalanes embarcados en ella a la más mareante de las incertidumbres. Tras dos días de reuniones maratonianas, que se prolongaron mañanas, tardes, noches y madrugadas, y en las que intercambió impresiones con miembros de su partido y de la mayoría parlamentaria soberanista, también con su Estado Mayor en la sombra, el president amaneció ayer con el aparente propósito de convocar elecciones. Se dio incluso por buena una fecha, la del miércoles 20 de diciembre. Esa era, en opinión de la mayoría de los catalanes que asisten sobresaltados a tanto vaivén político y temen por el futuro colectivo, la opción más razonable. También era la opción conveniente para dar con la salida menos traumática a la enrevesada coyuntura política actual. A diferencia de una declaración unilateral de independencia (DUI), que comportaría la inmediata aplicación del artículo 155 de la Constitución, y la consabida intervención de la autonomía catalana por el Estado, la convocatoria de elecciones propiciaba un guión de pacificación política y social que ahora mismo resulta tan deseable como urgente.
Sin embargo ayer, tras nuevas y agitadas reuniones matutinas, renovadas presiones del ala radical del independentismo, amagos de dimisiones si se seguía con el plan electoral y acusaciones de traición, Puigdemont pospuso una hora su declaración institucional prevista en el Palau de la Generalitat para las 13.30 horas. Y, poco antes de las 14.30 horas, se comunicó que esta segunda convocatoria quedaba anulada. Cuando finalmente apareció en público, sobre las cinco de la tarde, Puigdemont expuso un plan distinto del que iba a comunicar por la mañana. Afirmó entonces que si bien había considerado la posibilidad de convocar elecciones, recalcando que esa era su potestad, entendió que el Partido Popular no había dado garantías de que tal convocatoria bastaría para evitar la aplicación del 155. Y concluyó que ahora correspondía al Parlament proceder según lo determine su mayoría soberanista. En otras palabras, pareció descartar las elecciones, pasar la pelota a Junts pel Sí y la CUP, y dejar que sean ellos los que decidan si habrá declaración de independencia. La Cámara catalana se reunirá hoy y es probable que al fin salgamos de dudas. O no. En tal caso, no despejaremos la incógnita hasta que el Senado vote sobre la aplicación del 155 y hasta que el Gobierno la haga efectiva.
Durante los últimos cinco años, el Govern ha prestado más atención y energías al proceso soberanista que a la gestión del día a día. Esta situación dista de ser la ideal para cualquier país que aspire a progresar y a mejorar el bienestar ciudadano. En tiempos recientes, esta prioridad, además de alejarnos de la optimización de la gestión pública, ha ido adentrándonos en un bosque de incertidumbres. Y ya casi parece que hemos perdido la senda de vuelta y nos hemos instalado en ese bosque.
La incertidumbre no es buena para nadie ni para nada. No lo es para los ciudadanos, que ven turbada su cotidianidad y nublado su futuro. No lo es tampoco para la economía, dicho sea de modo explícito y sin atisbo de retórica: la fuga de empresas, la retracción de la inversión exterior y la caída del consumo interior –es decir, lo que ha ocurrido aquí en las últimas semanas– acaban teniendo consecuencias sobre la ocupación laboral. Tampoco es buena la incertidumbre para la política de este país. Ni para su imagen. La afirmación “El món ens mira”, que el soberanismo ha repetido ufano tantas veces, debe producirle ahora alguna inquietud. Porque el esperpéntico espectáculo ofrecido por el soberanismo a ese mundo que nos mira en los últimos días es de los que se recuerdan. Y no con admiración.
Puigdemont rindió ayer un flaco servicio a la imagen de seriedad que en todo momento debe tener la Generalitat. Sus vacilaciones causaron perplejidad. A los catalanes no les cuesta entender que su presidente tome una decisión, en un sentido u otro. Pero sí que reaccione a la manera de una veleta y se deje influir con facilidad por quienes rebaten sus opiniones hasta el punto de invertirlas. En suma, que no ejerza el juicio propio ni la autoridad que le confiere el cargo.
Su conducta también causó perplejidad entre los miembros del Gobierno central, que tras el episodio de ayer tendrán más dificultades para reconocer en Puigdemont a un interlocutor fiable, visto que sus opiniones experimentan giros copernicanos en momentos decisivos. Entre esa desconfianza y la recíproca, la que también siente Puigdemont hacia sus potenciales interlocutores en Madrid, se hace difícil avanzar por la vía del diálogo.
No es sólo eso. En estas últimas horas son numerosas las personas –políticos españoles con diversos cargos y de distintas filiaciones– que con la mejor voluntad han tratado de tender puentes que facilitaran el diálogo entre el Govern y el Gobierno. Buscaban, porque la consideraban perentoria, una posibilidad de entendimiento que permitiera desactivar el lesivo efecto del 155. Es más, alguno de ellos creía haber tejido las complicidades necesarias para que tal cosa pasara. Pero también ellos se sintieron decepcionados cuando el president, mal aconsejado, llevado más por la supuesta fidelidad a una causa que por el bien del conjunto del país, eligió la opción inadecuada, dejándoles en la estacada.
Las posibilidades de llegar ahora a una solución dialogada y pactada del conflicto, por la que La Vanguardia ha abogado repetidamente, y por la que cree imprescindible seguir apostando, son ahora menores, por no decir mínimas. Cada hora que pasa se reducen. La moderación está en retroceso –y eso no es buena noticia–, como ilustró anoche la dimisión del conseller Santi Vila. Han aumentado, en cambio, las posibilidades de que el Parlament proclame una DUI, así como las de que el Senado ultime la tramitación del 155 y de que el Gobierno le dé luz verde. A partir de ahí Catalunya puede entrar en una fase más tormentosa, con agitación callejera de difícil control. Todo ello puede suceder en un marco ya precario, con la sociedad dividida, con la economía menguada, con daños institu- cionales serios y con la imagen internacional de nuestra comunidad en caída libre. El enredo de ayer no contribuyó, ciertamente, a mejorar nada de eso. Y lo que puede pasar en días venideros no resulta alentador. Es cierto que algunos acuerdos se logran a última hora, sobre la campana, y que ayer el socialista Miquel Iceta invitó a Puigdemont para que acudiera hoy al Senado. Pero la ocasión perdida ayer merecía mejor suerte. Ahora mismo, Catalunya es un país a la deriva.
(Editorial de "La Vanguardia", publicado el 27 de octubre de 2017)
CADENA DE ENGAÑOS
El independentismo ha construido la ilusión de la viabilidad económica de Cataluña sobre un suelo de engaños, verdades a medias y suposiciones aventuradas que los hechos están desmontando día tras día. Los pilares básicos de la ensoñación económica independentista ya no se sostienen por más tiempo: ni Bruselas puede aceptar una Cataluña independiente integrada en el euro —en caso de secesión pasaría a ser, sin más, un país tercero, con el encarecimiento subsiguiente de sus productos en los mercados europeos—, ni podría participar en el Espacio Económico Europeo sin la unanimidad de los países miembros, ni sería capaz de sostener una financiación pública satisfactoria, con un rating de la deuda actualmente en el nivel de bono basura y sin perspectivas de mejorar después de la secesión.
Es muy difícil evitar la impresión de que el discurso soberanista está edulcorando a discreción la realidad de Cataluña para mantener ante los votantes catalanes el engaño descarado de una república independiente próspera y felizmente desembarazada del peso muerto de España. El informe reciente de la Generalitat (La situació de l’economía en un Estat catalá) es un resumen de tergiversaciones y apriorismos económicos que niegan la realidad. Ni el PIB catalán es igual al de Dinamarca, ni supera la media europea en el 14,5% (sólo en el 7%) ni la Hacienda independiente recaudaría 24.000 millones más. Bien a la vista está que la recaudación probablemente caería en picado, por el efecto expulsión de empresas y por la desaceleración debida a las caídas del consumo y de la actividad derivadas de la incertidumbre.
Los hechos contrastados (imposibilidad de continuar en la UE, cambio masivo de sede de las empresas catalanas, más de 1.300, que en muchos casos, como en el de la Caixa, serán para siempre) deberían ser suficientes para que los políticos independentistas abandonaran el discurso de una viabilidad fantasmagórica. El probable cambio de sede de Seat tendría además consecuencias muy graves para el empleo. Incluso admitiendo que cualquier región europea sería viable a largo plazo si se independizara, lo que importa no es la viabilidad en abstracto, sino el volumen de los costes de transición —inasumibles por la economía catalana— y cómo quedaría la renta de los ciudadanos en la república independiente. A la vista de los efectos de la secesión sobre el saldo comercial catalán y sobre su capacidad financiera, parece evidente que el PIB per capita sufriría una contracción aguda y rápida.
El engaño de una Cataluña más rica si se libra del resto de España (un discurso despectivo y supremacista hacia todo el país) tiene responsables intelectuales, instalados en la Generalitat y en las instituciones catalanas. También en los colectivos de apoyo que facilitan el narcótico económico de una Arcadia catalana independiente, capaz de “diseñar nuevamente las instituciones y las reglas del juego”, dichosamente liberada de un marco institucional español inadecuado para generar riqueza “basada en la actividad productiva”. Con estas y otras falsedades se engaña a los ciudadanos catalanes. El embuste continuará mientras no se contrasten las mentiras económicas secesionistas con la realidad implacable de Europa y de las empresas.
(Editorial de "El País", publicado el 25 de octubre de 2017)
¿ADÓNDE VAMOS?
Independientemente de cómo evalúe cada uno el auto de la Audiencia que dictó prisión incondicional para los dos principales activistas de la revuelta soberanista, hay ciertos principios democráticos a los que todos debemos atenernos.
El principal es que la separación de poderes, requisito del Estado de derecho, exige reconocer y respetar la independencia de cada uno de ellos y, por tanto, acatar las resoluciones judiciales. Ello no implica estar siempre de acuerdo —por eso las democracias arbitran cauces para recurrir las decisiones de los jueces—. Lo olvidan los independentistas cuando mezclan actuaciones distintas de cada uno de los poderes en un totum revolutum de un Estado presuntamente hostil. A la inversa, otros se atribuyen los dividendos de las acciones de los demás poderes.
El secesionismo debería evitar la falaz construcción de un caso general según el cual estaría perseguido por unos poderes dictatoriales coordinados, que tratarían a Cataluña como un país sojuzgado para reclamar una secesión remedial avalada por la comunidad internacional. ¡Ya basta de esta burda manipulación que tanto está perjudicando la imagen exterior de España! Si los procesados bloquearon o no a la policía judicial, apoyándose en la muchedumbre por ellos convocada y en presunta comisión de graves delitos contra el orden público, habrá que dilucidarlo en la escena judicial. En ningún caso, desde luego, estaríamos ante delitos de opinión que les convirtieran, como increíblemente señalan Pablo Iglesias y otros, en presos políticos. Ya está bien de banalizar términos como dictadura, fascismo u opresión. España es una democracia, y —como señala la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la ley del referéndum— es en Cataluña donde Govern y Parlament han suspendido de facto los derechos democráticos de los ciudadanos y puesto en peligro sus libertades.
Dicho esto, el Gobierno no debe esperar que las decisiones judiciales resuelvan los problemas políticos presentes. Los jueces deciden sobre delitos. Ni pueden ni deben solucionar problemas políticos. Estamos ante una grave crisis del sistema constitucional: falla la convivencia, se quebranta la ley y el poder no es capaz de restaurar el orden constitucional. Aunque sea originariamente causada por el golpe legislativo de un poder autonómico —muy bien descrito en la sentencia de ayer del Tribunal Constitucional—, al ser la autonomía y la democracia características gemelas e inseparables de la Constitución de 1978, la fisura de una arriesga con fracturar la otra.
El principal problema que afronta hoy España es cómo restaurar la legalidad; de qué alcance se dota a los instrumentos a emplear para ello; cómo combinar firmeza y ponderación; cómo debe ser el escenario inmediato —y el posterior— al empleo de medidas de reconducción obligatoria de una comunidad instalada en la desobediencia. Y todo eso es responsabilidad directa del Gobierno. Con el apoyo de las fuerzas políticas constitucionalistas españolas y catalanas, por supuesto, pero bajo el liderazgo del Gobierno. Sabedores de que el secesionismo propone la ilegalidad, provoca la fuga de empresas y fomenta el caos, ¿adónde quiere conducirnos exactamente el Gobierno? ¿Adónde vamos? ¿Cómo y para qué piensa utilizar el artículo 155 de la Constitución? Señor Rajoy: reclama usted con todo derecho el respaldo que cualquier gobernante democrático merece en circunstancias como las actuales, pero díganos: ¿cuál es su plan? ¿Cómo piensa sacarnos de esta? No se difumine tras cartas e instituciones. Explíquese con detalle y claridad. ¿Cómo, si no, podrá requerir el máximo apoyo de los ciudadanos, indispensable para preservar la democracia?
(Editorial de "El País", publicado el 18 de octubre de 2017)
ESPERANDO A GODOT
El desarrollo del proceso independentista en Cataluña y la forma de afrontarlo por el sistema político español componen una insensata representación del teatro del absurdo, carente de sentido y, quizás, también de esperanza.
Los independentistas están empeñados en convertir en realidad su convicción de que el pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación, amparado por el derecho internacional; que la independencia es alcanzable de forma sencilla e inmediata; que será bien acogida por la sociedad internacional —destacadamente, por la UE— y que es alcanzable de forma pacífica y plenamente legal, incluso, sin una clara mayoría. Que una construcción semejante haya sido amparada —por acción u omisión— por, entre otros, destacados juristas catalanes demuestra hasta dónde ha llegado el independentismo y la inutilidad, hoy por hoy, de cualquier intento de debate racional que la ponga en tela de juicio.
Solo los independentistas son responsables de su estrategia y de sus gravísimos efectos. Pero el sistema político español —muy destacadamente, el Gobierno y su partido— es responsable de las consecuencias de renunciar a enfrentarse al reto independentista de forma adecuada: políticamente. Durante largos años se ha limitado a contemplar, con pasividad, el crecimiento de sus apoyos, instalado con relajo en la arrogante convicción del carácter inexpugnable de su fortaleza jurídica. Ha olvidado la trascendencia de la política y la imposibilidad, en una democracia, de reducirla total y absolutamente a la ley. La ley marca el terreno de juego de lo que se puede —y no se puede— hacer; pero la política puede poner en crisis la percepción ciudadana de legitimidad de la ley. Cuando eso ocurre el sistema democrático está en crisis.
El Estado no puede renunciar a imponer el cumplimiento de su derecho; está en su identidad genética. En contra de lo que parecen querer creer los independentistas, no resulta fácilmente imaginable que fracase en esa operación, a pesar de la ineptitud mostrada el 1-O. El problema es el precio a pagar por lograrlo, que será más elevado cuanto mayor sea la fortaleza —y la resistencia— del independentismo y mayor la impericia del Gobierno. El sistema democrático va a salir muy maltrecho; está ya profundamente erosionado en Cataluña, y la imagen internacional de España —y su credibilidad en Europa— sufrirá un profundo deterioro. Los acontecimientos del pasado domingo son una seria advertencia.
Hace mucho tiempo que el Gobierno, a la vista de su estrategia, tendría que haberse enfrentado a un problema peliagudo: ¿cómo se gestiona políticamente, en un sistema democrático, un quebrantamiento hipotéticamente masivo de la ley, protagonizado por importantes autoridades del territorio, respaldado políticamente, cuando los delitos que asoman por el horizonte son de tan especial gravedad? Quienes diseñaron esa estrategia, ¿nos ocultaban este panorama o simplemente lo ignoraban?
Se ha perdido mucho tiempo, ya irrecuperable, y se han provocado muchos daños, ya irreversibles. Pero nos encontramos ante el mismo reto que se viene tratando de eludir tozudamente desde hace muchos años: la necesidad de una profunda reforma del sistema autonómico que, en parte importante —y su aglutinante—, debe ser reforma de la Constitución. Solo hay un terreno político en el que se puede debilitar el apoyo social al independentismo: la mejor conformación del sistema autonómico aprendiendo de la experiencia de los mejores sistemas federales de nuestro entorno. Los defectos del sistema autonómico, magnificados, han sido un elemento determinante en el proceso de deslegitimación que se encuentra en la base del reto independentista; lo fue —y lo volverá a ser— en el País Vasco y lo ha sido en Cataluña. Una reforma así planteada se corresponde con la realidad de lo que es hoy el sistema autonómico y con sus necesidades. No se trata de satisfacer a los independentistas, sino de lograr un sistema de autonomías territoriales sólido y saludable que estará en mejores condiciones de dificultar su descalificación y la justificación de las propuestas de ruptura.
Los autores intelectuales de la estrategia independentista han solido reconocer que su mayor riesgo de perder apoyos cualitativamente determinantes se encontraba en la tercera vía, viendo con satisfacción la incapacidad para articularla. Paradójicamente, la negación de esa posibilidad ha surgido de entre quienes se oponen a la pretensión independentista. Alegan que ninguna reforma serviría para resolver el problema porque no satisface a los nacionalistas. Los independentistas entendieron que se puede influir en el cambio de actitud de los ciudadanos y ello les ha permitido ir engordando sus filas de forma significativa. No hay que mirar a la forma en que los independentistas expresan su reivindicación, sino a lo que ha movido a parte de los ciudadanos a respaldarla en un momento concreto. A estos no se les puede ofrecer su sueño —una Cataluña independiente—, pero sí una realidad aceptablemente satisfactoria como para que un sector suficiente de ellos considere que no merece la pena lanzarse a arriesgadas aventuras. Eso es lo que, entre otras cosas, podemos aprender de los países que han sido capaces de enfrentarse con éxito a retos similares —que existen—, y también de los que fracasaron —que también los hay—. Los sondeos muestran que, en Cataluña, todavía hay un sector suficientemente importante en ese territorio a conquistar.
La situación en que hay que afrontar este reto es una de las peores imaginables. Venimos de una práctica política partidista profundamente tóxica. Cualquier propuesta de reforma del sistema autonómico ha sido asaeteada en cuanto asomaba la cabeza, para ser descalificada despectivamente, sin ofrecer ninguna alternativa. Se han hecho propuestas de reforma excesivamente cerradas, cuando, simplemente, había que abrir el debate y el tiempo de las reformas. Se han lanzado propuestas precipitadas, sin madurar, que han facilitado su descalificación. Se han propuesto contenidos extremadamente polémicos, que ni tan siquiera habían sido suficientemente debatidos —y ampliamente asumidos— en el sector del que procedían. Por si fuera poco, ¿quién puede asumir su bandera en Cataluña? O el federalismo no es el terreno de quien se ganó credibilidad en la oposición al procés o lo es de quien la perdió y no se sabe si logrará recuperarla. Y una brecha difícilmente superable separa a unos y otros.
Necesitamos abrir un gran debate sobre la reforma; abrir un tiempo de reformas. Pero nos enfrentamos a un gran problema. Para que tenga posibilidades de éxito es necesaria la profunda convicción de los partidos que deben impulsarla; y deben transmitirlo convincentemente a la sociedad. ¿Van a ser capaces de estar a la altura del reto que tienen ante sí? Si fracasan, ¿cuál será el horizonte respecto a Cataluña y, en general, para el sistema constitucional? ¿Alguien cree que es sostenible un sistema democrático que excluye la posibilidad de independencia sin ganarse a una amplia mayoría de la sociedad catalana?
(Artículo de Alberto López Basaguren, publicado en "El País" el 11 de octubre de 2017)
Hace unos días, el diario francés de izquierda Libération afirmaba: "El separatismo catalán es nacionalismo obtuso, racista y excluyente". Y, días después, el escritor Ponç Puigdevall decía: "La Generalitat elabora una maquinaria política que contiene todos los rasgos distintivos del fascismo".
Posteriormente, los 17 presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia de España han aprobado el siguiente comunicado: "Sedes judiciales cercadas, jueces y demás servidores públicos hostigados, persecución del diferente, mandatos judiciales incumplidos, son ataques frontales al Estado de derecho". Y añaden: "El Estado de derecho cederá el terreno a la tiranía cuando las resoluciones judiciales queden convertidas en papel mojado".
Inmediatamente después, admitiendo el recurso de amparo interpuesto por el PSC, el Tribunal Constitucional ha dado un paso más en el control de la vigencia de nuestro sistema democrático y ha suspendido el pleno del Parlament convocado para el día 9 de octubre para proclamar la independencia de Cataluña. La decisión se hace por su "especial trascendencia constitucional", por la "relevante y general repercusión social y económica" del objetivo del pleno, por el "el radical quebrantamiento de la Constitución y el Estatuto de Autonomía" y porque la decisión que se pretende causaría "un perjuicio de imposible o muy difícil reparación".
No podemos ocultar nuestra satisfacción por dicha decisión para cerrar el paso, una vez más, a ese separatismo que definíamos más arriba. Pero es más, ese pretendido pleno, según el artículo 4.4 de la llamada Ley de referéndum de autodeterminación de Cataluña, debía haberse celebrado "en los dos días siguientes a la proclamación de los resultados por parte de la Sindicatura electoral". Pero dado que dicha Sindicatura fue disuelta por el Govern, lo cierto es que lo acordado en dicha norma, como casi todas las de dicha ley, se ha incumplido. Y, posteriormente, se convoca un pleno que, pese a la trascendencia de su finalidad, carece de base legal.
Mientras, desde el 1-O, hemos visto cómo Junqueras, en su afán de hallar mediadores que facilitasen la declaración de independencia, se entrevistaba con el abad de Montserrat y el arzobispo de Barcelona, en una expresión de comprometer a la jerarquía católica en la política catalana, que, perdón, recuerda los intensos contactos en ese ámbito del dictador.
Pero cómo se atreven a seguir pretendiendo un diálogo con el Gobierno de España después de las jornadas parlamentarias de los días 6 y 7 de septiembre, que dieron cuenta del desprecio del Govern y su mayoría parlamentaria por los principios democráticos más fundamentales.
Y, además, cuando están sumidos en profundas contradicciones que solo pueden y deben conducir a la formal y definitiva renuncia al proyecto independentista. Y, así, no confundir más, si no engañar, a los ciudadanos. Sus leyes lo acreditan. En el preámbulo de la del referéndum dicen "que se han agotado todas las vías de diálogo y negociación con el Estado". Sin embargo, en el preámbulo de la ley de "transitoriedad jurídica" hacia la independencia afirman que "el Estado soberano e independiente [catalán] ...vehiculará la sucesión de manera negociada y pactada con las instituciones españolas", lo que se hace compatible con normas sobre la "inaplicación del derecho estatal vigente" (artículo 12) o con "acuerdos con el Estado español" (artículo 21). ¿Cómo es posible imaginar que el Estado español, bajo la Constitución de 1978 --incluso reformada--, gobernara quien gobernara, pactase con un hipotético Estado catalán independiente? Máxime cuando ni siquiera se ha celebrado, en las condiciones legales establecidas, un referéndum ajustado a los presupuestos constitucionales. Ciertamente, viven en una grave confusión entre la realidad y la ficción.
Esta política y estos políticos independentistas debería abandonar sus puestos con urgencia. Porque, además, el Govern en pleno está bajo la jurisdicción penal por lo delitos que, presuntamente, han cometido.
(Artículo de Carlos Jiménez Villarejo, publicado en "Crónica Global" el 6 de octubre de 2017)
En 1937 se publicó Viento del pueblo,el poemario del alicantino Miguel Hernández, que cuenta entre sus poesías con la que da título al libro. “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta” es el célebre comienzo de un texto empeñado en mostrar que no es ése un pueblo de bueyes, dispuestos a doblar la cerviz, sino ansioso de libertad y señorío. ¿Quiénes componen el pueblo? Miguel Hernández va desgranando los nombres de todos los pueblos de España y caracteriza a cada uno de ellos con un rasgo alentador. “Asturianos de braveza, vascos de piedra blindada…” y así hasta haber nombrado a todos los que componen el conjunto de esa España, en que, según él, nunca medraron los bueyes.
Hace algunos días, en las páginas de este diario, José Juan Toharia lamentaba que en el conflicto territorial que estamos viviendo en nuestro país sólo los independentistas hayan contado un relato, que se ha ido imponiendo por sintonizar con los sentimientos de una parte de la población, y sobre todo por falta de alternativa. No parecen existir otras narraciones, capaces de ilusionar a las gentes en otro sentido, y eso favorece la causa independentista.
Y es verdad que las personas interpretamos los hechos desde los relatos que se han ido inscribiendo en nuestro cerebro desde la infancia y que se encuentran muy próximos a las emociones. Es verdad que las narraciones son indispensables para llegar al sentimiento, por eso todas las culturas educan a sus miembros contando cuentos y parábolas, que hunden sus raíces en el pasado y proyectan el futuro. Pero también es cierto que, como decía Lakoff, las historias para ser fecundas, no sólo tienen que ser atractivas, sino sobre todo tienen que ser verdaderas. Tienen que unir —añadiría yo— sentimientos y razón, convencer con argumentos, y no sólo persuadir con recursos emotivos, porque deben llegar a la razón de las personas concretas, que es una razón cordial. Y no es de recibo distorsionar los hechos para acoplarlos a una historia que puede ser eficaz en movilizar sentimientos, pero falsa. La posverdad es sencillamente mentira, y rompe el vínculo humano de la comunicación en provecho de quien la cuenta, se mida ese provecho en votos o en dinero.
El relato de España en que creímos muchos de nosotros es el de Miguel Hernández, el de un conjunto de pueblos a los que la historia, con sus avances y retrocesos, ha ido uniendo, y que pueden aportar cada uno mucho de positivo al acervo común; una aportación que, afortunadamente, no siempre se mide en dinero, como querría una sociedad mercantilizada.
Creímos en un conjunto de pueblos, con sus peculiares historias y tradiciones, pero con una historia y una lengua compartidas, que nos ligaba a nuestra América, situada al otro lado del Océano Atlántico, y entre los que podía existir el proyecto compartido de organizar una sociedad más justa, tanto en la propia casa, como en el concierto de los países. Podíamos hacerlo precisamente porque había un vínculo cultural y a la vez peculiaridades diversas, pero además porque existían diferencias económicas entre las regiones, y la solidaridad entre ellas podía propiciar esa reducción de las desigualdades entre los ciudadanos que es la marca de cualquier proyecto progresista. Tal vez los términos “izquierda” y “derecha” oscurecen la realidad más que iluminarla, y habría que sustituirlos por “progreso” y “regreso”, denunciando por regresivo cualquier intento de quebrar una unidad en lo diverso que ya existe.
Sin embargo, en el actual debate sobre la organización territorial de España se ha producido un inmisericorde empobrecimiento de aquella perspectiva amplia. El número de protagonistas del relato parece haberse reducido a dos: el Gobierno de Mariano Rajoy en el marco del Estado y la Generalitat de Cataluña y quienes salen a las calles pidiendo la independencia. Han desaparecido del horizonte los “extremeños de centeno, aragoneses de casta” y cuantos intervenían en nuestra historia común, junto a los “catalanes de firmeza”, y ha quedado en la desoladora escena un enfrentamiento entre una entelequia llamada “Madrid” y otra, igual de difusa, llamada “Cataluña”. Ninguna de ellas corresponde a una realidad social de carne y hueso, ninguna de ellas tiene verdadera encarnadura social.
Y no sólo porque la mayoría de los catalanes no son independentistas, y habría que decir en el mejor de los casos “una parte de los catalanes”, sino porque apostar por la independencia de Cataluña no es decir no a Rajoy y a un “Madrid” inventado. Tampoco es decir no al Partido Popular. El sí a la independencia supone rechazar el vínculo con las gentes de esos pueblos de España, que tal vez no sean tan bravíos como los soñaba Miguel Hernández, pero tienen mucho que ofrecer en el concierto mundial desde esa articulación de unidad y pluralidad que tan pocos países han sabido engarzar con tanto respeto, si es que hablamos de cultura, tradiciones o lengua. Baste comprobar la diferencia con otros países, por otra parte espléndidos como Alemania o Francia, bastante menos sensibles al cuidado de lo diverso. Si en nuestro caso hablamos de desigualdad económica, no de diversidad cultural, entonces entramos en la discusión sobre la justicia distributiva y la solidaridad, no sobre cuestiones de identidad.
Sin embargo, como los relatos arrancan del pasado y sobre todo han de proyectarse al futuro, a las altura del siglo XXI, en el horizonte de un mundo global, no creo que haya proyecto más ilusionante y atractivo que el que esbozaron los ilustrados en el siglo XVIII, haciendo pie en el estoicismo y el cristianismo: el de construir una sociedad cosmopolita, en que sea posible erradicar la pobreza y el hambre, reducir las desigualdades, conseguir que ningún ser humano se vea obligado a emigrar, porque todos son ciudadanos de ese mundo. La globalización ha traído recursos que nunca pudimos soñar para ir adensando el grado de democratización de los distintos países, reforzando los vínculos legales y éticos con otras comunidades, que hoy en día ya comparten soberanía gracias a las uniones supranacionales, como la Unión Europea, y a la multiplicación de entidades internacionales, que podrían ser el germen de una gobernanza mundial. Es sin duda un proyecto y un relato que une los sentimientos a la razón.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 2 de octubre de 2017)
No pretendo banalizar la situación que se producirá el próximo 1-O. Pero tampoco dramatizarla en exceso. Sencillamente, me resisto al pesimismo imperante y a las retóricas de choque de trenes y similares. Creo que el próximo domingo veremos un ejercicio de autocontencion y prudencia, tanto por parte de los ciudadanos que quieren votar como de los funcionarios públicos que están obligados por mandato legal a no permitirlo.
El mío intenta no ser un optimismo bobo, sino, en todo caso, un optimismo escéptico, basado en dos supuestos de comportamiento racional, tanto por parte de los ciudadanos como por los dirigentes independentistas.
No pienso que los voluntarios que en principio han de formar parte de las mesas, ni los ciudadanos que quieren votar, vayan a protagonizar el próximo domingo ningún tipo de movimiento de fuerza contra los funcionarios que vigilarán los centros en los que se pensaba llevar a cabo la votación. Posiblemente, eso sí, veremos colas ante esos centros que servirán para manifestar el deseo de votar y para medir la intensidad de ese deseo.
Esta creencia se apoya en mi convicción de que los impulsores del proceso independentista -especialmente los dirigentes de la Assamblea Nacional Catalana- saben de la importancia que tiene como el carácter pacífico de su movimiento. Y saben que si aparece algún tipo de violencia desde dentro, el primer perjudicado sería el propio proceso.
Si se me permite la metáfora, si se tratase de un partido (más de rugby que de fútbol), el referéndum del 1-0 no se jugará. Los dos bandos se presentarán en el campo. Pero el partido no se jugará por falta de acuerdo en las reglas de juego. Se producirá un 'empate'.
El riesgo está en el día después. En concreto, en cual será la decisión que adoptará el Govern y, en particular, su presidente acerca de si hacer o no una declaración unilateral de independencia al estilo de la de Companys el 6 de octubre de 1934. La lógica de acción reacción que ha dominado la política desde la aprobación por la mayoría independentista de las leyes del referéndum y de la desconexión -quebrando todas las reglas y formas parlamentarias de la democracia representativa- lleva a concluir que muy probablemente se producirá esa declaración.
Pero hay que dejar un espacio al posibilismo. Los dirigentes políticos -y quiero creer que también los dirigentes independentistas- son racionales. Ese cálculo racional les hará ver que una declaración unilateral despilfarrará el capital de apoyo social logrado hasta ahora.
La democracia pluralista no es el resultado de un consenso previo entre las fuerzas opuestas sobre los valores básicos. Es el resultado de un 'empate' entre grupos que anteriormente estuvieron agarrándose por el cuello pero que, finalmente, tuvieron que reconocer su incapacidad mutua para dominar. Mi optimismo escéptico se basa en la esperanza de que ambos bandos sabrán extraer esta lección. ¡Quién sabe, a lo mejor acabamos escuchando el viejo lema de 'libertad, amnistía y estatuto de autonomía'!
(Artículo de Antón Costas, publicado en "El Periódico de Aragón" el 27 de septiembre de 2017)
España es un espacio público compartido, una realidad histórica con más de 500 años en su perímetro actual, una de las naciones más antiguas del mundo, dotada de una Constitución moderna, la de 1978, pactada entre las más diversas fuerzas políticas y ratificada por los ciudadanos de manera muy mayoritaria. Es un país plural y diverso, en el que existen distintas lenguas conviviendo con el castellano, como la catalana, la vasca y la gallega.
Su configuración política está fuertemente descentralizada y las que llamamos Comunidades Autónomas, con sus gobiernos y parlamentos, asumen una gran cantidad de competencias, semejantes a las federaciones más descentralizadas como la alemana.
Las normas que rigen el autogobierno están fijadas en los Estatutos de Autonomía, desarrollados en el marco de la Constitución Española que garantiza la soberanía de todos los ciudadanos españoles, su igualdad de derechos y obligaciones, al tiempo que reconoce la diversidad de los pueblos de España.
Llegar a este punto ha sido difícil en un periodo histórico en el que España trataba de superar conflictos históricos conocidos, cuya última etapa fue la salida democrática de una larga dictadura, precedida de un golpe militar contra la Segunda República en los tormentosos años 30 del pasado siglo.
Desde ese pacto constitucional, España ha conocido el periodo más extenso de convivencia en libertad, de modernización y desarrollo político, económico y social más brillante de su historia.
Contra esta realidad se alza un movimiento secesionista en Cataluña, que trata de liquidar la Constitución y el Estatuto de Autonomía, destruyendo la legalidad vigente y la legitimidad del propio Gobierno de Cataluña, junto a los grupos parlamentarios que lo siguen en esta aventura.
En los momentos que vivimos lo más parecido al fenómeno de estos días, con la convocatoria de un pretendido referéndum de secesión, acompañado de una ley de transitoriedad hacia una nueva situación, es lo que está ocurriendo en Venezuela con su Asamblea Nacional Constituyente. Una ruptura sediciosa y, por ello, ilegal del ordenamiento jurídico democrático, llevada adelante sin respeto alguno a las normas que le dan legitimidad a los responsables políticos que lo quieren imponer al conjunto de la sociedad catalana y al de todos los españoles.
En el marco institucional de España todas las ideas pueden ser expresadas y defendidas con libertad. Por tanto, nadie puede objetar que haya ciudadanos que defiendan la independencia de un territorio o que, en sentido contrario, quieran acabar con la descentralización política y el Estado de las Autonomías.
Desde ese pacto constitucional, España ha conocido el periodo más extenso de convivencia en libertad, de modernización y desarrollo político, económico y social más brillante de su historia
En este caso se trata de hacer desaparecer la soberanía de todos los españoles para decidir su futuro, sustituyéndola por una nueva soberanía que correspondería al espacio territorial de Cataluña, ejerciendo un supuesto derecho de autodeterminación que vulnera la Constitución y el propio Estatuto de Autonomía, tanto en la forma en que lo plantean como en el fondo.
Es posible defender un cambio constitucional y estatutario, siguiendo los procedimientos establecidos para hacerlo, pero no es posible, ni democrático, tratar de imponerlo desconociendo y violentando las normas. España, como cualquier democracia del mundo es un Estado de derecho, con sus propias reglas de funcionamiento, que tiene todos los instrumentos para cumplirlas y hacerlas cumplir.
Asistimos a paradojas que no parecen alarmarnos en esta crisis de gobernanza de la democracia representativa en los lugares en que esta rige. Asistimos al mismo tiempo a la emergencia de esos nacionalismos de distinta índole que llevaron a Europa entera a las catástrofes de la primera mitad del siglo XX. Por eso escuchamos que la democracia está por encima de la ley, no garantizada por la ley.
No existe ningún soporte legal para lo que pretenden las autoridades de Cataluña, ni en el ordenamiento jurídico interno, ni en el de la Unión Europea, ni en el derecho internacional. Por eso es un disparate democrático.
Es cierto que se ha creado una fractura que nos costará recuperar y que exigirá talento político, liderazgo y pacto. Pero en los momentos que vivimos solo cabe respetar y hacer respetar la ley contra la secesión que pretenden.
(Artículo de Felipe González, publicado en "El País" el 28 de septiembre de 2017)
En estos momentos graves para nuestro país y para todos aquellos que creemos en la vida civilizada, deseamos alzar nuestra voz en defensa de la democracia española y de la convivencia interna entre nuestros compatriotas de Cataluña y de toda España. Entendemos que una sociedad civilizada en la Europa del siglo XXI solo puede basarse en el respeto a las normas que nos hemos dado democráticamente, empezando por la Constitución de 1978 (y siguiendo, en lo que a Cataluña respecta, por su Estatuto de Autonomía).
Por desgracia, como podemos ver estos días, el Gobierno autonómico y los grupos secesionistas representados en el Parlamento catalán, subvirtiendo las reglas más elementales del constitucionalismo y abusando del poder que las leyes les han conferido, no han dudado en traspasar todos los límites de la legalidad y de la decencia. Apelando al fundamentalismo de un inexistente “derecho a decidir”, dividen a la sociedad catalana e impiden el ejercicio de los derechos de las minorías parlamentarias, poniendo en riesgo la convivencia y la paz civil.
No es preciso ser especialistas en Derecho Constitucional o en Historia Contemporánea para saber que no hay democracia sin sujeción a la ley y que los nacionalismos del siglo XX llevaron al mundo a dos guerras apocalípticas y hundieron a Europa en la barbarie. Apelando a esas experiencias históricas, entre las que se incluyen las no menos dolorosas por las que atravesó nuestro país en el siglo pasado y sobre todo a la defensa de la democracia que tanto nos costó conquistar, los abajo firmantes, profesores de diversas universidades españolas, hacemos un llamamiento a los catalanes sensatos y a todos los españoles de buena voluntad para que rompan su silencio y no miren con distanciamiento o indiferencia una situación en la que nos jugamos el ser o no ser de la democracia española.
En una coyuntura tan delicada como la que atravesamos no es el momento de partidismos ni de cálculos políticos a corto plazo. Es hora de que todos nosotros, en la medida de nuestras posibilidades, nos movilicemos para exigir al Gobierno de España, a todas sus instituciones y partidos democráticos, que actúen con la máxima celeridad, firmeza y determinación para proteger los derechos de todos.
Por tanto, requerimos al Gobierno para que, como poder ejecutivo, haga uso de la fuerza legítima que al Estado le corresponde en exclusiva, de tal manera que las resoluciones judiciales no caigan en el vacío con el consiguiente daño para el Estado de derecho. Para ello, les pedimos que no duden en recurrir a todos los medios constitucionales sin excepción para salvaguardar las instituciones democráticas y la unidad de nación española consagrada en nuestra Constitución, impidiendo la celebración de un falso “referéndum” ilegítimo e ilegal, poniendo a disposición de la justicia a los responsables de este atropello a la democracia y haciendo que recaiga sobre ellos todo el peso de la ley. En consecuencia, pedimos también a los partidos políticos y a la sociedad civil que respalden una acción estatal absolutamente necesaria para una convivencia pacífica y democrática.
17 de septiembre de 2017
Manifiesto suscrito por: Fernando Savater (Universidad Complutense de Madrid); Ángel Viñas (Universidad Complutense de Madrid) ; Juan José Solozábal Echevarria (Universidad Autónoma de Madrid); Juan Pablo Fusi (Universidad Complutense de Madrid); Fernando García de Cortazar (Universidad de Deusto); Gabriel Tortella (Universidad de Alcalá); Félix Ovejero (Universidad de Barcelona); Francesc de Carreras Serra (Universidad Autónoma de Barcelona); Jon Juaristi (Universidad de Alcalá); Carmen Iglesias (Universidad Rey Juan Carlos) y otros.
Deberíamos prestar más atención a pequeños incidentes que suelen ser síntomas serios de algo más. Por un lado los carteles aparecidos en Lérida, atribuidos a sectores juveniles de Arran, y que los dirigentes de la CUP avalan explícitamente. Se trata de señalar con posters callejeros como “enemigos del pueblo” a diversos líderes políticos, concejales, etc. que tienen en común pertenecer al campo no soberanista. Ha sucedido al menos en dos ocasiones recientemente y ello plantea un problema de fondo. La tendencia de señalar y denunciar públicamente, con amenazas de “segundo nivel” (“senyalem-los” , “enemics del poble” y cosas parecidas), ha sido en la historia reciente una constante en por ejemplo la kale borroka y en la Historia no tan reciente lo propio de movimientos como las Juventudes Hitlerianas o el comunismo soviético. Y ello en nombre del pueblo, entidad que cuando más abstracta más discutible es. En este caso por razones obvias: la mitad (y un poco más) de los catalanes no independentistas no “son” el pueblo. Pues ¿qué son? Cuerpos extraños a este discutible unificador de voluntades. Son “no pueblo” o peor aún “otro pueblo”.
Un segundo síntoma es si cabe más indigno, acosar (aunque sea con carteles y pintadas) a familiares de líderes políticos, en este caso los padres de Albert Rivera, es mucho más grave. Extiende a los familiares la agresividad dirigida al político. Y cabe preguntarse ¿en qué medida los padres de este señor serían “culpables” de lo que hace o dice el hijo? Esto, en versión mucho más dramática lo han hecho en Italia las Bridadas Rojas, en Euskadi ETA, y en Italia la Mafia lo sigue haciendo. Hay un colapso moral total en este tipo de acciones, pues además del mal que hacen, liquidan de paso el concepto de ciudadano como sujeto político y titular exclusivo de sus hechos y dichos. Y esto sin entrar en por qué el señor Rivera tiene más o menos derecho de estar en política que los señores Puigdemont, Turull, Pablo Iglesias o el vecino de abajo.
El tercer síntoma es relativizar estas actitudes, que están mal más allá de toda duda, con el argumento más falaz de todos, y que se resume en “¡pues mira lo que hacen ellos!”, que se supone es igual o peor. Incluso en conversaciones con amigos muy cercanos nos encontramos a menudo con este problema. Y hay que volver a explicar algo muy elemental. Si “tu bando” acaba igualando lo peor de lo que atribuyes al “bando contrario”, ¿dónde queda la superioridad moral de tu causa? Aquellos que cierran sus oídos a esto, aunque sea como tema a debatir, ya han perdido la referencia más importante, y es que en política todo es cuestión de fines y medios.
Curiosamente, ha habido algún caso en que por fortuna sí se ha activado una condena unánime y muestras de apoyo transversales de todo el abanico político. Cuando Inés Arrimadas fue acosada de modo innoble y Anna Gabriel amenazada de modo igualmente innoble, todas y todos las defendieron. Fue un rayo de luz que respondía a una exigencia moral ineludible. ¿Porque son mujeres? Seguramente, lo cual indica un leve pero esperanzador progreso en el apoyo a la mujer en general, cuando cada día cada periódico te da muestras de lo lejos que estamos de un mínimo de equidad ante el agravio que padecen todas y por ello deberíamos reprobar todos (y todas).
En realidad, ni siquiera sospechamos lo que ganaría el tejido moral y social del momento en que vivimos si unos y otros aplicásemos esta aproximación, la de defender al contrario, al “otro” cada vez que es acusado, señalado, vilipendiado, de algo que cuando afecta a “tu” campo es señalado como una agresión descomunal, brutal, total. Ante todo esto escuchamos alguna objeción. Es aquello de que “no hay para tanto”, lo hemos oído y leído repetidamente, que no hay que exagerar, que por suerte a día de hoy no ha habido ninguna desgracia importante, ningún acto violento “relevante”. La ética esta “aquí”, la violencia está “allá”. Esto es otro síntoma más: conviene autoconcederse toda la superioridad ética en la confrontación. Mal argumento, porque seguimos sin saber en qué nivel de violencia activaríamos quizá las defensas morales, y uno prefiere no esperar. Lo peor es siempre enemigo de lo malo.
Lo más desalentador es que todo esto es sabido y conocido, en términos racionales, desde hace siglos, pero cada vez descubrimos que a partir de un cierto nivel de confrontación, volvemos todos a la casilla de salida.
(Artículo de Pere Vilanova, publicado en "El País" el 26 de septiembre de 2017)
Un golpe de Estado y una rebelión popular, encadenados, simultáneos, ambos iniciados, y ambos a media cocción. Eso es lo que sucede en Cataluña.
Lo primero ha sido la tentativa de culminar el golpe desencadenado el 6 y 8 de septiembre en el Parlament al imponerse las leyes de ruptura o “desconexión” que pretendieron derogar la legalidad democrática vigente abrogando antes su legitimidad.
La esencia de esta operación es la ruptura del Estatut. Más concretamente, algo tan detallista como la abrupta cancelación de su legítimo mecanismo de reforma: el artículo 222, que, para emprenderla, “requiere el voto favorable de las dos terceras partes de los miembros” de la Cámara y no una simple mayoría.
Ese propósito se fraguó ya en los preparativos de las elecciones “plebiscitarias” del 27-S de 2015. “Un fantasma se cierne sobre Cataluña, el de un golpe contra el Estatut, el de un golpe contra la legalidad catalana, el de un golpe contra los ciudadanos catalanes. Eso sí, paradójicamente ideado, planificado y a ejecutar por catalanes: se trata pues, propiamente, de un autogolpe”, radiografié dos meses antes (Un golpe contra Cataluña, EL PAÍS, 25/7/2015).
La operación “implica”, añadía, “la subversión del ordenamiento y la ocupación ilegítima de las instituciones, o su desnaturalización”. Para lo que no obstaba la ausencia de una violencia indiscriminada, como ilustra el del general Primo de Rivera, un “mero pronunciamiento”, y otros reseñados en Técnicas de golpe de Estado, de Curzio Malaparte (Planeta, 2009).
Como este desentrañó en el golpe de Bonaparte, lo esencial es “parecer que obedece las leyes, sus acciones deben conservar todas las apariencias de la legalidad”. Y “su objetivo táctico es el Parlamento: quieren conquistar el Estado mediante el Parlamento”, exactamente lo buscado en la bochornosa sesión del día 6 en el Parlament de la Ciutadella.
En un brillante artículo, el profesor Javier García Fernández apeló recientemente a Hans Kelsen cuando este indicaba que hay un golpe de Estado cuando “el orden jurídico de una comunidad es anulado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden” (EL PAÍS, 31/8).
Y el notari de Catalunya, Juan-José López Burniol, precisó tras el parlamentazo que “ha sido un golpe de Estado porque lo hay siempre que se produce una subversión total del ordenamiento jurídico establecido con voluntad explícita de hacerse con el control absoluto del poder” (La Vanguardia, 16/9). También lo han dicho Joan Tapia (El Periódico, 17/9), y Mario Vargas Llosa y Josep Borrell, anteayer.
Ahora bien, cada caso es distinto, aunque todos exhiban rasgos comunes. Y el rasgo diferencial del caso catalán es la concatenación del golpe con el burbujeo de una rebelión popular de una parte notable de la ciudadanía catalana, con nostalgia de aromas de 14 de abril. La autoridad insubordinada apela a ella para tomar prestado algún grado de legitimidad. Y esta se la concede a gusto, contra su propio interés.
Así que al intento de toma y destrucción del Estado por el bloque de los indepes indesmayables se une parte del frente antiRajoy. Una porción de quienes —infinidad en Cataluña— detestan al PP. Y que no solo no posponen sino que colocan en primer plano su responsabilidad pasada en la gestación de la crisis: la campaña antiEstatut de 2006, la parálisis del Gobierno durante un lustro, sin plantear respuestas políticas. La confluencia de ambos afluentes da la calle reactiva a los registros y otras actuaciones judiciales de anteayer: y de próximas jornadas.
Muchos, los anticonservadores legalistas, anteponen con acierto la defensa del orden democrático a ese historicismo, y consideran que no hay que llorar sobre la leche derramada. Pero el ruido de la coyunda entre quienes practican el golpe y quienes lo aplauden como si no lo fuera, y como forma expeditiva y espúrea de echar a un Gobierno (en vez de la propia en democracia, convencer a la mayoría) es atronador. Y un cierto manejo mediático del mismo ofrece la imagen distorsionada del espejo cóncavo.
La dificultad del momento para la democracia y para las autoridades reside en combinar el recetario con que afrontar los dos males al mismo tiempo. Contra el golpismo, cualquier medida del ordenamiento constitucional puede convenir, si se encaja legalmente: el principio es la suficiencia, del que forma parte la rotundidad que resulte indispensable.
Y ante la rebelión popular es preciso extremar precisión y proporcionalidad, nunca estropear más de lo que se arregla. No porque el empleo de esos principios vaya a convencerla de entrada —ya hemos visto nutridas manifestaciones contra las primeras medidas judiciales, que eran notoriamente selectivas— sino, porque solo sobre el sentido de la mesura puede sembrarse para pronto la siempre aplazada vía política — y explicarla bien desde ya; no basta con la justificación de la actuación coercitiva—: el diálogo normalizador, las propuestas, las reformas, la negociación… con quienes la prefieran, y la antepongan al caos.
(Artículo de Xavier Vidal-Folch, publicado en "El País" el 22 de septiembre de 2017)
La democracia y el orden constitucional que los españoles nos dimos en 1978 tras largos años de dictadura se encuentran en un momento crítico. El reto planteado por el Govern y la mayoría parlamentaria que lo sostiene amenazan con destruir la unidad y convivencia. De forma irresponsable, vaciando las instituciones y abusando de la buena fe de los demócratas y de las garantías que rigen en un Estado de derecho, los independentistas se han embarcado en un desafío sin precedentes al Estado. El Gobierno, como el resto de las instituciones, tiene la obligación de actuar con firmeza y todos los medios legales para defender la vigencia de la Constitución, la democracia y los derechos y libertades de todos los españoles.
Restaurar el orden constitucional implica evitar el anunciado referéndum secesionista. Es una consulta ilegal, que viola la Constitución y el Estatuto de Autonomía, aprobada por el Parlament y el Govern en flagrante violación de sus propias disposiciones y suspendida por el Tribunal Constitucional. Es una votación sin ninguna garantía democrática, destinada a socavar los fundamentos del Estado y cuyos promotores no dudan en amedrentar, amenazar y discriminar a quienes no se muestran de acuerdo con ellos, cercenando sus libertades individuales.
La desobediencia del Govern al Constitucional y a la Fiscalía General del Estado no deja lugar a dudas sobre su determinación de continuar adelante con las incitaciones a la sedición. Celebrar la consulta supondría reconocer que la Constitución ha dejado de regir en Cataluña y dejar desamparados a los millones de ciudadanos que quieren seguir adelante con el proyecto de convivencia que nos dimos en 1978.
Dentro de esta deriva ilegal, hay que denunciar la actitud de los Mossos d’Esquadra, un cuerpo armado cuya misión principal, como la de todas las fuerzas de seguridad del Estado, es garantizar el cumplimiento de la ley y los derechos y libertades. Tras haber recibido la orden de la fiscalía de impedir la celebración de la consulta, este cuerpo policial, que se debe a todos los catalanes, y no solo a una parte de ellos, permanece impávido ante la comisión de delitos que socavan el orden constitucional y estatutario. Es inadmisible que una fuerza policial se ponga al servicio de una causa y no del Estado y la Constitución a quienes deben su lealtad. El Gobierno debe poner fin al constante abuso y desviación de poder en el que se han instalado las instituciones que el secesionismo ha puesto bajo su control. Se trata de restaurar los derechos establecidos en la Constitución y el Estatut que han sido arbitrariamente derogados o suspendidos por los secesionistas.
La legalidad democrática está por encima de la política, las opiniones y las emociones. Promover o apoyar una rebelión contra un Estado democrático en la Europa del siglo XXI es una ofensa a la libertad de los ciudadanos, a la convivencia entre ellos y a sus derechos más inalienables. Frente a la demagogia imperante, esparcida por algunos oportunistas líderes políticos y los aprendices de brujo de la Generalitat, es preciso poner de relieve que no hay tensión entre democracia, legalidad y legitimidad. Los tres conceptos caminan juntos y no puede ser de otra manera en una democracia establecida y sólida como la española.
EL PAÍS ha defendido siempre desde su fundación la legalidad democrática frente a cualquier intento involucionista. Está en la memoria de todos los españoles la edición especial de la noche del 23-F de 1981, con el título “EL PAÍS, con la Constitución”. En estos momentos de especial gravedad nos vemos en la obligación de volver a expresar con firmeza nuestro apoyo a la Ley Fundamental y nuestra defensa de los derechos de los catalanes y de todos los españoles. Esta defensa no ha impedido nuestra reiterada petición de reformas y apoyo a una revisión del texto constitucional que incorpore el federalismo como fórmula de organizar la convivencia de los ciudadanos de las distintas comunidades y territorios. Pero ante el desafío planteado por la Generalitat lo primero e inmediato es frenar este descarado golpe contra la democracia. Ya llegará el tiempo de pedir responsabilidades
El presidente del Gobierno debe convocar de urgencia a los principales partidos parlamentarios para informarles de las medidas que adoptará para restaurar la legalidad con eficacia y pedir su apoyo. Y debe comparecer públicamente para explicar la situación a todos los españoles. Tiene la razón y la legitimidad de su parte. Pero, sobre todo, tiene la responsabilidad y la obligación de actuar para evitar que España se convierta en un Estado incapaz de hacer cumplir las leyes y de que se respete su Constitución.
(Editorial de "El País", publicado el 20 de septiembre de 2017)
Pues algo habrá que hacer aunque, como dice Joan Coscubiela en una entrevista publicada el domingo 10 de septiembre en este periódico, “antes del 1-O es imposible y después es imprescindible”.
Algo habrá que hacer para restablecer la convivencia en Cataluña después del 1 de octubre. Porque si hay una cosa incontestable ahora es que la sociedad catalana se ha partido en dos durante el largo periodo en el que se ha desarrollado el llamado procés. Todos conocemos ejemplos desdichados de ello. La sociedad catalana está rota. Como ha dictaminado un siniestro conseller de Puigdemont, Jordi Turull, hay dos clases de catalanes: los que han ayudado a que se vote y los que no. Las consecuencias de haber optado por el no ya se conocerán, pero se presenta oscuro el panorama para esos catalanes.
Lo que pasa es que la mayoría de quienes tienen responsabilidades en ese hacer algo dicen una simpleza que repiten como un insoportable mantra: hay que dialogar. Y suelen añadir que después del 1-O no puede haber ni vencedores ni vencidos.
Pues vaya. ¿Cómo no va a haberlos? En ese caso la bronca en que hemos estado metidos no habría valido para nada. ¡Claro que tiene que haber vencidos! Yo, que me he apuntado al carro del no, quiero que los indepes estén voluntariamente callados por un tiempo y dejen de mandar, elecciones mediante, en Cataluña unos cuantos años. Que dejen de mandar como si las minorías no merecieran respeto, como si las urnas solo valieran para algo cuando estuvieran trucadas y, cuando no, pudieran ser sustituidas por ese maravilloso invento de la “democracia aclamativa” pergeñado por Carl Schmitt para los nazis y ahora utilizado por Carles Puigdemont el 11-S en Barcelona. Lo que está sobre el tapete es el valor del juego limpio en una democracia. Después del despliegue de marrullerías hecho por los indepes en el Parlament, la sociedad española tiene que organizarse para no volver a recibir un insulto semejante en ninguna comunidad autónoma. En Cataluña se acepta en cualquier foro que alguien acuse al PP de cometer tropelías contra la democracia. Pues bien, el PP no se ha atrevido nunca a hacer nada parecido a lo del Parlament dirigido por la lamentable Carme Forcadell. En España no se puede repetir un hecho así sin que eso tenga un castigo que deben dar las urnas.
Y el otro aspecto, el del diálogo, sobre el que apenas se ha discutido. Los nacionalistas catalanes han mostrado ya el auténtico carácter de su ADN, el aprendido de los irlandeses del Sinn Fein (Nosotros Solos). No están dispuestos a negociar más que si se acepta que los exitosos números de la Diada valen en una mesa de negociaciones. Y lamentablemente para ellos, en una democracia las cosas no son así. Y volvemos a hablar de urnas, pero con reglas del juego limpias.
En Cataluña tienen que pasar dos cosas cuanto antes: que no se celebre el 1-O, y que se convoquen elecciones autonómicas.
A partir de ahí es cuando se puede decir que “hay que hacer algo”. Y podíamos ya empezar a hablar de todo ello. O sea, de lo que hay que hacer en Cataluña y en toda España con el Estado, que es el Estado de las autonomías diseñado en la Constitución de 1978.
Porque, al margen de la mayor o menor dosis de razón que pueda haber en las manifestaciones de agravios vividas en Cataluña, se ha puesto en claro que el sistema tiene muchos agujeros. Quizá la salida esté en un sistema federal, pero sin meternos en discusiones innecesarias sobre la creación de más identidades y más fuertes cada vez.
No hay que seguir valorando más esas identidades, que van tan en contra del espíritu europeo, que debería ser ese en el que se disolvieran todas las identidades anteriores, siguiendo la ya muy vieja pero muy actual trilogía de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad como auténtico fin de la política y la gobernanza.
Hay que hacer algo en Cataluña, y hay que hacer algo en España, que no aumente sino que resuelva los problemas de las comunidades.
Yo creo que lugares como este han sido excelentes para crear opinión, una opinión democrática. Y no estaría de más que la sociedad civil en su conjunto abordara estos temas. Debatamos a fondo y dialoguemos sabiendo que diálogo no es lo mismo que cambalache.
(Artículo de Jorge M. Reverte, publicado en "El País" el 19 de septiembre de 2017)
Al margen de la dimensión política del problema planteado con la hoja de ruta independentista catalana, profusamente explicada en todos los medios de comunicación, se impone un breve análisis en clave jurídica de la situación y actitud de los funcionarios públicos, y singularmente de los funcionarios con habilitación de carácter nacional, quienes sirven en las administraciones locales catalanas con funciones de asesoramiento, certificación e informe, y control y gestión económica y financiera, a los que se les está responsabilizando de garantizar la viabilidad de medios y del encaje legal para desarrollar la jornada del supuesto referéndum.
Si estuviéramos ante actos de políticos, parlamentarios, gubernativos o de ediles, que se expresasen en clave y foros exclusivamente políticos, o en la prensa, el buque administrativo seguiría su camino dentro de la calma propia de un Estado de derecho bajo los vientos de la legalidad y encaminando su rumbo a la eficacia, eficiencia y servicio al ciudadano.
Sin embargo nos encontramos en estas circunstancias con políticos que al servicio de finalidades ideológicas envuelven su voluntad en actos aparentemente legales, y además pretenden que esos actos sean objeto de constancia, impulso y ejecución en el ámbito local por secretarios, interventores y tesoreros dentro de sus respectivas competencias.
En ese momento ya estamos en el territorio jurídico, donde se habla el lenguaje de la legalidad. Estamos ante sujetos políticos que adoptan sus decisiones investidos de sus cargos, para cuya posesión, han prometido o jurado acatar la Constitución, y que las producen o comunican ante un funcionario, quien también ha prometido o jurado acatar la Constitución, sin olvidar que ambos perciben retribuciones por ese servicio público.
De ahí que igual que una autoridad no permitiría que un funcionario olvidase las obligaciones del puesto que ocupa para actuar al margen de la ley, tampoco, lo adelantamos ya, un funcionario debe acatar las actuaciones y órdenes de una autoridad que descarrilan manifiestamente de la vía legal.
Y ello, vayamos al asunto, pese a la estrategia del nacionalismo radical catalán que ha planteado distintos frentes de acción, dando la razón a lo dicho por Henry Kissinger, «lo ilegal lo hacemos inmediatamente, lo inconstitucional lleva un poco más de tiempo».
En primer lugar, nos encontramos con actuaciones del parlamento catalán que proceden formalmente del poder legislativo, bajo eufemismos como ley de Transitoriedad Jurídica (LA LEY 14577/2017), pero que, al prescindir del procedimiento previsto en el reglamento parlamentario, y al dictarse en frontal colisión con las resoluciones del Tribunal Constitucional que vinculan a todos los órganos jurisdiccionales (art. 5 Ley Orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985)) y «todos los poderes públicos» (arts. 38, 61.3 y 87), se han colocado en una suerte de «vía de hecho parlamentaria».
Una perversión triple y temeraria: una ley autonómica hecha para defraudar el bloque de legalidad autonómica (Estatuto y reglamento parlamentario catalanes), también para ignorar la Constitución y como consecuencia, para desoír las resoluciones del Tribunal Constitucional, particularmente cuando ha prohibido «cualquier acto preparatorio» del calificado de referéndum catalán por atentar «contra los artículos 1.2 (LA LEY 2500/1978), 2 (LA LEY 2500/1978), 9.1 (LA LEY 2500/1978), 81 (LA LEY 2500/1978), 92 (LA LEY 2500/1978) y 168 de la Constitución (LA LEY 2500/1978)».
En suma, una actuación parlamentaria tan viciada que malamente puede fundamentar decisiones del ejecutivo y menos que éstas puedan a su vez amparar instrucciones u órdenes a los servidores públicos, particularmente a los funcionarios que sirven a las administraciones locales catalanas.
En segundo lugar, sobrevuela la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno (LA LEY 19656/2013), que se cuida de extender su aplicación a los altos cargos o asimilados que, de acuerdo con la normativa autonómica o local que sea aplicable, tengan tal consideración, incluidos los miembros de las Juntas de Gobierno de las Entidades Locales, pues de forma primaria en su artículo 26 y para aviso de navegantes se alza como principio de buen gobierno que: «1. Las personas comprendidas en el ámbito de aplicación de este título observarán en el ejercicio de sus funciones lo dispuesto en la Constitución Española y en el resto del ordenamiento jurídico y promoverán el respeto a los derechos fundamentales y a las libertades públicas».
En tercer lugar, nos encontramos con el Estatuto Básico del Empleado público, cuyo Texto Refundido fue aprobado por Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre (LA LEY 16526/2015) que alza en su artículo 53 (LA LEY 16526/2015) como Principios éticos: «1. Los empleados públicos respetarán la Constitución y el resto de normas que integran el ordenamiento jurídico. 2. Su actuación perseguirá la satisfacción de los intereses generales de los ciudadanos y se fundamentará en consideraciones objetivas orientadas hacia la imparcialidad y el interés común, al margen de cualquier otro factor que exprese posiciones personales, familiares, corporativas, clientelares o cualesquiera otras que puedan colisionar con este principio».
Además, entre los deberes del Código de Conducta, el art. 52 (LA LEY 16526/2015) recuerda que: «Deberán actuar con arreglo a los siguientes principios: objetividad, integridad, neutralidad (…) ejemplaridad (…) honradez.»
Y, por lo que aquí interesa, el art. 54.3 EBEP (LA LEY 16526/2015) fija el límite de la obediencia debida: «Obedecerán las instrucciones y órdenes profesionales de los superiores, salvo que constituyan una infracción manifiesta del ordenamiento jurídico, en cuyo caso las pondrán inmediatamente en conocimiento de los órganos de inspección procedentes»; bajo otra perspectiva aparece como falta disciplinaria de los empleados públicos el art. 95: «La adopción de acuerdos manifiestamente ilegales que causen perjuicio grave a la Administración o a los ciudadanos» (apartado d), y particularmente «La desobediencia abierta a las órdenes o instrucciones de un superior, salvo que constituyan infracción manifiesta del Ordenamiento jurídico» (apartado i), precisión esta última que sensu contrario, implica, así lo interpretamos, que ante la aberración jurídica, la desobediencia es lo correcto.
Estos dos preceptos del EBEP constituyen la piedra angular que permite aunar la colaboración debida entre autoridad y funcionario sobre bases de razonabilidad. Ni puede el funcionario desobedecer según su propio criterio cualquier mandato de la autoridad o superior jerárquico, ni puede la autoridad ordenar lo que le plazca al subordinado fuera de su círculo de competencia y legalidad. Para evitar tensiones y controversias entre mandante y mandatario, entre autoridad y funcionario, entre quien dice que cuenta con título jurídico suficiente y quien lo niega, se establece una suerte de presunción de legalidad de lo que dicta la autoridad pero, eso sí, se impone como límite lo que constituye «infracción manifiesta». Ese es el non plus ultra de la obediencia debida al Alcalde, Director General o Consejero, de manera que «lo manifiesto» va más allá de lo dudoso, de lo subjetivo, de lo cuestionable bajo perspectivas éticas o jurídicas, y sitúa el principio de resistencia frente al tirano, derecho natural de origen aristotélico, en la facultad de no cumplir lo que de forma patente, notoria y evidente, constituye una infracción del ordenamiento jurídico, en ese punto estamos.
Se trata, lógicamente, de situaciones excepcionales en que la autoridad sale del carril de la legalidad cayendo en la astracanada o en el absurdo, pues el legislador no desea que los funcionarios se conviertan en comparsas o cómplices de las felonías.
Por ello, ese derecho de resistencia se constituye en un deber de oposición y denuncia, especialmente cuando se trata de funcionarios que tienen encomendada la labor de ser guardianes de la legalidad, como es el caso.
Ello sin olvidar que tras ese derecho y deber de no colaborar en la perpetración de la ilegalidad no se encuentra una lucha corporativa, académica o política. No. Si toda ley tiene efecto útil por servir intereses generales, cuando se bordea o incumple, hay intereses damnificados. En efecto, existen intereses distintos de la pura relación de jerarquía, porque tras esa ilegalidad manifiesta yace la lesión a intereses públicos reales; si se colabora por el habilitado —no olvidemos que el Secretario municipal es el Delegado de la Junta Electoral de Zona en su municipio— en la consecución de actos preparatorios, confirmatorios o que avalen el referéndum, mediante comunicaciones, nombramientos, contratos o sanciones, se estará perjudicando a los intereses públicos que tutelaba la ley burlada, y posiblemente a los intereses sociales y a intereses de terceros.
También hay un gravísimo daño en la sombra ocasionado por quienes actúan como autoridades que se liberan del deber ético y jurídico de cumplir con la norma que se comprometieron a cumplir, y es que ofrecen un pésimo ejemplo que además se alzará en factor para que la ciudadanía pierda la confianza en los políticos y en las leyes, con los negativos efectos sociales de sobra conocidos. ¿Qué legitimidad tiene una autoridad que desprecia las normas que le legitiman como tal?
Por eso, fuera de la razón política que anime a unos u otros, fuera de la mayor o menor capacidad de negociación, el papel de los funcionarios con habilitación de carácter nacional, que cuentan además con ese noble calificativo que les indica el norte de su función, es ser primeros protagonistas de una obra de teatro heroica, que se convertiría en tragicomedia si se prestaran, por acción, omisión o por temor, a propiciar la felonía de sembrar ilegalidades.
En suma, no es cuestión de que los funcionarios con habilitación de carácter nacional sientan sobre su nuca el aliento de los cañones del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas, de la fiscalía o de acciones penales. Sencillamente es cuestión de cumplimiento del deber asumido y de estar a la altura ética y profesional, que espera la ciudadanía y los vecinos del ente local al que sirven, y que la democracia siempre les agradecerá.
No es la primera vez que los habilitados nacionales, cada uno en su ámbito, deben sufrir las «ocurrencias» de su alcalde o presidente de diputación, y el ostracismo por haber emitido su informe desfavorable o reparo. Pero sí es la primera ocasión en que existe una voluntad masiva en una Comunidad Autónoma de utilizar a estos funcionarios como correa de transmisión de una tropelía global.
Hemos de recordar al célebre jurista italiano Piero Calamandrei, en su lúcido trabajo significativamente titulado «Sin legalidad no hay libertad», cuando nos recuerda lo que debería presidir todo despacho de autoridad pública y de funcionario que se precie: «El sentido de la legalidad es la conciencia moral de la necesidad de obedecer las leyes (…) El sentido de la justicia puede hacer sentir la injusticia de la ley (…) pero no debe destruir el sentido de la legalidad, es decir, el respeto a las reglas del juego según las cuales, para modificar las leyes, hay que seguir la vía trazada por ellas. El compromiso de respetar la ley mientras esté en vigor es una de las garantías de la libertad, que encuentra en ese respeto el modo de eliminar la injusticia de aquellas, sustituyéndola por una mejor.»
Más no se puede decir de forma más clara. Y por eso, la voz de los habilitados solo puede alzarse para servir a la legalidad, cerrando los ojos a las presiones, intimidaciones, inercias e incomodidades. Todo dentro de la ley, y nada fuera de la ley. Quizá es hora de que alguien se retracte, de parar este desatino antes de que sufran justos por pecadores, funcionarios por políticos y sobre todo, antes de que una finalidad legítima como son mayores cotas de autogobierno se convierta en una burla a una ciudadanía como la española, incluidos los catalanes, que quiere vivir en paz y con seguridad jurídica. Con la legalidad no se juega impunemente.
Los Colegios Territoriales y el Colegio Nacional de Secretarios, Interventores y Tesoreros tienen la responsabilidad de apoyar y reconfortar a sus compañeros destinados en los municipios catalanes en estos momentos de gran dificultad, haciéndoles sentir acompañados y que forman parte de un colectivo de funcionarios con historia, con presente y parte esencial del futuro en democracia del municipalismo español.
(Artículo de José Ramón Chaves y Federico Andrés López de la Riva, publicado en diariolaley el 14 de septiembre de 2017)
Aunque resulte difícil, los constitucionalistas debemos intentar explicar nuestras razones a los independentistas, tratando de disuadirles de la consecución de sus objetivos por una vía que resulta tremendamente equivocada por sus efectos devastadores para todos. Para los constitucionalistas es vital intentar convencer mediante argumentos, porque hoy la unidad del Estado solo se puede mantener por la opinión. Como dijo el presidente estadounidense Buchanan en 1860, en relación con la secesión, en último término, el Gobierno solo dispone de las armas de la palabra para impedirla, pues “la Unión reposa en la opinión pública y si le falta la aceptación del pueblo, ha de perecer”.
El problema es que el nacionalismo independentista, como todo nacionalismo extremo, está poseído en buena medida por dos actitudes que lo hacen irreductible al diálogo. Ante todo, el nacionalismo, en este caso, es propenso a la utilización de planteamientos míticos o claramente ideológicos, como ocurre con la autodeterminación, que es una referencia mental simple y adecuada para la movilización y el enganche masivos. Dicho en corto y por derecho, los problemas de la comunidad se deben a la dependencia de un Estado ajeno que no nos permite ser como queremos. La solución es utilizar la autodeterminación como la puerta a la independencia en la que solos alcanzaremos nuestra propia felicidad política. Además, el nacionalismo propende al ensimismamiento, como modo político del narcisismo: somos diferentes y más que los demás. Así es fácil que el nacionalismo, desafortunadamente, deje de parecerse al patriotismo, “un noble sentimiento de lealtad a un sitio y a un modo de vivir”, y se convierta en una pasión obnubilante, de modo, decía Orwell, que “el nacionalista frecuentemente deja de estar interesado por lo que ocurre en el mundo real”.
Aunque el independentismo no estará dispuesto a considerar nuestros argumentos, el esfuerzo por hacernos comprender no deja de estar justificado, solo que ahora referido a los apoyos sociales que pueda tener la secesión. A este sector de la sociedad catalana se dirigen nuestras palabras. Les diríamos, en primer lugar, que la secesión no puede presentarse como derecho, esto es, como pretensión inoponible, justificada moralmente, desde una situación de autogobierno y disposición de amplias facultades políticas. Cataluña en el marco constitucional del Estado autonómico no se encuentra silenciada y preterida, que es cuando Hirschman cree, como ocurre en una relación personal, es preferible irse, que quedarse. Por el contrario, Cataluña puede adoptar las decisiones fundamentales que le permitan establecer una política propia en ámbitos relevantes de su vida económica, cultural, etcétera.
Los mismos independentistas no pueden dejar de asumir la profundidad de la autonomía, cuando, con ocasión de los recientes atentados terroristas, admiten que han podido responder con la eficacia propia de un Estado. Esto no es un indicador de la deficiencia de nuestra organización política, sino, al contrario, la prueba de la profundidad de la descentralización que la misma consiente. La comunidad autónoma no es un contra Estado en potencia, sino ella misma Estado, en este caso el Estado en Cataluña. Solo las orejeras del secesionismo impiden asumir con toda normalidad los supuestos en los que la administración policial, como el ejercicio de cualquier competencia autonómica, se basan. La autonomía no es la preparación para la independencia, sino la realización del despliegue de la personalidad de los pueblos de España —llámenles naciones si quieren— que la Constitución asegura.
Ocurre, en segundo lugar, que el proceso secesionista catalán ha puesto en jaque el orden constitucional, que, por primera vez en nuestra agitada historia política, hemos asentado de manera estable y normalizada desde el momento constituyente de 1978. Es absolutamente impresentable que el independentismo catalán esté dispuesto a enfrentarse a la democracia constitucional, sustituyendo a los enemigos tradicionales de la misma, como fueron las asonadas militares, después el golpismo de este tipo en 1936, o los más cerriles defensores de los intereses de las oligarquías y los dinamiteros del orden social. Esto se lleva a cabo increíblemente desde las propias instituciones de autogobierno que persisten en una actitud de desbordamiento y desobediencia del ordenamiento jurídico. Parece mentira que haya que recordar lo obvio: en un orden constitucional abierto que, de acuerdo con el procedimiento previsto, permite la inclusión de cualquier contenido en la Constitución, incluso la posibilidad de la separación territorial, no está justificada el desafío a la norma fundamental, quebrantándola o propugnando la pérdida de su vigencia espacial o temporal. Naturalmente que el Estado de derecho exige la observancia de la suprema norma y el respeto a las decisiones que, sobre su significado, permitiendo las actuaciones de las autoridades o anulándolas, adopte el garante jurisdiccional de la Constitución, esto es el Tribunal Constitucional.
Cuando las autoridades se sitúan al margen del derecho, a través de actuaciones, de otro lado, dada su trapacería, inconsistentes con el decoro institucional, al faltarles la mínima regularidad, como es la publicidad o la observancia de los procedimientos normales reglamentarios, tal como ha ocurrido en la tramitación de las leyes de la transitoriedad o el referéndum, están segando la yerba bajo sus propios pies, y privándose de argumentos para exigir el cumplimiento de sus propios mandatos. Pocas garantías de Estado se ofrecen desde unos comportamientos que quiebran el consenso, la seguridad y la pretensión razonable de justicia entre los ciudadanos.
Hay finalmente que utilizar un último argumento, contra el procés, más allá de la denuncia de la liquidación que del orden estatutario y constitucional se está haciendo, insoportables para quienes creemos en el Estado de derecho. ¿Cómo suscribir el egoísmo y la injusticia histórica que el secesionismo implica? El proceso separatista no va contra Madrid, sino contra los españoles, cuyo destino político se quiere abandonar, y a los que se hace un inmenso daño poniendo en cuestión la adecuación del marco político que asume unas funciones de protección común, por ejemplo frente al terrorismo, y de redistribución, absolutamente capitales en el Estado social de nuestro tiempo. ¿Es así como se compensa el proceso histórico desfavorable para los pueblos, que, a su propia costa, han permitido el desarrollo económico preferente de determinadas partes de España, comenzando naturalmente por Cataluña?
¿Cómo se explica que desde la izquierda pueda apoyarse la insolidaridad que el independentismo supone? La solidaridad se opone a la fragmentación política, una vez que el reconocimiento del pluralismo está asegurado. La autodeterminación, concluía Solé Tura, es una añagaza nacionalista, y centrar el debate político en ese terreno, desde una posición de izquierdas, es una equivocación táctica imperdonable.
(Artículo de Juan José Solozábal, publicado en "El País" el 9 de septiembre de 2017)
La ley del referéndum de autodeterminación de Cataluña ha sido la primera en ser aprobada por el Parlament con los votos de Junts pel Sí y la CUP. Después, como era lógico, llegó la llamada Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República, que pende de ella y no está previsto que entre en vigor hasta que el referéndum se haya producido con resultado positivo. Además, es, con mucho, la más importante de las dos.
Nada menos —dice la exposición de motivos— que un acto de soberanía destinado a posibilitar que los catalanes ejerzan su derecho a decidir el futuro político de Cataluña. Y su artículo primero establece, en efecto, como objeto de la ley “la celebración del referéndum de autodeterminación vinculante sobre la independencia de Cataluña”. Por no mencionar el artículo 2, que define al pueblo de Cataluña como un “sujeto político soberano” que como tal “ejerce el derecho a decidir libre y democráticamente su condición política”. Cuando la leemos, creemos estar tocando casi con los dedos lo más escondido del relato: el poder constituyente originario. Esa ley es, pues, el pilar básico de todo el famoso 'procés".
Y respecto de ella hay que ser claro y directo, aun a riesgo de simplificar algo las cosas. En el plano jurídico interno, es una ley anticonstitucional, que invade sin tapujos competencias estatales, se arroga un objeto que está explícitamente prohibido tanto en la Constitución como en el Estatut al pretender prevalecer, ¡como ley ordinaria!, sobre ambos, establece un proceso patentemente prohibido en ellos por pretenderse vinculante y no meramente consultivo, y se discute a hurtadillas mediante el procedimiento de lectura única en una Cámara que no está habilitada para hacerlo. Todo un exponente de la profundización de la democracia de que tanto se blasona. Por tanto, ha sido declarada nula inmediatamente. Sin paliativos.
La nulidad no es una sanción; es simplemente la declaración oficial de que tal ley por su forma y contenido no es parte del derecho vigente. Y si no es derecho vigente, no tiene por qué ser obedecida por nadie ni proyecta obligaciones sobre nadie, sea ciudadano o autoridad. Los funcionarios y los poderes públicos no pueden apelar a ella para tomar decisión alguna. Por lo que respecta al plano jurídico internacional, en el que tal ley pretende sustentarse, semejante ejercicio del supuesto derecho de autodeterminación no acaba de encajar con la mentalidad jurídica dominante en el mundo de las relaciones internacionales, entre otras cosas porque choca ineluctablemente con el artículo 6 de la declaración que crea ese derecho: “Todo intento enderezado a la ruptura parcial o total de la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas”.
Léanlo despacio, por favor. Está perfectamente en vigor. Y más, naturalmente, cuando esa ruptura trata de operarse al margen de la ley, sobre un país pacífico, democrático, dotado de un sistema de garantía de los derechos fundamentales para todos sus ciudadanos y en el que rige el imperio de la ley. Sí, aunque no paremos de verle defectos, algunos graves e irritantes, España encaja en esa descripción. Por mucha retórica que se emplee en fabular la ficción de un ente perverso y amenazador, España es un Estado democrático. En el 'ranking' de democracias para 2016 de la unidad de inteligencia de 'The Economist', el más exigente que existe, figura como democracia plena entre los 20 primeros países. Su ruptura territorial, por tanto, no está amparada por el derecho internacional, ni por el derecho de autodeterminación, y va en contra de los principios de la Carta de las Naciones Unidas. Por no mencionar los tratados de la Unión Europea. Que no le den más vueltas: la independencia hipotética de Cataluña la arrojaría a un limbo jurídico internacional. En el plano del derecho es, pues, un proyecto inviable.
Tampoco es real en el plano de la política. La ley de referéndum no se fundamenta, como pretende, en una realidad nacional anterior, un sujeto político soberano que se dispone a tomar una decisión constituyente. Eso es la retórica. La verdad es que lo que trata de hacer es crear ese sujeto a partir de la ficción o de la obcecación. El presunto derecho a decidir que ese texto invoca no es más que la fabulación de un poder de decisión cuyo titular se improvisa y cuyo objeto se encuentra más allá de las coordenadas políticas de la realidad. Un derecho sin titular ni objeto, sin el quién ni el qué. Una ficción a partir de la que se extrae una ley decisoria como el barón de Münchhausen sale del pantano tirando de su propia coleta. Una aventura política ayuna de todo fundamento.
Si queremos dialogar con él debemos, por tanto, enfriar y aclarar el discurso. Ni pueblo, ni sujeto político, ni nación. Ningún tipo de martingala lingüística. Hablemos sencillamente de la población mayor de edad censada en la comunidad autónoma de Cataluña. Tal población, contada uno a uno, tiene el derecho a decidir algunas cosas pero otras no. No puede, por ejemplo, decidir que Oriol Junqueras se divorcie. Ni por el 99% de los votos. No puede decidir anexionarse el Rosellón, por muchos rasgos étnicos comunes que pretenda tener con sus habitantes. Puede, en cambio, elegir un Parlament con competencias abundantes, pero en todo caso acotadas por las leyes constitucionales vigentes. Y no puede decidir, naturalmente, una condición política independiente para sí misma y separada de la articulada por esa Constitución y su Estatuto de Autonomía. Para hacer esto, hay que decirlo con toda claridad, la población catalana no tiene ningún derecho a decidir.
¿Cómo podría en otro caso justificarse ese derecho, es decir, el derecho a una secesión en toda regla como la que trata de vehicular esta ley? Si prescindimos de nociones imposibles como la de identidad nacional, cuyos rasgos no se definen ni se encuentran, las tres justificaciones que el pensamiento político pone a nuestra disposición son estas: la vulneración masiva de los derechos humanos de esa población, la anexión por conquista de un pueblo antes libre, o la injusta distribución de los recursos con respecto a una población determinada.
Cualquiera que no esté obcecado tiene que concluir que no hay en Cataluña ninguna vulneración, ni masiva ni parcial, de los derechos de sus ciudadanos. Más bien al contrario, los observadores que se han interesado en ello han afirmado siempre, porque es obvio, que los ciudadanos de Cataluña disfrutan en alto grado de sus derechos básicos y de una envidiable renta per cápita. Tampoco cabe pensar en un panorama de colonización o conquista. Ya pueden los historiadores hacer alardes de manipulación y transformismo que no aciertan a mostrar que Cataluña es tal colonia o tal territorio conquistado. Seguramente lo que subyace en parte a la pulsión independentista que sufrimos es la tercera justificación: la percepción de una posible injusticia en la distribución de los bienes y recursos de la población catalana respecto de la del resto del país. Pero esta justificación de la secesión solo opera cuando se da una injusticia económica decisiva, como la que consiste en prohibir el comercio o el cultivo de la tierra, o impedir las actividades económicas y los negocios. No es, desde luego, el caso de Cataluña.
En Cataluña, lo que se considera injusto es el desequilibrio de los balances fiscales. Y respecto de ello cabe hacer una reflexión. Asumamos que Cataluña recibe menos que lo que aporta en los términos que sean. ¿Por qué es eso una injusticia? En todo grupo social cooperativo se da la realidad de que algunos miembros del grupo aportan más que reciben. Seguramente por razones de justicia. Y por las mismas razones se trata con frecuencia de evitar que todos reciban solo en función de lo que aportan. ¿Qué sería entonces de los débiles y los desprotegidos?
La única manera de evadirse de esta exigencia moral pasa por negar su premisa básica: es que los catalanes —razonarían— no nos sentimos parte de ese grupo cooperativo. Nuevamente la petición de principio. Pero en ese caso, la secesión tampoco estaría justificada porque supondría admitir que las partes más ricas y poderosas de una sociedad tengan derecho a autodeterminarse y sacudirse su responsabilidad con las otras simplemente porque les es más útil económicamente. Y esto, como es obvio, no es un argumento moral. Y además carecería de límites. Cualquier segmento social privilegiado podría ejercer su derecho a la autodeterminación en base a esos cálculos. Me repugnaría que algo parecido estuviera sucediendo en Cataluña. Si se detectan injusticias, repárense, pero no se utilice un malestar como ese para alentar un vuelo suicida a lomos de una quimera que acabará con toda seguridad en una catástrofe colectiva.
(Artículo de Franscisco J. Laporta, publicado en "El Confidencial" el 8 de septiembre de 2017)
El Govern firmó ayer la convocatoria del referéndum del 1-O al final de un pleno caótico. En el Parlament se produjo un intenso forcejeo reglamentario entre los partidos de la oposición y la mayoría independentista, que impuso la aprobación de la ley que proclama la soberanía catalana y regula la celebración del referéndum de independencia. Un total de 72 diputados votaron a favor, 11 se abstuvieron y los 52 restantes mostraron su rechazo con su ausencia.
Antes de someterse el proyecto de ley a discusión, por el procedimiento de urgencia modificado en fecha reciente por la mayoría parlamentaria independentista, el secretario general del Parlament, Xavier Muro, y el letrado mayor, Antoni Bayona, advirtieron a la presidenta de la Cámara que la tramitación de las denominadas leyes de “desconexión” (ley del Referéndum y ley de transitoriedad jurídica) colisiona con recientes sentencias del Tribunal Constitucional. La presidenta no quiso proceder a la lectura pública de este escrito, pese a la petición de la oposición.
Tensa, confusa y convulsa, la sesión parlamentaria fue un claro reflejo de la división política y social que suscita la aventura que han decidido emprender los partidos de programa independentista (PDECat, ERC y CUP), formaciones que lograron sumar la mayoría absoluta de los escaños en las elecciones de septiembre del 2015, gracias a los premios territoriales de la vieja ley electoral vigente, sin superar la prueba plebiscitaria a la que ellos mismos habían decidido someterse. El independentismo tiene 72 diputados en el Parlament pero se quedó por debajo del 50% en votos. Se prometió una independencia low cost y no se logró superar el plebiscito. En lugar de admitir esa realidad, los líderes de la coalición Junts pel Sí, recelosos los unos de los otros –si Artur Mas no admitía que el plebiscito no se había superado, tampoco podía hacerlo Oriol Junqueras–, optaron por la fuga hacia adelante, quedando en manos de la CUP, que con sólo diez diputados y 337.000 votos, pasaba a controlar la agenda política catalana. Ese es el origen más inmediato de la actual situación. Esa es una de las claves del lamentable espectáculo de ayer en el Parlament.
La fragmentación política del país ha vuelto a quedar de manifiesto. No se puede imponer un programa de ruptura sin una inequívoca mayoría social. (Y en el caso de poseer una inequívoca mayoría social, los procedimientos tampoco podrían ser los adoptados ayer). No se puede salir al abordaje de la Constitución de un Estado miembro de la Unión Europea con una sociedad partida en dos. No se puede imponer la aprobación de una ley que en la práctica cancela el Estatut, sin apenas margen para la deliberación y la enmienda. Si un nuevo Estatut pide una mayoría de dos tercios para su aprobación, su cancelación no se puede adoptar por mayoría simple, mediante un trámite exprés. No se puede tratar a los partidos de la oposición con el desdén que caracteriza a algunas de las democracias precarias del antiguo glacis soviético. No se puede aplicar la ley del embudo en un Parlamento de la Europa democrática. Menguados sus derechos ante la deliberación más importante desde la reapertura del Parlament en 1980, los diputados de la oposición recurrieron al obstruccionismo. ¿Qué otra cosa podían hacer? La institucionalidad catalana quedó ayer gravemente herida. La presidenta Carme Forcadell demostró no estar a la altura de los acontecimientos. Convocada la votación, los diputados de Ciudadanos, PSC y Partido Popular abandonaron el hemiciclo.
El Consejo de Ministros se reunirá hoy para interponer un recurso de inconstitucionalidad. Con toda probabilidad, el Tribunal Constitucional declarará nula la votación del Parlament antes de que concluya la semana. El Govern de la Generalitat y la mayoría parlamentaria que le acompaña ya han anunciado que desobedecerán al Tribunal Constitucional –así lo confirmaba el presidente Carles Puigdemont en una entrevista publicada en La Vanguardia el pasado domingo– y en los próximos días intentarán poner en marcha los dispositivos logísticos necesarios para que el referéndum se pueda llevar a cabo el próximo 1 de octubre.
A la espera de posteriores decisiones del Consejo de Ministros y del Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas se dispone a exigir una fianza de cinco millones de euros al expresident Artur Mas, a tres exconsellers y a siete altos cargos de la Generalitat por los costes económicos de la consulta del 9 de noviembre del 2014, en su día declarada inconstitucional. La ampliación de responsabilidades a los altos funcionarios puede leerse como un claro aviso a quienes en los próximos días y semanas incurran en desobediencia. En este contexto va a tener lugar el próximo lunes la celebración del Onze de Setembre. En este contexto, también, la sociedad catalana sigue de luto por los atentados del terrorismo islámico en Barcelona y Cambrils, de los que todavía no se ha cumplido un mes. Estamos ante una situación muy delicada.
Estamos ante una grave crisis de Estado. En tiempos pretéritos, un siglo atrás, ochenta años atrás, estaríamos probablemente bajo estado de excepción. El 6 de octubre de 1934, hace ochenta y tres años, cuando el presidente Lluís Companys salió al balcón de la Generalitat para proclamar “l’Estat català dins la República federal espanyola”, el Gobierno de la República proclamó el estado de guerra. Companys no efectuó una proclama estrictamente independentista, puesto que anunciaba un Estado catalán dentro de la República federal española, entonces inexistente, en un contexto de alta tensión por el auge del fascismo en Europa. Companys y casi todo su gobierno acabaron en la cárcel. Afortunadamente, aquellos tiempos quedaron atrás. Vivimos hoy en una sociedad más abierta, protegida por la malla de la Unión Europea. En este sentido será muy importante conocer en los próximos días el criterio de la Comisión Europea sobre los acontecimientos de esta semana en Catalunya.
Lo sucedido en el Parlament daña gravemente la institucionalidad catalana. Y la institucionalidad –pulcritud, respeto a las normas y procedimientos, respeto a la minoría, amor por las formas– es fundamental. Institucionalidad es poder. Esa fue una de las grandes lecciones de Josep Tarradellas hace ahora cuarenta años. Catalunya no se aproxima a la dictadura. Catalunya se halla en un trance político muy complicado, del cual dependerá la evolución política de toda España. Hay un gran enfado y descontento en la sociedad. Hay un fuerte deseo de autogobierno, que el independentismo no ha logrado transformar en una mayoría absoluta de sufragios. Los acontecimientos de ayer dañan la institucionalidad catalana, dejan a la intemperie a la mitad de la sociedad, debilitan la causa de Catalunya en los debates públicos, empañan la imagen del país en Europa y debilitan al propio independentismo. Ese no es el camino.
(Editorial del diario "La Vanguardia", publicado el 7 de septiembre de 2017)
Los españoles han sufrido tres nacionalismos. Dos de ellos, el castellano y el vasco, ya han fracasado. El tercero, el catalán, lo está haciendo a la vista de todos. A pesar de que sus portadores consideren sus diferencias irreconciliables, lo cierto es que los tres han cometido errores y excesos muy similares: aupados en relatos históricos artificiales o deformados, en manos de sus elementos más fanatizados, ante la inexistencia de frenos eficaces en la sociedad civil y valiéndose de la instrumentalización de las instituciones en apoyo de sus fines, han construido proyectos supremacistas basados en una pretendida superioridad cultural y moral. El resultado ha sido intolerancia con la diversidad, acoso a la pluralidad, exclusión de los diferentes y, en distintos grados, coacción y violencia contra los disidentes.
El primero es un viejo conocido. El nacional-catolicismo, convertido en ideología oficial del franquismo, intentó la asimilación cultural, lingüística e ideológica de los españoles. Para ello se valió de un relato histórico-imperial sobre la grandeza de la nación; de una identidad primordial, la castellana, que asimiló a la española, expulsando a otras posibles identificaciones; unas instituciones políticas y culturales autoritarias y represivas; y de una lengua, el castellano, que intentó imponer como única. En su apogeo, suprimió las instituciones históricas de vascos y catalanes, prohibió y persiguió sus lenguas y consideró como inferiores a los que ostentaban otras identidades.
Por fortuna, el empeño de construir España desde el nacionalismo castellano fracasó. Y aunque los rescoldos de ese nacionalismo se aviven ocasionalmente y se hagan sentir en la negación que la extrema derecha y sus seguidores mediáticos hacen de la pluralidad de lenguas e identificaciones que constituye España, la mayoría de los castellanoparlantes parecen estar vacunados contra el nacional-catolicismo, han abrazado la nación política democrática y descentralizada consagrada en la Constitución del 78 y sustituido o diluido el etnicismo castellano por un sano europeísmo con el cual también se sienten identificados tanto política como culturalmente.
El segundo de los nacionalismos españoles, el vasco, también se encuentra en fase de sano repliegue. Aunque su demanda de recuperación de los derechos, instituciones, autogobierno y lengua suprimidos por el franquismo estaba más que legitimada histórica, cultural y políticamente, el nacionalismo vasco fue usurpado por la confluencia de dos fuerzas que lo hicieron degenerar hasta convertirlo en una ideología excluyente y chovinista. Por un lado, su legitimidad se vio erosionada por el supremacismo racista subyacente en los postulados de Sabino Arana, del que emanaba un desprecio hacia los otros pueblos de España y un complejo de superioridad moral y cultural que en poco se diferenciaba del nacional-catolicismo franquista. Por otro, y de forma más grave, el nacionalismo vasco quedó tocado moralmente por la justificación del terrorismo que la izquierda abertzale derivó de la fusión de nacionalismo y marxismo-leninismo revolucionario. Convertido en un pretendido movimiento de liberación nacional que se valía de la violencia terrorista y el asesinato político, esa degeneración nacionalista, por suerte superada hoy, logró la cruel paradoja de convertir esa versión extrema del nacionalismo vasco en una amenaza para la democracia, vida y libertades de los españoles. De ahí el repliegue hacia posiciones que, hoy, sin renunciar a la independencia como objetivo político, rechazan la violencia como medio para la consecución de un Estado vasco y aceptan el método democrático como única fuente legitimadora de la acción política.
Nuestro tercer nacionalismo español, el catalán, tampoco es ajeno a esta dinámica de auge y caída. Forjado sobre un relato histórico que ensalza la trayectoria de un pueblo noble y sabio a la vez que trabajador y honrado, dotado de una supuesta tradición democrática anclada en el medioevo pero suprimida a sangre y fuego, y amante de la libertad y el autogobierno, el nacionalismo catalán ha estado a punto de construir el nacionalismo perfecto. Y no solo por razones sentimentales, sino de eficacia: el éxito económico catalán se ha sumado a la generosa y ejemplar labor de integración cultural y lingüística de los inmigrantes, que lejos de diluir la identidad catalana la ha reforzado. Pocas identidades nacionales han sido tan abiertas e incluyentes y a la vez tan exitosas a la hora de construir un modelo de integración.
Ese éxito sin paliativos ha desencadenado una tentación ruinosa: la de, víctima de la soberbia, jugarse la convivencia y el éxito económico para dotarse de un Estado propio sobre el que construir, por fin, una nación política. Y ahí es donde el nacionalismo catalán se ha resquebrajado. Como ocurrió con los otros dos nacionalismos, algunos han concluido que el fin superior de culminar el proyecto nacional justificaba retorcer los medios para lograrlo. Y pertrechados de la certeza de la superioridad moral de su causa están destruyendo o dispuestos a destruir todo lo bueno y sano que ese nacionalismo había alumbrado, poniendo en entredicho una convivencia ejemplar, sembrando la división entre catalanes buenos y malos y de primera y de segunda, instrumentalizando las instituciones, convirtiendo la lengua de todos en una lengua nacional, subvirtiendo la pluralidad de los medios públicos y aceptando como natural un discurso supremacista de tintes etnicistas y racistas (los españoles, vagos, atrasados y fascistas, nos roban y oprimen).
Pareciera que del ruido y furia del desafío secesionista se dedujera la inminencia del triunfo de su proyecto. Pero el fracaso del nacionalismo catalán es ya evidente. Igual que sus predecesores castellano y vasco, se han situado en una coyuntura en la que el deseo de culminar el proyecto nacional con un Estado propio lleva a anteponer independencia a democracia y pensar que el fin, moralmente superior, justifica medios ilegales y antidemocráticos. Como los otros nacionalismos, ni vencerá ni convencerá. Y una vez constate su fracaso, se replegará —esperemos— hacia posiciones compatibles con la democracia y la convivencia.
Concluyamos con optimismo que este triple fracaso, forjado sobre los excesos de cada nacionalismo, es una buena noticia, ya que permite vislumbrar la resolución de un problema histórico —la pugna entre diferentes proyectos nacionales dentro del país— y la consecución, por fin, de una nación política plenamente compatible con la diversidad de identidades. Quizá no hayamos caído en la posibilidad de que el triunfo del proyecto de construir una España plural en la que quepamos todos con nuestras identidades, lenguas y tradiciones culturales requiera del fracaso sucesivo de los tres nacionalismos españoles. Una España resultado de la domesticación de tres nacionalismos seguramente será más habitable que la que hemos conocido históricamente, incluso puede que refleje de forma más sincera y verdadera la auténtica identidad de España como un país plural. Demos pues la bienvenida a nuestros amigos al grupo de los nacionalismos fracasados. Si la Europa comunitaria se ha creado sobre el fracaso de sus nacionalismos, ¿por qué España no?
(Artículo de José Ignacio Torreblanca, publicado en "El País" el 4 de septiembre de 2017)
En la política española la operación independentista de Cataluña empieza a parecerse a las cuestiones nefandas que aparecen a veces en las familias o entre amigos. Cuesta tanto verbalizarlas que sólo se tratan a partir de eufemismos que impiden afrontarlas adecuadamente. Nadie se atreve a decir lo que cualquier polítólogo, historiador o jurista llamaría por su nombre, esto es, un golpe de Estado. ¿El referéndum que quieren celebrar los independentistas, como paso previo a la proclamación de la República catalana, forma parte del golpe de Estado? Y si es así, ¿se puede considerar también un autogolpe de Estado?
Empecemos indagando si estamos ante un golpe de Estado. Solemos identificar los golpes de Estado con un movimiento violento que derroca a un Gobierno y se hace con el poder en un país, como vemos en la Técnica del golpe de Estado de Curzio Malaparte que muestra la forma militar y violenta de los golpes de Estado. Con mayor sutileza, el Diccionario de la Real Academia define el golpe de Estado poniendo el acento en el hecho de apoderarse de los resortes del gobierno de un Estado. Pero si identificamos el golpe de Estado con la toma de los palacios (de Invierno o de la Moneda) o con la ocupación de las calles por vehículos militares acorazados no lograremos entender la verdadera esencia de un golpe de Estado. Hans Kelsen describió con gran precisión lo que es un golpe de Estado apuntando que hay un golpe de Estado (y en general una revolución) cuando “el orden jurídico de una comunidad es nulificado y substituído en forma ilegítima por un nuevo orden” (Teoría General del Derecho y del Estado). Y añadía Kelsen que en sentido jurídico el criterio decisivo es que el orden en vigor es reemplazado por un orden nuevo de forma no prevista por el anterior y la Constitución es reemplazada por otra nueva que no procede de la reforma de la que está en vigor.
¿No cuadra la visión kelseniana de los golpes de Estado con lo que está pasando en Cataluña? ¿No es el golpe de Estado la aprobación de las leyes de referéndum y de transitoriedad jurídica y la celebración del referéndum que conduciría, de triunfar el “sí”, a la proclamación de la República catalana? La única diferencia entre los anteriores golpes de Estado que ha habido en la Historia y el de los independentistas es que este se anuncia a bombo y platillo y nos cuentan las medidas que adoptarían en caso de fracaso. El procés es un golpe de Estado como un castillo, sin carros de combate pero con los mismos efectos políticos y jurídicos. No es muy diferente de otro proceso, el que pusieron en práctica los nazis en 1933.
Aclarado este tema veamos a continuación si estamos ante un autogolpe. El primer teórico del golpe de Estado, el francés Gabriel Naudé (Science des Princes, ou Considérations sur les coups-d’état), explicó en 1639 que los soberanos dan golpes de Estado para reforzarse políticamente y esta visión coincide con lo que ahora denominados autogolpe. El autogolpe (que han dado desde Napoleón III hasta Fujimori) se caracteriza por ejecutarlo las mismas autoridades que ocupan legalmente el poder quienes, al amparo de su posición, rompen inconstitucionalmente el ordenamiento vigente e implantan un nuevo orden político fundado en la fuerza o en un Derecho nuevo elaborado de forma ilegal e ilegítima. Si el procés, como hemos visto, un golpe de Estado que quieren ejecutar el Gobierno catalán y una parte del Parlamento (dos órganos estatutarios), hemos de concluir que estamos ante un autogolpe, tal como lo describió Naudé (con la única diferencia de que los órganos estatutarios no son soberanos).
No debemos olvidar que si se crea un nuevo Estado mediante un golpe, es muy difícil que ese Estado sea democrático pues la minoría golpista tenderá a gobernar sin contar con la mayoría de la población, como bien explicó Juan J. Linz al analizar la quiebra de las democracias.
Llegados a este punto, ya sin eufemismos, será legítimo que el Gobierno, con el apoyo de las Cortes, reaccione con firmeza. Están el artículo 155 de la Constitución —un procedimiento limpio, versátil y democrático—, el Código Penal y las nuevas atribuciones del Tribunal Constitucional. Y para aplicar todos estos instrumentos es necesaria, sobre todo, la unidad política en torno al Gobierno que debe ofrecer, como contraprestación, iniciativas políticas rápidas (incluida la reforma constitucional) a partir del 2 de octubre.
(Artículo de Javier García Fernández, publicado en "El País" el 31 de agosto de 2017)
La idea y las formas de la independencia siguen su curso en Cataluña ante la mirada indiferente del Estado. Muchos han creído que la prudencia del gobierno de la nación era la estrategia adecuada para no exacerbar los ánimos secesionistas y que, bajo la curiosa doctrina de que nada es sancionable hasta que no surta efectos legales, lo que hubiera que frenar sería frenado en el momento oportuno. Pero quizás sea pertinente preguntarnos si al abrigo de esta prudencia no se está fomentando entre las filas independentistas la convicción de que la secesión es posible, a la vez que entre los contrarios a la independencia crecen dudas fundadas acerca del mantenimiento de la unidad de España.
En la mente de muchos catalanes siguen revoloteando tres imágenes que ilustran el abandono o, por lo menos, la falta de presencia del Estado en Cataluña. La primera son las largas colas que el 9 de noviembre de 2014 se formaron ante los puntos de votación de la llamada consulta sobre la independencia. La segunda es la imagen de autoridad y poder que, desde el palacio de la Generalitat, Puigdemont y Junqueras, acompañados por la presidenta del Parlamento catalán y los diputados de las formaciones secesionistas, dieron el 9 de junio pasado cuando anunciaron la celebración del referéndum de secesión del próximo 1 de octubre. La tercera es la imagen de las banderas independentistas que, enarboladas en sólidos y prominentes mástiles, ondean desde hace ya varios años en muchos municipios catalanes, y que ahora se ven complementadas con monumentales urnas y no menos visibles papeletas con un rotundo SÍ.
Es pura forma, dirán algunos, no hay sustancia que deba ocupar nuestra atención. Pero son imágenes que hubieran sido imposibles en cualquier democracia asentada. Imágenes que inevitablemente llevan a muchos ciudadanos a pensar si el pacto entre ellos y el Estado no se estará rompiendo, si no estará desapareciendo la protección que la ley les otorga ¿Cómo si no entender el anuncio del referéndum del 1 de octubre, en el que una parte del Estado desafiaba a otra parte del mismo Estado, diciéndole que no iba a respetar la legalidad establecida; incumpliendo de hecho y en ese mismo momento la ley?
Que sean cuestiones formales no quita que puedan influir de forma decisiva en la posición de la gente ante la independencia. Particularmente cuando a la imagen ofrecida por las declaraciones más desafiantes y rebeldes de los secesionistas sigue la imagen del silencio del gobierno de la nación, cuando no la del saludo cortés con ocasión de los numerosos actos públicos que ambas partes comparten. Una concatenación de imágenes contradictorias que a los que no entienden la doctrina de que para actuar haya que esperar a que aparezcan efectos legales, confunde y desmoraliza por su absurdidad; pero que a otros conforta por lo que tiene de confirmación de su expectativa de una independencia posible: si Puigdemont puede anunciar el referéndum del 1 de octubre y todo sigue igual, Puigdemont podrá sin duda también organizar y celebrar este referéndum.
El gobierno de la nación ignora los peligros que su cautela genera. En primer lugar, ignora que la política de pasividad, a la vez que disminuye el poder del Estado aumenta la fuerza del movimiento independentista. Frente a la soberbia cada vez más aparente del movimiento secesionista, cada cesión, cada muestra de laxitud en el descargo de las obligaciones del gobernante debilita su poder y refuerza el de su opositor. En segundo lugar, la pasividad concede la iniciativa a los secesionistas. Estamos en una lucha de poder en la que, para los secesionistas, todo vale. Si el gobierno de la nación ha mostrado ya sus cartas al reconocer que no actuará hasta que las acciones comporten efectos legales ¿para qué legislar antes de tiempo? En el extremo, la ley del referéndum puede aprobarse en el último momento, con las urnas y la logística del referéndum totalmente a punto, y con las colas de ciudadanos ya formadas para votar. Por último, es posible que un mayor activismo estatal genere más independentistas, pero la pasividad de la política actual cercena el apoyo de quienes, aun no deseando la independencia, ven con ansiedad que se tolere el protagonismo de quienes claramente quieren separar Cataluña de España.
La falta de garantías del referéndum facilita su presentación al ciudadano como la última oportunidad para ser contado como buen catalán. Una intimación que ya han sufrido los jueces y funcionarios catalanes, y que acabará haciéndose a todo el mundo. En este contexto, la ansiedad de los ciudadanos contrarios a la independencia y el debilitamiento de su apoyo a un gobierno que no parece concernido, puede causar un aumento en la participación del referéndum. Cuanto más cerca del 1 de octubre estemos, mayor será la inestabilidad de la situación y el desconcierto de los ciudadanos, y en la volatilidad del momento lo inesperado puede ocurrir. Si el referéndum se celebra y acaba acreditándose que ha contando con una participación razonable, España tendrá un problema.
Alguien puede creer que lanzar esta predicción, sujeta a tantos condicionantes, es un ejercicio de puro alarmismo. Pero los ciudadanos no son héroes ni tienen la obligación de serlo. Son personas de carne y hueso que quieren vivir en paz y aborrecen la incertidumbre. Son individuos que pueden, en una situación tan inestable como la presente, con la mejor de las voluntades y en salvaguarda de su interés tal como ellos lo perciben, hacer del sueño secesionista una realidad.
Por prudencia, este es el supuesto del que Rajoy debería partir para decidir sus próximos pasos. El riesgo de avivar la llama independentista palidece frente al peligro de llegar a las puertas de un posible referéndum con la duda instalada en la mente de los ciudadanos. Antes, mucho antes del 1 de octubre, y con independencia del curso que tomen las iniciativas legislativas del Parlamento catalán, Rajoy debe convencer a la sociedad española de que este referéndum no se celebrará. Simplemente decirlo, como ha hecho hasta ahora, y a la vez no hacer nada para cambiar las condiciones objetivas de la política catalana, no despeja la incertidumbre. Rajoy no puede seguir ignorando la quiebra del Estado causada por la falta de lealtad institucional del gobierno autonómico catalán. Si esta quiebra no se repara, nada que contemple una descentralización política y económica como la que España ha disfrutado en los últimos cuarenta años es posible. Rajoy tiene ante sí un problema muy difícil y su obligación como presidente del Gobierno es resolverlo.
(Artículo de Antoni Zabalza, publicado en "El País" el 30 de agosto de 2017)
Las elecciones son demasiado poco para unos y demasiado para otros. Unos insisten en recordarnos los errores de los votantes (Surowiecki) y otros subrayan las limitaciones de los procesos electorales para determinar y hacer valer la voluntad popular (Van Reybroucke). Para los primeros, las elecciones representan demasiado bien lo que quieren los electores y para otros demasiado mal; la principal preocupación es, en el primer caso, el populismo, y en el segundo, la crisis de la democracia representativa. Unos consagran el orden constitucional o la legalidad vigente como algo que en ningún caso puede ser socialmente verificado; otros apelan a la voluntad de los militantes, a las consultas o defienden la tesis de la “absolución electoral” para los corruptos.
Algo está pasando en nuestros sistemas políticos cuando la inminencia de una cita electoral es vista como una amenaza (o la ausencia de elecciones inmediatas se celebra como una oportunidad para llevar a cabo ciertas políticas) o, en el caso opuesto, se tiene una concepción descontextualizada e irrefutable de la voluntad popular, es decir, sin contrapesos, marco legal, información suficiente, espacio para la deliberación o protección de las minorías.
Lo complicado del asunto es que todos tienen algo de razón. Se trataría, por tanto, de compaginar ambas posiciones, de completar la democracia, que no es una mera legalidad constitucional, pero tampoco una serie de big bangs constituyentes, que no puede prescindir del electorado, pero que no debe ser solo democracia electoral. No se pueden suprimir las instituciones de la democracia electoral sin dañar la democracia, pero se la puede y debe completar con otro tipo de instituciones que defienden valores igualmente necesarios para la calidad de la vida democrática.
En todos los Estados democráticos hay previsiones constitucionales o cuasiconstitucionales que limitan el poder del demos y configuran una serie de instituciones que no representan tanto a las personas sino a ciertos valores o bienes públicos. Representan de algún modo la imparcialidad y defienden determinado bien común al margen e incluso por encima de los electores actuales. Una característica de la gobernanza de todas las democracias contemporáneas es la delegación de poderes significativos en instituciones que no rinden cuentas directamente ante los votantes o los representantes electos: tribunales, bancos centrales independientes, autoridades regulatorias de supervisión y regulación, comisiones de la competencia y tribunales de cuentas se hacen cargo cada vez de más ámbitos de la vida política y económica. Hay un desplazamiento del poder hacia lugares menos sometidos al escrutinio y control públicos, y esa derivación no siempre está motivada por intenciones perversas sino también por necesidades funcionales que es necesario entender y legitimar.
¿Cómo se justifica la existencia de tales instituciones? De entrada, hay una justificación funcional. Existe un amplio consenso en torno a la convicción de que, por ejemplo, el control de las normas y la política monetaria o crediticia son mejor desempeñados por los tribunales constitucionales y los bancos centrales que por los parlamentos. Imaginemos las consecuencias desastrosas que tendría la asunción de estas tareas por los parlamentos. De ahí que la delegación de estos momentos de soberanía no debilite sino que fortalezca la democracia, si es que por democracia entendemos no solo la formalidad de quién toma las decisiones sino la capacidad de proporcionar determinados bienes públicos.
No está de moda defender las instituciones técnicas, pero conviene recordar la función que ejercen en una democracia. En una entrevista publicada por Süddeutsche Zeitung, el director general de la oficina estadística de la UE, Walter Rademacher, explicaba la responsabilidad de los Estados miembros al dar por buenas las cuentas de Grecia para su ingreso en la moneda única cuando todos tenían serias dudas acerca de la fiabilidad de las informaciones proporcionadas por el Gobierno griego. Por esta razón el Eurostat pidió más poderes de control pero los Estados miembros se opusieron a ello. En aquel caso, los técnicos tenía razón frente a quienes representaban a sus electorados.
Un segundo tipo de legitimidad de esta delegación en instituciones independientes del ciclo electoral procede de la justificación por el largo plazo. Uno de los problemas de las actuales democracias es su inconsistencia temporal, el hecho de que sacrifiquen los proyectos de largo alcance ante el altar de los beneficios electorales inmediatos. Todo lo que tiene que ver con la protección de las minorías, la justicia intergeneracional o ciertos compromisos medioambientales (es decir, con los intereses que por definición están escasamente presentes en nuestros procedimientos de decisión) requieren algún tipo de justificación que no depende de la voluntad de los electorados realmente existentes.
Este tipo de bienes solo pueden protegerse cuando una parte de la soberanía es transferida a un nivel menos “electoralmente democrático” y son adoptadas por instituciones más inmunes a las presiones inmediatas. Las instituciones europeas fueron creadas en parte para gestionar este tipo de externalidades intratables por procedimientos democráticos. Algunas de las acusaciones de tecnocracia o déficit democrático tienen que ver con esta circunstancia; no con que no sean suficientemente democráticas sino con que no son electoralmente democráticas. Los costes de una institución no democrática (o mejor: no electoral o mayoritariamente democrática) tienen que ser sopesados con los beneficios de salvaguardar ciertos bienes colectivos. Pensar de este modo no equivale a derogar la democracia sino más bien defenderla frente a su debilidad. Todo ello no es incompatible con ciertas reformas que deben asegurar sus procedimientos para hacerlas más democráticas, por ejemplo, más representativas (pensemos en la escandalosa infrarrepresentación de las mujeres en el Banco Central Europeo) o reformulando su independencia, siempre y cuando se lleven a cabo sin comprometer su naturaleza.
Podríamos concluir afirmando que estas instituciones deben entenderse como un constitucionalismo democráticamente configurado y no como una democracia constitucionalmente restringida. Serían democráticamente inaceptables si fueran modos de impedir el poder del pueblo y no un modo de canalizarlo adecuadamente o si estuvieran configuradas de tal manera que se encontraran absolutamente fuera del alcance de la discusión pública y la reforma.
(Artículo de Daniel Innerarity, publicado en "El País" el 26 de agosto de 2017)
Desde que el jueves pasado se produjera el fatídico atentado en La Rambla, al que siguió el frustrado en Cambrils, los Mossos d'Esquadra han desplegado un esfuerzo tan intenso como exitoso para devolver la tranquilidad y la seguridad a la ciudadanía.
La confirmación del abatimiento ayer en la localidad de Subirats del que parece ser el último terrorista huido, Younes Abouyaaqoub, representa el broche de una operación policial extremadamente compleja, que ha mantenido abiertos múltiples frentes en diferentes localidades de forma simultánea y en la que los agentes de este cuerpo han tenido que emplearse a fondo en varias ocasiones, arriesgando sus vidas sin dudarlo cuando ha sido preciso.
Con toda razón, su buen hacer policial en una situación de enorme tensión y dificultad les ha hecho ganarse el reconocimiento y el cariño de todos, al que no podemos menos que sumarnos. A ello hay que añadir una acertada política de comunicación, en la que la información disponible ha fluido, con las lógicas limitaciones de una investigación en curso, de forma natural y ordenada. Las comparecencias del Mayor de los Mossos, Josep Lluís Trapero, han estado presididas por un rigor y profesionalidad modélicos.
Sin duda que de este atentado, como de todos los anteriores, se tendrán que extraer lecciones operativas. Todo cuerpo policial, más en una materia tan crucial como el terrorismo, está obligado a llevar a cabo, después de cada ataque, una evaluación en profundidad de lo acontecido. Igual que de los atentados del 11-M se extrajeron valiosas lecciones que dieron lugar a nuevos métodos de trabajo, en esta ocasión, una vez concluida la operación, habrá que ver qué procedimientos y rutinas hay que modificar o crear para mejorar la prevención de este tipo de atentados. No obstante, esa tarea de evaluación y crítica no solo compete a los Mossos, sino a todos los cuerpos de seguridad e inteligencia del Estado con competencias en materia de terrorismo.
En cualquier caso, más allá de las dudas y cuestiones legítimas, que habrá que ir aclarando, lo que los Mossos han demostrado en esta operación es su plena capacidad operativa y, con ello, el acierto que supuso su creación y despliegue en todo el territorio catalán como policía integral.
El éxito de los Mossos es tanto más relevante por cuanto en los últimos tiempos ha visto su trabajo puesto en cuestión por una doble pinza de desconfianza. Por un lado, la originada en el Gobierno y el Ministerio del Interior, que sospechando de las veleidades secesionistas de sus mandos políticos les negaba recursos e información cruciales. Y, por otro, la proveniente del Govern, que no ha ocultado su intención de querer hacer de los Mossos una fuerza policial al servicio de unos planes secesionistas, referéndum incluido, claramente ilegales.
De esta crisis, sin embargo, salen unos Mossos reforzados en su profesionalidad y que no deben ser en ningún caso instrumentalizados políticamente. Como han demostrado, su vocación de servir a la libertad y la seguridad de la ciudadanía es su verdadera identidad y razón de ser.
(Editorial de "El País", publicado el 22 de agosto de 2017)
Es posible que haya tenido solo una resonancia menor en el resto de España, pero el dato es relevante y seguramente también sintomático: 200 afiliados de los comuns en Cataluña han rechazado la previsible convocatoria del referéndum de la Generalitat en sus actuales condiciones legales y, peor todavía, éticas, intelectuales, políticas y culturales.
Desde el poder público catalán no ha existido la menor equidistancia ni neutralidad alguna a la hora de promover ese referéndum porque no se trata de confiar en él sino de exaltar el sí a la independencia como su resultado necesario y deseable. La voz más expresiva en este contexto fue sin duda la de Anna Gabriel cuando dijo en reunión solemne y sin que nadie la desmintiese (con Puigdemont a la mesa, con el abanderado de la democracia internacional Raül Romeva allí, con la exquisita izquierda independentista de Toni Comín aguantando el chaparrón) que, fuese cual fuese la participación en el referéndum del 1 de octubre, un sí mayoritario en esas urnas comprometía a la Generalitat a una declaración de independencia inmediata.
Suena literalmente a sabotaje democrático pero es a la vez una exposición limpia y directa —esa es la parte noble de su declaración— de los propósitos de la CUP con respecto a la independencia de Cataluña: será, tanto si la vota una mayoría de catalanes como si no. Esa imperfección democrática es jerárquicamente secundaria para una vanguardia política más cercana a la acción directa que a la lógica contable de un independentismo parlamentario mayoritario que a la vez es minoritario en votos.
Desde hace años he sido partidario de un referéndum como mecanismo para desencallar el problema español que significa Cataluña hoy, además de ser un problema para catalanes, por descontado. Hoy es inviable, o es inviable en las condiciones actuales de abuso de poder sobre la oposición parlamentaria en Cataluña, que no es exactamente residual.
El hecho de que desde Comuns se hayan movilizado algunos cuadros relevantes (y algunos de ellos muy nacionalistas) para expresar su rechazo a esta convocatoria es decididamente significativo: ni siquiera la izquierda a la izquierda de los socialistas se ve con ánimos de respaldar esa convocatoria porque incurre en un evidente estrangulamiento de los derechos democráticos.
Al mismo tiempo, sin embargo, Pedro Sánchez reclama a menudo a Mariano Rajoy una forma de movilización, ni que sea tímida o de paso plúmbeo, que contribuya a encontrar alguna forma de salida política negociada a través del diálogo. Resuena un punto demasiado evasivo ese diálogo, o no parece llevar detrás una ofensiva política con pesos y medidas, y tampoco parece realmente creíble hoy un movimiento político significativo por parte del Gobierno.
Menos previsible es todavía tras la incongruencia democrática en que ha incurrido el Govern al cesar un día a un conseller simplemente sincero en sus dudas, y al día siguiente cesar a tres de una tacada por sus sospechosas vacilaciones íntimas (y por pertenecer todos, por cierto, al partido del propio Puigdemont: esta vez la purga ha sido perfectamente respetuosa con los modos clásicos de los tiempos heroicos). Por ningún lado parece haber solución fácil al conflicto, que dispone entre dos y tres meses más para acelerar el enconamiento con el 11 de septiembre como punto máximo de calor popular.
Hay a la vez una verdad bastante segura: no existe una posición públicamente fuerte y cohesionada por parte de quienes no queremos la independencia de Cataluña (por considerarla empobrecedora económica y culturalmente, e incluso políticamente desleal). Nos expresamos de forma casi siempre personal, testimonial, reactiva y un tanto desesperada, como si no hubiese modo de establecer las condiciones de un pacto de mínimos sobre una solución no solo democrática sino de medio plazo, capaz de asumir la nueva realidad social y política gestada en Cataluña desde la crisis de 2008, la campaña anticatalana del PP y la sentencia sobre el Estatut de 2010.
Las posiciones de los partidos no independentistas son distantes sin duda en muchos temas pero es probable que el principio de realidad aconseje a buena parte de los miembros de las ejecutivas de PSOE, Podemos, Comuns (IC, Ada Colau, etcétera) una actitud más proactiva y menos inercial, capaz de presionar tanto a un Gobierno como al otro. Puede que muchos fabulen ya con la convocatoria de una comisión, una mesa política o un algo que sirva para acordar sin rencor ni revanchismo contra la Generalitat (ni contra el Gobierno de Rajoy) una alternativa económica, electoral, financiera, política que contraste de frente con la mera acción judicial del Estado.
No existe hoy esa exhibición programática en forma pública, y hasta da la sensación de que esos 200 afiliados de los comuns emiten un mensaje al aire o a la nada, sin interlocutores que asuman lo que tiene de petición de auxilio. Esos 200 creo que están pidiendo al resto de España aliados y alianzas, políticos y mediáticos, más allá de la actuación jurídica contra la Generalitat: están pidiendo una forma de pacto sin brigadas aranzadis y sin tacticismos excesivos que interiorice que el problema de los 200 es un problema de poder en y para España.
La propuesta de un conjunto de iniciativas o el mero atisbo de una tentativa de ensayo de medidas viables (¡!), puede ser el mejor instrumento de confianza para quienes no tienen hoy otra opción que deplorar tanto a un Gobierno como al otro.
El campo está libre para llenar ese vacío con propuestas políticas complicadas y de ardua negociación como sin duda lo serían la renovación federal del Estado, posibles pactos de nueva autonomía, compromisos creíbles de solidaridad y a la vez linealidad fiscal. Una comisión multipartita convencida de su oferta de doble sentido, a España y a Cataluña, de acuerdo con la realidad de hoy está todavía por probar, sobre todo si renuncia a la fantasía de creer que esto va a desinflarse como el clásico suflé.
El respaldo social a esos 200 de Comuns existe; lo que no existe es la cristalización política y mediática de un espacio político tan tímido que ha cedido el protagonismo a dos confortables posiciones extremas: el independentismo unilateral (perdedor) y la estrategia judicial del Estado (vencedora). Es la perfecta combinación catastrófica para que no cambie nada, o nada para bien.
(Artículo de Jordi Gracia, publicado en "El País" el 9 de agosto de 2017)
Entre las resoluciones aprobadas por el PSOE en su último Congreso figura la defensa del carácter “plurinacional” del Estado y la propuesta de modificar la Constitución para incluir esa fórmula en el artículo 2 en el marco de una reforma en clave federal.
Los partidarios de la opción plurinacional se basan en la distinción entre dos conceptos de nación (cultural y político). La nación política es soberana mientras que las naciones culturales no lo son. Junto a la única nación política existente —dotada de soberanía— que es España, habría que reconocer la existencia de un número indeterminado de naciones culturales. Para defender esta interpretación del Estado Constitucional vigente no hace falta ninguna reforma. El actual artículo 2 ya menciona junto a la “indisoluble unidad de la nación española”, titular de la soberanía indivisible, la existencia de “nacionalidades y regiones” a las que se les reconoce el derecho a la autonomía política. La introducción del concepto de “nacionalidades” en el artículo segundo de la Constitución supuso ya reconocer la existencia de “naciones culturales”.
Nación cultural es el significado que hay que dar al término “nacionalidad” del artículo 2. Inicialmente no eran muchas, pero el jardín de las naciones ha ido floreciendo. Aragón, por ejemplo, al constituirse en comunidad autónoma no se consideró nacionalidad sino región, pero con el tiempo, a los dirigentes políticos de la comunidad, región les supo a poco y optaron por convertir la región en nacionalidad. Lo mismo hicieron otras. Según el artículo 2, España ya es una nación política que reconoce la autonomía de las naciones culturales (nacionalidades). Si esto es lo que defiende el PSOE, no se comprende que reclame una reforma del artículo 2. La reforma que se propone tiene otro significado y alcance.
Aunque la Constitución reconozca la existencia de una serie de naciones culturales, España no es un “Estado plurinacional”. Y no puede serlo porque como Estado democrático es un Estado de ciudadanos y no de naciones. La fórmula propuesta por el PSOE para contentar a las fuerzas nacionalistas supone considerar a las naciones como elementos constitutivos del Estado. En esto consiste el verdadero alcance del término “Estado plurinacional”. La existencia de naciones culturales ya está reconocida por la Constitución, lo que no lo está es la consideración de las mismas como elementos constitutivos del Estado.
Esta es la contradicción intrínseca de la propuesta. Cuando sus promotores subrayan que defienden la concepción de España como una única nación política, parecen olvidar el significado ideológico de la nación política. La nación política no es solo la nación soberana, sino sobre todo la “nación cívica”, es decir, compuesta por ciudadanos libres e iguales en derechos. Esa nación cívica —el presupuesto del Estado constitucional— es incompatible con cualquier definición del Estado como plurinacional. El Estado constitucional está integrado por ciudadanos (iguales) y no por naciones (diversas). No es la soberanía, sino la libertad y la igualdad lo que está en juego. La defensa del “plurinacionalismo” supone sacar del desván de la historia uno de los artilugios del pensamiento reaccionario: la noción romántica de nación, definida por elementos culturales y sentimentales, que ha sido siempre combatida por la izquierda consecuente preocupada por la igualdad y por construir Estados (más que naciones) de ciudadanos libres.
El Estado federal es incompatible con la lógica de la plurinacionalidad. Está basado en la igualdad sustancial de los entes que lo componen mientras que el Estado plurinacional presupone la desigualdad. La definición constitucional del Estado como plurinacional obligaría a precisar el número de naciones que lo integran. Hoy esto no es necesario porque, al no ser las nacionalidades (y regiones) elementos constitutivos del Estado, su número puede variar sin consecuencias prácticas. Y exigiría determinar que consecuencias jurídicas se derivan para los ciudadanos de una entidad territorial que esta sea calificada como nación. Si suponen algún tipo de ventaja, los ciudadanos de Cartagena podrían también querer definirse como “nación”. Y los de León, y los de La Gomera, etcétera.
La fórmula “plurinacional” puede desembocar fácilmente en el caos y no aparece en ninguna Constitución democrática de Europa. Solo la recogen las Bolivia y Ecuador. El PSOE debe aclarar si su modelo territorial es Alemania (como paradigma del federalismo) o Bolivia.
(Artículo de Javier Tajadura, publicado en "El País" el 8 de agosto de 2017)
Que nuestro president nos convoque a un referéndum para el que no hay censo, ni junta electoral, ni funcionarios, ni locales, ni urnas, ¿no da risa?
Que presida el Gobierno un señor que no se presentó para ese cargo, y su proyecto estrella sea uno que no figuraba en el programa, ¿no es como para llorar?
Que un Gobierno adopte una iniciativa de inmensa trascendencia… con el evidente fin de que otro Gobierno la prohíba, ¿no parece una broma?
Que nos digan que una decisión traumática e irreversible se podrá tomar por un voto, sin umbral mínimo de participación, ¿no es alarmante?
Que la voluntad de todos aquellos que en esas condiciones nos negamos a votar (el 9-N fuimos el 63%) no cuente para nada, ¿no es motivo de furia?
Que nos anuncien que han preparado una ley importantísima para el caso de que gane el sí, pero no nos dejen verla, ¿no es un chiste?
Que llevemos cinco años hablando de una sola cosa: si proclamamos o no un Estado independiente, pero que nadie sepa en qué consistiría, porque los proyectos o no se conocen, o son irrealizables, o incompatibles entre sí (¿qué país pueden construir juntos Junts pel Sí y la CUP?), ¿no es un disparate?
Que el president exprese complacido que “damos miedo, y más miedo que daremos”, ¿debería provocarnos carcajadas o sudores fríos?
Que para el caso de que no se celebre el referéndum, quienes lo han convocado no tengan ningún plan, ¿no es terrorífico? Cuando todo esto se vaya a pique, como de un modo u otro se va a ir, ¿qué piensa hacer el Govern? ¿Atrincherarse en el castillo de Montjuïc, con cianuro y revólveres? ¿En el túnel del terror del Tibidabo, con sombreros de cucurucho y escobas? ¿O salir al balcón de la plaza Sant Jaume a tirar monigotes de papel y polvos picapica gritando: ¡inocentes, inocentes!, ¡os creísteis lo de la independencia!… y de paso, revelar que los Reyes son los padres?
Yo no sé si debo reír (¿de miedo?) o llorar (¿de risa?). O afligirme al comprobar que cada día que pasa estamos más divididos y enfrentados. O comprar palomitas y sentarme a contemplar el espectáculo. O preparar pañuelos y abrazos para quienes se van a quedar huérfanos, o tomates podridos para quienes les engañaron. Lo que sé es que, por favor, por favor, por favor, ¡quiero poder pensar en otra cosa!
(Artículo de Laura Freixas, publicado en "La Vanguardia" el 13 de julio de 2017)
Las Administraciones públicas están en una coyuntura en la que está en juego su propia supervivencia. La revolución tecnológica 4.0 está facilitando un gran empoderamiento ciudadano que se manifiesta no solo con la economía colaborativa sino también en otras dimensiones de carácter político, educativo y cultural. Las instituciones y organizaciones que ejercen de intermediarios sociales están en riesgo de desaparecer si no son capaces de generar un nuevo valor para sus contribuciones. Medios de comunicación, editoras de enciclopedias, universidades, entre otras, están en riesgo de evaporización. Las Administraciones públicas no son una excepción ya que fundamentalmente su papel es de intermediación entre la ciudadanía y el bien común o el interés general. Resulta obvio que no se hace referencia a su desaparición física sino a una potencial defunción conceptual en el sentido que pueden dejar de ser relevantes en las redes de gobernanza cada vez más complejas en las que comparten espacio con las empresas privadas, con las organizaciones sin ánimo de lucro y con diferentes modelos alternativos de organización social. Además, las Administraciones públicas están en horas bajas por la impotencia de la política para resolver buena parte de los problemas y retos ciudadanos. El poder real está difuso en la economía y los partidos políticos no encuentran las palancas para generar las soluciones que exige la ciudadanía. Cada vez el Estado, en su acepción más amplia, es más irresponsable ya que no puede asegurar el trabajo, unas retribuciones dignas, la vivienda, las prestaciones sociales e incluso la seguridad a una sociedad cada vez más temerosa y crispada. La impotencia de la política y del Estado revierte de manera muy negativa en la Administración pública ya que su fuente principal de energía reside en la fuerza del poder político.
Muchos son los retos y la Administración pública carece de capacidad de reacción, ya que está atenazada por un modelo organizativo y por un sistema de gestión de sus recursos humanos totalmente obsoleto. Los desafíos del siglo XXI no pueden enfrentarse con un modelo conceptual propio del siglo XIX. Pero además, la Administración pública se encuentra totalmente paralizada por capturas de carácter político, corporativo y sindical. A pesar de esta situación estructural tan negativa, las Administraciones públicas españolas han logrado durante los 40 años de singladura democrática prestar unos servicios públicos de una gran calidad y de forma bastante eficiente y edificar un Estado de bienestar. Es un milagro solo explicable por el dinamismo de una clase política y de unos empleados públicos, dos colectivos injustamente desprestigiados socialmente, que han adoptado modernas formas de liderazgo y de gestión en la prestación de servicios públicos. Pero ambos no se han preocupado en exceso por lograr un mayor refinamiento institucional y por modernizar las anticuadas arquitecturas organizativas.
Durante la próxima década se va a producir un proceso de jubilación masiva de los empleados públicos y se estima que durante este periodo va a entrar un millón de nuevos efectivos. Trabajadores públicos que prestarán sus servicios hasta el 2070. Esta es una enorme oportunidad de renovación del sistema que no se puede dejar escapar. Durante los próximos 50 años se experimentarán cambios vertiginosos de la mano de las tecnologías de la información, de la robótica y de la biomedicina. El papel de la Administración pública será distinto en el marco de una sociedad del aprendizaje y sus modelos organizativos deberán ser mucho más contingentes y, por tanto, adaptables a los cambios. Pero estamos dormidos y las Administraciones siguen con sus inercias, con sus tradiciones y sin ninguna expectativa de romper unas pautas culturales, institucionales y organizativas de carácter mineral. Si no se realiza ahora mismo un esfuerzo de análisis de prospectiva que impulse un proceso de cambio y de modernización rápida y radical, la Administración pública puede perder el tren para los próximos 50 años. Y ello puede implicar su irrelevancia en las futuras redes de gobernanza público-privadas. Es insensato que los empleados del futuro sean seleccionados por pretéritos sistemas memorísticos con temarios que van a perder su consistencia y vigencia en muy pocos años. Es incomprensible que los nuevos empleados públicos entren en un modelo organizativo y de gestión de recursos humanos totalmente obsoleto a nivel de vínculos (¿tiene sentido que la mayoría sigan siendo funcionarios?), de una falta clara de definición de competencias, de aptitudes y de actitudes, de una carrera administrativa y unas tablas retributivas insensatas y que residen en una burbuja autista y autárquica respecto al resto del mercado laboral. Van a entrar durante la próxima década jóvenes muy bien preparados, adaptados a la era digital y con enormes capacidades de aprendizaje. Pero pueden alistarse en un contexto de cultura institucional y organizativa tan anticuado que castre de raíz todas sus potenciales capacidades y en pocos años los transforme en empleados anticuados, rutinarios y corporativos.
Es ahora el momento de poner manos a la obra en la tarea de modernizar la Administración pública. Y no hacerlo como una impostura o de forma incremental, como suele dictar la tradición. Nuestro modelo de Administración pública exige un cambio radical solo posible si se dinamita su modelo organizativo y, en especial, su sistema de gestión de recursos humanos. Hay que pensar de manera estratégica, con altura y con prospectiva. No estamos hablando de cambiar ligeramente los temarios y otros elementos vinculados a la gestión de recursos humanos. Estamos planteando descartar todo lo que hay ahora y definir un imaginativo modelo de futuro. Por ejemplo, ya deberíamos estar pensando en sistemas meritocráticos para el acceso de los robots (se especula que el 30% de los actuales puestos administrativos van a ser suplantados por robots) y en un modelo de gobernanza de la robótica.
Para implantar este cambio hace falta una gran valentía política para enfrentarse a inercias conservadoras de carácter corporativo y sindical. Pero no queda otra opción si queremos que nuestros hijos y nietos disfruten de los servicios públicos de los que nuestras generaciones han gozado hasta el momento. No se percibe que las empresas estén capacitadas, ellas solas, para defender el interés general. Tampoco se avista que los grupos sociales organizados puedan defender, en solitario o con las empresas, de manera transversal el bien común. Ambos grupos de actores serán imprescindibles para lograrlo, pero bajo la batuta de unas Administraciones públicas —bajo el mando del poder político derivado de la democracia representativa— más modernas e inteligentes, capaces de asumir lo que la literatura denomina el papel del metagobernador.
(Artículo de Carles Ramió, publicado en "El País" el 11 de julio de 2017)
La “ley del referéndum de autodeterminación” presentada por los dos grupos secesionistas de la Cámara catalana (Junts pel Si —Esquerra y la ex-Coinvergència— y la CUP) es un fraude.
Un fraude político, en primer lugar, porque su presentación se revistió de la apariencia de celebrarse en el hemiciclo del Parlament. Pero no fue así, sino en una sala del mismo, para así hurtar el debate democrático, la rendición de cuentas ante los representantes de la ciudadanía y el cumplimiento de la ley.
Se trata, además, de una presunta norma, carente por completo de estatuto jurídico parlamentario. Ni es borrador, ni es proyecto, ni es moción. No es nada más allá del vacío, al menos de momento. ¿A quién se pretende obligar con una norma que se disfraza y esconde para no ser tal?
Las leyes otorgan una necesaria formalidad e inevitables formalismos a la voluntad del legislador, deben elaborarse siguiendo unas pautas institucionales muy regladas (borrador, proyecto, en comisión, luego en Plenos...) para perfeccionarlas y para posibilitar la labor legislativa de la oposición. Todo lo que no sea observar estos procedimientos es despreciar al Parlamento y arrogarse tanto la legitimidad como la legalidad de hacer leyes sin pasar por él: es curioso que este pecado de leso Estado de derecho lo cometa en este caso la propia mayoría (aunque exigua) secesionista. Algo que dice bastante de su cultura democrática y de su visión del futuro.
El texto es, además, un fraude jurídico, sustantivamente, porque se trata de un texto con apariencia de ley que incurre en ruptura legal y en fraude de ley.
En ruptura legal —más conocida en cuanto a su intencionalidad política— porque pretende quebrar el ordenamiento democrático catalán y español, al violar la soberanía constitucional que radica en toda la ciudadanía española; anular de facto el Estatut y convocar un referéndum unilateral, tampoco incardinable en las normas de convivencia que en su momento votó la ciudadanía catalana (y española).
La segunda, más novedosa, establece lo que el Govern había preanunciado como “garantías del referéndum”. En realidad se trata de garantías de lo que sin duda sería el acto fundador de un régimen que difícilmente escaparía al calificativo de autoritario. Es así técnica y políticamente porque el texto aborda cuestiones propias de una ley electoral: la autoridad electoral, el censo, los quórums requeridos... Pues bien, esa ley electoral, prevista en el Estatut (artículo 56) nunca se ha redactado, pues nunca alcanzó la mayoría reforzada de dos tercios (90 diputados) del Parlament que requiere. Sustituirla por una ley de referéndum que solo exige el voto de 69 diputados (el bloque secesionista dispone de 72) es trampa. Constituye una anulación de la oposición y la suspensión efectiva de la democracia.
Contradice, por lo demás, las condiciones que el Consejo de Europa (en su Comisión de Venecia) establece para un referéndum solvente: antelación mínima de un año de la ley que lo ampare; negación de una consulta unilateral en vez de pactada; censo solvente y fiable. En su afán rupturista, el secesionismo, una vez más, se desconecta del sentido común, la realidad y los mínimos democráticos exigibles a cualquier proyecto político.
(Editorial de "El País", publicado el 5 de julio de 2017)
Hace hoy 40 años que se celebraron en España las primeras elecciones democráticas después de la dictadura. Una convocatoria en la que participaron partidos de toda condición ideológica que marcó el hito de no retorno en la evolución democrática del país. Esta culminaría en una Constitución muy avanzada; en la afirmación de un Estado de derecho y no meramente un estado de leyes; en la sucesión en el poder de distintos partidos rivales; y en el diseño y puesta en práctica de un modelo de poder territorial de verdadero autogobierno político, igualmente accesible para todas las comunidades, pero diferenciado en cuanto a su velocidad y su alcance competencial, según la voluntad política y las características de cada una de ellas.
Estos cuatro decenios han constituido y consolidado la etapa democrática más profunda y duradera de toda nuestra historia reciente. Los principios de una persona, un voto; de la consagración de los derechos individuales fundamentales según las altas exigencias de la Declaración de Naciones Unidas y del Convenio Europeo de Derechos Humanos; del reconocimiento a las identidades colectivas y sus consiguientes derechos lingüísticos y culturales; de la separación de poderes; del gobierno de la mayoría y el respeto a las minorías, han permitido a este país atribulado por una reciente historia tormentosa incorporarse al grupo de las democracias más adelantadas.
Todo ello no se ha logrado fácilmente. La transición de la dictadura a la democracia concitó la inquina de ultras, nostálgicos, golpistas y terroristas de nuevo cuño. Muchos ciudadanos entregaron su vida en aras de la reconciliación de los antiguos enemigos y las libertades de todos. Pero no por ello aquel proceso -pese a sus momentos más difíciles- dejó de ser considerado como un modelo (esencialmente pacífico en su diseño y su puesta en práctica) para muchos que querían transitar un camino similar.
Pese a las imperfecciones y errores que toda construcción humana conlleva, resulta profundamente injusto para las generaciones que la hicieron posible que desde el extremismo antisistema o el centrifuguismo territorial se zahiera, desprecie o minimice los logros alcanzados. Y también para las generaciones más jóvenes, que tienen derecho a reconocerse en la página más brillante de la historia española en los últimos siglos.
Ni la democracia española es "el régimen de 1978" como a veces se propala para asociarla implícitamente a la anterior autocracia (el "régimen" por antonomasia, el del caudillo); ni está dañada en sus normas, instituciones o desempeños; la transición democrática fue para todos, no para una de las dos Españas, y no debe fragmentarse.
España está hoy justamente equiparada con las mejores democracias occidentales. Y finalmente bien colocada en la Europa comunitaria, entre los mejores países del mundo. Claro está que esa realidad para nada debe llevarnos a la complacencia por lo alcanzado. Pero tampoco a denigrarlo o empequeñecerlo. La España democrática de hoy ha logrado resolver, encauzar o diluir algunos de los grandes problemas sistémicos de su historia anterior.
En efecto, de una economía atrasada y pobre hemos pasado a una economía moderna y próspera (aunque convenga mejorar y equilibrar el modelo de crecimiento). Los problemas sociales tradicionales han pasado a ser o digeridos, o tratados y situados en sus límites racionales: y la cohesión social y territorial propias de un Estado del bienestar, aunque con vaivenes y reveses, se ha afianzado.
Además, la cuestión del fanatismo religioso y de la injerencia de la Iglesia católica sobre el poder civil, así como la de la atávica insurgencia militar se han desvanecido. La igualdad de género y la libertad sexual ha recorrido pasos de gigante, entre los países pioneros. Y los focos de la violencia terrorista han sido, tras mucho esfuerzo y sacrificio, domeñados. ¿Acaso todo ello no es merecedor de reconocimiento público y de satisfacción (por no decir orgullo) colectivos?
Que tengamos por delante, todavía, retos mal resueltos y asignaturas pendientes -como les sucede a muchas otras democracias- debe ser acicate del cambio, no motivo de depresión colectiva, ni de enmienda a la totalidad. La rigidez de la vida política y de algunas instituciones, especialmente los partidos políticos, la escasa innovación en las relaciones económico-sociales; el verticalismo administrativo; la extensión de los segmentos sociales sometidos a la miseria, la pobreza energética y la desigualdad creciente; la aspereza y súbito encrespamiento de la cuestión catalana… Todo eso debe empujarnos a presionar más a las autoridades y los representantes políticos en pro de un catálogo de amplias reformas, incluida la constitucional., necesaria para actualizar aquel magnífico texto para que ahora pueda darnos otros 40 años de tan meritorios logros en libertad.
(Editorial de "El País", publicada el día 15 de junio de 2017)
El análisis de los episodios de corrupción en España suele prestar poca atención al papel de las empresas que participan en ellos, como si no existiera relación entre corruptos y corruptores. También se olvida la gravísima perturbación que causa la práctica de los sobornos y la adjudicación pagada de contratos públicos a todas las empresas que rechazan la corrupción. De entrada, no es exagerado solicitar un tratamiento legal más duro que el actual, sin caer en decisiones histéricas, para penalizar la conducta de las sociedades sorprendidas en pago de comisiones y mordidas para asegurarse contratos públicos. Aunque las normas actuales de contratación permiten sancionarlas con la prohibición temporal de licitar adjudicaciones públicas, en la práctica resultan inoperantes: prácticamente se veta la licitación cuando la sentencia es firme, es decir, años después, en el mejor de los casos, de que se hayan captado y cobrado los contratos.
Reducir la corrupción pública exige una aproximación penal, que hoy ya están llevando a cabo la policía y los jueces. Pero requiere también una reforma a fondo de los sistemas de contratación con las Administraciones; reforma que, para que sea eficaz, necesita de la aprobación de una mayoría parlamentaria. Tiene que incluir por fuerza un esquema de sanciones gradual, más riguroso y disuasorio de los sorprendidos in fraganti o que acumulen suficientes indicios de conducta irregular. El umbral a partir del cual puede aplicarse a una empresa la prohibición de contratar con el sector público debería ser uno de las puntos decisivos del pacto político.
También es necesario imponer un cambio radical en las llamadas “mesas de contratación”. No es de recibo que formen parte de dichas mesas, en las que se deciden adjudicaciones millonarias, representantes de instituciones políticas y cargos de la Administración que encargan las licitaciones. Sus miembros deben ser técnicos, elegidos por sus capacidades profesionales. La política y los políticos deberían ser excluidos, hasta donde sea posible, de las decisiones técnicas de contratación.
La existencia de empresas corruptoras causa un daño incalculable no solo a las arcas públicas —trasladan el coste de las coimas al precio final de lo que suministran— sino también, hay que reiterarlo, a las empresas que actúan legalmente y se niegan a pagar comisiones, primas o sobres. Porque las que no corrompen sufren la competencia desleal de quienes sí lo hacen y resultan gravemente perjudicadas por ello en sus cuentas de resultados. Acaban desistiendo; una vez que comprueban que las mismas firmas se adjudican siempre los contratos, las buenas empresas se retiran de la competición. Son las empresas y sus instituciones quienes deberían rechazar y denunciar las prácticas de las que compiten deslealmente.
Estamos ante un grave perjuicio para el sistema democrático y para el tejido empresarial. Por una parte, los partidos que perciben comisiones ilegales compiten deslealmente con los que no disponen de financiación negra; y las empresas son empujadas, por la presión del soborno extendido, a aceptar la ilegalidad o retirarse de la carrera. Un drama que hay que corregir con celeridad.
(Editorial de "El País", publicado el 6 de junio de 2017)
Cuando se habla de nuestra vigente Constitución y el reconocimiento que ella hace del carácter plurinacional de España, conviene precisar el alcance de ese reconocimiento. Nuestra actual Constitución, abandonando el silencio del texto de 1931 y retomando una tradición unánime de nuestro constitucionalismo (1812, Estatuto Real de 1834, 1837, 1845, 1869 y 1876), parte de un claro reconocimiento de la realidad nacional española. Se salvó así la decisión de 1931 de evitar una aceptación explícita de la idea de nación española, aunque alguna tentación hubo al respecto, y se restableció una inequívoca tradición liberal sobre la materia. Además, nuestra Constitución reconoció la existencia en el seno de la nación española de unas nacionalidades y regiones con derecho a la autonomía.
La opción por el discutido término “nacionalidades” en lugar de la eventual referencia a “naciones” tenía, sin embargo, un significativo alcance político. Se quiso hacer referencia con la elección del primero de estos términos a aquellos hechos nacionales de fundamental carácter cultural que con su renuncia a ser calificados como naciones, explicitaban también su renuncia a una posible realización política en la forma de Estado soberano, una idea tradicionalmente emparentada con el término nación. No obstante, se reconocía a las nacionalidades su derecho a la realización política en la forma de Comunidades Autónomas.
A lo que la Constitución de 1978 renunciaba era a una idea de España como resultado de un pacto nacional entre las nacionalidades y regiones que pudieran haber surgido en el marco de una nación española secular, ligada al surgimiento y desarrollo del Estado español. La tesis de “Galeuzca”, de la visión de España como un pacto entre Cataluña, Euzkadi, Galicia y Castilla o el resto de España, es explícitamente rechazada por un texto constitucional que parte del reconocimiento de una nación española de conjunto que precede en su existencia histórica a la hipotética emergencia de otros hechos nacionales a lo largo del último tercio del siglo XIX y el siglo XX.
Cuando se dice que nuestra Constitución reconoce la pluralidad nacional de España, se está pues afirmando una verdad a medias. La reconoce, en el sentido indicado, en cuanto pueden surgir nacionalidades en el marco de la nación común. La rechaza en tanto niega que el Estado de los españoles sea resultado de un pacto entre naciones preexistentes.
En el momento de plantearse la reforma constitucional en esta materia, conviene ver con detenimiento el sentido de la fórmula política empleada en 1978 para solventar la cuestión. Lo que no resulta de recibo es alterar ese sentido para acoger la idea de un pluralismo nacional en que la dualidad nación-nacionalidades quede sustituida por un pacto entre naciones. Esta última es la tesis que subyace al planteamiento histórico de la cuestión por parte de nuestros nacionalismos periféricos. Y es legítimo concluir que la reivindicación del estatus de nación para Cataluña y el País Vasco que hacen estos nacionalismos sea la estrategia que puede conducir a la independencia de Cataluña y el País Vasco como consecuencia de la tradicional, aunque escasamente justificada, equiparación entre Estado y nación.
Resulta evidente que no es ésta la única idea que puede subyacer a la defensa de una España plurinacional, pero sí es la que tiene mayor asentamiento en la opinión pública española. Una circunstancia que no debe ser pasada por alto por los defensores de una reforma constitucional a la que no deberíamos aproximarnos con un equívoco semántico. Nuestro poder constituyente sabía lo que se hacía en 1978 pese a la polémica que supuso la introducción del término nacionalidades que finalmente no se entendió como sinónimo de naciones. Una distinción entre los dos conceptos que no solamente hicieron suya la UCD y el PSOE, sino que se hizo extensiva a otros participantes en los debates constitucionales. Sería muy de lamentar que los actuales reformadores se vean arrastrados por una confusión que puede tener como consecuencia hacer más complicada y difícil la solución de nuestro actual problema nacional.
(Artículo de Andres de Blas Guerrero, publicado en "El País" el 2 de junio de 2017)
El escritor serbio Danilo Kiš escribió en Penas precoces que “dos hombres que hablan diferentes lenguas pueden entenderse de alguna manera si son personas de buena voluntad y están cuerdos”. Desde aquí podría explicarse qué ocurre en aquellas sociedades que compartiendo dos lenguas no se entienden. Kiš murió en 1989. Poco antes había escrito premonitoriamente que “el nacionalismo es la línea de menor resistencia, el camino fácil”. Cuando se mienta Yugoslavia en relación al contencioso catalán hay una reacción instintiva: otra vez con la tabarra del miedo. Pero este argumento pasa por alto varios supuestos: Yugoslavia fue un estado multinacional envidiado durante décadas y su implosión/destrucción fue el resultado de una crisis múltiple con tres expresiones principales, ideológica –la caída del Muro–, económica y política –arquitectura territorial–. En este contexto, la opción del enfrentamiento interétnico fue el camino elegido por las élites para conservar el poder. Los hechos han dado la razón a Kiš: el nacionalismo ha roto los lazos cívicos. La destrucción de Yugoslavia comenzó con el ataque a la idea de la unidad federal.
Los conflictos balcánicos son una metáfora que ilumina ciertas lógicas. Como el Holocausto, que Bauman nos alienta a ver como una ventana o una lente y Primo Levi como un laboratorio. Lo que importa entonces es mirar lo que ocurrió en esos escenarios antes de que se convirtieran en el cliché que hoy nos asusta.
Esa lógica empieza por la creación del foso identitario. Escribe Semprún desde las sombras de Buchenwald: “‘Nosotros’, ‘los nuestros’, he aquí una de las palabras clave del lenguaje estereotipado con el que se hacen las hogueras y la armazón de las guillotinas”. Y este ‘nosotros’ previo a la limpieza de los ‘otros’, comienza en casa, con la estigmatización de los no adeptos.
Se señalaba antes que se trata de pautas generalizables. En La cara oscura de la democracia, Michael Mann lo argumenta con detalle. La primera consecuencia de la lógica etnonacionalista es que empaqueta a los colectivos en un molde organicista homogeneizador, letal para el pluralismo, la convivencia y la fraternidad. Es lo que ocurre en frases como “España contra Cataluña” o en las consideraciones de Jordi Pujol sobre los andaluces como hombres a medio hacer. Hay muchas Españas y muchas Cataluñas, y precisamente hay ciudadanos catalanes que se sienten menoscabados por la patrimonialización del patronímico e irritados porque el pueblo esencial del nacionalismo uniformiza un paisaje social plural y mestizo.
Sea como fuere, lo que interesa de la mirada comparativa es la enormidad de los costes de estas derivas. Y ello, en el engranaje actual, aconseja poner el énfasis en prevenir o revertir las decisiones que abocan a la ruptura. No van en esa dirección la incomunicación, la retórica inflamada, las llamadas a rebato o la minimización interesada de los costes de una secesión. Sabemos, los casos anteriores lo ilustran, que en estos contextos se refuerzan los sectores ultranacionalistas y se favorecen coaliciones cruzadas que benefician a los extremos. La lógica etnonacionalista explica procesos como la maximización de la diferencia, la movilización de emociones negativas y la manufactura de los contenciosos en términos innegociables (todo o nada, ganar o ganar, referéndum o referéndum, etc.). Lo que a su vez explica la insensibilidad al riesgo y hace probables las salidas más dañinas en términos de coste social, de coste para los de abajo. El contexto de la doble crisis –de un lado, la falta de legitimidad de los principales partidos sumidos en la corrupción, CiU en Cataluña y el PP en el resto de España; y de otro, el reparto desigual del coste de las medidas de ajuste que caen en las espaldas de las clases populares– ayuda a entender el atractivo de la vía identitaria como salida mágica. Ya ha ocurrido, y está ocurriendo en otros lugares, como Francia o Reino Unido.
Probablemente es tarde para remediar algunos daños, pero no lo es para impedir los que traería esa colisión que algunos parecen a la vez prometer y desear. Desde luego no es tarde para negar que haya un ‘nosotros’ y un ‘ellos’ en este contencioso, que haya un Ebro, y un extrarradio en las poblaciones catalanas, que divida la geografía de los valores cívicos y de la vida común de siglos en polos antitéticos condenados a colisionar.
Pero para no cruzar el punto de no retorno es preciso que se prioricen las prácticas y se adopten las disposiciones que propicien un cauce institucional para abordar las reivindicaciones en juego. Eso exige una moratoria en la escalada de decisiones previstas desde los actores independentistas y el compromiso desde el Congreso de los Diputados, la representación del demos común, de aprestarse a la reforma de la constitución de 1978. No es este el lugar para afinar más al respecto. Lo que importa es poner todos los medios y todas las energías posibles desde las instituciones y los ciudadanos comprometidos para facilitar un desenlace razonable y sin daños. Y para el optimismo impenitente no conviene olvidar la admonición de David Rousset: “Los hombres normales no saben que todo es posible”. Sería un desistimiento cívico resignarse al fatalismo. Sea cual sea –dentro del rango de lo admisible– la preferencia de cada cual. A ello apelamos. Para que no tengamos que lamentarnos con la expresión terrible: “¿Cómo pudo ocurrirnos?”.
(Artículo de Martín Alonso y otros, publicado en "El País" el 22 de mayo de 2017)
El diagnóstico de la Comisión Europea, difundido en el informe sobre el Semestre Europeo, no puede ser más acertado: la sociedad española tiene un grave problema de corrupción, ese problema mancha la política española y afecta de manera preocupante la imagen de la reactivación económica. Junto con la mención expresa del desvío de los fondos públicos, Bruselas pone el dedo en otra llaga relacionada con los escándalos recientes, que es la falta de una estrategia para prevenir y mitigar “los riesgos de corrupción”. Efectivamente, el Gobierno de Mariano Rajoy carece de instrumentos legales y de recursos para combatir el fraude que afecta al dinero público, ni protege de forma suficiente a los denunciantes de casos de corrupción, ni tiene una regulación adecuada, en línea con la europea, sobre los grupos de presión. Incluso, recuerda Bruselas, la Ley de Enjuiciamiento Criminal favorece la impunidad de los corruptos, porque “impide construir una acusación sólida”.
Con ese análisis, integrado en un informe sobre la situación económica, la Comisión demuestra que tiene una información detallada sobre los escándalos de la política española. Relaciona además la economía con la integridad institucional y sugiere soluciones viables para corregir las corruptelas. En la estela de Bruselas, hay que reclamar al presidente del Gobierno —que es presidente también del partido que más implicado está en la corrupción— que estudie la reprimenda con atención y obre en consecuencia. Podría empezar por redactar normas de contratación pública que penalicen a las empresas implicadas en casos de soborno. Es cierto que la ley actual ya incluye la posibilidad de sanciones, pero son aplicables solo en casos de sentencia firme. Una regulación más rigurosa de los lobbies y garantizar la independencia de la Oficina de Conflictos de Intereses ayudarían también a configurar la transparencia deseada en el sector público.
La Comisión también recuerda que la precariedad en el empleo es un freno para el crecimiento y el bienestar. La elevadísima tasa de temporalidad y los contratos temporales recortan la competitividad empresarial. Esta es una relación de causa-efecto que todo el mundo conoce, pero que el Gobierno se niega siquiera a considerar, parapetado tras la retórica vacía de “las reformas”. Si la reforma laboral facilitó la reactivación, su tiempo ya ha pasado. Los cambios que propone Bruselas al respecto insisten más en reducir los costes de indemnización que en favorecer o agudizar la temporalidad. Es significativo, además, que Bruselas haya detectado, por fin, la escasa calidad del gasto público español. Es un buen punto de partida para revisar en el futuro (cercano, esperemos) la eficiencia del gasto público y del sistema tributario, manifiestamente mejorable.
Todo Gobierno que se precie está obligado a defender la buena imagen de la economía del país. Los casos de corrupción, especialmente del Partido Popular, se conocen fuera de las fronteras; pensar lo contrario o no hacer nada para evitarlos es una negligencia que acabará costando dinero y prestigio a las empresas españolas. Bruselas ha descubierto la relación, evidente, entre corrupción y calidad económica e institucional; solo falta que el Gobierno también acepte la evidencia.
(Editorial de "El País", publicado el 25 de mayo de 2017)
Sin embargo, no supone una derrota definitiva del populismo, ni mucho menos. El número de votos cosechados ayer por el Frente Nacional no hubiera sido posible sin la insidiosa sensación de malestar que pesa sobre Europa. Lo advirtió el propio Macron hace muy pocos días: la Unión debe reformarse. De otro modo, la victoria de ayer puede no ser más que un respiro temporal.
Los síntomas de fatiga son obvios. El Reino Unido se va. El motor franco-alemán no funciona. La eurozona no ha superado plenamente la grave crisis iniciada hace casi una década. Grecia sigue intervenida. En Varsovia y Budapest, los gobernantes no respetan los valores comunes. Las respuestas a la guerra siria, a la cuestión de los refugiados y a la actitud de Rusia son decepcionantes. Un traspié en Francia hubiera puesto a la Unión en grave peligro.
Mucho se ha escrito sobre los motivos de esta situación, pero tal vez no esté de más insistir en dos. El primero es la ruptura de un viejo contrato no escrito —pero interiorizado por todos— en cuya virtud la transferencia de competencias a Bruselas debe recompensarse con crecimiento y bienestar. Nos unimos porque juntos somos más fuertes y más prósperos. De no ser así, el proyecto puede no tener sentido. Para muchos —entre ellos, parte de los menos favorecidos—, los beneficios de una unión cada vez más estrecha ya no son incuestionables. El Frente Nacional no es el único partido europeo que pinta el euro como una especie de cárcel económica y defiende la idea de abandonarlo.
Sin duda, esto no sería así sin la profunda recesión de los últimos años. Pero hay más. Durante décadas, la mera transferencia de competencias a Bruselas generaba crecimiento por las ventajas de las economías de escala. Poner nuestros recursos y nuestros mercados en común nos beneficiaba a todos. Ahora, los frutos fáciles de esta política ya se han cosechado. Los que quedan en el árbol exigen más esfuerzos y unos riesgos que no todos los Estados miembros están dispuestos a asumir.
El segundo motivo es el déficit democrático y de representación de la Unión. Muchos ciudadanos tienen la sensación de que las decisiones que les afectan se toman a sus espaldas, en comités opacos integrados por personas que no conocen y a las que no han elegido.
No es un sentimiento totalmente injustificado. Tomemos, por ejemplo, la política económica de la eurozona. De los mandos para manejarla, el monetario está en manos del Banco Central Europeo, fuera del control de las capitales, y el fiscal se divide entre la Comisión Europea, el Eurogrupo y los ministros nacionales. El resultado es que los ministros de economía controlan solo una parte de los instrumentos propios de su función: son como los conductores de los coches de las autoescuelas, que parece que conducen porque están al volante, pero en realidad están sometidos al control del instructor que va a su lado.
No es malo que sea así —a problemas europeos, respuestas europeas—, pero el inconveniente es que los ciudadanos no elegimos a esos hombres de negro que erraron el tiro al hacer frente a la crisis de la eurozona con demasiada austeridad, sino a los Gobiernos nacionales, cuyos miembros, para más inri, no tienen empacho en apuntarse los éxitos, cuando los hay, y echar la culpa de los fracasos a Bruselas.
La salida del Reino Unido encierra una lección que el resto de Europa no parece querer ver. Una de las razones de los británicos para votar a favor de la salida fue la voluntad de no someterse a normas elaboradas fuera de su país. Y no era —o no únicamente— por chovinismo. No: los británicos se sienten legítimamente orgullosos de su democracia y muy vinculados al Parlamento de Westminster a través de los diputados que les representan, a los que se dirigen con frecuencia para pedir apoyo por los motivos más variados y a los que despiden sin contemplaciones —dejando de votarles— si al término de su mandato no están satisfechos con su labor. En cambio, no se sienten vinculados a las instituciones de Bruselas, demasiado lejanas y poco transparentes, y por ello no quieren someterse a sus decisiones.
No puede extrañarnos que en otros países europeos haya partidos que están ganando cada días más adeptos con argumentos parecidos. Se les puede tachar de populistas, de nacionalistas, de extremistas: da igual, ahí tienen un punto de razón. La dirección de los destinos europeos está en manos de unos políticos que mantienen una relación demasiado abstracta con los electores. Sobra tecnocracia y falta cercanía.
La integración europea ha alcanzado un punto de muy difícil retorno. El coste de renunciar a sus logros sería enorme. Pero defender el proyecto europeo con el argumento de que sin él estaríamos peor no ofrece muchas garantías de éxito. Resignarse a una arquitectura institucional incomprensible para el ciudadano medio y a unos dirigentes cuidadosamente elegidos para no hacer sombra a los gobernantes nacionales es suicida.
Para cerrar el paso al populismo necesitamos más democracia y dirigentes que conecten con los ciudadanos, con ideas para cosechar los numerosos frutos que quedan en el árbol, dirigentes de los que no se pueda decir malévolamente, como Churchill de su rival: “Llegó un taxi vacío y de él salió Clement Atlee”. Además, hay que buscar mecanismos que permitan, si no su elección directa, dotarles de más representatividad. Como se vio en la elección de Jean-Claude Juncker —aunque luego no se haya notado la diferencia por culpa del interesado—, para conseguirlo no se precisan grandes reformas.
El viejo símil de la bicicleta que no puede detenerse, so pena de perder el equilibrio, contiene un fondo de verdad. Para recuperar la ilusión, para volver a ser atractiva, la Unión debe retomar el impulso integrador, aunque sea con velocidades variables. La elección de Macron supone una inyección de europeísmo: sería necio no aprovecharla a fondo. Pero para que una mayor integración sea viable es necesario acercar los dirigentes e instituciones de Bruselas a los ciudadanos. De otro modo, el nacional populismo no dejará de crecer.
(Artículo de Carles Casajuana, publicado en "El País" el 8 de mayo de 2017)
La virtud no hace ruido. Algunas virtudes incluso se desbaratan cuando se ostentan. No cabe invocar la modestia sin desmentirse. Con el compromiso sucede algo parecido. El activista entrega sus talentos o su tiempo a una causa. Por amor al arte. Por eso, me desconcertó leer a un firmante de no recuerdo qué manifiesto presentarse como “activista”. Me parecía, además de innecesario por redundante —dada la naturaleza del acto de firmar—, un tanto indecoroso, como si blasonara del “compromiso”, como si flaqueara el arte por el arte. Definitivamente, no era mi idea de activista, aunque había conocido a algunos que, hasta edades impropias y sin que se les conozcan otros oficios, han ejercido como “activistas”, incluso recibiendo subvenciones por ello.
Desde entonces he seguido la pista al activismo como mérito y, sin descartar sesgos, la cosa ha ido a mayores y peores. He encontrado currículos profesionales y fichas de alumnos en donde “activista” aparecía como ocupación. Incluso hay un concejal de las CUP en mi ayuntamiento que basó en el activismo un currículum oficial subjuntivo. No contaba lo que era, sino lo que podía haber llegado a ser. Algo así como: “yo iba para Nobel pero se interpuso el sistema, me entregué a luchar contra él y me atasqué”.
Como, a mi parecer, el activismo es cosa seria, creo que se impone alguna precisión sobre qué es el activismo, el defendible, aunque solo sea para protegerlo de ciertos activistas. Desde luego, el compromiso sin más no lo hace bueno. Los del KKK o los chicos de la gasolina, que tanto apreciaba el PNV, empleaban mucho tiempo en defender de manera miserable sus indecentes causas. El activismo digno de elogio es algo más que actuar de acuerdo con lo que se cree. Los independentistas que, con la tolerancia de las autoridades académicas, intimidan en la UAB a los jóvenes de Societat Civil Catalana, sin duda acompasan su vida con su pensamiento y están, por así decir, a la altura rastrera de sus convicciones rastreras. Son coherentes en un sentido en el que, por ejemplo, no lo es el diputado Espinar en su consumo de refrescos. Pero, ciertamente, no parece que estemos ante conductas valiosas. No basta la integridad práctica.
Algo que impide otorgar mérito a los casos citados es su bajo coste. Resulta difícil apreciar un comportamiento que cuenta con la complacencia de las autoridades. El coraje resulta prescindible a favor de la corriente. Los activistas mencionados únicamente asumen el coste del tiempo empleado, lo que dejan de ganar por no dedicar esas horas a otras actividades. Su coste de oportunidad. No pocas veces ese coste no existe, porque no tienen nada mejor que hacer o, incluso, es negativo, una inversión en una carrera política. Sobran los ejemplos.
El coste de oportunidad de quien no tiene oficio es cero. Al dedicarse al activismo —o a la política profesional, a estos efectos es lo mismo— solo asumen costes quienes renuncian a ingresos superiores a las nuevas retribuciones. La diferencia, lo que dejan de ingresar, es una medida de las convicciones, del compromiso. Lo que dejan de ingresar o lo que pueden perder, lo que arriesgan. Por cierto, entre nosotros hay activistas insuperables: aquellos conciudadanos —entre ellos, destacadamente, los militantes vascos del PP o del PSOE— que se jugaban la vida por la democracia de todos. Lo apostaban todo.
El olvido del coste de oportunidad produce distorsiones cognitivas y valorativas. Por ejemplo, cuando, con precipitación, se elogian los fervores moralistas que tanto se exhibieron en recientes campañas electorales: alcaldes en metro; rebajas de sueldo; renuncias a coches oficiales, etc. Una política gestera que, de facto, suponía una mala asignación del tiempo y, por tanto, del dinero público. Por supuesto, al final, se impusieron las necesidades prácticas y los fervores duraron lo que duraron, contribuyendo en más de una ocasión a saturar con un plus de hipocresía a la imprescindible en las actividades públicas, como sucedió con aquellas autoridades que escondían el coche oficial a dos manzanas del acto al que acudían. Ante la imposibilidad de mantenerse a la altura de exigencias imposibles, la duplicidad moral asoma. Al final, con las mejores intenciones, la nueva política, en su enfático moralismo, recala con frecuencia en la superioridad moral, esa variante del fariseísmo que tanto complica el debate democrático: si uno se siente esencialmente mejor no cree que le deba razones a quienes no juzga a su altura.
Con todo, si queremos elogiar al activista, no basta ni con la integridad práctica, con que la vida acompañe a las ideas, ni con la disposición a asumir costes. Un terrorista suicida se compromete con lo que piensa y, ciertamente, asume costes. Se necesita algo más: tomarse en serio, comprometerse por buenas razones, no, por ejemplo, por no quedar a la intemperie. En un libro dedicado a reconstruir la idea de intelectual comprometido, me referí a un afán de integridad intelectual que añadir a la integridad práctica, un afán del que carecen el intelectual frívolo o el sectario justiciero. Ante todo, reclama satisfacer ciertas autoexigencias epistémicas: permanecer alerta ante las complicidades de la tribu; buscar fiables fuentes; discutir la mejor versión de las ideas contrarias; disposición a atender toda la información, especialmente la que no se ajusta al propio guión. Son reglas comunes a la actividad científica que cobran especial importancia para el intelectual “comprometido”: mientras en la ciencia la desidia propia se corrige con la vigilancia colectiva, en su caso, el quehacer inevitablemente solitario y la naturaleza mudadiza y menos perfilada de los asuntos invitan a las trampas al solitario. Se las ha de imponer a sí mismo. Ha de tomarse en serio.
Por supuesto, no cabe pedir a quien se compromete en una causa lo mismo que a quien opina en papel impreso. Pero sí creo que cabe una exigencia negativa: mientras no se apueste por la integridad intelectual, mejor no invocar la integridad práctica, mejor evitar ese estilo, de camisa vieja, que descalifica a los otros con un “yo estaba en la calle… así que usted mejor se calla”. Sobre todo si la sobreactuación ahora llega desde un cargo público.
De momento, me conformaría con que el activismo se ejerciera sin invocarse. Ni golpes en el pecho ni superioridades morales. De otro modo, si el activismo acaba en manos de ciertos activistas de oficio, resignadamente, habrá que coincidir con Pascal en su melancólica reflexión: “La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa”.
(Artículo de Félix Ovejero, publicado en "El País" el 3 de mayo de 2017)
Ahora que podemos disfrutar de una amplia exposición sobre el Guernica creo que, al tiempo, podemos contemplar un cuadro que también toca un aspecto repulsivo de la naturaleza humana: el de la corrupción en España. Picasso nos expuso con mano maestra los horrores de la guerra, la tragedia de la violencia, la perversión del fascismo, en blanco y negro, sin concesiones. Cientos de guardias civiles y policías rigurosos y profesionales, fiscales valientes, jueces honestos e imparciales, periodistas de raza nos van dibujando la corrupción en España. También sin concesiones. Ya no son bocetos aislados, ya tenemos un cuadro. ¿Y qué nos expresa ese cuadro?
Ese cuadro nos indica que la corrupción en España no es la suma de casos aislados, manzanas podridas de una cesta sana. Lo que nos dice es que España es, en términos de Michael Johnston, un país de elite cartels. Esto implica que en nuestro país hay un conjunto de diferentes élites políticas y económicas que van generando sistemas de corrupción para protegerse y enriquecerse mutuamente. No es la trama como sostienen algunos, una única red que controla todo. Son las múltiples redes criminales que atenazan numerosos Gobiernos autónomos y locales, o ciertas empresas públicas del Estado; redes que han jugado a financiar partidos y a ennoblecer desalmados; redes que han florecido por todas partes y donde, por cierto, algunos empresarios repetidamente han navegado ágilmente pirateando en numerosos mares… y siguen libres.
Es cierto que la corrupción en España no es la de un país de oligarcas y clanes mafiosos capturando impunemente el Estado, como la Rusia postsoviética, ni la de una dictadura donde la familia del autócrata se lo lleva todo; tampoco es un país de alta corrupción administrativa, como algunos países del Este europeo, sin ir más lejos. Por suerte, las reformas de la Administración, desde el Estatuto de Maura de 1918, pasando por las reformas de 1964 o las de 1984, han consolidado un sistema de funcionariado que, con todos sus defectos, permite el ejercicio del cargo con legalidad y cierta objetividad, además de generar un cierto ethos que mayoritariamente rechaza la corrupción grosera, como los sobornos o las malversaciones. También es importante destacar que nuestro modelo judicial, aunque lento e ineficiente, desde la Constitución de 1869 y la Ley Provisional de 1870 establece un sistema de selección de jueces meritocrático y con garantía de permanencia en el cargo frente a los vaivenes políticos. En suma, que aún no hemos caído en las tétricas celdas de la corrupción sistémica.
Pero desde luego que la corrupción de España no es aún la propia de los países más desarrollados económicamente. En países como Alemania o Estados Unidos la corrupción suele hacerse en el marco de la ley o bordeándola y consiste esencialmente en la concesión de privilegios normativos, impositivos, reglamentarios a determinados grupos económicos muy poderosos, a cambio de la financiación de campañas electorales. Algunos dirán que esto no es corrupción, pero cuando se ven los efectos sobre la competencia e igualdad política, sobre la apertura de los mercados o sobre la rendición de cuentas de los gobernantes es evidente que estamos ante un abuso de poder para beneficio privado, que es la definición estándar de corrupción. En todo caso, esta corrupción se basa en la influencia indebida, no en los sobornos (aunque haya algún caso), y no amenaza la viabilidad de las instituciones, aunque las dañe.
En España aún no se ha dado el paso a estas formas más sutiles y “elegantes” de corrupción. Nuestro cuadro tiene aún manchones negros, aceitosas manos llenas de billetes de 500 euros, bolsas de hipermercado que circulan de casa en casa por Cartagena de Indias. Pero lo importante es que el cuadro, aunque ya lo tenemos dibujado en su esencia, es cada día más grande y no va a haber museo donde quepa. Si pusiéramos la lupa en las miles de empresas y fundaciones públicas españolas, en sus tres niveles de gobierno, ¿qué encontraríamos? ¿El Canal de Isabel II es un caso aislado? Todos sabemos que no. Si el Gobierno incrementara en número suficiente los efectivos de policías, fiscales y jueces dedicados a esta lucha, con la ayuda de peritos económicos acreditados, probablemente estaríamos conociendo casos nuevos en los próximos meses o años. Pero es obvio que no lo va a hacer. El presidente Rajoy sabe el porqué y sería bueno que lo explicara.
(Artículo de Manuel Villoria, publicado en "El País" el 28 de abril de 2017)
Intentar frenar una investigación en un caso de corrupción desde la Fiscalía Anticorrupción no es solo un contrasentido; es intolerable. La rebelión de un puñado de fiscales ha dejado al descubierto lo que hasta ahora era una bien fundada pero al fin y al cabo mera sospecha. El fiscal jefe Anticorrupción, Manuel Moix, se opuso, en contra de la opinión de los subalternos que llevaban el caso, a parte de los registros y diligencias que el miércoles desembocaron en la detención del expresidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, y otras 11 personas.
La llamada Operación Lezo pudo seguir su curso en contra del criterio de Moix gracias al apoyo casi unánime de la Junta de Fiscales a la que tuvieron que acudir sus subalternos. Las diligencias, en definitiva, han destapado un importante caso de corrupción política protagonizado, de nuevo, por dirigentes del Partido Popular, pero han puesto al descubierto de manera descarnada hasta qué punto el Partido Popular se vale de su presencia en el Gobierno y su control de la fiscalía para tapar los gravísimos casos de corrupción que le asedian.
Es difícil inculcar en la ciudadanía respeto y confianza en la fiscalía cuando esta es, al mismo tiempo, manipulada por intereses partidistas. El Gobierno de Mariano Rajoy ni siquiera se toma la molestia de aparentar otra cosa. Nombra en la cúpula del ministerio público a juristas afines y en febrero, cuando los casos de corrupción le acorralan en los tribunales, permite que el controvertido fiscal jefe Anticorrupción, Manuel Moix, releve de sus puestos a los fiscales más incómodos, a los que justamente han perseguido los delitos de corrupción política del PP que tanto alarman a los ciudadanos.
Entre las destituciones de febrero, cuando el caso del presidente murciano Pedro Antonio Sánchez estaba en plena efervescencia, estuvo la de Manuel López Bernal. Este fiscal fue el que destapó el escándalo que ha forzado (tardíamente, como siempre) la dimisión de Sánchez. El propio López Bernal ha denunciado intimidaciones e intentos de injerencia política y ha manifestado públicamente la desprotección en la que quedan, por tanto, muchos fiscales. Flaco favor al Estado de derecho le hacen los que debilitan la independencia de criterio del ministerio público, cuya misión principal es la de perseguir el delito y no dedicarse, en contradicción manifiesta, a ocultarlo.
La credibilidad de la Fiscalía General del Estado se ha evaporado por completo. Ante el escándalo destapado por la rebelión de fiscales, aquella ha alegado que el problema ha estado en meras “discrepancias técnico-jurídicas”. Es un argumento difícil, cuando no imposible, de creer, dados los precedentes.
El ministro de Justicia, Rafael Catalá, y el fiscal general del Estado, José Manuel Maza, están obligados a comparecer en el Parlamento para dar las explicaciones precisas a la oposición y a toda la ciudadanía. No será la primera vez que lo hacen. Su capacidad de convicción es, por fuerza, limitada. El PP, en su avidez de controlar las instituciones y tapar sus casos de corrupción, alimenta la desconfianza y amenaza seriamente la salud democrática de este país.
(Editorial de "El País", publicado el 21 de abril de 2017)
Últimamente abundan las voces que deploran la democracia como método de elegir gobierno y objetivos de gobernanza. No me refiero a obras de radicales ácratas o de oligarcas partidarios de que manden los mejores, o sea ellos mismos sin ir más lejos. Hablo de estudiosos moderados que han sido demócratas sinceros pero han llegado a la conclusión de que fue una idea bonita que ha dejado de funcionar, si es que funcionó alguna vez. Algunos resultados recientes son aportados como pruebas: Brexit, Donald Trump... En un mundo de votantes que se informan casi exclusivamente por Internet, que no leen prensa ni mucho menos libros, que aprecian lo chocante o truculento mas que las argumentaciones trabajadas sobre temas que de cualquier manera desconocen, que disfrutan con los histriones y se aburren con quienes miden sus palabras... ¿qué decisiones mayoritarias sensatas pueden esperarse? Sí, la gente vota lo que sabe: pero casi nunca sabe lo que vota, etc... Y a partir de estas dolorosas constataciones se proponen, medio en serio medio como provocación, alternativas que sustituyen el voto universal por el sorteo entre minorías bien preparadas (?), el gobierno de los técnicos, la exclusión del censo de ciertos grupos por edad, ausencia de arraigo laboral, etc... O sea, la democracia vuelve a enfrentarse contra las acusaciones de ineptitud y credulidad de las mayorías ya formuladas en sus orígenes griegos por los amigos de la oligarquía (lo de Internet, no: se les olvidó) y regresan también los paliativos intentados para remediarlas en épocas sucesivas. Tanto retorno desconfiado no deja de tener peligro...
Porque la democracia nunca se propuso como el más eficaz sistema de gobierno, el que resuelve mejor los problemas o los evita, el que aumenta la riqueza de las naciones o garantiza la idoneidad de los gobernantes, el más capaz de controlar los ímpetus rapaces o destructivos de los humanos. La democracia no promete una sociedad políticamente mejor, sino una sociedad política. Los otros sistemas renuncian a ello y organizan órdenes jerárquicos, ganaderías humanas cuyas reses pueden estar bien alimentadas, ser prósperas y retozar alegremente juntas, no tener demasiadas quejas, quizá hasta ser plácidamente felices. Pero les falta la libertad de gobernar y gobernarse, sin la que no se es sujeto político. Están sujetos por el gobierno pero no son sujetos gobernantes y por tanto carecen de verdadera sociedad. Es posible que los desposeídos de libertad política no la echen en falta siquiera, pero ahí tropezamos con el punto intransigente —sine qua non— de la democracia: no se admite la libertad de renunciar a la libertad. Paradójicamente, en la vieja Atenas la asamblea planteó alguna vez votar si seguían con la democracia o renunciaban a ella...
De lo que se ha tratado siempre en la revolución democrática es de la emancipación de los individuos. En Grecia apuntaba a librar al ciudadano de la clausura familiar y tribal, aún a costa de entregarlo al dominio de un destino trágico. En la Francia del dieciocho, la sublevación fue contra la opresión de la sociedad jerárquica del Antiguo Régimen, que recortaba los derechos políticos individuales y también sus libertades económicas, sometidas al marco corporativo. Es decir que —como bien ha señalado Marcel Gauchet— lo que podríamos llamar “izquierda” (radical contra la monarquía, la iglesia católica, los estamentos regionales, el gremialismo burgués, etc...) parte del “liberalismo”, es decir de la aspiración a libertades individuales conseguidas gracias al nuevo Estado basado en los derechos del hombre y el ciudadano.
En democracia no hay oposición entre los individuos —es decir, los ciudadanos— y la sociedad, porque es la evolución de ésta a partir de sus fórmulas atávicas, genealógicas y familiares, la que produce los individuos que disponen de autonomía legal y social. La sociedad democrática fomenta la creación de individuos capaces de autogestionarse (por medio de la educación general y la protección de sus derechos no heredados ni territoriales) y éstos a su vez configuran el marco institucional de una sociedad no tradicionalista, innovadora. El peligro del individualismo es considerar las leyes comunes como cortapisas mutiladoras de las libertades y no como sus garantías; y el peligro del Estado democrático es instaurar con sus reglamentos una dependencia estrecha de aquellos cuya independencia pretende asegurar. Durante la historia moderna, perdura un combate —una dialéctica, se decía antes— entre las libertades sin control y el control antilibertario. Las oscilaciones políticas entre derecha e izquierda (ambas afinadoras permanentes de la democracia) responden a mi modo de ver a esa dialéctica. Y se han corregido mutuamente durante muchos cambios de gobierno. Claro que también se han ido pareciendo cada vez más los unos y los otros, a veces en los peores aspectos: corrupción, incuria, deriva autoritaria... Lo cual, unido a la crisis económica, al desbordamiento migratorio, etc... ha favorecido el surgimiento de movimientos y partidos populistas, cuyo designio es demoler el sistema basado en la autonomía individual dentro del desarrollo social del bipartidismo para traer nuevas formas de caudillismo colectivista. O sea pasar de la sociedad para los individuos a los individuos para la sociedad, en giro irreversible.
“Me llamo Erik Satie... como todo el mundo”, respondía el músico a quienes requerían su nombre. En otro campo, cuando preguntemos a un europeo cual es su filiación política, si es sincero responderá: “soy socialdemócrata... como todo el mundo”. Porque la socialdemocracia es hoy la ideología política que mejor expresa ese doble carácter que Paul Thibaud ha llamado “socio-liberalismo” y que ha sido hasta ahora, al menos desde la II Guerra Mundial, el substrato ideal sobre el que se sostiene el sistema democrático. Sus principios pueden resumirse así: toda riqueza (económica, intelectual, emotiva...) es social. Nadie se enriquece en la isla de Robinson, por grandes que sean sus talentos, ni Mozart hubiera desarrollado su genio en una tribu de bosquimanos: por tanto toda riqueza implica una responsabilidad social, para que revierta en el conjunto de los socios el provecho que tiene su fundamento en la institución colectiva. Pero es no menos cierto que la autonomía individual es el origen de la innovación y creatividad. Por tanto el desarrollo de la individualidad debe ser fomentado, su originalidad respetada y su libertad garantizada legalmente. Esta combinación no es de derechas ni de izquierdas, sino civilizada.
Hay grupos políticos que ven más importante uno de los factores u otro, pero los electores modernos no pemiten a nadie prescindir completamente de ninguno de ellos. Por éso hace sonreir el cabreo de quienes reprochan a los gobernantes de derechas, los “liberales”, ser también socialdemócratas...¡cómo si pudieran ser otra cosa!. La diferencia es que ciertos políticos comprenden mejor lo que está en juego y defienden conscientemente el sistema de sus peores amenazas: la corrupción que acaba con lo público, el colectivismo que aniquila lo privado, la intolerancia que no deja a cada cual inventarse a sí mismo dentro de la ley, las servidumbres étnicas que despedazan el Estado de todos en tribalismos incompatibles... El gran adversario de la socialdemocracia no es quien la modula según las circunstancias históricas (no hay unas tablas de la ley socialdemócratas, como las hay contra las leyes entre los populismos) sino el abandono de la educación que, junto con la justicia partidista, anulan a los ciudadanos que mejor podrían desarrollarla.
(Artículo de Fernando Savater, publicado en "El Pais" el 18 de abril de 2017)
Hacia 1944 vio la luz el libro autobiográfico de Stefan Zweig El mundo de ayer. Memorias de un europeo.En él recordaba el comienzo del siglo XX desde el peculiar observatorio en el que había vivido como austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista. Y consideraba un deber moral contar ese relato para aviso de navegantes, porque nada podía llevar a pensar en los umbrales del nuevo siglo que ya en su primera mitad se iban a producir dos guerras salvajes en suelo europeo. Los jóvenes educados en la Austria imperial, en un ambiente seguro y estable, creían periclitado cualquier episodio de barbarie y no veían en el futuro sino signos de progreso. No podían sospechar que ya se estaba incubando el huevo de la serpiente.
Ese relato resulta familiar a quienes hemos vivido la experiencia de la transición española a la democracia. En los años setenta del siglo pasado creíamos haber ingresado en la senda del progreso social y político, quedaban atrás los conflictos bélicos, propiciados por ideologías enfrentadas, por la desigualdad en oportunidades y riqueza, y se abría un camino de cambios a mejor. Hoy, sin embargo, es urgente aprender de europeos como Zweig para tomar conciencia de que las semillas del retroceso pueden estar puestas y es necesario frenar su crecimiento destructivo. Como bien dice Federico Mayor Zaragoza, la Unión Europea debería ser el catalizador de la unión mundial. Una de esas semillas destructivas, como en el tiempo de Hitler y Stalin, es el triunfo de los discursos del odio.
Se entiende por discurso del odio cualquier forma de expresión cuya finalidad consiste en propagar, incitar, promover o justificar el odio, el desprecio o la aversión hacia determinados grupos sociales, desde una posición de intolerancia. Quien recurre a ese tipo de discursos pretende estigmatizar a determinados grupos y abrir la veda para que puedan ser tratados con hostilidad, disuelve a las personas en el colectivo al que se agrede y lanza contra el conjunto su mensaje destructivo.
Tal vez el rótulo “odio” no sea el más adecuado para referirse a las emociones que se expresan en esos discursos, como la aversión, el desprecio y el rechazo, pero se trata en cualquier caso de ese amplio mundo de las fobias sociales, que son en buena medida patologías sociales que se deben superar. Se incluyen entre ellas el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la misoginia, la homofobia, la aversión a los miembros de determinadas confesiones religiosas, o la forma más común de todas, la aporofobia, el rechazo al pobre. Y es que las emociones, a las que tan poca atención se ha prestado en la vida pública, sin embargo la impregnan y son especialmente manipulables por los secuaces del flautista de Hamelín. Así fue en la primera mitad del pasado siglo y está siéndolo ahora cuando los discursos fóbicos proliferan en la vida compartida.
Desde un punto de vista jurídico, el principal problema estriba en el conflicto entre la libertad de expresión, que es un bien preciado en cualquier sociedad abierta, y la defensa de los derechos de los colectivos, objeto del odio, tanto a su supervivencia como al respeto de su identidad, a su autoestima. El problema es sumamente grave, porque ninguno de los dos lados puede quedar eliminado.
En principio, por decirlo con Amartya Sen, la libertad es el único camino hacia la libertad y extirparla es el sueño de todos los totalitarismos, lleven el ropaje del populismo o cualquier otro. La experiencia de países como China, Corea del Norte o Venezuela no puede ser más negativa.
Pero igualmente el derecho al reconocimiento de la propia dignidad es un bien innegociable en cualquier sociedad que sea lo bastante inteligente como para percatarse de que el núcleo de la vida social no lo forman individuos aislados, sino personas en relación, en vínculo de reconocimiento mutuo. Personas que cobran su autoestima desde el respeto que los demás les demuestran. Y, desde esta perspectiva, los discursos intolerantes que proliferan en países de Europa y en Estados Unidos están causando un daño irreparable. Por sus consecuencias, porque incitan al maltrato de los colectivos despreciados, y por sí mismos, porque abren un abismo entre el “nosotros” de los que están convencidos equivocadamente de su estúpida superioridad, y el “ellos” de aquellos a los que, con la misma estupidez, consideran inferiores.
Naturalmente, el derecho está abordando desde hace tiempo estas cuestiones, preguntándose por los criterios para distinguir entre el discurso procaz y molesto, pero protegido por la libertad de expresión, y los discursos que atentan contra bienes constitucionales. Como se pregunta también por las políticas de reconocimiento desde el marco de las instituciones.
Sin embargo, el derecho, con ser imprescindible, no basta. Porque el conflicto entre libertad de expresión y discurso del odio no se supera solo intentando averiguar hasta dónde es posible dañar a otros sin incurrir en delito, hasta dónde es posible humillar su imagen sin llegar a merecer sanciones penales o administrativas. En realidad, las libertades personales, también la libertad de expresión, se construyen dialógicamente, el reconocimiento recíproco de la igual dignidad es el auténtico cemento de una sociedad democrática. Tomando de Ortega la distinción entre ideas y creencias, que consiste en reconocer que las ideas las tenemos, y en las creencias somos y estamos, podríamos decir que convertir en creencia la idea de la igual dignidad es el modo ético de superar los conflictos entre los discursos del odio y la libertad de expresión, porque quien respeta activamente la dignidad de la otra persona difícilmente se permitirá dañarla.
En su libro El discurso del odio se preguntaba Glucksmann si el odio merece odio y respondía que para combatirlo basta con sonreír ante su ridículo. Sin embargo, y regresando al comienzo de este artículo, no creo que haya que sonreír ante el odio, ni siquiera con desprecio. Porque es destructor y corrosivo, quiebra el vínculo humano y provoca un retroceso de siglos.
Cultivar un êthos democrático es el modo de superar los conflictos entre la libertad de expresión y los derechos de los más vulnerables. Porque de eso se trata en cada caso: de defender los derechos de quienes son socialmente más vulnerables y por eso se encuentran a merced de los socialmente más poderosos.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 28 de marzo de 2017)
Los juristas del soberanismo catalán han dado hasta ahora muestras de una gran imaginación, recurriendo a interpretaciones forzadas del Derecho vigente para legitimar las diversas “astucias” del procés. Recordemos las singulares argumentaciones que nos ofrecieron para justificar la tesis según la cual no hace falta la autorización del Estado para hacer una “consulta popular” sobre la independencia de Cataluña, aunque sí es necesaria para la celebración de un referéndum, y ello a pesar de que no existe ninguna diferencia relevante entre consulta popular y referéndum. O los esfuerzos dialécticos que desplegaron para negar que la secesión de Cataluña significaría su salida de la Unión Europea. Sin olvidar las teorías que han construido para justificar los sucesivos pasos que se han dado, desde la convocatoria de un “proceso participativo” sobre la independencia, hasta la construcción de “estructuras de Estado” a partir de declaraciones parlamentarias de “soberanía”.
Ninguno de sus planteamientos básicos ha tenido éxito, más allá del círculo de juristas ya entregados a la causa, cosa que puede comprobarse fácilmente si se revisa la amplia literatura que se ha publicado en los últimos años sobre la materia, dentro y fuera de España. A pesar de los fracasos cosechados, el argumentario jurídico soberanista se ha seguido enriqueciendo, hasta alcanzar la plenitud con la elaboración y defensa de las leyes de desconexión, especialmente la llamada ley de transitoriedad jurídica.
Cuando tuvimos noticia de que se estaban poniendo en marcha un conjunto de leyes para desvincular unilateralmente a Cataluña de España, no le dimos mayor importancia, por la manifiesta imposibilidad de que tales leyes lograran su objetivo, y dada la absoluta ausencia de fundamentos legales y democráticos para respaldar su aprobación. Pero con el paso del tiempo, una parte significativa de la opinión pública catalana de inclinación soberanista está convencida de la viabilidad de la desconexión unilateral. Muchos soberanistas tienen reservas acerca del procedimiento “exprés” que sus representantes se proponen utilizar, una vez hayan conseguido reformar el reglamento del Parlamento catalán para tal propósito. Y es probable que no compartan la idea de que todo se haga con el mayor secretismo. Pero lo cierto es que, aun recelando de los pocos escrúpulos democráticos y de la falta de transparencia, han “comprado” la teoría de la desconexión.
No hace falta ser un gran experto para saber que las leyes de desconexión constituyen un disparate jurídico. Los soberanistas argumentan que la separación unilateral de España se puede llevar a cabo de modo perfectamente legal, transitando de la ley a la ley. Dicen con razón que un determinado acto es legal, o no lo es, según cuál sea el marco legal aplicable. No desconocen que la Constitución española (lo mismo que casi todas las constituciones democráticas del mundo) no permite la independencia unilateral de un territorio. Y saben que, de acuerdo con el orden constitucional español, no es posible (como tampoco lo es en la inmensa mayoría de países), la celebración de un referéndum unilateral de independencia. Ahora bien, según los soberanistas, las cosas son distintas si se cambia el marco legal. En efecto, si se construye un marco legal catalán, entonces la independencia (y el referéndum unilateral) pueden ser perfectamente legales.
Pero aquí nos encontramos con el meollo del problema: ¿Cómo se pasa del marco constitucional existente al nuevo marco legal catalán? Muy sencillo: el Parlamento catalán se reúne y aprueba una ley por la que se declara que Cataluña se desconecta de la Constitución española. El Tribunal Constitucional pierde competencia para invalidar la ley, pues la desconexión ya se ha producido por obra de esa misma ley. Si el Tribunal invalidara la ley, la sentencia sería en todo caso irrelevante. Así de fácil.
Es asombroso que en toda la larga historia del secesionismo, en las diversas partes del planeta, a nadie se le haya ocurrido antes una solución tan ingeniosa, que seguramente pasará a la historia de la cultura jurídica occidental como la más notable aportación de los juristas catalanes del siglo XXI.
Naturalmente, hay un pequeño problema. Aunque el movimiento independentista catalán mostró una notable fuerza en las elecciones autonómicas catalanas, lo cual pone de manifiesto, sin lugar a dudas, que es necesario encontrar una solución política al problema de fondo, lo cierto es que no logró la mayoría social necesaria para sustentar un proceso de secesión. Además, los resultados de las sucesivas elecciones generales en Cataluña mostraron la fragilidad electoral del movimiento. Por ello, y según hemos podido saber por filtraciones a la prensa, las leyes de desconexión que se están elaborando introducen el siguiente matiz: la desvinculación se hará por partes. En un primer momento, Cataluña se desconectará de la Constitución española, pero sólo a efectos de poder celebrar un referéndum unilateral.
En el caso de que el resultado sea favorable a la independencia, se cumplirá la condición necesaria para que la desconexión sea total y definitiva. Entre las muchas consecuencias que está previsto que se produzcan, se incluye la amnistía para toda persona condenada penalmente por su colaboración con el procés. Si, en cambio, el resultado del referéndum fuera desfavorable, Cataluña se reconectaría al ordenamiento español.
Es obvio que esta estrategia soberanista no lleva a ninguna parte. Es de sentido común pensar que los destinatarios de un sistema jurídico válido no tienen la facultad de optar por desvincularse del mismo, aunque sea por partes. Es posible que quien atraca a un banco haya decidido desconectar de algunos artículos del Código Penal, pero ello no impide que éstos produzcan sus efectos. Que los juristas del soberanismo hayan llegado a justificar la estrategia de la desconexión unilateral muestra hasta qué punto se ha degradado en Cataluña el respeto a las reglas más básicas de un orden jurídico democrático. Los últimos movimientos del proceso desmienten la afirmación de que “esto no va de independencia, esto va de democracia”.
Los ingleses dicen que cuando en un reloj suenan trece campanadas, ya no podemos confiar en la exactitud horaria de las anteriores. La adivinanza pregunta: “¿Qué hora es cuando un reloj da las trece?”. Y responde: “Es hora de cambiar de reloj”. A nuestro juicio, en el momento en que los juristas del procés han pasado a defender las leyes de desconexión, el soberanismo ha dado las trece campanadas. El tiempo dirá qué pasará con el reloj.
(Artículo de Víctor Ferreres, Enric Fossas y Alejando Saiz, publicado en "El País" el 21 de marzo de 2017)
La condena por delito de desobediencia al Tribunal Constitucional (TC) de Artur Mas –dentro de su moderación– se produce en un marco excepcional de crisis total del pujolismo. Continúa abierto el proceso penal contra la familia Pujol. Está celebrándose el juicio oral por el expolio del Palau de la Música y la financiación ilegal de CDC y comienza el juicio contra dos de los máximos exponentes del nacionalismo catalán, Alavedra y Prenafeta, por fraude fiscal y blanqueo de capitales, de muchos millones de euros.
En este momento, la condena de Artur Mas a dos años de inhabilitación para ejercer cargos públicos sitúa al proceso independentista en plena crisis. Su principal impulsor es fundada y justamente expulsado de la política porque ha desafiado y menospreciado el Estado Democrático de Derecho.
En estas breves notas, no pueden abordarse las amplias cuestiones que aborda la sentencia –100 folios–. Pero, trataremos de destacar sus aspectos más relevantes. Vaya por delante, que estamos ante una Resolución muy fundada que da cumplida respuesta a todos los aspectos que se plantearon en el juicio desde la fiscalía y desde las defensas. Que fundamenta rigurosamente las razones que sustentan la autoría, la culpabilidad y responsabilidad penal de los tres acusados. Y desautoriza los argumentos defensivos pormenorizadamente.
Frente a lo que siempre ha pretendido Mas, es evidente que estamos ante un juicio justo que respira a lo largo de su razonamiento independencia, neutralidad y objetividad. Por ello, la condena de Mas es muy importante y, desde luego, irreprochable.
Hay dos textos dignos de destacarse. Artur Mas, cuando decide incumplir el mandato del TC de que no se celebre la consulta del 9-N, "pervirtió los principios democráticos de división y equilibrio de poderes e hizo quebrar una regla básica e imprescindible para una convivencia pacífica, la que pasa indefectiblemente por la sumisión de todos al imperio de la ley y al cumplimiento de las resoluciones judiciales". Y para justificar la pena que se le impone, se estima "adecuada y proporcional la reacción máxima prevista por el legislador, pues máxima ha sido la tensión a que se vieron sometidos valores constitucionales tan esenciales en un Estado democrático y de derecho como el equilibrio entre poderes y el sometimiento de todos al imperio de la ley".
El punto de partida del análisis condenatorio es la defensa de la democracia y, dentro de ella, el principio de jerarquía cuando media –como en este caso–, la Providencia "meridiana y explícita" del TC de 4/11/2014 suspendiendo la consulta ilegal convocada por el entonces president Mas, un "mandato inequívoco, claro y terminante, de paralizar o suspender, en definitiva de cesar, toda actividad encaminada a la realización del denominado proceso participativo convocado por el President de la Generalitat el día 14 de octubre anterior…".
La sentencia analiza las "evidencias" que acreditan la voluntad directa y constante de los tres acusados para que la consulta tuviese lugar contra la orden explícita emanada del TC. Y, para ello, pusieron en marcha una estrategia perfectamente diseñada y ejecutada con medios "materiales, equipos técnicos y equipamientos públicos sin los cuales el proceso participativo no habría podido desarrollarse…".
Es importante citarlos, frente al pueril argumento de que fue un esfuerzo de un grupo de voluntarios. Entre otros, los siguientes. La creación y mantenimiento de la página web "participa2014.cat", siempre bajo el control del Govern, la campaña de publicidad institucional contratada con la sociedad Media Planning Group SA, el reparto "masivo" de "correspondencia oficial" contratado con Unipost, la fabricación y suministro de "urnas, papeletas y sobres" por diversos reclusos, entre otros, los del Centro penitenciario de Ponent (Lleida), "la instalación de programas informáticos y suministro de material tecnológico y apoyo técnico" concertado con FUJITSU, entre los que se encontraban 7.000 ordenadores portátiles, la contratación de un "seguro de responsabilidad civil" con Axa a favor de 27.117 voluntarios y la disponibilidad, completamente irregular, de Centros públicos de enseñanza.
Todos estos, aquí brevemente expuestos, son los que empleaban los acusados, bajo la dirección de Mas, para contravenir abiertamente lo ordenado por el TC y ejecutar conscientemente un proceso de indudable cariz delictivo, la consulta del 9N. Como dice el Tribunal, actuaron con "una voluntad consciente y una disposición anímica inequívoca de contravención". Por todo ello, han sido condenados. Como tantas y tantas personas, no tan relevantes como ellos, que han sido condenadas por dicho delito común.
Leída la sentencia, se abren varios interrogantes. Me detengo solo en uno. ¿Cuánto costó a las cuentas públicas de la Generalitat –es decir, a todos los catalanes– la celebración de un proceso claramente delictivo? ¿Cómo lo van a reparar?
(Artículo de Carlos Jiménez Villarejo, publicado en "Eldiario.es" el 13 de marzo de 2017)
En vísperas de la consulta-río de noviembre de 2014, Artur Mas reveló la clave para poder celebrarla saltándose los impedimentos legales, Tribunal Constitucional incluido: “Tenemos que engañar al Estado”. La estratagema funcionó sin que el contenido anómalo del procedimiento suscitase el descrédito que temieron algunos catalanistas. De entrada fue el doble juego de preguntas trampa: la primera para sumar apoyos heterogéneos, pues todo federal, sin ser independentista, apoya la existencia de un Estado catalán, y la segunda para eliminar toda posibilidad de rechazo, al restringir la participación a quienes en la primera votasen a dicho Estado. El resultado es conocido y sus efectos alcanzan hasta hoy: la manifiesta desobediencia del presidente de la Generalitat, precedida además de un zigzag de gestos y declaraciones orientadas a despistar al Gobierno central, provoca la consiguiente querella, con el procesamiento del astuto político, no sin los problemas derivados de la difícil aplicación de la ley a un caso inédito, donde un referéndum se rebaja a consulta alegal sin otra repercusión formal que el eco obtenido dentro y fuera de España.
Importó como precedente. Aun con participación poco estimulante, la Cosa se celebró en medio del desconcierto gubernamental. Ahora, ante la figura mártir de Mas en el banquillo —en un país donde es fácil invocar el antecedente de Companys—, toca aprovechar el episodio para invertir su significación, convirtiéndolo en ejemplo de la opresión española, a la cual el pueblo catalán debe responder masivamente desde la calle.
La táctica de engañar al Estado, anunciada entonces por Mas, asociada inevitablemente a engañar al conjunto de los ciudadanos, ha sido una constante en la actuación política de la Generalitat, y es lo que de forma más clara cuestiona su contenido democrático. Aun dejando de lado el marco constitucional, una exigencia mínima hubiera supuesto que los partidos independentistas, incluido CiU, desarrollasen su propaganda por la independencia con el objetivo de ganar el respaldo de una opinión catalana mayoritaria, mientras la Generalitat cumplía con su papel de órgano constitucional, encargado de garantizar la pluralidad de opiniones, de modo que los mensajes del sector público respondiesen de forma equilibrada al principio de libertad de expresión e información, de isegoría por volver a la polis. No ha sido así: todos los instrumentos de comunicación dependientes directa o indirectamente de la Generalitat, desde los informativos a los programas de humor y los documentales, se han consagrado desde septiembre de 2012 a allegar argumentos para la soberanía catalana y para impulsar la desconexión respecto de España.
Resulta inaceptable la excusa de que hubo en Madrid medios de comunicación dispuestos siempre a satanizar la idea misma de independencia, cosa cierta, igual que actuaron otros catalanes en dirección contraria, ya que si de algo cabe acusar al Gobierno de Rajoy es de pasividad, en espera siempre de que el procès se anulase por sí mismo. Incluso faltó al deber de utilizar sus recursos para analizar y exponer a la opinión ese desvío visceralmente partidista de la conducta institucional que estaba teniendo lugar en Cataluña. Ignoró que el constitucionalismo made in Spain ya no servía. El Gobierno de Mas pudo así invertir las relaciones entre quien recibe su poder y sus competencias de la Constitución y el Estado español, titular de la soberanía.
Debió de ser un hallazgo del magistrado Carles Viver, artífice al parecer de esta imaginativa estrategia (y de las siniestras preguntas de 2014). Desde un primer momento no se trató de reivindicar nada respecto del orden normativo que los catalanes votaron en 1978, sino de afirmar y consolidar la exigencia supraconstitucional de soberanía plena. La coartada de Viver a título personal, y de tantos más, es que vivía satisfecho con la reforma estatutaria, de la cual fue inspirador, suponemos que luciendo las condecoraciones de Isabel la Católica y del Mérito Constitucional, hasta que la sentencia restrictiva de este organismo sobre el Estatut le llevó a un giro copernicano. Es un argumento fácil, olvidadizo de que tal sentencia no fue obra de los conservadores, sino de los jueces progresistas, y que frente al recurso del PP, convalidó la gran mayoría de artículos, anulando 14 y reinterpretando otros, entre ellos el que ahora permitiría a la Generalitat organizar la consulta sobre la independencia. Ante todo pusieron coto a la pretensión de asignar competencias que interferían o anulaban las constitucionales reservadas para el Estado. Pero nada importó que la legalidad procedimental en el TC ni que sus resultados confirmasen gran parte del Estatut. Antes de leerlos, contó la humillación, y así de la respuesta en la calle de Som una naciò! surgió la nueva legitimidad, enfrentada a un Estado que ahora solo sería reconocido de dar luz verde al procès, léase de aceptar la secesión, a pesar de que el independentismo no fuese aún mayoritario. Diálogo no cabía.
¿Para qué indagar si esos catalanes, que en 2010 solo la apoyaban en un 20%, quieren la independencia? Prevalecen las esencias: Catalunya, la nación catalana, la exige. De ahí también que en su gestación, según el esquema de Viver, cuente antes alcanzar el objetivo deseado que averiguar la voluntad política de los ciudadanos. La labor de nuestro jurista se desarrolla en dos planos. El primero, poco glorioso pero muy eficaz, comparable a la de los abogados especializados en la defensa de la ilegalidad, tantas veces ilustrada por el cine americano, ha consistido en descubrir los resquicios de las normas y los posibles fraudes de ley para bloquear las actuaciones estatales de defensa del orden constitucional, denostadas además como judicialización, pues la ley no debe oponerse al “derecho a decidir”. El segundo, trazar los esquemas normativos e institucionales dirigidos a construir el Estado catalán independiente desde el interior de la autonomía, con el fin de articular la desconexión a partir del momento en que proclame la independencia un Parlament fruto de elecciones plebiscitarias. Menos de un 50% de votos independentistas rompen tal barrera en escaños. Las consecuencias reales para Cataluña y España, simplemente no importan.
Aun sin ser mayoritario, ese independentismo dispuesto ahora a sortear al Estado responde desde hace tiempo a la activación del efecto-mayoría, haciendo ver a todo ciudadano los inconvenientes personales de oponerse a la marea totalista, de homogeneización política bajo la estelada. La conclusión es sencilla: la canalización por vía constitucional de la presión independentista constituye el único recurso, ya casi imposible, para evitar la deriva antidemocrática en curso. A favor del menosprecio a las normas de dicha voluntad secesionista, avanza la construcción de una Catalunya dominada por un nacionalismo narcisista y maniqueo. De exclusión. Así las cosas, diálogo bien, pero sobre qué.
(Artículo de Antonio Elorza, publicado en "El País" el 1 de marzo de 2017)
Hay sobrados indicios de que el plebiscito quiere imponerse como el sistema de elección propio de esta nueva era, en la que poco a poco se intentará destruir la vieja democracia representativa para instaurar algo que todavía no sabemos qué es. El siglo XXI ha empezado y se está sacudiendo de encima los restos del anterior, mientras sus supervivientes contenemos el aliento ante lo que los ingleses llaman impending doom, el instante de silencio que precede al estruendo de la fatalidad. La primera cabeza de la Hidra apareció con el inesperado resultado del referéndum sobre la permanencia en la Unión Europea que celebró Reino Unido y que nos dejó a todos perplejos. La segunda acaba de asomar en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, que cabría interpretar como un plebiscito sobre el sistema que el propio Donald Trump convocó y ganó, después de presentarse ante el electorado como la alternativa a Hillary Clinton, representante, si bien se mira, de la última de las grandes dinastías republicanas, tras los Roosevelt, los Kennedy o los Bush. La derrota no es solo de los demócratas, sino también del Partido Republicano, cuyas élites intentaron distanciarse de Trump cuando vieron que el monstruo se les había escapado de las manos. En venganza, ahora los hooligansde Trump gritan eufóricos a los dirigentes del partido: “¡Habéis perdido!”. Y es verdad, han perdido el plebiscito.
Aunque está adquiriendo una virulencia desconocida y mutando a una gran velocidad, el fenómeno no es nuevo. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), situó su aparición en la Francia del caso Dreyfus: “El populacho es principalmente un grupo en el que se hallan representados los residuos de todas las clases. Esta característica hace fácil confundir el populacho con el pueblo, que también comprende todos los estratos de la sociedad. Mientras el pueblo en todas las grandes revoluciones lucha por la verdadera representación, el populacho siempre gritará en favor del hombre fuerte, del gran líder. Porque el populacho odia a la sociedad de la que está excluido tanto como al parlamento en el que no está representado. Por eso los plebiscitos, con los que tan excelentes resultados han obtenido los modernos dirigentes del populacho, son un viejo concepto de los políticos que confían en el populacho. Uno de los más inteligentes jefes de los antidreyfusistas, Déroulède, clamaba por ‘una república a través del plebiscito”.
Se trata de una descripción exacta de lo que ha pasado en Reino Unido y en Estados Unidos, pero también de lo que ocurre en Cataluña —dirigida por el magma residual de Junts pel Sí, donde se cuecen restos convergentes, comunistas y republicanos, cuajados con el tóxico demagógico de la CUP— y de lo que empieza a vislumbrarse en el resto de Europa. Es posible que en Francia las elecciones presidenciales acaben siendo un plebiscito entre la vieja república, encarnada por Alain Juppé o François Fillon —ejemplos ambos de la clásica excelencia política francesa—, y Marine Le Pen, descendiente directa de los antidreyfusistas descritos por Arendt y en los que se incubó el nazismo. Algo ha cambiado y quizá ya no haya pueblo y todo sea populacho, puesto que hay una gran masa que no se reconoce ciudadanía y se proclama excluida y maltratada por sus antiguos representantes en la democracia parlamentaria. Esa masa está adoptando el plebiscito como una herramienta para impugnar la ley y el orden en el que vivimos, aunque, de momento, solo esté sirviendo para poner contra las cuerdas a unos políticos que han caído en la trampa y no saben cómo hacer efectivo el mandato plebiscitario.
La imagen que mejor describe la situación es la de Nigel Farage, ganador del plebiscito británico, con Donald Trump, el nuevo gran líder de la plebe estadounidense, en esos salones tornasolados de oro y que parecen haber sustituido de pronto la blanca asepsia del Despacho Oval. La risa de Farage en esa foto está llamada a ser icónica y recuerda a la de El entierro de la sardina de Goya o a la del payaso de humo creado por Thomas Mangold a partir de la nube de hongo atómica. Esa imagen representa la apoteosis de la estupidez que Flaubert empezó a catalogar en el siglo XIX y que ahora, gracias a las redes sociales, la televisión y la degradación educativa en todos los órdenes, tiene más visibilidad que nunca. Marine Le Pen ha dicho que el triunfo de Trump supone el nacimiento de un nuevo mundo. Y tiene razón. Trump y Farage han dado cara, voz y poder a los trolls digitales, esos virus anónimos que insultan y amenazan en los foros de Internet y que se están convirtiendo en una nueva forma de información y aun de autoridad.
En la campaña estadounidense, hemos visto cómo los mayores disparates sobre Obama, el cambio climático o cualquier otro asunto se han tomado como verdades irrefutables gracias al prestigio de una red social hegemónica. La severidad de las críticas publicadas en The New York Times y The Washington Post contra Trump no han servido de nada. El nuevo pueblo no atiende a esas lecturas y obedece a consignas publicitarias claras y brutales que actúan como corrientes eléctricas para estimular el cardumen de la masa. Elias Canetti estaría completamente fascinado. El plebiscito es la nueva forma de elección ideal en este nuevo ecosistema mediático.
Para entender el problema, no basta con decir que se trata de un conflicto entre ilustrados e ignorantes. Es verdad que Trump ha llegado a decir que él representa y está orgulloso de sus semejantes poorly educated, es decir, de los que desprecian cuanto ignoran, pero Boris Johnson, uno de los manipuladores más cínicos en la campaña a favor del Brexit, es licenciado en Clásicas por Oxford, una cultura que no le ha impedido asumir y vociferar el discurso del más tarado de los trolls. Hay algo que se ha desatado y que requiere de una toma de conciencia seria, por parte sobre todo de los ciudadanos europeos, si no queremos que la Hidra siga echando cabezas.
Para empezar, hay que exigir a los partidos políticos que no jueguen irresponsablemente con la tentación del plebiscito, un mecanismo que no puede utilizarse para resolver problemas ab ovo. Es lamentable, por ejemplo, que buena parte de la izquierda de este país, con Podemos a la cabeza, acepte un vulgar y embarazoso giro perifrástico —insostenible desde el punto de vista político y jurídico— como es el derecho a decidir solo porque es rentable comercialmente en muchas autonomías. Y del otro lado, los partidos constitucionalistas están paralizados en el fango de la corrupción y la incompetencia, dejando que unas instituciones creadas por una tradición política muy anterior a ellos sean desprestigiadas y puestas en peligro.
Por otra parte, a la imbecilidad de baba y sonrisilla de un Farage, no nos queda más remedio que seguir oponiéndole la complejidad del pensamiento, una facultad que, como recordaba Hannah Arendt al final de su Vita activa (1958), es mucho más vulnerable, en un régimen tiránico, que la capacidad de actuar. Nuestro reto estriba ahora en identificar esa nueva tiranía. Cómo pensemos y nos pronunciemos contra ella, eso será nuestra ética.
(Artículo de Andreu Jaume, publicado en "El País" el 23 de febrero de 2017)
El espectáculo de este lunes en Barcelona fue antidemocrático y grotesco, pero no inesperado.
Desde hacía días se estaba preparando. En los medios de comunicación catalanes —desde los oficiales de la Generalitat y los declaradamente independentistas, como el Avui o el Ara, hasta los más moderados del grupo Godó— el despliegue de propaganda y de consignas para dar respaldo a los procesados fue similar al de las grandes solemnidades reivindicativas del 11 de septiembre.Especial mención debe hacerse de la programación dominical de TV8, dirigida por el periodista Josep Cuní: toda la jornada dedicada a seguir la entrañable vida familiar de Artur Mas, la anterior a su comparecencia ante los jueces. La serenidad del gran líder, dispuesto a cualquier sacrificio por la patria, rodeado de esposa, hijos y nietos, tranquilo y seguro de que el siguiente sería un día histórico, uno más, fue un gran spot publicitario, un estremecedor prodigio de propaganda política
Pero quizás lo más grave sea el motivo de la manifestación de este lunes. No se trataba, como en las Diadas de los onces de septiembre, de mostrar una voluntad de independencia sino de rechazar la legitimidad de un tribunal, del máximo órgano jurisdiccional en Cataluña; es decir, era una manifestación de rechazo al Estado de derecho, encabezada por el presidente de la Generalitat. En la semana anterior, ya habían proclamado las autoridades que se trataba de un “juicio político” y de una “anomalía democrática”.
En definitiva, a la ley y a las sentencias de los tribunales estas autoridades oponen la voluntad del pueblo, naturalmente el pueblo que está de su parte. Cuando hablamos del actual populismo, muchos piensan que todo empezó con Syriza, Podemos, Le Pen y Trump. No es así. En 1984, ante la amenaza de un proceso judicial que podía llegar a averiguar la actuación de Jordi Pujol en la última fase de Banca Catalana, este se encaramó al balcón de la Generalitat y proclamó que la querella de la fiscalía era, simplemente, un ataque a Cataluña. Ahí se empezó a atacar el Estado de derecho, ante el silencio general de la sociedad y de los partidos catalanes, con la complacencia de los dos grandes partidos españoles: en los años siguientes necesitaban a Pujol para formar Gobiernos.
Los errores graves, a la larga, siempre se pagan. Debieron darse cuenta de que aquel ataque al Estado de derecho era la semilla de su futura destrucción, que quien atacaba no era demócrata sino nacionalista y populista. No es casualidad que Pablo Iglesias, en defensa de Mas, comentara este lunes por Twitter: “Habla mal de nuestra democracia que se juzgue a alguien por poner urnas”. Los populistas se comprenden y apoyan entre ellos. Hace pocos días, tras suspender un juez el ignominioso veto presidencial a la inmigración, Trump lanzó por tuit: “No puedo creer que un juez haya puesto al país en peligro. Si pasa algo la culpa es suya y del sistema judicial”. Y hace pocas horas ha declarado que “los jueces hacen el trabajo muy difícil”.
A los populistas les molestan los controles, los jueces; quieren todo el poder, sin límites. Deberían saber que la democracia no solo consiste en votar sino en votar conforme a la ley. El autócrata cree que solo él puede distinguir lo bueno de lo malo, el demócrata sabe que esta distinción la determinan los representantes del pueblo y, en última instancia, la controlan los tribunales.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 7 de febrero de 2017)
La idea de las formas políticas corruptas proviene de Aristóteles. A las formas políticas puras, es decir, la monarquía (gobierno de uno), la aristocracia (de una élite) y la democracia (del pueblo), el clásico griego oponía las formas corruptas como degradación de las puras: tiranía, oligarquía y demagogia, respectivamente. Hoy en día, aunque la realidad ha cambiado mucho, nuestras democracias contemporáneas pueden degenerar, entre otras formas corruptas, en partitocracia y en populismo, no muy alejadas de las ideas de oligarquía y demagogia de las que hablaba Aristóteles.
La democracia hoy, en su esencia, sigue siendo, efectivamente, el gobierno del pueblo. Ahora bien, la democracia no es una finalidad sino un simple instrumento, el más adecuado, la mejor forma de gobernar un Estado, o la peor a excepción de todas las demás, como irónicamente dijo, al parecer, Winston Churchill. Porque, recordemos, la finalidad de todo Estado —de toda estructura política, también las supraestatales (como la UE) y las infraestatales (como las CC AA y municipios)— es asegurar la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos mediante la garantía de los derechos civiles, políticos y sociales que figuran en los textos constitucionales. Es decir, la democracia determina el sujeto del poder político y los límites para ejercerlo, no su objetivo, que es la “igual libertad” de todos. La democracia es, por tanto, una simple técnica, un instrumento, para alcanzar este objetivo.
Ese instrumento está basado en tres grandes principios que son requisito indispensable para su buen funcionamiento: la representación política, la división de poderes y el pluralismo. Si alguno falla, el instrumento no sirve, la democracia queda inutilizada para la finalidad que se propone.
La representación política significa que los ciudadanos, mediante elecciones y por un tiempo limitado, otorgan a determinadas personas, de forma directa o indirecta, el poder político. La división de poderes consiste, sustancialmente, en que el poder no está concentrado sino que las diversas funciones del Estado son ejercidas por órganos distintos, los cuales, además, se controlan mutuamente. El pluralismo presupone que en la sociedad coexisten diversos intereses, valores e ideas que deben ser reconocidos y protegidos porque son un valor en sí mismos, dado que en todo sistema democrático la discrepancia y la contraposición de opiniones son la fuente previa a toda decisión política y un requisito necesario para que resulte acertada. Un reflejo imprescindible del principio pluralista son los partidos políticos que, a nuestros efectos, adquieren una especial relevancia.
Representación, división de poderes y pluralismo son, por tanto, los principios indispensables que configuran a las democracias. Pues bien, la partitocracia y el populismo, desde ángulos distintos, vulneran algunos de estos principios y, por esta razón, desnaturalizan la idea de democracia, la corrompen y la pervierten. En apariencia las formas son democráticas, en su funcionamiento el Estado deja de serlo porque el objetivo de la “igual libertad” a la que antes nos referíamos no puede alcanzarse, dado que el instrumento es defectuoso y no sirve para la finalidad pretendida.
La partitocracia desvirtúa la división de poderes porque los concentra en los grandes partidos mayoritarios e impide la función de control entre los distintos órganos estatales. Como hemos visto, los partidos políticos son un efecto inevitable del principio pluralista. Hoy la democracia es una democracia de partidos, no de individuos aislados. Pero esta legítima democracia de partidos se convierte en partitocracia cuando uno o varios de entre de ellos, desde luego los más importantes, se ponen de acuerdo para ejercer un poder trasversal que se apodera de los distintos órganos del Estado e impide la posibilidad de controlarse mutuamente. La garantía para el buen funcionamiento democrático que supone la división de poderes queda desactivada. Falla un principio esencial de la democracia.
Una primera consecuencia es que la Administración pública no cumple con el mandato constitucional de servir a los intereses generales si los partidos copan, mediante los cargos de confianza que designan, la dirección de los órganos de la Administración, arrinconando así a los funcionarios que ocupan sus plazas en virtud de los principios constitucionales de mérito y capacidad. Esta Administración es la que debe conceder permisos y subvenciones a las empresas, asociaciones y particulares, entre ellos otorga las licencias a los medios de comunicación audiovisual. Así, pone la sociedad a su servicio en lugar de estar ellos al servicio de la sociedad.
Si añadimos que son estos mismos partidos quienes designan a los miembros de órganos constitucionales (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Defensor del Pueblo, Tribunal de Cuentas) y a los órganos reguladores (Banco de España, Mercado de la Competencia, Consejos de RTV, etcétera), que por su naturaleza deben ser independientes, se ve claro que los poderes tienen un amplio campo para ser ejercidos sin frenos ni contrapesos, sin controles. El principio de división de poderes se vulnera y todo el edificio del Estado democrático de derecho queda seriamente dañado.
Los populismos suelen surgir como reacción frente a las partitocracias y, a veces, acaban destruyendo a la democracia misma al sustituir los principios de representación política, división de poderes y pluralismo por sus contrarios: consultas directas a los ciudadanos, concentración de poderes y partido único o liderazgos carismáticos.
De entrada, dividen a la sociedad en dos partes, las élites y el pueblo. Pero a condición de que sólo es el pueblo quien está legitimado para gobernar y la mejor forma de hacerlo es la consulta directa, sin mediar representación alguna. De ahí que la buena democracia sea la llamada democracia participativa, aunque los participantes sean una pequeña fracción del pueblo. De ahí la importancia que se da a las manifestaciones callejeras, consultas y referendos, considerados como la expresión de la voluntad del pueblo auténtico. Al final, es el líder máximo (siempre bueno, justo y honrado) quien tiene capacidad para interpretar esta voluntad. Los populismos suelen derivar en dictaduras, de uno u otro signo.
La partitocracia es una forma corrupta de democracia porque vulnera el principio de división de poderes y desvirtúa todos los demás. Pero la solución no es el populismo, que arrasa con todos los principios democráticos y cambia de forma sustancial el sistema en su conjunto. La solución está en la regeneración democrática de las instituciones mediante una reforma que haga respetar los principios: una buena democracia representativa, una verdadera división de poderes y un respeto al pluralismo. Frente a las formas degeneradas y corruptas, las soluciones regeneradoras y reformistas.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 15 de enero de 2017)
Tengo que reconocerlo. Lo que seguramente es el comienzo mejor para hacer que las cosas sean de otra manera. Como ha dicho Barack Obama en su despedida, pudimos y podemos. O sea, que sí, que puedo decir con la mayor de las naturalidades, que me siento humillado cada vez que veo una foto en el periódico de inmigrantes pasando frío, o hundidos en el barro, o huyendo de las explosiones. Veo esas fotos e intento no saber más sobre lo que están pasando. Paso entonces las páginas y me meto todo lo que puedo en el gravísimo problema que supone para mí que la Gran Vía esté cortada unas horas al día.
Un día ya no puedo más, y comienzo la lectura pausada del horror que viven aquí mismo cientos de miles de personas, y nosotros, no solo yo, no hacemos realmente nada. ¿Es verdad que España no puede acoger más que unos pocos cientos de refugiados? Yo creo que no es cierto, que si Alemania puede hacerse cargo de cientos de miles, si Grecia está absolutamente inundada de personas que necesitan lo más elemental, creo que si todo eso es posible sin que se hunda la economía europea, en España podríamos acoger a muchos, muchísimos más de los que decimos. Y el problema no es solo, ni fundamentalmente, el Estado. El problema somos nosotros.
Hagamos la prueba: leamos enteras las noticias, las que explican que la gente hace cola para conseguir una sopa a una temperatura ambiente de veinte grados bajo cero. Y entonces, apartamos ligeramente el café humeante que tenemos en la barra del bar, y nos imaginamos que alguno de nuestros hijos está ahí, esperando la sopa.
Yo no digo que nadie se lleve a su casa a una familia siria, pero sí que dedique alguna energía cada día para exigir que el partido al que vota ponga en marcha medidas que sirvan para mejorar la situación de esa gente, o que fuerce a los Gobiernos a que lo hagan.
Son cosas que están al alcance de la mano de cualquiera. No es inimaginable pensar que en España cupieran un millón de personas más de las que hay ahora. No íbamos a convertirnos en pobres de solemnidad por eso. Tampoco pensemos que los inmigrantes van a pagar las pensiones de mañana. Imaginemos que es un acto de solidaridad y ya está. Un acto de solidaridad a cambio de nada. Tan solo con eso tendremos un país mejor, porque nuestros vecinos y nosotros lo seremos.
Un millón de personas más.
Para cambiar la política internacional hace falta más tiempo.
(Artículo de Jorge M. Reverte, publicado en "El País" el 13 de enero de 2017)
Dos investigadores británicos, Robert Geyer y Samir Rihani, propusieron un experimento mental para que cayéramos en la cuenta de que los sistemas inteligentes son más importantes que las personas inteligentes: ¿qué pasaría si los gobernadores del Banco de Inglaterra fueran sustituidos por una habitación llena de monos? Si uno tuviera que responder rápidamente a esta pregunta, la intuición inmediata le llevaría a asegurar que la economía británica colapsaría. Ahora bien, a nada que hayamos podido reflexionar un poco y superar el automatismo de la reacción, la respuesta sería muy diferente: el gobierno de los monos pondría de manifiesto hasta qué punto estamos gobernados más por sistemas que por personas, con equilibrios, contrapesos y correcciones automáticas, por lo que los monos no harían tanto daño como podría suponerse.
La pregunta que en estos momentos todo el mundo se hace acerca de lo que puede suponer un gobierno de Trump para los Estados Unidos y el mundo en su conjunto es si el sistema político americano es capaz de resistir a un presidente así o se plegará finalmente a los dictados de quien temporalmente lo dirige (y la referencia a los monos es pura casualidad sin malicia alguna, pues también podía haber puesto como ejemplo a Rajoy, May, Le Pen, Grillo, Orban o Erdogan). Las respuestas a esta pregunta son muy variadas, pero se agrupan en dos tipos. Quienes tienen una visión más bien individualista de la política son en este caso pesimistas; quienes la conciben sistémicamente tienden a ser optimistas. Es curioso que los límites del poder sean ahora un motivo de esperanza, cuando en otros momentos habían simbolizado más bien nuestra desesperación. No deja de ser una paradoja el hecho de que estemos depositando todas nuestras esperanzas en que eso que hemos llamado últimamente y con gesto despectivo “la casta” (los altos funcionarios, los expertos, militares, empresarios o el propio Partido Republicano) sean un poder que limite efectivamente el de su presidente.
El experimento mental propuesto por los profesores británicos es interesante porque en el automatismo de nuestras respuestas iniciales se pone de manifiesto hasta qué punto somos deudores de un modo de pensar centrado en los individuos y los líderes, en el corto plazo y en la falta de atención a las condiciones sistémicas en las que tienen lugar nuestras acciones. Seguimos pensando que el gobierno es una acción heroica de las personas en vez de entender que se trata de configurar sistemas inteligentes. Es una prueba de eso que Luhmann llamaba “la huida hacia el sujeto”, cuando la acción política se degrada a una competición entre personas, sus programas, sus buenas (o malas) intenciones o su ejemplaridad moral; por eso hablamos de liderazgo con unas connotaciones tan personalizadas, la atención pública se interesa principalmente de las cualidades personales de quienes nos gobiernan, nos preocupa más descubrir a los culpables que reparar los malos diseños estructurales…
La renovación de nuestros sistemas políticos debe ser abordada de otra manera. Nos jugamos demasiado como para confiarlo todo a que nuestros gobernantes sean competentes y buenas personas; no podemos jugar a la ruleta rusa de que estos sean ejemplares y tengan propiedades extraordinarias. La democracia está para que cualquiera pueda gobernarnos, lo que implica que nuestro esfuerzo se dirija hacia los procedimientos y reglas a los que nuestros dirigentes tienen que atenerse, y no tanto al casting político.
No diseñemos nuestras instituciones y sus eventuales reformas pensando en seleccionar a los mejores y facilitar su acción de gobierno, sino en impedir que los malos hagan demasiado daño, aunque ocasionalmente esas mismas instituciones dificulten a los buenos sacar adelante todos sus proyectos. La democracia es un sistema diseñado más para impedir que para facilitar, un sistema que prohíbe, equilibra, limita y protege. Esta circunstancia que impidió a Obama llevar a cabo un ambicioso programa de salud, podría ser lo que dificulte a Trump el cumplimiento de sus promesas (o amenazas).
Todo lo que sea poner el foco en los individuos para designar los problemas que tenemos —la teoría de que lo importante es el ser humano, sea desde la perspectiva de las características personales del líder o de las motivaciones del votante individual en clave de rational choice— lleva consigo una infravaloración de las propiedades sistémicas de la sociedad. Los principales problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad tienen el carácter de problemas planteados por un sistema interdependiente y concatenado ante los cuales son ciegos sus componentes individuales: insostenibilidad, riesgos financieros y, en general, aquellos que están provocados por una larga cadena de comportamientos individuales que pueden no ser en sí mismos malos, pero sí lo es su desordenada agregación. De ahí que no se trate tanto de modificar los comportamientos individuales como de configurar adecuadamente su interacción y esa es precisamente la tarea que podemos designar como inteligencia colectiva. Se gana mucho más mejorando los procedimientos que mejorando a las personas que los dirigen. No deberíamos esperar tanto de las virtudes de quienes componen un sistema ni temer mucho de sus vicios; lo que realmente deberían inquietarnos es si su interconexión está bien organizada, cómo son las reglas, los procesos y las estructuras que configuran esa interdependencia.
Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por sistemas en los que se sintetiza una inteligencia colectiva (reglas, normas y procedimientos) y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas o ejemplares. Podríamos prescindir de las personas inteligentes pero no de los sistemas inteligentes; es lo que se suele decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes.
Estos doscientos años de democracia han configurado precisamente una constelación institucional en la que un conjunto de experiencias han cristalizado en estructuras, procesos y reglas (especialmente las constituciones) que proporcionan a la democracia un alto grado de inteligencia sistémica, una inteligencia que no está en las personas sino en los componentes constitutivos del sistema. De alguna manera esto hace al sistema democrático independiente de las personas concretas que actúan e incluso de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio; únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores, incluido el eventual paso de unos monos por el gobierno.
(Artículo de Daniel Innerarity, publicado en "El País" el 4 de enero de 2017)
En la nueva etapa en que se encuentra nuestro país es preciso abordar reformas políticas, pero también proponer actuaciones desde la sociedad civil en diversos campos, entre ellos, el económico, atendiendo al marco global y local, sin caer en el autismo político. Caracterizan nuestro tiempo una globalización asimétrica, la crisis de refugiados políticos e inmigrantes pobres, la financiarización de la economía, la configuración de un nuevo orden geopolítico multipolar, la persistencia de la pobreza y las desigualdades, el desafío de las nuevas tecnologías, la digitalización y el reto del desarrollo sostenible.
Ante este horizonte, cabe sugerir propuestas como las siguientes para articular una economía ética. Una economía que, como diría Sen, ayude a crear buenas sociedades.
En primer lugar, erradicar la pobreza y reducir las desigualdades. Erradicar la pobreza es el primero de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, y en esa tarea la contribución de la economía y las empresas es esencial. Si la economía es la ciencia que trata de superar la escasez, también tiene por meta eliminar la pobreza.
Afortunadamente, el pensamiento sobre la pobreza ha cambiado radicalmente, sobre todo en los dos últimos siglos. Gráficamente lo expone Ravallion mostrando el tránsito de afirmaciones como la de Philippe Hecquet en 1740, “Los pobres (…) son como las sombras en un cuadro: proporcionan el contraste necesario”, al motto del Banco Mundial desde 1990, “Nuestro sueño es un mundo sin pobreza”.
Y ese mundo no es utópico porque sabemos que hoy la pobreza es evitable, pero también porque eliminarla no es solo un modo de proteger a las sociedades frente a las externalidades negativas de la pobreza, sino sobre todo un derecho de las personas a una vida sin pobreza. Erradicar la pobreza no es sólo una medida de protección de los bien situados, sino de empoderamiento de los desfavorecidos. Es lo que exige la afirmación kantiana, nuclear en la ética cívica moderna, de que toda persona vale por sí misma, tiene dignidad y no un simple precio.
Pero para empoderar a los pobres es necesario fomentar la igualdad de oportunidades. Por eso se ha dicho con razón que uno de los grandes retos, si no el mayor, consiste en reducir las desigualdades, porque son indeseables por sí mismas y por la pobreza que generan. Según los 700 expertos mundiales que participaron en la elaboración del informe Global Risks 2014 en el Foro Económico de Davos, la desigualdad es la cuestión que puede tener mayor impacto en la economía mundial en la próxima década. Reducir la desigualdad importa tanto por su impacto en el crecimiento económico como por equidad y justicia.
En segundo lugar, promover el pluralismo de modelos de empresa. Una economía pluralista hace posible que actúen empresas convencionales, que buscan la rentabilidad como tarea prioritaria, pero también entidades económicas que buscan satisfacer necesidades sociales y evitar la exclusión. Son, en palabras de José Ángel Moreno, “semillas de economía alternativa”, nuevos modelos de empresa, de consumo e inversión, en los que la actividad económica es instrumental. Se proponen construir un mundo nuevo desde la actividad económica.
Cuentan entre ellas las empresas de economía social, las de emprendedurismo social, la Economía del Bien Común, la colaborativa, los sistemas de producción e intercambio de dinero social, y las finanzas alternativas, que apuestan por la inversión social. Con todos los interrogantes que plantean algunos de estos modelos de empresa, es cierto que la economía social y solidaria está generando empleos y riqueza material, y es un lugar de encuentro entre el sector social y el económico.
En tercer lugar, unir el poder de la economía a los ideales universales, aprovechar los recursos para dar cuerpo a los valores de una ética cívica transnacional, que debe formar parte de la actividad económica y traducirse en buenas prácticas.
Es preciso aceptar ofertas como la del Pacto Mundial de Naciones Unidas, que propuso en 1999 Kofi Annan con las siguientes palabras: “Elijamos unir el poder de los mercados con la autoridad de los ideales universales. Elijamos reconciliar las fuerzas creadoras de la empresa privada con las necesidades de los menos aventajados y con las exigencias de las generaciones futuras”. En este camino se sitúan los objetivos de desarrollo sostenible y los principios rectores “proteger, respetar, remediar”, que propuso Ruggie, siendo Representante del Secretario General de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Atendiendo a estos principios, las empresas deben respetar los derechos humanos, remediar las intervenciones injustas, e incluso promover la reforma de legislaciones deficientes, valiéndose de su influencia y convirtiéndose en agentes de justicia.
En cuarto lugar, asumir la responsabilidad social como una cuestión de justicia y de prudencia. A pesar de las críticas muy justificadas que ha recibido la responsabilidad social empresarial (RSE) por convertirse demasiado a menudo en un producto cosmético, puede ayudar a crear buenas empresas y buenas sociedades si se entiende como el intento de satisfacer las expectativas legítimas de todos los afectados. Puede ser entonces una excelente herramienta de gestión, óptimamente orientada; una buena medida de prudencia, porque convierte a los afectados en aliados en juegos de suma positiva; y es una ineludible exigencia de justicia, porque atender a los afectados es su razón de ser.
Y por último, cultivar las distintas motivaciones de la racionalidad económica. Suele entenderse que el propio interés es el motor del mundo económico, atendiendo al célebre texto de Smith sobre la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero. Pero actuar sólo por el autointerés es suicida, son también esenciales la reciprocidad y la cooperación, la capacidad de sellar contratos y cumplirlos, generando instituciones sólidas. Cuentan, pues, también la capacidad de reciprocar, la simpatía (la capacidad de sufrir con otros poniéndose en su lugar) y el compromiso cívico dentro del marco de un Estado justo.
Promover el pluralismo de las motivaciones en la actividad económica supone fortalecer la economía desde sus propios principios. Pero si desea ser realmente innovadora, puede recurrir también a esas razones del corazón que la razón geométrica no conoce, a la razón compasiva, capaz de aunar interés propio, simpatía y compromiso. Capaz de asumir la perspectiva de los que sufren y de comprometerse con ellos.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 16 de diciembre de 2016)
La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible es el nuevo manifiesto que nos inspira para transformar nuestro mundo y construir un futuro mejor para todos. Sin embargo, en el camino crucial que conduce a su implementación se interpone una amplia barrera a nuestro avance: la corrupción.
Ningún país está a salvo de ella, y todos los países tienen la responsabilidad de ponerle fin. La corrupción atenaza a personas, comunidades y naciones. Debilita la educación y la salud, socava los procesos electorales y refuerza las injusticias al viciar los sistemas de justicia penal y el estado de derecho. También desvía recursos nacionales y extranjeros, con lo que da al traste con el desarrollo económico y social y acentúa la pobreza. La corrupción perjudica a todos, pero los pobres y los vulnerables son quienes más sufren sus consecuencias.
El tema de este año es "La corrupción: un impedimento para los Objetivos de Desarrollo Sostenible". El Objetivo 16 insta a reducir considerablemente la corrupción y el soborno y a crear a todos los niveles instituciones eficaces y transparentes que rindan cuentas. La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, apoyándose en su mecanismo de revisión por pares, está impulsando la honradez, la transparencia y la rendición de cuentas en la gobernanza, pero hay que hacer mucho más.
En el Día Internacional contra la Corrupción, les invito a reafirmar conmigo nuestra determinación de acabar con el engaño y la falta de honradez que amenazan la Agenda 2030 y de buscar la paz y la prosperidad para todos en un planeta sano.
(Mensaje emitido el 9 de diciembre de 2016)
Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la confusión terminológica. Ya que si algo llama la atención del auge global del populismo, que ha llevado a Donald Trump a la Casa Blanca y tiene a Marine Le Pen enfilando el Elíseo, es la dificultad que encontramos para definirlo con precisión. Pero saber de qué estamos hablando cuando hablamos de populismo es importante; de otro modo, convertiremos en inútil una categoría decisiva para entender la crisis que atraviesan las democracias occidentales. ¡No sea que, aplicando los remedios inapropiados, terminemos por agravarla! Bien por recurrir habitualmente a mecanismos de decisión tan ineficaces como el referéndum, bien por asimilar —por contaminación atmosférica o estrategia deliberada— los elementos del discurso populista. Es así necesario preguntarse por qué tiene lugar este revival tan espectacular como inquietante.
Hay que empezar por aclarar que el populismo no es, como se ha puesto de moda afirmar, la oferta de soluciones sencillas para problemas complejos. Si así fuera, no hay partido político que pudiera sustraerse a semejante acusación. ¿Quién se presentaría a las elecciones prometiendo remedios abstrusos para problemas intratables? Más aún: ¿quién podría ganarlas anunciando subidas de impuestos o reformas dolorosas? En la medida en que la competición electoral requiere persuadir a un público más sentimental que racional, no hay discurso político que no propenda a la simplificación. O sea: a un grado variable de demagogia. Incluso el admirable Obama ganó sus primeras elecciones con un discurso de fuerte contenido afectivo: su Yes we can no podía ser menos impreciso ni más eficaz. Hay, claro, diferencias: no todos los actores políticos son demagógicos por igual. Pero no es ahí donde encontraremos la clave que nos permita distinguir al populismo de sus alternativas.
Digámoslo ya: es populista quien despliega un discurso antielitista en nombre del pueblo soberano. En otras palabras, quien sostiene que el pueblo virtuoso ha sido víctima de una élite corrupta que ha secuestrado la voluntad popular. Y lo es, en fin, quien se arroga la potestad de determinar quién pertenece a cada una de esas entidades: quién es gente, quién es casta. De ahí que el contenido de esos contenedores de indudable fuerza simbólica no se encuentre prefijado: entre los enemigos del pueblo pueden contarse empresarios, inmigrantes, periodistas; pero bien pueden ser pueblo, como a menudo sucede en el populismo latinoamericano, las minorías indígenas. De hecho, cualquiera puede transitar entre ambas, del pueblo a la élite y viceversa, si abraza el ideario populista. ¡No solo los significados son flotantes cuando hablamos de populismo! Ahí está el caso Espinar para demostrarlo: una conducta dudosa se transforma en “ética” cuando el implicado está en el lado bueno de la divisoria moral.
Pueblo contra élite: tal es el núcleo esencial del populismo, que podemos reconocer en sus principales manifestaciones de ahora mismo, de Podemos al Frente Nacional. Es norma también que la encarnación del movimiento corresponda a un líder carismático que, como ha explicado con brillantez José Luis Villacañas, es investido afectivamente por sus seguidores con cualidades redentoras. A ello hay que añadir rasgos de estilo que no son exclusivos del populismo, pero lo acompañan casi invariablemente: la provocación, la protesta, la polarización. Más que de una ideología en sentido propio, se trata de un estilo político que pueden adoptar por igual actores de izquierda y derecha. Y que se relaciona ambiguamente con una democracia a la que acompaña, como ha escrito Benjamin Arditi, como un espectro: invocar al pueblo en un régimen político que dice asentarse sobre el “gobierno del pueblo” no deja de tener sentido. Es tirando de este hilo como podemos encontrar razones que nos ayudan a explicar su auge contemporáneo.
Hay que reparar, sobre todo, en la creciente distancia que media entre el ciudadano y el gobierno de los asuntos colectivos: aunque elegimos representantes, sentimos que estos se encuentran muy lejos de nosotros. ¡Y es verdad! La tecnocratización del Gobierno responde a una creciente complejidad social que el ciudadano, por lo general poco sofisticado políticamente, apenas comprende o no se esfuerza en comprender: el 43% de los votantes norteamericanos pensaba que el índice de desempleo había subido durante los años de Obama, cuando en realidad ha descendido, y la mitad de los españoles no distingue el PIB del IPC. De manera que las democracias, para ser eficaces, no pueden sino reforzar su dimensión aristocrática en detrimento de la popular. Margaret Canovan lo explica muy bien: “La paradoja es que mientras la democracia, con su mensaje de inclusividad, necesita ser comprensible para las masas, la ideología que trata de salvar la brecha entre la gente y la política distorsiona (no puede sino distorsionar) el modo en que la política democrática, inevitablemente, funciona”. En una crisis, cuando el ciudadano siente que las élites le han fallado, se vuelve contra ellas y reclama —espoleado por el líder populista— recuperar su capacidad de decisión directa. ¡Que vote la gente!
Se refuerza así la dimensión plebiscitaria de la democracia, que favorece al líder populista; no digamos si, como sucede con Trump, tratamos con un maestro de la telerrealidad. También contribuyen a ello la crisis de la mediación desencadenada por las nuevas tecnologías y la de los partidos tradicionales. Simultáneamente, las redes sociales intensifican el tribalismo moral y sirven como mecanismos afectivos que expresan identidades antes que razones. Por eso se habla de democracia posfactual: porque la esfera pública se ha fragmentado en nichos emocionales donde la realidad tiene poco que decir. Hasta que la realidad habla, como ha sucedido en Grecia o sucederá en EE UU si Trump aplica políticas proteccionistas. Es interesante constatar también cómo el prestigio cultural del rebelde —el outsider enfrentado al sistema canonizado en el cine, la publicidad y los medios de comunicación— contribuye también al éxito del populista, quien a fin de cuentas vende su producto como una insurrección contra el establishment. La reforma es conformista, la insubordinación es sexy.
¿Tiene futuro el fenómeno populista? No cabe dudarlo, a la vista de un pasado histórico aún no tan lejano. Se da aquí la paradoja de la eficacia: las democracias deben atajar las causas del descontento que hace reaparecer al espectro populista, pero para ello se requieren políticas que ese mismo descontento hace difícil aprobar. Y seguramente las propias democracias liberales hayan de desarrollar su propio repertorio afectivo, para así combatir mejor el de sus enemigos. Pero eso, claro, es más fácil decirlo que lograrlo.
(Artículo de Manuel Arias Maldonado, publicado en "El País" el 30 de noviembre de 2016)
El último barómetro de Transparencia Internacional arroja resultados muy negativos sobre la corrupción que los españoles perciben. Una amplia mayoría piensa que el Gobierno lucha mal o muy mal contra esta lacra, aunque sean pocos los ciudadanos que dicen haber pagado algún soborno. Más allá de algunas impresiones exageradas, de nuevo estamos ante un aldabonazo sobre la necesidad de reaccionar colectivamente ante una amenaza seria contra el sistema democrático.
Queda mucho por recorrer. Desde mejorar la aplicación de la Ley de Transparencia de 2013 hasta aplicar las recomendaciones de expertos como los del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO), que proponen medidas para una mayor independencia del Poder Judicial y de la Fiscalía, y elaborar un registro de lobistas que publique gastos, patrimonio, remuneración o regalos recibidos por los políticos. Otra medida importante es la protección de los denunciantes de la corrupción. Los partidos deben llevar a la práctica su compromiso teórico para sacar a España del grupo de países de la Unión Europea donde menos se ayuda a los que informan de corrupción. La experiencia es que más bien se les acosa, como les ocurrió a los primeros denunciantes del caso Gürtel
Es inquietante verificar la cantidad de casos en los tribunales que afectan a organizaciones políticas o a personas que desempeñaron cargos en ellas, sobre todo del Partido Popular. Como también lo es constatar que, según el CIS, los votantes del PP muestran menos preocupación por la corrupción que los de otras fuerzas. En todo caso, mientras se mantenga el sistema de listas cerradas y bloqueadas, el votante tiene que decantarse entre abstenerse o dar su respaldo a toda la candidatura de un partido, sin posibilidad de discriminar. La corrupción es el segundo gran problema de este país, según coinciden Transparencia Internacional y el CIS, y como tal deben tratarla los responsables políticos.
(Editorial de "El País", publicado el 21 de noviembre de 2016)
Todo está por hacer y todo es posible. Estamos ante un nuevo comienzo. Empieza una época nueva. ¿Una revolución? No exactamente.
El primer trazo que define la política exterior de Donald Trump y la nueva geometría de las relaciones internacionales que empezará a surgir de su victoria es la incertidumbre. Nos adentramos en territorio desconocido. El presidente electo de los Estados Unidos se ha manifestado como un proteccionista y un revisionista radical en políticas comercial y emigratoria y en alianzas de seguridad, y como un ignorante en materia tan peligrosa como la proliferación nuclear y el uso del arma nuclear. Eso tiene remedio: las opiniones se cambian y de lo que no se sabe se aprende. Pero mientras no suceda la incertidumbre permanece y hace su trabajo de erosión, que alimenta la espiral de la desconfianza: sobre el futuro de la Alianza Atlántica, de los tratados comerciales como el NAFTA y TTP, las organizaciones internacionales, desde la OMC hasta la propia ONU, o los acuerdos de reanudación de relaciones con Cuba y de control nuclear con Irán.
Nos quedaremos cortos si pensamos que Trump puede cambiar. En su primer discurso como presidente electo ya ha demostrado que puede hacerlo. Primero, ha contado que Clinton le ha felicitado, sin llamarla crooked (corrupta) ni pedir la cárcel para ella, ha elogiado su campaña y le ha agradecido "los servicios prestados a este país". Luego se ha cobrado los elogios quitándole el eslogan de campaña, together (juntos), para propugnar la unión después de sembrar la división. El mensaje es nítido: en la campaña se pueden decir unas cosas y luego desde la Casa Blanca convendrá hacer otras. Esto no significa que el cambio sea a mejor o que se vaya a hacer bien las cosas; significa que serán otras, distintas. De cara al mundo, al papel que tiene EEUU en el orden internacional y en la gobernanza global y al conjunto de alianzas y acuerdos internacionales, se supone que también puede cambiar. Si ya ha empezado a hacerlo en su noche electoral, podrá hacerlo luego cuantas veces le convenga. Sus posiciones son volátiles. Incertidumbre sobre incertidumbre, por tanto.
Trump no cambiará porque tenga un programa oculto más moderado. No lo tiene. Por no tener no se le conocen ni ideas ni asesores que las tengan, más allá de las cuatro ideas esquemáticas y eficaces, casi todas ellas radicales e inquietantes, con las que ha armado la retórica de su campaña: expulsar inmigrantes, construir vallas en las fronteras, poner fronteras a la industria y el comercio estadounidense, cuestionar las alianzas y compromisos internacionales, procurar más por los intereses propios y menos por los de los aliados y regresar a un pasado idealizado en el que los Estados Unidos eran grandes y ricos.
Trump cambiará. En primer lugar, porque está en su naturaleza profundamente adaptativa. Y en segundo lugar, porque a pesar de que tenga 70 años y una carrera entera de multimillonario a sus espaldas, su falta de experiencia en gestión política y pública le obligará a aprender en el Despacho Oval; pero mientras aprenda, la ecuación que suma sus ideas escasas, nulas o perversas y su oportunismo desbordante arroja un resultado de mayor incertidumbre todavía sobre su presidencia. Además de desconocido, el camino que emprende se adentra en la oscuridad más absoluta.
Hay algo en lo que no cambiará, que no puede cambiar: su carácter, su capacidad para despreciar, acosar e insultar, ampliamente demostrada durante la campaña, tanto por los medios propios, exhibiéndola en sus mítines y en sus tuits, como por medio de las denuncias de sus adversarios. Podrá reprimirlo o encauzarlo. Pero estará allí, agazapado bajo su tupe teñido de rubio y dispuesto a salir en cualquier momento, cuando sea necesario, como el escorpión con el aguijón de su cola. Un carácter así da mucho juego, como se ha visto en la campaña porque suscita las simpatías de muchos votantes. De quienes comparten parecidas características de su personalidad o de quienes consideran que todo vale para el buen fin de ganar las elecciones, como es el caso de muchos y respetables dirigentes republicanos.
Puede dar juego incluso en las relaciones internacionales, donde encontrará con frecuencia creciente personajes salidos de un molde similar. Rodrigo Duterte, por ejemplo. El bocazas y faltón presidente de Filipinas seguro que se entenderá mejor con Trump que con Obama, que se ponía a tiro de sus insultos intolerables solo con pensar en su elegancia y su correctísima y culta oratoria. En este tipo de carácter reside un fallo de difícil enmienda, que su turbulenta y a veces obscena campaña ha descubierto al mundo entero. Carece de gran número de las llamadas virtudes romanas que se exigía al máximo magistrado del imperio. Solo para mencionar tres de las más imprescindibles y que adornan ostensiblemente al actual presidente Obama: la auctoritas de Trump es escasa, pero su dignitas y gravitas son nulas.
A Trump le falla un valor profundamente apreciado en un mundo tan conservador como el que vivimos y que tiene que ver también con el carácter: la previsibilidad. En su discurso de aceptación de la victoria ha dicho que Estados Unidos procurará por sus intereses en el mundo pero será una potencia benévola, que tratará honestamente a los otros países. Nada sobre el respeto a las alianzas y los compromisos internacionales. Los países socios y amigos de Estados Unidos tienen todos los motivos para la preocupación. Cuanto más socios y amigos, como es el caso de Japón o de Alemania, más preocupación.
Incluso las potencias que mayor provecho van sacar de la inhibición de Estados Unidos en el escenario internacional, como es el caso de China o Rusia, tienen motivos de preocupación en lo que concierne a la estabilidad económica y geopolítica. Pero también es una ventana de oportunidad para quienes desean avanzar sus peones en el tablero global e influir en la creación de un orden internacional en el que cuenten con más y mejores palancas de acción, y todavía más para las fuerzas o países con vocación insurgente.
Obama ha sido el presidente que más se parece al actual mundo multicultural y multipolar. Este nuevo presidente blanco, protestante, anglosajón y xenófobo es el anti-Obama, la reacción al ascenso de los países y clases medias emergentes del antiguo Tercer Mundo. Estos días ha hecho fortuna en las redes una cita famosa de Antonio Gramsci sobre las crisis revolucionarias con la que se quiere explicar el fenómeno de Trump e incluso presentarlo como el momento en que todo va peor antes de que todo vaya mejor: "El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos". La frase es de la época de ascenso de los fascismos.
Respecto a la gobernanza y al orden internacionales, estamos ante una página en blanco. Es verdad que todo está por hacer y todo es posible. Es un nuevo comienzo, una época nueva. Hay una revolución que está en marcha, pero es reaccionaria, y va en sentido contrario a las revoluciones democráticas, pues mira hacia el pasado y se propone quitar libertades y derechos. Es una contrarrevolución, en definitiva.
(Artículo de LLuís Bassets, publicado en "El País" el 10 de noviembre de 2016)
Se ha dicho ya tantas veces que parece inútil repetirlo, pero hay que volver sobre ello porque parecemos empeñados en arriesgar lo más valioso de nuestros proyectos comunes a una jugada incierta y plagada de confusión como es la convocatoria de un referéndum. Pasada por el filtro de los medios, decentes e indecentes, whatsapps, SMS, tuits y demás simplismos, esta supuesta variante de la democracia acaba por generar un veredicto político deformado por la ignorancia, la información sesgada y la alteración emocional.
Pero, claro, como hablamos con metáforas ampulosas y decimos que “el pueblo” se ha pronunciado, quiere esto o lo otro, y cosas así, el engendro está de tal modo impregnado con la ilusión de la legitimidad que cualquiera que lo ponga en cuestión corre riesgos importantes. Debemos insistir, sin embargo, en frustrar cuanto antes esa ilusión verbal. Nada hay de fundamental o cimentado en el resultado de un referéndum. Es dudoso que estemos en presencia siquiera de una decisión; se trata de la agregación artificial de preferencias individuales mediante un algoritmo tosco. Pero aunque fabulemos la decisión de un sujeto colectivo, eso no la torna en una decisión fundada ni anclada en principios incontestables de legitimidad. Ni siquiera en una decisión que responda realmente a los deseos de quien la toma, si es que se puede decir que alguien la toma. Simplemente hemos convenido en que, así tomada, esa decisión es última. Ha hablado el pueblo, punto final.
Esto es lo que hace de este método de toma de decisiones algo particularmente temerario, porque puede llevar a soluciones erróneas pero irreversibles. Los juristas distinguimos entre decisión última y decisión infalible, y sabemos que la tentación de atribuir infalibilidad a las decisiones últimas, por democráticas que parezcan, es una trampa que carece de base. No hay ninguna voz de dios detrás de la voz del pueblo; seguramente no hay siquiera una voz del pueblo. Además, aunque no sea de buen tono decirlo, el supuesto pueblo puede equivocarse y, en uso de un método tan pueril, acabar en decisiones que perjudiquen a los mismos que las toman tan alegremente.
Sobre la calidad de toda decisión humana disponemos ya de literatura abundante acerca de su fragilidad, sus desviaciones y sesgos, y las falacias argumentales en que incurren. No digamos lo que puede suceder con decisiones colectivas tomadas mediante métodos simples de agregación de preferencias, en conflicto de intereses, gran excitación informativa y asuntos difíciles. Sin embargo, estas cosas no aparecen en el discurso político. Seguimos hablando de democracia y dando por legitimados los productos de semejante distorsión.
Pues bien, debemos recordar que si se pretende que el voto de un ciudadano expresa sus preferencias, todos los problemas que tienen éstas se trasladan al sentido del voto. Ignoramos su intensidad, su coherencia, si son erróneas o acertadas, si están informadas o, como suele suceder, gravemente desinformadas, qué grado de apoyo o mutabilidad tienen, si son internas o externas, o como alguien ha dicho, si están bien o mal lavadas. Y en cuanto a su génesis —asunto crucial aquí— sabemos que las preferencias son influenciables, manipulables, formadas adaptativamente, inducidas, etcétera, es decir, no producto de la autonomía individual sino resultado de alguna inoculación externa.
También se sabe ya que la maquinaria de nuestra facultad de conocer sufre desviaciones y saltos. Puede cometer errores sistemáticos, configurar creencias a partir de simples impresiones, obrar con ilusiones cognitivas, tomar atajos y prestar más atención a lo que no es tan importante. Especialmente interesante a este respecto es uno de los llamados heurísticos intuitivos: cuando tenemos que enfrentarnos con una cuestión difícil procedemos usualmente a contestar una más fácil en su lugar, y ello sin darnos cuenta de que damos con ello un cambiazo cognitivamente fraudulento. Hablando claro: estamos contestando a otra cosa. Pues bien, esto es algo que tiene que darse cuando un referéndum somete a nuestra deliberación un tema de cierta complejidad. Se emite el voto contestando parcialmente. Y en consecuencia, el recuento por simple adición de los síes y de los noesresulta un engaño, el espejismo de hacer homogéneo aquello que es claramente heterogéneo. En el referéndum unos dicen sí y otros dicen no pero seguramente no a las mismas cosas.
Eso de la complejidad del objeto de la votación ya se va tomando en serio. Hasta el punto de que ha sido objeto de regulación en algunos países. Se impone en ellos la exigencia de que aquello que se proponga al votante sea un tema único y no un universo complejo de asuntos discordantes. Porque las cuestiones difíciles de encajar entre sí generan que la articulación individual de las preferencias sea casi imposible. Eso es lo que produce tantas veces en un referéndum el prodigio de que la mayoría de los asuntos contenidos en la propuesta, tomados uno a uno, sean preferidos solo por minorías, pero agregados subliminalmente en una pregunta compleja, resulten ser aprobados mayoritariamente. Y eso es lo que deja muchas veces en el ánimo del votante la sensación de haber sido engañado, o de haberse equivocado. Demasiado tarde. Ha cedido a la tentación de pronunciarse sobre una pregunta-paquete y le han endosado con su decisión algunos costes que no había previsto.
Y luego suele venir, naturalmente, el seísmo institucional, que sucede cuando el pueblo se inclina por algo y el Parlamento por lo contrario. Se genera con ello una pugna de legitimidades y una seria inestabilidad institucional pues uno de los dos actores pierde la legitimidad; normalmente, lamento decirlo, es el Parlamento. Por no mencionar otra trampa: la de la irresponsabilidad. La configuración del orden democrático está pensada también para pedir responsabilidad a quien ejerce el poder. Pues bien, en el referéndum nadie es responsable de la decisión, ni se puede exigir a nadie que asuma sus costes. La idea de accountability, de dar cuentas, médula del proceso político en las sociedades abiertas, es imposible con este tipo de mecanismos decisorios, porque ¿a quién se le piden las cuentas?, ¿quién las da? Y ¿qué puede hacer el perjudicado por la decisión?, ¿cambiar de pueblo? Me parece que ya va siendo hora de que empecemos a vacunarnos contra ese nuevo sarampión político que lo cifra todo en huecas apelaciones al pueblo que no son sino el triunfo de la confusión y del simplismo.
(Artículo de Francisco J. Laporta, publicado en "El País" el 1 de noviembre de 2016)
No estamos ante un aniversario redondo de la publicación del libro On Liberty, de John Stuart Mill, ni de ninguna otra fecha significativa de la vida de este autor. Pero el momento es tan bueno como cualquier otro para evocarlo, porque en él expresó la esencia de la cultura liberal y hace pensar aún hoy tanto como cuando se escribió.
Su tesis fundamental es sencilla: que nuestra libertad individual debe ser protegida como algo sagrado frente a las intromisiones de los Gobiernos o del conjunto social. Nadie tiene derecho a inmiscuirse en nuestro espacio privado, impidiéndonos u obligándonos a actuar en cierto sentido, incluso si lo hace por nuestro bien o para procurarnos la felicidad. Nadie puede obligarnos a ser buenos. Los únicos límites lícitos a nuestra libertad son los que impiden que perjudiquemos o perturbemos la libertad de otros. Mientras nuestros actos no nos afecten más que a nosotros mismos, nadie tiene por qué imponernos ni prohibirnos nada. De este derecho básico a organizar y dirigir nuestra vida íntima se derivan las libertades de conciencia y expresión.
La defensa apasionada de estas libertades es el meollo del libro de Mill. En este terreno, todo límite es malo, incluso si quien lo impone disfruta de un apoyo social abrumador. Es dictatorial que la minoría imponga su opinión a la mayoría, pero también que esta no deje hablar a aquella. Porque cuando existen discrepantes, aunque sea uno solo, las posibilidades son dos: que tengan razón, al menos parcialmente, en cuyo caso la sociedad, al prohibirles expresarse, pierde una oportunidad de superar errores generalizados; o que no la tengan, en cuyo caso el debate servirá para revitalizar y fortalecer la opinión dominante. Porque no hay verdad más fuerte que aquella que es explicada y defendida cada día frente a sus adversarios.
La cuestión de fondo, sigue Mill, es que no existe una verdad absoluta, objetiva e indiscutible. Los individuos somos la única realidad social, el único fundamento de las verdades y los principios morales. Sólo a través de la diversidad y el contraste de opiniones entre nosotros vamos acordando ciertas verdades parciales y transitorias. E incluso sobre estas, nadie es infalible. Eso es lo que no aceptan quienes imponen su opinión a otros, que convierten su verdad, o su certeza, en verdades y certezas absolutas; es decir, que deciden una cuestión para los demás.
Durante siglos, los gobernantes españoles pensaron lo contrario. Y proscribieron la heterodoxia en pro de la concordia social, creyendo que la homogeneidad de creencias evitaba los conflictos. Sofocaron así la creatividad y fomentaron la sumisión, el temor, el conformismo del “doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. El país se aisló y apenas aportó nada a los formidables avances intelectuales europeos de los siglos XVII a XIX. Mejores resultados alcanzaron otras sociedades con menor temor a los discrepantes.
Y no hablo sólo de un pasado muy remoto. En mi propia mente tengo viva la imagen de aquel cura de mi colegio clamando, a mediados de los años cincuenta: “Libertad, libertad. Mucho hablar de la libertad. Pero si la Iglesia también está a favor de la libertad... La defiende en China o Japón, para predicar allí el Evangelio. Libertad, sí. Pero libertad para difundir la verdad. Libertad para el error, no. ¿Cómo se puede poner al mismo nivel la verdad y el error?”.
En ese ambiente nos criamos. Nadie nos hizo leer a Stuart Mill (¡ay, lo que pudo ser Educación para la Ciudadanía! Pero para padres de familia). Y así de asilvestrados salimos. Permítanme otro recuerdo: California, durante la guerra de Vietnam, un mitin izquierdista donde tomó la palabra, imprevisiblemente, alguien que defendía la política de Nixon. Nuestro grupo europeo (latino, la verdad: italianos, franceses, españoles) empezó a abuchearle. Uno de los radicales estadounidenses, situado a mi lado, me decía que le dejáramos hablar: “Let him talk!”. Como era de los nuestros, creí que no entendía bien lo que aquel tipo defendía e intenté explicárselo: ¿Pero no ves que es un reaccionario? Y se limitó a repetirme, lento, serio, tajante: “Let-him-talk!”.
Esa tradición antiliberal sigue nutriendo la cultura política española. Una tradición que no basa la legitimidad en las voluntades individuales sino en la de un ente etéreo, referente de la verdad. Un ente de carácter divino en las viejas monarquías absolutas y que, desde Rousseau para acá, ha encarnado en una colectividad: la nación, el pueblo, el proletariado, la “gente”. Según la lógica rousseauniana, en efecto, si gobierna el pueblo, ¿en nombre de qué se le pueden poner límites?, ¿quién puede proteger al pueblo contra su propia voluntad?, ¿cómo podría el pueblo tiranizarse a sí mismo?
Pero todo Gobierno necesita límites. Ante todo, porque ese ente ideal que legitima sus decisiones es ilocalizable. Nadie podrá presentarnos nunca a Dios, a la nación o al pueblo, sino sólo a individuos que dicen hablar en su nombre. Esos pueden alcanzar el poder, pero mejor será que este esté dividido y limitado si queremos evitar los abusos que siempre ocurren cuando se concentra en unas únicas manos, libres de trabas. Y, desde luego, que protejamos las libertades individuales básicas frente a su violación por cualquier gobernante o mayoría social.
No sólo el terror jacobino durante la Revolución Francesa sino el leninismo, los fascismos y los populismos han puesto repetidamente de manifiesto los fallos de este planteamiento colectivista/esencialista sobre la legitimidad del poder. Hay demasiados ejemplos de gobernantes que, en nombre del pueblo, la nación o el proletariado, han tiranizado a gran parte de esos mismos colectivos. No haber puesto límites a su acción política ha sido desastroso.
En España, este antiliberalismo es común a la derecha y la izquierda. Muchos conservadores blasonan de liberales y, cuando tienen el poder, lo ejercen de manera autoritaria, sin aceptar límites y aplastando a sus oponentes. El orden público, la jerarquía social, los principios morales irrenunciables o la unidad de la patria les preocupan más que las libertades individuales. Su liberalismo se reduce a suprimir controles sobre las actividades económicas y privatizar los servicios públicos (para dárselos a sus amigos).
En cuanto a la izquierda radical, la semana pasada grupos de matones impidieron hablar en la Universidad Autónoma de Madrid a personajes que no eran de su gusto. Que ocurran cosas así, en principio, no es tan escandaloso; siempre habrá locos violentos. Pero sí lo es que les avalen personas que aspiran a gobernarnos, o a legislar en nuestro nombre. Es el caso del secretario general de Podemos, que ha descrito esos hechos como síntoma de la “buena salud política” de que disfruta la Universidad. Coincide con el cura de mi colegio: libertad para predicar, pero sólo la verdad. Lo contrario de lo que defendía Stuart Mill.
(Artículo de José Álvarez Junco, publicado en "El País" el 25 de octubre de 2016)
Aunque la Unión Europea no pase por su mejor momento, ello no impide que los ciudadanos de la Unión tengan en el Tribunal de Justicia con sede en Luxemburgo una institución de garantía de sus derechos que ya es tan relevante como los tribunales de sus respectivos Estados. Por ejemplo, en 1997 reconoció la legitimidad de las medidas de acción positiva en Alemania en favor de la incorporación de la mujer al trabajo (caso Marshall). Recientemente, en 2013, sentenció que las normas hipotecarias españolas en los casos de desahucios de vivienda por impago del préstamo eran abusivas y no respetaban la directiva comunitaria sobre protección de los consumidores (caso Mohamed Aziz). La ley y la práctica judicial habían de cambiar. El pasado 14 de septiembre, en relación a la legislación laboral española, ha resuelto igualar la indemnización entre trabajadores fijos y temporales (caso Ana de Diego)cuando el contrato de trabajo ha finalizado. Además de la cuestión específica relativa al principio de igualdad en el ámbito laboral que en este caso se dirimía, la sentencia ha puesto de relieve la relevancia institucional de este órgano de justicia, como instrumento de garantía jurisdiccional de los derechos de los ciudadanos de los Estados de la Unión.
El fallo del tribunal ha dado respuesta a una cuestión prejudicial, esto es, a una duda planteada en 2013 por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, con motivo del recurso de una trabajadora interina del Ministerio de Defensa. La sentencia interpreta que la legislación europea contenida en la directiva 1999/70/CE referida al trabajo de duración determinada debe entenderse en el sentido de que el concepto “condiciones de trabajo” también incluye la indemnización que un empresario está obligado a abonar a un trabajador por razón de la finalización de un contrato temporal. Como consecuencia, el tribunal declara que la ley aplicable al caso —el Estatuto de los Trabajadores— que deniega cualquier indemnización por finalización de contrato a los trabajadores interinos, mientras que sí lo reconoce a los trabajadores fijos, resulta contraria en ese aspecto al derecho europeo de la citada directiva de 1999.
Más allá de las cuestiones específicas del derecho laboral, cabe subrayar una que es previa a todas ellas. Y no es otra que la que deriva de la dimensión constitucional que presenta el tema que ahora ha resuelto el tribunal de Luxemburgo. Porque de lo que aquí se trata es de la garantía de un tratamiento jurídico igual a situaciones de hecho que también lo son, con respecto a las condiciones de trabajo de los trabajadores fijos y los temporales.
Principio de igualdad y derecho a no ser discriminado en el derecho al trabajo son derechos que no solo reconoce la Constitución española, sino que también lo hace la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que forma parte del derecho fundacional europeo (Tratado de Lisboa). Y el juez que vela por el respeto de esta Carta, cuando hay que aplicar o interpretar el derecho de la unión (reglamentos, directivas, etcétera), no solo ha de ser cualquier juez español, en su doble condición de juez nacional y de juez europeo, cuando promueve una cuestión prejudicial ante Luxemburgo, sino también el Tribunal de Justicia de la Unión, que es quien finalmente resuelve la cuestión planteada. Esto es así cuando de lo que se trataba, como hizo el tribunal madrileño, es de que Luxemburgo se pronunciase sobre el derecho de la Unión, en este caso la directiva sobre el trabajo temporal y si esta avalaba la diferencia de trato entre trabajadores fijos e interinos establecida por la ley española. El tribunal ha interpretado que no.
La importancia constitucional de esta sentencia y de tantas otras que afectan a derechos de los europeos es que a través de la cuestión prejudicial planteada por los jueces nacionales existe una vía de garantía jurisdiccional que progresivamente ha ido ganando terreno a los tribunales nacionales (ya sea la jurisdicción ordinaria o el Tribunal Constitucional) en su función de garantes de los derechos. La razón estriba en que la integración del derecho de la Unión en los ordenamientos jurídicos nacionales se ha acrecentado como una mancha de aceite. Buena parte de la legislación que directa o indirectamente afecta a derechos de los ciudadanos europeos procede de Bruselas y no de sus propios Parlamentos. Y es en este ámbito en el que el Tribunal de Luxemburgo va extendiendo su función garante. En especial de los derechos del ámbito social y económico, como ahora ha ocurrido con los trabajadores con contrato temporal.
(Artículo de Marc Carrillo, publicado en "El País" el 7 de octubre de 2016)
Obra bien y deja el resultado en manos de Dios”. Esa es la lógica que se ha impuesto en la política española, una lógica religiosa, ejemplo paradigmático de lo que Max Weber describiera como “ética de las convicciones”. El efecto principal de actuar exclusivamente en función de las convicciones, como señalara el sociólogo alemán, es que los actores se exoneran a sí mismos de las consecuencias de sus acciones, es decir, se convierten en irresponsables. A dónde o a quién se traslade la responsabilidad no es importante: las consecuencias se atribuirán a circunstancias más allá del control de uno, a la mala fortuna o a la perversidad de los demás. Al contrario que la ética de las responsabilidades, que examina críticamente una y otra vez las relaciones entre medios y fines, la ética de las convicciones solo viaja río abajo hasta desembocar en el océano, no permitiendo nunca remontar el curso del río para, a la luz de las consecuencias de las acciones propias, corregir las decisiones tomadas.
Lamentarse sobre la irresponsabilidad política tiene un fin: reivindicar una política basada en razones pragmáticas, en cálculos y beneficios, costes y oportunidades, una política, esta vez sí, pensando en la gente, pero no en la gente en abstracto, sino como individuos cuyas vidas pueden ser mejoradas marginalmente gracias a esa cosa tan detestada llamada política. Que se sepa, la política (democrática) sirve para cambiar la vida de la gente a mejor. El político ansía el poder porque es un medio de lograr esos fines. Si tiene mucho poder puede cambiar muchas cosas, si tiene poco puede cambiar menos. Es solo una cuestión de grado. Y los partidos son instrumentos para lograr esos fines, no fines en sí mismos.
El suicidio de un político o de un partido político no es, como se dice estos días, votar a éste, abstenerse para que gobierne el otro o formar coalición con el de más allá, sino ser incapaz, por supuesta coherencia con unas convicciones inamovibles, de transformar las vidas de la gente, ser irrelevante para aquellos que te eligieron, no devolverles nada a cambio de sus votos. El suicidio del PSOE, como el de Podemos, no está tanto en su incapacidad de gobernar juntos o separados sino en la incapacidad de elegir entre alternativas, de asumir costes, de ordenar las preferencias de forma transitiva, ser coherente con ellas y explicarle a sus votantes cómo y por qué han tomado esas decisiones. Y el suicidio del PP es ser incapaz de entender que sin Mariano Rajoy todo es posible, incluso una gran coalición, pero que con él no se puede hacer nada de lo que requiere el país.
La consecuencia de esta suma de irresponsabilidades es el deterioro del sistema político, incluso su deslegi-timación. La cerrazón del PSOE apuntala a Mariano Rajoy, porque priva al PP de incentivos para cambiar de líder. Mientras, la ausencia de crítica dentro del PP convierte al partido ganador de las elecciones en aquel contra el que todos los demás están dispuestos a votar. El PSOE estará satisfecho por haber quedado inmaculado. Lo mismo Podemos: su coherencia brillará en la nada para que todo el mundo la pueda admirar. Gobernará la derecha, sí, pero seguiremos siendo de izquierdas. ¿Qué más se puede pedir? Y mientras, el PP seguirá prefiriendo un líder tóxico a un acuerdo político razonable e incluyente. Anteponer un líder a las políticas que se quieren llevar a cabo es una mala idea cuando no se tiene mayoría absoluta.
Pero hay otra política posible, una que reconozca que en una sociedad democrática todas las opciones que estén dentro del marco de derechos y libertades compartidos son igualmente legítimas. En Alemania gobiernan los conservadores y los socialistas en coalición. ¿Cómo lo hicieron? Con un método tan sencillo como el de repartirse las diferencias: Merkel intercambió, entre otras cosas, la austeridad presupuestaria por la elevación del salario mínimo. Aquí PP y PSOE podrían hacerlo igual: no hay entre ellos diferencias que no puedan ser graduadas y repartidas, aunque se parta de cero. El PSOE podría lograr la derogación de la LOMCE, subir el salario mínimo, invertir en políticas activas de empleo, etcétera. Y si Rajoy es un problema moral, pues que ponga el problema encima de la mesa y pacte un candidato alternativo. ¿O es que alguien piensa que si Rajoy fuera el único problema del PSOE estaríamos donde estamos?
El mismo razonamiento sobre el reparto de diferencias serviría para un Gobierno de izquierdas, a la portuguesa (si los números dieran, cosa que no hacen por más que se pretenda). Pero eso requeriría un Podemos que entendiera la diferencia entre llegar al poder para mejorar las cosas (cambiar el sistema) y llegar al poder para cambiar de sistema y sustituirlo por otro o peor, fragmentarlo con una cadena de absurdos referendos de autodeterminación que obligarían a todos los españoles a votar desastrosamente en torno a líneas étnico-identitarias en lugar de cívico-políticas.
Podemos tendría que dejarse de fábulas y sentarse a pensar qué es lo que puede ofrecer a sus votantes, hoy, aquí y ahora, a cambio de su votos, porque cada minuto cuenta a la hora de devolver a sus votantes las políticas de igualdad y justicia social que les prometieron. ¿Pero eso es lo que quiere Podemos? ¿Seguiría siendo Podemos después de aceptar el juego pragmático de la política democrática, que siempre es incremental?
Es posible otra política. Pero en lugar de asumir responsabilidades, muchos prefieren huir de ellas. En el fondo, Rajoy no es el problema, es la excusa perfecta para que nadie, a izquierda y derecha, tenga que asumir responsabilidades. Y mientras, los votantes siguen huérfanos de políticas que mejoren sus vidas. La política en España se ha convertido en una inmensa huida adelante para evitar asumir responsabilidades.
(Artículo de José Ignacio Torreblanca, publicado en "El País" el 26 de septiembre de 2016)
Qué influencia ha tenido la ética de los negocios en la mayor intensidad de la crisis en España y en el intenso deterioro de las condiciones de vida y la pérdida de oportunidades? Y, mirando al futuro, ¿la salida a la crisis y la deseada mejora del modelo de crecimiento español quedarán afectadas por la calidad de la salud moral del capitalismo patrio?
Puede parecer extraño plantear este tipo de cuestiones. De hecho, en los dos pactos de investidura entre PSOE, Ciudadanos y entre éstos y el PP no se hace referencia alguna a esta cuestión. Y tampoco se menciona en la mayoría de los análisis sobre las reformas económicas a llevar a cabo. Sin embargo, los organizadores del seminario El pulso de España, celebrado esta semana en Santander, parecen pensar diferente. Junto a temas como la reforma de la Constitución, la ruptura del bipartidismo, la desigualdad y la pobreza, la crisis económica y la transformación empresarial, incluyeron la ética de los negocios y de las empresas.
¿Cómo está la salud moral del capitalismo español? Carecemos de indicadores directos para medirla. Pero podemos evaluarla de forma indirecta. Observemos la imagen social del empresario desde la crisis financiera de 2008. Se ha deteriorado. Y hay que reconocer que con motivos. Bastaría recordar que el anterior presidente de la mayor patronal española ha estado en la cárcel y fue condenado por problemas de ética empresarial. Pero el peor ejemplo de degradación moral empresarial posiblemente ha sido el de los financieros que distribuyeron productos contaminados, cobraron sueldos inmerecidos y se otorgaron pensiones y compensaciones que ofenden el sentido moral menos exigente.
Otra vía es observar la evolución de las condiciones de vida y de la igualdad de oportunidades. Los defensores del libre mercado no deben olvidar que lo que legitima al capitalismo es su capacidad para ofrecer expectativas a todos, especialmente a aquellos que más las necesitan. Desde esta perspectiva, el desempleo, la desigualdad, la pobreza y la falta de oportunidades no habla bien de la salud moral del capitalismo español.
España es hoy una sociedad donde una parte de las élites de los negocios adula la riqueza y busca privilegios y recompensas inmerecidas, a la vez que olvida, cuando no desprecia, la pobreza y la falta de oportunidades. De ahí que se pueda hablar, remedando a Adam Smith, de corrupción de los sentimientos morales. Es un país sin contrato social. Buscando llevar el agua a su molino, las fuerzas políticas, especialmente las surgidas de ese malestar social, se han hecho eco y se han beneficiado de esta situación. Es significativa la aparición en Cataluña de la coordinadora de movimientos anticapitalistas (CUP), que ha logrado 10 diputados en el Parlamento local.
En el mundo intelectual también han aparecido voces críticas. Como en el ámbito internacional, esas voces vienen especialmente de la filosofía política y moral y de la sociología. Pero también de los economistas. Expresiones como capitalismo “extractivo” o “de amiguetes” son frecuentes entre los economistas españoles. Y con razón, porque ha habido una deriva hacia la cartelización y la monopolización, con la consiguiente aplicación de precios de monopolio que extraen renta de los consumidores, especialmente de los más débiles.
La acusación más frecuente se centra en el papel de los mercados. Son vistos como un campo libre de cualquier tipo de virtud ética, que corrompe los fundamentos morales de una sociedad buena. Sin embargo, hay una larga tradición en economía, que comienza con Adam Smith, en defensa del papel del mercado como un mecanismo de progreso social. El fundamento de esta idea es que el mercado debe producir beneficios para todas las partes que participan en él. Estos beneficios recíprocos no surgen, sin embargo, de la mano invisible del mercado, sino del respeto de una serie de virtudes éticas que tienen que ver con el comportamiento moral de los actores. Entre ellas, la justa retribución de todos los actores (trabajadores, directivos y propietarios del capital) y el respeto de las reglas de la competencia, que hace que los precios sean favorables para los consumidores.
Pero el capitalismo español tampoco sale bien parado cuando se le toma el pulso a los mercados. España es el país europeo donde existen más cárteles y actividades en régimen de monopolio. Y donde hay mayores diferencias salariales entre altos directivos y trabajadores. Pero sería injusto abrir una causa general. Con el capitalismo español sucede lo mismo que con el colesterol, lo hay del bueno y del malo. El bueno es el que se relaciona con las empresas y negocios que se mueven en mercados competitivos y abiertos. De esas hay muchas, como muestran la buena evolución de las exportaciones de bienes y servicios no turísticos. Pero hace falta una dieta para hacer perder peso al capitalismo extractivo, que vive de los privilegios y las comisiones.
Hay, por tanto, trabajo para los partidarios del libre mercado. Sin la mejora de la salud moral del capitalismo será difícil encontrar la salida justa a la crisis y un modelo de crecimiento dinámico e inclusivo.
(Artículo de Antón Costas, publicado en "El País" el 11 de septiembre de 2016)
Como hemos visto en esta nueva votación de investidura destinada a fracasar, nuestros políticos prefieren discutir a decidir. Una vez frustradas las expectativas del 20- D, y hasta hoy mismo, todo ha estado cargado de intervenciones, declaraciones, proclamas... En el Parlamento y en los medios, en las plazas y en las redes sociales. Palabras por aquí y por allá. Solo les escuchamos platicar. La cháchara política lo inunda todo y no podemos evitar que nos contagie. Ya no podríamos vivir sin ella.
Pero no deciden. No, al menos, sobre aquello para lo que les colocamos en el lugar que ocupan, elegir un Gobierno y entronizar la correspondiente oposición. Los políticos han devenido, en efecto, en la “clase discutidora”, como sostenía Donoso Cortés. Para este personaje ultraconservador, esta expresión tenía un sentido peyorativo y su lamento era que la burguesía contendiera sin parar en el Parlamento mientras en las calles se fraguaba la revolución social.
Para nosotros, sin embargo, debería tener un significado positivo. No en vano, la palabra Parlamento alude al habla, al intercambio discursivo que permite acceder a convicciones bien fundadas. Como decía Bentham, el fragor de la discusión produce chispas y estas encienden la llama que nos permite acceder a la verdad. Política democrática es política discursiva; pero la deliberación es lo que antecede a la “decisión”. Si no, será muy democrática, pero no es política. Un Parlamento puramente discutidor como el que tenemos acaba diluyéndose en la palabrería vacía como su fundamento último; o sea, sin fundamento.
Porque además de discutir sin decidir se discute también sin ilustrar. Las pretensiones que eleva cada cual no están dirigidas al entendimiento entre las partes, sino a afirmar sus diferencias y escisiones y a satisfacer a sus muchachadas respectivas. Cada chispa enciende su propio fuego, se adscribe a su propia verdad.
Mientras tanto, y hasta que se pongan de acuerdo, la política acaba reducida a mera “administración”. Ya llevamos nueve meses de gestión de los asuntos corrientes, sin ninguna decisión propiamente política. Y se supone que esta sería la legislatura de la nueva política, del cambio constitucional, de la recuperación del protagonismo del Parlamento. En vez de ello, nuestras señorías porfían en el exhibicionismo de “cargarse de razones” para justificar sus diferentes posturas. Parecen ignorar que la única razón que nos interesa no es la de partido, sino la que sustenta el interés general.
Al final, todo es una cuestión de poder, como siempre en política. Cuántos escaños tengo, cuántos escaños tiene el otro; qué saco yo de esto, qué saca el otro. Cada parcela de poder se pone al servicio de cada interés particular. Encubiertos, eso sí, bajo un tupido bucle discursivo, tan espeso ya, que casi nos hemos olvidado que lo que lo justifica es el Gobierno. Y gobernar es decidir, no montar un espectáculo.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 2 de septiembre de 2016)
España se encuentra en una encrucijada histórica. Los españoles debemos elegir entre seguir instalados en el bloqueo, el inmovilismo y la división, o poner en marcha un conjunto de reformas ambiciosas que acaben con las anomalías que nos separan de los países más avanzados de Europa.
Tras dos duras negociaciones en las que hemos participado en nombre de Ciudadanos —una en febrero, con el PSOE, la otra este mes, con el PP— hemos alcanzado dos acuerdos, necesariamente distintos: uno era un acuerdo de Gobierno y el otro un pacto de investidura. Pero, más allá de estas diferencias, lo significativo es lo que ambos pactos comparten: 100 de las 150 medidas que hemos firmado con el PP estaban también en nuestro acuerdo con el PSOE. Son medidas y reformas que comparten 16 millones de votantes. Ese espacio común de consenso debe ser el germen de un amplio acuerdo político, anclado en el centro reformista, que marque un punto de inflexión en la trayectoria de España.
España es una anomalía en Europa principalmente por cuatro razones: un elevado nivel de corrupción política; un inaceptable y recurrente nivel de desempleo y precariedad laboral; un nivel elevado de pobreza y exclusión social; y un pobrísimo sistema educativo, con la mayor tasa de fracaso escolar de Europa. Los dos pactos proponen soluciones concretas a estos problemas. Estas soluciones son nuevas en España, pero habituales en Europa, y nos permitirán acabar, de una vez, con estas anomalías.
Un big bang institucional contra la corrupción: La corrupción en España es endémica. Los españoles estamos hartos de observar la impunidad de conductas repugnantes. Los procesos se eternizan. Los buenos, los que denunciaron, sufren, mientras los malos disfrutan de la amnistía de sus cuentas en Panamá o en Suiza.
Aparte de rectificar los errores de la amnistía fiscal y la lista de los paraísos fiscales, los dos acuerdos contienen propuestas clave para acabar con la impunidad de estas conductas. El punto de partida es la independencia y eficacia de la justicia, con la elección por los jueces de 12 vocales del CGPJ y el control parlamentario (incluyendo el cese) del fiscal, con una importante inyección presupuestaria para eliminar papeles e interconectar las autonomías y un aumento sustancial (10%) de plantillas. Además, en vez de linchar a los denunciantes (como a los del caso Gürtel) acordamos protegerlos. Una reforma crucial para atajar la corrupción política de origen eminentemente local, es que los alcaldes no podrán nombrar secretarios ni interventores (lo que impide su independencia), sino que estos accederán por concurso de méritos. Introducimos, también, el delito de enriquecimiento ilícito para los gestores públicos que disfruten un incremento patrimonial injustificado. Eliminamos los aforamientos, indultos y demás privilegios políticos. En definitiva, la corrupción se encontrará, denunciará y juzgará. Ambos pactos contienen las herramientas para acabar con la impunidad.
Prepararnos para el empleo del futuro: España es el único país de la UE que ha superado tres veces el 20% de paro en los últimos 40 años. Tenemos el mayor paro de larga duración (un millón de personas lleva cuatro años sin trabajar). Estamos en cabeza en temporalidad. Nuestro mercado laboral hace muchos años que está roto y los Gobiernos del PP y PSOE se mostraron incapaces de resolver estos problemas.
Para reducir el abuso de la rotación laboral ambos acuerdos introducen un contrato estable de protección creciente (casi idéntico en ambos acuerdos), que no es el contrato único que hubiéramos deseado, pero sustituye a los temporales y es un puente a la contratación indefinida. Además, incorporan un sistema de incentivos (bonus/malus) para premiar a las empresas que despidan menos y un seguro contra el despido que, de no haber despido, se cobra en la jubilación (mochila austriaca).
Por otro lado, la formación para los parados (las políticas activas de empleo) no han sido más que un fondo de reptiles para organizaciones sindicales y empresariales. Ambos acuerdos contienen una reforma radical de las políticas de empleo y asignan más recursos para ello (en el acuerdo con el PP, 500 millones).
Finalmente, hoy en España los creadores de empleo, autónomos y emprendedores, se enfrentan a un sinfín de trabas administrativas y cargas fiscales excesivas (casi 400 euros mínimos fijos al mes para un emprendedor que no tiene casi ingresos). En ambos acuerdos se recogen un buen número de medidas para facilitar pagos de IVA, altas y bajas, y el compromiso para eliminar las cotizaciones a aquellos que ganan por debajo del SMI. Ambos contienen una verdadera ley de segunda oportunidad que evite que los emprendedores vivan con la losa de un fracaso empresarial el resto de su vida. Finalmente, ambos acuerdos recogen medidas para eliminar trabas a que estas pequeñas empresas crezcan y creen más empleo.
La pobreza y las desigualdades: Hoy en España cerca de siete millones de personas viven en permanente precariedad, enlazando contratos basura e ingresando, a final del año, un sueldo inferior al SMI anual. Uno de cada tres niños está en riesgo de pobreza.
Los acuerdos incorporan la política más efectiva que existe para luchar contra la pobreza laboral: el complemento salarial. Consiste en una transferencia directa a las familias que ganan por debajo de un determinado umbral de renta; un “impuesto negativo”. Es una medida que se implementa con éxito en Suecia, Reino Unido o Estados Unidos y que además se ha mostrado eficaz para luchar contra la economía sumergida y para aumentar el empleo. En ambos acuerdos incorporábamos programas contra la pobreza infantil (de 1.000 millones en el último acuerdo desde el primer Presupuesto) con transferencias por hijo a cargo. En ambos acuerdos también nos comprometíamos a revertir los recortes en sanidad y en dependencia. Y en ambos acuerdos también hemos acordado la dación en pago, para eliminar cargas excesivamente pesadas a las familias.
Otra batalla fundamental en España es la de la desigualdad entre hombres y mujeres. Ambos acuerdos contienen las medidas que desde Ciudadanos hemos impulsado para facilitar la conciliación: la igualación de permisos de paternidad y maternidad (con su dotación presupuestaria correspondiente), la ampliación significativa de oferta de escuelas infantiles públicas (de 0 a 3 años), un plan nacional para la racionalización de horarios y un paquete de medidas para potenciar el teletrabajo y la flexibilidad así como la participación de las mujeres en los órganos directivos de las empresas.
Todos estos programas de gasto están presupuestados para no aumentar el déficit y cumplir rigurosamente los compromisos con Bruselas. Para ello reformamos el impuesto de sociedades para que las grandes empresas empiecen a pagar lo mismo que las demás; hacemos un esfuerzo concreto contra el fraude (recuperando el dinero de la amnistía y reforzando el presupuesto de la Agencia Tributaria); y reducimos duplicidades administrativas.
El fracaso escolar, el problema educativo: España tiene el mayor abandono escolar de la UE. Ninguna universidad española está en la primera línea mundial. Por desgracia, la educación en España no ha cesado de dar bandazos, con seis reformas educativas en los últimos 40 años que han dado muy pocos resultados. Es necesario un pacto nacional por la educación, que se refleja en ambos pactos. Debemos centrar nuestros esfuerzos en los profesores, la variable clave en la educación, y facilitar mayor apoyo en las aulas. En el último programa acordado con el PP hemos presupuestado un plan contra el fracaso escolar centrado en escuelas con más alumnos desfavorecidos. En lo que se refiere a las universidades en ambos programas hay compromiso explícito para dotarlas de más autonomía de gestión, reducir la endogamia y aumentar los recursos para aquellas que mejoren en empleabilidad de sus alumnos y en investigación.
En definitiva, en estos meses de negociaciones hemos alcanzado consensos alrededor de las políticas que España necesita para dejar de ser una anomalía en Europa. Nos encontramos en una encrucijada histórica. El camino a seguir está trazado y acordado en estos dos pactos. Pongámonos ya en marcha.
(Artículo de Luis Garicano y Toni Roldán, publicado en "El País" el 30 de agosto de 2016)
La purga política ordenada en la administración pública venezolana por el presidente Nicolás Maduro viola los más elementales principios democráticos, además de la propia Constitución y legislación venezolanas. Es una intolerable agresión contra el principio de libertad de pensamiento que debe regir en cualquier democracia y dibuja un sombrío panorama sobre hasta donde está dispuesto a llegar el mandatario venezolano con tal de permanecer en el poder.
La semana pasada, en un amenazante discurso contra la oposición, Maduro se jactó de que el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, iba a quedar comparado con él “como un niño de pecho” en cuanto a lo que se refiere a purgas en la administración del Estado. Ayer, ordenó que en 48 horas fueran destituidos todos aquellos funcionarios, a partir de un cierto nivel, que hubieran avalado con su firma la petición de celebración de un referéndum revocatorio sobre su presidencia. La medida afecta a unas 19.000 personas, un tercio de todos los puestos directivos de la administración venezolana.
Las depuraciones que está llevando a cabo Erdogan son, en muchos casos —como entre los profesores—, más que cuestionables y abiertamente criticables pero habría que recordarle a Maduro que mientras Turquía ha sufrido un intento de golpe de Estado, en Venezuela quien está saltándose la legalidad es su propio Ejecutivo, con la existencia de presos políticos, juicios farsa, el boicoteo al Parlamento y ahora los intentos de boicotear por todos los medios una convocatoria sobre la figura presidencial ideada precisamente por el propio Hugo Chávez, incluida en la Constitución venezolana y utilizada como uno de los principales reclamos con los que el chavismo obtuvo el poder en las urnas. Aunque los puestos afectados son de libre designación, la medida podría incluso violar un decreto-ley firmado por el propio Maduro sobre “inmovilidad laboral” al introducir una motivación anticonstitucional como es la discriminación ideológica.
Las más de 400.000 firmas depositadas ante el Poder Electoral venezolano que, cumpliendo la ley, piden la realización de una consulta vinculante —se necesitaban 200.000— no se han presentado con el fin de que el aparato del Gobierno las coteje y proceda a adoptar represalias contra aquellas personas que han dado su nombre y número de identificación respaldando la iniciativa. Ninguno de los firmantes ha violado ley alguna. Sin embargo, han sido calumniados repetidamente desde la propaganda oficial. El número dos de facto del régimen, Diosdado Cabello, ha pedido tres veces durante este mes la destitución anunciada ahora calificando a los firmantes de “escuálidos”.
Maduro está recurriendo a todo tipo de artimañas para retrasar la celebración del referéndum. Si este se celebra después del próximo 10 de enero y el mandatario pierde, no será necesario convocar nuevas elecciones y Maduro sería sustituido por su vicepresidente. El hostigamiento a quienes piden una consulta legal y su demonización como “enemigos de la revolución” es una práctica inaceptable de un Gobierno que, en las urnas, ya ha perdido la confianza de su pueblo.
(Editorial publicado en "El País", el 24 de agosto de 2016)
Ha escrito con brillantez Ramón Vargas Machuca que lo que más necesita la política actual en Europa es inteligencia, es decir, adquirir la capacidad para leer correctamente el mundo actual globalizado y complejo y traducir después esa lectura en acciones correctoras. Porque resulta que la política ha perdido la habilidad para entender el mundo en el que vive, y por eso le tientan dos extremos sumamente antipolíticos: el de rendirse al gobierno mundial de los expertos (como diría Colomer), o el de dejarse llevar por el plano inclinado y seductor del populismo. Bueno, o no hacer nada.
Estoy muy lejos de atreverme a afrontar el reto exigente de esa nueva inteligencia política, pero propongo, como humilde aportación a sus meras condiciones de posibilidad, una reflexión sobre los sesgos cognitivos que tenemos introyectados como sociedad y que debemos intentar superar si queremos reflexionar con inteligencia. Porque son una especie de a priori que enmarcan y dirigen nuestro pensamiento y, de alguna forma, lo predeterminan a la inoperancia.
En primer lugar, la europea es una sociedad avejentada en un grado que no se ha conocido probablemente en momento alguno de la historia pasada. Y ello conlleva todos los sesgos actitudinales propios de la vejez del individuo: afanosa búsqueda de seguridad, miedo ante el futuro, añoranza de lo pasado, idealización de una época en la que las cosas eran como se supone debían ser. Por eso, las reacciones de la política europea ante las consecuencias de la globalización son sustancialmente distintas de la política oriental; mientras una las ve como amenaza, la otra las disfruta como oportunidad. Pero mientras no descontemos el miedo instintivo a ese mundo que viene, un mundo del que nosotros los europeos hemos sido curiosamente los inspiradores y los arquitectos, no seremos capaces de empezar siquiera a diseñar su gobierno inteligente.
Segundo: nuestra particular razón occidental, ya desde la Ilustración, se caracteriza por operar casi siempre en un solo modo: el de la crítica. Estamos especializados en demoler instituciones, en destruir convenciones y prejuicios, en sospechar por sistema de toda autoridad intelectual, moral o política. Nuestra política ha llegado así a ser hipercrítica con la realidad heredada, con los mundos que encuentra dados, y considera poco menos que imposible apuntalar instituciones pretéritas. Y, sin embargo, necesitamos de más pensamiento institucional y de menos enfoques críticos. ¿Por qué razón, diría Odo Marquard, se considera en nuestro ambiente intelectual de sumo mal gusto decir que la sociedad europea actual es probablemente la más decente que ha conocido la humanidad? Solo porque sea imperfecta, la definimos como un infierno. Y no es así como la mejoraremos, sino como mucho así la hundiremos.
¿Cómo revalorizar las instituciones? Difícil si lo pretendemos hacer directamente, más fácil si lo que hacemos es criticar (para algo debe servir nuestro peculiar modo de razonar) a una institución que nunca se cuestiona porque siempre se la pone como el polo positivo, el contramodelo, de la política institucional. Me refiero al ciudadano o, si se prefiere, a la sociedad civil. Hora es de admitir que la idea de que la ciudadanía es mejor que sus instituciones es una presunción sin fundamento alguno. Es más, es demagogia en estado puro (el demagogo adula siempre pueblo) y sus efectos sobre la política son funestos. Los principales demagogos son hoy los medios de comunicación, pues ellos son los paladines constantes del cántico al “buen vasallo si oviese buen señor”. Una mentira inocua en tiempos del Cid Campeador, pero una distorsión penosa que frustra desde su inicio la reflexión intelectual necesaria hoy.
Tercer sesgo cognitivo que nos causa grave perjuicio: la fuerte tendencia a definir los conflictos políticos como “no-divisibles” en terminología de Albert Hirschman, es decir, enmarcar los problemas actuales no como conflictos de “más/menos” sino como oposiciones de “ser/no ser”. Lo que conlleva la adopción generalizada de un moralismo perturbador en política y una gran dificultad para su acuerdo negociado.
En definitiva, que funcionamos demasiado en el modo de pensamiento chamánico, exaltado y binario, y poco en el de explorador prudente y confiado. Lo contrario de lo que el uso práctico de la inteligencia pide hoy a Europa.
(Artículo de José María Ruiz Soroa, publicado en "El País" el 4 de agosto de 2016)
Hace dos siglos y medio, los colonos americanos que acababan de derrotar a Su Majestad Británica se reunieron en una “convención” constituyente para redactar las bases de su nueva convivencia independiente. Era la primera vez que tal cosa ocurría en la historia humana y el debate sobre la construcción de una entidad política nueva se hallaba rodeado de dificultades e incógnitas. Porque entre aquellos rebeldes dominaba la división y muchos temían la anarquía, que según las teorías políticas en vigor era el final previsible de una república establecida sobre un territorio demasiado extenso.
Se dudaba, para empezar, sobre quién era el sujeto en cuyo nombre podían hablar los reunidos: ¿las antiguas colonias inglesas, los nuevos Estados independientes de América…? Parece que fue a James Madison a quien se le ocurrió la crucial idea de iniciar el preámbulo constitucional con un: We, the people of the United States… Basó así todo el edificio político en una identidad colectiva nueva, diferente y superior a las 13 colonias, ahora Estados. Algo decisivo porque, como explicó clásicamente Bernard Bailyn, en toda unidad política “debe existir en alguna parte un poder último, indiviso y singular, con mayor autoridad legal que cualquier otro poder, no sometido a ninguna ley, siendo él ley en sí mismo”. Y la convención hizo radicar esa autoridad soberana en un mito fundacional, una colectividad hasta entonces inexistente: un “pueblo”, el estadounidense. A partir de ahí, se pudo redactar una Constitución, esquema de un Estado, en lugar de un mero tratado internacional entre 13 Estados independientes, que era lo que querían los defensores de la visión confederal. Estos últimos no quedaron conformes y mantuvieron su escepticismo sobre el nuevo sujeto político. Y 80 años después adujeron la soberanía de los Estados del sur para negarse a aceptar la legislación que emanaba del poder central. Sólo una cruenta guerra civil acabó imponiendo la idea de que la soberanía pertenecía al conjunto y no a los Estados por separado.
Un salto del tipo del que dio la Convención de Filadelfia es exactamente lo que necesita la Unión Europea: dejar de ser una colección de Estados soberanos y basar su poder supremo en un sujeto o comunidad superior a ellos. Alguien, algún dirigente imaginativo, prestigioso y con convicción, debe dar un paso al frente y defender que el pueblo europeo constituye un cuerpo electoral único, del que emanan tanto el poder ejecutivo como el legislativo, los cuales actúan en nombre del conjunto y no de sus países de procedencia. Alguien debe declarar que Europa, el pueblo europeo, existe. Es una ficción, porque hoy día somos un variado mosaico de paisajes, lenguas y culturas. Pero hay que inventarla y creer en ella. Porque si no, el futuro irá hacia donde anuncia el Brexit (y tantos otros indicios, como el referéndum convocado en Hungría para decidir si aceptan o no —y va a ser que no— la cuota de inmigrantes que les ha asignado la Comisión Europea; lo que significa que las grandes decisiones sobre Hungría las toma el pueblo húngaro y no la Unión Europea).
Estamos, pues, entrando en una fase de repliegue. Se ha agotado el impulso de la utopía europea, el intento de superar el Estado nación, de suprimir fronteras, establecer una moneda única, un pasaporte único, una supervisión conjunta de los procesos judiciales o los desafueros presupuestarios. Una utopía que ha sido el más interesante intento de avance en la convivencia humana de los últimos siglos. Pero la historia, reconozcámoslo, no siempre marcha en sentido progresista. Viéndolo con perspectiva amplia, es indiscutible que desde la Edad de Piedra, o desde la era medieval, los humanos hemos elevado enormemente nuestro confort material e incluso hemos racionalizado bastante nuestras normas de convivencia. Ha habido, sí, progreso. Pero ese progreso ha seguido un camino largo, tortuoso, lleno de curvas y retrocesos frustrantes. Y han existido momentos o fases, a veces muy largos, de marcha atrás. En los mil años que siguieron a la caída del Imperio Romano de Occidente, por ejemplo, el mundo mediterráneo vivió mucho peor que bajo Trajano o Marco Aurelio. Y en la primera mitad del siglo XX dominó un clima de coacción política e irracionalidad ideológica mucho más duro que el del siglo anterior. Nada nos garantiza hoy que el bienestar humano aumentará con el paso del tiempo, que nuestros hijos necesariamente vivirán mejor que nosotros y sus hijos mejor que ellos.
Al revés, ahora parece que toca uno de esos periodos en que los gobernantes —elegidos por nosotros, cuidado— pierden la cabeza, desprecian los avances previos y proponen retroceder. Aunque Nigel Farage nunca ocupe el 10 de Downing Street, puede hacerlo otro dirigente del UKIP; como puede que Marine Le Pen viva en el Elíseo o Donald Trump en la Casa Blanca; que Norbert Hofer presida Austria; que en Budapest domine el Movimiento por una Hungría Mejor; en La Haya el Partido por la Libertad; en Berlín la AfD; en Atenas Amanecer Dorado o en Copenhague el Partido Popular Danés; hasta puede que Berlusconi, momificado ya, cabalgue en pos de la presidencia de la República Italiana. Estos gobernantes que aparecen en el horizonte son mucho peores que quienes concibieron y dirigieron la Europa de hace medio siglo. Si son fieles a sus promesas electorales, relanzarán las monedas propias y las tarifas aduaneras; no dejarán entrar a inmigrantes e incluso expulsarán a los actuales; enseñarán de nuevo en las escuelas los mitos nacionales más infantiles y pueblerinos; y hasta reactivarán viejas disputas fronterizas o proyectos de expansión territorial.
Todo lo cual demostrará que somos incapaces de aprender del pasado, que hemos olvidado los desastres que sacudieron a Europa, de la mano del nacionalismo, entre 1870 y 1945, que despreciamos la palpable realidad de que ha habido mayor crecimiento económico cuando más nos hemos abierto al exterior (en el caso español, en 1850-1890, 1960-1974 y de 1985 en adelante). Y las generaciones siguientes, escarmentadas, tendrán que desandar nuestros pasos y volver a pensar con humildad, cordura y grandeza de miras.
Esa Europa desunida tendría, además, un triste futuro en un mundo dominado, no ya por Estados Unidos sino por otras potencias emergentes (China, Rusia, India, Brasil, Japón, Sudáfrica), muchas de ellas dotadas de poderosos ejércitos —bomba atómica incluida— y que, sin embargo, no siempre son democracias consolidadas.
Qué diferencia entre este futuro y aquel otro con el que soñaba Víctor Hugo, donde brillaría una nación grande, libre y amistosa hacia las demás. Esa nación se llamaría Europa, aunque sólo durante algún tiempo porque más adelante habría de llamarse Humanidad. La Humanidad, la nación definitiva, que iniciaría, según Hugo, Europa.
(Artículo de José Álvarez Junco, publicado en "El País" el 20 de julio de 2016)
El matrimonio compuesto por José Ramón Recalde y María Teresa Castells está en su casa de Igeldo. Sólo les acompañan en ese momento los guardaespaldas del primero. Sube el jardinero a realizar sus faenas; es concejal de una localidad cercana y también lleva su pareja de guardaespaldas. Recalde y el jardinero están amenazados por ETA. Mientras cada uno de ellos trabaja en lo suyo, los vigilantes de ambos fuman y charlan entre sí.
Ese es el ambiente que se respiraba hasta hace poco en el País Vasco. Conviene no olvidarlo nunca. Esta escena la contaba Recalde muchas veces y quizá forma parte de sus memorias políticas Fe de vida (no las tengo ahora, aquí, a mi disposición para consultarlas) que escribió después de que los etarras le dispararan un tiro en la cabeza a la puerta de su casa en el año 2000, de lo que salió milagrosamente vivo (no ileso). El atentado le despertó la memoria. "Estoy vivo, otros no", escribió, recordando a tantos amigos víctimas mortales de la violencia etarra: Fernando Buesa, Fernando Múgica, Ernest Lluch, Enrique Casas, Juan María Jáuregui, José Luís López de la Lacalle (la pistola que disparó a Recalde era la misma que asesinó a Lacalle). etcétera. En el libro también se acuerda de otro amigo, éste víctima de otro totalitarismo: Enrique Ruano, militante como el propio Recalde del Felipe (Frente de Liberación Popular), arrojado desde un séptimo piso mientras se encontraba bajo la custodia de la siniestra Brigada Político Social de Franco, en Madrid. El texto está trufado de melancolía, no abunda en los recuerdos tristes de los amigos asesinados. Decía que no se trataba de un recurso literario sino que le había salido así.
Recalde y María Teresa Castells pasaban parte de sus vacaciones de verano en casa de Javier Pradera y Natalia Rodríguez Salmones, en un recóndito pueblecito de Cantabria. Allí los depositaban un día sus guardaespaldas y volvían a por ellos cuando terminaban su asueto. Era una especie de paréntesis de su cotidianidad. La relación con los que les protegían ha marcado una buena parte de sus existencias: un trozo de la vida marcada por la convivencia con los guardaespaldas. Los amigos escuchaban las conversaciones entre Pradera y Recalde, a menudo hasta metafísicas, casi sin respirar. Allí se desarrollaba abundantemente ese sentido del humor tan característico de ambos —muchas veces difícil de compartir— y que está tan presente en las memorias de Recalde. Cuando hablaban del atentado a Ramón, éste se refería a él como "mi enfermedad" (concepto acuñado por María Teresa Castells), quitándole heroísmo. Todavía en los últimos días, cuando Ramón, internado en el hospital, ya está herido de muerte y es cuestión de horas su deceso, decía socarronamente a sus hijos: "Anda, que menudo ridículo voy a hacer si al final no me muero. Ya me he despedido de todos".
Ramón Recalde, hombre cabal, ha tenido mucha más historia que su relación con la violencia etarra. Catedrático de Derecho con innumerables alumnos, consejero de Educación y de Justicia del Gobierno Vasco, consejero de Estado, autor de libros de teoría política, toda su existencia tiene un eje que es la mejor herencia que nos deja: la decencia como política, la decencia como compromiso de vida, siendo cristiano progresista, laico, izquierdista soixantehuitard, marxista, militante socialista o demócrata consecuente. Durante el franquismo (año 1962) fue detenido y torturado salvajemente. Este pasaje también le marcó mucho. En las memorias cuenta que cuando le estaban torturando le vinieron a la cabeza unas palabras de Sartre en el que el filósofo francés dice que el torturador no puede resistir la mirada del torturado. Entonces Recalde mira fijamente a los ojos del policía que le estaba golpeando para comprobar si era cierto y éste exclama "encima se nos pone chulo" y siguió aporreándole sin cesar. Cuando recibió el premio Comillas de Biografía, el jurado destacó "una defensa apasionada del coraje cívico ante todas las formas de barbarie, además de una constante proclamación de fe en el valor de la palabra, la cultura y el ser humano por encima de cualquier ideología".
Es casi imposible imaginar a Ramón Recalde sin María Teresa Castells, propietaria de la legendaria librería Lagun de Donosti, resistente de tantos progromos etarras durante muchos años, y una de las madre coraje del País Vasco. Se les ve ahí, sin ceder, ya mayores, en las numerosas manifestaciones, multitudinarias o de sólo decenas de personas, contra la barbarie etarra. O en la Audiencia Nacional, cuando acudieron a declarar en el juicio contra Txapote y otros tres etarras del comando Argala, autores del intento de asesinato a Recalde, por el que fueron condenados a 19 años de cárcel. Es una imagen que hiere la sensibilidad por su desigualdad: a un lado los viejitos, solos con sus hijos y un puñado de amigos, todo dignidad; al otro, los etarras, todavía con su ideología compacta, todavía sin arrepentimiento alguno.
Para María Teresa, sus hijos y sus nietos va nuestro cariño hoy. Será difícil para todos. Se nos va un mundo.
(Artículo de Joaquín Estefanía, publicado en "El País" el 18 de julio de 2016)
A veces no puedo evitar reparar en lo que se dice en las tertulias de la radio, especialmente si son sentenciosas opiniones sobre cuestiones penales emitidas desde la ignorancia. Es un error que con frecuencia pago con desolación ante la temeridad u osadía. Un tertuliano medio no entrará en definir lo que es el fideicomiso o la culpa extracontractual, pero si ha de describir un delito no se parará en barras ni supondrá que eso pueda ser cosa de técnicos.
Lo pude comprobar hace poco. El tema de la tertulia, a propósito de las últimas noticias sobre el llamado caso ERE, era la corrupción como preocupación señalada de los españoles. Y con razón se mencionaban los pelotazos urbanísticos; la percepción oscura de dinero por los partidos políticos, o por personas ligadas a ellos; la aplicación a usos privados de los recursos públicos; los sobornos; hasta que un tertuliano añadió como muestra “también” de corrupción la prevaricación, que, según él, era algo así como una actitud o una clase de comportamiento o manera de conducirse en la vida, como el racismo o el alcoholismo, que preside y completa cualquier episodio de corrupción, como el café cierra la comida.
Más allá de la sorpresa ante tan extravagante idea surge la preocupación por que el incontrolable tribunal de los medios de comunicación decida establecer, al margen del derecho, lo que es una prevaricación. Los actos de corrupción a los que antes he hecho mención, en que interviene un funcionario, son actos caracterizados por un objetivo o consecuencia concretos, y siempre asociados al provecho económico injusto para sí mismo, para otros o para ambos. La prevaricación no es un cajón de sastre al que pueda ir a parar cualquier conducta que se quiera ver mal “a grandes rasgos” aunque no se concrete en algo específico. Mucho menos puede ser una especie de passe partout que orla cualquier episodio en que se haya dado corrupción.
El de prevaricación es un concepto técnico y especialmente difícil, como saben o debieran saber los que se dedican a aplicar o enseñar derecho penal, y se compone de elementos y dimensiones que lo ubican en un ámbito de cuestiones jurídicas que no atañen a la corrupción sino al sometimiento del ejercicio de la función pública al principio de legalidad, que se ha de plasmar en las resoluciones dictadas por los funcionarios públicos.
De tener algún “parentesco jurídico”, la prevaricación de funcionarios solo se parece a la prevaricación judicial; pues, al igual que en ella, la esencia pasa por dictar una resolución que jurídicamente es insostenible. El Código Penal castiga a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo. Fácilmente puede verse en esa lacónica pero significativa definición que comprender y explicar lo que es una prevaricación, especialmente, para que el “gran público” lo entienda, no es cosa sencilla. El problema es que el tertuliano equivocado seguramente cree contribuir a la formación de opinión en una sociedad democrática.
La resolución no ajustada a derecho puede ser impugnada en vía administrativa y revocada por el superior, o combatidas ante los tribunales. Y no por ello habrá que suponer que el funcionario que la dictó había prevaricado, pues para llegar a esa calificación hace falta mucho más; ante todo, la conciencia de obrar al margen del derecho con ocasión de una resolución concreta, en asunto concreto, dictada por funcionario competente para hacerlo, y ubicable espacial y temporalmente. Además, la jurisprudencia penal entiende que una resolución es un acto administrativo que supone una declaración de voluntad de contenido decisorio, que afecta a los derechos de los administrados, que posee efecto ejecutivo —esto es, que decida sobre el fondo del tema sometido a juicio de la Administración—. Esa resolución ha de dictarse en un asunto administrativo, lo cual limita la prevaricación a resoluciones de funcionarios públicos sometidas al derecho administrativo, lo que excluye los actos políticos. Pero, sobre todo, la resolución ha de ser objetivamente injusta, lo cual quiere decir que ha ser jurídicamente insostenible cualquiera que sea el método de interpretación del derecho que se siga. Eso lo resume el Tribunal Supremo diciendo que ha de ser “tan grosera y evidente que revele por sí la injusticia, el abuso y el 'plus' de antijuridicidad”. Solo con esas condiciones se puede entrar en el derecho penal, pero a ellas se debe añadir que el funcionario que dicta la resolución sabe que es injusta y arbitraria, e intencionadamente eso es lo que desea.
De esta pequeña reflexión se deriva un dato esencial: que allí donde no hay resolución administrativa concreta, decisoria y recurrible, no puede haber prevaricación, y por eso es absurdo plantear esa calificación en relación con decisiones como disponer la incoación de un expediente, remitir un presupuesto a un órgano legislativo, o cualquiera otra de las muchas diligencias y decisiones de ordenación o tramitación que debe hacer o tomar un funcionario en cumplimiento de sus deberes, variables en función de las obligaciones y competencias de cada funcionario.
Para llegar a esa conclusión no hace falta entrar en la legitimidad política profunda del criterio con el que un funcionario público gestiona el órgano administrativo que esté a su cargo, y tampoco se precisa entrar en la necesidad de excluir todos aquellos actos que por su propia naturaleza deben ser llevados a cabo por imperativo administrativo, pues las obligaciones de gestión no son “inventadas” por los funcionarios, sino que vienen marcadas por ley.
Otro tema estrella en la citada tertulia, y es lógico pues toca a la caja de todos, era el de la malversación, que tampoco se libraba de vulgarización; además, absurda, pues no hace falta ser avezado jurista para comprender que para malgastar el dinero lo primero que hace falta es poder disponer de él sin cortapisas, y por eso solo puede malversar el ordenador de pagos y gastos, y nadie más. Pero, por lo visto, eso solo son matices irrelevantes que se oponen al sano sentimiento del pueblo, interpretado, por supuesto, por los que opinan.
Es evidente que el bueno del tertuliano al que me refería al comienzo desconoce o desprecia estas cuestiones, lo cual lleva a recordar que la gravedad de significación y consecuencias de los conceptos penales es cosa demasiado seria como para permitir análisis frívolos o populistas, en el peor sentido. Pero lo peor no es eso, sino ver que en esa deformación de los conceptos penales incurren, de vez en cuando, hasta jueces o fiscales, que a veces parece que añaden la calificación de prevaricación cual si sazonaran un montón de elementos mezclados, en donde se supone que se han producido irregularidades. Y si así ha sido, tiene que dibujarse el marco, el passe partout, que necesariamente ha de ser la prevaricación, venga o no a cuento y sin exponer cómo se han reunido las condiciones que determinan la posible existencia de ese delito.
Y con tanto respeto por el derecho, así nos luce el pelo.
(Artículo de Gonzalo Quintero, publicado en "El País" el 12 de julio de 2016)
Desde principios de 2013 los españoles han colocado a la corrupción como el segundo problema público del país tras el desempleo, y los principales partidos políticos han situado el combate contra la misma en un lugar destacado de sus programas electorales y de sus declaraciones públicas. Parece evidente que el nuevo gobierno, sea cuál sea su composición, tendrá que proponer de manera prioritaria un conjunto de reformas para enfrentarse a este problema. Y aquí en realidad no hay muchas alternativas de acción disponibles. No hay políticas anticorrupción de izquierdas o de derechas. Sólo hay buenas (efectivas) y malas (ineficaces) formas de combatir la corrupción. Por tanto, si el nuevo gobierno quisiera ir en serio en este terreno importa bastante poco en qué campo ideológico se sitúe. Es mucho más trascendental conocer si realmente tiene una verdadera voluntad de mejorar los niveles de integridad y decencia públicas.
Si fuera éste el caso, si el nuevo gobierno se propone realmente combatir la corrupción con eficacia, me permito sugerirle una agenda compuesta por tres elementos principales: evitar errores, reducir las oportunidades para la corrupción y rebajar la percepción de impunidad. Pero antes de desarrollar estos tres puntos, conviene partir de la idea de que luchar contra la corrupción no es un problema criminológico sin más, sino que exige la mejora del funcionamiento de nuestro sistema político en general. Por tanto, una estrategia contra la corrupción equivale a una estrategia de buen gobierno, esto es, exige mejorar la calidad de nuestras instituciones de gobierno. Y ésta no es una tarea sencilla. La prueba está en que sólo un puñado de sociedades del planeta ha conseguido construir un orden de gobernanza que deja poco espacio a la corrupción.
Pero si nos fijamos en las enormes diferencias de calidad de gobierno entre países que comparten condicionantes estructurales muy parecidos como Costa Rica y sus vecinos centroamericanos, Chile y Argentina o Estonia y Lituania, entenderemos que siempre existe un cierto margen para tomar decisiones sobre diseño institucional y para cambiar las prácticas políticas que abren oportunidades de cambios decisivos. En el caso español, la grave crisis económica iniciada en 2008 ha servido de catalizador para sacudir los cimientos de nuestro sistema político y ha avivado un profundo sentimiento de malestar con su funcionamiento que supone una coyuntura crítica favorable para introducir los cambios adecuados que permitirían mejorar la calidad de nuestras instituciones de gobierno. Para tal fin necesitamos poner en marcha una estrategia que contenga los tres puntos a que me referido antes.
Para empezar, es muy importante evitar caer en errores frecuentes. Se trata de plantear el problema de la corrupción y el buen gobierno en sus justos términos: ni demasiado amplios, ni demasiado reducidos. Tan equivocado es ampliar el foco del problema a todo el orden constitucional de 1978 o poner en cuestión los límites de la comunidad política, como si una nueva constitución o la fragmentación del país en diversas comunidades nacionales fueran a mejorar la calidad del sistema político por sí solas, como reducirlo hasta la inacción frente a la corrupción o, lo que es incluso peor, a la realización de reformas cosméticas o lampedusistas que no entran al fondo del problema y sólo buscan dar la apariencia de que algo se hace a costa de generar más frustración y malestar.
El segundo elemento de la estrategia consiste en reducir las oportunidades para la corrupción. Algunas instituciones públicas se ponen con demasiada facilidad al servicio de intereses particulares con grave quebranto del interés general: se contratan trabajadores públicos despreciando los principios de mérito y capacidad y sometiéndolos, por encima de sus deberes profesionales, a la ciega lealtad hacia quien los ha colocado; se otorgan contratos públicos no a quien haya presentado la mejor oferta para los intereses de la Administración, sino a quien se comprometa a vehicular parte de los recursos públicos obtenidos para otros fines (financiación del partido de gobierno, etc.), aunque para ello haya que aceptar modificaciones sobrevenidas del importe del contrato que acaban disparando el precio final que se paga por ellos; etc. Se trata de poner fin a la colonización política de las administraciones públicas. Para ello es crucial reforzar e incentivar la imparcialidad de los funcionarios y promover las alarmas tempranas de las irregularidades posibles mediante la protección de los denunciantes. A su vez es necesario desarrollar programas de prevención adaptados a cada organismo público para la gestión adecuada de los conflictos de interés a que se vean expuestos sus integrantes.
Por último, debemos reducir la percepción de impunidad. Hay que reforzar los controles efectivos sobre el poder ejecutivo (en sus diversos niveles nacional, autonómico y local, incluyendo todos los entes públicos). Para ello, es imprescindible vigorizar el papel de control del poder político por parte del sistema judicial. En este terreno hay mucho por hacer: garantizar la independencia/imparcialidad de tribunales, fiscalía y policía judicial; e incrementar su capacidad de acción dotándolo de más medios, reformando por completo el proceso penal (y no precisamente en la línea en la que ha ido el Ministro Catalá), alargando las prescripciones de los delitos relacionados con la corrupción e incrementando sus sanciones. Además, los demás mecanismos de control del poder del sistema político habrían de robustecer también su capacidad e imparcialidad: los órganos de control contramayoritario (como el CTBG, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas, la agencias reguladoras…), los medios de comunicación (despolitización de los públicos y reducción de la dependencia política de los privados vía autorizaciones y subvenciones), y la ampliación de los órganos de control ciudadano para aumentar la responsabilidad de los propios ciudadanos en la persecución de la corrupción.
(Artículo de Fernando Jiménez, publicado en "El País" el 27 de junio de 2016)
Los escándalos son, para empezar, termómetros de corrientes profundas, indicadores de la enorme extensión que han alcanzado en España las prácticas corruptas. Bajo la superficie late una cultura política clientelar, una manera de relacionarse con el Estado que prima el beneficio particularista, en interés propio y de los amigos o seguidores, frente al general. Sus raíces pueden rastrearse en tiempos anteriores a la revolución liberal y hubo épocas caciquiles en las que el escarnio de las leyes era sistemático y casi inevitable. Pese al evidente desarrollo económico y a los avances europeizadores, la recomendación y el favor siguen impregnando muchas decisiones públicas. Lo cual produce un cierto pesimismo de raigambre noventayochista, entre dolorido y resignado: ese que obliga a exclamar, como los personajes de Forges, “¡qué país!”. Los españoles, se afirma con frecuencia, no tenemos remedio. Como si hubiera una suerte de psicología colectiva castiza, meridional y hasta latina, que nos hermana con otros pueblos condenados a soportar los mismos males.
Pero la mera existencia de esos escándalos también significa que en España hay mecanismos institucionales que procuran que la ley se cumpla, con una justicia que, aunque lentamente, funciona y llega a conclusiones, que castiga e incluso encarcela a algunos culpables. Los escándalos que nos sacuden todos los días implican la existencia de jueces independientes —que se atreven a procesar a una infanta o a un exmandatario autonómico—, de prensa libre y de una opinión pública atenta que no se conforma con la situación. Es decir, confirman que vivimos en democracia, pues en las dictaduras, corruptas por definición, puesto que carecen de garantías, controles y contrapesos equivalentes, sería imposible algo así. Habría que recordar que estos comportamientos reprobables no se dan tan sólo allí donde aparecen escándalos, sino que proliferan en casi todas partes y en numerosos países se mantienen en silencio. Es decir, la acumulación de informaciones escandalosas también admite lecturas positivas.
Además, los escándalos pavimentan a veces el camino del cambio político. Uno de sus efectos más frecuentes consiste en deslegitimar regímenes, sistemas y partidos, no siempre para bien. Se convierten en poderosas cargas explosivas capaces de desarbolar entramados constitucionales y de abrir paso a soluciones populistas e incluso autoritarias. Bastaría con recordar algunos ejemplos históricos para comprobarlo. En España, las diatribas regeneracionistas socavaron el edificio liberal de la Restauración a comienzos del siglo XX y justificaron la aceptación de una dictadura militar; y unos sobornos que hoy serían irrisorios sirvieron para acabar en la Segunda República con el Partido Radical, una fuerza centrista que podía atemperar la escena parlamentaria en vísperas de la Guerra Civil. En la Italia de hace unos años, el derrumbe de la partitocracia condujo a la emergencia de formaciones y complicidades no menos corruptoras, a eso que llamamos berlusconismo. La búsqueda de la pureza a toda costa puede llevar al desastre.
Tras las revelaciones de desmanes gubernamentales asoma de modo insoslayable la lucha por el poder, como demostró entre nosotros el politólogo Fernando Jiménez. Nadie puede evitar que sus rivales hagan públicos y utilicen contra él sus manejos ilegales. Incluso en entornos dictatoriales, los ocasionales casos de corrupción revelan pugnas entre facciones enemigas, como ocurrió bajo el franquismo con el de MATESA, que enfrentó a falangistas y tecnócratas; o en la revolución cultural china con las campañas violentas de los jóvenes guardias rojos que atizaba el propio Mao Zedong contra los responsables locales comunistas, sometidos a escarnio callejero. Los escándalos se erigen, pues, en armas de grueso calibre que los partidos emplean sin rubor, todavía más en una campaña electoral como la que nos vuelve a ocupar estos días, el célebre “y tú más” que, se quiera o no, es consustancial a la competencia política.
Por último, los escándalos constituyen oportunidades para la reforma. La corrupción, se ha dicho muchas veces, no afecta a todos los organismos del Estado en la misma medida, sino que está vinculada a algunos ámbitos concretos. Como las recalificaciones urbanísticas, las actividades sin control de empresas politizadas y las adjudicaciones de obras y servicios públicos, ligadas sobre todo a la financiación de los partidos y a los niveles administrativos municipal y autonómico. No abundan en España, que se sepa, funcionarios en venta o mordidas para agilizar un expediente o evitar una multa; sino más bien servidores públicos dispuestos a cumplir con sus obligaciones a poco que se les proporcionen recursos suficientes y no se haga depender su trabajo de la arbitrariedad política. Localizados los focos de inmoralidad, procede no acumular medidas sin ton ni son, sino diseñar mejores marcos institucionales que, como advierte el economista Carlos Sebastián, impidan el reinado del clientelismo y la consiguiente ineficacia crónica.
Para que esta salida resulte verosímil, quizá la clave fundamental resida en la rendición de cuentas de los gobernantes ante los ciudadanos. Que el ruido no desanime la constante exigencia de responsabilidades, no sólo judiciales, sino también políticas, de modo que a ningún partido le compense mantener estrategias, cargos y candidatos sospechosos. A estos efectos, no parece una buena señal que encabece las encuestas una formación minada por toda clase de corrupciones, empeñada en hacernos creer que su tesorero se enriquecía por su cuenta y alérgica al retiro de sus dirigentes. O que siga en activo la expresidenta de Madrid que amparó una de las redes corruptas más extendidas y descaradas que se han conocido. Sin embargo, hay margen para la esperanza, pues las turbulencias de los últimos años han hecho a los españoles mucho más intolerantes ante la corrupción, que hoy por hoy consideran uno de sus problemas más graves. Llevados al extremo, los escándalos pueden barrer elementos imprescindibles para la convivencia, como la libertad o la división de poderes; pero, combinados con una ciudadanía consciente de sus derechos, también tienen efectos benéficos para el sistema democrático. En estas condiciones, no hay nada como un buen escándalo.
(Artículo de Javier Moreno, publicado en "El País" el 20 de junio de 2016)
¿La causa de nuestro actual descontento? El dolor que la crisis ha derramado por el reino, la corrupción que a nadie respeta, el desprestigio de los políticos y del sistema de partidos, el desgaste de las instituciones públicas, la desmoralización de la ciudadanía, la banalidad de los medios de comunicación. En suma, la vulgaridad estética y moral que parece dar el tono a nuestra época creando un malestar en la cultura española. Cierto que una democracia consolidada acaba perdiendo con el paso del tiempo la sublimidad de su momento fundacional (en nuestro caso, la Transición) y rutiniza su funcionamiento: madurar es reconciliarse con la imperfección propia y ajena y aprender a convivir con ella. Una porción de vulgaridad es, sin duda, consustancial a lo humano. Pero la que ahora nos rodea ha alcanzado, en el sentir de muchos, un término insoportable. El programa de reforma de la vulgaridad colectiva —que se ha constituido en la primera urgencia nacional— sólo puede llevarse a cabo mirando hacia un ideal compartido y transformador. Y España, que es una democracia consolidada, carece de un ideal cívico bien definido y, en consecuencia, corre el riesgo de sufrir los problemas propios de una democracia sin ideal.
¿Qué es un ideal? Una propuesta de perfección humana, que señala una dirección al ciudadano, ilumina su experiencia individual con una oferta de sentido y moviliza las energías latentes en una sociedad. También puede presentarse como la enunciación personalizada (prototipo) de los valores que se estiman deseables y excelentes en una cultura. El ideal no describe el presente estado de cosas sino prescribe otro de rango superior; no pertenece al orden del ser —el funcionamiento real de las instituciones, siempre bajo el signo de la imperfección— sino al del deber-ser. En el mundo de nuestra experiencia, ambos órdenes conviven: una realidad sin deber-ser está condenada a ser unidimensional, previsible, resignada; pero, por otro lado, el ideal no es, propiamente no existe con la realidad de una cosa, sino que se propone como innovación y apremio a dicha realidad, en permanente relación dialéctica con ella. El ciudadano culto no es tanto un idealista como un realista con ideal: sabe que la realidad es estructuralmente imperfecta y al mismo tiempo no se conforma con ese estado de cosas sino que aspira a reformarlo con arreglo a un ideal de perfección que moviliza pero que no se realiza históricamente y que, como el horizonte, se aleja a medida que uno avanza en el camino.
La España de hoy, de tendencias escépticas y cínicas, descree de la posibilidad misma de un ideal. La complejidad de los intereses en juego, el especialismo científico y técnico, el multiculturalismo y la postmodernidad —que niega legitimidad a los grandes relatos— argumentarían contra la mera hipótesis de un ideal unitario. Y, sin embargo, todas las culturas dignas de ese nombre, a lo largo de la historia universal, proponen uno: el ideal grecorromano, el medieval, el renacentista, el ilustrado, el romántico… ¿Sólo la democracia liberal carecerá de él? Si fuera así, pasará a la historia como la época de la vulgaridad triunfante. Porque el ideal cumple dos funciones civilizatorias. La primera es servir de motor para el progreso moral de los pueblos, que seducidos por el ideal avanzan en pos de una perfección que los dinamiza. Y la segunda, es el fundamento de la crítica de las iniquidades del presente. Pues, en efecto, la crítica sólo puede practicarse cuando se observa la distancia que separa la realidad tal como la experimentamos —con sus dolorosas imperfecciones y corrupciones— y ese ideal de perfección vivo en nuestra conciencia. A veces se contrapone, como si fueran instancias antagónicas, el ideal y la crítica. Sucede al revés: sólo si contemplamos la realidad a la luz del ideal, sólo entonces podemos ejercer con fundamento una sana crítica sobre el presente. Que la democracia renunciara al ideal implicaría, por consiguiente, condenarla al conservadurismo moral y a la ausencia de crítica constructiva.
“El hombre no puede resistir demasiada realidad”, reza el conocido verso de Cuatro cuartetos de T. S. Eliot. Ante el exceso de realidad insoportable, han brotado últimamente en España movimientos antisistema con probada capacidad de suscitar entusiasmo: el populismo y el independentismo. Sus idearios no valen, sin embargo, como auténtico ideal. Porque no se presentan como universales sino como abiertamente minoritarios, excluyentes y confrontados a una mayoría social (ideológica, territorial). Con todo, el éxito relativo de los brotes antisistema denota que el sistema no logra de momento definir un ideal alternativo igualmente movilizador. Lo cual no es de extrañar porque, en ausencia de ideal regulativo, nos hemos abandonado a una orgía de criticismo destructivo y errático al sistema que ha conseguido desprestigiarlo a los ojos de todos y nos ha dejado un poso de indefensión, rabia y melancolía. Más que nunca necesitamos en España un ideal sistémico, que, como todo ideal a lo largo de la historia, sea prescriptivo, luminoso y movilizador, pero que, como ideal genuinamente contemporáneo, sincronizado al espíritu de su época, sea también igualitario, secularizado, persuasivo, cívico, colaborativo y cosmopolita, a la altura de esa ciudadanía que en democracia aspira a organizarse alguna vez como mayoría selecta.
Para empezar a trabajar en la definición de ese ideal colectivo conviene practicar una gimnasia mental que nos cambie la perspectiva. Si acercamos mucho la vista a la piel de la persona amada, observaremos imperfecciones: manchas, arrugas, lunares. Si le aplicamos el microscopio, la cosa empeora: sobre la superficie escamosa de la epidermis abundan células muertas, bacterias, basura orgánica. Cuando, en cambio, nos separamos y contemplamos a esa persona con distancia, reconocemos en ella la figura que amamos.
De igual manera, el hipercriticismo al sistema adopta un punto de vista microscópico, parcial, cortoplacista y distorsionado por el dolor subjetivo del observador y por el ritmo de una vulgaridad cotidiana hecha espectáculo. Pero si elevamos la mirada y nos hacemos cargo de la totalidad del sistema democrático español y analizamos su devenir a largo plazo, entonces, desde esta más amplia perspectiva, que hace justicia a la objetividad del conjunto, uno presiente un ideal, aún no definido pero latente, que confusamente lo anima y lo hace progresar.
(Artículo de Javier Gomá, publicado en "El País" el 5 de junio de 2016)
Lo escribía ya hace años el implacable realista que es Giovanni Sartori: el Estado de derecho no es el Estado que crea a su albedrío y sin cesar un nuevo derecho, sino un Estado en el que el ejercicio del poder está limitado por vínculos jurídicos precisos y estables. De ello se desprende que la gigantesca burbuja de la praxis contemporánea de “gobernar legislando” está vaciando el Estado de derecho, convirtiéndolo en un gobierno de los hombres aunque sea en nombre de la ley. La vorágine normativa en que se ha convertido la actividad de gobernar ha devaluado hasta límites insospechados la calidad del Estado de derecho, que ya no funciona como límite al poder precisamente porque el exceso de derecho provoca su inoperatividad real. “El marco normativo español es complejo, confuso, en continuo cambio, de mala calidad, genera incertidumbre e inseguridad jurídicas, desincentiva la eficiencia y el emprendimiento y eleva los costes del sistema”, sentencia lapidario Carlos Sebastián en España estancada. Hay vigentes en España cien mil disposiciones normativas, diez veces más que en Alemania, un país cuyos ländertambién disponen de capacidad normativa, y que nos duplica en población. El problema no es ya de calidad técnica, eso sería un problema jurídico, el problema es de mal funcionamiento sistemático de las instituciones, y eso es un problema político.
Y sin embargo, la ambición de los políticos españoles, de todos, es hacer y hacer nuevas leyes. Una legislatura se considera un éxito cuando ha añadido a la colección legislativa unos cuantos textos, un fracaso cuando no ha conseguido sacar adelante ningún proyecto. Así miden su propia función los partidos y las élites que los gestionan: por el peso o las páginas del BOE que han rellenado desde el poder. En cambio, el control del grado de cumplimiento de las leyes o el de su implantación, o el de los efectos reales que hayan producido —los previstos y los insospechados— no interesa. Si una ley no funciona se hace otra más, que tampoco funcionará. Hace unos años se creó la Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas que, en teoría, iba a realizar una valoración y un seguimiento del cumplimiento de las normas. Pronto se la convirtió en una agencia zombi que sólo valora los servicios públicos, no las normas ni las instituciones.
No lo confiesa pero la política lo sabe bien: hacia fuera, las leyes no son sino operaciones de imagen con las que el Gobierno o la oposición de turno parece que reaccionan eficazmente ante los problemas sociales (cada vez más las leyes son “medidas puntuales”), o bien una ocasión de proclamar principios excelsos (las leyes cada vez son menos normativas y más declamativas). Hacia dentro, ante la clientela de intereses con acceso al poder, las leyes (en sus disposiciones adicionales, finales y transitorias más que en su texto) son la vía para el pago de favores y para la generación de connivencia con sectores económicos o profesionales relevantes.
Si algún bien ha traído la sectaria incapacidad de nuestros partidos para formar Gobierno es la de que durante unos nueve meses ha cesado la diarrea legislativa que parece consustancial a la política patria. Claro que, todo hay que advertirlo, el futuro se presenta por ello mismo más amenazante aún, pues prima el proyecto ansioso y prestigioso de regenerar el sistema político (consista esto de regenerar en lo que sea, que es difícil saberlo) y, para ello, ponerse a legislar a calzón quitado sobre todos los defectos detectados, sospechados, imaginados o atribuidos a ese pobre espantajo que es “el sistema”. Por leyes, se nos anuncia, no va a quedar, que hasta la Constitución va a ser reformada. Estamos ante un pensamiento acusadamente mágico (en la mejor tradición leguleya hispana) que confunde el cambio de la realidad con el cambio de la norma que lo regula. No es así, claro: cuando el problema esencial está en los comportamientos y códigos informales de la política por relación a las instituciones, la solución de sus disfunciones no está en modificar sin freno las reglas formales de esas instituciones, sino en cambiar los comportamientos de las élites políticas. En el fondo, me temo, el discurso de la regeneración forma parte de la fase de degeneración, no es sino uno de sus últimos estadios.
Me atreveré a proponer una hipótesis radicalmente contraria a la de la vulgata políticamente correcta. ¿Y si el mayor defecto de las instituciones españolas consistiera, precisamente, en la sobreabundancia de normas reguladoras? ¿Y si lo que hubiera que cambiar fuera, cabalmente, el hábito de intentar resolver los problemas añadiendo leyes a normas y amontonando decretos sobre pragmáticas? ¿Y si tal hábito no fuera, exactamente, sino una manifestación de la falta de estudio ponderado de los problemas y a la vez de la urgencia por la explotación política de las operaciones legiferantes? Una institucionalidad bien gobernada se caracteriza por un número escaso de normas y un grado elevado de su cumplimiento. Una mala, por la sobreabundancia de leyes y su escaso cumplimiento. ¿No convendría entonces, para mejorar la calidad de nuestro Estado de derecho, hacerle una poda severa?
¿Por qué entonces no intentar la mejora operativa de las instituciones mediante el simple y barato método de dejar de producir leyes? Por lo menos por un tiempo. ¿Qué les parecería como programa el de dar al Parlamento un descanso mínimo de dos años sin legislar? Sin duda, muchos menearán incrédulos la cabeza: ¿cómo, estando como estamos en “emergencia social y política”, se le ocurre proponer nada menos que parar la producción de normas? ¿Qué harían entonces los parlamentarios electos?
Bueno, mi sugerencia es la de que parlamenten políticamente, que para eso sí están. Todos los grandes teóricos de la (desde Rousseau hasta Stuart Mill) no creyeron que la función de los Parlamentos representativos fuera hacer las leyes, sino sólo aprobarlas o no. Para hacer técnicamente las leyes merece la pena probar con las cámaras de expertos y con los minipúblicos aleatorios de orientación ciudadana, como propone el neorrepublicanismo de Philip Pettit en Despolitizar la democracia. Las cámaras de representantes han demostrado ya suficientemente su incapacidad al respecto, probemos entonces unos años con otros métodos. Aunque lo primero que habrían de hacer es derogar miles de normas y codificar in claris lo que quede.
Pero, eso de seguir creyendo, en la época del gobierno en la incertidumbre, que los Parlamentos son los foros adecuados para resolver los problemas legislando directamente sobre ellos es puro voluntarismo bobalicón, o listo interés sectario de unos partidos que se niegan a soltar el bocado con el que tienen atrapada a la sociedad. Porque razonable, desde luego, no es.
(Artículo de José María Ruiz Soroa, publicado en "El País" el 6 de junio de 2016)
Desde que en los años 2007 y 2008 empezamos a tomar conciencia de la crisis, la insatisfacción con la situación económica de nuestro país se convirtió en indignación, con motivos más que sobrados, que existían en realidad desde mucho antes. Las voces de la indignación no exigían otro régimen político, distinto a la democracia, sino todo lo contrario: pedían su realización auténtica. Nadie sugería que imagináramos otra forma de gobierno, como podría ser un despotismo ilustrado, empeñado en dar al pueblo lo que supuestamente necesita, aunque no lo sepa, sino una democracia radical.
Se habló entonces de falta de legitimidad de la política, pero equivocadamente, porque los representantes y las instituciones eran legítimos, como lo son ahora. Lo que había sufrido un serio desgaste era la credibilidad de unos y otras, lo cual no es determinante desde el punto de vista legal, pero resulta gravísimo para la vida cotidiana, porque sin confianza no funciona la democracia.
Los episodios nacionales que empezaron el 20-D no han hecho sino iniciar una nueva etapa, la del aburrimiento, la sensación de que todo está dicho y oído, la resignación ante las nuevas actuaciones y sobreactuaciones. Nos preparamos otra vez para asistir al espectáculo de las descalificaciones mutuas, los pactos en pro del puro número, el juego de los sillones, las declaraciones panfletarias o insustanciales. ¿Pero es esto la democracia? ¿Es para esto para lo que sirve?
Según dicen los textos del ramo, una sociedad democrática tiene como punto de partida la existencia en ella de desacuerdos, y parte de su tarea consiste en generar acuerdos, porque son los miembros de esa sociedad los que tienen que resolver sus problemas conjuntamente y no puede haber exclusiones. Las sociedades democráticas tienen que ser de alguna manera un sistema de cooperación.
En las totalitarias y dictatoriales, el supuesto acuerdo se impone oficialmente, y la tarea política se reduce a clausurar medios de comunicación molestos, a silenciar a los disidentes con la cárcel, el asesinato y otros medios persuasivos. Pero en las democracias este modo de proceder está desautorizado de raíz, precisamente porque los destinatarios de las leyes, los ciudadanos, tienen que ser de alguna manera sus autores, y son ellos los que tienen que encontrar los puntos comunes, directamente o a través de representantes. Para lograrlo hay en realidad tres caminos.
Uno de ellos consiste en agudizar los desacuerdos de los que se parte, convirtiéndolos en conflictos que instauran la política amigo-enemigo, hasta asaltar los cielos y desde ellos forzar la supuesta utopía del mundo nuevo. Hace unos días, en un encuentro sobre temas políticos, uno de los intervinientes aseguró que en nuestro país la verdad ha sido secuestrada y eliminada en los últimos tiempos, y recurrió como colofón al bello proverbio de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla; la tuya, guárdatela”. Con lo que venía a decir que en el mundo político existe la Verdad, que en él tratamos de lo verdadero y lo falso, afirmación peligrosa si las hay porque, si es así, quienes encuentren la verdad se sienten obligados a imponerla. Como decían los viejos inquisidores, no se puede dar las mismas oportunidades a la verdad que al error. De donde se sigue que la defensa del pluralismo y la tolerancia serían papel mojado.
Pero sucede que las cuestiones políticas no se miden por parámetros de verdad y falsedad. Eso ocurre en las ciencias, que deben comprobar si sus afirmaciones se dejan validar por la realidad. En el ámbito político hablamos de legitimidad de las instituciones y de justicia de las normas. Y las decisiones acerca de lo justo y lo injusto requieren el uso público de la razón desde el respeto y la tolerancia. No existe la Verdad en política, existe la búsqueda conjunta de lo justo y lo conveniente.
Por eso, un segundo camino para generar acuerdos consiste en agregar los intereses en conflicto de modo que se satisfagan los de la mayoría, o los de la suma mayoritaria de minorías, que es lo que hay y es donde estamos; pero necesita un norte para llegar a políticas no sólo legítimas, sino también justas. Ese norte consistiría en economizar desacuerdos, en tratar de encontrar la mayor cantidad de acuerdos posible, buscando un núcleo compartido de exigencias básicas, que una sociedad democrática del siglo XXI debería satisfacer para estar a la altura de los valores sobre los que se sustenta. Los partidos que defiendan ese núcleo deberían conjugar sus esfuerzos para convertirlo en realidad, a través de pactos; y sobre todo, a través de realizaciones.
Y en este sentido, de la misma manera que Tocqueville viajó a América para descubrir por qué allí la democracia funcionaba mejor que en Francia y para aprender de sus mejores usos, convendría ahora dirigir la mirada hacia los países ejemplares en el quehacer democrático, hacia los que pueden servir de referentes. Según el índice de democracia, elaborado por la unidad de Inteligencia de The Economist, que pretende determinar el rango de democracia de 167 países, en los últimos años son países escandinavos los que figuran a la cabeza de la clasificación, especialmente Noruega. ¿Las razones de esa buena situación? Fundamentalmente, unas instituciones públicas sólidas, una cultura basada en la confianza, baja desigualdad, buenos servicios públicos financiados con impuestos, un sistema de bienestar social que nivela desigualdades, y un índice elevado de participación política. Resulta interesante comprobar que Suiza, dotada de estructuras sumamente participativas, no encabeza el índice de consolidación democrática, entre otras cosas porque los resultados de las consultas populares en ocasiones son antidemocráticos.
Este es el sueño europeo de la socialdemocracia, que en España está en franco retroceso por el empobrecimiento de parte de la población, que ha reducido las clases medias en 3,5 millones de personas, según datos del estudio que el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas y la Fundación del BBVA han dado a conocer. Lo cual es malo por sí mismo, pero también porque el funcionamiento de la democracia exige igualación. Si a esto se añade que el núcleo de la socialdemocracia no es para España y para la Unión Europea un simple sueño, sino un compromiso, encarnarlo en la vida política es lo que nos corresponde.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 2 de junio de 2016)
La persistencia de un Estado clientelar, con todas las distorsiones que alberga y con el alejamiento de la meritocracia que conlleva, deteriora la calidad democrática, perjudica la eficiencia económica y reduce la igualdad de oportunidades.
Un Estado clientelar dominado por pautas no meritocráticas es una suerte de equilibrio de baja calidad que la clase política no quiere superar, para no perder cotas de poder, y en el que la ciudadanía acaba por sentirse cómoda procurando beneficiarse de los frutos de tan retorcido árbol y adoptando sus códigos de conducta. Pasar de ese equilibrio a uno de mayor calidad, en el que los Gobiernos gestionen con transparencia los bienes públicos, sin proporcionar bienes privados a minorías, y en el que los ciudadanos adopten las conductas de una sociedad meritocrática y exijan rendición de cuentas a los políticos, no se consigue con un par de leyes y la introducción de alguna institución copiada, digamos, de un país escandinavo. Estas medidas parciales serían rápidamente fagocitadas por las prácticas del Estado que se quiere reformar. Es necesario un auténtico big bang reformador.
Sería deseable un acuerdo amplio de las fuerzas políticas sobre regeneración institucional, que no sólo llevaría a revertir el proceso de decepción y desconfianza que está experimentando la ciudadanía, algo muy positivo en sí mismo, sino que mejoraría la transparencia y calidad de la acción política y del marco en el que los españoles desarrollamos nuestras actividades económicas y de otro tipo. Facilitaría, además, las reformas sectoriales necesarias para modernizar el Estado (de las Administraciones públicas, la justicia y la educación), pues crearía un escenario en donde sería más fácil doblegar las resistencias corporativas que se puedan presentar.
Los procesos de regeneración institucional se han producido históricamente tras haber alcanzado un consenso entre una parte sustancial de la sociedad civil y un conjunto relevante de la clase política sobre la necesidad del cambio (Inglaterra y Estados Unidos en el último tercio de siglo XIX), a veces como apuesta colectiva de modernización tras la crisis provocada por una derrota bélica (Suecia y Dinamarca en fechas similares). No sé si el consenso necesario es suficientemente sólido en España. En el pasado otoño parecía que sí. Ahora está menos claro. La polarización electoral que se observa, la sensación de que se ha arrinconado la necesidad de regeneración y el escaso castigo electoral a la impunidad mostrada en el pasado reciente no parecen buenos síntomas.
En la España actual es especialmente evidente que el avance no puede consistir en promulgar algunas leyes y crear nuevos organismos de supervisión, porque buena parte de la degeneración española es la consecuencia de incumplir leyes y sentencias y porque se ha limitado seriamente, cuando no vaciado desde el principio, el contenido de los muchos organismos de supervisión que se han creado. Hay multitud de ejemplos de lo primero, pero como muestra recordemos que la normativa sobre contratación de proveedores por las Administraciones públicas se ha violado de forma sistemática e impune. Y en cuanto a lo segundo, la sucesión de organismos cuya actividad está lejos de corresponder al objetivo de su creación, entorpecidos y seriamente limitados por los Gobiernos que los crearon, es muy amplia. Han ido desde la Agencia de Evaluación de Políticas Públicas (AEVAL) —que fue vaciada de contenido desde su inicio—, al más reciente Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, que ha nacido raquítico por déficits de independencia y escasez de competencias; y encima, ahora, cuando el Consejo da la razón a ciudadanos en su exigencia de información, el Gobierno que lo creó recurre sus resoluciones ante los tribunales. También, la discutible independencia de organismos supervisores y la escasa capacidad sancionadora que se les otorga, ya sea a las empresas que explotan posiciones de dominio en los mercados o a los bancos que abusan de clientes, sin que el Banco de España tenga la capacidad de imponer que las entidades les compensen de los perjuicios causados; y el ninguneo a la Autoridad Fiscal Independiente (AIREF).
Aunque podrían requerirse algunas modificaciones legislativas, lo fundamental sería generar el compromiso creíble y verificable de cumplir las normas existentes (y las nuevas) y de dotar de contenido a los organismos ya creados y garantizar su independencia. Para ello, el restablecimiento de los mecanismos compensatorios del ejercicio del poder sería un primer paso que empezaría a dar credibilidad al proceso: asegurar la independencia y competencia de los órganos clave como el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial y los Tribunales de Cuentas y avanzar en la profesionalización de las Administraciones públicas, reduciendo muy sustancialmente los nombramientos de carácter político.
Mejorar la transparencia no se consigue haciendo más complejos los trámites burocráticos —ya lo son en exceso—, sino realizando un control ex post y con un régimen sancionador severo y explícito. Un renovado Consejo de Transparencia y Buen Gobierno podría tener algunas competencias en esta tarea. Y si se prestigian otras instituciones (como la AEVAL) y se cumplen reglas ya existentes sobre la producción normativa, consistentemente ignoradas, se podría incrementar sensiblemente la transparencia y calidad del proceso legislativo.
En este contexto, para las reformas sectoriales que también necesitan consenso, como las de educación, justicia y Administraciones públicas, sería conveniente generar, dentro de este big bang reformador, un amplio acuerdo en el diagnóstico de las deficiencias actuales y en la definición del modelo al que se quiere llegar. Porque luego el avance en las reformas tendría que ser más incrementalista, evaluando los pasos que se fueran dando. Lo contrario de lo que se ha hecho en las llamadas reformas de la Administración, como la reciente CORA, que no ha tenido ni un análisis de las deficiencias ni la especificación del modelo al que se quiere llegar; solo un listado de medidas, sin ninguna intención de verificar si se cumplen (más allá de que se envíen al BOE) y de cuáles son sus consecuencias para los administrados.
Resulta evidente que una acción conjunta y de consenso, del tipo de lo que aquí se plantea, dejaría mucho campo para que los partidos diferencien su oferta en muchísimas cuestiones relevantes. Está claro también que este tipo de consenso sería necesario para impulsar un cambio radical del marco político e institucional.
Nos debemos congratular por la persecución de las prácticas corruptas que se ha incrementado recientemente, pero no pensemos que esto, por sí solo, termina con el Estado clientelar y sus aberraciones. No hay más que recordar lo ocurrido en Italia a partir de 1992.
(Artículo de Carlos Sebastián, publicado en "El País" el 25 de mayo de 2016)
En el fárrago de decenas de leyes con las que se despidió la última legislatura, ha pasado desapercibida para la opinión pública una muy preocupante reforma del procedimiento administrativo que, vestida con la indumentaria de la modernización y de la digitalización de la Administración, encierra graves restricciones de los derechos de los ciudadanos, impropias de un Estado democrático.
La Ley 39/2015, denominada redundantemente de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y que entrará en vigor si nadie lo remedia el 2 de octubre de este año, merma garantías básicas de un Estado de derecho y facilita la arbitrariedad de la Administración, sin que, al parecer, los redactores de la Ley, que dicen querer mejorar la seguridad jurídica, hayan sido conscientes del potencial efecto perverso de algunas de sus disposiciones, propios de un Estado autoritario, que ilustraré con tres ejemplos.
La ley impone a todos los ciudadanos sin excepción (artículo 18.1) un deber general de colaboración con la Administración, insólito en un país democrático. Ese deber significa a falta de previsión expresa, “facilitar a la Administración los informes, inspecciones y otros actos de investigación que requieren para el ejercicio de sus competencias”. Este deber rezuma un halo totalitario, fruto de una concepción en la que el ciudadano se encuentra sujeto al poder público con carácter general. Hasta ahora, como es propio de un Estado constitucional, el ciudadano solo estaba sujeto a colaborar con la Administración cuando una ley lo preveía expresamente y para fines específicos. Por ejemplo, la ley fiscal, para asegurar el cumplimiento de las obligaciones tributarias, la ley laboral para salvaguardar los derechos de los trabajadores, etcétera. Pero a nadie se le había ocurrido que una ley general pudiera permitir a cualquier autoridad pública imponer obligaciones de colaboración para cualquier ocurrencia de un alcalde, un director general o de un consejero autonómico.
Más preocupante todavía es el régimen de las medidas provisionales (art. 56) que la Administración puede adoptar al inicio de un expediente, e incluso antes de oír lo que tenga que decir el ciudadano afectado. La adopción de medidas provisionales como el embargo preventivo de la cuenta corriente, el cierre de un local, la prestación de fianzas, se reconoce a cualquier autoridad pública, en cualquier procedimiento, aunque eso si piadosamente el legislador sigue recordando que habrá de hacerse proporcionalmente.
No existe país democrático alguno donde se reconozca a la Administración ese formidable poder. En la actualidad y hasta que la nueva ley entre en vigor, la Administración solo puede adoptar medidas provisionales cuando una ley especial así lo determina expresamente. Por ejemplo, en materia de sanidad pública, frente a un contagio, o cuando se trata de defender la salud de los consumidores o usuarios, es lógico que la Administración pueda adoptar medidas provisionales, pues se trata de evitar un daño irreparable. Lo que no tiene sentido alguno es que se entregue a la discreción de cualquier autoridad pública la posibilidad de adoptar medidas cautelares equivalentes a las que puede tomar un juez y que son de una gravedad extraordinaria. El diario desfile de muchas autoridades por los juzgados de lo penal, debería haber conducido a los autores de la nueva ley a ser muy conservadores a la hora de construir una potestad administrativa que solo debería utilizarse, como ocurre en los países de nuestro entorno, en procedimientos tasados y en casos de urgencia inaplazable cuando están en riesgo bienes superiores, como la salud, la seguridad de las personas o la estabilidad del sistema bancario. Generalizar ese poder inmenso de imponer medidas contra el patrimonio de los ciudadanos o el ejercicio de sus derechos, antes de que se tramite y finalice el procedimiento administrativo, es como poner en manos de un inexperto en armas una bomba de racimo sin manual de instrucciones.
Por si estos dos ejemplos no fueran suficientes, la Ley 39/2015 (art. 70) nos sorprende con una nueva definición del expediente administrativo, que revela una mentalidad autocrática de la Administración más que preocupante.
El lector puede pensar que el expediente administrativo es una fruslería. No es así: el expediente es la documentación completa y ordenada de lo que la Administración ha hecho en el procedimiento. Lo que quiere decir: es la base para que el ciudadano afectado pueda defender sus derechos frente a la Administración. Hasta ahora, e incluso en pleno franquismo, se entendía por expediente todo lo que constaba documentalmente respecto a un procedimiento.
Lo que la norma legal dice es que el expediente es solo una parte de lo que la Administración ha hecho, “lo oficial”, que diría un castizo. El resto, es decir, lo que opinan los funcionarios, los borradores de documentos, e incluso los informes no solicitados por el responsable de la decisión, no forman parte de lo que debe conocer el afectado por la sanción o por la instalación de una actividad, o por la zona verde. Permítaseme un ejemplo para iluminar lo que la jerga de la ley puede oscurecer. El secretario o el interventor de un Ayuntamiento, figuras clave en cualquier corporación local, tienen la facultad de emitir informe concreto, si lo estiman pertinente. Pues bien, según reza la ley, el ciudadano no tiene derecho a conocer ese informe, si no es un informe pedido por la autoridad. ¿Para qué va a emitir un informe el custodio de la legalidad si se va a tirar al cesto de los papeles?
En estos años turbulentos, hay funcionarios públicos responsables que, a pesar de las presiones políticas, han tenido el valor de hacer constar su opinión contraria a lo resuelto por el jefe político. Esos informes hasta ahora quedaban incorporados al expediente. Quien estaba afectado, podía manejarlo y utilizarlo en defensa de sus derechos ante el juez.
Sin embargo, el texto legal aprobado en la misma legislatura que la Ley de Transparencia dice ahora que no forman parte del expediente los “juicios de valor” emitidos por las Administraciones Públicas, que se entiende que son las opiniones de los funcionarios. Una ley del siglo XXI autoriza legalmente al responsable político de turno a expurgar el expediente, a censurar lo que otros han opinado y a él no le ha convenido. Así el ciudadano, y el juez que tiene que controlar a la Administración, se supone que vivirán más felices al encontrar un expediente electrónicamente depurado que cuente lo que el poder quiere contar, eso sí, con enorme transparencia.
Son tres ejemplos ilustrativos. Para otra ocasión dejo el análisis de la paradoja de que la Ley 40/2015, hermana siamesa de la Ley de Procedimiento, haya mantenido incólume la estructura de sociedades, entes de diverso pelaje, y fundaciones públicas, al tiempo que la Fiscalía denuncia y los tribunales penales condenan la opacidad de estas entidades y la falta de control en el manejo de los caudales públicos, como causa de comportamientos delictivos, que no son esporádicos a juzgar por la estadística criminal.
En una de las versiones del mito de Pandora se cuenta que la causa de los males de la humanidad se produjo cuando Pandora, desobedeciendo la prohibición de los dioses, abrió la caja donde se contenían todos los desastres. Esto mismo puede pasar con los bienintencionados funcionarios que han puesto sus manos sobre el procedimiento administrativo, confiados en que quienes tienen que aplicar cotidianamente la ley no harán un uso inmoderado de las armas que ellos mismos han cargado; en ellos ha podido más la arrogancia de la innovación que la prudencia en mantener hermético el recipiente que garantiza algunos derechos básicos de los ciudadanos.
Es de desear que se abra urgentemente un debate político, en la más noble de las acepciones de la palabra, sobre la oportunidad de urgente derogación de esas leyes. La nueva política no puede echar a andar con muletas propias, no ya de la vieja política, sino del antiguo régimen, sin convertir a los ciudadanos en súbditos del arbitrio administrativo.
(Artículo de José María Baño León, publicado en "El País" el 11 de mayo de 2016)
Sea cual sea el resultado del referéndum británico, los europeos necesitan ya un nuevo aliento. Es mucho lo que está en juego: evitar la marginación de Europa, no solo desde el punto de vista económico y político, sino también moral y cultural. Nuestro desafío común es reconectar cuanto antes con unos ciudadanos desorientados para volver a crear una Europa influyente, que tenga un proyecto de futuro y de esperanza para todos; en caso contrario, moriremos. Si no damos este nuevo impulso político a nuestros conciudadanos, los demonios populistas que ya casi nos han destruido vencerán. La Historia varía en sus formas, pero el resultado volvería a ser desastroso.
Para lograr una nueva dinámica debemos valorar nuestros éxitos: la Unión Europea es la entidad política, económica y social más solidaria, menos injusta, más democrática, más pacífica y más variada que ha conocido la humanidad, “uno de los mayores triunfos políticos y económicos de la época moderna”, según el presidente Obama. Hacer respetar sus valores y convertirla en un motor de progreso para todos exige adoptar una estrategia de envergadura.
Necesitamos ya, sin falta, una hoja de ruta precisa. Que se pongan manos a la obra las instituciones europeas y todos los Estados miembros, o, por lo menos, un grupo de países dirigido por Francia y Alemania. Para restablecer la confianza y dar nuevo impulso a la dinámica europea proponemos seis iniciativas estratégicas:
1. Es primordial fortalecer la democracia europea. ¿Cómo considerarse europeo sin una cultura ciudadana compartida? Los Estados deben poner en marcha una educación cívica común y comprometerse a que el futuro presidente de la Comisión se elija en función del resultado de las urnas. Además, es necesario aclarar las normas para que los referendos sobre la pertenencia a la UE no se conviertan en mercadeos. Una Europa a la carta no es una opción.
2. Es indispensable una iniciativa estratégica de seguridad y defensa de los ciudadanos de la UE. Los Estados deben cumplir sus compromisos en materia de seguridad interior —intensificar los intercambios policiales (Europol), judiciales (Eurojust) y de información— y, en el plano exterior, poner en práctica una política de fronteras moderna, basada en un cuerpo europeo de policía de fronteras e infraestructuras de control y acogida que respeten nuestros valores. Al mismo tiempo, la Unión debe emprender una política de estabilización de las regiones vecinas en todos los ámbitos: económico, cultural, diplomático y militar.
3. La tercera iniciativa está relacionada con los refugiados. El acuerdo con Turquía no es una solución a largo plazo. El país está desbordado y el tráfico de personas prospera utilizando otras rutas. Europa debe escoger otra vía: acoger, integrar, formar y preparar las condiciones para un regreso de los refugiados a sus países. No se trata de recibir a todos, sino a los que estén dispuestos a integrarse y aceptar nuestros valores. Y los ciudadanos europeos solo aceptarán una política así si se mejora su vida cotidiana.
4. Ese es el reto de la segunda fase del plan Juncker para reimpulsar el crecimiento: invertir en los sectores con más futuro, capaces de promover la creación de empleos de proximidad, modernizar de forma duradera nuestra economía y consolidar nuestra ventaja competitiva. Todo ello, dentro de una política industrial común de ataque que permita recuperar nuestra autonomía. Por ejemplo, un plan de desarrollo y restauración del hábitat, con la utilización de nuevos materiales y tecnologías digitales, transformaría la vida de nuestros conciudadanos y nos otorgaría el liderazgo mundial en el sector. Asimismo, proponemos otros tres planes centrados en el transporte, las energías renovables y las competencias digitales del futuro.
5. En cuanto a la zona euro, hay que reforzar su potencial de crecimiento y su capacidad de hacer frente a choques asimétricos y favorecer la convergencia económica y social. Para ello es necesario asignar nuevas prerrogativas al Mecanismo Europeo de Estabilidad. En concreto, proponemos una competencia presupuestaria para la eurozona y la rápida culminación de la unión bancaria, al mismo tiempo que se corrigen sus defectos.
6. La sexta iniciativa es un Erasmus para alumnos de secundaria. El objetivo es sencillo: democratizar Erasmus y ampliar el horizonte cultural de todos los jóvenes europeos, con el fin de fomentar la igualdad de oportunidades y el sentimiento de pertenencia a un proyecto común.
Estas iniciativas pretenden volver a situar al ciudadano en el centro del proyecto y estimular el crecimiento, el empleo y la innovación. Es posible ponerlas en marcha, si existe la voluntad política necesaria, en los próximos dos años y medio. Roosevelt lo hizo en 1933 con el New Deal. Nuestras economías avanzadas tienen esa capacidad, gracias a los márgenes no utilizados del presupuesto europeo y al empleo de nuevos recursos. Entre las soluciones que hay que contemplar están la disponibilidad de recursos propios y la solicitud de un préstamo al BEI.
A medio plazo, la movilización y la reflexión colectiva de los ciudadanos europeos deben ser las premisas de una nueva conferencia intergubernamental o de un nuevo convenio europeo, para convertir a Europa en una gran potencia democrática, cultural y económica que garantice en su interior la solidaridad y los derechos fundamentales, hoy en peligro, una potencia que se dote de los medios para ejercer su soberanía. El nuevo tratado que pudiera salir de ese debate no se aplicaría más que a los Estados que desearan una mayor integración y estuvieran convencidos de que el interés general europeo no se limita a la suma de los intereses nacionales.
Todo esto solo será posible si las docenas de millones de europeos que creen que nuestro futuro lo escribimos unidos empiezan a movilizarse ya. Únanse a nosotros.
(Artículo de Guillaume Klossa y otros, publicado en "El País" el 9 de mayo de 2016)
Si 14,2 millones de personas reciben prestaciones económicas del Estado y 18 millones trabajan, algo tenemos que pensar para hacer el país viable. Será bueno votar el 26 de junio: en estas semanas los partidos podrían reflexionar. Los trazos gruesos de sus posiciones casan mal con la realidad. Ni el país ha salido de la crisis, ni es un mosaico de naciones; ni reformar la Constitución blinda el Estado de bienestar si la economía no es competitiva, ni la educación o la Universidad se reforman con un pacto sin más contenido que el pacto mismo; ni construir un nuevo modelo productivo es un acto voluntarista de los políticos, ni España contribuirá a que Europa enderece su rumbo sin ideas sólidas sobre los problemas europeos.
El 25 de marzo de 1993, Felipe González fue abucheado en la Autónoma de Madrid. Sobreponiéndose a la escandalera leyó un discurso partiendo de la idea de Francisco Ayala de que la decadencia de España comenzó cuando Felipe II impuso un proyecto anacrónico: defender una visión arcaica de la cristiandad. El año de 1993 requería esa reflexión sobre el proyecto de país porque el del PSOE se había agotado, por su éxito, en el umbral de los noventa. Aznar intentó otro, convertir a España en aliado privilegiado de EE UU, pero dividió a la opinión pública y acabó el 11 de marzo de 2004. Quedamos sin rumbo, la inercia se agotó en 2010, salieron a flote los esqueletos. Ahora tenemos que pensar y replantear prioridades.
El proyecto de la Transición estuvo dominado por la política (que el salario público medio sea un 48,8% superior al del sector privado es elocuente, aunque este dato se debe matizar). Se consiguió mucho: influencia en la UE, un Estado de bienestar muy razonable, infraestructuras. Pero la política se impuso a la sociedad: la industria se debilitó, la gran reconversión fue el Estado de las autonomías: construir 17 mini-Estados con sus Administraciones e instituciones, con el consiguiente incremento de políticos y funcionarios jurídicos y administrativos. Las tensiones nacionalistas son la exacerbación de este proceso. Para ciudadanos y empresas ha implicado unos impuestos que perciben abusivos, el sistema nacional de salud fue despedazado, los servicios de empleo regionalizados, miles de leyes, decretos y reglamentos nacionales y autonómicos caen cada año sobre la sociedad civil resquebrajando la unidad fiscal, de prestaciones y de mercado; las empresas tienen que gestionar 17 regulaciones, y ¡79 impuestos autonómicos! Todo esto es muy caro.
Las Administraciones son poco eficientes. Ejemplos: los cursos de formación profesional. El descontrol político-administrativo permitió que muchos aprovechados se forraran y que sindicatos y patronales se financiaran, pero los cursos no se dieron o fueron de calidad ínfima. ¿Quiénes lo permitieron? ¿Quiénes no supervisaron a los funcionarios que no hicieron su trabajo? Otro ejemplo: la miseria que España ha conseguido del plan Juncker de inversiones por presentar pocos proyectos. La carrera de los altos funcionarios es frustrante, dependen de sus relaciones personales y políticas para ascender, no tienen una trayectoria basada en méritos, van de unos destinos a otros cambiando de materia. Pero los políticos siguen encantados de repartir puestos funcionariales. Necesitamos Administraciones estables, con carreras de los funcionarios basadas en el mérito, la jerarquía, la especialización e impermeable a la política. Reducir la cantidad de personas que vive de la política.
Hay grandes multinacionales españolas en el textil, banca, hoteles, juego, auxiliar del automóvil o ferroviario, dos colosales marcas mundiales son empresas deportivas españolas. Crecieron por impulso de sus empresarios. El nuevo modelo productivo surgirá porque ellos u otros aprovechen oportunidades, pero eso exige mejores Administraciones; menos, más codificada y uniforme legislación; infraestructuras para reducir costes (en energía, transporte, telecomunicaciones…) y producir capital humano (universidades y enseñanzas medias más exigentes con profesores y alumnos). Hay excelentes profesionales que gestionan multinacionales y grandes empresas; ¿por qué no, por ejemplo, facilitar el acceso al profesorado universitario de profesionales del sector privado?
Ningún partido reconoce que en la próxima legislatura las pensiones tendrán que ser reformadas porque el sistema de cotizaciones sociales es deficitario y, además, incrementa un 30% los costes salariales. ¿Cómo reducir las cotizaciones para las empresas: por tanto, sus costes laborales? ¿Cómo mantener el poder adquisitivo de las pensiones? ¿Qué impuestos crear o subir para reducir las cotizaciones sociales? El gasto público está desequilibrado generacionalmente, invertimos poco en los jóvenes; ¿qué decir a la generación perdedora, los mayores de 45 que durante la crisis han perdido el empleo o han salido tocados en sus ingresos y posición profesional? ¿Cómo paliar el destrozo que sufrirán sus pensiones por dejar de cotizar o hacerlo por bases ínfimas? ¿Cómo hacer más elásticas sus hipotecas y evitar desahucios? O sea, cómo despejar el miedo que gravita sobre ellos. ¿Cómo se harán cargo los bancos de su parte en la burbuja de las hipotecas? El presidente mundial de Adecco, Alain Dehaze, plantea que España necesita un plan para aumentar los salarios, ¿cómo hacerlo?
¿Cómo reformar el Banco de España, que permitió comercializar productos tóxicos y dejó indefensos a millones de españoles? ¿Cómo permite que la TAE de los créditos al consumo en la cadena de grandes almacenes sea del 19,56%? ¿Cómo defender a los consumidores?
Se pueden elegir otros problemas, pero la idea es que necesitamos un proyecto de país basado en la sociedad, no en la política y las Administraciones. Sería injusto afirmar que en los documentos presentados estas semanas no se contemplan estos problemas y se plantean ideas positivas y útiles, pero el enfoque sigue siendo político: el Estado (los políticos) derrama sus planes y leyes sobre la sociedad, pero no se reforma a sí mismo. No hay un análisis de los sectores fuertes y débiles de la economía ni de nuestro capital humano. No hay una imprescindible gran simplificación legislativa, no hay voluntad de equilibrar los poderes sociales: dar más poder a las organizaciones de consumidores, que puedan negociar los contratos de adhesión (hipotecas y créditos) y calificarlos; reformar estos sindicatos que han dejado desamparados a los trabajadores, reformar los partidos, exigir reformarse a instituciones como las Universidades, liberar de corsés a las empresas.
La CDU alemana o los partidos británicos celebran congresos cada año, pero los partidos españoles cada cuatro o más. Nuestra política está estancada, no produce debates, la opinión pública percibe que los nuevos dirigentes son inferiores a los de la Transición y sus ideas son clichés del pasado. España exige renovación. La duda es si estos partidos son capaces de diseñarla y gestionarla. Que todos hayan retrasado sus congresos es mal comienzo: si no debaten ni respetan sus propias normas están en un círculo vicioso.
(Artículo de José Antonio Gómez Yáñez, publicado en "El País" el 26 de abril de 2016)
Andamos confundidos. Los ciudadanos no queremos elecciones, pero nos disgustan todas las coaliciones sobre la mesa. Los políticos no ponen líneas rojas, pero levantan muros a los del otro bando. Y los periodistas sueltan el “pónganse de acuerdo de una vez” en sus sermones matinales para, a continuación, pasar a destripar las declaraciones de fulanito de tal contra menganito de cual. Montañas de nobles aspiraciones políticas paren ratones de cotilleo.
Cuando todos los integrantes de un ecosistema están despistados suele deberse a que falla algo básico. Como el aire o el agua. Algo tan primordial que lo damos por descontado. Y, en nuestro caso, creo que lo que nos falla es una definición compartida de política. Los españoles no nos ponemos de acuerdo sobre qué es la política. Y, si no sabemos qué es, no podemos mejorarla.
No es que carezcamos de definiciones teóricas. Tenemos muchas reflexiones escritas sobre el sentido de la política. Lo que nos falta es una definición operacional que nos permita navegar en un contexto socioeconómico crecientemente complejo e impredecible. Hasta hace poco vivíamos en un mundo con muchos riesgos. Por ejemplo, no sabíamos si tendríamos un año de vacas gordas o de vacas flacas. Y, en ese contexto, era relativamente fácil ponerse de acuerdo en cuál es el ámbito de la política. En realidad, se trataba de continuar con la lógica anticipada ya en la Biblia: guardar en los años de vacas gordas en previsión de los años de vacas flacas. Pero ahora vivimos en una realidad con muchas incertidumbres, que son más amenazantes que los riesgos. No sabemos si nos aguarda un año de vacas o de patos. O de cisnes negros. La labor de la política no está tan clara. Las fronteras entre lo que nos concierne a todos y lo que concierne sólo a los individuos son más difusas que nunca.
Así, en España se han consolidado dos visiones antagónicas de la política que, una por defecto y otra por exceso, dificultan la comunicación entre los adversarios políticos. Y polarizan el país hacia dos tentaciones igualmente peligrosas: el populismo, para quienes la política debe impregnarlo todo, y la tecnocracia, para quienes la política debe evaporarse y dejar paso a los expertos.
Unos, sobre todo idealistas de izquierdas, piensan que “todo es política”. Su objetivo es “conquistar espacios para la política”, arrebatándoselos a los mercados. Cuantos más aspectos abarque la política, más justa será una sociedad, pues política es sinónimo de justicia. De forma que, cada conflicto aislado (de los retrasos de los trenes y los accidentes de tráfico en autopistas de peaje a las cuentas offshore en paraísos fiscales), cualquier molino de viento, se convierte en una excusa para emprender una quijotesca batalla contra los gigantes mercados. Los problemas son sistémicos. Los casos de corrupción no son hechos aislados o contingentes a unas instituciones determinadas, sino el resultado de un sistema corrupto. Esta actitud es la antesala de populismo, el “poscapitalismo” o cualquier otro “ismo” que nos salvará de este valle de lágrimas.
Los otros, fundamentalmente realistas de derechas, achican tanto la definición de política que la reducen a su factor humano. La política son los políticos. Si hay corrupción es porque hay políticos deshonestos. En toda cesta habrá algunas manzanas podridas. Se quitan y ya está. La política consiste en sustituir a los individuos (o partidos) malos por los buenos. Luego, los más conservadores propondrán oposiciones hasta para el cargo de ministro y los más aperturistas mecanismos de selección propios de una start-up, pero con el mismo sustrato de fondo: el gobierno de los mejores.
Pero la buena política no es ni una cosa ni la otra: ni cuestionar el “sistema” en general ni a unas personas en particular. La política es lo que está en medio, entre el sistema y el individuo. La política es la discusión sobre las normas formales, las instituciones, que regulan el comportamiento de los miembros de una comunidad. Las sociedades que circunscriben el ámbito de la política a este terreno intermedio tienen más posibilidades de superar los problemas colectivos que aquellas, como la española, donde no existe un consenso mínimo sobre cuál es la esfera de actuación de la política.
Veámoslo con la discusión entorno a los papeles de Panamá. En España predominan dos visiones. Por un lado, se discuten hasta la saciedad los casos individuales. De forma justificada o no, hemos hecho juicios mediáticos a numerosas personalidades con relevancia política. La asunción de fondo es que se trata de un problema de moralidad individual: hay buena gente, que paga sus impuestos, y mala gente (o una mala tribu político-empresarial), que crea sociedades offshore para evadirlos. Y, por el otro, abundan las grandes reflexiones sobre el sistema económico global y la imperiosa necesidad de coordinar una acción internacional contra los paraísos fiscales. Aquí la asunción de fondo es que falla el sistema capitalista o la globalización en su conjunto. La sed de sangre de unos y otros es saciada: sabemos que hay unos individuos (y algún partido político) pérfidos o un sistema global perverso. Pero, como es fácil de imaginar, ni de una visión ni de la otra salen prescripciones útiles.
Al contrario, en otros países europeos la discusión transcurre más en el ámbito propio de actuación de la política, sin caer en los casos individuales y, a la vez, sin elevarse a las nubes abstractas del sistema. Obviamente, también se ha hablado de personas particulares y se ha especulado sobre la globalización económica, pero periodistas y analistas han puesto el foco sobre las reglas impersonales que han permitido la fuga de capitales a paraísos fiscales. La asunción de fondo es que el problema no es individual ni sistémico, sino institucional. ¿Qué normas y protocolos de actuación de las instituciones públicas, pero también de las privadas como los bancos, han propiciado la evasión de impuestos? Y, en consecuencia ¿qué cambios normativos habría que introducir para revertir esta situación? En estos países se habla más de, y con, representantes de bancos y de reguladores públicos que de evasores concretos. Más de las instituciones que han fomentado el pecado que de los pecadores.
Algo similar ocurre con muchos otros debates políticos, como, por ejemplo, la lucha contra la corrupción. Nos obsesionamos con los casos particulares (de personas o partidos) o nos dejamos arrastrar en meditaciones vagas sobre el sistema. Olvidando que la política es la gestión de las reglas comunes y no de los nombres propios.
(Artículo de Víctor Lapuente, publicado en "El País" el 18 de abril de 2016)
Holanda es ya, oficialmente, el único país de los 28 que no ha ratificado el acuerdo de asociación entre la Unión Europea y Ucrania, aprobado por el Parlamento holandés. El objetivo del acuerdo, firmado en 2013, es fomentar el diálogo político y desarrollar la economía de Ucrania. El referéndum salió adelante gracias a un medio digital euroescéptico y a la acción de un grupo del mismo perfil —significativamente llamado Geenpeil, Ni idea— que aprovecharon que el Gobierno acaba de rebajar a 300.000 las firmas necesarias para convocar un referéndum sobre cualquier asunto. El no ganó, pero más de dos tercios de los votantes se quedaron en casa. Solo el 20% del electorado respalda la negativa.
Por encima de las dificultades del Gobierno holandés para gestionar el resultado y las complicaciones que pueden surgir para Bruselas, de lo ocurrido se extraen lecciones interesantes para todos.
Se ha convertido en un lugar común decir que la democracia representativa está en crisis y que hay que abrir nuevos canales para dar voz a los ciudadanos en los asuntos públicos. En el catálogo de medidas destinadas a corregir este supuesto déficit de representación encontramos el recurso a los referendos, consultivos o vinculantes; las iniciativas legislativas populares, cuyo uso se pretende estimular; los mandatos revocatorios, que permiten deponer a los cargos públicos sin necesidad de convocar elecciones; o los mecanismos de democracia directa electrónica, que en teoría permitirían prescindir de los Parlamentos en un gran número de temas.
Pero como demuestra el caso de Holanda, por muy desacreditada que esté la democracia representativa, los mecanismos de democracia directa que se plantean como alternativa están lejos de ser la panacea. Al contrario, como vemos en toda Europa —desde Grecia hasta el Reino Unido pasando por Hungría y Países Bajos—, los referendos corren el riesgo de convertirse en la herramienta favorita de los populistas para deslegitimar las democracias, poner en crisis el proyecto europeo y, para colmo en este caso, hacer un enorme regalo a Vladímir Putin, beneficiario de la consulta del miércoles y presunto responsable último del derribo del vuelo de Malaysia Airlines en julio de 2014 que costó la vida a casi 300 personas.
Una vez más, como en la mayoría de los referendos sobre cuestiones europeas celebrados en las dos últimas décadas, el electorado no ha contestado a la pregunta que se le ha formulado, sino a la que hubiera querido que se le formulara; desentendiéndose, además, de las consecuencias de su voto. Con todo, la alta abstención, de casi el 70%, es el dato más relevante. Si la democracia directa no mejora la participación respecto a la democracia representativa y encima deslegitima el sistema político, su utilidad se diluye por completo.
(Editorial de "El País", publicado el 8 de abril de 2016)
Se podía esperar. Muchas nuevas candidaturas que han concurrido a comicios en nuestro país optaron por incluir en su denominación la fórmula “en común”, adherida al nombre de ciudad o comunidad correspondiente. Así, tuvimos Barcelona en comú, Cádiz en común o Bilbao en común. Hubo más acuñaciones y ninguna dejó de incluir en su lema el topónimo adecuado. Tal regla conoció una conspicua excepción. Cuando hubo que plantear una plataforma de ámbito estatal nunca estuvo en la mente de sus promotores denominarla España en común (la fórmula acabó siendo Unidad Popular en Común). Ciertamente, nada sorprendente. El nombre de España es impronunciable para un sector de la izquierda, que prefiere expresiones como “Estado español” o “este país”. Desprecio este que corre en paralelo a la aversión a la bandera constitucional o al uso de la lengua española (también un símbolo de lo común) allí donde el nacionalismo periférico ha implantado su hegemonía cultural.
Este maltrato a un topónimo clásico y de uso universal asombraría a cualquier progresista anterior a 1939. Ningún liberal del siglo XIX tuvo problemas en decir España, como tampoco lo tuvieron los republicanos antifascistas. La palabra abundaba en los discursos de Azaña, de Prieto o de Pasionaria. Así también los poetas: Neruda tituló su libro de la guerra España en el corazón; Vallejo puso al suyo España, aparta de mí este cáliz; Auden publicó Spain en 1937. La mejor revista republicana de guerra se llamaba Hora de España. Más tarde, en la conmovedora La guerra ha terminado, película escrita por Jorge Semprún para Alain Resnais, los antifranquistas en Francia pronuncian el nombre con devoción. Y los exiliados regresaban diciendo España con alegría recobrada. España, en fin, fue también una idea de izquierdas desde 1812 a 1939. Tras el largo hiato de la dictadura, pudo volver a serlo. Pero no quisimos. Si la nueva moral lingüística es reseñable es por lo que tiene de síntoma de una mentalidad que se ha extendido en los últimos años: la idea de que España, en el fondo, como realidad histórica y política, no existe. Por razones evidentes, es un relato que favorece a los nacionalismos secesionistas en su empeño por deshacer la comunidad de ciudadanos que se interpone en su camino. Cuantas menos referencias comunes se tengan, tanto mejor. Y si cierta izquierda hace suyo el relato es porque les permite rebobinar la secuencia de los hechos hasta la dictadura, de la que mentalmente no han querido salir. Es una cantinela conocida: la Transición no tuvo lugar, seguimos viviendo en un régimen criptofranquista, y, en consecuencia, la guerra civil no ha terminado del todo. ¡Todavía se puede ganar!
Nosotros, españoles de todas las Españas, hablantes de todas sus lenguas, nacidos cuando expiraban la dictadura y su negra herencia, creemos que sí, que hay una España en común. Existe, desde luego, como realidad histórica, cifrada en un imponente legado cultural. Pero, en realidad, no es esto lo importante. Lo importante es que en 1978 España cristalizó por fin en lo que nuestros padres y abuelos quisieron y lucharon por conseguir: un Estado democrático, social y de derecho, unido y en paz con su innegable diversidad, que pudiera desarrollar sus potencialidades. Un Estado que no reclama sino el respeto a sus leyes e instituciones, no profesiones de amor ni adhesiones inquebrantables, y que, por lo mismo, no obliga a elegir entre identidades culturales perfectamente compatibles entre sí. A los que firmamos este escrito no hace falta que se nos recuerde que España es diversa. Para nosotros no es un eslogan, sino una verdad vivida. Querríamos que esa diversidad fuera todavía más conocida, pero recelamos de quien habla de diversidad como mero pretexto para la separación.
Es obvio que solo en la unión puede regir el pluralismo que permite sacar provecho de la pluralidad. La diversidad enriquece únicamente a quien la congrega. En otras palabras: la España plural tiene sentido si se reconoce una España en común como lugar de encuentro. De lo contrario, sólo es retórica al servicio del nacionalismo: se dan lecciones de pluralismo al Estado mientras se anula el pluralismo en el seno de cada comunidad. A una patria multinacional, en compartimentos que se quieren cultural y lingüísticamente estancos, oponemos una patria mestiza, en un mundo cada vez más mestizo, en la que la diversidad se predica de sus individuos y no de sus territorios. O, cuando menos, de territorios cuya diversidad es la de sus individuos.
Las elecciones del 20-D hicieron aflorar dos ideas distintas de España, acaso irreconciliables. Detrás del tradicional eje izquierda-derecha, despunta una creciente oposición, que está en el centro del actual bloqueo institucional. Por un lado, los partidarios de la España constitucional de 1978, abiertos a reformas y aun deseosos de acometerlas, pero convencidos de que la soberanía del Estado es una y eso lo convierte en una comunidad de ciudadanos libres donde cada identidad cultural es respetada. Es conveniente subrayar que defender el espíritu del 78 no es aferrarse a su letra: los cambios constitucionales, evolución a un más explícito federalismo incluido, son bienvenidos si resultan de un proceso de deliberación. Por otro lado, están quienes, de forma difusa y poco articulada, creen que las soberanías son múltiples y que cada identidad lingüística dentro del Estado tendría el derecho a segregarse políticamente del resto. Para los primeros, lo común y lo propio son elementos igualmente valiosos y necesarios del autogobierno democrático. Para los segundos, solo lo propio dignifica y cualquier reivindicación de lo común (leyes e impuestos pero también nombre, lengua y bandera) es sospechosa de un centralismo opresivo y trasnochado.
Según lo vemos los autores de este artículo la idea de 1978 es la única moderna y fecunda. No parece ventajoso arruinar la potencia de un país diverso y unido en beneficio de una concepción etnolingüística del Estado. Una potencia que colapsaría de iniciar una cadena de referendos de autodeterminación por cada lengua con suficiente arraigo. Pero hay ciudadanos que piensan de otro modo y por eso es conveniente que se aclaren las posturas. Tanto si nos vemos abocados a nuevas elecciones como si éstas se retrasan, agradeceríamos a los líderes políticos que tomaran partido sobre esta grave cuestión. A Podemos y la izquierda soberanista les pedimos que expliciten su postura de que España como la conocemos no existe y que por tanto el Estado debe ser refundido en una nueva patria multinacional, a la yugoslava, tal vez desprendida de pedazos de territorio. Y a los partidarios de la España constitucional les pedimos que no se arruguen en la defensa de una España en común y plural, una buena idea que ha traído estabilidad y prosperidad a todos sus ciudadanos.
(Artículo de Juan Claudio de Ramón y otros, publicado en "El País" el 4 de abril de 2016)
El ámbito prioritario en el que hay que actuar es el de las instituciones: éstas deben ser dirigidas por representantes de los ciudadanos según los resultados obtenidos en las urnas. Esto es obvio, pero la cantidad de políticos que acceden a ellas crean graves desajustes en su funcionamiento y en su control. Ahí sí que hay que recortar. Los políticos que van a dirigir municipios, consejerías, ministerios, etc. deben llegar acompañados de unas pocas personas de su confianza —apenas dos o tres—, no siendo aceptable el actual desembarco de asesores y miembros del partido de turno, que llegan incluso a ocupar cargos técnicos.
Este adelgazamiento de la capa política en la cúspide de las instituciones llevaría aparejado un impulso a la profesionalización y la dignificación de los empleados públicos. Los puestos directivos que impliquen control de legalidad y manejo de fondos públicos –hasta el nivel de director general- deben reservarse a funcionarios de carrera en base a los principios constitucionales de mérito y capacidad, y será entonces cuando la clase política y el funcionariado podrán controlarse mutuamente, en igualdad de condiciones, en pro del buen funcionamiento de la maquinaria del Estado. Son muchas las puertas traseras por las que los partidos han estado colocando a los suyos en la Administración, unos agujeros que hay que cerrar cuanto antes.
Una segunda medida que también enviaría al paro a muchos políticos, salvando de esta situación a un número muy superior de ciudadanos que no lo merecen, sería la eliminación de instituciones inservibles mediante la oportuna reforma constitucional. Cerrar el Senado generaría un ahorro inmediato y una mayor celeridad en la tramitación de las iniciativas legislativas, no siendo admisible, esto lo sabe una inmensa mayoría, que mantengamos una segunda cámara para que 266 privilegiados disfruten de un retiro apacible. Asimismo, las funciones de las diputaciones provinciales deben ser asumidas por las distintas consejerías autonómicas (Madrid, Asturias, Cantabria, Rioja y Murcia funcionan así y no pasa absolutamente nada), mientras que deberían desaparecer de inmediato los cientos de sociedades públicas y fundaciones creadas para obviar controles y colocar a enchufados.
El ahorro generado por estas medidas sería monumental, pero sobre todo disminuiría la desafección generalizada hacia lo público. Es un gesto que devolvería una cierta autoridad moral a la clase política después de la cantidad de sacrificios impuestos a los ciudadanos, en especial a los más vulnerables como las personas dependientes, los desahuciados y los afectados por enfermedades raras con vías de investigación cerradas por los recortes. Es lamentable comprobar que los políticos, haciendo gala de un corporativismo mal entendido, continúan aún sin tomar una sola decisión que les afecte.
Encontramos también numerosos ejemplos de politización en la Cultura, con personas al frente con carnet de partido pero sin conocimientos de gestión cultural. Si de verdad se quieren fomentar las actividades artísticas y culturales, la herramienta fundamental no deben ser las subvenciones sino deducciones fiscales a las aportaciones particulares y el IVA reducido, un sistema mucho más justo que no gusta a los políticos porque les resta poder de decisión. Casi lo mismo se puede afirmar respecto a la Cooperación internacional, con el agravante de que el área más urgente y dramática, que es la ayuda a los refugiados, está desatendida por cuestiones de índole política.
En cuanto a la Educación, la deslealtad de algunos al negarse a firmar un pacto de Estado sigue dando pie a continuas leyes educativas (6 en democracia) que conllevan la desmotivación del profesorado y una pérdida monumental de recursos. El ataque que sufren las Humanidades (filosofía, historia, cultura clásica, latín, griego, literatura, historia del arte…) responde a la voluntad de crear una población dócil y carente de sentido crítico, incapaz de hacer frente a decisiones injustas o negligentes de los gobernantes. Y, por desgracia, los tentáculos de la política penetraron también en la Universidad.
Poco a poco, casi sin que nos demos cuenta, nos han ido politizando hasta en las cuestiones más cotidianas: en el lenguaje, con el uso de eufemismos para evitar llamar a las cosas por su nombre o con la machacona diferenciación entre género masculino y femenino; en el deporte, fomentando identificaciones entre equipos e ideologías; en los medios de comunicación, con la distribución de la publicidad institucional y con el desmesurado espacio que prestan a la política en detrimento de los ámbitos social, cultural y científico; en la tergiversación de pasajes históricos adecuándolos a intereses partidistas…
Hemos visto a la alta jerarquía eclesiástica haciendo declaraciones y organizando manifestaciones para protestar contra leyes legítimamente aprobadas por el legislativo. También financian medios de comunicación que fomentan a diario la crispación social y política. No creo que una Iglesia politizada sea la que desean los cristianos auténticos, y desde luego no es la actitud más leal hacia la sociedad que les mantiene.
También la justicia está politizada, lo que atenta contra los principios de separación de poderes y de igualdad ante la ley. Es urgente un pacto de Estado que conceda autonomía financiera a la Justicia –que sus recursos no dependan de lo que los gobiernos le quieran dar-, eliminar el aforamiento de políticos -un verdadero insulto a la ciudadanía-, desvincular el ministerio fiscal del ejecutivo y, por último, evitar que el Gobierno o los partidos decidan la composición de cualquier tribunal.
Desde la sociedad civil exigimos a la clase política menos cantidad y mayor calidad profesional y humana, pocos políticos pero buenos. La experiencia de los últimos años nos hace ver que cuando la politización se extiende fuera del ámbito que le es propio las consecuencias son funestas, siendo acaso el mejor ejemplo el de las ya extinguidas cajas de ahorro, donde la negligencia y la avaricia de un puñado de políticos instalados en sus consejos de administración provocó una sangría económica que estamos pagando entre todos.
La patrimonialización de las administraciones por parte de los partidos ha sido la clave para alcanzar este insoportable nivel de corrupción, cuyos efectos directos e indirectos rondan el 3,5% del PIB anual. No han sido casos puntuales sino un saqueo generalizado, fruto en gran parte del desmantelamiento de los controles administrativos. Por lo tanto debemos eliminar puestos políticos y otorgar a los 2,5 millones de funcionarios una potestad real para controlar la gestión de lo público y para, según les exige la ley, alertar de las irregularidades que detecten. No se puede demorar más la implantación de medidas de protección al denunciante, sobre todo la fijación en su nivel funcionarial y la inmediata puesta a su disposición de un abogado.
Sólo así, devolviendo a la clase política al lugar que le corresponde, cortando de raíz sus injerencias y profesionalizando la Administración, podremos empezar a confiar en una futura recuperación económica, social y ética en España.
(Artículo de Antonio Penadés, publicado en "El País" el 25 de marzo de 2016)
Une attitude: faire face. Debout.
L’horreur, la barbarie ont fini par frapper Bruxelles. Depuis les attentats de Paris en janvier et en novembre dernier, on sentait la menace se rapprocher de la Belgique. On avait fini par s’habituer à ce climat pesant, espérant que les terroristes finiraient par renoncer à leurs actes criminels, aveugles, barbares, sanglants. Ou qu’ils seraient neutralisés.
L’arrestation de Salah Abdeslam avait rendu un certain espoir à la population et renforcer le crédit de ceux qui luttent, pied à pied, jour après jour, contre ce mal absolu qu’est le terrorisme. L’arrestation de cet homme révélait – on l’espérait – la supériorité des forces de police contre ces petites frappes minables. Mais non. Bruxelles a été touchée en plein cœur. Des innocents sont morts. Ils partaient en vacances, rentraient au pays. Ils allaient au travail, à l’école.
Rien, rien ne peut justifier une telle barbarie. Ce carnage absolu nous rappelle cruellement, douloureusement que la lutte contre le terrorisme ne sera jamais finie. Face à ces combattants de l’apocalypse, face à ceux qui sont prêts à mourir pour leur cause – mais quelle cause ? – les démocraties doivent, mieux encore qu'hier, s’organiser voire s’armer pour protéger la population. Car toutes les mesures prises depuis plusieurs mois n’ont pu empêcher les atrocités commises à Bruxelles le 22 mars 2016. Il faudra, le moment venu, mesurer l’efficacité des dispositifs pris et évaluer les résistances auxquels ceux-ci ont été confrontés. Mais l'heure n'est pas à la polémique. L'heure est à la solidarité, au recueillement.
La question n'est pas non plus de savoir, maintenant, si la Belgique a été à la hauteur ou non. Oui, il y a eu des failles. Mais seul, un pays ne peut lutter efficacement contre un tel mal. La réponse, pour être forte et efficace, doit être européenne, internationale.
Quoi qu'il en soit, le message doit rester clair. Rien, absolument rien, pas même cette barbarie, ne doit nous empêcher de maintenir vivantes nos valeurs : la liberté, la tolérance. Parce que ces valeurs sont belles et universelles. Elles sont les nôtres depuis des siècles et jamais nous ne les abandonnerons.
Notre volonté de vivre, celle du peuple belge et de tous ceux qui sont confrontés à cette pourriture, ne doit pas faiblir. Nous devons rester optimistes. Faire face, debout. Car sombrer dans le désespoir, la haine, la violence, à l’égard de quiconque, ce serait, précisément, donner raison à ces fanatiques.
(Editorial de "La Libre Belgique", publicado el 23 de marzo de 2016)
Una de las claves más importantes del pacto PSOE-Ciudadanos ha pasado muy desapercibida. Me refiero a la introducción del azar como medio de despolitizar los nombramientos en altos órganos del Estado, como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el de Cuentas, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, o la de Mercados y Competencia, por citar solo algunos de esos órganos y agencias de control, bastante numerosas.
La independencia y la capacidad profesional son las características imprescindibles de quienes han de dirigir esas instituciones, para que sean creíbles y tengan una actuación eficaz. La experiencia muestra que la dificultad principal se da en relación con la independencia personal, que no solo requiere normas de inamovilidad e incompatibilidades, sino que los procedimientos de elección garanticen la autonomía respecto de los partidos políticos.
Lo habitual en los procesos de selección ha sido el reparto de cargos, de acuerdo con el peso de cada grupo político, atendiendo a razones de clientela lejanas de los criterios de profesionalidad e independencia personal. En lugar de la independencia, el criterio del nombramiento se transforma en el de lealtad política lo que conduce al descrédito de esos altos órganos.
Una vía sólida, si bien peculiar, de resolver este problema de independencia se basa en el uso de la aleatoriedad. El azar se ha utilizado históricamente para el nombramiento de cargos públicos. Desde hace 20 años he venido hablando y escribiendo sobre esta posibilidad que nace del desaliento producido por la incapacidad del sistema para elegir, libre de motivaciones políticas, esos altos cargos, de forma que se logre la información y el control que mejoren la gobernabilidad pública.
La medida del acuerdo PSOE-Ciudadanos para despolitizar las altas instituciones tiene tres tramos. El primero es una convocatoria de las vacantes a cubrir en la dirección de alguno de esos órganos, para que se presenten las personas que crean cumplir los requisitos que se exijan para el cargo (se supone que en términos de capacidad profesional, independencia e incompatibilidad). La evaluación de esas condiciones se efectuaría, en un segundo tramo, por un Comité Asesor de profesionales designados, por sorteo, entre los propuestos por los grupos parlamentarios. Aquí es donde entra el azar. Supongamos que son cinco los grupos que pueden proponer hasta 10 personas cada uno para un comité de, por ejemplo, 10 asesores. La suerte (por insaculación) reduciría el colectivo de 50 a los 10 que formarían el Comité Asesor, el cual debería seleccionar, digamos, tres candidatos por cargo vacante, posiblemente con un orden de preferencia, dando publicidad a los informes de evaluación. Entre estos tres candidatos por cada cargo, tercer tramo, el Parlamento, tras sesiones de audiencia en las correspondientes comisiones (imagino que públicas), elige, con la mayoría exigible, a las personas que ocupen los cargos.
Creo que no hay nada que objetar a la primera parte del acuerdo. La formación del Comité Asesor plantea más problemas, principalmente en cuanto al número de personas necesarias. Pensemos en que haya que renovar 10 miembros de un alto órgano y que se presentan a la convocatoria cinco personas por cargo: 50 profesionales. Siguiendo las cifras barajadas en el párrafo anterior, necesitamos un número igual de profesionales, para formar por azar el comité de 10 (total de cien). No estoy seguro de que se pueda contar siempre con tal número de profesionales con el prestigio necesario, y la independencia, tanto para optar a un alto cargo (50 en nuestro ejemplo) como para formar parte del colectivo (otros 50) cuyo sorteo formará el Comité Asesor. En todo caso, nada garantiza que buena parte de los propuestos por los grupos parlamentarios para insacular el comité no lo fueran más por lealtades políticas que por su capacidad profesional e independencia. La misma preocupación surge en la elección parlamentaria entre los candidatos, tres por cargo, que aporta el Comité. El intercambio de votos podría hacer, en nuestro ejemplo, que los 10 elegidos, entre los 30 propuestos, contaran con un porcentaje mayor de amigos políticos que de buenos profesionales independientes.
Una alternativa con mayores garantías sería que, entre los candidatos admitidos, fuera, de nuevo, el azar de un sorteo la prueba fortuita de independencia en los nombramientos. Esto requeriría consenso sobre los objetivos que se persiguen en esas instituciones. Otra alternativa, ya no tan aleatoria y muy parecida a la descrita más arriba, se basaría en el buen comportamiento de los grupos políticos tanto proponiendo asesores (en número menor que el del acuerdo PSOE-Ciudadanos), que se someterían a insaculación, como efectuando finalmente los nombramientos. Todo ello con una transparencia absoluta del proceso. Hasta ahora, el PP y el PSOE no han actuado en este asunto de forma que se pueda ser optimista, y Podemos, al solicitar una vicepresidencia que controlara una parte de estos nombramientos, aclaraba que habría que seleccionar gente “comprometida con el programa de gobierno”, lo que nos sitúa en peor posición. De aquí que sea bienvenida la introducción del azar en el nombramiento de altos cargos.
(Artículo de Emilio Albi, publicado en "El País" el 22 de marzo de 2016)
Los estudios y la experiencia demuestran que, cuando una sociedad alcanza elevados niveles de corrupción, fraude y clientelismo, se expande una sombra de cinismo y desprecio por la legalidad que hace imposible el desarrollo y el buen funcionamiento de las instituciones. La creencia en la deshonestidad de los demás incentiva el egoísmo y la desconfianza propios, justificando la comisión de actos fraudulentos e ilícitos en el conjunto de la comunidad. Roto el tejido social, recomponerlo se convierte en una labor tan difícil como construir un barco en plena mar.
Justo era temer que la degradación moral que parecía darse entre amplios sectores de nuestras élites políticas y económicas arrastrara a importantes capas de funcionarios, empresarios y trabajadores. Pero no ha sido así. Miles y miles de funcionarios han continuado trabajando seria y rigurosamente, dando sus clases, atendiendo a sus pacientes, combatiendo el crimen, más aún, han salido a la calle a defender los servicios públicos, han hecho horas extra para ayudar a sus alumnos sin recursos, a los inmigrantes sin papeles, a las familias sin techo. Y, sobre todo, millones de españoles se han hartado de las injusticias flagrantes y de los abusos de poder, han firmado manifiestos, se han afiliado a partidos para luchar desde dentro del sistema político contra una estructura que se alejaba de la representación de sus intereses. En España la sociedad civil se ha reinventado. Atrás queda el viejo modelo del asociacionismo vinculado al presupuesto público. Hoy los ciudadanos nos organizamos desde la indignación o desde la esperanza, con visión política o tras una causa concreta, pero sin dejarnos capturar por los intereses gubernamentales.
Como modestos miembros de esa sociedad civil, tenemos que felicitarnos por el arranque de la actividad en el Congreso, en cuya primera sesión se aprobó de forma casi unánime, la creación de una comisión para la auditoría de la calidad democrática, la lucha contra la corrupción y las reformas institucionales y legales promovida por Podemos, PSOE, IU y Compromis. Sus señorías se mandatan a traducir en propuestas normativas buena parte de las reivindicaciones que la sociedad viene expresando, como malestar con el funcionamiento de nuestra democracia. Transparencia institucional, imparcialidad e independencia de los órganos constitucionales y organismos reguladores, mejora en la representación política y en la democracia interna de los partidos, revisión pormenorizada de la legislación anticorrupción estudiando la constitución de un organismo con competencias en el ámbito de la prevención, o una nueva actualización del régimen de incompatibilidades y conflicto de intereses entre nuestros cargos públicos y funcionarios y su posterior actividad privada, son algunos de compromisos, fuertemente exigidos por la sociedad civil, que hoy son mandato parlamentario.
Días atrás organizaciones como Transparencia Internacional, Hay Derecho y +Democracia habían exigido a los grupos parlamentarios valentía a la hora de afrontar, desde el mismo inicio de la Legislatura, en el propio debate de investidura compromisos concretos en estos temas. En las propias mesas de negociación para un acuerdo de legislatura que permitiera la formación de Gobierno, muchas de estas medidas han sido objeto de amplio debate, y nos congratula ver cómo el acuerdo entre PSOE y Ciudadanos contempla muchas de ellas.
La crisis económica y su gestión, sus consecuencia sociales, pero también políticas, nos enfrentan a exigencias nuevas. Nos hemos dado cuenta de que la nuestra es una democracia con una calidad muy mejorable, pero nadie, a diferencia de muchos de los países de nuestro entorno, duda de que la democracia sea la solución.
Los partidos deben cambiar, las instituciones deben rendir cuentas, la corrupción hay que prevenirla, hacerla más difícil, casi inviable y condenarla con más rapidez cuando se identifica. Los parlamentarios deben trabajar en medidas concretas, las organizaciones de la sociedad civil deben desconfiar y presionar, y sería bueno que las organizaciones empresariales y los sindicatos abandonen el cómodo discurso general y empiecen a cambiar también. Las organizaciones empresariales no pueden mirar para otro lado. El corazón mismo de la crisis fue económico y empresarial, no hay político corrupto sin empresario corruptor. Los sindicatos están tan en el centro de la crisis de desafección política como los partidos políticos y nos han fallado de la misma manera.
La policía, los fiscales y los jueces han entendido bien su misión. Han aprendido a combatir la corrupción y el fraude, no siempre con el apoyo o las leyes necesarias, pero siendo conscientes de la inmensa presión social que recaía sobre ellos. Con la creación de la Comisión, las Cortes dan muestra de entender que las siguientes legislaturas no lo serán al uso y que deben responder sobre temas complejos, que requieren de más capacidad de consenso que de mando.
Si queremos que esto funcione, a los políticos exijámosle lo suyo, leyes eficaces basadas en el consenso y Administraciones que rindan cuentas. Además, a nosotros exijámonos también lo nuestro. No hay democracia sin ciudadanía. No lo harán bien los parlamentarios sin presión, sin exigencia social, siempre difícil y contradictoria, utópica en unos casos, interesada en otros. Nuestra democracia sigue reclamando liderazgo al tiempo que espera menos de los líderes, signo de madurez que debe ir acompañado de más exigencia a todos, y también de mayor implicación de todos.
Bienvenida la primera Comisión parlamentaria sobre la calidad de nuestra democracia. Ahora falta todo lo demás.
(Artículo de Manuel Villoria y otros, publicado en "El País" el 21 de marzo de 2016)
Desde el actual Gobierno en funciones se ha mantenido en los últimos días que sus decisiones, en aquello que le permite la ley, no son susceptibles de control parlamentario, es decir, de un control de naturaleza política. Según el Gobierno, las Cámaras recién elegidas no tienen facultades para controlarle, sólo los tribunales pueden ejercer el control, aunque naturalmente de naturaleza jurisdiccional, muy distinto al control político.
Creo que el Gobierno se equivoca. Desde mi punto de vista lo adecuado a la Constitución, y a la idea misma de sistema parlamentario, es exactamente lo contrario: más que nunca el Gobierno debe estar sometido al control de las Cámaras precisamente porque es un Gobierno en funciones.
En nuestro sistema constitucional, la forma parlamentaria de Gobierno se concreta de la manera siguiente: los ciudadanos mediante elecciones eligen a los diputados del Congreso, éste elige por mayoría al presidente del Gobierno, el cual, libremente, designa a los ministros. Así, la relación de confianza se establece entre cuatro eslabones encadenados: conjunto de ciudadanos (o pueblo), Congreso de los Diputados, presidente del Gobierno y, finalmente, ministros.
Cada uno de estos eslabones tiene un vínculo de confianza respecto del anterior el cual, ya que le designa, le puede cesar. En este sentido, cada uno es responsable políticamente ante quien le designa y todos están legitimados democráticamente porque el primer eslabón es el pueblo.
La posición del Gobierno al negarse al control político de las Cámaras se basa, por lo visto, en un informe jurídico de la Secretaría de Estado de las Cortes según el cual “el Gobierno en funciones no puede ser sometido a control alguno por parte del nuevo Congreso en la medida en que todo control presupone una exigencia de responsabilidad política y dicha responsabilidad sólo es predicable del Gobierno que cuenta con la confianza del Congreso”. Por tanto, como la relación de confianza está rota, no hay control político. Sorprendente.
El informe se equivoca al pretender reducir el control parlamentario a la responsabilidad política. El control ha de ser entendido como cualquier actividad de ambas Cámaras destinada a enjuiciar, criticar, obstaculizar u obtener información de la acción del Gobierno. Los principales mecanismos de control son, sin pretender ser exhaustivo, las preguntas, las peticiones de información, las comparecencias, las interpelaciones, las mociones, las comisiones de investigación y el control de los decretos-ley y de los decretos legislativos. No todos ellos son aplicables al Gobierno en funciones, desprovisto como está, por su naturaleza, de la confianza de la Cámara. Pero sí a la mayoría.
En todo caso, quien está limitado en su actividad durante el Gobierno en funciones no son las Cortes Generales, precisamente legitimadas por los comicios recientes para ejercer sus funciones, sino el Gobierno, al que le falta la confianza parlamentaria, especialmente notoria cuando la composición del Congreso ha cambiado sustancialmente.
Así pues, el Gobierno está limitado pero políticamente controlado por los representantes del pueblo, como no podía ser menos en un sistema democrático.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 16 de marzo de 2016)
La crisis de asilo y refugio ha puesto contra las cuerdas a las instituciones y los Gobiernos europeos. Hasta ahora, su incapacidad para actuar ha sido manifiesta: además de carecer de mecanismos adecuados para gestionar humanitariamente el flujo de refugiados, se han dividido respecto a las medidas a tomar y han actuado por su cuenta, en muchas ocasiones contraviniendo los valores éticos y los principios en los que se sustenta el proyecto europeo. El cierre unilateral de fronteras y la negativa a cumplir con los compromisos de realojo acordados no solo ha sembrado la división, sino que está reforzando las propuestas xenófobas y populistas de los enemigos del proyecto europeo.
Tan alarmantes como la débil reacción inicial son las propuestas con las que los Estados pretenden ahora solucionar la crisis. Unas, como la repatriación forzada de los refugiados, porque son directamente ilegales. Otras, como la admisión y reubicación de cientos de miles de refugiados, porque no son realistas. El principio de acuerdo entre la UE con Turquía es más bien producto del pánico político y electoral que del debate y la reflexión. Porque no solo es mezquino en su lógica, sino que ignora los problemas de derechos humanos y libertades en ese país, concede un cheque en blanco al presidente Erdogan para reprimir a la oposición y a los kurdos y no aporta soluciones a la causa final de todo el problema: la guerra de Siria, en la que Turquía tiene un papel crucial.
La situación es inadmisible. Se ha perdido una enorme cantidad de vidas y siguen en juego la existencia y el bienestar de miles de personas. Esa es la gran urgencia. Pero también está en peligro la identidad europea, si la Unión no es capaz de gestionar caminos de salida a la crisis a la altura de sus valores. La confluencia entre las razones morales y las de interés político fundamentan esta apelación a la acción, que articulamos en diez propuestas.
El primer principio de actuación debe ser el de salvar vidas, el máximo número posible. Ese principio debe orientar la actuación de los responsables de fronteras y de salvamento marítimo de la UE en el día a día y el quehacer de la diplomacia europea, que debe conceder la máxima prioridad a las negociaciones de paz que se vienen desarrollando en Ginebra.
Segundo. La Comisión y los Estados deben tomar todas las medidas necesarias y apoyarse solidariamente para establecer mecanismos de registro y acogida efectivos y garantizar las condiciones de vida de los peticionarios de asilo en cuanto se procesen sus solicitudes. Solo así la Unión Europea podrá garantizar el cumplimiento de sus obligaciones internacionales y, a la vez, ser un espacio de libertad y seguridad.
Tenemos la obligación de acoger, pero también la responsabilidad de prevenir e integrar
Tercero. Debe detenerse la suspensión de los acuerdos Schengen, la proliferación de controles, vallas y las restricciones a la libre circulación entre los Estados miembros. Las amenazas de sanciones a Grecia o las propuestas de expulsarla de la zona Schengen no son la vía adecuada. Al contrario, si la Unión Europea quiere preservar Schengen y detener el auge de los populismos xenófobos, deberá volcarse en el apoyo a Grecia.
Cuarto. Los Estados miembros deben cumplir los compromisos de reubicación adquiridos, que son legalmente vinculantes y están amparados bajo las cláusulas de solidaridad establecidas en el Tratado de la Unión Europea. Esas reubicaciones son imprescindibles para gestionar el flujo de refugiados de forma equitativa y solidaria entre países, y no existen razones ni excusas para incumplirlos. La desidia de los Gobiernos de la UE y la debilidad de la Comisión Europea no son sino muestras de insolidaridad.
Quinto. Precisamente por las dificultades que entraña la integración de un colectivo tan amplio y tan diferente de refugiados, es necesario hacer el máximo esfuerzo para que la acogida sea un éxito. De lo contrario, como ya estamos viendo, se generará una dinámica xenófoba e insolidaria que no solo hará imposible continuar la acogida, sino que fragmentará la Unión de forma irreparable.
Sexto. Tenemos que distinguir de forma diáfana entre el drama de los refugiados y el terrorismo yihadista. Debemos ser firmes frente a los grupos interesados en utilizar esta cuestión como coartada para cerrar puertas o estigmatizar a los refugiados. Plantear un falso dilema entre libertad o seguridad es inadmisible: Europa es un espacio de libertad y derechos, donde no hay libertad posible sin seguridad ni seguridad sin libertad.
Séptimo. Tanto las políticas de vecindad como de desarrollo de la UE deberán ser sustancialmente reforzadas para lograr estabilizar la periferia europea. El fin de la guerra fría hizo pensar en una periferia bien gobernada, próspera y en paz donde las personas, los bienes e incluso las normas europeas circularan libremente. Sin embargo, ese espejo se ha roto. Desde Ucrania hasta el Mediterráneo, Europa vive hoy rodeada de un anillo de inestabilidad y conflictos que le obliga a tomarse mucho más en serio la necesidad de una defensa colectiva y una política exterior común que merezca tal nombre. Sin ella, el proyecto europeo no será viable.
Octavo. El problema de los refugiados nos obliga a extender la mirada más allá de las contiendas internas. La solidaridad debe darse también entre los países miembros de la UE y con los socios y vecinos, especialmente los países de tránsito con los que mantenemos acuerdos de asociación y unos lazos políticos y económicos privilegiados. Debemos apoyar e involucrar a nuestros vecinos en la gestión del problema, pero sin admitir chantajes, presiones o rebajas en cuanto a los derechos que estamos obligados a respetar.
Noveno. El problema de los refugiados tiene un alcance mundial y necesita soluciones globales. Tenemos la obligación de acoger, pero también la responsabilidad de prevenir, integrar y actuar eficazmente en nuestra vecindad. Eso significa formular una política integral para responder al problema, que contemple medidas hacia dentro (diseñar formas de acogida, asilo e integración eficaces), pero también hacia fuera (información compartida, cooperación, diplomacia, ayuda mutua).
Décimo. Hasta la fecha, España ha sido un protagonista muy marginal en esta crisis. Nuestras cifras de asilo y refugio son vergonzosas, y el incumplimiento de los acuerdos de reubicación, flagrante. La sociedad civil, los municipios y las comunidades autónomas han ido por delante del Gobierno, que no ha realizado un esfuerzo equivalente. Debemos recordar que la “marca España” también se construye desde una posición de compromiso ético con la justicia y la solidaridad en nuestro entorno, por lo que instamos a este y al próximo Gobierno a que asuman un papel de liderazgo en esta cuestión que esté a la altura de las circunstancias.
(Artículo de Adela Cortina y José Ignacio Torreblanca, publicado en "El País" el 10 de marzo de 2016)
El PP, el partido con más votos y escaños, ha sufrido un notorio desgaste por los nuevos casos de corrupción aparecidos en Valencia y Madrid. De ahí que la figura de Mariano Rajoy haya quedado seriamente tocada al evidenciarse que en cuatro años no ha sabido limpiar su casa y es allí, precisamente, donde reina el descontento y hasta una rebelión solapada por parte de los muchos que no tienen nada que ver con la corrupción.
Podemos ha sufrido también un cierto descalabro debido a crisis internas en su tronco central y en sus confluencias. Además, sólo en el último momento ha presentado un programa de Gobierno, marcadamente ilusorio, en el que no cuadran ni de lejos las cuentas. Por su parte, su líder, Pablo Iglesias ha mostrado en el debate del Congreso un mal estilo que lo convierte en un aliado nada fiable.
Los dos partidos que ocupan el centro político —PSOE y Ciudadanos— han alcanzado un acuerdo que se ha concretado en unas medidas de gobierno realistas, coherentes y reformadoras. De momento, son los que han ganado. Ello ha provocado que la misma aritmética parlamentaria sea distinta a la de la noche electoral.
En efecto, el sólido bloque de 130 diputados del PSOE y Ciudadanos ha descabalgado del primer puesto al Partido Popular que sigue con 123. También los iniciales 69 de Podemos se han fraccionado. El resto son, en sí mismos, irrelevantes, aunque pueden ser necesarios para completar mayorías. Con todo ello el panorama empieza a clarificarse un poco debido a que el núcleo de 130 adquiere un papel central, insuficiente pero preponderante.
Ahora falta bajar el tono, evitar desplantes innecesarios y ponerse a trabajar en programas concretos y realistas con el fin de elegir a un presidente del Gobierno. Por este orden: programas primero y presidente después. Si esto se hace con seriedad, sobrarán días, y hasta semanas, de estos dos meses de plazo que empezaron a contar el miércoles de la semana pasada.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 9 de febrero de 2016)
Contemplo desde el balcón de Bruselas donde resido el espectáculo desolador de España. El sarpullido de síntomas y estigmas exhibe al desnudo una profunda crisis de nuestra identidad colectiva, arruinados los fundamentos morales y políticos del Estado. Aparece como gastado, sin fe en sí mismo, enfangado en una encrucijada alarmante de nuestra historia. Cuanto se nos muestra es más propio de un país a medio hacer, o quizás —si no lo remediamos a tiempo— a medio deshacer. Me pregunto cómo una nación de tan vieja cuna, el primer Estado nacional de Occidente, no haya sabido establecer reglas y confirmar tradiciones que evitaran esta lamentable situación. Al pensar en otras grandes naciones de Europa el sentimiento se torna en decepción. Los británicos hicieron frente a su historia en el último tercio del siglo XVII y Francia se encontró a sí misma a finales del XVIII. No pretendo negar la corrupción en esos países, pero la conciencia nacional que en ellos existe hubiera impedido la actual zozobra de España. En efecto, nadie se roba a sí mismo. Nosotros, cinco centurias después de nuestro nacimiento, nos seguimos preguntando —como hace un siglo Ortega— por el ser de “…esta como proa del alma continental”.
Es inevitable que reflexionemos sobre las desafortunadas decisiones de nuestros dirigentes que nos han llevado hasta aquí. En efecto, la corrupción como estado final de desnaturalización del cuerpo social y político es obra de un errático entendimiento del gobierno de la cosa pública y de la ignorancia de la condición humana. A la vista del tornado que arrasa la credibilidad de la clase política y consciente ahora de que peligra su statu quo, todo son programas y proclamas contra la corrupción. Sin embargo, no conviene que nos dejemos convencer tan pronto. La gangrena está tan extendida que se imponen medidas radicales. Algunos llevamos varios lustros denunciando el mal y reclamando soluciones. Y a la vista de la indolencia, cuando no complicidad del sistema, hemos sostenido que la corrupción se ha esparcido por la falta de voluntad política para frenarla.
Las medidas adoptadas han sido con harta frecuencia meros tranquilizantes para una sociedad conmocionada y legitimación simbólica de prácticas ilícitas que discretamente se han amparado. Ahora se impone un diagnóstico aún más descarnado: si no se margina la corrupción no es porque no se quiera, sino porque quizás ya no se pueda. En efecto, la red de intereses creados, la maraña de ocultos pasadizos entre el poder y la economía, sugiere que la política vive y se alimenta de la corrupción, a la que termina inevitablemente por servir. Así las cosas, la indignación se ha convertido en estado de ánimo generalizado. Se piensa que nunca tantos robaron tanto. Y no pocos lo achacan a la democracia. Pero conviene advertir que cuanto ocurre se debe precisamente a lo contrario, pues lo que padecemos es una sombra chinesca del gobierno del pueblo que imaginara Aristóteles. Sufrimos el rapto de la voluntad de la nación por entes de poder ávidos de recursos, transformados en ocasiones en partidas de oportunistas.
Los más optimistas reconocen el esfuerzo de nuestros cuerpos policiales y la respuesta de jueces y fiscales. Es cierto. Resulta admirable el abnegado trabajo de la Guardia civil y de la Policía Nacional, el compromiso de nuestro ministerio público —con la fiscalía especial contra la corrupción al frente— y de nuestros jueces y tribunales. Ha sido el sistema penal el que ha hecho frente al mal. Y el Derecho, el principal defensor de nuestra sociedad. Han sido los uniformados y las gentes de toga los que han dado un paso al frente para salvar el sistema constitucional. Nuestro Estado, sostenido por su esqueleto administrativo, policial y judicial, preservado hasta ahora, en general, del mal de la corrupción. ¿Dónde estaba, entre tanto, la política?
Pero España no puede vivir en permanente estado de alarma y sobresalto, con el consuelo del quehacer de la justicia penal. Se impone atacar al problema en su raíz, con un programa estratégico que impida la repetición de la plaga. Para ello deberemos reconocer que el virus habita en los partidos políticos, lo que facilita su dudoso funcionamiento democrático. Y su financiación es el nudo gordiano del problema, que requiere una reforma en profundidad, con mayor control de sus cuentas. Y una cura de adelgazamiento, para que adquieran su tamaño adecuado. Habremos de pasar, en suma, del actual Estado de partidos a un Estado con partidos, que actúen de manera democrática.
Debemos tener muy en cuenta, además, a nuestro tejido empresarial. El cohecho es un fenómeno bilateral y el agente corruptor, aspecto central del problema. Sin embargo, no se ha escuchado entonar con la suficiente credibilidad el mea culpa de los empresarios, ni menos aún su propósito de enmienda. Pero sin un código ético en los negocios la amenaza seguirá al acecho. Y de este modo, nuestra economía corre el riesgo del amiguismo sectario, sin garantías de que las empresas compitan en igualdad de condiciones. En tal situación el mérito de los mejores es devorado por el privilegio de los ventajistas. Las consecuencias son devastadoras para el progreso del país.
Un plan integral y estratégico contra la corrupción requiere un compromiso de Estado, suscrito por la gran mayoría de las fuerzas políticas. Y una acción transversal y coherente que abarque la corrupción política, la administrativa y la criminal. Su puesta en práctica requerirá reformas de hondo calado, algunas de alcance constitucional. Ha de expulsarse la partitocracia de la Justicia, preservando la independencia del Poder Judicial y la autonomía del ministerio público. Debemos acentuar las incompatibilidades y los códigos éticos en la vida política, suprimir inmunidades y aforamientos e impedir transferencias de políticos a las empresas, donde podrán servirse de sus contactos, huérfanos de otros méritos con que contribuir a la causa.
Es fundamental el control efectivo en la contratación pública, con la decisiva responsabilidad de los interventores. Ha de revisarse de manera coherente el Código Penal, superando el parcheo al que se le ha sometido. Y afrontar la cuestión de la investigación del crimen, que al menos en los delitos relacionados con la corrupción debe confiarse al fiscal. Es fundamental, además, que se facilite la información sobre el hecho. La corrupción es un fenómeno oculto, como fantasma circulando discretamente por los despachos oficiales. No hay signos visibles en él, sobrevive al cobijo de la ley del silencio. Únicamente quienes están cerca del delito pueden desvelarlo. Por ello, el nuevo modelo de investigación debe centrarse en el informador, protegido de manera eficaz para favorecer la denuncia del soborno. Finalmente, la creación de una Agencia Nacional contra la Corrupción, con una doble vertiente preventiva y represora, es una idea acertada. Solo con un tal compromiso de Estado contra la corrupción, que se extienda a las medidas aquí propuestas, estaremos en condiciones de superar tan delicado trance, el del destino de España. Quizás estemos aún a tiempo. Muchos lo estamos esperando.
(Artículo de Joaquín González-Herrero, publicado en "El País" el 4 de marzo de 2016)
Recordando aquellos años finales del franquismo y los primeros de la Transición, hasta la instauración definitiva de la democracia (cosa que algunos partidos pretenden ahora poner en duda), la palabra que para mí mejor resume aquel tiempo sería la de ilusión. Es decir, una fe ciega en que todo iba a cambiar y en que nuestra generación sería la primera que no fracasaría tras siglos de autoderrotas.
Hoy, esta primera virtud teologal la tengo que cambiar por la segunda de la lista, la esperanza. Esperanza, que no autoengaño. Para eso le he robado el título de este artículo a Ernst Bloch, cuyo libro se refiere a la utopía como una función esencial del ser humano. Una utopía marxista-metafísica que, según la interpretación de Habermas, conduciría a la libertad a través del poder totalitario del Estado, la violencia supuestamente justa, la planificación centralizada (los planes quinquenales soviéticos), el colectivismo y la extrema ortodoxia doctrinal. Todas estas mismas letanías volvemos a escucharlas, con supuestas palabras nuevas, a determinado partido. Bloch, esta especie de discípulo aventajado de Marx y de Teilhard de Chardin, explorador de las fuentes de la utopía, sin embargo acabó sus días no en la República Democrática de Alemania, sino en la Federal.
La palabra esperanza no tiene cabida en el marxismo, pues esta ideología lo tiene todo previsto, todo organizado y para qué una fe pequeñoburguesa como la esperanza. Sin embargo, como Unamuno escribió en El sentimiento trágico de la vida, yo creo porque espero. Espero que España no delire como tantas veces a lo largo de su historia, pues ya sabemos cómo acaban estos desatinos. “España ha delirado”, escribió María Zambrano, “ofreciendo en su delirio su sangre. Toda la sangre de España por una gota de luz. Por eso tiene derecho —¿sabrá aprovecharlo?— a la esperanza”. Cioran, uno de los más fieles amigos de nuestra filósofa, en una de sus varias reflexiones sobre nuestro país, en este caso en La tentación de existir, insistía en ese sentimiento negativo español de rumiar sobre la muerte “en embadurnarse con ella, en convertirla en experiencia visceral”. Esto, en vez de hacernos avanzar, nos hacía retroceder a los españoles sin cesar “hacia lo esencial, hacia la nada”. Y añadía el filósofo rumano: “Leyendo a Ganivet, Unamuno u Ortega uno advierte que, para ellos, España es una paradoja que les atañe íntimamente y que no logran reducir a una fórmula racional”.
Un amigo me dijo hace poco en París que nunca había visto suicidarse a un país con tanta alegría
Esperanza es una de las palabras más repetidas y deseadas en la historia de España. Larra en su artículo El día de difuntos de 1836 terminaba de esta manera tan amargamente desilusionada: “¡Aquí yace la esperanza!! / ¡Silencio, silencio!!!”. Pero Fígaro jamás guardó silencio y nos enseñó que en tiempos como los suyos, como los nuestros, “los hombres prudentes no deben hablar, ni mucho menos callar”. No callar es una forma de esperanza. La razón no puede florecer sin la esperanza y viceversa. Gabriel Marcel, el autor teatral y filósofo francés, a quien Sartre calificó en su libro El existencialismo es un humanismo como existencialista cristiano, durante la ocupación alemana clamó que la desesperanza era una deslealtad a Francia. Yo también afirmo que la desesperanza es una deslealtad a España.
Pero, por otro lado, no hay que olvidar que la esperanza es enemiga del utopismo, de la pasión, de lo irracional, de las certezas insoslayables, de las verdades sacras aunque laicas, de las fórmulas mágicas para arreglarlo todo. Ya lo dijo Gracián: “La pasión enemiga de la cordura”. La esperanza misma es la posibilidad de la felicidad y se puede esperar cualquier cosa con tal de que no sea imposible. Es aún peor la falsa ilusión que la desesperanza. Ortega en el artículo El error Berenguer ya comentó irónicamente que los españoles no pertenecíamos a la familia de los óvidos. La esperanza es lo que nos queda cuando ya solo nos queda la esperanza. Es decir: paciencia, persistencia, tenacidad, obstinación, deseo, expectativa. Esperanza también mezclada con el temor por lo desconocido. “Cuando las cosas llegan a lo peor, regresan a donde estaban antes”, se dice en el Macbeth.
La esperanza es enemiga del utopismo, de la pasión, de lo irracional, de las certezas insoslayables
Yo tengo esperanza en la democracia y en la Constitución. Eso sí, con las revisiones que sean menester. Yo tengo esperanza en la monarquía parlamentaria: no ha existido mejor diplomacia. Yo tengo esperanza en la labor de Estado y no empresarial de los partidos políticos. El invasor absolutista francés, duque de Angulema, enviado a España para reinstaurar a Fernando VII tras el trienio liberal (1820-1823), escribió lo siguiente a su ministro de Exteriores: “Los partidos son demasiado encarnizados y están demasiado llenos de odio. Diez años nos quedaríamos en España, y al cabo de ese tiempo se degollarían los unos a los otros, este país se desgarrará durante años”. ¡Ojalá no sea así nunca más!
Yo tengo esperanza en que se combata la gangrena de la corrupción. Yo tengo esperanza en que España permanezca unida y ampare a sus lenguas y culturas compartidas con Iberoamérica. Yo tengo esperanza en que la educación y la cultura sean el asunto primordial de Estado, ayuden a la concordia entre los españoles y no sirvan para sembrar oscura cizaña en conflictos inventados.
Yo tengo la esperanza de que la democracia defienda la libre individualidad de las personas, sus derechos y su dignidad. En Masa y poder, Canetti escribe que las dictaduras que hemos conocido se componen íntegramente de masas y que el poder de las dictaduras (también de las civiles) aupadas por las democracias débiles serían del todo inconcebibles sin el crecimiento de esas masas en pugna con el individuo. Yo también tengo puesta mi esperanza en la solidaridad y fraternidad universal, en la paz interior y exterior ajena a cualquier tipo de fanatismos. Yo tengo incluso una esperanza sin optimismo, como escribe el ensayista británico Terry Eagleton.
La desesperanza es una deslealtad. Un amigo en París, no hace mucho, me dijo que nunca había visto a un país suicidarse con tanta alegría. No me decía nada nuevo. España se ha suicidado muchas veces, pero siempre ha resucitado. Un día Max Brod le preguntó a su íntimo amigo Kafka si pensaba que en el mundo había alguna esperanza. El autor de El proceso le contestó que, por supuesto, sí la había, pero no para ellos. Desmintamos a Kafka. Hay esperanza hasta para nosotros.
(Artículo de César Antonio Molina, publicado en "El País" el 19 de febrero de 2016)
A pesar de que Ortega y Gasset dijera en alguna ocasión que no sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa, los españoles sí que sabemos lo que nos pasa, al menos en parte. Por ejemplo, hemos transitado en cuatro décadas de tener al dinosaurio como animal emblemático a tener al camaleón. Así, sin paliativos, como si no hubiera en la fauna otras figuras bastante más apropiadas para una sociedad democrática, como sería el caso de una ciudadanía madura y responsable, integrada en instituciones justas.
Como es sabido, en ese género literario que es la emblemática, y también en las fábulas, se utilizan con frecuencia figuras de animales para transmitir un mensaje moral. Los animales representan virtudes o vicios, como es el caso del zorro, que simboliza la astucia, el león, el valor y la nobleza, el águila, la amplitud de miras, o la cigarra, la pereza.
Así las cosas, hace algunas décadas, la persona de convicciones profundas, dispuesta a defenderlas a capa y espada, y a no cambiarlas ni matizarlas por ningún concepto era el modelo a imitar, al menos en la educación oficial, tanto formal como informal. Como los dinosaurios de cuerpo acartonado que se hicieron famosos más tarde gracias a las películas de Spielberg. Sin embargo, los dinosaurios no pueden resistir los cambios, parecen invencibles, pero perecen en cuanto es necesario adaptarse a un nuevo entorno. Sobrevivir, y sobrevivir bien requiere flexibilidad, no digamos ya en el caso de las personas y de las sociedades. Esta lección es la que fuimos aprendiendo en esa escuela que fue la Transición ética y política, una Transición que hubiera sido imposible sin incorporar el hábito democrático de intentar buscar acuerdos dentro de los límites de lo justo y razonable.
Pero, por desgracia, poco a poco a lo largo de estos 40 años ha ido ganando terreno el camaleón como modelo a imitar, acompañado de la leyenda que le corresponde tradicionalmente: “Yo me adapto”. Pero no solo eso, que sería muy razonable para poder sobrevivir, sino: “Yo me adapto a lo que haga falta con tal de prosperar grupalmente y sobre todo individualmente”. Aunque para lograrlo sea necesario abandonar todas las convicciones racionales y borrar de un plumazo las señas de identidad que impidan pactar con cualquier cosa.
Recordando a Nietzsche se dice entonces que las convicciones son prisiones, y se añade por cuenta propia que no interesa forjarse convicciones, sin solo construir convenciones. La ingeniosa frase de Groucho Marx “estos son mis principios, y, si no les gustan, tengo otros” se convierte en imperativo de actuación para la vida política y para el conjunto de la vida social. Los consejos de Maquiavelo al príncipe para que intente engrandecer la patria se manipulan hasta convertirse en recetas caseras para triunfar en política en provecho propio.
Ciertamente, la falta de flexibilidad es letal, para quien la practica y sobre todo para quienes dependen de él, en más o en menos. Pero el vacío de convicciones es igualmente letal para quien carece de ellas y sobre todo para los que de algún modo están en sus manos. Y eso es precisamente, al menos en parte, lo que nos pasa; con malas consecuencias para el conjunto de la sociedad y para los más vulnerables en particular.
Como en las cosas humanas, una vez tomado el pulso al momento presente, lo importante es idear qué queremos que nos pase y poner los medios para encarnarlo en la realidad, es urgente encerrar a los dinosaurios y a los camaleones en las páginas de la historia de la emblemática pasada, y optar por un nuevo emblema, el de una ciudadanía madura, capaz de labrar un buen futuro.
Ciudadanos hay de dos tipos al menos, los que optan por ingresar en partidos políticos y asumir con ello una especial responsabilidad por la cosa pública, y esa gran mayoría que conforma la sociedad civil y que es sin duda corresponsable. Aunque siempre conviene recordar que a mayor poder, mayor responsabilidad. ¿Qué podemos esperar de unos y otros?
En lo que hace a los primeros, cabe esperar de ellos, como mínimo, que tomen en serio el Estado de derecho, cumpliendo escrupulosamente la legalidad. No es de recibo corromper la actividad política concediendo contratos de favor a cambio de un impuesto partidario, generando esa gangrena que recorre nuestra sociedad. La corrupción es un cuerpo extraño en una vida pública sana y debe ser eliminada sin paliativos. Pero tampoco es lícito eludir las leyes, por ejemplo, proponiendo referendos inconstitucionales; una actuación que deslegitima cualquier pretensión de que la ciudadanía cumpla las leyes. Por otra parte, los partidos deben exhibir sus señas de identidad, aclarar de forma transparente con quiénes están dispuestos a pactar y cuáles son los contenidos de los pactos, que deben estar en coherencia con el propio programa. Actuar de otro modo es caer en el oscurantismo, practicar un fraude inadmisible, que provoca desafección, porque convierte al voto en blanco y a la abstención en las opciones más razonables. Votar sin saber qué se está eligiendo es en realidad entregar un cheque en blanco, y ningún elector tiene por qué hacerlo.
La otra cara de la moneda, la ciudadanía madura en la sociedad civil, no es la ciudadanía pasiva, que deja en manos ajenas el curso de la vida pública, pero tampoco esa ciudadanía febrilmente participativa, como la ardilla de Tomás de Iriarte, que se menea, se pasea, sube y baja, no se está quieta jamás, sin lograr con todo ello cosa de alguna utilidad común. Como bien dice Benjamin Barber, también en los regímenes totalitarios la ciudadanía es activa y participativa. Por eso lo que importa es que sea lúcida y responsable, que no se deje manipular emocionalmente ni tampoco con argumentos sofísticos, que le importe el bien común, y no solo el particular. Que sea, desde esa madurez, participativa.
Más allá de los dinosaurios y los camaleones, la ciudadanía madura toma lo mejor del liberalismo y del socialismo. Se compromete con las exigencias del Estado social de derecho en que vivimos, creando cohesión social y amistad cívica; abre las puertas a los refugiados políticos y a los inmigrantes pobres, actuando a la vez en los lugares de origen; apuesta por reforzar la Unión Europea, consciente de que no hay que abandonarla porque esté en crisis, sino trabajar activamente por construirla mejor; practica el cosmopolitismo arraigado de quien se compromete con lo local y sabe cuál es su lugar en el mundo.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 15 de febrero de 2016)
Hace veinte años, con rabia, salimos a la calle por el dolor de la muerte de Francisco Tomás y Valiente. Hace veinte años segaron su vida unos disparos visibles y homicidas.
A modo de sincero y sentido homenaje he querido recordarle con su mirada viva y llena de futuro, con el eco de las palabras del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades de 2002, Hans Magnus Enzensberger: “Hemos de hacer frente al futuro que llevamos a nuestras espaldas”. Yo quiero tenerle presente cada día, en cada acción cotidiana que conlleva una ética cívica.
Sus valores son y serán parte del ideario esencial y del fundamento de nuestra acción diaria, de nuestra ética personal y social. Su palabra, sus escritos, su conducta y su enseñanza hacían de él ese hombre horizonte, universal, tan necesario ayer, hoy y mañana para España.
Citando a Baltasar Gracián: “Ahí veréis que las cosas, las mismas son que fueron, sólo la memoria es lo que falta…”. Por ello, hemos de mantener su memoria viva, su mirada valiente que no nos dejará olvidar lo necesario para defender la justicia del pasado, la necesaria equidad del presente y el sueño de un porvenir de tolerancia y progreso que este país se merecía y se merece. Tomás y Valiente es un ejemplo ético, es un modelo de hombre comprometido, que se enfrenta a la violencia, sin alardear de su situación. Un hombre que en su compromiso sabía que era distinto para un país, el silencio al olvido y que estos dos, son grandes amigos, amigos de la ignorancia.
Más allá de su vida como académico y como jurista, encontramos al ciudadano, al articulista, al observador de una conciencia colectiva, con una aguda mirada sobre los problemas del país, con una profunda reflexión sobre el devenir de la res publica. En definitiva, la defensa del Estado democrático como patrimonio inmaterial pero tangible de una nación.
Fue un hombre que hizo un relato con una visión no reduccionista del poder y su ejercicio. Fue un hombre con ideales, con la convicción del sueño de la democracia y de la defensa de la libertad individual y de la libertad colectiva. Fue, es y será referente moral en el combate contra el descrédito de las instituciones, contra la debilitación de lo público y a favor de una ciudadanía atenta en defensa de los valores democráticos y de la fortaleza del Estado de derecho.
Francisco Tomás y Valiente era, como diría don Antonio Machado, un hombre bueno, “en el buen sentido de la palabra, bueno…”. Quiero que se recuerde en cada aula su magisterio, su moral pública, sus palabras y su impulso ético, en este presente a veces falto de políticas de Estado, sobrado de políticas a golpe de titular que aparecen en un segundo y pasan en un segundo.
Si más allá del ruido, más allá de lo inmediato, nos paramos un momento y reflexionamos en silencio sobre su legado podremos mirar lejos y saber que ejemplos como el suyo, hombres como él, cada día nos recuerdan que la defensa del Estado de derecho y de la política no debe ser efímera. El proyecto de un país, el sueño de un progreso colectivo y de una construcción colectiva basada en el bien común, no puede ser improvisada. Sino que debe ser sembrada, regada y cultivada en el afán de cada día para luego poder recoger el fruto y ser nueva semilla del mañana. Para ello, hay que cuidar a diario la ética social y los derechos que tanto costaron conquistar, tanto cuestan defender, ganar, mantener, no perder y avanzar.
Ejemplos como el suyo nos recuerdan que tuvimos, tenemos y tendremos la aventura común de la energía social. Energía social para defender como bien y patrimonio común los valores constitucionales; los valores de una ética basada en la razón y en la convicción; en la defensa de los derechos humanos y en la consecución de la igualdad y la justicia social. Ejemplos como el suyo nos enseñan que hay seres imprescindibles, seres necesarios, seres horizonte a los que hay que emular y que dan sentido no sólo a la democracia sino a la palabra orgullo y a la palabra dignidad.
Debemos grabarnos una frase suya a modo de ejemplo y declaración de principios para el sujeto colectivo de nuestra nación: “Edificar con la razón y la tolerancia como instrumentos”. Él fue, es y será ser horizonte, memoria limpia y mirada valiente.
(Artículo de José Manuel Gómez Bravo, publicado en "El País" el 14 de febrero de 2016)
La noche del pasado 20 de diciembre, tras conocerse los resultados electorales, Pablo Iglesias compareció enardecido ante la opinión pública. La formación que lidera había ganado las elecciones generales y, más importante aún, la Guerra Civil. Empezó a desgranar una letanía abrumadora, melodramática, furiosa, en su línea. Se oyen, entre otras, proclamó, “las voces de Margarita Nelken, Clara Campoamor y Dolores Ibarruri (…), las voces de Durruti, de Largo Caballero, de Azaña, de Pepe Díaz y de Andreu Nin”. Un “Pepe” que le salió con el mismo arrobo con el que los camaradas españoles hablaban de “Pepe Stalin”. No llamaba tanto la atención que la mayor parte de “las voces” que se oyeran esa noche fueran de la Guerra Civil, ni la exaltación y el convencimiento de estar escribiendo y reescribiendo de paso la Historia, sino el potaje.
Pablo Iglesias debería leer, en el tiempo que le dejen libre el Juan de Mairena de Machado y La ética de la razón pura, La revolución española vista por una republicana, de Clara Campoamor. Es un libro extraordinario. Hay edición reciente. Comprendería las razones por las cuales Clara Campoamor tuvo que salir por pies de España apenas estalló la guerra (como Chaves Nogales, don José Castillejo o Juan Ramón Jiménez): sus vidas corrían peligro, el de verdad; por ejemplo, Margarita Nelken, una escritora mediocre, no parece que hubiera tenido reparo en “pasear” personalmente a Campoamor, o alguno de los partidarios de Pasionaria, Durruti o Largo Caballero, quienes hicieron, por cierto, todo lo posible por acabar con Azaña y lo que él representaba. En cuanto a Andreu Nin… Fue a “Pepe” Díaz a quien debieron pedirse responsabilidades directas por su asesinato, ejecutado por comunistas españoles.
Queda por dilucidar si toda esta confusión de obras, tiempos, ideas es fruto de la precipitación, la ignorancia o el oportunismo, con el fin de “envolver la mercancía”, como suele decirse, para pasar el género averiado. Por esa razón tal vez no sea abusivo parafrasear aquel célebre “quita tus sucias manos de Clara Campoamor; quita tus sucias manos de Andreu Nin”.
El debate sobre los símbolos y monumentos del franquismo es antiguo, y no está en absoluto resuelto (por ejemplo, los restos de José Antonio y de Franco deberían salir del Valle de los Caídos, pero sería un disparate volarlo con dinamita) ni es el objeto de estas líneas.
Lo ridículo de la lista confeccionada por una comisión de la Memoria Histórica de la Universidad Complutense, según este periódico a petición de la alcaldesa (ella lo niega), no es tanto la satanización de tales o cuales escritores y artistas, sino conocer las razones por las que, “sin salirnos de sus propósitos”, como decía Hannah Arendt de Hitler y sus pogromos, no han incluido en ella a Ramón Gómez de la Serna, Azorín, Dionisio Ridruejo, Pío Baroja, José Ortega y Gasset, Julio Camba, Tomás Borrás, José Gutiérrez Solana, Edgar Neville, Emilio Carrere, Ricardo León, Antonio Díaz Cañabate, Jacinto Benavente (o Marañón, con hospital, o Maeztu, con instituto) y muchos otros con tantos méritos como ellos. Seguramente solo haya habido, en uno y otro caso, en el de las inclusiones y en el de las exclusiones, la ignorancia, una ignorancia que al mismo tiempo que se origina en el fanatismo, conduce irremediablemente a él.
Es absurdo, y una pérdida de tiempo, hablar de literatura con quienes han confeccionado esa lista en la que figuran Manuel Machado, Cunqueiro o Pla, ni tratar de convencerles de que merecen no una calle en Madrid, sino en todas las ciudades españolas, ni que, como decía Nietzsche, el exceso de memoria mata la vida, ni recordarles que en aquella guerra no fue infrecuente que la víctima acabara en victimario, y a la inversa, ni porfiar enumerándoles a quienes escribieron odas a Stalin o secundaron sus políticas genocidas, con calles hoy en España… pero quizá sí valga la pena este último apunte. En la lista, incumpliendo a todas luces la Ley de Memoria Histórica, figura Muñoz Seca. El mismo 18 de julio de 1936 salió al escenario del teatro Poliorama de Barcelona, donde se representaba su obra La tonta del rizo, y anunció a los espectadores, al grito de “¡Viva España!”, la sublevación de los militares en África. Lo detuvieron y lo metieron en la cárcel de San Antón, de Madrid, de donde salió tres meses después para ser asesinado en Paracuellos, a manos de verdugos que jamás pagaron por ese crimen. Participó en la Guerra Civil tanto como Rodríguez Zapatero, Iglesias o yo mismo.
(Artículo de Andrés Trapiello, publicado en "El País" el 11 de febrero de 2016)
La sociedad española ha soportado con extraordinaria entereza y madurez democrática más de un lustro de durísima crisis económica. Y los empleados públicos hemos tratado de atender los servicios públicos necesarios para paliar los efectos de la crisis, en un contexto de intensas restricciones presupuestarias. Este esfuerzo se ha visto reconocido por nuestros conciudadanos, como pone de manifiesto el último de los estudios sobre la calidad de los servicios públicos elaborado por el Centro de Investigaciones Sociológicas. El 67 % de los encuestados señalaba en 2014 que los empleados públicos merecemos mucha o bastante confianza, frente al 52% de 2010.
España está afrontando un escenario postelectoral en el que las capacidades de negociación y pacto van a resultar esenciales para resolver los problemas de la vida pública. Y, leyendo los programas electorales que los principales partidos políticos presentaron para las elecciones del 20-D, parece que el debate sobre nuestra función pública comienza a formar parte de la agenda de buen gobierno.
Como punto de partida es preciso subrayar que los funcionarios debemos ser, tal y como establece nuestra Constitución, imparciales y objetivos. Es precisamente esta posición la que nos permite asegurar la continuidad en la prestación de los servicios públicos y servir los intereses generales. Por esta razón existe la garantía de inamovilidad, que es la que en ocasiones nos permite decir, retomando aquella célebre serie británica: "No, ministro". Somos, además, un colectivo comprometido con los valores de ética y servicio público. Compartimos muchas de las críticas que se hacen a nuestras administraciones y sabemos que no hay pócimas mágicas: solo reflexión y trabajo para trazar el camino hacia un servicio público de calidad, ajeno al partidismo, de élite, pero no elitista.
Por eso pensamos que ha llegado el momento de abrir un debate entre las fuerzas políticas y sociales sobre el modelo de función pública que queremos construir entre todos. Y nos gustaría aportar desde dentro una visión para que la función pública siga sirviendo a los ciudadanos, a la agenda de regeneración democrática, a las reformas estructurales y a la modernización del país. Un grupo de funcionarios llevamos un tiempo trabajando en un documento de propuestas que queremos que sea abierto, no partidista, y que nutra el debate. Pretendemos alejarnos de la idea de que somos un lobby con intereses particulares con intención de influir en los políticos para seguir manteniendo unos supuestos privilegios.
Nuestra propuesta gira en torno a tres ejes: el método de selección, la carrera administrativa y el papel del directivo público.Comenzando con la selección, los cuerpos y escalas de funcionarios siguen siendo la noción clave para entender nuestra administración tal y como se ha configurado históricamente. Han permitido una especialización, independencia y profesionalización considerables de la función pública española. Asimismo, la existencia de una función pública estatal consolidada ha servido de dique de contención frente a la corrupción: en aquellos ámbitos en los que se ha debilitado, se han dejado sentir negativamente las consecuencias. Pero el método de acceso, esencial para reflejar la diversidad social y promover la igualdad de oportunidades de los ciudadanos, se enfrenta a importantes retos.
En el actual contexto de restricciones presupuestarias, el Tribunal de Cuentas ha denunciado cómo los principios constitucionales de acceso al empleo público (igualdad, mérito y capacidad) se están poniendo en riesgo por la cobertura anómala de los servicios. Por eso debemos planificar de forma efectiva nuestras necesidades en materia de recursos humanos en el medio y largo plazo, como ha señalado reiteradamente la OCDE. Pensamos, en este sentido, que articular un catálogo completo y coherente de profesiones del Estado podría ser un primer paso.
Por otra parte, las conocidas oposiciones, que permiten seleccionar de forma objetiva, pública y competitiva a quienes acreditan los conocimientos necesarios, no pueden suponer una barrera para quienes no cuentan con recursos económicos y sí con un enorme potencial como servidores públicos. En un proceso de transformación gradual del sistema de acceso, creemos que resulta inaplazable articular un sistema de ayudas para la preparación de oposiciones que rompa esta barrera y asegure la representatividad social del servicio público. Es, además, ineludible adaptarse a los nuevos tiempos del espacio europeo de educación superior. Los actuales cursos selectivos que se imparten en las escuelas de administración pública a quienes han superado la fase de oposición deberían transformarse en másteres universitarios que completen los conocimientos y aptitudes valorados en las pruebas selectivas con la evaluación de competencias y habilidades profesionales imprescindibles para desarrollar nuestras funciones.
Una vez dentro del servicio público, es imprescindible una carrera motivadora, incentivadora de la innovación, pero exigente y que evalúe el rendimiento. Es un derecho y un deber del funcionario, además de un instrumento organizativo flexible. Ha de garantizar la imparcialidad y evitar la descapitalización, de manera que el servicio llegue a los ciudadanos de forma eficaz. Para ello, la remuneración debería estar vinculada a una evaluación, pero complementada con una planificación estratégica profesional. Ya hay experiencias en esa línea y, sin duda, ese debería ser el camino. Los ciudadanos reclaman una Administración responsable y unos funcionarios comprometidos: la evaluación del desempeño y la carrera administrativa pueden ser la levadura de este cambio.
Por último, la figura del directivo público requiere más atención mediática y política de la que a día de hoy ha recibido. Es la verdadera bisagra entre la esfera política y la administrativa. La sociedad debe contar con los mejores directivos públicos, con aquellos que sean capaces de liderar proyectos transformadores y vinculados a los ejes de la acción de Gobierno. En este punto se abren varias opciones, que necesariamente deben quedar para el debate, aunque no faltan referencias en otros países: sin ir más lejos, el modelo portugués constituiría un buen punto de partida. En éste, un órgano independiente recluta, evalúa y propone una terna al Gobierno, en atención a los méritos y capacidades de los candidatos. La clave es la transparencia y la obligación de motivar los nombramientos. Esta obligación conllevará una mayor profesionalización, a la vez que mantiene cierto margen de confianza o discrecionalidad, necesaria en los puestos directivos.
En definitiva, y teniendo bien presente que no existen «bálsamos de fierabrás», creemos que debemos reflexionar entre todos sobre las reformas necesarias en materia de función pública. En la era 2.0, de la trasparencia y de la regeneración democrática, sería una imprudencia arrinconar al servicio público. En una Europa que mira al horizonte 2020 con enormes retos sociales, políticos y económicos, quizá la función pública constituya un inestimable elemento vertebrador. Sirva este texto como muestra de su vocación de servicio para que nuestros gobernantes puedan dirigir el país hacia el futuro.
(Artículo de Eduardo Fernández Palomares y otros, publicado en "El País" el 4 de febrero de 2016)
En la madrugada de ayer, sábado, falleció, a los 85 años de edad, de forma repentina, Francisco Rubio Llorente, el más destacado constitucionalista español de nuestro tiempo. La muerte nos ha arrebatado a un jurista señero, a un servidor público admirable y a un hombre de bien. Ejerció su vocación más honda, la de profesor universitario, durante más de medio siglo, produciendo una obra escrita que goza de un merecido reconocimiento tanto en nuestro país como fuera de él, además de haber forjado una amplia escuela de constitucionalistas que hemos tenido la fortuna de recibir, directamente, su magisterio.
A sus discípulos, y a todos los que le conocieron, nos ha legado, además, el modelo de su conducta, tan valiosa como poco frecuente, caracterizada por el rigor intelectual, la austeridad personal, la independencia de criterio y la rectitud moral.
Su compromiso público lo ha sido siempre con el Estado constitucional democrático, único señor al que ha querido dedicar su trabajo, realizado no sólo mediante el ejercicio de la cátedra, sino también a través del desempeño de diversos cargos públicos. Fue letrado de las Cortes y secretario general del Congreso durante la Transición política y el proceso constituyente, director del Centro de Estudios Constitucionales, magistrado y vicepresidente del primer Tribunal Constitucional, institución a cuya implantación, organización y desarrollo tanto contribuyó, y, finalmente, no hace muchos años, presidente del Consejo de Estado.
Sus artículos en la prensa acerca de los problemas de nuestra vida pública no han sido infrecuentes, la mayoría en este mismo periódico, expresando siempre una opinión que, por la autoridad de quien la emitía, era recibida con indudable respeto incluso por quienes no la compartían. Nunca guardó silencio cuando pensó que debía hablar, porque nunca dejó de estar preocupado por nuestro destino colectivo y porque nunca se prestó a servir intereses parciales.
Sus convicciones políticas siempre estuvieron más cerca de la izquierda que de la derecha, por usar expresiones al uso, pero orientadas a un rumbo indeclinable: el reflejado por la democracia, la libertad, el principio de igualdad, el Estado de derecho y la defensa de los intereses generales. Es decir, los valores que sustentan nuestro sistema constitucional, a cuya vigencia tanto contribuyó, de manera muy especial durante los 12 años que perteneció al Tribunal Constitucional, cooperando muy decisivamente en la emanación de una jurisprudencia que dotó de eficacia a los derechos fundamentales y a la distribución territorial del poder. Sin la obra de Francisco Rubio no se comprendería cabalmente lo que ese Tribunal ha significado, al menos en su primera etapa.
Discípulo de Manuel García-Pelayo y amigo entrañable de Eduardo García de Enterría, su concepción del Derecho Constitucional se correspondía bastante con esas dos influencias, de tal modo que, concibiéndolo como un saber jurídico, no renunciaba a la comprensión política de sus categorías y, sobre todo, de su realización en la práctica. Ese entendimiento de la Constitución y de su Derecho es el que Francisco Rubio nos ha legado a todos los juristas españoles. El beneficio de su trato y de su magisterio personal es la herencia que nos ha dejado a sus desconsolados, pero siempre agradecidos, amigos.
(Artículo de Manuel Aragón Reyes, publicado en "El País" el 24 de enero de 2016)
Creo que uno de los problemas de la política española de los últimos años es que se ha dividido en demasía en facciones. No quiero significar, sea dicho de antemano, que me parezca dañina la aparición de nuevas fuerzas políticas en el ámbito de la política parlamentaria. Por el contrario, este hecho me parece beneficioso y bienvenido en las circunstancias actuales. Una facción, según el texto canónico contenido en el número 10 de El Federalista, redactado por James Madison, está formada por un conjunto de ciudadanos, mayoritario o no, que se unen y actúan por un impulso común surgido de la pasión o del interés, contrario a los derechos de otros ciudadanos o a los intereses permanentes y agregados de la comunidad. Las facciones, para decirlo brevemente, viven de una pasión o interés contrarios al bien común. La acritud del debate público, el desencuentro de nuestros representantes, la crispación que a menudo se instala entre determinados sectores de la población son un síntoma, me parece, del faccionalismo. En estas circunstancias, y dados los resultados electorales, el alcance de una mayoría para elegir un presidente y sostener un Gobierno deviene difícil e incierto.
Tal vez es la hora de abandonar este ánimo faccionalista. Si miramos bien lo que defienden nuestras formaciones políticas hay, todavía, amplios espacios para el acuerdo. Todos defienden nuestro sistema democrático de derechos y libertades. Todos defienden el Estado del bienestar, lo hemos oído hasta la saciedad en la campaña electoral (todos, por ejemplo, se comprometen a luchar contra el fraude fiscal, que es el doble que el de los países de nuestro entorno, y que, reducido a la mitad, representaría la mejor contribución al gasto social de nuestras administraciones; aunque lamentablemente nadie lo hace). Estas son dos buenas razones para pensar que la concordia es todavía posible. La coyuntura no es tan grave como para convocar un gobierno de concentración. No obstante, tal vez sí es lo suficientemente seria como para proponer un Gobierno técnico. Un gobierno de técnicos presidido, por ejemplo, por la vicepresidenta actual, Soraya Sáenz de Santamaría, y abierto a la inclusión de todos los grupos políticos con representación parlamentaria que deseen participar en él. Con un programa mínimo empeñado en una gobernación transparente, atenta a animar el prometedor crecimiento económico y, también, a compensar la situación de los más vulnerables, que son los que más han sufrido en esta crisis y no siempre han sido atendidos de la manera adecuada. No olvidemos que Madison también nos recuerda que la más común y perdurable fuente de las facciones es la distribución desmesuradamente desigual de la propiedad.
Mientras tanto, en las Cortes generales debería crearse una Comisión constitucional para restablecer la concordia, para restablecer el consenso. Ahora, al parecer, todos los partidos han mostrado su disposición a llevar a cabo una reforma de la Constitución de 1978. Una Comisión, es claro, lo más inclusiva posible. En donde haya espacio para hablar de todo lo que sea necesario. Cada uno con sus convicciones, sin excluir las de los demás de antemano. Hay algunos aspectos obvios: el cambio de las circunscripciones electorales (que han hecho en estas elecciones que una fuerza, Izquierda Unida con 900.000 votos, tenga sólo dos representantes en el Congreso de los Diputados) y, por lo tanto, de la ley electoral, la reforma del Senado, la reforma del título octavo sobre las autonomías. Esta Comisión podría ser presidida por el actual presidente del gobierno, Mariano Rajoy, y debería ser el lugar en donde se concitara toda la capacidad de nuestros representantes para renovar las bases de nuestra política. No sería una mala idea que este proceso comenzar con un pacto de todos los partidos, inequívoco y con compromisos, contra la corrupción, que ha sido el cáncer de nuestra política durante los últimos años.
En una carta dirigida precisamente a Madison en 1789, el más sabio de los fundadores de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, argüía a favor de renovar la Constitución cada generación, cada diecinueve años la anterior Constitución expiraba, decía él. Nuestra Constitución lleva ya casi el doble. Ha llegado la hora de afrontar este proceso.
Es claro que en esta sede se debería afrontar también la cuestión catalana. Los dos grupos catalanes en el Congreso deberían ser invitados tanto a integrarse en el Gobierno técnico cuanto en la Comisión Constitucional. Tendrían un espacio para proponer su punto de vista con lealtad, abiertos al diálogo con todos, mostrando cuáles son sus reclamaciones y tratando de buscar el encaje de sus aspiraciones en un nuevo orden constitucional para España.
Sería un Gobierno técnico para unos dos o tres años. Un Gobierno protegido de las pasiones de la política que se han instalado en España, porque la política se habría trasladado a ser debatida en mayúscula en el poder legislativo, en el Congreso de los Diputados. Sería también el momento, un momento constitucional, de imaginar el modo de incorporar a esta deliberación pública a más sectores de la población, a los ciudadanos directamente. Al final del proceso, deberían convocarse elecciones generales de nuevo y, si la reforma exigiera el procedimiento agravado del artículo 168 (como lo hace necesario, al menos, la reforma de la preferencia del varón en la sucesión a la Corona), eso conduciría después de las elecciones y la ratificación del texto acordado a un referéndum de todos los españoles. Después, confío que con los ánimos claramente renovados, regresaríamos a la política ordinaria.
En un texto brillante de Quentin Skinner dedicado a comentar los magníficos frescos de Lorenzetti que se hallan en la Sala dei Nove del Palazzo Publico de Siena dedicados al Buono y al Cattivo Governo (‘El ideal del gobierno republicano’, publicado en español en 2009 por la editorial Trotta en un libro titulado El artista y la filosofía política), se nos recuerda que son las virtudes de la concordia y la equidad las que soportan el bien común. Necesitamos, ahora más que nunca, restaurar la concordia y garantizar la equidad, solamente de este modo recuperaremos la confianza de los ciudadanos en la política. Cuando la política se bifurca en varias facciones, en las que cada una esta dominada por sus pasiones, solo queda regresar al único objetivo que es digno de la acción pública, el ideal de un gobierno realmente republicano, que no es otro que el bien común.
(Artículo de Josep Joan Moreso, publicado en "El País" el 15 de enero de2016)
La posibilidad de celebrar un referéndum de independencia en Cataluña (y en todas las naciones que vayan surgiendo por el Estado) vuelve a suscitarse, ahora que Podemos lo exige como condición para asistir a un hipotético gobierno del PSOE. Personalmente creo que ceder a esta exigencia sería un error catastrófico para el Estado. Bastaría quizá con insistir en las buenas razones que daban en estas páginas Pau Marí-Klose e Ignacio Molina (El referéndum no es la solución). Ahí se decía: ni es claro que ese famoso 80% de los catalanes anhele el referendo, ni este permitiría elucidar los deseos de la sociedad catalana (más bien nos informaría del estado de ánimo de una franja en el centro del espectro identitario), ni la votación, que ahondaría en la fractura social, es garantía de zanjar el problema, dado que el nacionalismo no aceptaría aquietarse en caso de perder la apuesta.
En esa ocasión, los autores preferían dejar de lado la fundamentación del derecho de autodeterminación y centrarse en explicar la inutilidad de la herramienta aplicada a nuestro caso. Pero dado que los demandantes del referéndum hacen de su defensa una cuestión de principios democráticos quizá merezca la pena explorar el conflicto de valores subyacente entre quienes nos oponemos al “derecho de decidir” y los que hacen de él su bandera.
Cuando Ada Colau o Pablo Iglesias insisten en el referéndum como un requerimiento democrático elemental demuestran tener una concepción pobre de la democracia, que queda contraída al acto de votar. Una definición que creo más completa es esta: la democracia es la extensión universal de la ciudadanía. Se aprecia que ambas concepciones pueden entrar en conflicto, porque a través de una votación también se puede desposeer a alguien de sus derechos ciudadanos. No hace falta traer fantasmas del terrible siglo XX. Sólo hace unos días que Eslovenia decidió en referéndum prohibir el matrimonio homosexual. Estoy seguro de que muchos soberanistas sienten malestar cuando se percibe que una votación soberana puede servir también para privar a otros de derechos. Y eso es exactamente lo que pensamos muchos que pasaría si se permite un referéndum en Cataluña, y luego otro en País Vasco, y otro en Navarra, y otro en Galicia, y así sin fin. Con independencia del resultado, se nos excluye al resto de opinar en una cuestión que podría tener como resultado nuestra pérdida de derechos políticos en esas comunidades, donde, sencillamente, se estaría decidiendo si los demás españoles pasamos a ser extranjeros. Si todos los que tienen algún motivo para sentirse diferentes pudieran votar para salirse y fundar su propio Estado, el principio de una ciudadanía compartida y multicultural, que es el único interesante y fecundo, quedaría hecho añicos.
Ante esta objeción los abogados del derecho a decidir pueden alegar que la votación diferenciada está justificada por el hecho de que ciertos territorios de nuestro Estado son naciones y cada nación tiene derecho a la autodeterminación. Tienen derecho a pensar así, pero entonces nosotros también tenemos todo el derecho del mundo a desenmascararlos como nacionalistas corrientes y molientes. Ernest Gellner resumió bien el programa de todo nacionalista: que las fronteras del estado coincidan con las de la nación. La ciudadanía resultante de esos nuevos estados ya no estaría basada en la capacidad de compartir ciertos valores cívicos, sino en la agrupación en función de algunos rasgos étnicos, en concreto, de la lengua. Sí, la lengua es un elemento étnico. Y en España lo único que nos induce a pensar que hay varias naciones distintas es la existencia de varias lenguas con arraigo (la lengua es el único marcador diacrítico, en terminología de Gellner, a nuestra disposición). De modo que Iglesias y Colau pueden creerse modernos, pero en realidad lo único que hacen es apoyarse en una vieja página de perdurable influencia, escrita por el filósofo alemán Fichte en 1808 en sus Discursos a la nación alemana: que cada lengua específica tenga su nación específica. Y atrapada en esa página de 1808 la izquierda soberanista quiere gobernar la España de 2015.
Si en el lugar de la lengua pusiéramos otro marcador, el retroceso sería aún más evidente. ¿Se autodeterminan los ricos en virtud de su renta? ¿Los hombres en virtud de su género? ¿Los blancos en función de su color de piel? ¿Los católicos alegando su credo? No. ¿Qué razón hay, entonces, para que algunos se autodeterminen en razón de su lengua o cultura? Salvo que estas éstas estén siendo atacadas, cosa que no sucede en España, sólo se me ocurre alguien que querría partir la comunidad de ciudadanos por estos motivos: un nacionalista.
Llegamos al meollo del asunto. A quienes nos enfrenta el derecho a decidir no nos separa la creencia democrática sino una concepción distinta de la ciudadanía, que es también un distinto entendimiento de cuál es, en España, el cuerpo ciudadano –el demos– que comparte derechos y obligaciones. Esto es así seguramente porque cada uno ha recibido una socialización distinta. Por ejemplo, yo fui educado en la creencia de que había una comunidad política soberana llamada España formada de ciudadanos libres e iguales, y en paz con su diversidad cultural y lingüística. Hubiera tenido dificultades para creerlo durante el franquismo, pero no a partir de 1978. Vascos, gallegos y catalanes son conciudadanos. Y bajo esta idea de España como una única ciudadanía, compatible con una visión federal del Estado, Ada Colau podría mañana ser alcaldesa de Madrid si quisiera presentarse. Y desde luego puede votar en cualquier asunto que nos afecte a todos los españoles. La izquierda soberanista de Podemos y el nacionalismo catalán, vasco y gallego en general, en cambio, no creen que exista esa comunidad política llamada España, sino una serie de “pueblos” emparentados, yuxtapuestos a lo largo del Estado, cada uno soberano y definidor de un demos distinto cuyo rasgo específico sería la lengua. Entre nosotros no somos conciudadanos, sino parientes de pueblos cercanos. (Tampoco es que hayan inventado la pólvora: algo parecido sostenía la derecha tradicional católica a lo largo de todo el siglo XIX).
En definitiva, unos pensamos en una única ciudadanía multicultural. Y otros piensan en términos de muchas culturas con derecho a fundar su propio espacio ciudadano. Si los segundos se imponen, España como espacio de convivencia compartida dejará de existir. Para los que no se han enterado: Los que defendemos la unidad de España no estamos defendiendo un trozo del mapa, sino un cuerpo ciudadano multicultural y no divisible por razones étnicas. No solo nos parece esto lo progresista, sino que defender que la comunidad de ciudadanos, y la trama de solidaridad que los imbrica, pueda deshacerse por pujos identitarios (cuando ninguna identidad es atacada) nos parece profundamente antiprogresista. Y nos podemos ver a nosotros mismos como demócratas plenos porque no discriminamos: todos somos ciudadanos. Esa era la idea de 1978.
Ahora bien, empieza a ser patente que es la otra idea (diversas culturas con derecho a tener su Estado) la que comienza a infiltrarse en el electorado urbano de izquierdas. Ni una sola pancarta en las acampadas del 15-M pedía un referéndum de independencia, ni en Madrid ni en Barcelona. Pero en política como en economía la machacona oferta acaba encontrando su propia demanda. Me resulta un misterio por qué a tantos votantes de Podemos les resulta indiferente que su cúpula quiera deshacer la ciudadanía común, convertir a España en Yugoslavia y abocarla, a medio plazo, a un humillante proceso de descomposición étnica que no ayudará a la implantación de ninguna agenda social avanzada. Pero si fuera el PSOE, empezaría a recuperar apoyos explicando no sólo las nefastas consecuencias del discurso territorial de Podemos, sino también su presupuesto implícito: que lo españoles ya no somos conciudadanos.
(Artículo de Juan Claudio de Ramón, publicado en "El País" el 27 de diciembre de 2015)
Al menos, los políticos españoles. El PPSOE, sin ir más lejos. No es por llevar la contraria a la quejosa letanía que acompasa nuestras campañas electorales: “Las promesas son papel mojado”, “en la oposición dicen una cosa y en el Gobierno hacen otra”, etcétera... Sino que lo dice un estudio que compara hasta qué punto los partidos de diversos países cumplen sus promesas electorales y en el que ha participado el economista español Joaquín Artés. Los partidos de gobierno españoles —PSOE y PP— se encuentran entre los partidos más cumplidores, por detrás de los británicos y a la altura de los suecos. Y significativamente por encima de, por ejemplo, austríacos e italianos.
De media, los partidos españoles que han llegado al Gobierno han puesto en práctica, al menos parcialmente, un 70% de sus promesas electorales. Además, como subraya Artés, PSOE y PP cumplen sus promesas tanto cuando disfrutan de mayoría absoluta como, y aquí viene lo relativamente sorprendente, cuando gobiernan en minoría. Buscan los apoyos parlamentarios necesarios para ser fieles a sus mandatos electorales.
El problema del PP y PSOE no es que no hayan cumplido, sino que no han representado. Esta precisión es importante para guiarnos en el movido escenario poselectoral que se nos avecina. PP y PSOE han sido eficaces con los temas que han tenido en la agenda. Sin embargo, sus programas no han representado unas demandas ciudadanas que, larvadas durante años, han cristalizado esta pasada legislatura. PSOE y PP no han sido equitativos, sobre todo generacionalmente. Han dejado de lado temas que preocupan a un electorado más joven, dinámico y cultivado democráticamente, a la par que precario y enfurecido por la corrupción.
Paralelamente, la gran contribución de las dos fuerzas emergentes en estas elecciones, Podemos y Ciudadanos, no ha sido una forma distinta de hacer política: nueva, horizontal, rupturista y digital. De hecho, a medida que crecían en las encuestas, hemos visto cómo adoptaban características de la política de toda la vida: vieja, vertical, reformista y analógica. Con discursos cargados de referencias clásicas, de Gramsci a Suárez, pasando por Kennedy. Su éxito electoral se ha basado en introducir temas ausentes en la agenda: un mercado laboral que iguale oportunidades, una garantía de ingresos mínimamente decentes, respuesta a los desahucios, o un mayor acercamiento de los gobernantes a los gobernados (minimizando aforamientos y coches oficiales; y maximizando la transparencia).
Así, el Parlamento español resultante de estas elecciones tiene el potencial de combinar eficacia y equidad. Tenemos dos partidos, PSOE y PP, que hacen lo que prometen, y dos, Podemos y Ciudadanos, que prometen lo que debería haberse prometido. Hoy nuestro sistema de partidos es más homologable al de las democracias proporcionales europeas que tanto admiramos, con un partido conservador y uno socialdemócrata que representan la divisoria tradicional de las sociedades industriales y que todavía recogen entre un cuarto y un tercio de los votos. Estos partidos están flanqueados —aunque eventualmente pueden ser superados— por partidos minoritarios pero más sofisticados. Por un lado, partidos liberales (como Ciudadanos) de clases medias urbanas y profesionales, con votantes individualistas pero a la vez muy conscientes del valor de lo público. Por el otro, formaciones rojo-verde-moradas (como Podemos) más porosas que sus precursoras poscomunistas a las atomizadas demandas de unos nuevos votantes progresistas, que son colectivistas pero a la vez muy celosos de la libertad individual.
Los españoles hemos pintado un mapa parlamentario que nos representa fidedignamente. Pero corremos el peligro de que la mayor representatividad se traduzca en una menor efectividad. Que tengamos más promesas que nunca en el Parlamento, pero que éstas no se cumplan. Como a menudo ha ocurrido en Italia, donde el multipartidismo no ha fomentado el consenso sino el frentismo.
Y ese riesgo es elevado si exploramos el fondo de la aparentemente pacífica campaña electoral que hemos vivido. En su superficie, nuestra política se ha vuelto consensual de la noche a la mañana: representantes de la sociedad civil, grupos de interés y creadores de opinión todos reclaman al unísono una nueva política basada en pactos amplios y que abandone la cultura de la confrontación. Los políticos, sensibles siempre al espíritu de los tiempos por propia supervivencia, se han cansado de decir que estaban “de acuerdo con” sus contrincantes en infinidad de puntos.
Pero la campaña ha revelado una sombra en la política española que oscurece las posibilidades de consenso. Nuestra política se ha personalizado de forma extrema, con unos candidatos que han monopolizado los espacios en los medios de comunicación, tanto políticos como de entretenimiento. Y cuando la política se convierte en una lucha entre líderes, y no entre programas, tiende a plantearse como un juego de suma cero, en el que lo que uno gana el otro lo pierde. Los programas electorales se pueden dividir y los partidos pueden sacrificar ésta u otra promesa a cambio de un pacto estable de gobierno. Algo teóricamente posible en cualquier combinación entre los cuatro partidos, con la posible excepción de las que incluyan a PP y Podemos juntos.
Sin embargo, un líder no se puede dividir. Y no es fácil que esté dispuesto a sacrificarse por el bien del partido a largo plazo. Los líderes viven instalados en la inmediatez y tienen incentivos —y poder— para dinamitar cualquier puente con otros partidos y forzar nuevas elecciones en cuanto vean que las encuestas les ponen por delante en la carrera a La Moncloa. Para impedirlo debemos centrar el debate público en torno a las políticas sobre la mesa y no a las sillas de los políticos.
En las próximas semanas, todos recitaremos el programa, programa. Pero, en la práctica, seguiremos llenando los espacios informativos con la declaración de última hora de cualquiera de los cuatro líderes en lugar de los pros y contras de unir las propuestas de distintos partidos. Que la política española se convierta en un circo romano de intrigas palaciegas no depende tanto de los actores como de los espectadores. ¿Asumiremos nuestra responsabilidad, premiando a los políticos que tiendan la mano y castigando a los oportunistas? ¿O seguiremos disfrutando desde el sofá de esa lucha cainita por el poder (del Gobierno o del partido) en la que se ha convertido la política mediática en España?
El régimen del 78 ha cumplido sus promesas. Para que el régimen del 2015 cumpla las suyas, nos tocará esforzarnos mucho más.
(Artículo de Víctor Lapuente, publicado en "El País" el 22 de diciembre de 2015)
Ocurrió en marzo de 1980, en Vanderbilt, durante uno de los primeros coloquios sobre la Transición organizados por universidades de Estados Unidos. Un grupo de escritores, periodistas e hispanistas se reunió para hablar de la Transición en plena oleada de desencanto, extendido ante una democracia que José Luis López Aranguren había despreciado por considerarla “implantada por los franquistas, en continuidad rigurosa, incluso desde el punto de vista de la legalidad, con el régimen anterior”. Reinaba entre los participantes cierta frustración por tantas expectativas incumplidas y tuvo que ser alguien llegado de fuera, el británico Raymond Carr, quien frente a tanto malestar y desencanto afirmara que España era ya —marzo de 1980— “una auténtica democracia y quienes critican a Suárez y a su partido pueden en las siguientes elecciones desplazar a ambos”. La democracia tiene más que ver con las reglas que regulan el juego político que con el contenido de una determinada política, recordaba Carr, que terminó expresando su “esperanza de que ni los españoles ni los observadores extranjeros de España exploten el desencanto para que no se convierta en profecía autocumplida”.
Se autocumplió la profecía, como es bien sabido, pero con un resultado contrario al temido por unos, esperado por otros: el intento de golpe de Estado de febrero de 1981 disolvió buena parte de ese desencanto, del que un buen puñado de intelectuales con tribuna en EL PAÍS —con Aranguren a la cabeza— había sido muy habitual vocero, dejando paso, primero, a una suspensión del ánimo y luego, desde el triunfo socialista, a una creciente sensación de éxito, de haberlo logrado.
Como escribirá, por todos, Javier Pérez Royo, el Estado construido desde la Transición no solo era el más legítimo sino también el más eficaz de nuestra historia, y el sistema electoral aprobado entonces era el único que había funcionado en España, nada menos que “desde el neolítico”, con regularidad y de manera satisfactoria por haber sido producto de un acuerdo básico “extraordinariamente mayoritario de nuestra sociedad”. Legiones de sociólogos, politólogos y constitucionalistas, españoles o extranjeros, publicaron muy sesudos análisis para mostrar que la Transición española había sido un éxito en toda regla, hasta el punto que de ella podía derivarse un modelo teórico con validez para América Latina, para la Europa del Este y, si se ponía a tiro, también para África.
Lo que afirmaban tantos cultivadores de ciencias sociales e incluso de humanidades —los historiadores se sumaron muy pronto al mayoritario consenso alcanzado entre sociólogos y politólogos— extendió por la sociedad española una sensación de orgullo. Sí, señor, por una vez en la más que centenaria historia del Estado liberal, dejamos de derramar lágrimas de dolor sobre la anomalía y el fracaso de España para disfrutar de un sentimiento de normalidad, de ser, por fin, como el resto de los europeos. Un sueño que la generación de quienes ahora vamos haciendo mutis había acariciado desde los años de su despertar de la conciencia política, en medio de una horrísona dictadura militar, católica y fascista. Quisimos ser como los europeos ¡y ya lo éramos!; incluso en lo que se refería al sistema de partidos que, según nos enseñaban nuestros politólogos, gozaba de un amplísimo, extraordinariamente mayoritario, apoyo en la sociedad.
Que la misma generación pasara de las expectativas acariciadas en su juventud, por el desencanto cultivado de su primera madurez, al disfrute sin límite del éxito en la plenitud de su edad facilitó que se precipitara —ella y su invento— en lo que David Runciman ha definido como la trampa de confianza que de manera más o menos cíclica afecta a las democracias. Es la trampa en la que se cae por un exceso de orgullo y arrogancia que impide percibir la inmediatez del desastre que se avecina y bloquea los recursos para reaccionar a tiempo. La democracia sería así el único sistema político que convierte los motivos de un triunfo en causas de una crisis: mientras se sube, el exceso de confianza mueve energías antes dormidas; pero al llegar arriba, provoca la ceguera que conduce al fracaso. Haber triunfado, o mejor, haber triunfado tanto como generación a una edad en la que el futuro todavía pesa más que la memoria, se convierte al final en el motivo de una gran caída, de un derrumbe como tal generación.
Pero la historia sigue y la democracia, si ha llegado a consolidarse en las instituciones y en la cultura política de la sociedad, acaba por generar entre las nuevas generaciones, que sufren la caída desde el fondo de la trampa, suficiente energía para salir de nuevo a la superficie y reanudar la marcha. Reanudar quiere decir, en este caso, que no se trata de emprender una nueva transición a no se sabe dónde, guiados por algún nuevo caudillo, sino de rectificar la dirección que condujo al desastre y que hoy nos la tenemos bien aprendida: la que, burlando la democracia, acaba construyendo un sistema político sobre redes familiares y clientelares, sobre relaciones de parentesco y amistad que convierten al Estado en patrimonio de un conglomerado constituido por la clase política, los negocios privados y los intereses financieros. Un camino, pues, que al abrir las puertas a una corrupción sistémica, acaba por erosionar al Estado, desmoralizar a la Administración y desmantelar los bienes públicos.
No será fácil, en las condiciones actuales y con un sistema de partidos en plena transformación, salir de la trampa en la que nunca debimos haber caído, para volver a la senda de la que nunca tendríamos que habernos desviado; la que exige hoy una profunda reforma de nuestra deteriorada democracia sobre la base ya secular que teorizaron nuestros ancestros: el imperio de la ley, la neutralidad e independencia de la Administración Pública y la rendición de cuentas de la clase política.
No hay, en realidad, mucho más que descubrir; no hay nuevas transiciones que emprender, ni nuevas democracias participativas o comunitarias que inventar, siempre bajo la férula de un líder carismático conduciendo al pueblo —o a la gente— a su salvación. Lo que de verdad se precisa es rescatar de la amenaza de ruina a nuestra democracia representativa, único sistema de la política inventado hasta el día de hoy que garantiza la igualdad ante la ley, la separación y el equilibrio de los poderes del Estado, la fortaleza de la Administración, la calidad de los bienes públicos, los derechos de las minorías contra los abusos de las mayorías y el ejercicio de la libertad de expresión y de la libre organización de las corrientes de opinión. Esa libertad de la que se vio privada durante la mitad de su vida la generación hoy jubilada y cuyo ejercicio puede poner de nuevo sobre sus raíles a esta democracia que un día, cegada por el éxito, se dejó caer en la trampa de la confianza.
(Artículo de Santos Juliá, publicado en "El País" el 20 de diciembre de 2015)
La corrupción tiene consecuencias desastrosas en el desarrollo cuando los fondos que deben destinarse a las escuelas, las clínicas de salud y otros servicios públicos esenciales se desvían y se ponen en manos de delincuentes o de funcionarios deshonestos.
La corrupción exacerba la violencia y la inseguridad y puede conducir al descontento con las instituciones públicas, al desencanto con el gobierno en general y a espirales de ira y disturbios.
La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción constituye una plataforma integral para los gobiernos, las organizaciones no gubernamentales, la sociedad civil y los particulares. A través de la prevención, la penalización, la cooperación internacional y la recuperación de activos, la Convención promueve avances mundiales para poner fin a la corrupción.
Con motivo del Día Internacional contra la Corrupción, pido que aunemos esfuerzos para enviar un mensaje claro a todo el mundo de firme rechazo a la corrupción y de adhesión en su lugar a los principios de transparencia, rendición de cuentas y buena gobernanza. Ello beneficiará a las comunidades y los países y ayudará a marcar el comienzo de un futuro mejor para todos.
(Mensaje del Secretario General de la ONU, con motivo del Día Internacional contra la Corrupción, el 9 de diciembre de 2015)
La resolución del Parlamento de Cataluña estableciendo el inicio del "proceso de desconexión" del Estado español era de una extraordinaria gravedad política y constitucional. Requería con urgencia su depuración. El Tribunal Constitucional (TC) la ha anulado antes de trascurrido un mes desde su aprobación. Debemos estar satisfechos porque haya sabido dar al asunto la prioridad que las circunstancias requerían, lo que no siempre ha sido capaz de hacer.
Como se ha afirmado de forma certera (Enric Fossas), la Resolución del Parlament fue una auténtica "declaración de insurrección". No otro calificativo merece que se declare "depositario de la soberanía" y "expresión del poder constituyente"; que se sienta legitimado para declarar "solemnemente" el "inicio del proceso de creación de un Estado catalán independiente", abriendo un "proceso constituyente"; que proclame el incumplimiento de las decisiones de las instituciones del Estado español —en particular del TC, al que considera carente de legitimidad y competencia—; y que inste al futuro Gobierno de la Generalitat a "cumplir exclusivamente" las normas o los mandatos emanados del Parlamento de Cataluña.
Una declaración tan nítida y explícita de desobediencia a la legalidad y a los fundamentos de la Constitución no podía ser reducida a mero acto parlamentario declarativo, cuyos efectos prácticos son difíciles de entrever. Lo contrario significaría reducir a pura palabrería los fundamentos del sistema parlamentario de gobierno; es decir, la configuración del Parlamento, en su condición de cámara representativa de la ciudadanía, como la institución suprema de dirección política a cuyos acuerdos debe supeditarse el ejecutivo. Es lo que ha pretendido hacer creer la defensa jurídica del Parlament ante el TC. Pero el propio president afirmó que de lo que se trataba era de "engañar al Estado". Otra cosa es que la exigencia de responsabilidad (incluso penal) se limite a los actos concretos de aplicación práctica de lo establecido en la Resolución... cuando estén expresamente tipificados como antijurídicos.
Sorprende que la mayoría parlamentaria en Cataluña se sienta democráticamente legitimada y políticamente capaz de aventurarse por el camino establecido en la Resolución ahora anulada. El respeto a la legalidad (rule of law) es un elemento incuestionable, que llevó al independentismo escocés a afirmar que Escocia sería independiente de forma legal y acordada con el Reino Unido o no lo sería; una asunción que, afirmaban, los diferenciaba radicalmente del proceso seguido en Cataluña. Y el principio democrático, entendido como lo hace esa mayoría parlamentaria, solo es "superficialmente persuasivo" —como afirmó el Tribunal Supremo de Canadá en el Dictamen sobre la secesión de Quebec—, pero "resulta inaceptable porque malinterpreta el significado de la soberanía popular y la esencia de la democracia constitucional".
El Constitucional no podía escurrir el bulto ni eludir la cuestión. La nitidez de la resolución impedía cualquier intento de salvar su constitucionalidad, incluso aun recurriendo a la técnica de la "interpretación conforme" (Víctor Ferreres).
(Artículo de Alberto López Basaguren, publicado en "El País" el 3 de diciembre de 2015)
París es una ciudad silenciosa. La vida en sus calles, restaurantes y metros transmite una calma impropia de una gran metrópolis. Con la ayuda de un clima adverso, y a diferencia de ciudades bulliciosas como Barcelona, París invita al recogimiento, la reflexión y la nostalgia. Su serenidad y elegancia son el reflejo de una ciudad segura de sí misma que se sabe portadora de los valores de una civilización. París es una ciudad orgullosa de su contribución a la historia mundial de la filosofía, el arte y la cultura.
Con la apuesta decidida de un Estado en mayúsculas, el nivel cultural y educativo de la ciudad sigue siendo envidiable. El cartesianismo francés marca el pulso de una sociedad que lo somete todo al juicio de la razón. El espíritu crítico y el inconformismo, tan importantes en democracia, tienen en Francia una traducción en el lenguaje. Avoir le droit, en francés, es una expresión muy común que sirve para reivindicar desde el gesto más cotidiano en una boulangerie hasta el derecho político más fundamental.
Esta cultura del tener derecho está muy arraigada. A veces, la reivindicación permanente convierte París en una ciudad enfadada. La queja constante, cuando se apoya en una retórica vacía y circular, puede alcanzar en Francia extremos patológicos que, lejos de tener capacidad transformadora, acaba llevando el país a la parálisis. Y, sin embargo, la consciencia de que los derechos se ganan cada día tiene en París un peso simbólico muy importante. La Revolución Francesa representa la conquista de los derechos sociales y políticos en Europa. En diálogo con instituciones democráticas bien arraigadas, los franceses siguen defendiendo la democracia en las calles. Las cifras son remarcables: en París se celebra de media una manifestación diaria todos los días del año.
En el comunicado de reivindicación de los atentados, el Estado Islámico justificaba los ataques a París por ser la “capital de la prostitución y del vicio”
Este derecho tan básico, este rasgo tan fundamental de la cultura francesa, es el que ha quedado suspendido tras los terribles atentados del pasado 13 de noviembre. La prohibición de manifestarse se ha alargado hasta finales de mes como medida de seguridad preventiva ante la cumbre del clima, en el marco del estado de emergencia decretado por el presidente Hollande. Extraño silencio impuesto en las calles de París, en unos días en los que se juega el difícil equilibrio entre los valores de seguridad y libertad.
En el comunicado de reivindicación de los atentados, el Estado Islámico justificaba los ataques a París por ser la “capital de la prostitución y del vicio”. Si es que hubiera alguna razón, París fue atacada pues por lo que representa. Como en el caso de Charlie Hebdo, también aquí el objetivo era simbólico. Se atacaba la libertad, la mezcla y los jóvenes de las ciudades europeas. Los atentados yihadistas posteriores en Mali, Nigeria y Camerún confirman el sinsentido de un terrorismo que no apunta exclusivamente a Occidente, pero los atentados de París demuestran que, como en tantos casos en la historia, la ciudad era objetivo y no simplemente campo de batalla.
Y, sin embargo, como dice Zygmunt Bauman, la ciudad es el lugar donde puede disolverse la hipotética guerra de civilizaciones. Es un laboratorio en el que se aprende y se practica el arte de convivir con la diferencia. En ella, las categorías abstractas de civilizaciones extranjeras se convierten en seres humanos individuales con los que interactuamos diariamente: el taxista, el vecino, el padre de la escuela, el vendedor de flores, el compañero de trabajo o el propietario del súper del barrio. En la ciudad, la idea abstracta de lo desconocido se encarna en personas como nosotros, disipándose así los temores a lo diferente. Lejos de ser el problema, la ciudad puede ser entonces parte de la solución. Con los atentados, los terroristas buscan atacar este espíritu y provocar una sobrerreacción que lleve al corazón de Europa un choque entre Occidente y el Islam que los justifique.
En París, como en la mayoría de las ciudades europeas, las diferencias culturales conviven en un delicado equilibrio. Una creciente clase media de origen árabe y africano se mezcla con el resto de la población y contribuye con sus prácticas diarias a redefinir los contornos de la ciudadanía francesa. Y, sin embargo, una minoría significativa de sus antiguas colonias sigue viviendo relegada en las periferias, víctima de la discriminación social y policial. Hoy, el principal silencio de Francia sigue siendo la negación de la raza como factor constitutivo de su condición poscolonial.
(Artículo de Judit Carrera, publicado en "El País" el 24 de noviembre de 2015)
Il cosiddetto Stato Islamico ha i propri nuclei organizzati nelle nostre società. Ragazzi spesso cresciuti nelle case accanto alla nostra, alimentati da un odio inesauribile verso l’Occidente, i suoi costumi di vita, le sue libertà. Siamo in una guerra globale e l’Europa è uno dei suoi campi di battaglia. Ma è una guerra difficile da combattere: sappiamo dove sono le roccaforti dei fondamentalisti in Medio Oriente ma sappiamo poco o nulla del «nemico interno» che ha dimostrato di poterci colpire in ogni momento. Anche perché non ha alcuno scrupolo nel giustiziare persone indifese nei loro momenti di normalità e di vita quotidiana.
La Francia, per l’impegno militare in Siria, è diventata uno degli obiettivi principali. Ma le rivendicazioni e le minacce dell’Isis hanno detto chiaramente che nel mirino ci sono anche Roma e Londra. C’è l’Europa, c’è l’Occidente con i suoi valori. Parigi siamo noi, i morti della Capitale francese sono i nostri morti. Nessuno può volgere lo sguardo da un’altra parte.
La prima scossa deve arrivare dall’Europa politica e dalla comunità occidentale. Nessuno può combattere da solo la guerra all’Isis, serve un’assunzione di responsabilità collettiva per costruire una coalizione internazionale che decida gli strumenti più efficaci per rovesciare il Califfato, diventato centrale e punto di riferimento di tutto il terrorismo islamico. La strategia dei bombardamenti aerei e del sostegno ai combattenti anti Isis ha dimostrato di essere insufficiente. C’è bisogno di una svolta che coinvolga pienamente gli Stati della regione nella lotta all’Isis. Che va isolato e colpito.
Questa svolta non può non riguardare anche il nostro governo che finora si è impegnato solo parzialmente nel sostegno alle forze alleate sul campo. «Non faremo sconti, non consentiremo che chi ci attacca resti impunito», ha dichiarato il presidente della Repubblica francese Hollande. Molto giusto. Ma proteggeremo molto meglio i cittadini europei, quelli di Londra, quelli di Parigi, quelli di Roma (che vivranno tra poco l’evento mondiale del Giubileo) se l’indispensabile innalzamento del livello di sicurezza sarà attuato tenendo saldi i nostri principi e i nostri valori di libertà. È un sentiero stretto ma possiamo riuscirci.
Dopo la notte di Parigi, per molto tempo, nulla potrà essere come prima. Lo sappiamo. Ma sappiamo anche che quello che non potrà cambiare è la nostra forza nel reagire alla violenza e all’intolleranza senza sconfessare noi stessi.
(Editorial de Luciano Fontana, publicado en “Corriere della Sera” el 16 de noviembre de 2015)
Anteayer lunes empezó un nuevo 6 de octubre, la historia se repite. En efecto, el 6 de octubre de 1934 es una fecha mítica en la política catalana. “Todo acabará como el 6 de octubre” o “que no tengamos otro 6 de octubre”, son frases comunes en Cataluña, entre enterados no hace falta añadir más. Pero, ¿qué pasó el 6 de octubre de aquel año? En plena II República, tras perder las izquierdas las elecciones de 1933, los republicanos moderados de Lerroux necesitaron para formar Gobierno la ayuda de la CEDA, el partido mayoritario de las derechas dirigido por Gil Robles. Ante tan natural eventualidad, resultado de las urnas, se intenta una rebelión contra la República que sólo cundirá durante unos días en la cuenca minera de Asturias, siendo reprimida brutalmente por un ejército en el que destacó el general Franco.
Por su parte, en Barcelona, el presidente Companys aprovechará la ocasión para romper con la Constitución republicana y la legalidad española proclamando la República catalana. Era al caer la tarde del 6 de octubre. La cosa duró unas horas, hasta avanzada la madrugada los sublevados no se rindieron. El general Batet, capitán general de Cataluña, fusilado por orden de Franco durante la guerra por seguir siendo leal a la República, cumplió las instrucciones del Gobierno legítimo de Madrid y puso fin al patético levantamiento de Companys.
El lunes pasado, 9 de noviembre de 2015, se ha iniciado un nuevo 6 de octubre, ese mito de la política catalana. Si no lo querían, si lo intentaban evitar, ahí lo tienen. Nunca la historia se repite del mismo modo, ni tampoco es seguro que las tragedias se repitan como farsas, tal como dijo Marx. Por ejemplo, en este caso, ambos acontecimientos son una farsa, aunque en 1934 algunos inocentes murieron en la refriega mientras algunos culpables escapaban hacia Francia por las alcantarillas de Barcelona. Veremos cómo acaba el 6 de octubre actual, un 6 de octubre posmoderno, adaptado a las nuevas circunstancias.
Este nuevo 6 de octubre no ha sido inesperado, estaba previsto en la evolución política de los últimos años, en los informes del Consejo para la Transición Nacional, en las declaraciones de ciertos políticos. No ha habido sorpresas salvo una: se han atrevido a dar ese paso sin obtener mayoría en las elecciones de septiembre. Tanto hablar de elecciones plebiscitarias y, luego, cuando los comicios se pierden como plebiscito, lo que importa son los escaños, es decir, se interpretan como unas elecciones parlamentarias. Sabíamos que no eran leales a la Constitución, a las leyes, a la verdad histórica, a la realidad económica. Ahora sabemos también que no son leales ni a su palabra, su fin justifica siempre todos los medios, sólo merecen desconfianza, la historia los pondrá en su lugar.
La mejor crónica del 6 de octubre de 1934, absolutamente magistral, está escrita por el periodista Gaziel, publicada en La Vanguardia al día siguiente de acabar aquel grotesco golpe a la democracia. Léanla, se la recomiendo vivamente, puede consultarse por Internet en la sección Hemeroteca del citado periódico y en la recopilación de sus artículos Tot s'ha perdut, llevada a cabo por Jordi Amat para RBA.
Pero quien quiera entender bien la coyuntura de aquella época, el ambiente que se respiraba entre las élites políticas que gobernaban la Generalitat, los periodistas afines, los políticos de ERC y de Estat Català, la razonable postura de Madrid, es decir, quien esté interesado en comparar el 6 de octubre de 1934 con el actual y, a pesar de la distancia en el tiempo, advertir las múltiples semejanzas, el mejor libro de consulta es el dietario de Amadeu Hurtado Abans del sis d'octubre, publicado por primera vez en 2008 por la editorial Quaderns Crema, a iniciativa de los nietos del autor. Un libro luminoso.
Hurtado fue una personalidad de la época, republicano y catalanista, gran abogado, culto, buen escritor y con independencia de criterio. Ahí no está la crónica del 6 de octubre sino la crónica de sus causas inmediatas, una mirada de primera mano a la estupidez, ignorancia, fanatismo y frivolidad de unos protagonistas que se parecen mucho a los actuales. En efecto, los Companys, Dencás y Badías de entonces no eran distintos a los Mas, Forcadell, Romeva, Gabriel y Junqueras de ahora. Lean, por favor, comparen: idénticos.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 11 de noviembre de 2015)
El Parlament votó este lunes, por 72 a 63 votos, la resolución independentista que es tanto un telegrama de Declaración Unilateral de Independencia como un ejercicio de contorsionismo para que los diez diputados de las CUP permitan la investidura del candidato de Junts pel Sí. Pero por la tarde Artur Mas ya reconoció que sin investidura el llamado proceso quedaría encallado.
Vamos por partes. Tanto la resolución como el discurso de Mas parten de un punto de partida falso: que el 27-S fue un mandato democrático para ir hacia la independencia exprés. Y no es así. Por mucho que Mas se esfuerce (y es aplicado) el 47,8% no es el 51%. Y la mayoría parlamentaria de 72 diputados faculta -si realmente existe- solo para gobernar de acuerdo con el Estatut. Y en todo caso promover su reforma para lo que necesitaría 17 diputados mas (los dos tercios del Parlament). No para otra cosa.
Y los problemas no se acaban aquí. Como bien dijo Mas sin gobierno es imposible ir hacia la independencia. Un barco sin capitán no sale del puerto. Y, vista la frialdad ayer de la CUP, lo mas probable es que Mas no sea investido ni mañana ni el jueves. No sería del todo anormal en un momento normal pero si lo es cuando lo que se pretende es nada menos que romper un Estado de la Unión Europea. Ir hacia la independencia saltándose la legalidad sería siempre un error pero presumir del proyecto sin mayoría para la investidura puede llevar no solo al fracaso sino al ridículo.
Y hay un fallo conceptual mayúsculo. En el discurso de Mas hubo cosas sensatas como afirmar que el 47,8% del 27-S es una enmienda a la Constitución. Una enmienda sí, una autorización para derribarla no. Y la queja de que la inversión del Estado será este año (y muchos) muy inferior al peso de Catalunya en España (9.5% frente al 16% de población y el 19% de PIB) es si un agravio permanente. Pero eso no justifica el tono altanero con el que Mas habla de España. Catalunya no es un país extraordinario, uno de los mejores del mundo, en el que todo lo que va mal es por culpa de España, una democracia de baja calidad. No es así. No ha habido ningún presidente español que haya confesado cuentas en Andorra y cuyo hijo -sin oficio conocido salvo la intermediación- tenga una flota de coches de lujo.
Es evidente que a España le cuesta aceptar que Catalunya es una nación y/o que desea mas autogobierno pero ni de eso -ni de lo que los catalanes votaron el 27-S- se infiere que la separación es la solución. En este asunto en Catalunya hay un empate interno difícil de resolver, entre otras cosas porque los independentistas lo orillan. En España cuesta admitir que un mayor autogobierno, como el de Euskadi, podría ser algo a explorar. Y la negativa de Mas o Mariano Rajoy a admitir la complejidad ha llevado al actual choque de trenes. Aunque ahora el Parlament declarando que quiere saltarse la legalidad ayuda a Rajoy. No tiene ya que justificar la ausencia de diálogo durante toda una legislatura, le basta repetir una obviedad, que la democracia es el respeto al Estado de derecho.
Mas y la mayoría independentista se encerraron con su único juguete. Tendrá consecuencias negativas para todos. Bastaba con leer la encuesta de este periódico el domingo. Solo el 35,6% apoya la desobediencia. Catalunya será lo que quieran los catalanes pero por amplias mayorías, minimizando el enfrentamiento interno y sin hacer de trilero al decir que el 47,8% es un mandato democrático en unas elecciones convocadas como plebiscitarias. Si es una enmienda a la España actual y a la cerrada actitud del PP pero no un mandato para romper España.
(Artículo de Joan Tapia, publicado en "El Periódico de Catalunya" el 10 de noviembre de 2015)
Contra la figura hierática de don Tancredo en la plaza de toros ya hizo los debidos comentarios, no indebidamente elogiosos, José Bergamín. También el presidente Mariano Rajoy se ha llevado por su actitud no menos estólida ante la intentona golpista de los nacionalistas catalanes comentarios desfavorables, muchos de los cuales muestran impaciencia razonable, otros franco sectarismo (si no tiene la culpa también de esto el Gobierno popular, ¿quién la va a tener?) y algunos, como los de Ximo Puig, apuntan cierto bloqueo de las funciones de cerebración superior, por decirlo amablemente. Las más comprensibles de estas críticas señalan que Rajoy no solo debía haber recordado la ley y sus profetas, lo que está muy bien, sino directamente hacerla cumplir, sobre todo en un caso de flagrante ilegalidad como la consulta del 9-N. Otros señalan que no debió atrincherarse en la legalidad (incluso hay quien opina que no debió “amenazar” con hacer cumplir la ley, lenguaje extraño en una democracia), sino ofrecer un diálogo que aportase a los sediciosos cierta comprensión, soluciones imaginativas y propuestas ilusionantes, como mandan los cánones. Del contenido concreto de estas generosas alternativas no se dice demasiado, o más bien nada. Está claro que Rajoy debía haber ofrecido algo, pero no está claro (ni oscuro: no está) el qué.
Supongamos, si no lo entiendo mal, que, según el PSOE, el Gobierno debía haber ofertado una reforma constitucional como la que ahora ese partido propone en su programa electoral para el 20 de diciembre. Dejemos a un lado los aspectos de tal reforma —en la que sin duda hay cosas interesantes— que no afectan directamente al Asunto por excelencia, la organización territorial del país y la unidad de España, puesto que solo estas cuestiones interesan al nacionalismo insurgente. Según dice el borrador publicado en este periódico, el PSOE se compromete a “reconocer las singularidades de distintas nacionalidades y regiones y sus consecuencias concretas: lengua propia, cultura, foralidad, derechos históricos, insularidad, organización territorial o peculiaridades históricas de derecho civil”. O sea, más o menos lo que hay ahora y que nos ha traído a la conflictiva situación actual. No veo que nadie niegue la lengua propia de las autonomías (el problema más bien es que se respete el castellano en la enseñanza de algunas de ellas), ni la insularidad de las islas (que resulta bastante evidente, a mi juicio), ni la cultura de las nacionalidades y regiones, es decir, de los ciudadanos que son quienes hacen cultura en todas partes. La foralidad, los derechos históricos, etcétera, también están, ay, reconocidos ya, lo cual da lugar a privilegios en unos casos y equívocos en otros, lo que es inevitable cuando se admiten constitucionalmente derechos prepolíticos.
Ni siquiera se plantea si esos atavismos han de conservarse solo si favorecen al país entero y no en cualquier otro caso, lo cual sería un verdadero cambio. La novedad es que se incluirá en la Constitución el nombre de todas las comunidades autónomas, lo cual podría complementarse con el de todos los ríos, montes y playas de nuestro bello país, ya puestos. A no ser que se pongan aduanas entre las comunidades, para asegurar que nadie se distrae de la singularidad de cada una. Me imagino los carteles en carreteras, estaciones y aeropuertos: “Ya está usted en el País Vasco: póngase su txapela”, “Llega a la Comunidad Valenciana: la paella, declarada bien comestible de la humanidad”, “Estamos en Andalucía: recoja sus castañuelas en ventanilla”, etcétera. Por no hablar de la genialidad de que todas las lenguas cooficiales puedan utilizarse en todas las comunidades sin discriminación, babelización absurda que desconoce o minusvalora la ventaja, no ya cultural sino política,de tener una lengua común que sirve para entenderse a los ciudadanos de todas partes en el Estado, sea cual fuere su lengua materna.Publicidad
En vez de dedicarse a sacralizar o inventar singularidades para dar gusto a los narcisistas de las pequeñas diferencias (Freud dixit), resulta más útil explicar los elementos compartidos en que se basa nuestra ciudadanía. Cuando se pregunta a intelectuales no nacionalistas que justifiquen su opinión, responden: a) “A mí no me gustaría que Cataluña se separase de España”, potente argumento al que Romeva o Mas pueden contestar que a ellos sí. b) “A los catalanes les iría económicamente peor separados”, que es como tratar de disuadir a un atracador diciéndole que el dinero mal habido no da la felicidad. c) “¡La unidad de España!”, muy bien, pero ¿por qué es importante? La confusión interesada entre identidad cultural e identidad política es la base de todo nacionalismo. La identidad política, o sea la ciudadanía que da el Estado de derecho, siempre permite numerosas opciones culturales entre las que cada cual perfila a partir de lo común su identidad propia. Ese derecho a decidir es de los individuos, no de los territorios: si un territorio tiene derecho a decidir por su cuenta, los demás ciudadanos ven mutilado el suyo. Queremos ser ciudadanos por entero y, por tanto, no españoles a medias. Los nacionalistas pretenden que el área de la que han decidido apropiarse es una nación sin Estado (con derecho a tenerlo); los antinacionalistas defendemos un Estado sin naciones, es decir, sin miniestados dentro del Estado.
¿Qué son esas entidades fabulosas de las que hablan los nacionalistas? El maestro de sociólogos Juan José Linz escribió: “El tema de las diversas aspiraciones culturales y/o políticas queda generalmente definido con el uso de expresiones genéricas como los vascos o los galeses, o de términos como la nación vasca, el pueblo vasco, el grupo étnico y demás. Son pocos los intentos para definir de modo más preciso a qué aluden dichos términos, qué características definitorias se emplean para incluir a alguien en esas categorías y cómo verificar el grado en que una entidad colectiva de esta índole es una realidad, experimentada como tal por sus presuntos miembros”. Eso aclara por qué Pujol dijo de Borrell que era “un señor nacido en Cataluña, no un catalán”, Carme Forcadell considera “no catalanes” a los votantes de C’S o el PP, y el inefable Arzallus aseguró en una entrevista que yo no soy vasco “porque mi padre era notario y los notarios no son de ninguna parte”. Todos ellos tienen razón, porque ser “catalán” o “vasco” para un nacionalista no depende de rasgos culturales o biográficos, sino de la adhesión al ideal separatista de romper la ciudadanía estatal. Los no nacionalistas que siguen hablando de “lo que quiere Cataluña” o de que “los catalanes se sientan a gusto” confirman la ideología nacionalista sin saberlo.
“¡Y se terminó la broma!”, dijo optimista García Albiol. Ojalá, pero por desgracia la broma continúa. Uno se desespera de ver a tantos jóvenes emburrecidos por la alfalfa nacionalista, convencidos de que “nos quieren quitar lo de aquí” y que todo lo malo llega porque no son independientes, es decir, puros y buenos salvajes. ¿Cómo acabará esto? No sé cómo, pero en cambio estoy seguro de que acabará mal. Aplico uno de los estupendos aforismos de Jorge Wagensberg: “Hay cosas que acaban mal porque, si no, no acaban”. Pues eso.
(Artículo de Fernando Savater, publicado en "El País" el 9 de noviembre de 2015)
Como la prudencia aconsejaba, el Tribunal Constitucional (TC) no pone dificultades a que se celebre la sesión plenaria del Parlamento de Cataluña sobre la ruptura con la legalidad planteada por los grupos de Junts pel Sí y de la CUP. Era muy delicado limitar la libertad de los diputados para discutir y votar sobre un asunto político, aunque se trate de un propósito tan abiertamente inconstitucional como una declaración separatista. Suspender un acto parlamentario a priori habría ido en contra de la propia doctrina del Constitucional, sin perjuicio de que se adopte esa decisión a posteriori si llega a producirse, en respuesta al recurso ya anunciado por el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy.
Es indudable que la suma parlamentaria de Junts pel Sí y la CUP no les da legitimidad ni derecho a saltar por encima de la voluntad de la mayoría de los catalanes, obligando al Parlament a endosar la idea de que ni esta Cámara ni el proceso de desconexión democrática están supeditados a las instituciones del Estado español; que el futuro Govern ha de cumplir “exclusivamente” las normas y mandatos emanados de la Cámara catalana, y que en el plazo de un mes empezará la redacción de una legalidad diferente de la española y construida a la medida de los independentistas.
De este modo pretenden dar el salto cualitativo de enfrentar la legitimidad del Parlamento de Cataluña con la de las instancias representativas del conjunto de los españoles, buscando un cuerpo a cuerpo que solo desea una parte —y no mayoritaria— de los catalanes. Pero el Constitucional hace bien en no aceptar las medidas cautelares solicitadas para impedir la discusión y voto de la declaración de independencia.
Los miembros del alto tribunal están demostrando inteligencia al hilar tan fino, haciendo patente que la democracia se ejerce hasta las últimas consecuencias. No menos elogiable es la habilidad de tomar sus decisiones sobre el conflicto independentista por unanimidad, lo cual refuerza la solidez de sus actuaciones y le sitúa como pieza clave del futuro inmediato.
El TC ya demostró esa misma voluntad positiva en marzo de 2014 cuando, al tiempo que declaraba contraria a la Constitución una resolución anterior del Parlamento de Cataluña —por la que pretendía conferir al pueblo catalán la condición de “sujeto político y jurídico soberano”—, diseñó una vía de salida al conflicto planteado. Sin reconocer otra soberanía que la del pueblo español en su conjunto, el alto tribunal descartó que la Constitución sea un muro impenetrable y la presentó como un cauce para que se exprese la voluntad popular. Y dijo más: las referencias al “derecho a decidir” contenidas en esa misma resolución son “una aspiración política” a la que puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional. En otras palabras, hay salida: pero no con golpes al Estado como los pretendidos por los independentistas.
Hay que sostener esa misma línea de actuación frente a un desafío tan primario como el lanzado desde la candidatura de Artur Mas y la de la formación radical CUP, a la que aquel pretende ofrecerle la votación del lunes en prenda de una investidura que se resiste al presidente en funciones de la Generalitat.
(Editorial de "El País", publicado el 6 de noviembre de 2015)
Desde hace unos meses la auditoría de las administraciones públicas ha pasado de ser uno de los grandes olvidados de nuestro sistema institucional a ser objeto de un intenso debate político. A los que trabajamos en auditoría este fenómeno nos genera sensaciones encontradas. Es un rayo de esperanza, que podría permitir avanzar por fin hacia un modelo de control de gestión en el sector público similar al del mundo privado, oscurecido a su vez por los errores que se están produciendo.
Hay un primer fallo, típico también en las auditorías de las empresas, que es pensar que todas las auditorías son iguales. Hay muchos tipos de auditorías, cada una con una función determinada, lo que delimita claramente qué podemos y qué no podemos saber a través de ellas. Salvo un muy reducido tipo de auditorías, las que usan técnicas forensic, que ayudan a la detección del fraude, éste no es su fin principal y suelen estar planificadas para detectar problemas importantes, pero no esos. La eficiencia, la transparencia, la reducción de costes, la correcta asignación de recursos sí que son sus objetivos. Desde este punto de vista, efectivamente, son un arma política muy eficaz, pero no para utilizarla contra el enemigo, sino para ayudar, con una clara vocación constructiva, a cumplir los programas políticos y a rendir cuentas adecuadamente ante los ciudadanos.
Otro de los problemas está relacionado con el desarrollo asimétrico que han vivido los sistemas de control de lo público y lo privado. Mientras que en el sector privado las sucesivas crisis del último siglo han impulsado el desarrollo de dos sistemas de control paralelos y complementarios – uno interno y otro externo-, en el sector público el control externo, el que ejercen personas e instituciones independientes, sigue siendo mínimo y ejecutado a destiempo, sobre todo en la administración municipal. Por eso, mientras que en España se tiene que auditar cualquier empresa mediana, un ayuntamiento como el de Madrid, con un presupuesto consolidado de más de 4.000 millones de euros, no se audita externamente cada año al no exigírselo la Ley.
Alguien podría decir que sí que hay control externo en la Administración, que para eso están los tribunales de cuentas y el resto de órganos de control externo (OCEX). Pero esa misma persona tendría que reconocer que estos órganos nunca han contado con la estructura y los recursos necesarios, y que en muchos casos se crearon sin suficiente apoyo político, hasta el punto de que con la crisis se decidió suprimirlos en algunas comunidades autónomas por considerarse –en lo que constituye un enorme contrasentido- centros de gasto.
A pesar de estos problemas, las luces son más importantes que las sombras. El interés que la transparencia está generando en nuestra sociedad ya se está plasmando en iniciativas legales que van en la dirección correcta. La mayoría de ellas son de carácter voluntario. El ejemplo más significativo en este caso sería el ayuntamiento de Barcelona que, sin que ninguna ley nacional o autonómica le obligue, la lleva a cabo desde hace muchos años con el objetivo de reducir el coste de su deuda. La Comunidad Navarra es también otro buen ejemplo.
Pero también hay avances que sí que conllevan cambios normativos de obligado cumplimiento. El más importante es el régimen jurídico de control interno de las entidades del sector público local cuya aprobación es inminente. Esta nueva normativa va a suponer una notable mejora en el control externo de miles de entidades públicas del ámbito local. La figura central de este control son los interventores de los ayuntamientos pero, al mismo tiempo, se facilita la colaboración público-privada cuando se estime necesario, que va a ser fundamental sobre todo en los casos en los que se requieren técnicas y conocimientos que los auditores privados manejan con más eficiencia y experiencia que nadie.
Aunque éste será un paso muy relevante, para acercarnos al modelo ideal, quedarían pendientes numerosas medidas. La más importante es la auditoría externa obligatoria de los ayuntamientos de mayor dimensión. Con el nuevo régimen de control interno los interventores municipales llevarán a cabo auditorías de las entidades antes mencionadas, pero ¿quién controla cada año las cuentas de los ayuntamientos que son firmadas por ellos? Si estas cuentas no se someten al mismo control, el sistema quedará cojo.
Desde luego, los OCEX deberían de jugar un papel principal en este control, pero ahora mismo ni la ley ni los recursos financieros que reciben se lo permiten. Del mismo modo, hay importantes lagunas legales que lo imposibilitan. Por ejemplo, para poder auditar correctamente a los grandes municipios habría que regular el alcance de los trabajos de auditoría del sector público, delimitar bien sus objetivos y alcances, desarrollar la normativa técnica a aplicar y crear un sistema de control de calidad como en las auditorías privadas. Como en tantos otros temas claves en sociedades tan sofisticadas como la nuestra, tenemos que dedicarle más recursos. Tenemos un cambio cultural que gestionar entre nuestros políticos, nuestros empresarios y nuestros funcionarios. Y tenemos unas elecciones generales, unos programas electorales y una nueva legislatura que son una oportunidad perfecta para responder a este reto. Ojalá el nuevo Gobierno recoja el guante.
(Artículo de Mariano Alonso, publicado por "El País" el 30 de octubre de 2015)
En la ciudad de Milán, siempre hermanada con Barcelona, se produjo en 1947 un acontecimiento recordado en los anales como un buen ejemplo del eterno dilema entre el realismo político y la fuga hacia adelante.
Derrotado el fascismo, los partisanos habían entregado las armas, siguiendo la consigna del comité de liberación nacional. Dueños de no pocas ciudades del norte y del centro del país, las brigadas dominadas por los comunistas podían haber intentado proclamar una república socialista independiente, pero pisaron el freno para evitar una casi segura guerra civil. Optaron por la integridad de Italia, a cambio de un papel relevante para la izquierda en la nueva constitución.
Eran meses de pacto y de intensa pugna. A la Democracia Cristiana no le bastaba con el desarme de las brigadas partisanas. También quería que sus comandantes dejasen de ocupar puestos de mando administrativo con unidades de policía a sus órdenes. En noviembre de 1947, el ministro del Interior destituyó al prefecto (gobernador civil) de Milán, Ettore Troilo, jefe partisano de brillante historial. Hubo protestas y un grupo de militantes comunistas ocupó la prefectura de Milán, en señal de desobediencia y desconexión con el nuevo poder blanco.
Ocupado el palacio gubernamental, el jefe los comunistas milaneses, Gian Carlo Pajetta, llama a Roma: "Compagno Togliatti, te comunico que tenemos la prefectura de Milán en nuestras manos". Silencio en la línea. Palmiro Togliatti, glacial, responde: "¿Y qué piensas hacer con la prefectura de Milán?". Ligero carraspeo del joven Pajetta, que esperaba un ¡bravo! desde el otro extremo de la línea. Consigna del secretario general: "Mira de salir cuanto antes, sin hacer el ridículo".
2015. En la Barcelona posmoderna, turística, gestual, teatral y fuertemente radicalizada por la crisis económica, los principales dirigentes de la amplia pero fragmentada corriente independentista acaban de tomar la decisión de asaltar la autoridad del Estado español con un papel.
Posmodernidad es simulación constante. No es nada extraño que una de las primeras decisiones de la nueva presidenta del Parlament de Catalunya y de sus amigos, después del brioso vítor en favor de la República catalana, fuese hacerse una selfie como recuerdo de un día tan señalado.
Una selfie premonitoria. Autorretrato del año de las emociones fuertes, mientras desahucian a los primos convergentes. Ese es el estilo que viene. Esa es la primera y más verídica declaración de intenciones de la futura clase dirigente catalana, llamada a sustituir a quienes estas semanas son objeto de registro policial.
La posmodernidad admite ironías que eran casi inimaginables en los momentos más dramáticos del siglo XX. Un parlamento que no se pone de acuerdo para elegir al nuevo presidente del Ejecutivo, después de unas elecciones que han dividido en dos la sociedad catalana, se propone aprobar de manera inmediata una moción de desobediencia al Tribunal Constitucional y a las principales leyes vigentes, anunciando la próxima instauración de una República catalana, sobre la que la mayoría de los electores no se ha pronunciado, puesto que no figuraba en el programa de la coalición vencedora.
No se sabe si habrá presidente -o presidenta- en los próximos setenta días, y ya se plantea un programa de ruptura, con una República que no constaba en el programa electoral vencedor. Una República no es poca cosa, incluso en la posmodernidad. Estamos ante una situación verdaderamente insólita en las democracias europeas. Fuga hacia adelante a toda castaña.
En paralelo a esta nueva aceleración táctica del independentismo exprés -insisto, no apoyado de manera explícita por el mandato de las urnas-, la policía registra el domicilio del hombre político más relevante en Catalunya en los últimos cincuenta años y el de diversas personas directamente relacionadas con el partido gubernamental, en busca de pruebas que demuestren el cobro de comisiones por la concesión de obras públicas; el famoso 3%, inscrito ya de manera indeleble en la cultura popular.
Mientras la declaración de independencia exprés entra en el registro del Parlament, las televisiones difunden imágenes de la colección de coches de lujo de uno de los principales investigados. El trallazo en la opinión pública es fenomenal. En Catalunya y en toda España.
Cuando la política se complica sugiero siempre un ejercicio: intentar explicar lo que está pasando a un amigo extranjero. Voz alta, distancia y traducción. Ayer lo hice y llegué a la conclusión de que el grupo dirigente catalán ha decidido la fuga hacia adelante, preso de una doble angustia: la enorme resistencia de la CUP a la investidura de Mas y el temor a una posible desintegración de CDC, ante el salto de cualidad de la investigación judicial, que podría estar contando con nuevos e insospechados informantes.
La situación catalana cambia de rasante. Y el Partido Popular no desaprovechará ni un minuto para reafirmarse como Partido Alfa. El voto catalán derrotó al PP en el 2004 y el 2008. Esta vez, la angustia del partido gobernante catalán podría servirle en bandeja la campaña electoral.
La fría pregunta de Togliatti aún tiene sentido: ¿Y qué pensáis hacer después de la declaración?.
Aunque también podría plantearse en Madrid: ¿Y qué pensáis hacer después del artículo 155?
(Artículo de Enric Juliana, publicado en "La Vanguardia" el 28 de octubre de 2015)
No conocía al actor Viggo Mortensen ni de nombre, tal es mi desconocimiento del cine actual. Pero fue entrevistado en La Vanguadia hace unos días y una respuesta me llamó mucho la atención. Se le preguntaba: “¿Qué admira en los otros?”. Y respondía: “El coraje moral, no dejar de hacer o de decir lo que piensas por miedo a convertirte en enemigo de tus amigos o amigo de tus enemigos. No ser presa de ideologías, de ideas preconcebidas o de lo que piensen los demás sobre ti”. Siempre leeré las entrevistas o los escritos de Mortensen, por lo visto un gran actor, en cualquier caso, un tipo decente.
Cuando se dice que, a consecuencia del proceso separatista, la sociedad catalana está partida por la mitad, dividida y fracturada, no significa que haya dos bandos claros en continua lucha entre ellos sino que en un bando ha faltado y, con excepciones, sigue faltando, coraje moral, es decir, arrestos suficientes para que en un tema, un solo tema, el monotema, decir lo que se piensa sin miedo a que te pueda convertir en enemigo de tus amigos o amigo de tus enemigos.
En una sociedad liberal, las ideas de cada uno no pueden ser objeto de coacción alguna y pueden expresarse con total libertad. Por tanto, no hace falta coraje moral, decir lo que se piensa es lo normal. En la mayoría de las cuestiones, la sociedad catalana es liberal: uno puede ser lo que quiera, opinar como le dé la gana, ser de derechas o izquierdas, religioso, ateo o agnóstico, heterosexual u homosexual, es liberal en todo menos una cosa: en el nacionalismo, la identidad, la lengua catalana, ahora la independencia, todo eso.
En este punto, media Cataluña es profundamente antiliberal y a quienes no piensen en voz alta como ellos, es decir, de acuerdo con los cánones oficialmente prescritos, se les deforman sus ideas hasta extremos grotescos, se les amenaza para infundirles miedo y, si no rectifican su conducta, de forma directa o indirecta, genérica o concreta, se les expulsa de la comunidad. Esto es así hoy, esto es así desde hace muchos años.
Un ejército de escribanos al servicio del régimen, amparados en el poder autonómico y con grandes medios a su disposición, se encarga de ello. Y como los que deberían hablar callan, el resto de la sociedad, en sus relaciones privadas, calla también y, en muchos casos, da la razón a esta virtual mayoría que, al final, lo acabará realmente siendo. Es la tan famosa, como mal entendida, “espiral del silencio”.
En efecto, la espiral del silencio es un proceso mediante el cual un punto de vista llega a dominar la escena pública cuando los demás —aunque al principio sean mayoría— abandonan y enmudecen. En este sentido, como sostenía la socióloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann, en una contienda gana quien tiene más “energía, entusiasmo, ganas de expresar y exhibir sus convicciones”.
No hay duda que la escena pública catalana ha sido protagonizada durante décadas por los nacionalistas, de unos u otros partidos, y los demás, con excepciones, han ido transigiendo y acomodándose a la situación con la solidez y aguante del membrillo, es decir, con la moral baja, el ánimo decaído, los complejos a flor de piel y admitiendo culpas imaginarias. En estos casos, al final, siempre vencen los más enérgicos, los que están impulsados por un ideal claro, los dotados del ímpetu que suministra la virtù maquiaveliana.
Durante 35 años, se ha ido creando una situación en la que muchos catalanes han cambiado de ideas y han entrado en el consenso nacionalista, entre otras, por dos conocidas razones: apuntarse al bando que creen vencedor y tener miedo a quedar socialmente aislado. Para conseguirlo, los nacionalistas han seguido una vieja estrategia: primero, intentar persuadir, si no es suficiente, amenazar y, por fin, excluir. La exclusión de algunos irradia a los demás para que el miedo psicológico se interiorice y mute en convencimiento. De ahí la ampliación del consenso nacionalista.
Entre quienes pueden ser escuchados en Cataluña, el miedo ha vencido al coraje moral, esa gran virtud, tan admirada por Viggo Mortensen. No es extraño, pues, que los sin voz ni siquiera se atrevan a hablar del monotema con los amigos, compañeros de trabajo, familiares. Una triste y anormal situación, muestra de la precariedad democrática de Cataluña. Un foso del que no será fácil salir.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 14 de octubre de 2015)
Podría ser una viñeta de El Roto. En la esquina de arriba, un representante del poder, un tipo grande y gordo, se dirige, amenazador, a un hombrecillo que desde el rincón inferior del cuadro no se atreve, atemorizado, a abrir la boca: “¡que te calles!, ¡te tengo dicho que no quiero ni oír hablar de la espiral del silencio!”, le increpa a voces. Podría ser una viñeta humorística, pero desgraciadamente también es real. Quienes han mencionado, con esa misma o con otra expresión, la existencia de una intimidación a quien discrepa de las ideas hegemónicas hoy en el espacio público catalán, se ha encontrado, de inmediato, con toda la artillería del oficialismo (desde los desmentidos sin contenido alguno a las burlas, pasando por las insidias ad hominem).
De un tiempo a esta parte, no obstante, se ha añadido a ese tipo de argumentos otro, que se pretende más elaborado. Es el que se podría sintetizar en la afirmación de que el victimismo ha cambiado de bando. Ahora, razonarían los ideólogos del nuevo tópico, los antiguos victimistas habrían abandonado su antigua condición de adictos al agravio para mutar en esperanzados ciudadanos que, llenos de alegría, habrían rechazado continuar anclados en la negatividad y habrían emprendido, decididos, el camino hacia la felicidad colectiva representada por la independencia.
El lugar que ellos habían dejado vacante lo habrían ocupado los antiguos autores de los agravios, que, siempre según este peculiar razonamiento, se estarían dedicando ahora a aparecer, de manera interesada, como las nuevas víctimas. En consecuencia, cualquiera de las críticas que estos victimistas sobrevenidos pudieran formular al poder soberanista, incluida la de la intimidación, deberían entenderse bajo esta clave, a medio camino entre el oportunismo y la psicopatología del que tiene mal perder o vive atenazado por la manía persecutoria.
Dejemos al margen que tales argumentaciones en ocasiones parezcan más próximas a la autoayuda que a una teorización de la presunta utopía disponible, con ese empeño en considerar la alegría y la felicidad que exudan las personas reunidas en grandes concentraciones de masas como un valor político fuera de toda duda (por cierto, ¿quién dijo lo de la “España alegre y faldicorta”?), o como si la búsqueda de ese estado de ánimo que en la jerga autoayudesca se denomina “positividad” constituyera un fin último indiscutible.
Pero lo criticable del victimismo como actitud política no es tanto que quien se presenta como víctima exagere los agravios de los que es objeto, o incluso se los invente para obtener un rédito electoral. El victimista se define por el hecho de que sistemáticamente, ocurra lo que ocurra, se coloca en el lugar de la víctima, lo que deja fuera de la definición a quien se lamenta o protesta por un particular daño recibido. Desde esta perspectiva, lo auténticamente grave es lo que escamotea la permanente instalación del victimista en la queja o, si lo prefieren, lo que esconde el constante alarde de la condición de víctima, que no es otra cosa que la asunción de responsabilidades.
Pero si esta es la naturaleza profunda del victimismo, entonces habrá que decir que la crítica a la actitud victimista tendrá desigual importancia, según los casos, resultando en alguno de ellos particularmente necesaria y justa. ¿En cuáles? En aquéllos en los que el victimismo es utilizado como una argucia del poder no solo para no hacerse cargo de sus propios actos, sino para endosárselos, en caso de que hayan generado efectos negativos, a otro u otros.
Eso es precisamente lo que buscó el nacionalismo catalán durante la larga etapa de gobiernos de Jordi Pujol. La gran ausente de la esfera pública catalana a lo largo de aquellos años fue la crítica política, sustituida de manera sistemática por un pseudodebate respecto a qué formación o partido estaba en mejores condiciones de negociar con (o plantar cara a, el lenguaje dependía del momento) Madrid, como si dentro de Cataluña no hubiera nada que criticar o lo que hubiera fuera en último término responsabilidad del gobierno central siempre. En todo caso, no puede decirse que la asunción de responsabilidad, en su variante de rendición de cuentas, haya hecho mayor acto de presencia en la segunda etapa en el poder del nacionalismo, ahora reconvertido al independentismo. A fin de cuentas, si algo quedó claro en la campaña electoral del pasado 27-S es que Artur Mas no estaba dispuesto a hacerse cargo de la gestión de su propio gobierno en la anterior legislatura.
¿A qué viene entonces que quienes todavía no han conseguido sacudirse el victimismo (y si hicieran falta pruebas complementarias, bastaría con recordar la sobreactuada reacción de los soberanistas tras conocerse recientemente la imputación de Artur Mas) pretendan proyectar la actitud victimista sobre el adversario? Es probable que dicha proyección constituya la última vuelta de tuerca de un discurso soberanista empeñado en empujar hacia el silencio al discrepante interior con diferentes argumentaciones, todas por completo descalificadoras, desde las morales (“a partir de ahora, de moral solo hablaremos nosotros”, ¿recuerdan?), a las económicas (ese “España nos roba” que situaba automáticamente en el bando de los simpatizantes, si no cómplices, con los ladrones a cualquier que osara cuestionar la gestión de los recursos públicos que hacía el nacionalismo), pasando por las políticas (“en estas elecciones no hay más opción que la independencia o la extrema derecha”: palabras recientes de Artur Mas en la última campaña que consagraban la etiqueta habitual de facha que en Cataluña se le coloca por menos de nada a cualquiera que no comulgue con el soberanismo). Descalificado de esta manera rotunda y absoluta el discrepante, ¿que podía resultar más fácil que desactivar la importancia de todas sus quejas tipificándolas como un ejercicio de victimismo?
Pero considerar victimista a cualquier víctima, sin introducir ningún criterio para distinguir quien incurre en dicha actitud para escapar de sus responsabilidades y quien denuncia, cargado de justicia y razón, el daño del que es objeto, acaba siendo un argumento que solo puede resultar de utilidad al poderoso, cuyos posibles errores, arbitrariedades o tropelías, podrían quedar sistemáticamente neutralizados a base de endosar la etiqueta de victimista a quien protestara por haberlas padecido. Piensen ustedes en las imágenes de los mayores horrores de los últimos tiempos, a esas expresiones de dolor y sufrimiento que más les puedan haber impactado. ¿Conciben mayor cinismo que el de que, en una situación así, los causantes de tanto daño le espetaran a sus víctimas un “venga, hombre, no me seas victimista”? Pues a la escala que sea, apliquen ese mismo razonamiento y extraigan las conclusiones correspondientes.
(Artículo de Manuel Cruz, publicado en "El País" el 19 de octubre de 2015)
Era 30 de abril de 1937 y un joven historiador catalán, Jaume Vicens Vives, decidió enviar a Manuel Azaña, “primer ciudadano de la nación”, un libro que recogía el “modesto fruto de mis últimos trabajos”. Escribía Vicens, apenas una semana antes de que en Barcelona estallara una guerra civil catalana dentro de la Guerra Civil española, que con aquel libro solo había pretendido contribuir desde su “posición de trabajo al esfuerzo colectivo que hoy realizamos todos los españoles —entre los cuales cabe contar a nosotros, los catalanes— para asegurarnos un porvenir, rico en promesa de libertad y cultura”. Y añadía que la obra que tenía el honor de ofrecer al presidente de la República era “hija directa de su política y de la comprensión que V. E. tuvo de los problemas catalanes. ¿Quién hubiera podido soñar, antes, en la publicación de una tesis doctoral, pensada y escrita en catalán, en la Universidad de Barcelona?”.
Cuando Vicens envió su carta a Azaña no habían transcurrido aún tres años de la agria disputa que le enfrentó a Antoni Rovira i Virgili, cuando este le reprochó desde La Humanitat la falta de “sensibibilitat catalanesca” que había mostrado en su trabajo sobre “La política de Ferran II durant la guerra remença”. Vicens le respondió con una carta abierta publicada en La Veu de Catalunya que si había prescindido “de l'esperit nacional en analitzar el regnat de Ferran II és perqué a la documentació de l'època no hi ha res que en revelés un estat de consciència nacional”. Con ello, establecía Vicens como norma inexcusable del oficio de historiador no sucumbir a esa falacia retrospectiva que consiste en proyectar sobre el pasado el espíritu nacional propio del presente si los documentos de la época no atestiguan de ninguna manera la existencia de tal espíritu.
Que esa posición de Vicens Vives no fue meramente circunstancial lo prueba bien que, pocos meses antes de su temprana y muy sentida muerte, escribiera en Serra d’Or que la “coacción romántica” seguía planeando sobre “les produccions dels nostres més eminents historiadors, algun dels quals arribá a confondre història romàntica amb història nacional”. Este es el mismo Vicens que en diciembre de 1956 había dirigido a la Juventut de Catalunya una llamada a formar la “Aliança pel Redreç de Catalunya” como piedra singular de la reordenación de Europa y de España; el mismo que, además de propugnar para España un “Estado federativo gradual”, aleccionaba a los jóvenes catalanes recordándoles que “el separatisme és una actitud de ressentiment col.lectiu incompatible amb tota missió universal”.
Pero aquel catalanismo que vinculaba la defensa del hecho diferencial catalán con la activa participación en las instituciones españolas, comenzó a hacer agua cuando en los primeros años del siglo XXI sonó la hora de la nacionalización del pasado por iniciativa de las nuevas clases políticas de las comunidades autónomas que, apoyándose en científicos sociales —historiadores, sociólogos, politólogos—, llegaron a la conclusión de que el consenso constituyente de 1978 había periclitado. No atreviéndose con la Constitución, en la que radicaba el fundamento de su poder, procedieron a reformarla por la puerta de atrás, asegurando que se limitaban a revisar los estatutos de autonomía cuando, en realidad, se afanaron en la elaboración de estatutos de nueva planta, basados en la generalizada afirmación de unas realidades nacionales que remontaban al origen de los tiempos.
Para legitimar esta operación no encontraron mejor recurso que nacionalizar cada cual el pasado de su propio territorio, en unos preámbulos construidos según el género de “érase una vez”. Científicos sociales, más o menos marxistas en sus años jóvenes, todos muy viajados y muy cosmopolitas, se convirtieron en fervientes nacionalistas, dispuestos a aportar su grano de arena a esos cuentos de hadas, sonrojantes para cualquier historiador, que son los preámbulos de los estatutos de autonomía de 2006/2007. De las nacionalidades y regiones de la Constitución se pasó a realidades nacionales de los estatutos, con la vista puesta en una próxima conversión de todas ellas en naciones.
Pues llegados a este punto, solo era cuestión de tiempo y oportunidad que las realidades nacionales se declararan naciones políticas en plenitud de soberanía exclusiva. Y no menos de esperar era que, como ya había ocurrido en 1931 y otra vez en 1978, los catalanes se condujeran como primogénitos: por su rica tradición de catalanismo político, por la constante acción nacionalizadora impulsada desde la Generalitat a partir de las elecciones de 1980, por la abundancia de asociaciones y plataformas creadas al servicio de la misma causa, y en fin, aunque no en último lugar, por la disponibilidad de un puñado de historiadores, que rápidamente se mostraron muy deferentes con el poder y muy solícitos a la hora de convertir una historia compleja en la más simple de todas las historias jamás contadas, la de España contra Cataluña.
Y así, requerido por el poder, acudió un plantel de historiadores a contar que ya desde principios del siglo XVIII, una nación, España, decidió exterminar por las armas a otra nación, Cataluña: la guerra de sucesión a la dinastía austriaca, liquidada con el triunfo de la dinastía francesa, se convirtió, por ese arte de birlibirloque en que son maestros los historiadores nacionalistas, en guerra entre dos naciones hechas y derechas, España y Cataluña: una invención en toda regla que habría merecido de Vicens la crítica que en su Noticia de Cataluña dirigió a “los historiadores románticos de uno y otro lado del Ebro” cuando presentaban lo ocurrido de 1705 a 1714 “desde un ángulo ajeno por completo al adoptado por aquellos antepasados nuestros”. Narrar el pasado respetando el ángulo adoptado por los antepasados es el arte y también la obligación del historiador. Pero si en lugar de narrar lo que, tras un arduo trabajo de indagación, descubre, el historiador presenta lo que, por coacción romántica o por acudir en auxilio del poder en plaza, inventa, entonces comete lo que parafraseando a Julien Benda podría llamarse la trahison des historiens. Nacionalizar el pasado con el propósito de remontar la existencia de la nación propia a tiempos inmemoriales para, de esa manera, legitimar una operación política es una traición de los historiadores a lo que constituye la médula de su oficio.
Una traición, como la cometida por los intelectuales en los albores de la Gran Guerra, catastrófica en sus resultados porque los historiadores que acuden al canto de sirena del poder político para inventar la historia de una nación contra otra construyen el soporte desde el que ese poder legitima su llamada a la unión sagrada —¡campesinos, proletarios, burgueses, terratenientes, banqueros: uníos, la patria os llama!— contra el enemigo, contra la nación extranjera, contra ese Otro que nos roba y nos expolia y pretende exterminarnos. El érase una vez, ese cuento de hadas de la falacia nacionalizadora, se convierte así, en el mejor de los casos, en un cuento de miedo; en el peor, en una historia de exclusión destinada a quebrar una convivencia en paz.
(Artículo de Santos Juliá, publicado en "El País" el 11 de octubre de 2015)
En estos momentos que vivimos, inmersos en nuevos procesos políticos llenos de interrogantes, viene a mi memoria lo que los mayores solían decirnos cuando éramos niños: “preguntar es de mala educación”. Un consejo, este, que también hoy se repite y que muchos convierten después en regla de conducta. Hoy, 28 de septiembre, se conmemora el Día Internacional del Derecho a Saber, una celebración que nació en 2002, cuando, reunidos en la ciudad de Sofía los representantes de las principales organizaciones no gubernamentales, fijaron esta fecha para recordar en el mundo la aparición de un nuevo derecho que permitiría a los ciudadanos ser más partícipes de lo público.
España tiene una democracia adulta que cumple 37 años, que garantiza el valor de nuestra voz, y que, ahora, da otro paso más sumándose, por primera vez, a la celebración de esta jornada con una Ley de transparencia, que entró en vigor hace nueves meses y que supone un cambio de cultura en la gestión pública. ¡Por fin, en nuestro país, preguntar ya no es de mala educación! Al contrario, es, ni más ni menos, el ejercicio de un nuevo derecho que hace a los ciudadanos más críticos, más expertos, más responsables y más participativos.
Se trata de un cambio que sacude a toda la organización. Por un lado, a la todopoderosa Administración, que durante mucho tiempo fundió los conceptos de poder e información, haciéndose propietaria de esta última y convirtiéndose en el guardián exclusivo de los datos de su gestión. Aquella Administración, opaca, burocrática, lejana y distante pasa, con la transparencia, a ser tan solo depositaria de una información que pertenece a los ciudadanos y que éstos pueden y deben conocer y exigir. Por otro lado, a los representantes de la ciudadanía, que tendrán que rendir cuentas del manejo de los fondos públicos y, con su ejemplo, justificar la confianza que en ellos depositan los ciudadanos, haciendo público su trabajo y sometiéndolo a la valoración y exigencia continua de quienes les invistieron de sus poderes.
Sin duda, un grandísimo avance, porque hay cosas que, con conocimiento público, jamás sucederían, y porque el axioma “a mayor transparencia menor corrupción” se cumple de forma inexorable. Y, en medio de este cambio, hay un motor fundamental: los ciudadanos. Sin ellos, nada tendría sentido. La Ley de transparencia y el derecho a saber precisa y requiere la concurrencia de sus voluntades.
Es el momento del compromiso, de ejercer este nuevo poder, de pasar de la charla a la exigencia, de la crítica social a la acción ciudadana, de la queja al escrutinio, de la conversación a la actuación. Los ciudadanos ya pueden saber cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los fondos públicos, quiénes son los gestores y responsables de la acción política y, con ello, hacer que las instituciones sientan la atenta vigilancia de una sociedad más activa y responsable.
Hay cosas que, con conocimiento público, jamás sucederían, y porque el axioma “a mayor transparencia menor corrupción” se cumple de forma inexorable
No podemos desaprovechar esta oportunidad. No estamos ante un eslogan ni una moda, aunque su constante mención haga que, en ocasiones, así lo parezca, estamos ante un cambio que nunca más volverá a mirar atrás. La transparencia ha venido para instalarse y los políticos, de uno u otro signo, no pueden retroceder, sino avanzar y afianzar una nueva era.
Transitaremos por la transparencia poco a poco, pero también deprisa, porque llevábamos diez legislaturas esperándola. Y recorreremos este camino entendiendo que la transparencia no es algo distante ni incomprensible, al contrario, es el instrumento que nos ayudará a conocer y cambiar muchos comportamientos públicos, a lograr que las normas se cumplan, que los responsables de las organizaciones asuman sus actos y las consecuencias de éstos y que los fondos públicos se controlen.
En este empeño trabaja el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, accesible a todos y creado por la Ley para ser guardián y defensor de la transparencia, con un plan estratégico, en el que han participado todos los que han querido arrimar el hombro, dirigido a conseguir, escalón a escalón, entrar en las instituciones, inspirar las normas, alentar las iniciativas y acompasar a los ciudadanos en la participación activa en el gobierno de lo público.
Hoy, preguntar a nuestros gestores y responsables públicos es, por fin, de buena educación, es, por fin, un derecho que los ciudadanos pueden y deben ejercer y que la Administración tiene la obligación de asumir, respondiendo y dando a conocer lo que la ciudadanía le pide.
El reto es difícil, pero imparable, por eso, en este día festivo, hoy, 28 de septiembre, convocamos a todos a trabajar para conseguir una Administración renovada, accesible y transparente y una ciudadanía orgullosa de haber contribuido a ello.
Por cierto: ¿Hay alguna pregunta?
¡Feliz día del Derecho a Saber!
(Artículo de Esther Arizmendi, publicado en "El País" el 28 de septiembre de 2015)
La historia de un fracaso compartido: eso es lo sucedido en los últimos años entre la Generalitat y el Gobierno central. Por supuesto, la gran responsabilidad recae en el Gobierno de la Generalitat y las fuerzas políticas y sociales que le han dado apoyo. Pero, a otro nivel, el Gobierno central no ha hecho esfuerzo político alguno para encauzar el problema. Sin querer equiparar la responsabilidad de ambos, ni uno ni otro, cada uno en su ámbito, han estado a la altura de las circunstancias.
La Generalitat no ha estado a la altura porque su Gobierno ha actuado de un modo populista y victimista, ha forzado al máximo la presión sobre las instituciones de la sociedad catalana y sobre los medios de comunicación para dar a entender que en Cataluña el deseo de independencia era prácticamente unánime. Los elementos utilizados para ello han sido, entre otros, el sesgado cálculo de las balanzas fiscales, la demagogia sobre el maltrato económico a Cataluña, el falseamiento de la historia en la conmemoración del año 1714, expresiones insultantes como el lema España nos roba, que fácilmente pueden generar resentimiento entre ciudadanos, o el uso de símbolos como instrumentos partidistas en vez de como lazos de unión.
Cabe destacar también el perjuicio a la ética política que ha provocado el desprecio por el derecho, al situar una supuesta voluntad del pueblo por encima de leyes y sentencias, incumplidas además ostentosamente por las autoridades catalanas, así como la simplificación de la idea de democracia al dejarla reducida al ejercicio de un genérico derecho a votar, con menosprecio de los principios de legalidad, representación política, pluralismo y división de poderes, esenciales e insustituibles en cualquier Estado democrático de derecho. Las tensiones y fracturas que todo ello ha suscitado son responsabilidad del Gobierno de la Generalitat.
Por su lado, el Gobierno español tampoco ha estado a la altura de las circunstancias porque ha permanecido impasible ante tal situación, sin adoptar ningún gesto o medida de acercamiento, no tanto a las instituciones desleales de Cataluña, sino a sus ciudadanos, también ciudadanos españoles, que se han sentido faltos de ayuda y apoyo. Lo que esperaban muchos catalanes del Gobierno de España eran réplicas rigurosas a los argumentos nacionalistas (balanzas fiscales, presunta discriminación económica, tergiversaciones históricas, permanencia en la UE), informes de respetados especialistas sobre las consecuencias económicas, jurídicas y cívicas de una ruptura territorial, así como una mayor cercanía emocional. Nada de esto ha hecho el Gobierno de España. Simplemente se ha limitado, en los supuestos más llamativos, a interponer recursos judiciales —un estricto deber, por lo demás— que han resultado insuficientes para evitar que se instalara en la mentalidad de muchos catalanes la idea de que una ruptura era posible, fácil y conveniente.
Ni de una parte ni de otra, además, se ha querido considerar que en el desarrollo de los acontecimientos durante estos últimos años ha influido, y tal vez de manera determinante, el clima social, económico y político que ha dominado en España. He aquí otra consecuencia de la crisis económica e institucional: interesadamente magnificada para la ocasión, ha aportado nuevos motivos para la separación, poniendo en cuestión las bases constitucional, económica, social y cultural del conjunto. Dicho coloquialmente: sólo en una España que funcione bien recuperará la sociedad catalana su vitalidad, empuje y sensatez.
Ha llegado, pues, el momento de reflexionar con urgencia sobre las reformas que pueden resultar convenientes, desde cambios en la Constitución hasta cambios hoy necesarios en economía, educación y cultura, Estado del bienestar, con el objetivo de contribuir a un aumento de la riqueza y a la reducción de la desigualdad social. La nueva etapa de la vida española debe estar presidida por un espíritu reformista, que recupere el ímpetu intelectual y el coraje civil, político y moral, de los mejores pasajes de la Transición.
Únicamente así podrá superarse el mal llamado problema catalán. Y mejor confiar más en el empuje de la sociedad, de los individuos que la componen, que esperarlo todo, pasivamente, de las instituciones públicas. Estas instituciones nunca desempeñarán su función adecuadamente sin unos ciudadanos que las impulsen, las controlen, participen en ellas y, a través de los mecanismos democráticos, las lideren. La clase política no puede distanciarse tanto de la sociedad como ha sucedido en la última década, pero tampoco la sociedad debe despreciar tanto a los políticos, escogidos directa o indirectamente por los ciudadanos, en cierta manera su propio reflejo. Regenerar implica, ante todo, reformar las instituciones públicas y dinamizar la vida social.
La solución, en todo caso, exigirá pedagogía democrática y cambios en el modelo territorial de Estado. Estos cambios deben basarse en los valores de libertad e igualdad de los ciudadanos, no en el cultivo ensimismado y narcisista de las pequeñas diferencias, con frecuencia más inventadas que reales. Un Estado es sólo un instrumento para garantizar esta libertad y esta igualdad, inseparables de la solidaridad, y no es su misión fomentar moldes identitarios que suelen oponer límites ilegítimos al ejercicio de los derechos fundamentales basados en dichos valores. Una sociedad libre nunca es homogénea sino que es plural. Plural es Cataluña, plural también el resto de España, plural el conjunto de ambas. Una sociedad en la que los individuos disfruten de iguales derechos es la única garantía para superar conflictos territoriales.
Es la hora de defender la nación constitucional, es decir, al conjunto de los españoles unidos por los principios y reglas de la Constitución. Esta nación necesita reformas que mejoren la articulación y el funcionamiento del Estado en el que está organizada. Esta nación es nuestro ámbito de convivencia y su quiebra supondría la ruptura de esta convivencia, nos conduciría hacia divisiones y enfrentamientos que no beneficiarían a nadie y perjudicarían a todos.
La nación constitucional no es el conjunto de españoles a la búsqueda de una pretendida identidad colectiva basada en la lengua, la cultura o la tradición histórica, sino el conjunto de ciudadanos unidos por los valores constitucionales, los grandes valores provenientes de la Ilustración: la libertad, la igualdad, la solidaridad, el respeto a los derechos fundamentales, la democracia, el pluralismo ideológico, político y cultural. El Círculo Cívico de Opinión defiende esta idea de nación constitucional como el mejor antídoto de fracturas internas y, al tiempo, subraya la necesidad de mostrarse abierto a todas las reformas constitucionales e institucionales necesarias para mejorar el funcionamiento de nuestro Estado.
(Artículo de Francesc de Carrerras y José Luis García Delgado, publicado en "El País" el 23 de septiembre de 2015)
Artur Mas opta con denuedo al título de peor presidente de la Generalitat contemporánea, el que más perjuicio ha causado a los catalanes. Y en la historia, quizá solo pueda compararse al incompetente canónigo Pau Claris, que en 1640 entregó el país —independizado— a la corona francesa, una aventura atrabiliaria que acabó pronto (en 1652) y mal (se perdió el Roselló y parte de la Cerdanya). Mas ha dividido al país y lo conduce al precipicio. Sin más salida que volver, debilitado y desacreditado, al punto de partida. A no ser que otros lo rescaten.
No solo rompe la “unitat civil del poble català” (Raimon Obiols) que reclamó siempre la izquierda. Parte al menos por dos la fuerza político-cultural de la nación catalana, al proponer una fuga hacia adelante de tal calibre que le resulta imposible seducir al conjunto de la ciudadanía. O al menos a su gran corriente central (en torno al 80% de la población), la del catalanismo plural entendido como el “concepto globalizador de Cataluña y de todos los hombres que viven y trabajan en ella” que pretendió su mentor y padrino (Jordi Pujol, Construïr Catalunya, 1979).
Lo extraño es que de un tiempo a esta parte porfíe, no en crear, como aparenta, una nueva unidad (en realidad, un frente contra varios no frentes), sino en quebrar la complicidad básica que operaba desde la Transición. La expulsión del templo común de las dos grandes fuerzas europeas —los democristianos de Unió, merced al chantaje del hecho consumado de la coyunda convergente con Esquerra; los socialistas del PSC, por el asedio con múltiples caballitos de Troya— es la coronación de tanto esfuerzo. El empeño de Mas ya ha sido coronado por el éxito. Cataluña, como quería su viejo aliado José María Aznar, está rota. Por eso su balance está a años luz de los de Josep Tarradellas, Jordi Pujol, Pasqual Maragall o José Montilla. O del de Francesc Macià. Quizá, incluso, del de Lluís Companys, siempre controvertido.
No solo ha reavivado los viejos demonios del centralismo y los recelos a la catalanidad en algunos estratos de la sociedad española. Ha paralizado —a escote con el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy— el progreso de la autonomía, al no reunir ni una sola vez en su segundo mandato a las comisiones mixtas Estado-Generalitat; al no influir para que el Gobierno cumpliese la preceptiva reforma del sistema de financiación autonómica; al desistir en la reivindicación de las 23 reclamaciones planteadas a Rajoy hace un año; al no mover ni un solo meñique por salvar alguna de las 10 (de 11) cajas de ahorros desaparecidas; al transformar súbitamente reivindicaciones muy mayoritarias (nuevo pacto fiscal, celebración de un referéndum legal) en abrupto desafío a la España constitucional.
Hacia afuera, el prestigio de la Generalitat ha caído a los pies de los caballos. Ni un solo líder internacional la visita, salvo el xenófobo dirigente de la (prolepenista) Lega, Roberto Maroni. Y cuando su titular viaja ni siquiera consigue una photo opportunity no ya con jefes de Estado sino con un comisario europeo o con sus pares gobernadores estadounidenses, como ha sucedido con los de California o Nueva York.
La obra de Gobierno realizada preludia la calidad de la que emprendería. La de Mas es lamentable. Su periodo, primero como conseller en cap y luego como presidente viene marcado por el mayor éxtasis de la (presunta) corrupción: saqueo del Palau, consiguiente embargo de 15 sedes de Convergència; comisiones del 3%.
Su obra legislativa es nimia: en 2013 pasó una sola ley en el Parlament; en 2014 apenas tres sustanciales (transparencia, acción exterior, homofobia). La ejecución de sus presupuestos (cuando los elaboró, que no en 2013) ha sido deplorable, no adivinó el resultado de ningún ingreso extraordinario y se enfangó en las principales privatizaciones (Aigues Ter-Llobregat).
Solo acertó en la intención de un decreto, el de la pobreza energética, que aplazaba el corte de la energía del invierno a la primavera a los pobres de solemnidad. En intención, porque el alcance del alivio (atrasar una estación el desastre) fue cicatero y el número de agraciados, miserable: apenas benefició a 895 familias, mientras Barcelona —con su digno correligionario Xavier Trias al frente— ayudó en este aspecto a 3.100 familias (2014) y el conjunto de municipios, Cáritas y Cruz Roja, a 48.000. Pero tuvo la suerte de que el Gobierno central fuera aún más zote y lo impugnara ante el Constitucional, consagrando a Mas en la asfixiante propaganda oficial como gran Espartaco de los excluidos.
Donde Mas fue certero e implacable fue en la política de recortes sociales, que ahora sus edecanes progres de lista (Raúl Romeva, Muriel Casals, Toni Comín, Lluís Llach...) tratan de disfrazar con promesas indemostrables. Cataluña es la duodécima comunidad en gasto educativo y la decimocuarta en sanitario (datos de 2013).
En educación redujo de 2011 a 2015 en 1.500 el número de docentes y en un 21% los recursos por alumno.
En sanidad contrajo un 15,2% el gasto per capita en sus dos primeros años, cerró un millar de camas, clausuró quirófanos y expulsó en cinco años a 5.560 profesionales del Institut Català de la Salut. Y solo en Cataluña los hospitales privados (146) casi triplican a los públicos (65): en el resto de España hay 309 privados por 345 públicos.
Las prestaciones por dependencia, ya minoradas por Rajoy, han sido rebajadas por Mas en la cuota autonómica hasta un 11% durante el último trienio.
Y aunque el empleo repunta (170.000 ocupados más, pero el 88% temporales) gracias a los bajos tipos de interés del BCE, el euro barato y el desplome del precio del petróleo, la contribución del Gobierno autónomo ha sido inane, en sus (limitadas) competencias. El Servei d’Ocupació de Catalunya ha sido del todo ineficaz: diezmada su plantilla en un 31% desde 2010, solo cubrió el 29,5% de las ofertas de trabajo en 2014.
¿Viven los catalanes mejor que al inicio de 2011, cuando el primer Gobierno de Mas empezó a gestionarlos? Viven peor, y no solo por los recortes. El poder adquisitivo se ha desplomado: un 9%, contra un 3,2% en Madrid, y un 6,2% en la media autonómica, según el informe Monitor-Adecco. Pero atención, no solo porque la Cataluña nacionalista haya encabezado la caída del salario medio (al cabo, dependiente del mercado laboral), sino sobre todo por su liderazgo en el aumento de precios... debido sobre todo al retroceso en la liberalización comercial, las multas a los establecimientos que abren en domingo y otras retrógradas medidas de refuerzo de la protección al botiguerismo alcanforado.
Si estas plagas hubieran servido para mejorar las finanzas públicas de la Generalitat, tendrían atenuante. Pero no ha sido el caso. La deuda de la Generalitat alcanzó (a final de 2014) 64.465 millones de euros, casi el doble de los 35.616 que recibió del denostado tripartito de izquierdas a final de 2010. El endeudamiento bruto anual es de 7.187 millones, más del doble de los 3.528 heredados por Mas de José Montilla. El neto (tras ponderar los años de recesión, similares; y los costes de los tipos de interés, decrecientes) apenas variará el sesgo.
Con este presidente, pues, Cataluña no ha hecho más que dilapidar el tiempo.
(Artículo de Xavier Vidal-Folch, publicado en "El País" el 21 de septiembre de 2015)
Hipotéticamente, aun cuando todos los agravios expuestos por el nacionalismo catalán fuesen ciertos, ¿justifican la voluntad abismal de separarse de España y quedarse fuera de la UE? Esa es la gran pregunta para la ciudadanía de Cataluña y no la iluminan las manifestaciones masivas ni unas elecciones autonómicas tergiversadas para que los votos sean interpretados como un sí o un no a la independencia, entelequia sin razón jurídica. Es un nuevo abuso político e institucional por parte del nacionalismo. Un vicio nacionalista de origen es hablar en nombre de todos los catalanes. Pero en realidad existen diversos tipos de descontento, como existen distintos grados de victimismo, como existen zonas de indiferencia, zonas templadas, zonas tórridas y zonas gélidas. Y en cada caso, la política debiera saber distinguir y prevenir, acotar conflictos y razonar soluciones que posiblemente nunca serán definitivas.
Artur Mas se hizo secesionista cuando España estaba débil a causa de la crisis de 2008 y él mismo, con sus recortes, había tenido una contestación social muy acusada. Después de lo ocurrido estos años, incluso la solución más imaginativa no apaciguaría a los sectores radicales. Pero esos sectores no representan la interrelación de identidades —catalana, española, europea— que es la realidad de Cataluña. Una realidad múltiple e históricamente beneficiada por la estabilidad económica. Por ejemplo, la necesidad de un pacto fiscal ha sido ratificada por muchos estamentos de la sociedad catalana y es negociable, pero es obvio que uno no puede hacer la contabilidad según le convenga. Sin rigor, las instituciones decaen. Ahora, al plantearse la cuestión catalana no está de más la máxima prudencia, distinguir el grano de la paja, tener muy en cuenta los distintos grados de la sentimentalidad de Cataluña y generar más empatía con los muchos ciudadanos que ven con alarma lo que puede pasar. Hacen falta dosis extra de ecuanimidad. Pero al final la ley es la ley.
Desde sus orígenes, en el nacionalismo más primitivo cundió el deseo de una no-España, pero el catalanismo también tuvo su hora regeneracionista y supo que lo mejor era intervenir en la gobernación de España. A partir de la Transición, de modo gradual, el sistema educativo en mayor o menor medida ha asumido esa voluntad de no-España. De otro modo no se explica el ardor secesionista de parte de las nuevas generaciones. Es el resultado de un sueño a-histórico que ha dado pie a un sentimentalismo de la inevitabilidad, la versión mítica de la historiografía nacional que considera inevitable, lineal, que la nación soñada acabe siendo un Estado. Es más: en su muy reciente Historia mínima de Cataluña el profesor Jordi Canal aduce con claro rigor que antes del siglo XX no existía ninguna nación llamada Cataluña, del mismo modo que el catalán es la lengua primaria de Cataluña pero nunca ha sido la única por lo que la pluralidad lingüística ha sido una constante en la sociedad catalana. Ensimismado por su instinto de supervivencia, Artur Mas carece de sentido histórico. Incluso Prat de la Riba, cuando se decidía que el mito del 11 de septiembre fuese día nacional de Cataluña, sugirió que convenía menos más pasado y más futuro. Son y fueron las consecuencias de una historiografía unidimensional en la que a la nación imaginada se la considera por encima de la acción humana, hasta el extremo que la predetermina y suplanta. Sorprende que después de un siglo XX en el que los determinismos han caído del pedestal, en el secesionismo catalán prolifere el hecho emotivo de que la nación soñada es ineluctable y que no existen otras versiones factibles ni oficialmente dignas de consideración, equitativas. Sociedad dividida significa cultura dividida porque se la pretende adherida al sistema simbólico del nacionalismo, como la invención de Els segadors, la sardana o la cuestionable racionalidad histórica del 11 de septiembre. Historia crítica —preterida institucionalmente— o historia nacional no es un dilema exclusivo para historiadores: es un dilema para toda una sociedad de identidades plurales.
Es verosímil que las políticas de poder instrumentadas por Mas vayan a acabar generando una crisis de la catalanidad, al romper con los consensos mínimos y suplir el catalanismo por el secesionismo populista. En este momento, la confusión es muy grande y los votos (indecisos, ocultos) se desplazan vertiginosamente. El resultado potencial es un panorama mucho más polarizado y de articulación más que ardua. La posibilidad de un catalanismo aggiornato es incierta. Probablemente lo más inmediato sean la fragmentación y la inestabilidad.
(Artículo de Valentí Puig, publicado en "El País" el 15 de septiembre de 2015)
Somos lo peor de cada casa. Y somos muchos. Más de lo que parece. Más de lo que todo el mundo cree. Pasamos casi desapercibidos, caminamos de puntillas. Somos los tímidos que nos callamos en las discusiones porque lo nuestro no es discutir, los que no sabemos a quién votar porque nos parece que la votación está mal planteada de raíz, los que estamos encerrados con un solo juguete y ansiamos salir porque pensamos que sin juguetes, ahí afuera, también se puede jugar. Nos dan apuro los gritos, los himnos, las marchas, las banderas, los discursos. No son para gente de nuestra calaña, pero somos perfectamente capaces de tolerarlos y de respetar a los que vibran con ellos aunque carezcamos de ese esquivo gen que nos permitiría pasarlo en grande en los pasacalles.
Querríamos estar llenos de ilusión, pero nuestro ADN está severamente dañado. Hemos nacido con una grave tara que arrastramos con resignación pero sin orgullo ni vergüenza. Una tara que es como un lunar en el brazo, que tenemos desde críos, de esos lunares de color marrón que ya no vemos porque han crecido con nosotros. Somos como sombras que se arrastran en silencio, como los tipos de La invasión de los ultracuerpos, fingiendo que somos como los demás, aunque por dentro estemos apenados, acojonados y perplejos.
Somos catalanes a los que la independencia y todo lo que supone nos da una pereza inmensa. Ciudadanos de cuarta, frívolos y vagazos, conscientes de estar cometiendo un sacrilegio espantoso por el que asumimos la penitencia y el castigo que caerá inexorablemente sobre nuestras cabezas. Ya lo he dicho: lo peor de cada casa. La idea de España no nos fascina, pero no nos repugna. No sabemos si los rumores sobre la lista negra de los catalanes de pacotilla son ciertos, pero por supuesto estamos a favor de su existencia: gente como nosotros no debería tener cabida ni voz en esta gran nación que, al parecer, se avecina.
No nos cogemos de la mano, no ponemos banderas en los balcones, nos quitamos, con educación pero con firmeza, de encima a los postulantes que llaman para contarnos la buena nueva. Contemplamos a los líderes de los partidos de aquí y de allí con la misma mirada de estupefacción que reservamos para los momentos álgidos de los reality de la tele. Lo malo es que no paramos de preguntarnos en bucle: ¿Tanto costaba relajarse un poco y aparcar las amenazas y los victimismos? ¿Tanto? ¿Por qué no dejaron en su momento el "y tú más" de patio del colegio? ¿Por qué?
Como nos sentimos en casa tanto en Olot como en Orense o en Orán, nos llaman, merecidamente por supuesto, botiflers, españolazos, charnegos, desgraciados y hasta cosmopolitas. Para nuestra desgracia, no hemos sido ungidos con la fe y la confianza en un país mejor que iluminan la vida cotidiana de muchos de nuestros compatriotas. Creemos que la historia no es un memorial de agravios, sino un instrumento para aprender de los errores. Pensamos y sentimos de otra manera: somos los pusilánimes que en su día votamos a Maragall confiando (sí, craso error) en que el diálogo político iría por otros derroteros: igualdad, justicia, fraternidad, solidaridad, honestidad, armonía, ayudar a los vecinos, sentido común... esas cosas que nos parecían fundamentales para construir una sociedad algo mejor y nos encontramos con una triple taza de caldo de un debate que en nuestra estúpida inocencia, creíamos perteneciente a otra época.
Somos tan ilusos que lo único que queremos es vivir en un lugar que se llame como se llame y tenga la bandera que tenga, pero en el que la justicia funcione sin trabas, los que mandan no metan mano a la caja, las carreteras tengan el firme en buen estado, los médicos y las enfermeras de la sanidad pública tengan tiempo para atendernos, donde cada uno pueda hablar y cantar y trabajar en el idioma que quiera, las escuelas públicas enseñen a los niños a pensar y algo de matemáticas y natación (sin exagerar lo de las matemáticas), la luz, el gas y el agua y un techo estén garantizados, los bares pongan un café decente y poca cosa más. Y donde, a ser posible, los discursos, a menos que los escriba David Foster Wallace, queden relegados a los banquetes de bodas o a los aniversarios de los centenarios de la familia.
Ahora, desde hace demasiados años, nos sentimos atrapados en el tiempo como Bill Murray en El día de la marmota, pero ni siquiera tenemos una Andie McDowell por la que merezca la pena despertar una y otra vez en el mismo día eterno y escuchar hasta el aburrimiento a Sony and Cher cantar I've got you babe. Seguro que hay cosas peores, pero ahora mismo no se nos ocurre ninguna.
(Artículo de Isabel Coixet, publicado en "El País" el 11 de septiembre de 2015)
Por una vez, la extrema derecha xenófoba y racista no controla la agenda política. Puede que la recupere, pero de momento está en manos de los millares de ciudadanos europeos decentes que se han volcado con los refugiados que huyen de la destrucción y de la muerte en Oriente Próximo. En Alemania, claro está, pero también en Grecia y Hungría, y por supuesto en España, sobre todo desde nuestros municipios.
Depende de todos que la agenda no vuelva a caer en las manos sucias del extremismo excluyente. Nada más fácil que levantar el espantajo de la infiltración terrorista o alentar los temores a la invasión de quienes poseen una identidad cultural o una religión distinta como están intentando ya ciertos medios de comunicación y algunos Gobiernos y partidos.
Es una tentación que afecta a muchos gobernantes, sobre todo los que dependen del voto populista de derechas. No era nada evidente que Gobiernos conservadores profundamente reticentes ante las migraciones, el español sin ir más lejos, adoptaran posiciones acordes con los valores y el derecho europeo. Sin la presión de la calle y sin la actitud decidida de Francia y Alemania, estos Gobiernos no se habrían movido. Ahora van a acoger importantes cuotas de refugiados siguiendo las órdenes de la autoridad europea competente con la misma convicción y disciplina con que ordenaron los recortes.
No hay que reprochárselo. Sin valores liberales y democráticos y sin Estado de derecho no hay Europa que valga. Aplicar el derecho de asilo no es ningún mérito sino lo que corresponde a los valores europeos y lo que exigen las convenciones internacionales. Recordemos brevemente que la obligación de todo Estado democrático, como miembro de la UE y firmante de los pactos internacionales de Naciones Unidas, es aceptar la petición de asilo de todo perseguido político que se presente en sus fronteras, sin penalizar la eventual transgresión de las reglas de inmigración y sin discriminarle por su religión, sexo, raza o condición del tipo que sea.
La UE puede organizar programas preventivos para evitar la llegada masiva de refugiados, intentar atajar la implosión de Estados fallidos como Siria o ayudar a los países vecinos para que acojan allí a los refugiados y no se vean impelidos a viajar en largas y penosas migraciones hasta el corazón de Europa. Puede criticar a Estados Unidos por su falta de liderazgo en Oriente Próximo, la guerra de Irak y de Afganistán o por lo que sea. Pero lo que no puede ni debe hacer es rechazar a quienes llegan a sus puertas para pedir asilo.
Ciertamente, está en peligro el tratado de Schengen, que saltará por los aires si no se organiza racionalmente la llegada de los refugiados por las entradas más frágiles de la UE. Pero mayor es todavía el peligro en el que se hallan la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, las convenciones internacionales sobre asilo y la propia Declaración Universal de Derechos Humanos, auténtico papel mojado en caso de que los europeos no queramos ni sepamos acoger a quienes vienen a llamar a nuestras puertas con la simple pretensión de salvar sus vidas y las de sus familias.
(Artículo de Lluís Bassets, publicado en "El País" el 10 de septiembre de 2015)
Empecemos por una constatación bien sencilla. Tanto a Artur Mas como al partido de Pablo Iglesias parece unirles una análoga manera de operar políticamente. No se rigen por la lógica de la convicción (todo lo responsable que haga falta), lógica que les llevaría a presentar sus propuestas, argumentar su bondad e intentar persuadir a la ciudadanía para que les apoyara con el objeto de materializarlas, sino que su modo de funcionar parece responder a un designio de carácter totalmente distinto.
En realidad, la lógica que aplican (por llamativo que pueda parecer en el caso de Podemos) es la lógica del mercado, consistente en acomodar su oferta política a la supuesta demanda que creen detectar en la ciudadanía, inclinándose por aquella causa o reivindicación para la que suponen que existe un nicho (de mercado, obviamente). Es notorio que tal cosa ocurrió con Artur Mas, cuya querencia independentista constituyó el secreto mejor guardado durante largo tiempo, pero que se fue revelando de manera gradual a los catalanes conforme el todavía inquilino de la Generalitat detectaba que podía reportarle beneficios electorales o parlamentarios (habrá que recordar que el cargo que ocupa lo obtuvo rehuyendo la menor referencia a dicha idea). Pero lo propio ocurre con Podemos, cuya permanente rectificación ideológica y programática (desde los más bruscos volantazos estratégicos en cuanto a modelo de sociedad, a las más nimias modificaciones tácticas de detalle) responde a la reconocida voluntad de ir ajustándose a las variables demandas de los hipotéticos votantes.
Como es obvio, tan llamativa plasticidad nunca se presenta como tal, sino que suele venir revestida, sobre todo en el caso del partido de Pablo Iglesias (aunque lo propio cabría predicar de muchas organizaciones y plataformas afines), de una supuesta radicalidad democrática. Radicalidad que, por cierto, no resiste el menor análisis. Porque la reiterada apelación a “lo que la gente decida” no pasa de ser, en el mejor de los supuestos, una obviedad y, en el peor, un escondite tras el que ocultar el miedo a explicitar y defender las propias propuestas. Abundan los ejemplos de tales evasivas. Así, recién elegido Marc Bertomeu secretario general de Podemos en Cataluña, respondía a la pregunta: “¿Qué modelo territorial fija Podemos?” precisamente con esas palabras: “El que se decida” (EL PAÍS, 12/01/2015). Pero eso, claro está, no es fijar modelo alguno sino aceptar el resultado de una votación. Curiosa la actitud de estos nuevos políticos, obsesionados por lo que llaman “no predeterminar una respuesta”, sino únicamente por “fomentar el debate y la información, y que cada uno decida”, como si carecieran de opinión propia al respecto.
Esta última afirmación no se pretende una pequeña impertinencia deslizada al pasar sino la expresión de una constatación preocupada. Entiéndaseme bien: no me preocupan unas ideas u otras, sino la clamorosa ausencia de ellas. ¿O es que hay forma humana de saber lo que piensa la alcaldesa de Barcelona, tan en la línea de la formación de Pablo Iglesias, cuando declara: “Yo formo parte de la gente que, sin haber sido nunca nacionalista, independentista, puede variar la opinión en función de cómo se plantee el debate”[SIC]? Ni el más perspicaz intérprete conseguiría saberlo, máxime a la vista de la manera en que a continuación justificaba su indefinida posición: “Hay muchas posibilidades y yo quiero poder discutirlas todas”.
Como la opción de que, a estas alturas, Ada Colau todavía no se haya formado opinión al respecto en un asunto de tamaña trascendencia me parece de todo punto inverosímil, me temo que habrá que empezar a tomar seriamente en consideración otra posibilidad. Una posibilidad de la que lo que importa no es el rótulo que mejor la describe (que sería, a qué engañarnos, ciertamente duro) sino los supuestos acerca de la democracia misma y acerca de la responsabilidad política en los que parece basarse.
Tal vez haya alguien que piense que repitiendo banalidades de diseño del tipo “siempre estaré al lado de lo que democráticamente decida el pueblo” ya se coloca a salvo de toda crítica, cuando no es así en absoluto. ¿O es que quien así habla se colocaría al lado del pueblo en cualquier caso, decidiera lo que decidiera, siempre que se hubiera seguido un procedimiento democrático? ¿No hay decisión colectiva alguna con la que podría estar en profundo desacuerdo y que le llevaría, si no a desobedecer el mandato popular, a presentar su dimisión porque su conciencia política le impediría llevarla a cabo?
La contradicción es evidente, pero quienes incurren en la misma intentan sortearla, ellos también, a base de astucia (como ese último hallazgo presuntamente politológico consistente en denominar “indefinición democrática” a la labilidad permanente). Tras la apariencia de que se deja todo el poder de decisión en manos de la ciudadanía, lo que en realidad se está diciendo es que los políticos no asumen responsabilidad alguna. Cuando Ada Colau afirmaba el pasado 22 de agosto, haciendo referencia a la cuestión de si el Ayuntamiento de Barcelona se iba a integrar en la AMI (Associació de Municipis per la Independència), que “lo que cuenta no es qué opinan individualmente 11 regidores, sino qué opinan los vecinos de Barcelona”, estaba convirtiendo la función representativa de los cargos en cuestión en mera “opinión individual”. Como si tales regidores no hubieran sido elegidos por la ciudadanía para que actuaran en su nombre sino que estuvieran en el Consistorio a título meramente particular.
Pero si el político abdica de la función de representar y en cada ocasión en la que se encuentra ante un problema comprometido transfiere a los ciudadanos la responsabilidad que le corresponde a él, ¿de qué dará cuenta a la hora de las elecciones, cuando toque examinarle por su gestión? La respuesta es de una claridad meridiana: de nada realmente importante. Serán los ciudadanos y no él mismo (que habrá evitado de manera sistemática alinearse en favor de ninguna de las alternativas en conflicto cuando la cosa vaya muy en serio, como ocurre en este momento en Cataluña) quienes, a buen seguro, tendrán que cargar con el peso de las decisiones tomadas.
Por eso, nada hay más inquietante que aquel político que adula a los votantes a base de proclamar —mientras esconde las cartas de lo que realmente piensa o prefiere— que está dispuesto a asumir cualquier cosa que ellos decidan. Lo que viene a reconocer con tales adulaciones es que tanto le da ocho que ochenta y que se encuentra dispuesto a cambiar de caballo a mitad de carrera sin el menor escrúpulo con tal de alcanzar el poder o, si ya lo ha alcanzado, de no verse fuera de él.
(Artículo de Manuel Cruz, publicado en "El País" el 7 de septiembre de 2015)
"En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de él en cualquier país”. No se trata de un nuevo manifiesto de los abajo firmantes, sino del punto 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas en 1948. Este amplio reconocimiento del derecho de asilo solo queda limitado en caso de una acción judicial por delitos comunes o actos opuestos a los principios de la ONU. Por supuesto que lo ocurrido desde entonces ha convertido los derechos humanos en inexistentes en no pocas partes de la Tierra, pero ¿es posible que tales valores también queden destruidos en Europa?
Veamos lo sucedido con la crisis de los refugiados. Mientras muchos Gobiernos europeos se resistían a considerarlo como un problema suyo, desde la sociedad civil emergían chispazos de solidaridad privada o colaborativa. Hay alemanes que abren sus casas a migrantes a través de una web (Refugees Welcome) que relaciona a los que disponen de alojamientos con los aspirantes a ocuparlos. Vemos otros que acuden en gran número a la estación central de Múnich con alimentos y juguetes, y a vecinos que aportan toda la comida que pueden a los refugiados en la estación de Viena. Pero no hay que engañarse: un éxodo como el actual no se resuelve con solidaridades bienintencionadas, pero aisladas. Por eso la mayoría de los atrapados en Hungría multiplican los gritos de “¡Merkel!” y “¡Alemania!”, como quien evoca la última tabla de salvación.
Las llamadas de socorro a Alemania se dirigen hacia un Estado que tiene previsiones para acoger este año hasta 800.000 migrantes, casi el doble de los que pidieron asilo en 1992 tras la caída del bloque soviético. Y cuya canciller declara que “conceder el asilo a una persona perseguida políticamente es un derecho fundamental”. La dirigente alemana invoca para ello la Constitución de su país; a propósito, en España está constitucionalizada la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sin que la clase política lo utilice como apoyo para actuaciones mucho más proactivas. Desde luego, no se oye hablar en estos términos a Mariano Rajoy, el presidente del Gobierno.
También en España existe una cierta solidaridad civil, canalizada a través de fundaciones y ONG tradicionales, y de alguna entidad católica. Sin embargo, el deber moral de prestar ayuda a los refugiados camina aquí a impulsos de ciertos poderes públicos. Hasta el momento, la única movilización significativa es la de instituciones locales que siguen la señal de partida dada por la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, con su registro de familias dispuestas a ayudar a los refugiados, bien sea ofreciéndoles alojamiento o de otras formas. A este impulso les han sucedido los de Manuela Carmena (la regidora madrileña), otros municipios y alguna comunidad autónoma, la mayoría en manos de la izquierda o de grupos afines a Podemos.
Confinada la cuestión solidaria al terreno político, el futuro de este movimiento dependerá de cuántos refugiados quiera acoger el Gobierno español, muy titubeante en esta materia. Si antes se resistía a recibir a los pocos millares de asilados que le pedía la Comisión Europea, escudándose en el elevado nivel de paro existente en España, ahora dice que aceptará a los que “le correspondan”, precisamente cuando el paro ha subido un poco más y Bruselas intenta triplicar el número de refugiados a repartir. Tras la reciente legalización de las “devoluciones en caliente” de migrantes a Marruecos, el partido gobernante matiza su política a causa de las presiones europeas y para ponerse en guardia ante posibles pérdidas de apoyo que pudiera sufrir porque otras instituciones se le han adelantado.
Al final, ¿quién vela por los derechos de los refugiados? No sus países de origen, por descontado, sumidos en guerras que duran ya varios años. Como tampoco pensaban hacerlo —salvo excepciones— las autoridades europeas. Paradójicamente, la difusión de la imagen del pequeño niño sirio muerto en una playa de Bodrum ha sido el catalizador de un cambio político. No lo consiguieron los datos de tragedias anteriores, cuando muchos más niños se ahogaban en las azarosas travesías mediterráneas y otros se asfixiaban en un camión frigorífico en Austria, sin que tales hechos despertaran conmoción general alguna. Ha sido preciso que la imagen del cadáver de Aylan en la playa llegara a los dispositivos electrónicos de cientos de millones de personas para conmover las conciencias y hacer imposible que dirigentes como David Cameron —y el propio Gobierno español— mantuvieran sus conocidas renuencias a la acogida de más refugiados.
En un Viejo Continente muy crispado, donde las ideas políticas de extrema derecha parecen incontenibles, la emoción causada por la muerte de un niño, captada en un lugar que evoca sentimientos de felicidad y vacaciones, se ha convertido en la esperanza de una mejor protección de los derechos de los refugiados. Un duro precio para que Europa no dañe del todo sus valores tradicionales.
(Artículo de Joaquín Prieto, publicado en "El País" el 6 de septiembre de 2015)
Le regretté Viktor Tchernomyrdine, alors secrétaire général du Parti communiste de l’Union soviétique, avait coutume de dire : « on a voulu faire mieux, mais ça s’est passé comme d’habitude ». Peu après l’Union soviétique se désintégrait. M. Juncker ne l’a pas encore dit, mais on sent qu’il le pense : sa proposition de quotas de migrants par Etat membre a été rejetée, comme d’habitude. Espérons que ce rejet n’est pas le prélude de la désintégration de l’Union européenne.
Le problème de l’Europe c’est que, comme l’Union soviétique jadis, elle est dirigée sans imagination. Pour obtenir un résultat, il faut pousser le bouchon plus loin. De l’audace, encore de l’audace ! N’attendons pas que Mme Merkel, ramassant le flambeau des droits de l’homme que la France a laissé benoîtement tomber, érige l’Allemagne en nouvelle terre promise de tous les exilés, réfugiés, demandeurs d’asile ou migrants économiques.
Car l’Europe a une carte à jouer, celle de la citoyenneté européenne. Celle-ci n’est actuellement qu’un appendice des citoyennetés nationales : elle est acquise automatiquement avec la nationalité d’un Etat membre. Beaucoup ignorent même qu’ils sont citoyens européens. C’est une communauté réduite à quelques acquêts : liberté de circulation, droit de vote aux élections municipales et européennes, quelques droits annexes. Il n’existe même pas de passeport européen : c’est tout juste si les passeports nationaux mentionnent l’Union européenne en page de couverture, la qualité de citoyen européen et les droits afférents ne sont même pas mentionnés.
Osons l’impensé radical : donnons un passeport européen, non seulement à tous les étrangers en situation régulière, mais aussi à un quota européen global de migrants, demandeurs d’asile ou migrants économiques, décidé en Conseil européen, réparti entre Etats membres par le collège des Commissaires, et distribué dans chaque pays par les services de la Commission européenne dans les Etats membres. Le passeport européen « pur » ne donnerait pas la nationalité d’un quelconque Etat membre, mais donnerait la liberté d’aller et venir au sein de l’Union, ainsi que le droit de vote aux élections municipales et européennes, offrant au passage, pour ce qui concerne la France, une issue enfin favorable à une promesse cent fois proclamée et jamais tenue.
La Commission s’honorerait de mettre sur la table une telle proposition, qui permettrait à l’Union de faire un saut qualitatif remarquable vers le renforcement de la citoyenneté européenne. La France, que son passé colonial oblige, se distinguerait en la soutenant, permettant ainsi aux peuples chez qui nous nous sommes si longtemps sentis chez nous de se sentir chez eux en venant chez nous.
(Artículo de Philippe Cayla, publicado en "Le Monde" el 4 de septiembre de 2015)
La política, la Justicia y la independencia de los jueces son asuntos que participan de la sustancia del mito del eterno retorno, presentes siempre como están en cualquier singladura histórica.
A los desmemoriados que hoy evocan con nostalgia los años de la II República conviene recordarles lo que decía nada menos que Azaña ocupando la cabecera del banco azul el 23 de noviembre de 1932: "Yo no sé lo que es el Poder Judicial... ni creo en la independencia del Poder Judicial...". Gil Robles le interrumpe: "Pero lo dice la Constitución". A lo que Azaña replica: "Lo que yo digo es que ni el Poder Judicial ni el Poder Legislativo ni el Poder Ejecutivo pueden ser independientes del espíritu público nacional... hostiles al espíritu público dominante en el país". Entonces se oye la voz de Santiago Alba: "Eso ya lo dijo Primo de Rivera". Y Azaña, rápido, da la puntilla argumental: "Pues alguna vez tenía que acertar Primo de Rivera".
No eran sólo bravatas parlamentarias: las intromisiones en la carrera judicial de los gobiernos republicanos -de cualquiera de los bienios y no digamos del Frente Popular- fueron constantes. Como lo fueron -obvio es decirlo- a lo largo de los decenios franquistas.
Hoy, al hilo del debate sobre una posible reforma constitucional, reaparecen los jueces, reaparece su contaminación política, reaparece la sombra de Montesquieu y más de uno se pregunta qué tiene que ver el autor 'Del espíritu de las leyes' con una organización como nuestro Consejo General del Poder Judicial.
Para empezar preciso es recordar que en España los jueces han ingresado en la carrera por medio de duras pruebas públicas, ascienden de acuerdo con reglas previsibles, se especializan a base de estudio y sometiéndose a exámenes competitivos, sus sueldos pueden ser conocidos... Todo ello les permite ejercer su oficio con independencia. Una independencia que no es privativa de los jueces pues de la misma forma se desempeña el profesor universitario cuando escribe o da sus clases, el registrador de la propiedad cuando califica un documento o el médico cuando aplica la 'lex artis' al diagnóstico y tratamiento de un paciente.
Porque hay determinados cargos judiciales a los que se llega por medio de nombramientos en los que intervienen instancias que participan de la sustancia política. Son los de magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de salas de ese mismo Tribunal, presidente de la Audiencia Nacional y de sus salas, presidentes de tribunales superiores de Justicia y asímismo de sus salas, presidentes de audiencias y magistrados de las salas de lo civil y criminal competentes para las causas que afectan a los aforados.
Con carácter general, en estos casos, es el Consejo General del Poder Judicial el que efectúa los nombramientos de forma discrecional aunque está obligado a motivar su decisión. Advirtamos cómo se ha perdido el hilo de la regla previsible y cómo, por esta vía, se cuelan consideraciones que ya no son estrictamente profesionales. Creo que el juez -cubierto de canas y ahíto de trienios- que aspira a estos cargos no se merece la sumisión a una negociación ruborosa en el seno del Consejo, epicentro de pugnas políticas y de pactos embolismáticos entre las asociaciones judiciales.
Pues bien, solucionar esta anomalía, que viola el principio de "mérito y capacidad", no exige reformar la Constitución ni ninguna ley de altos vuelos. Exige únicamente cambiar un humilde Reglamento, el del propio Consejo 1/2010 de 25 de febrero, y sustituirlo por otro que establezca el concurso ordinario para la provisión de estas plazas discrecionales. Más facilidad no cabe. Es verdad que los vocales del Consejo perderían la oportunidad de participar en mil enredos pero sin duda ganaría la independencia judicial. ¿No es un valor apreciable?
El lector lego se preguntará qué es el Consejo al que tanto he citado. Se trata del órgano de gobierno de los jueces, inventado por los constituyentes de 1978, a los que debemos ideas felices: la de Consejo del Poder Judicial no se encuentra entre ellas. Si tal Consejo desapareciera, el aire quedaría más diáfano y el paisaje institucional más terso y sedeño.
Como de lo que trato es de ofrecer soluciones sencillas recordaré que este Consejo está integrado por su presidente y por 20 miembros nombrados por el Rey: 12 entre jueces y magistrados de las categorías judiciales; cuatro a propuesta del Congreso y cuatro del Senado entre abogados y juristas de reconocida competencia.
A lo largo de varios decenios se ha reformado el modo de elegir sus vocales en tantas ocasiones como cambios políticos han desfilado ante nuestros ojos. En la actualidad. para figurar entre los 12 miembros "judiciales", cualquier juez puede presentar su candidatura aportando el aval de 25 miembros de la carrera judicial o el de una asociación judicial. Cuando se haya comprobado la regularidad de todas estas candidaturas, se envían a los presidentes de las cámaras para que éstas elijan por mayoría de tres quintos de sus miembros.
Éste es el momento en el que se levanta el telón de las intrigas de suerte que puede decirse que en el seno del Consejo, y a lo largo de su vida, se han reflejado como en un espejo bien bruñido las imágenes de quienes han dominado la escena española los últimos 40 años: PP y PSOE más la ayuda desinteresada de CiU y PNV.
Pues bien, lo que propongo es que la selección, una vez comprobada la regularidad de las candidaturas y establecida una comparecencia de los candidatos en sede parlamentaria, se haga mediante sorteo. Se rescataría así un sistema que tiene ilustres precedentes en la historia de la democracia, que fue alabado por Montesquieu en las primeras páginas de su obra inmortal y que es objeto de debate en Europa e incluso de iniciativas parlamentarias porque en Italia circula por el Senado una destinada a introducirlo para designar precisamente a los miembros del órgano de gobierno de los jueces (similar al nuestro).
Análogo sistema se podría emplear en relación con los ocho juristas "de reconocido prestigio".
De nuevo para este empeño necesitamos sólo retocar unos reglamentos, los de las cámaras. La Constitución quedaría ajena a este trasiego.
Vemos pues dos modificaciones sencillas que cambiarían de forma sustancial las actuales reglas de juego y entorpecería la presencia de los partidos políticos en la vida judicial: ¿no ganaría en frescor y fragancia?
(Artículo de Francisco Sosa Wagner, publicado en "El Mundo" el 4 de septiembre de 2015)
El ejercicio de la potestad jurisdiccional consiste en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado y corresponde exclusivamente a jueces y magistrados: así lo establece la Constitución en su artículo 117.3. Juzgar es difícil, complejo, lento. Pero toda persona que conozca de cerca el mundo de la justicia sabe que, dejando de lado la calidad de las resoluciones judiciales, uno de sus principales problemas es la dificultad de hacer cumplir sus propias resoluciones. ¿Qué valor práctico tiene una sentencia si sus mandatos no se hacen efectivos? Ninguno. Es más, si tal cosa sucede se desincentiva a quienes, por intereses personales o altruistas, dedican su tiempo, dinero y esfuerzos, a defender la justicia mediante el ejercicio de la tutela judicial. Si las sentencias no se cumplen, la pregunta es de rigor: ¿vale la pena interponer recurso si el mandato que encierra toda sentencia tiene un valor práctico meramente virtual?
Las dificultades de la ejecución de sentencias, ya muy graves en la jurisdicción contencioso-administrativa, se acentúan en la jurisdicción constitucional, donde el tribunal se encuentra muy indefenso para hacer cumplir sus disposiciones. Los jueces, sean del orden que sean, tanto los ordinarios como los constitucionales, declaran el derecho mediante sus sentencias e, incumplirlas, no solo es desobedecer a un poder público sino también vulnerar el ordenamiento jurídico, es decir, equivale a incumplir una ley dado el valor normativo de cualquier sentencia.
Por tanto, poner todos los medios para asegurar que las sentencias se cumplan es un deber del legislador. La proposición de ley que ayer fue depositada en el Congreso tiene esta finalidad, no solo legítima sino loable. Establecer un procedimiento especial para que las sentencias del Tribunal Constitucional (TC) tengan efectivo cumplimiento, estableciendo sanciones al efecto, no parece que tenga visos de inconstitucionalidad mientras el procedimiento sancionatorio establecido tenga las garantías suficientes. Tras una lectura apresurada de la proposición de ley me parece que ello es así; incluso parece suficientemente justificado el supuesto en el que se invoquen "circunstancias de especial trascendencia constitucional sin oír a las partes", aunque durante la tramitación parlamentaria de la ley se podría afinar más en las cautelas ya establecidas.
Por último, quedan las cuestiones políticas. El procedimiento de urgencia es necesario si se quiere que la ley se apruebe; es además constitucionalmente legítimo, ya que precisamente se ha regulado para casos como este. En cuanto a electoralismo, tampoco caben dudas: se trata de un acto de propaganda, oportunista si se quiere, aunque sentará bien a unos y mal a otros. Lo fundamental, sin embargo, es que si esta proposición se aprueba, la ejecución de las resoluciones del TC está mejor asegurada, lo cual tranquiliza por lo que pueda venir. Lo que no se entiende es por qué no se había previsto antes.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 2 de septiembre de 2015)
Hace casi dos décadas que salí de la presidencia del Gobierno de España. No tengo responsabilidades institucionales ni de partido. He recuperado la sencilla condición de ciudadano, aunque en todo momento comprometido con nuestro destino común. Por ese compromiso con España, espacio público que compartimos durante siglos, me dirijo a los ciudadanos de Cataluña para que no se dejen arrastrar a una aventura ilegal e irresponsable que pone en peligro la convivencia entre los catalanes y entre estos y los demás españoles.
Siempre he sentido gratitud por vuestro apoyo permanente y mayoritario para la tarea de gobierno. Siempre, incluso cuando este apoyo era declinante en el resto de España. Y gracias a esta sintonía he podido representaros con orgullo, como a todos los españoles, en Europa, en América Latina y en el mundo. Con vuestra confianza hemos progresado juntos, durante muchos años, superando la pesada herencia de la dictadura, consolidando las libertades, sentando las bases de la sociedad del bienestar y reconociendo, como nunca antes en la historia, la identidad de Cataluña y su derecho al autogobierno.
He creído y creo que estamos mucho mejor juntos que enfrentados: reconociendo la diversidad como una riqueza compartida y no como un motivo de fractura entre nosotros. Para mí, España dejaría de serlo sin Cataluña, y Cataluña tampoco sería lo que es separada y aislada.
La idea de “desconectar” de España, como propone Artur Mas, en un extraño y disparatado frente de rechazo y ruptura de la legalidad, tendría unas consecuencias que deben conocer todos:
— Desconectarían de una parte sustancial de la sociedad catalana, fracturándola dramáticamente. Ya se siente esa fractura en la convivencia, y se empiezan a oír voces de rechazo a los que no tienen “pedigrí” catalán. Esos ciudadanos catalanes se sienten hoy agobiados porque se está limitando su libertad para expresar su repudio a esta aventura, porque le niegan o coartan su identidad —catalana y española— que viven como una riqueza propia y no como una contradicción.
— Desconectarían del resto de España, rompiendo la Constitución, y por ello el Estatuto que garantiza el autogobierno, y la convivencia secular en este espacio público que compartimos. En el límite de la locura, empiezan a ofrecer ciudadanía catalana a los aragoneses, valencianos, baleares y franceses del sur. Hemos pasado épocas de represión de las diferencias, de los sentimientos de pertenencia, de la lengua, pero desde hace casi cuatro décadas, con la vuelta de Tarradellas, entramos en una nueva etapa de reconocimiento de la diversidad y de construcción del autogobierno más completo jamás habido en Cataluña.
— Desconectarían de Europa, aislando a Cataluña en una aventura sin propósito ni ventaja para nadie. ¿Imaginan un Consejo Europeo de 150 o 200 miembros en la ya difícil gobernanza de la Unión? Porque ese sería el resultado de la descomposición de la estructura de los 28 Estados nación que conforman la UE. ¿Imaginan al Estado francés cediendo parte de su territorio para satisfacer este nuevo irredentismo? Nadie serio se prestará a ello en Europa y, menos que nadie, España, que tanto luchó por incorporarse y participar en la construcción europea, tal como es, con su diversidad y, por cierto, con el máximo apoyo de Cataluña.
— Desconectarían de la dimensión iberoamericana (que tanto valor y trascendencia tiene para todos) y especialmente de Cataluña porque este vínculo se hace a través de España como Estado nación y de la lengua que compartimos con 500 millones de personas —el castellano—, como saben muy bien los mayores editores en esta lengua, que están en Barcelona.
Naturalmente afirman lo contrario: “Solo queremos desconectar de España”. ¿De qué España? ¿La que excluye también Aragón, Valencia y Baleares? Los responsables de la propuesta saben que lo que les estoy diciendo es la verdad, si se cumpliera ese “des-propósito”. En realidad tratan de llevaros, ciudadanos de Cataluña, a la verdadera “vía muerta” de la que habla Mas, en un extraño “acto fallido”.
Vivimos en la sociedad más conectada de la historia. La revolución tecnológica significa “conexión”, “interconexión”, todo lo contrario a “desconexión”. Cada día es mayor la interdependencia entre todos nosotros: españoles de todas las identidades, europeos de la Unión entre 28 Estados nación, latinoamericanos de más de 20 países, por no hablar de nuestros vecinos del sur o del resto del mundo. Pregunten a sus empresas, las que crean riqueza y empleo por esta desconexión.
La propuesta que hace esa extraña coalición unida solo por el rechazo a España, sea cual sea el resultado de la falseada contienda electoral, puede ser el comienzo de la verdadera “vía muerta”. ¿Cómo es posible que se quiera llevar al pueblo catalán al aislamiento, a una especie de Albania del siglo XXI? El señor Mas engaña a los independentistas y a los que han creído que el derecho a decidir sobre el espacio público que compartimos como Estado nación se puede fraccionar arbitraria e ilegalmente, o que ese es el camino para negociar con más fuerza. Comete el mismo error que Tsipras en Grecia, pero fuera de la ley y con resultados más graves.
¿Qué pasó cuando se propuso a los griegos una consulta para rechazar la oferta de la Unión Europea y “negociar con más fuerza”? Después de que más del 60% de los griegos lo creyeran, Tsipras aceptó condiciones mucho peores que las que habían rechazado en referéndum, con el argumento, que sabían de antemano, de que no tenían otra salida. ¿Sabían que no había otra salida y engañaron a los ciudadanos?
Pueden creerme. No conseguirán, rompiendo la legalidad, sentar a una mesa de negociación a nadie que tenga el deber de respetarla y hacerla cumplir. Ningún responsable puede permitir una política de hechos consumados, y menos rompiendo la legalidad, porque invitaría a otros a aventuras en sentido contrario. Todos arriesgaríamos lo ya conseguido y la posibilidad de avanzar con diálogo y reformas.
Eso es lo que necesitamos: reformas pactadas que garanticen los hechos diferenciales sin romper ni la igualdad básica de la ciudadanía ni la soberanía de todos para decidir nuestro futuro común. No necesitamos más liquidacionistas en nuestra historia que propongan romper la convivencia y las reglas de juego con planteamientos falsamente democráticos.
Si la reforma de la ley electoral catalana no ha podido aprobarse porque no se da la mayoría cualificada prevista en el Estatuto, ¿cómo se puede plantear en serio la liquidación del mismo Estatuto y de la Constitución en que se legitima, si se obtiene un diputado más en esa lista única de rechazo? ¿Cómo el presidente de la Generalitat va en el cuarto puesto, como si necesitara una guardia pretoriana para violentar la ley?
Es lo más parecido a la aventura alemana o italiana de los años treinta del siglo pasado. Pero nos cuesta expresarlo así por respeto a la tradición de convivencia de Cataluña. El señor Mas sabe que, desde el momento mismo que incumple su obligación como presidente de la Generalitat y como primer representante del Estado en Cataluña, está violando su promesa de cumplir y hacer cumplir LA LEY. Se coloca fuera de la legalidad, renuncia a representar a todos los catalanes y pierde la legitimidad democrática en el ejercicio de sus funciones.
No estoy de acuerdo con el inmovilismo del Gobierno de la nación, cerrado al diálogo y a la reforma, ni con los recursos innecesarios ante el Tribunal Constitucional. Pero esta convicción, que estrecha el margen de maniobra de los que desearíamos avanzar por la vía del entendimiento, no me puede llevar a una posición de equidistancia entre los que se atienen a la ley y los que tratan de romperla.
No creo que España se vaya a romper, porque sé que eso no va a ocurrir, sea cual sea el resultado electoral. Creo que el desgarro en la convivencia que provoca esta aventura afectará a nuestro futuro y al de nuestros hijos y trato de contribuir a evitarlo. Sé que en el enfrentamiento perderemos todos. En el entendimiento podemos seguir avanzando y resolviendo nuestros problemas.
(Artículo de Felipe González, publicado en "El País" el 30 de agosto de 2015)
En su excelente libro Las buenas conciencias, el novelista mexicano Carlos Fuentes recogió una lúcida apreciación que en el texto atribuye a Emmanuel Mounier, aunque originariamente es de Nietzsche: “Nos las arreglamos mejor con nuestra mala conciencia que con nuestra mala reputación”; una cuestión que sale de nuevo a la luz recientemente en trabajos como el del colombiano Juan Gabriel Vásquez Las reputaciones.
Parecen enfrentarse en estos casos dos formas de saber acerca de nosotros mismos: la opinión que nos desvela nuestra propia conciencia y la valoración de los demás. Y llevaba razón Nietzsche al afirmar que, salvo casos excepcionales, que siempre los hay, a las personas de a pie, a las empresas, a los partidos políticos y a sus líderes, les importa bastante más la reputación que lo que ellos pueden pensar acerca de sí mismos.
Tal vez porque, como Maquiavelo recordaba al príncipe que, a su juicio, debía conquistar el poder y salvar la república, “todos ven lo que pareces, pocos palpan lo que eres”. El mundo de la apariencia es el que atrae las voluntades, el que persuade o disuade, mientras que el de lo que realmente alguien es queda en el misterio de la conciencia.
Qué duda cabe de que es inteligente intentar labrarse una buena reputación. Los medios de comunicación sacan a la luz constantemente las valoraciones que la ciudadanía hace de los líderes de los partidos políticos, con el sobrentendido de que su reputación influirá en los votos que recibirá su partido; las empresas redactan memorias de Responsabilidad Social Corporativa como carta de presentación a potenciales clientes, a otras empresas y al poder político, también con el implícito de que un buen currículo ético es un excelente aval para hacer negocio con organizaciones fiables.
Y si esto siempre ha sido así, más aún lo es en nuestro tiempo, en la Era de las Redes, cuando la visibilidad de las actuaciones aumenta de forma exponencial y la reputación se gana en votaciones de “me gusta”, o no “me gusta”, refiriéndose a hoteles, artículos de prensa, libros, agencias de viaje y un larguísimo etcétera.
De donde se sigue que crear buena reputación o destruirla no es difícil siempre que se cuente con la inteligencia suficiente como para movilizar las emociones de las gentes en una dirección, a poder ser con mensajes simples y esquemáticos que den en la diana de los sentimientos de la mayoría. Nuestro tiempo es, todavía más que el de Maquiavelo, Nietzsche o Mounier, el de las reputaciones, y no el de las conciencias. Saber movilizar las emociones es la clave del éxito.
Ciertamente, estas apreciaciones tienen un respaldo en estudios científicos de distinto género que muestran cómo las personas actuamos más cordialmente con los demás cuando nos sentimos observados, incluso cuando en un experimento el supuesto observador está representado por unos trazos colocados de tal modo que simulan ojos humanos. Por eso es indispensable enviar observadores de carne y hueso a los países que actúan en contra de los derechos humanos, aunque sólo fuera para que teman por su imagen a escala internacional.
Nos las arreglamos mal con nuestra mala reputación, entre otras razones, porque tiene malas consecuencias para nuestra autoestima, que es un bien básico para llevar adelante una vida feliz, pero también porque tiene malas consecuencias para realizar nuestros deseos y nuestras aspiraciones, mientras que la buena o mala conciencia se queda en el fuero interno. Parece la conciencia una cosa demasiado olvidada, como decía el principito de Saint-Exupéry. Nuestro tiempo es el de las reputaciones, no el de las conciencias.
Y, sin embargo, la vida pública descansa, en muy buena medida, sobre el supuesto de que también nos las arreglamos mal con nuestra mala conciencia. Por poner un ejemplo bien patente, los cargos políticos prometen o juran cumplir sus obligaciones por su honor y por su conciencia delante de la Constitución; y es perfectamente lógico que en una sociedad pluralista quien no crea en Dios no tenga por qué ponerle por testigo ni jurar ante un libro sagrado. Pero igual de lógico es confiar en que crea en su conciencia y en que la valore hasta tal punto que no está dispuesto a traicionarla a ningún precio.
Precisamente para evitar que la ciudadanía mintiera en los tribunales recomendaba Kant en La metafísica de las costumbres mantener la fe en un Dios dispuesto a castigar a los perjuros, pero si en nuestro tiempo el garante último es la conciencia personal, cabe suponer que para nosotros es algo extremadamente apreciado.
Es evidente que la apelación a la conciencia no exime a una sociedad de elaborar leyes, a poder ser claras y precisas, referidas a la transparencia, la rendición de cuentas y la responsabilidad. Dar cuentas antes la ciudadanía es lo propio de una sociedad democrática, en la que se supone que debería gobernar el pueblo. Pero, siendo esto verdad, siempre queda abierta la pregunta “¿quién controla al controlador?”.
Naturalmente, los iluminados que no quieren aceptar para sus actuaciones más juez que su propia conciencia son un auténtico peligro, y todavía más lo son los grupos de fanáticos que asesinan sin compasión por una fe grupal, del tipo que sea. Por eso es esencial formar la conciencia personal a través del diálogo, nunca a través del monólogo, ni siquiera sólo a través del diálogo con el grupo cercano, sea familiar, étnico o nacional. Somos humanos y nada de lo humano nos puede resultar ajeno, el diálogo ha de tener en cuenta a cercanos y lejanos en el espacio y en el tiempo.
Pero al final llegamos a un punto, en las cosas importantes, en el que cada persona ha de formarse su juicio y tomar sus decisiones, no puede depender sólo de mensajes ajenos, si es que sigue teniendo un sentido el ideal de la libertad, entendida como autonomía personal.
Dónde se forma hoy en día esa conciencia es una de las grandes preguntas para las que hay muy difícil respuesta, y, sin embargo, es preciso encontrarla si no queremos dejar de ser, junto con otros, los protagonistas de nuestra propia vida. Los artesanos de nuestra existencia, como aconsejaba Séneca.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 22 de agosto de 2015)
Los nuevos tiempos de la política española, con la irrupción de nuevas caras y el evidente relevo generacional, seguramente serían calificados por Michael Oakeshott como un momento álgido de política de “fe” y no de “escepticismo”. En la primera, la actividad pública está al servicio de la salvación de la comunidad: el Gobierno lo abarca todo y se espera de los gobernados no sólo obediencia, sino, incluso, entusiasmo. Por el contrario, la política del escepticismo, entiende el Gobierno como una actividad distinta de la búsqueda de la perfección humana. El político escéptico observa que los hombres tienden a entrar en conflictos, porque a menudo tienen intereses contrapuestos, y la misión del Gobierno no es otra que minimizar la gravedad de tales disputas.
La política no existe porque sea buena (como piensa el político de fe), sino sólo porque es un mal menor. La política del escepticismo, de aroma anglosajón, se inclina por no conceder demasiado poder a los gobernantes; sólo el estrictamente necesario para lograr el orden de la sociedad (sin engañarse con un evanescente y casi siempre hemipléjico bien común). Por ello, y también porque el escéptico no ignora que el Gobierno está ocupado por hombres de la misma clase que la de aquellos a los que gobiernan, es decir, personas con la permanente tentación de imponer siempre sus propios intereses a los demás. David Hume escribió que todo hombre debe ser tenido como un bribón y que suele ser más honrado en su conducta privada que en la pública (seguramente porque es más visible; pero él escribió antes de la era de Internet).
El escéptico valora el poder como el ajo en la cocina: debe ser usado tan discretamente, que sólo se debe advertir su ausencia. Por supuesto, en la política del escepticismo, gobernar no es nada que pueda suscitar ilusión. Probablemente, todos los políticos combinan en alguna medida fe y escepticismo. El problema está en sus excesos: el cinismo del escéptico y el fanatismo del entusiasta.
La vieja política está plagada de cinismo, como cuando no se adoptan medidas reales de represión de la corrupción o cuando se selecciona a la competición electoral a personas más interesadas que interesantes. Pero el político de fe también se expone a excesos. Y no es un fenómeno nuevo: ahí está el tipo de político independentista, para quien la ruptura con lo que llama “el Estado español” sería una suerte de bálsamo de Fierabrás capaz de sanar cualquier herida, aunque, como le ocurriera a don Quijote, mucho me temo que el único efecto de tal pócima sea laxante, al menos en cuanto a palabras y derroche inútil de energía.
El político militante es adanista y descubridor de mediterráneos. Quien presume de pureza, también en política, asusta. Es probable que se llegue a creer, de verdad, que él y los suyos, por sí solos, son capaces de regenerar el sistema. Esto supone una impugnación global de toda la historia anterior, que es leída sólo a partir de sus patologías, e implica una superioridad moral sobre el resto de políticos tan ignorante como arrogante. Churchill dijo que sostener que todos los políticos son corruptos era injusto con el 5% de ellos que, como él, no lo eran. Al menos, habría que hacer justicia a esos.
La política fervorosa se funda en un cierto pensamiento mágico acerca del poder. El Estado sería un enorme sifón de recursos ilimitados. Un ejemplo: la limitación del gasto público que introdujo la reforma del artículo 135 de la Constitución vista por un amplio sector de la izquierda española como el peor baldón que un Gobierno socialista haya podido cometer a los propios ideales.
Es cierto que puede discutirse la forma de esa reforma y las modalidades temporales de su aplicación (para evitar el austericidio), pero, por principio, ¿es pensable que podamos gastar normalmente más de lo que ingresamos, de modo que incrementemos aún más la estratosférica deuda que ya tenemos? La desorientación de la socialdemocracia española no sólo es estratégica o ideológica; es peor, es intelectual (no porque no haya pensadores, sino porque no se les hace demasiado caso). Una de las lecciones más interesantes de la crisis económica ha sido pensar las políticas públicas a partir de sus beneficios y su coste. Evidentemente, no para poner al lucro en el centro de la política, como querrían los conservadores, sino a las personas y, sobre todo, a las que sufren desigualdad de cualquier tipo.
Pero una lucha por la igualdad, racional, seria, argumentada. Gobernar es elegir en qué se gasta y lo que se gasta en un sitio no va para otro sitio, seguramente también necesario. Los recursos son escasos. Hay que elegir. No todo es posible en todo momento. La economía no es mágica; tampoco la democracia. Hay que explicar todo esto y bien a los ciudadanos.
Ni el político iluminado ni el cínico son capaces de dialogar, salvo que no tengan más remedio; se sienten en posesión de toda la verdad. Exacerban las diferencias entre los suyos y los otros. No parece haber un “nosotros”. En nuestro país tenemos dificultad para el diálogo; ¿será verdad eso de que poder que no se abusa, se desprestigia? El problema de dialogar, ciertamente, es que uno corre el riesgo de ser convencido. Tras una legislatura donde, por el momento delicado que vivía el país, el electorado decidió que hubiera muchas mayorías absolutas, ahora se abre un tiempo nuevo en el que todos tendrán necesidad de llegar a acuerdos. Habrá que reemplazar insultos y descalificaciones por pactos y argumentaciones. Los embates, por debates.
La política fundamentalista y la cínica halagan a su electorado sólo con promesas de derechos. Ni una palabra de deberes, responsabilidad, o solidaridad (salvo la que se piensa imponer a los adversarios). Es una política de seducción de los propios y de enfrentamiento y revancha respecto de los otros. Es una lógica de enemigos, no de simples adversarios. Un rostro contemporáneo de la vieja inquisición tan propia de nuestra cultura.
Se abre un tiempo nuevo en el que, si queremos avanzar, no tendrán cabida el cinismo ni el fundamentalismo. Hace falta, con permiso de Oakeshott, una ética política renovada y creíble: ilusión, pero humildad; creatividad, pero capacidad técnica, y, por encima de todo, espíritu de diálogo y mucha, pero que mucha, tolerancia. De momento, ha habido una enorme renovación de políticos, pero está por ver si, por fin, habrá cambios en la política.
(Artículo de Fernando Rey, publicado en "El País" el 12 de agosto de 2015)
Aparentemente, no pasa nada. Vemos a nuestros educandos de la sociedad hiperconectada en su perpetuo soliloquio con el móvil o concentrados en alguna pantalla -¿qué mirarán?- en vez de tomar apuntes. Nos resignamos a que lo contrasten todo con fuentes –más o menos fiables- de acceso inmediato, a que pongan en cuestión lo que decimos y nos reclamen respuestas en tiempo real. Notamos su renuencia a la comunicación convencional y su seducción por los estímulos visuales, su propensión a hacer varias cosas a la vez, su facilidad para extraer de los artilugios tecnológicos utilidades que ni sospechábamos que existieran. Los vemos, pero hacemos como si todo eso no afectara a su forma de aprender. Seguimos dándoles clase igual que otros hicieron con sus padres. Nada, en la mayoría de las aulas universitarias, parece denotar urgencias de cambio.
Y sin embargo, algo se mueve bajo nuestros pies. Y deprisa. Como en otros sectores de actividad económica (edición, audiovisual, turismo o banca, por no extendernos) la globalización y la revolución digital, combinadas, están produciendo, en la educación superior, cambios económicos, tecnológicos y psicosociales que van a la raíz de lo que –usando la jerga empresarial- llamaríamos “modelos de negocio” de las instituciones educativas.
Visto desde el ángulo de la oferta, el acceso al conocimiento básico se desmonetiza a marchas forzadas. La tecnología digital lo pone al alcance de todos, a menudo sin coste, y permite consumirlo de forma autónoma, ubicua y asincrónica. La actividad que siempre se había realizado en el aula pierde así una parte nada pequeña del valor que le atribuíamos. El entorno competitivo se endurece. Las instituciones académicas tradicionales monopolizaban el acceso al conocimiento de calidad, pero hoy nuevos actores aprovechan los cambios para lanzar al mercado productos de conocimiento que combinan calidad y bajo coste. Las credenciales de universidades de prestigio compiten ya con modelos diferentes de reconocimiento (nano degrees, certificaciones no-pay, micro especializaciones…) que los empleadores han empezado a valorar.
Pero lo más importante, para un educador, está ocurriendo en el lado de la demanda. La carga cognitiva –la cantidad de conocimiento consumido por persona y unidad de tiempo- crece exponencialmente, pero se digiere de manera fragmentada, sincopada, dispersa, superficial. Al mismo tiempo, las sociedades y organizaciones de hoy necesitan, cada vez más, personas capaces de discernir aplicando su propio criterio, de relacionar entre sí hechos y fenómenos aparentemente distantes, de interpretar entornos fluidos y volátiles, de afrontar problemas complejos. Sólo experiencias educativas capaces de consolidar los conocimientos, de hacerlos viajar a través de las fronteras –casi siempre artificiosas- de las disciplinas, de proveerlos de sentido y convertirlos en base para nuevos aprendizajes podrán responder a esos desafíos. La preocupación, cada vez más extendida, por fortalecer los contenidos humanísticos de la educación superior responde a esa inquietud.
Claro, que transformar conocimiento en meta-conocimiento exige una fuerte personalización de los procesos educativos. Y éste es un camino que se hace menos escalable cuanto más masivo: no podemos poner un tutor a cada estudiante. La viabilidad económica del asunto queda en entredicho salvo que se asuman dos cambios. El primero, que una parte significativa de esa personalización puede ser auto-gestionada por el estudiante si reformulamos la relación –hoy todavía unidireccional y condescendiente en muchos casos- entre profesor y alumno. El segundo, que para ello es necesario un uso masivo, disruptivo e inteligente de la tecnología digital.
La tecnología nos permite en la actualidad trasladar fuera del aula una parte considerable del proceso de aprendizaje. Siempre fue así, dirán algunos. Sí, pero lo que ahora cambia es tanto la dimensión de este hecho como la misma secuencia del proceso. Hoy es posible aprovechar las posibilidades del aprendizaje en línea para producir y/o filtrar recursos de conocimiento básico de alta calidad y adaptar su consumo a las circunstancias, aptitudes y preferencias personales de cada estudiante. Podemos, incluso, acreditar de este modo su grado de dominio. Estas posibilidades tienen un alcance pedagógico revolucionario. Uno de sus efectos es que enriquecen extraordinariamente el potencial del trabajo en el aula. Eric Mazur, profesor de Física en Harvard, lo explica así: “El primer escalón es transferir información. En el segundo escalón, el alumno necesita hacer algo con ella: construir modelos mentales, crear sentido, ver cómo esa información, y el conocimiento inserto en ella, se aplica al mundo que nos circunda”. Liberada de buena parte de su función meramente transmisora, el aula puede dedicarse a consolidar conocimiento previamente adquirido, relacionarlo con otras perspectivas, situarlo en un entorno de aplicación, ponerlo a prueba, obligarle a afrontar retos difíciles, extraer de él su potencial transformador.
Aun siendo trascendentes, los cambios más significativos no derivan del uso de la tecnología. Mientras las aulas universitarias tuvieron el monopolio del acceso al conocimiento de nivel superior, el foco de atención prioritaria se dirigió a aquellos que podían producirlo y transmitirlo del modo más fiable. Ahora, con ese conocimiento convertido en commodity, el desafío de la universidad es manejarlo de forma que haga posibles experiencias de aprendizaje de alta calidad. Lo que va a contar es la capacidad para asegurar esas experiencias y conseguir graduados dotados de los perfiles que la sociedad y la actividad productiva demandan. Los modos de diferenciación entre las instituciones se desplazan aceleradamente desde los inputs del proceso educativo hacia sus resultados e impactos. El verdadero cambio consiste en asumir que el estudiante y su aprendizaje son el centro de todo.
Para las instituciones, esta inflexión transforma en profundidad el contrato psicológico con sus dos actores principales: estudiantes y profesores. A los primeros, porque los responsabiliza de una parte importante de su propio aprendizaje, imponiéndoles un papel más autónomo y exigente del que están acostumbrados. Además, una disposición más activa por su parte es consustancial a un modo de aprender en el que la co-creación de conocimiento, la colaboración en retos o proyectos y el trabajo de equipo desempeñan un papel decisivo. Para el educando, el estar en el centro del escenario no equivale a recibir el trato obsequioso que se dispensa a un cliente. Al contrario, su nuevo rol le obliga a superar ciertas pulsiones (dispersión, superficialidad, individualismo, sobrevaloración, autoindulgencia…) que forman parte, mucha o poca, de los contextos en que se socializan las personas hoy en día.
Y si gestionar ese ajuste de expectativas es difícil, no lo es menos el que afecta al profesorado. Como está ocurriendo en otros sectores, los profesores estamos, nos guste o no, en el umbral de cambios que transforman el oficio que hemos conocido. Cambian las competencias exigibles: será difícil que los procesos de legitimación profesional sigan basándose casi exclusivamente en capacidades reconocidas por la comunidad académica, pero desvinculadas muchas veces del talento para enseñar. Cambian los roles docentes, que tendrán que asegurar la calidad de los aprendizajes e integrar la aptitud para dinamizarlos, coproducirlos y conectarlos con la realidad. Cambian ciertos requerimientos de habilidades técnicas, como las de comunicar en línea y desarrollar contenidos digitales, hoy prácticamente inéditas. Cambian las métricas y sistemas de evaluación que habrán de reconocer nuevos equilibrios entre actividades presenciales y a distancia y ponderar de un modo distinto los esfuerzos dedicados a preparar, actualizar, impartir, orientar, monitorizar, apoyar, evaluar.
Son, sin duda, retos de gran calado. Lo que podemos dar por hecho es que nuevas formas de entender la misión de educar y nuevos roles y modos de relación entre quienes la ponen en práctica van a caracterizar a aquellas instituciones de educación superior que consigan seguir siendo relevantes en los próximos años. En palabras de Eric Hoffer: “En tiempos de cambio drástico, son los que aprenden quienes heredan el futuro. Los que ya saben suelen encontrarse muy bien equipados para vivir en un mundo que ya no existe”.
(Artículo de Francisco Longo, publicado en "El País" el 11 de agosto de 2015)
En la primavera de 1930, Pío Baroja viajó en coche desde el Bajo Aragón a Valencia, deteniéndose en el Maestrazgo. Quería conocer los escenarios en que se desarrollarían los próximos episodios de sus Memorias de un hombre de acción, en concreto Los confidentes audaces y La venta de Mirambel. Baroja, a diferencia de otros escritores, procuraba describir lo que antes había visto con sus ojos. No se lo inventaba todo. Fue de Alcañiz a Morella, y de Morella a Mirambel, Cantavieja y Segorbe. De Segorbe bajó a Valencia y Játiva, para regresar de ahí a Madrid. Baroja dijo de Morella que parecía una de esas “ciudades de cíclopes o gigantes” que lucen estáticas, inmunes al paso del tiempo, en lo más alto de un promontorio que, en el caso de Morella, es un altozano de piedra caliza sólo amenizado por enjutos bosques de carrascas, quejigos y pinos característicos de la comarca de Els Ports.
En lo más alto de Morella está el castillo. Por ahí han pasado celtíberos, romanos y árabes. Lo conquistó el Cid, se perdió y lo reconquistó Alfonso, tomándolo definitivamente para su corona Jaime el Conquistador. Morella se mantuvo fiel al emperador Carlos V cuando las Germanías; y siglos más tarde, cuando la guerra de Sucesión, se sometió a Felipe V, quizá decantándose por Castilla, más lejana, que por Catalunya y Valencia, más próximas, pero que habían apostado por el archiduque en una guerra que comenzó siendo un enfrentamiento internacional europeo y terminó como una guerra civil entre españoles, cuando las potencias los abandonaron a su suerte por primera y no última vez. No obstante, el episodio más vivo de la historia de Morella, grabado en la memoria colectiva española, es la primera guerra carlista –otra guerra civil– librada por los legitimistas, en aquellos pagos, bajo las órdenes de Ramón Cabrera y Griñó, conocido como El tigre del Maestrazgo. Fue una guerra brutal por ambas partes, marcada por las tremendas represalias ordenadas por Cabrera en venganza por el previo fusilamiento de su madre, que, a su vez, fue la respuesta a la ejecución de dos alcaldes constitucionales ordenada por Cabrera.
Estas barbaridades no eran fruto de una explosión de violencia repentina e imprevista, sino que respondían a un designio fríamente conformado y ejecutado. Así, cuando el general Nogueras, gobernador de Tortosa, duda en fusilar a la madre de Cabrera, recibe un oficio del capitán general de Catalunya –el antiguo y heroico guerrillero Espoz y Mina– ordenándole que “mañana, a las diez de ella, será fusilada la madre de Cabrera y presas las tres hermanas”. No es extraño que, al conocer estas nuevas, la reacción de Cabrera asustase incluso a sus más inmediatos seguidores. Tanto, que Mariano-José de Larra –seguidor próximo de los acontecimientos– escribió un artículo –“Dios nos asista”– en el que utilizaba el sarcasmo para denunciar esta barbarie: “También te habrán contado (…) otra pequeña arbitrariedad ejecutada oficialmente en una vieja por virtud de un cúmplase de un héroe. ¡Dios nos libre de caer en manos de los héroes…! Es así que la primera causa de que hubieran facciosos fueron las madres que los parieron, ergo, quitando de en medio las madres, lo que queda… Es lástima que no haya vivido el abuelo porque mientras más arriba, más seguro el golpe”.
Nacido en una familia de buen pasar, Ramón Cabrera estudió un tiempo en el seminario, de donde le sacó su falta de vocación. Su integrismo ideológico le hizo abrazar la causa carlista y, estallada la guerra, su instinto guerrillero y su sentido natural de la estrategia, unidos a un valor indiscutible, le llevaron pronto al generalato. El 25 de enero de 1838 tomó la plaza de Morella, ciudad que defendió durante dos años frente a los más nutridos ejércitos liberales, que habían sitiado la plaza. Llegó a dominar las provincias de Teruel y Castellón, exceptuadas las capitales. Tras el convenio de Vergara, que puso fin a la guerra en el norte, la derrota era inevitable. Resistió un tiempo, pasó a Berga y, de ahí, a Francia y más tarde a Inglaterra. Parece que la campiña inglesa amansó al tortosino, quedando atrás el recuerdo de su crueldad. Casó con una dama rica, tuvo hijos y allí murió.
Cuando estalló la última guerra civil, el general Miguel Cabanellas Ferrer, de convicción republicana, quedó en zona nacional –en Zaragoza– y se sumó al alzamiento, pero consternado por la represión espantosa en el valle del Ebro, exclamó: “¡En este país, alguien tendrá que dejar de fusilar alguna vez!”. Afortunadamente, pasados los años, podemos ya decir con garantías que se ha dejado de fusilar. Pero ello no obsta para que resurjan periódicamente –en unos y otros– las furias atávicas de la estirpe, que convierten al adversario en enemigo, que son refractarias a la concordia, que se niegan al diálogo, que carecen de voluntad de pacto y, más aún, de predisposición transaccional. ¡Cuánta soberbia! ¡Cuánta cobardía! ¡Cuánta mediocridad! En expresión de un viejo amigo, nunca olvidado, qué espectacular eclosión de “mediopelismo hispano”.
(Artículo de Juan José López Burniol, publicado en "La Vanguardia" el 10 de agosto de 2015)
Hace ya varios años que el desprecio al derecho —a la Constitución, leyes y sentencias— se ha instalado cómodamente en la Cataluña oficial. El presidente de la Generalitat, consellers,diputados y dirigentes de partidos nacionalistas, declaran con frecuencia que están dispuestos a saltarse la ley o incumplir una sentencia y aquí no pasa nada. Los editoriales de los periódicos, los columnistas de referencia, las tertulias de radio y televisión, salvo muy contadas excepciones, no prestan especial atención a las constantes vulneraciones del Estado de derecho. Por lo visto, lo consideran como algo normal, habitual, un detalle nimio sin importancia.
Cuando a finales de 2009 un editorial conjunto de los diarios catalanes, encabezados por La Vanguardia y El Periódico, pidieron al Tribunal Constitucional, en nombre de Cataluña, que declarara el nuevo Estatuto conforme a la Constitución por motivos políticos, ya podía preverse que aquellos que dirigen y conforman la opinión pública catalana tenían, o bien escasos conocimientos políticos, o bien un gran menosprecio por la democracia y el derecho. Lo que ha sucedido después no puede sorprender a nadie: al huevo de la serpiente, incubado desde hacía 30 años, comenzaba a rompérsele el cascarón.
Por tanto, que las autoridades catalanas vulneren el derecho ante la complacencia general, ya forma parte de la normalidad catalana, no es noticia. Además, los sectores influyentes de la sociedad —sindicatos, patronal, asociaciones conocidas, empresarios relevantes, mandarines culturales o presidentes del Barça—, o están de acuerdo con quienes incumplen la ley o se mantienen cómodamente callados para no meterse en líos: se quejan en privado pero enmudecen en público, como durante el franquismo, tampoco nada nuevo. Ante el poder, cobardía: ¿es siempre así la condición humana?
Pero esta ola de desobediencia al derecho está llegando a peligrosos límites. La deslealtad se exhibe con desenfado. Oriol Junqueras dijo hace unos días en una entrevista radiofónica que estaban procurando “colarle goles al Estado” y añadió, en referencia al llamado proceso independentista, que la intención era ir esquivando las decisiones del Ejecutivo: “No daré pistas al Gobierno español de lo que decimos en las conversaciones para esquivarlo”. Así es como se trata a los enemigos.
Para remachar el clavo, Francesc Homs, conseller de Presidencia de la Generalitat, abogó por ignorar la legalidad española si choca con el “mandato democrático del pueblo de Cataluña” que se expresará en las próximas elecciones. Tras contraponer la legalidad catalana (sic) a la española, dijo que esta última era la legalidad de “los otros (…), de una arbitrariedad absoluta y de poco respeto a la voluntad democrática”. Supeditarse a ella, concluyó, significaría que Cataluña no sería “nunca libre”. Los nuestros y los otros, los catalanes y los españoles: un lenguaje de ruptura y confrontación, el lenguaje que a diario, constantemente, se ve y escucha en las radios y televisiones catalanas. Así se envenena la atmósfera en Cataluña.
Con este malsano ambiente cívico estamos entrando en campaña electoral. Convergència, Esquerra y las asociaciones que manejan, se ha unido en una extraña lista electoral que, por el momento, en caso de tener mayoría, propone aprobar rápidamente una ley, llamada de transitoriedad, que se aplicaría de forma preferente a lo que denominan legalidad española, quedando ésta como derecho subsidiario, es decir, sólo aplicable en defecto de que no sea contradictorio con la citada ley de transitoriedad que, además, incluiría los instrumentos necesarios para saltarse las “trabas” que pudiera poner el Estado. Con esta delirante fórmula, una especie de golpe posmoderno de Estado, en caso de obtener una mayoría favorable, Cataluña se separaría de España y se declararía independiente.
¿Qué puede y debe hacer el Estado ante tal situación? La respuesta constitucional es clara. Una de las posibilidades es que el Gobierno declare el estado de sitio, previsto en el artículo 116 CE, conforme a su ley reguladora, aprobada en 1981 tras el 23-F, dado que uno de los supuestos es que peligre “la integridad territorial del Estado”. Sin embargo, esta posibilidad hay que desecharla, por el momento, ya que la misma ley prevé que sólo debe declararse el estado de sitio cuando la situación “no pueda resolverse por otros medios”. Y, en este caso, la solución a estos otros medios los ofrece el artículo 155 CE que en un redactado muy parecido a la Constitución alemana establece el mecanismo de la llamada “coerción federal”.
Este mecanismo es menos grave para la autonomía que el previsto en Constituciones de otros Estados federales en que el Ejecutivo central, en supuestos semejantes, puede disolver los Parlamentos de los länder (Austria), aprobar unas indeterminadas medidas necesarias (Suiza) o destituir a los Gobiernos de las regiones (Italia). En el caso español se trata, simplemente, de que si una comunidad autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución o la ley le imponga, o actuare de forma que atente gravemente contra el interés general de España, el Gobierno, tras cumplir ciertos requisitos formales, pueda adoptar las medidas necesarias para el cumplimiento de dichas obligaciones o la protección del mencionado interés general. Para ello, según la Constitución, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de la comunidad.
Queda claro, por tanto, que no se trata de una suspensión de la autonomía, ni de la disolución de alguno de sus órganos, sino de la modificación de la relación jerárquica de las autoridades autonómicas —legislativas, gubernativas y administrativas— por el hecho de incumplir reiteradamente sus obligaciones. Como ya hemos dicho, ello sólo puede darse en supuestos extraordinarios, cuando los recursos judiciales ordinarios no puedan ser eficaces y, por tanto, las medidas adoptadas deben ser prudentes, aplicadas de acuerdo con los principios de necesidad, proporcionalidad e intervención mínima. Sólo en el caso de que, mediante actos de insurrección o violencia, se opusiera resistencia a estas medidas, podría declararse el estado de sitio.
Ni Junqueras, ni Mas, ni cualquier otra autoridad autonómica, pueden colar goles al Estado, que está bien pertrechado jurídicamente para defenderse, es decir, para garantizar los derechos y libertades de los españoles, que es su único objetivo. Y si determinados partidos quieren separarse de España —y, por consiguiente, de Europa— también hay procedimientos para ello. Sin embargo, como todo en la vida, para alcanzar unos objetivos siempre hay que cumplir ciertos requisitos y, también en la vida sucede lo mismo, éstos nunca pueden estar basados en el engaño, la ocultación, la mentira y la deslealtad.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 20 de julio de 2015)
Las acciones de algunos de los nuevos alcaldes son fascinantes. Sobre todo, de las alcaldesas de Barcelona y Madrid, que nos surten de noticias inesperadas, sugestivas y sorprendentes. Tanto a Ada Colau como a Manuela Carmena se les nota que son mujeres impulsivas, que sienten necesidad de hacer algo por sus vecinos, y lo terminarán haciendo. De momento se están haciendo notar. La señora Colau, por haberse tenido que envainar la rebaja salarial de los funcionarios. La señora Carmena, por sus simpáticas iniciativas. La última, la creación de una web titulada Versión original y que se destina a desmentir las informaciones sobre el Ayuntamiento falsas, incompletas o malintencionadas.
Ya se la conoce como el Ministerio de la Verdad de la novela de Orwell: el órgano que expedirá la verdad absoluta del Ayuntamiento y sus concejales; la forma de castigar a los periodistas enviándolos a la web, para escarnio público. Allí serán expuestos con su nombre, su medio y sus escritos, en una forma que no se puede definir exactamente como censura en sus intenciones, pero puede serlo en sus resultados.
Miren que es maja la alcaldesa de Madrid, la señora Carmena. Es un cielo de señora. Anda por ahí, por los altos despachos, con su vestido casi siempre floreado, su atuendo de abuelilla de pueblo, su bolso de madre y su miopía. No ofende a nadie, tampoco dice mucho de su proyecto de ciudad, pero cae bien. Creo que hay una indulgencia general de sus tropiezos, porque la buena mujer se encontró de golpe con una responsabilidad en la que no había ni pensado. Y de pronto, con la prensa hemos topado. La prensa, que descubre y publica cosas desagradables para el poder. La prensa, que oye al concejal de Economía anunciar nuevos impuestos sobre el turismo y los cajeros automáticos, y lo publica. Y la alcaldesa, en vez de llamar al orden a su concejal, crucifica al mensajero. La culpa siempre es del mensajero.
Empiezan a dar miedo estas iniciativas. Como el Ministerio de la Verdad de Carmena funcione, démonos por fastidiados: el poder político, en vez de ser transparente, se convertirá en perseguidor de reporteros. Lo justificará alegando que todo lo que no es desmentido pasa a ser verdadero, y algo hay de esa perversión. «No vamos a estar haciendo desmentidos todo el día», se dice desde las direcciones de comunicación. Y Carmena y su equipo han encontrado el formato. En el fondo, es lo que le gustaría al presidente y a los ministros cuando hablan de mala comunicación, ensalzan lo mucho que hacen y vituperan lo poco que se les reconoce. Es que somos muy malos. No solo merecemos ese Ministerio de la Verdad, sino que le pongan unos calabozos en el sótano. Franco ya lo habría hecho.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 16 de julio de 2015)
Los españoles están indignados con la corrupción. Y no les faltan motivos. Al principio, en los primeros años noventa, con Juan Guerra, Roldán o Filesa, pudimos creer que eran casos aislados, que solo afectaban a un partido que había acumulado demasiado poder y durante demasiado tiempo. Pero, lamentablemente, cada vez está más claro que es un rasgo del sistema: Bárcenas, Gürtel, la Púnica, los ERE andaluces, cientos, miles de encausados. Y no se libra ningún partido, institución ni círculo, desde el PP al PSOE o a CiU, desde la CEOE hasta las federaciones deportivas. Lo raro es que no hayan saltado aún escándalos notables en torno al PNV o Bildu; quizás allí domine la omertà y algún día los conoceremos.
Como culpable, tendemos a apuntar al “sistema”, pensando solo en el político. Pero el económico o la jerarquía social tampoco parecen regirse por principios meritocráticos ni por cálculos de coste/beneficio, sino por criterios de tipo clientelar, familista, tribal. Será la heredada aversión mediterránea al individuo independiente. Claro que en todas partes cuecen habas, pero en otros sitios está peor visto; hay unas normas morales interiorizadas y un sistema judicial eficaz, que no perdonan a quienes juegan sucio, a quienes distorsionan las leyes del mercado o a quienes se apropian del dinero público.
Abrumado por estas preocupaciones, di el otro día un imaginario paseo por el campo. Me hallaba de repente en un paraje desconocido y vi una sima abierta bajo mis pies. Era un agujero oscuro, pavoroso, maloliente. Me asomé, con tiento. Había unos escalones descendentes. Bajé el primero.
Era un espacio iluminado aún tibiamente, con un olor suave, adornado incluso con algunas flores. Un letrero decía: “Corporativismo”. La gente parecía feliz. Jugaban a las cartas, se hacían bromas. Entre mesa y mesa, eso sí, se dirigían miradas esquivas y pullas malvadas; muchas, lo reconozco, graciosas. Me di cuenta de que era el único que deambulaba entre las mesas y que les molestaba. En varias de ellas me ofrecieron sentarme. Opté al fin por una. Fui muy bien acogido, me invitaron a todo, me dirigieron frases halagüeñas, hicieron que me sintiera en casa. En la mesa que había escogido, sin pensarlo mucho, había un letrero que decía “historiadores”, dentro de una zona más amplia en la que se leía: “Españoles”. Pero lo que allí ocurría era parecido a cualquier otra mesa. Había otros rincones, comentaron, y otras cuevas, donde la gente andaba más suelta; pero eran sitios dominados por el estrés, el aburrimiento, la soledad; la tasa de suicidios era muy alta; y cuando querían divertirse, me dijeron, entre guiños de ojo y codazos intencionados, se venían a nuestro rincón; por algo sería. Me sentí cómodo. Era por fin alguien respetable, no un desclasado. Pertenecía a una familia, hacía cosas bien vistas. No solo bien vistas, sino obligatorias. Quienes no las hacían eran tipos raros, de poco fiar, que seguían paseándose, sin amigos, entre las mesas.
Etiquetado ya, me enviaron, como primera misión, al mundo exterior, a un comité internacional que repartía becas. Estudié las solicitudes que pusieron sobre mi mesa y tuve, al fin, que optar entre un candidato español y uno, digamos, danés o australiano. O entre un historiador y un sociólogo o un economista. Algo me decía que tenía que votar al español, al historiador. Pero el danés, el sociólogo, era bueno, me hizo dudar. Sin embargo, qué pensarían de mí al volver, en mi mesa, si votaba al otro. No me lo perdonarían. Qué tontería era esa de que, a mí, el sociólogo danés me había parecido más sólido, mejor fundamentado; como si no supiéramos de sobra que ellos jamás apoyarían a uno nuestro, por bueno que fuera; pues menudos son los daneses, menudos los sociólogos, ¿es que soy tonto? Empezaba a sentirme fatal. Si hacía caso a mi conciencia, acabaría tildado de traidor, engreído, caballo salvaje, alguien capaz de hacer faenas a los suyos a cambio de irse poniendo medallas de pureza ética. Se me caería la cara de vergüenza. Tendría que replantear mi vida, pedir perdón, fustigarme en público. O aceptar la condición de apátrida.
Pasé la prueba. Me costó, pero voté al nuestro, fui fiel a quienes me nombraron. En casa me recibieron en triunfo y olvidé el mal trago. Se me abrió así la posibilidad de descender otro peldaño. En el suelo ponía: “Clientelismo”. El aire comenzaba a enrarecerse. Un tipo, mal encarado, estaba soltando un discurso a un grupo: “Yo os he apoyado, conseguí la beca para el de nuestra área, para el de nuestro pueblo. He demostrado que sé defender a la comunidad. A cambio, solo pido que me elijáis de nuevo. Es lo mínimo que debería esperar de vosotros, un poco de gratitud. Propongo que formalicemos nuestra relación, que hagamos un pacto que nos conviene a ambos: yo siempre apoyaré a nuestra gente y vosotros me votaréis siempre a mí. Pero siempre, ¿eh?, que quede claro, vitalicio”. Empecé a verlo claro.
Dispuesto a hacer carrera, y olvidada cualquier pretensión de independencia, se me ocurrió la gran idea de fundar un partido que se llamó Todo por los Nuestros (los topos, nos apodaron; ingenio barato). O sea, como CiU o el PNV en sus territorios, o el PSOE en Andalucía o el PP en el conjunto de España; lo que los mexicanos, con inventiva sin par, llamaron Partido Revolucionario Institucional. Eso nos aseguraba mantenernos en el poder sine die, dije a mis seguidores. Los problemas de financiación los resolvimos con pequeñas comisiones —para la causa, claro— por cada gestión exitosa.
Ya lanzado, descendí hasta el final. “Corrupción”, decía el cartel. Era un ambiente duro, maloliente. Brillaban las navajas en la oscuridad. Los guardaespaldas apenas ocultaban sus pistolas. Corrían maletines con fajos de billetes. Me puse en mi papel y planteé mis exigencias. No es que me gustara, pero lo hacían todos, y no sé por qué iba a ser yo menos que nadie, por qué iba a ser el único tonto. Les dije: “Cada vez que os consiga algo, que logre que se apruebe una resolución que os favorezca, me dais a mí un tanto, además de lo del partido. Discretamente, claro. Ya abriré yo, para ese dinerito, una cuenta en Suiza, o en algún otro paraíso opaco, y así me cubro el riñón para cuando lleguen las vacas flacas. Que nunca se sabe. Y, tras todo lo que he hecho por vosotros, me tengo merecida una vejez tranquila. ¿O no? Incluso, si no es demasiado pedir, podríais pensar en ponerme algún busto, alguna placa, en un lugar visible de nuestro rincón. Que no se olvide todo lo que he hecho por él”.
Y así culminé mi carrera de gran hombre. Eso sí, el país sigue hecho un desastre. Pero es que no aprenden. No hay quien les enderece. Si me hubieran dejado a mí todo el poder, en lugar de orquestar aquella malintencionada campaña que amargó mis últimos días…
(Artículo de José Alvárez Junco, publicado en "El País" el 15 de julio de 2015)
Los griegos no merecían el crispado zarandeo al que los ha sometido su propio Gobierno, refugiado en un populismo desnortado, caótico y tal vez desesperado. Pero, dicho esto, yo me alegro del triunfo de Alexis Tsipras, porque al fin podrá poner sus cartas sobre la mesa y dejar de marear la perdiz. Tiene la victoria que tanto anhelaba y ya no puede seguir jugando a un confuso chalaneo, algo que celebraremos todos los que no imaginamos una Europa sin Grecia. El referendo ha servido para esto y no es poco.
Grecia tiene un gran problema llamado deuda (entre otros). Pero no es menos cierto que, precisamente por esto, la UE tiene un serio problema llamado Grecia. Si en ambos niveles (el griego y el comunitario) se toma conciencia de ello, la solución -aunque difícil- aflorará en algún momento. Son las falsificaciones, trapacerías y mentiras griegas del pasado las que han engordado el problema hasta límites grotescos.
Hace ahora tres años escribí en estas páginas un artículo titulado Nuestra Grecia, en el que me declaraba muy reconfortado porque los ciudadanos de ese país se habían manifestado mayoritariamente europeístas. Entonces, como ahora, yo no podía imaginar una Unión Europea sin Grecia, es decir, sin Homero, Aristóteles, Sófocles, sin los maravillosos estoicos, sin Pericles y su Atenas radiante, sin Leónidas y los bravos espartanos que murieron por nosotros en las Termópilas. Me era imposible alejarme conceptualmente de todo aquello que tejió, trabó y vigorizó nuestra identidad. Porque allí estaba nuestro mundo antiguo, la cuna de nuestra civilización. Dicho esto: ¿puede concebirse hoy a la UE y a Grecia jugando una partida de trileros? No, pero ahí está la deplorable realidad actual. Ni Grecia ni la UE pueden permitirse una relación tan falta de confianza ni una insolidaridad tan descarnada. Entenderse bien deberá ser la meta.
Si los europeos nos mirásemos en un espejo sin los griegos, nos veríamos mancos, incompletos, dañados en una parte sustancial. Porque Grecia es tal vez nuestro punto débil (ese que Aquiles tenía en el talón derecho). La UE no puede excluir a Grecia, pero los griegos no pueden seguir jugando a ser un socio poco fiable o dado al chantaje.
(Artículo de Carlos G. Reigosa, publicado en "La Voz de Galicia" el 6 de junio de 2015)
La Agencia Tributaria cumplirá 25 años el próximo diciembre. Durante ese tiempo ha contado con una docena de directores generales. El cálculo es fácil: de media, cada responsable de la institución ha tenido un mandato de dos años. Un periodo demasiado corto para desplegar planes estratégicos y actuaciones eficaces.
Con estas circunstancias no es extraño que España sea uno de los países europeos con una mayor tasa de economía sumergida. Diferentes estudios sitúan en torno al 20% del PIB el volumen del fraude en España. La inestabilidad en la cúpula de la Agencia no es el elemento principal, pero contribuye a esa vergonzosa estadística. Gestionar el dinero que el Estado obtiene de los ciudadanos para pagar los servicios públicos es un acto de política. Como también lo es hurgar en las dobleces de la economía para aflorar los impuestos escamoteados.
Cada cambio en la dirección de la Agencia llegó acompañado de una catarata de nombramientos de cargos de libre designación, ascensos y cambios de destino. Estos vaivenes han provocado que en la última década se haya producido, de media, un ascenso cada dos días. Casi todos de los cerca de 1.400 inspectores de Hacienda de la Agencia han pasado por algún puesto de responsabilidad, algo inédito en otros cuerpos del Estado.
La institución está configurada con un sistema piramidal, con una cúpula directiva formada por una veintena de altos cargos. A partir de ahí se eligen los jefes de grupo, delegación, áreas... Estos últimos son nombrados con criterios de confianza, amistad o afinidad personal. El 40% de los inspectores pertenece a estos cargos de libre designación. Aunque la mayoría de los funcionarios asegura que nunca ha recibido presiones, sí admiten que hay cierta politización. No con actuaciones concretas, sino con el nombramiento de miembros de la dirección o la interpretación de normas.
Por eso los inspectores han reclamado con insistencia un estatuto de la Agencia Tributaria que regule, entre otras cosas, los nombramientos. Piden que se fijen criterios técnicos y basados en los méritos y en el currículo para definir la estructura de la institución.De esta forma, se diluirían las sospechas de que, en ocasiones, la política pesa más en la Agencia que la lucha contra el fraude fiscal.
(Artículo de Jesús Sérvulo, publicado en "El País" el 3 de julio de 2015)
Es opinión demasiado común que la democracia directa es la más auténtica y que, entre sus actuales formas, muy diversas, el referéndum es indudablemente el mejor procedimiento democrático ya que expresa, sin interferencias, la voluntad de pueblo. Se trata de una opinión no sólo discutible sino perfectamente refutable. Y se puede añadir, la democracia representativa, de tipo indirecto, es mucho mejor, expresa de manera mucho más perfecta la voluntad popular y es más respetuosa con la libertad de las personas.
Cuando se habla de referéndum siempre se saca a relucir la antigua democracia griega. Tras Tsipras y Syriza dudo que se invoque a la Grecia de hoy. Pero es también una opinión demasiado común aludir a la democracia griega antigua como el ideal supremo de democracia. “Aquella era una verdadera democracia, no la de ahora”, se suele decir. Al mantener esta posición se suelen olvidar varias cuestiones.
En primer lugar, que la democracia griega a la que se alude apenas duró un breve período, se limitó sólo a la ciudad de Atenas, cuando gobernaron Clístenes y, sobre todo, Pericles, hace más o menos unos 2.500 años. Los conocimientos que de estos tiempos tenemos son escasos y, con frecuencia, idealizados.
Parece cierto, sin embargo, que se trataba de una participación directa de los ciudadanos en las decisiones que afectaban a asuntos públicos y que allí eran elegidos los gestores encargados de aplicar los acuerdos tomados en la plaza pública. Ahora bien, no olvidemos que se calcula que Atenas, siendo una gran urbe de la época, tenía entonces una población de entre 30.000 y 40.000 habitantes como mucho, y que las mujeres no votaban, tampoco los menores, ni los esclavos, ni los extranjeros. Si ustedes van restando, si la población total ya era poca, lo que queda, ciertamente, cabe en una plaza, siempre que bastantes se abstengan de acudir.
Con ello quiero decir, simplemente, que la democracia griega es un mito que se conservó como tal durante diez siglos de sistemas aristocráticos y autocráticos, hasta que reapareció con las revoluciones liberales. Pero entonces se vio claro que la democracia directa ateniense era inaplicable y que había que pasar a una democracia representativa. Las razones de este cambio eran, sustancialmente, tres.
En primer lugar, el ámbito en el que había que tomar decisiones había aumentado sustancialmente, de ciudades se había pasado a naciones, y de alguna decena de miles de habitantes a varios millones. En esas dimensiones, la participación directa era imposible. En segundo lugar, los fines de la política habían cambiado: el objetivo de un estado liberal y democrático era que todas las personas fueran libres e iguales, gozaran de igual ámbito de libertad.
En tercer lugar, la actividad política había pasado a ser muy compleja, era un asunto para especialistas. Por tanto, como en tantas cosas de la vida, era imprescindible dejar esta tarea a los especialistas siempre que fueran escogidos y controlados por todos los ciudadanos, lo cual comporta ser responsables ante los mismos. Igual que para resolver asuntos privados escogemos un médico, un abogado o un arquitecto, para asuntos públicos debemos escoger políticos, que son los expertos en esta materia.
Nuestras democracias son representativas desde finales del siglo XVIII. Ahora bien, en los años veinte del siglo pasado, un período en el que el parlamentarismo era muy criticado, se introdujo en ciertos regímenes democráticos, de forma excepcional, los referéndums, que antes eran sólo un instrumento de sistemas dictatoriales. Era una forma complementaria de la democracia representativa para determinados supuestos, muy escasos.
El referéndum que plantea Alexis Tsipras en Grecia es del todo anormal. No puede convocarse de improviso y una semana antes de su celebración. Es descargarse de su responsabilidad en estos últimos meses al frente de su gobierno y pasar el muerto a los ciudadanos griegos que apenas tienen tiempo de formar su opinión para emitir el veredicto. Parece un acto de un demócrata y en realidad no lo es, simplemente es no asumir sus propias responsabilidades.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 1 de julio de 2015)
Paul Krugman, premi Nobel d'Economia el 2008, ha escrit un article en què defensa el no de Grècia a les mesures proposades per la Unió Europea. Els arguments són fonamentalment tres: més austeritat és situar-se en un cul-de-sac, ja no tem ningú una sortida de Grècia de l'euro i cedir a l'ultimàtum de la troica representaria la fi de la independència del país.
Certament, el món es veu sempre menys estressat des d'un confortable despatx amb vista sobre el bosc a la Universitat de Princeton, però si jo fos ciutadà grec dubto que em convencessin els arguments de Krugman. Una altra cosa és que es pot estar d'acord que els països del sud d'Europa han estat sotmesos a un excés d'austeritat, que la sortida de Grècia de la zona euro no és la fi del món (però constituiria una mala notícia) i que l'intervencionisme dels dirigents de la troica de vegades esdevé insuportable.
Però, en la seva anàlisi, el prestigiós economista sembla que s'oblida que aquesta Grècia que no pot atendre les obligacions amb els seus deutors és el resultat d'una sèrie d'errors només imputables als dirigents hel·lens. Recordem que Grècia va entrar a l'euro el 2001 falsificant els balanços i que el 2009 el forat fiscal era del 14% del PIB quan havia declarat el 3,7 % a Brussel·les, cosa que va provocar que el dèficit públic passés de sobte de 7.000 a 30.000 milions. I val més no parlar de l'economia submergida, que fa tres anys es calculava que equivalia al 30% de la riquesa que produeix el país.
Krugman és un provocador, així que s'imagina un futur esplendorós a Grècia, amb la dracma devaluada omplint les costes del Jònic de bevedors britànics de cervesa. Al Nobel sembla que li ha caigut la bola de vidre, potser al cap i tot.
(Artículo de Màrius Carol, publicado en "La Vanguardia" el 30 de junio de 2015)
Los ciudadanos griegos han empezado a percibir que el alejamiento del consenso europeo puede conllevar unos costes aún peores que los de la —ya reformada— antigua política de austeridad extrema. El corralitoque les impide casi absolutamente desde ayer movilizar fondos personales o financiar a corto las actividades de sus empresas es muchísimo más duro que el practicado por Argentina hace casi tres lustros. Aunque el Gobierno intente suavizarlo con medidas mitad comprensibles, mitad populistas: facilidades a los jubilados, transporte gratuito para todos.
Al mismo tiempo, el Gobierno de izquierda radical y derecha ultranacionalista intenta engañar sobre la naturaleza del referéndum que ha convocado. Lo presenta como un mero recurso democrático —que lo es: aunque no siempre sea la herramienta más perfecta de las democracias, también lo usan las dictaduras—, de carácter inocuo, para que el pueblo griego “decida si acepta o no” las propuestas de los socios europeos. Así lo conceptúa Tsipras en una carta a los primeros ministros de la eurozona, pidiendo de nuevo una prórroga de un mes al rescate que acaba esta noche.
Pero esa apariencia de equidistancia oculta que el propio Tsipras convoca a votar contra las propuestas europeas porque suponen, dice, “humillar” a los griegos. Y ahora tiene la increíble audacia de insistir a los socios/acreedores en que le den una moratoria para votar luego contra ellos.
Por eso, ante la torticera retorsión de un mecanismo democrático, el planteamiento del presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, a primera vista simplificador, acierta de lleno. “Un voto no significa que Grecia dice no a Europa”, resumió. Por eso pidió el sí —né, en griego demótico— a los ciudadanos de la República Helénica.
Es un planteamiento de riesgo, pero ya era hora de que las instituciones europeas hablasen un lenguaje político claro, más allá de tecnicismos. Lo es, porque no está nada claro el eventual resultado de la votación: los griegos se manifiestan muy europeístas, pero también son sensibles a las proclamas nacionalistas, y más tras largos años de crisis e ingentes sacrificios sociales. Y lo es también por su gestión posterior: ¿sería Tsipras un negociador creíble si los griegos le dan la espalda obligándole a aceptar lo que enfáticamente rechaza?
Naturalmente que el envite no afecta solo a Grecia. El impacto de la ruptura unilateral de las negociaciones por Atenas, y del consiguiente corralito, generó turbulencias en los mercados financieros de toda la UE, las Bolsas, las primas de riesgo... Aunque notorio, el efecto ha sido de momento limitado. Pero no es seguro que siga siendo así si la situación empeora, como es más que posible. Aunque las autoridades —también las españolas— hacen lo correcto al resaltar que la coyuntura y el equipamiento de la unión monetaria son mucho mejores que los de 2010.
Esta crisis afectará también a las actitudes y los conceptos. Muchos descubrirán que es mejor la soberanía monetaria compartida de facto que una pretendida soberanía nacional pretendidamente ilimitada, pero que al primer revés cede paso al imperio de los mercados. ¿De los mercados internacionales? Ni siquiera. Del minimercado doméstico: del voto de retirada de confianza a través de los cajeros automáticos.
(Editorial de "El País", publicado el 30 de junio de 2015)
Due giudici, uno di Roma e uno di Ravenna, su richiesta di due diverse organizzazioni sindacali, avevano sollevato questione di costituzionalità delle norme che, a partire da quelle del governo Berlusconi, nel 2010, avevano bloccato stipendi e contrattazione del pubblico impiego, e poi avevano prorogato il blocco. I giudici avevano chiesto di far cadere sia l’arresto della contrattazione, sia il congelamento del trattamento economico, sostenendo anche che la perdita del potere di acquisto, insieme con il blocco delle assunzioni, produceva un duplice danno, dovendo i dipendenti lavorare di più con una retribuzione ridotta dall’inflazione.
La Corte costituzionale si è limitata ad affermare che l’attuale «blocco della contrattazione collettiva» è illegittimo. E l’ha probabilmente deciso sulla base delle sue sentenze precedenti nelle quali aveva stabilito che il blocco può essere temporaneo, non duraturo o permanente . N on credo che il governo e il Parlamento siano stati presi in contropiede da questa sentenza. Il ministro della Funzione pubblica aveva già dichiarato di voler sbloccare la contrattazione collettiva a partire dal 2016. Quindi, ora la negoziazione ricomincia, come vuole la legge e come ha ribadito la Corte costituzionale nel 2012, entro i limiti generali di compatibilità con le linee di politica economica e finanziaria fissate dal legislatore, che richiedono un accurato calcolo degli oneri finanziari.
Perché questa è una decisione equilibrata? Perché, innanzitutto, fa cessare una intrusione legislativa nell’area contrattuale, senza tuttavia necessariamente sconvolgere gli equilibri di finanza pubblica, in quanto la contrattazione deve svolgersi necessariamente dentro le disponibilità di bilancio: lo Stato non può dare più di quello di cui dispone. La Corte ha fissato un principio: la contrattazione non può essere bloccata indefinitamente, se il pubblico impiego è contrattualizzato. Essa ha riaperto la strada della negoziazione tra le parti. Spetta ora al governo e al Parlamento stabilire le risorse disponibili e avviare la negoziazione entro i limiti di tali risorse.
Perché, in secondo luogo, non crea, con un’applicazione retroattiva, un buco che costituirebbe, come ha scritto la stessa Corte in una eccellente sentenza del febbraio scorso, «una grave violazione dell’equilibrio di bilancio». Il principio stabilito da quella sentenza trova ora una seconda attuazione con questa decisione: spetta alla Corte anche regolare gli effetti delle proprie decisioni, innanzitutto quelli temporali. In questo modo la Corte è anche più libera di esercitare il proprio ruolo, avendo disponibile una più ampia gamma di decisioni di illegittimità costituzionale. La Corte tedesca ha affermato da molti anni questo principio, che è poi stato codificato in una legge.
Cuenta Emile Cioran que se topó en la Casa de Cervantes de Valladolid con una anciana que contemplaba un retrato de Felipe III. “Con él comenzó nuestra decadencia” comentó ella. El filósofo comprendió en esa sola frase el corazón del problema político español: la conciencia de nuestro decaimiento histórico. Por lo que termina su reflexión con un retrato cruel de nosotros mismos: “Charlatanes por desesperación, improvisadores de ilusiones, viven en una especie de acritud cantante, de trágica falta de seriedad, que les salva de la vulgaridad de la felicidad y del éxito”.
Escuchando semanas, meses atrás, las tertulias televisivas y las declaraciones políticas me ha venido reiteradamente a la memoria esa descripción de airada verborrea que Cioran nos atribuye, muy ad hoc para describir lo que sucede en los obscenos realities televisados, donde un puñado de individuos intentan configurar a grito pelado la opinión pública española. En medio de dicho gaitrinar mediático una de las falacias más difundidas por sesudos analistas y portavoces del poder es que resulta más democrático, en un régimen político como el nuestro, que gobierne la lista más votada, aun si no ha obtenido la mayoría suficiente para hacerlo. Reiteran tanto el eslogan, expresado siempre con la naturalidad de lo que sería obvio, que una vez más se comprueba la evidencia goebbelsiana: una mentira muchas veces repetida se convierte fácilmente en verdad indiscutible.
Sin embargo cuando los padres de la Constitución de 1978 optaron por diseñar un sistema electoral proporcional, aun corregido por la muy exigente regla d’Hondt, se inclinaron por la eventual formación de gobiernos plurales, o al menos basados en acuerdos parlamentarios tácitos o explícitos, perdurables u ocasionales, que les permitieran ejercer su responsabilidad. Además los límites a ese criterio proporcional del voto no vienen en nuestro país establecidos únicamente por la mencionada regla, habitual en otras latitudes, sino por la perversa combinación de la misma con la provincia como circunscripción electoral. Entre ambas cosas se favorece a los partidos mayores y a los nacionalistas en detrimento de otras formaciones. En el pasado la más castigada de todas ellas fue el Partido Comunista, o su filial Izquierda Unida, aunque también UPyD, y no recuerdo que en ningún caso hayan lanzado por eso sus dirigentes diatribas contra la fundamental calidad de nuestra democracia, aunque en muchas ocasiones se quejaran de la injusticia o inequidad que la norma producía. Al fin y al cabo la democracia es esencialmente un método y no una ideología, y el respeto a las reglas debe prevalecer sobre cualquier otro análisis.
Un sistema proporcional, por su propia naturaleza, tiende a fragmentar los resultados electorales y lo anormal es que de él se deriven mayorías absolutas como las que en repetidas ocasiones hemos tenido en España. Con arreglo a dicho sistema no es la lista más votada la llamada a gobernar, ni tiene por qué serlo, sino aquella que sea capaz de congregar una mayoría suficiente para hacerlo. Naturalmente quien más oportunidades ha de tener en principio a la hora de culminar semejante menester es quien haya recibido mayor número de sufragios, especialmente si su distancia con el segundo es sustancial. Pero si se dan acuerdos de las diversas minorías para obtener entre todas o parte de ellas el ejercicio del poder de ninguna manera padece el carácter democrático de dichos pactos que, en definitiva, representan a una considerable mayoría de los electores. De modo que los Ayuntamientos y Gobiernos autonómicos recientemente constituidos en todo el país responden fielmente a la voluntad popular mucho más, desde luego, que si se admitiera a secas la regla de dar el poder a la lista más votada, y son los más representativos que puedan imaginarse tras las recientes elecciones, independientemente de la satisfacción o el quebranto que provoquen entre las diversas fuerzas políticas. Constituyen un triunfo de la democracia y no implican ninguna renuncia a sus principios básicos contra lo que algunos se empeñan en proclamar. Por lo demás serán los votantes de las fuerzas que firmen contratos entre ellas quienes en el futuro (en nuestro caso, un futuro muy próximo) sentenciarán con su comportamiento lo acertado o erróneo de la decisión de sus representantes.
Tampoco se tiene en pie la acusación de que las coaliciones negativas para que no gobierne tal o cual partido en tal o cual Ayuntamiento son un fenómeno antidemocrático o inconveniente. Sucede que por muchas diferencias ideológicas o programáticas que unos y otros tengan existen consensos respecto a la inoportunidad de entregar el poder a quien ha abusado de él o tomado medidas inaceptables para la mayoría de los ciudadanos, aunque dicha mayoría no se vea representada en una sola opción electoral. Todo ello resulta aún más lógico cuando el ascenso de fuerzas antisistema (desde separatistas irredentos a agitadores sociales) o de partidos emergentes responde en gran medida a la conjunción perdurable de dos fenómenos que han castigado a la población durante los últimos años: las políticas de austeridad, debilitadoras de la clase media, y la marea de corrupción. Ambas han dañado seriamente a las instituciones, destruido la fe en la clase política, y abandonado a los electores en manos del populismo y la demagogia.
O sea que no es la asignatura de la democracia la que tienen que aprobar por el momento los alcaldes y regidores autonómicos ya investidos, sino la de la eficacia y la transparencia. Examen en el que no han gozado hasta el momento ni siquiera de los tradicionales cien días de cortesía por parte de la oposición y de los medios críticos que en las democracias se otorga a los nuevos gobernantes.
Es evidente que algunos de los nuevos ediles confunden el ejercicio del poder con la gestión de una ONG y que si persisten en tal comportamiento la población, a comenzar por quienes les votaron, será víctima de su impericia o su demagogia. Pero lo mismo, o algo peor, puede decirse de lo sucedido hasta ahora en Madrid, Valencia, Palma de Mallorca o Cataluña, escenarios de una descomunal rapiña orquestada durante años desde los despachos oficiales. Se cuentan por cientos los políticos procesados ante los tribunales como delincuentes contra la propiedad ajena, y es imposible pretender que ese auténtico aquelarre de crimen organizado no afecte al prestigio y credibilidad de nuestro sistema, necesitado desde hace generaciones de reformas constitucionales que le devuelvan el aprecio de los ciudadanos. Si hay algo que agradecer a las nuevas formaciones nacidas entre el clamor de los indignados y las víctimas más débiles de la crisis es que quizás los poderes reales de este país, los políticos, los económicos y los mediáticos, quién sabe si incluso los religiosos, despierten finalmente de su sueño y escuchen la voz de la calle. Esta no es por lo demás propiedad de nadie ni debemos permitir que la dialéctica bolivariana se adueñe de sus anhelos.
Pero tampoco la demagogia pertenece a nadie en exclusiva. Estamos viendo como a la indignación áspera que encumbró a los jóvenes airados antisistema se responde ahora con el pánico verbal y las falacias argumentales de quienes ven amenazada su permanencia en el machito. Asombra comprobar cómo en el interregno electoral que ahora vivimos los extremistas se esfuerzan en ofrecer una improbable imagen de que son moderados mientras estos arrojan la máscara y enseñan de nuevo el colmillo del dobermán. Dicen que se debe a la influencia de asesores electorales y expertos en marketing político. Pues sería preferible que se rodearan de intelectuales y filósofos capaces de enseñarles la senda del sentido común, la alteridad de sus ideas y la duda razonable sobre sus convicciones. Quizá así fueran capaces de rebatir esa máxima terrible con que Cioran describe a nuestros compatriotas: “Incapaces de acoplarse al ritmo de la ‘civilización’, clericoidales o anarquistas, no podrían renunciar a su inactualidad”. Todavía estamos a tiempo de conjurar semejante maldición. Bastaría con demostrar que el vituperado régimen del 78 no fue un paréntesis en nuestro devenir sino un triunfo inequívoco que nos recuperó para la Historia, de la que los sabelotodo de dispar ralea amenazan con expulsarnos de nuevo.Al exhibir la bandera de la democracia española en su último mitin, Pedro Sánchez no solo ha realizado un gesto liberador para miles de militantes socialistas y del agrado de millones de españoles; también ha descolocado a su principal rival por la izquierda. Desde hace meses se rumoreaba que en Podemos se estaban pensando si sacar o no la bandera española a la calle y ahora el PSOE se les ha adelantado. El asunto no es menor. Si, en la estela de Sánchez, Pablo Iglesias y los suyos se sacuden los complejos que impiden a la izquierda española contemporánea hacer de la bandera constitucional un signo de dignidad popular, algo habrá cambiado en nuestra cultura política.
Las banderas no deberían estar muy presentes en nuestras vidas. Habrían de colgar en los balcones oficiales y poco más. En general no son bonitas, y su proliferación equivale a contaminación visual e ideológica. Dicho lo cual, las comunidades humanas aún no saben vivir sin símbolos y afectar desdén por todas las banderas es una pose intelectual que no conduce a ningún sitio, sobre todo porque no todas significan lo mismo: unas son inclusivas y democráticas, otras no tanto y algunas son portadoras de mensajes de odio y desprecio. En todo caso, la aversión a la bandera española —que no al resto de banderas privativas, incluidas las irredentistas— es reseñable por el problema al que apunta: buena parte de nuestra izquierda se resiste a abandonar el marco mental del antifranquismo, identificando erróneamente la enseña constitucional con el lábaro de la dictadura. (Dicho sea de paso: nuestra actual bandera, que es la única bandera federal que tenemos, está basada en la tradicional desde Carlos III y usa los mismos colores que ya fueron usados sin tormento por la Primera República).
Que la izquierda no renuncie al marco antifranquista, con su confusa y acrítica nostalgia segundorrepublicana (que en muchos poco tiene que ver con auténtico republicanismo), tiene consecuencias. La más importante es que el marco antifranquista no les permite sentirse del todo cómodos en su piel de españoles, porque bajo ese paradigma, no sin motivo, “España” es una realidad negativa y opresiva. Y todo eso les arrastra a dar por buenos los planteamientos victimistas de los nacionalismos periféricos, que vienen dando la murga con mayor contumacia que el fantasmagórico nacionalismo español que se quiere ver en todas partes.
Esto se aprecia bien en el documento Podemos: plurinacionalidad y derecho a la autodeterminación, firmado por los barones territoriales de Podemos en Catalunya, Euskadi, Galiza e Illes Balears (escritos así). En el texto se aboga por el derecho de autodeterminación de todas las naciones del Estado (sin especificar cuántas ni cuáles), la exclusión de la lengua española como vehículo de enseñanza en las comunidades y la asimetría en las competencias sin preocuparse de cuáles quedarían en manos del Gobierno central o de la federación. Por supuesto, no faltan las invectivas contra el “Régimen del 78”, del que no hay nada que valorar positivamente, y contra “las dinámicas uniformizadoras del Gobierno español que amenazan lenguas y culturas”.
La pieza parece escrita en 1975; o mejor dicho, está escrita en 1975, que es donde mentalmente viven sus redactores. Es decir, si el franquismo perdura en algún sitio en España es en nuestros jóvenes antifranquistas, que no sueltan el espantajo así se les agarrote su mano siempre puño. Para los líderes de Podemos, que en esto siguen a la izquierda nacionalista punto por punto, nada ha cambiado en España de un tiempo a esta parte. Es indudable que el régimen franquista promovía “dinámicas uniformizadoras que amenazaban lenguas y culturas”; pretender que cualquier Gobierno de España desde 1978 lo siga haciendo solo es fruto de la pereza ideológica y la ignorancia culpable. Hace poco, a Tania Sánchez, interrogada por la cuestión catalana, no se le ocurría otra cosa que decir que “España no es una, grande y libre”. Declaraciones vintage.
E interesa explicitar un presupuesto de este discurso: España no existe; cuando menos, su existencia es dudosa. Cuando los líderes de Podemos, en su única concesión al lector no nacionalista, dicen valorar “positivamente la rica diversidad cultural y lingüística” del “Estado español,” no se les pasa por la cabeza que en esa diversidad se halle también incluida y mezclada una cultura y una lengua que han llegado a ser comunes para todos los españoles. Tan indudable como que en España no hay una única cultura y una única lengua es que hay una lengua y una cultura y una historia en común. Pero no, para la izquierda contemporánea, siguiendo la falsilla mental antifranquista, que cree que todo comienza en 1939, esa realidad común hay que leerla como realidad impuesta. Y esa desaparición de la España en común se refleja vivamente en la nueva moral lingüística: queda prohibido decir España; hay que decir Estado español. Como mucho, en función del contexto, se dice “este país”. Todo menos mentar por su nombre a la innombrable.
Parece que Iglesias empieza a darse cuenta de las limitaciones de este discurso. Para él será difícil virar el timón. Como el escultor que muestra disgusto ante el trozo de mármol que le han traído, hace poco se excusaba ante sus seguidores por su apretón de manos al Rey alegando que “los españoles están socializados como están socializados”. Puede. Pero Iglesias y Errejón no deben ignorar las limitaciones de su propia socialización. Es decir, una educación sentimental donde ganar la Guerra Civil y restaurar la República es la tarea magna, aunque la vasta mayoría de españoles ya haya saldado la cuenta y pasado la página. Solo situándose en ese pasado previo a 1978 puede uno compenetrarse con los nacionalismos periféricos, que entonces no habían derrochado el caudal de simpatía con que sus postulados ingresaron en la Transición.
Para alguien como Iglesias, de cuya condición de líder no se duda, se acerca el momento de la verdad: ser un líder español o solo un líder castellano. A veces da la impresión en Podemos —al contrario que Ciudadanos, que tiene una idea cabal de España— de que el país que quiere gobernar se limita a lo que podríamos llamar “la castellanía”, en extraña sintonía con la visión franquista, duramente castellanocéntrica. Salir de ahí supondrá dejar de bailar el agua a los nacionalismos vascos y catalán, denunciar su mal disimulado etnicismo y defender con más agallas la dignidad del abundante sentimiento vascoespañol y catalanoespañol en Cataluña y País Vasco. Veremos. No sea que en lugar de asaltar los cielos se acaben conformando con una excursión a la meseta.
(Artículo de Juan Claudio de Ramón, publicado en "El País" el 24 de junio de 2015)
Lo malo de poner una bandera española en España es que después te preguntan qué pretendes. Te lo preguntan, porque poner una bandera española en España es algo insólito y provocador. La prueba es que la bandera española solo luce en algunas fotos, en solemnidades de Estado, en los féretros de algunos muertos, en los desfiles militares, en manifestaciones de la derechona y en las fiestas de los pueblos, con tal de que esos pueblos no sean vascos ni catalanes. Poner una bandera española en España es digno de toda sospecha de intenciones ocultas o de extrañas maniobras. De hecho, Santiago Carrillo sacó una bandera española en el año 1977, pasaron 38 años, el protagonista está criando malvas, pero todavía hay quien se lo echa en cara.
Ahora la inaudita ocurrencia fue de Pedro Sánchez, que se proclamó candidato a la presidencia del Gobierno español con una bandera española a su espalda. Y encima, grande. Casi de grande como la que Aznar mandó poner en la plaza de Colón de Madrid después de un arrebato patriótico que trajo de México. Desde la provocación de Carrillo, no se recuerda nada similar. ¡Un socialista con la bandera facha, Jesús, Jesús! Ilustres plumas se pusieron a debatir sobre las intenciones; a ver si desmentía a Rajoy por acusarlo de radical y extremista, como si los radicales y extremistas no hubieran jurado esa bandera; a ver si ahora iba de moderado y centrista; a ver si rompía con la tradición socialista republicana; a ver si solo pretendía llamar la atención. Por lucir la bandera española, Pedro Sánchez ganó más portadas y artículos que si hubiese dejado el PSOE para integrarse en el Partido Popular. Hay que ser español para entenderlo.
Y a este cronista le preocupan otros dos detalles. El primero, que cuando alguien se retrata ante una bandera muy grande, corre el riesgo de aparecer pequeño a su lado. Sánchez aparecía físicamente diminuto. Tan diminuto, que las pantallas del autocue resaltaban por su tamaño comparado. E ideológicamente, la bandera se comió el discurso, tan lindo de redacción, tan bien dicho, tan bonito en sus palabras hueras. Nos quedamos todos tan embobados ante la bandera que terminamos preguntándonos qué había dicho de la economía, qué del problema catalán, qué de los niños malnutridos, qué de las desigualdades, qué del sistema federal? qué había dicho en concreto, porque la voluntad de resolver todo eso también la tengo yo.
Dicho esto, personalmente celebro que la enseña nacional haya salido, por una vez, de las manifestaciones contra el aborto y cosas así. Y celebro que haya sido rescatada del zulo donde la teníamos secuestrada como patrimonio de lo facha. Porque Pedro Sánchez será lo que sea, pero facha no es.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 23 de junio de 2013)
De forma inesperada, la primavera ha traído un viento electoral que ha limpiado el ambiente político español. Las elecciones municipales y autonómicas del pasado 24 de mayo han constituido una verdadera revolución democrática, entendida en el sentido de que han cambiado el sistema tradicional de partidos que hegemonizaba la política española desde los años ochenta y, a la vez, han producido una renovación importante de las élites políticas por la vía de las urnas.
¿Qué ha causado este viento? ¿Qué impacto puede tener en las políticas públicas y en las condiciones de vida de las personas que han quedado en la cuneta del desempleo y la falta de ingresos? Y, ¿será duradera o a esta primavera española le pasará como a otras en otros países que llegaron cargadas de ilusiones y que, sin embargo, se diluyeron rápidamente? Vamos por partes.
Para comprender las causas es muy útil leer el Informe sobre la Democracia 2015. Reformulando la política que, dirigido por el periodista Joaquín Estefanía y la socióloga Belén Barreiro, acaba de presentar la Fundación Alternativas.
La primera impresión al leer el informe es de sorpresa, al observar el rápido e intenso deterioro que ha experimentado el indicador de “satisfacción con la democracia”. Está en su nivel más bajo desde que se inició el estudio, hace nueve años. De hecho, se señala que “España es un caso extraordinario en la evolución de la insatisfacción”. Es decir, lo que diferencia la situación española respecto de otros países no es la insatisfacción con el funcionamiento de la democracia, común a otros países, sino su rápido e intenso deterioro.
Un deterioro, como es lógico, muy conectado con el de otros indicadores que han experimentado también un rápido e intenso deterioro, como la desigualdad y la pobreza, analizadas también en el informe. Por cierto, son las personas con mayor nivel de estudios las que muestran mayor insatisfacción. Algo que no es extraño, dado que son los sectores con mayor capacidad de “voz”.
La coincidencia en el tiempo entre, por un lado, esta demanda insatisfecha con el funcionamiento de la democracia y la aparición de una nueva oferta política posiblemente explica la tormenta perfecta que está en el origen de esta primavera política. La aparición de nuevos partidos y formaciones alternativas han hecho que los votantes hayan podido castigar la corrupción por primera vez. Este resultado puede, sin embargo, haber sorprendido a algunos. Al coincidir estas elecciones con la recuperación de la economía y del empleo, el PP y el Gobierno de Mariano Rajoy esperaban cobrar los dividendos de la recuperación. Pero la economía parece no ser suficiente ya para ganar elecciones. Es la política, no la economía, lo que es relevante.
Por cierto, además de los estudios sobre medición de la satisfacción y de la auditoría a la democracia española, el documento contiene otros trabajos de interés para ver cómo los partidos están reformulando sus políticas y sus posicionamientos. Entre ellos, el artículo del politólogo José Fernández Albertos sobre Podemos. Su análisis nos revela cómo esta formación política aparece un poco menos como “el partido de los activistas indignados” y un poco más como “el partido de los grupos económicos excluidos y frustrados por la falta de oportunidades”. De ahí que para Fernández Albertos no es casualidad que esta “proletarización” de Podemos haya ido acompañada en el tiempo de la emergencia de un nuevo competidor electoral, Ciudadanos, que aspira a captar los votantes desafectos con los partidos tradicionales pero menos críticos con el orden económico existente.
¿Cómo pueden cambiar las políticas y los comportamientos a partir de ahora? Es aún pronto para comprobarlo. Por lo que se puede entrever en los pactos para gobernar Ayuntamientos y Comunidades, aparecen dos bloques. Por un lado, el de izquierda socialdemócrata –entre PSOE, Podemos y candidaturas alternativas– que está priorizando las políticas sociales para hacer frente a los problemas de pobreza y la marginación. Por otro, el liberal conservador –entre Ciudadanos y PP– que, bajo el impulso del primero, está priorizando la regeneración democrática. Habrá que ir viendo como se desarrollan esos acuerdos.
Por último, ¿será duradera nuestra primavera política? En sus efectos de limpieza de la política sí lo será. Porque, en parte, esos efectos se ya han producido. Pero tengo dudas respecto a la permanencia en el tiempo de las coaliciones que se han formado. Y también respecto a la posibilidad de que las nuevas formaciones políticas mantengan y aún aumenten en las elecciones generales del próximo otoño.
En buena parte, la respuesta a esta cuestión va a depender de cómo los nuevos gobiernos sepan gobernar. Si logran transmitir una imagen de cohesión, de coherencia y de eficacia probablemente los votos que ahora están como en una estación de tránsito en las nuevas formaciones pasarán a ser una estación de término. Por el contrario, si la ilusión y el entusiasmo que ha traído esta primavera se frustra como consecuencia de una mala gobernación, muchos de esos votos volverán a la estación de origen. Por lo tanto, la respuesta la tendremos en la reválida electoral de otoño.
(Artículo de Antón Costas, publicado en "El País" el 21 de junio de 2015)
Muchos de quienes sostuvimos públicamente, aquí y en otros foros, que convocar el referendo de autodeterminación que exigía el nacionalismo catalán y todos sus aliados históricos y sobrevenidos suponía una flagrante ilegalidad constitucional y un disparate político mayúsculo debimos soportar de todo: desde insultos indecentes hasta la condescendencia, displicente y petulante, de quienes se manifestaban convencidos de que España estaba dividida entre quienes entendían y querían resolver el llamado problema catalán (ni que decir tiene, todos nuestros críticos) y los que no entendíamos nada de lo que pasaba en Cataluña, hasta el punto de estar dispuestos a meter a España (al Estado español, ¡pido disculpas!) en el infernal laberinto de un conflicto interminable.
Varios meses después de aquella controversia, las cosas han acabado saliendo por peteneras, pero no desde luego como pensaban los listos que nos daban a quienes nos negábamos a aceptar el trágala de un referendo ilegal lecciones de supuesta tolerancia territorial y presunta convivencia democrática, sino por otro sitio completamente diferente: la historia ha colocado a cada quien en su lugar y especialmente al armadanzas de aquel follón monumental, a quien el tiro le ha salido por la culata de una forma que ni él, ni ninguno de quienes lo jaleaban, pudo sospechar.
En las elecciones municipales del pasado 24 de mayo, el alcalde barcelonés de Convergencia fue sustituido por una amateur de la política institucional, Ada Colau, por cuya candidatura ningún nacionalista hubiera dado ni un solo duro hace unos meses. Cuando aún escocía el disgusto de ese fiasco, que castigó no solo a CiU sino, también a algunos de los que no le supieron hacer frente (el PSC), aquella CiU ha dejado de ser CiU: ayer mismo, y mostrando al fin su desacuerdo con la deriva independentista de Convergencia, Unió decidió romper la coalición que desde hace años unía a ambos partidos.
Pero Mas no se resigna, claro está, a aceptar su fantástica derrota. Lejos de ello y como un boxeador sonado tira golpes al aire por el cuadrilátero de la política catalana y española, en forma de apertura de nuevas delegaciones de la Generalitat en el extranjero (las próximas en Marruecos, Ciudad del Vaticano y Portugal), mientras cierra quirófanos por falta de presupuesto o, por idénticos motivos, deja de pagar cantidades obscenas de la factura farmacéutica.
Y todo ello, ¿cómo no?, con el dinero que le suministra el Fondo de Liquidez Autonómica, que pagamos todos los españoles, para que ese político patético en que Mas se ha convertido pueda seguir construyendo las llamadas estructuras de Estado con las que quiere hacer la independencia de Cataluña irreversible? cuando lo único que ya no tiene reversión es el desastroso balance de su gestión desleal e irresponsable.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 19 de junio de 2015)
Algo muy grave está ocurriendo en España cuando un cargo público electo que va a ocupar la alcaldía de Barcelona se permite decir públicamente que en su nueva labor de mando va a desobedecer sin más las leyes que le parezcan injustas.
No atraviesa un buen momento nuestro Estado de Derecho, y desde este Blog lo hemos venido denunciando desde que nació. Un repaso a los posts publicados permite hacerse una buena idea de sus problemas que afectan a la calidad institucional de nuestro sistema político y, por supuesto, aunque aún no haya suficiente conciencia de ello, a la vida cotidiana de los españoles. Profusión de normas de escasa calidad y hasta de difícil intelegibilidad, vigencia de leyes atentatorias contra la Constitución en virtud de apaños varios, vaciamiento y desactivación de las instituciones de control, los regulados controlando a los reguladores, prevalencia de intereses particulares sobre los generales…
La clase política, en general, no ha sido un modelo de cumplimiento de las normas. Como mero ejemplo, entre otros muchísimos, podemos señalar en incumplimiento tan frecuente como impune, por parte de todos los gobiernos durante muchos años, de obligaciones, de desarrollos normativos o de otras actuaciones, que muchas leyes les han impuesto. La sensación, bien amarrada en los hechos que percibimos, es que las leyes son para los ciudadanos, no para las autoridades políticas.
Pero aunque así hayan sido las cosas demasiadas veces, al menos de esas formas diversas de incumplir y hasta de burlarse de la ley no se solía hacer gala y ostentación. Se miraba para otro lado o se barría debajo de una alfombra, pero no se presumía de ello. E incluso cuando ese incumplimiento ha sido tan evidente e intencionado como en el caso del referendum de secesión de Mas se han buscado argumentos, por supuesto retorcidos, insostenibles y hasta absurdos, para explicar como en realidad no había tal (evidente e incontestable) incumplimiento. Pero al menos en ese esfuerzo de simulación había un resto de respeto por el ordenamiento.
En determinados movimientos políticos, sin embargo, ya no se siente ni siquiera ese temor reverencial. Se ha avanzado tanto en la deslegitimación de nuestro Estado que ya creen ni siquiera que las normas vigentes deban ser cumplidas.
La cosa tiene precedentes. En muchos lugares donde el nacionalismo periférico tiene una posición de control político y social (controles indiferenciados a los que todo nacionalismo aspira por definición), todos saben que hay unas normas formales, escritas y publicadas, que no se cumplen sin que nada ocurra, y otras, no publicadas en ningún sitio, que se imponen con toda la fuerza de los hechos. El tratamiento de las banderas y de otros símbolos identitarios y de pertenencia es un buen ejemplo de ello, donde hasta pasearse con una camiseta de la selección española supone tal provocación que el “infractor” va a ser inmediatamente “castigado” por ese eficaz sistema paralegal.
Por supuesto que nadie tiene obligación de sentir entusiasmo por la legislación vigente, y las críticas que publica este blog son buena prueba de ello. Pero lo que se ha de hacer con las leyes injustas es abolirlas y cambiarlas, no desobedecerlas. Por contra, ciertos cargos públicos nacionalistas y podemitas ya no sólo se sienten liberados de su obligación tradicional de dar ejemplo a los ciudadanos en el respeto a la ley, sino que sienten que pueden dar incluso el ejemplo contrario. Defraudadores, estafadores, tramposos y ventajistas de toda laya se sentirán son duda reconfortados. Se podrán considerar a sí mismos como meros objetores frente a leyes injustas.
La señora Colau ha hecho fama y carrera como activista, con la impagable ayuda de un Gobierno que no ha sido capaz de la mínima empatía en el tema de los desahucios y en otros de alta sensibilidad social. Sin embargo ahora debería ser consciente de que su papel va a ser otro, y de que los ayuntamientos no son lugares para desarrollar estimulantes y entretenidos actos de activismo y sublevación. Tendrá que asumir el papel, quizá no tan emocionante pero absolutamente imprescindible, de administrar los intereses generales de los ciudadanos de Barcelona en su ámbito municipal. Y en ese ejercicio se va a tener que someter a límites varios, el primero de los cuales es la obediencia a las leyes, porque por algo estamos en un Estado de Derecho.
La reacción frente a esas manifestaciones de Colau por parte de las fuerzas políticas constitucionalistas ha sido la habitual: el silencio más absoluto. Parece que tenemos que ser otros los que vengamos a recordar obviedades. Pero ¿Qué ocurrirá si se materializa esa intención declarada en actos explícitos de desobediencia? ¿Seguirá sin ocurrir nada? De verdad que espero no tener que contemplar ese escenario ¿Qué conclusiones tendríamos entonces que sacar? Porque esas personas que de hecho dispusieran de un privilegio de eximirse del cumplimiento de las normas que no les gustaran sí constituirían una verdadera casta, insólita en nuestro mundo occidental.
(Artículo de Elisa de la Nuez, publicado en el blog “¿Hay Derecho?” el 16 de junio de 2015.
A todos los actores que, haciendo pie en la geometría variable, tomaron el poder el sábado, hay que otorgarle los derechos democráticos que son inherentes a su nuevo estatus. Y entre ellos están, como prioritarios, su legitimidad para mandar y reformar, y la lógica disposición de cien días de gracia crítica para que puedan conocer los palacios del poder y enseñar sus orientaciones vertebrales. La democracia es, antes que ninguna otra cosa, voto libre y alternancia en el poder, y quejarse de que una vasta oleada de regeneradores se haya instalado en los ayuntamientos y gobiernos autónomos sería como lamentar que el agua moje o el fuego arda.
Pero hay una cosa que, siendo esencial para la democracia, nada tiene que ver con la acción de gobierno, y que por eso puede y debe ser criticada desde hoy mismo. Porque a poco que analicemos los discursos pronunciados el sábado, veremos que su denominador común -aquello en lo que coinciden todos los nuevos líderes, desde Bildu a Ciudadanos- es en proclamar su superioridad moral sobre todos sus adversarios y sobre todos los hechos que han generado en el tiempo la España próspera y europea que procede de la transición.
Los de ahora son los buenos, los dignos, los que gobiernan para el pueblo y los que anteponen el rescate de los que sufrieron la crisis a cualquier otro objetivo. Y los de antes son, por evidente deducción, los malos, los indignos, los que gobernaban para Merkel y Lagarde, y los que se divierten viendo que la gente pasa frío, no da el desayuno a los niños, duerme debajo de los puentes y se mueren en la calle cuando los expulsan del hospital. El lenguaje que tan exitosamente han instalado en el debate público viene a decir que, después de cuarenta años de libertad y cohesión, vuelve a haber dos Españas, la de los buenos, que tienen la llave del paraíso, y la de los malos, que solo sirven para generar indignidad.
No faltará quien piense que este maniqueísmo revolucionario no pasa de ser una estrategia de confrontación política. Pero a mí me parece que es la ruptura de la idea de igualdad radical que exige la democracia, que, en vez de estar medida sobre los niveles de renta o la disponibilidad de oportunidades, se mide ahora desde la sustantividad moral de unos ciudadanos que vuelven a quedar encuadrados en dos Españas.
En contra de la creencia general, los fariseos no eran gente doble o mendaz. Su pecado solo fue, según las Escrituras, el de creerse moralmente superiores a los demás. Y por ese camino estamos andando ya, me temo, hacia una fuerte disgregación social y política y una pauta moral que permita disculpar todo lo que hacen los buenos y desconfiar de cualquier cosa que hagan los malos. Y si eso sucede, como creo que sucederá, solo lo podremos recuperar -¿quién nos lo iba a decir?- reeditando la transición.
(Artículo de Xosé Luis Barreiro, publicado en "La Voz de Galicia" el 15 de junio de 2015)
Hace 30 años, justo antes de la firma del tratado de adhesión de España y Portugal en el Salón de Columnas del Palacio Real, este periódico se mostró apasionadamente a favor del salto adelante que España iba a dar. En un lúcido editorial, EL PAÍS describió los esfuerzos y las agotadoras negociaciones que habían precedido a la firma y las oportunidades económicas que iba a traer consigo la participación en la Comunidad Económica Europea (CEE), así como el carácter histórico del acontecimiento, cuyo valor superaba los beneficios materiales de la adhesión. Con todo, el editorial no evitaba dar un toque de advertencia: el embellecimiento ideológico de la CEE —cimentada, sin embargo, sobre duras realidades económicas y enconadas pugnas de intereses— pudiera suscitar mañana la frustración de quienes alimenten hoy expectativas desmesuradas.
30 años después, cabe destacar hasta qué punto los españoles han hecho caso de aquel llamamiento: los defectos de la Unión Europea (UE) no se han utilizado como instrumento para atacar al proyecto europeo, sino como incentivo para avanzar y redoblar los esfuerzos de integración. Transcurridos 30 años, el euroescepticismo en España es más un fenómeno de análisis de la política exterior que una división política, lo que es más destacable, si cabe, pues en la mayor parte de los Estados miembros fundadores el euroescepticismo es una fuerza con la que es necesario contar. En algunos casos preocupantes, partidos establecidos flirtean incluso con esta fuerza y dejan que afecte a su programa político, algo que les distrae de utilizar su recurso más importante, el tiempo, para abordar los verdaderos problemas a los que se enfrenta Europa.
Las causas de un europeísmo tan arraigado son diversas. España ha aprovechado al máximo las oportunidades que brindó la CEE. Ha utilizado de manera excelente el mercado único de la UE, su política regional, su política comercial y sus fondos para la investigación para superar las diferencias con el resto de la Unión y convertirse en líder mundial en varios sectores: del turismo a las energías renovables, del sector del transporte a las infraestructuras. En 1985, el PIB per capita era de 4.700 dólares, mientras que hoy es de unos 30.900 dólares, según el Banco Mundial. La crisis económica y financiera no puede y no debe hacer sombra al extraordinario éxito económico que tiene como prueba el incremento de su riqueza, que se ha multiplicado por seis.
Los españoles también han entendido que su vocación europea forma parte inextricable de su transición democrática. Tan importante como la libre circulación de mercancías, servicios y capitales, los españoles abrazaron con entusiasmo las libertades y los valores que Europa aportaba o reforzaba: la libre circulación de personas, la libertad de prensa, la lucha contra la discriminación, la igualdad y la solidaridad.
El proceso de europeización no ha sido solo económico; también ha sido jurídico, institucional, político y cultural. Las instituciones españolas, empezando por su Monarquía, han defendido y promovido la integración europea. Los sucesivos Gobiernos españoles desde Adolfo Suárez han utilizado correctamente la vocación europea de España para forjar y fortalecer el nuevo pacto constitucional que emergería de la Transición. Los tribunales españoles han ayudado a definir y aplicar la jurisprudencia europea. España ha mirado a Europa primero como un objetivo y después ha contribuido a su éxito, aportando con ello su tesoro de experiencia, historia, cultura y creatividad.
Y no es posible exagerar la contribución del país a la integración europea. España ha sobresalido a menudo como un modelo para el resto de la Unión. En su lucha contra el terrorismo, España ha demostrado, por ejemplo, cómo mejorar la seguridad de los ciudadanos sin pisar las libertades civiles. En las negociaciones que condujeron al Tratado de Maastricht, el Gobierno de Felipe González defendió y logró incluir en el texto la dimensión de ciudadanía de la Unión Europea, un concepto que ha adquirido fuerza, significado y legitimidad con los años y que ha otorgado derechos concretos a los ciudadanos de la UE. Si consideramos la integración de migrantes y minorías, como la población romaní, pocos países pueden presumir de un historial de acogida tan progresista y exitoso. La UE también se ha beneficiado de la red de relaciones internacionales propia del país. En un oportuno acontecimiento en Bruselas, se ha celebrado la cumbre de líderes europeos, latinoamericanos y caribeños. La experiencia, la sensibilidad y el impulso de España han ayudado a fomentar y profundizar esta relación, que será clave para la futura estabilidad mundial en muchos ámbitos, del comercio al medio ambiente.
Esta valoración optimista de los últimos 30 años de las relaciones entre España y la UE no es un intento de enmascarar problemas. Más de uno de cada diez europeos sigue desempleado, uno de cada cinco en España. La situación de la juventud despierta la mayor preocupación. No se trata solo de la falta de empleos, de por sí preocupante, sino también de la calidad de los nuevos empleos que se crean. Se ha reformado nuestra gobernanza económica y financiera, pero hay que hacer más para garantizar que Europa está realmente preparada para afrontar cualquier futura crisis imprevista, para luchar contra la evasión, el fraude y el dumping fiscales, que cuestan miles de millones a los ciudadanos y a los países.
La pertenencia de España a la UE es un ejemplo de éxito. Hoy y en los días más sombríos de la crisis económica, los españoles pueden haber criticado duramente las políticas y estructuras de la UE, pero nunca han cuestionado la esencia de su vocación europea. El camino que tiene la UE ante sí puede ser tortuoso y lleno de baches, pero es un alivio saber que Europa puede contar con el compromiso europeo de España.
(Artículo de Martin Schulz, publicado en "El País" el 12 de junio de 2015)
Leo que Ada Colau piensa fijar un tope de 37.000 euros anuales a los sueldos de concejales y directivos del Ayuntamiento de Barcelona. Incluye su propio sueldo de muy probable Alcaldesa, que quedaría en poco más de la cuarta parte de lo que cobraba su predecesor. La medida será popular, pero creo que vale la pena reflexionar un poco sobre su significado y consecuencias.
Teniendo en cuenta que hablamos de una organización con 2.550 millones de presupuesto y más de 12.000 empleados, salta a la vista que las retribuciones que se piensa implantar están a distancia sideral de las que rigen en el mercado para directivos de empresas comparables. Eso no es necesariamente malo, dado que las compensaciones agregadas –directas, indirectas y diferidas- de los altos directivos alcanzan, con frecuencia, niveles desmesurados que no se relacionan con el valor de los cargos o su contribución a los resultados, ni siguen criterios razonables de equidad interna en la empresa. En realidad, algunas remuneraciones obscenas son el síntoma de una enfermedad que aqueja, en ocasiones, al capitalismo contemporáneo: la captura de las empresas por quienes las administran.
Por esa razón, muchas voces se han alzado contra tales abusos. Una de las más conocidas es la de Thomas Minder, el senador suizo que consiguió que su país aprobara en referéndum en 2013 que sean los accionistas, no los consejos, quienes fijen los salarios de administradores y directivos, y que se eliminen las abusivas indemnizaciones por cese. Otra iniciativa –cuyos postulados apuntan a una refundación radical del modelo capitalista- es la de la llamada “economía del bien común”, cuya figura más conocida es el economista austríaco Christian Felber. Su propuesta es que se establezca un límite salarial máximo equivalente a 20 veces el salario mínimo legal de un país. En España, eso equivaldría, hoy por hoy, a algo menos de 182.000 euros anuales. En esa línea, en algunas empresas del sector de la economía social ha arraigado la propuesta formulada en el Reino Unido por la New Economics Foundation que sugiere una ratio ideal de 1/8 (es decir, que el sueldo más alto en una empresa no supere en más de ocho veces el del empleado que menos gana). Esta propuesta, ha sido asumida en España, por ejemplo, por el grupo cooperativo Mondragón.
¿Hay un problema de sueldos excesivos en la Administración pública española? No parece que sea así, si exceptuamos el caso de los controladores aéreos, fenómeno endémico de captura del patrimonio público por parte de un grupo de interés. Por el contrario, en nuestro sector público las cuantías salariales de quienes ejercen responsabilidades de gobierno y dirección satisfarían (tal vez haya alguna excepción que desconozco) las aspiraciones de esos movimientos críticos con las desigualdades retributivas.
El anuncio de la futura alcaldesa va mucho más lejos que esas propuestas y fija de hecho una ratio de concentración salarial en la administración municipal inferior al 1/2. ¿Es eso conveniente? Creo que no, y lo creo así porque la medida entraría en conflicto con las dos principales características que debe reunir una buena política de compensación: la equidad interna y la competitividad de los salarios.
Si hablamos de lo primero, un abanico salarial tan cerrado es ineficaz –aplicando estándares de buena práctica comúnmente aceptados- para reconocer equitativamente las diferencias de contribución según los cargos y las responsabilidades. Esto desincentiva el esfuerzo, el aprendizaje y la asunción de responsabilidades e impide una correcta gestión del talento. Por otra parte, en el caso del Ayuntamiento, la medida situaría las retribuciones de concejales y gerentes bastante por debajo de las que perciben los funcionarios municipales de los niveles superiores quienes, lógicamente, ocuparán posiciones subordinadas a los primeros. Los efectos disfuncionales de esta inequidad se manifestarían con rapidez.
En cuanto a la competitividad, la medida puede dificultar sensiblemente la atracción y retención del talento gerencial necesario para dirigir una institución tan grande, diversificada y compleja. No es bueno para el servicio público separar tanto los sueldos del mercado si se aspira a contar con los mejores. Salvo, claro está, que se sustituya el talento por la militancia y se quiera gobernar con “los nuestros”, lo que no es nada recomendable. Y es que, aunque el gesto suscitará simpatías, los ciudadanos no necesitamos que los gobernantes y directivos públicos cobren poco, sino que hagan bien su trabajo y que perciban por ello lo que requiere la importancia de su misión al servicio de todos. A los barceloneses, accionistas de nuestro Ayuntamiento, lo que nos conviene a la hora de retribuir a los gestores municipales es pagarles bien y exigirles mucho.
(Artículo de Francisco Longo, publicado en "El Periódico de Catalunya" el 10 de junio de 2015)
Atención, que empezamos con un lugar común: Europa no comunica bien. Ah, y los medios tienen la culpa. No se fijan, no se interesan, no se mueven. Además, a la gente, en realidad, le da igual. Están todos demasiado ocupados con sus cosas. Si es que es eso. ¿Europa? Nadie sabe nada… porque nadie lo cuenta.
El link entre instituciones y ciudadanía está roto. Está roto a nivel municipal, autonómico, nacional y —cómo no— europeo. Los canales están gastados, erosionados por el descontento y la desafección. Lo fácil es el victimismo: la culpa es de los medios de comunicación. Pero, además de tremendamente ineficaz, el victimismo no es justo del todo; al final los medios van a remolque de la sociedad. Las prioridades mediáticas nunca son estáticas. Siguen la demanda social, y dicha demanda evoluciona, se modifica o se crea. Se puede mover desde la sociedad civil, pero no se puede llorar porque nadie te hace caso.
A todo esto se suma otro clásico: se ha agotado la narrativa europea. Después de lograr la paz entre europeos, se dice, la UE ha cumplido su misión y ya no tiene nada que contar. La afirmación es una falacia. ¿Qué narrativa tiene un Ayuntamiento o un Gobierno nacional? Ya han logrado la paz entre vecinos, por lo tanto, ¿para qué sirven? Igual que cualquier otro escalón administrativo, la UE existe para mucho más que para asegurar la paz. Existe para mejorar la vida de las personas que habitan dentro de ese territorio. Decir que la narrativa de la UE está agotada es vivir en marcos mentales pasados, cuando la UE necesitaba de una razón de ser. La UE es ya parte de nuestra vida diaria. El planteamiento debe ser diferente. Hay paz, vale: ahora vamos a aprovecharla.
Pero al César lo que es del César. La Comisión, el Parlamento y el Consejo tienen limitaciones estructurales. Son instituciones muy complejas que deben resultar lo menos molestas posible para sus miembros. Son tecnocráticas y aburridas. Y no transmiten porque no son capaces de dominar el esquema de emisor, medio y receptor. La mayoría de europeos no sabe cómo funcionan las instituciones europeas, y, de hecho, no lo tiene por qué saber. Es más, no les importa. Los ciudadanos, dado que no se van a enterar, deciden legítimamente desconectar. Para algo servirán, ya que están ahí. Es decir: servirán para vivir mejor. Vivir mejor en una Europa mejor. Ésa es la narrativa. La famosa narrativa perdida.
Pero para contarnos el cuento Europa necesita interlocutores que hablen el mismo lenguaje, con los mismos marcos conceptuales, que la ciudadanía a la que se dirige. Hoy tiene de dos tipos: los que pusieron en marcha el proyecto europeo y los que están a sueldo. Las organizaciones europeístas clásicas, regadas con subvenciones, no funcionan. Nunca han roto la burbuja compuesta por los (poquísimos) convencidos entusiastas que ya venían predispuestos de casa. Y los que pusieron en marcha el proyecto europeo se mueven en marcos —más por profesión o modo de vida que por edad— no representativos para la mayoría. Su argumento es que más Europa es siempre la solución, independientemente de lo que signifique. Y a nosotros no nos importa que sea más, sino mejor. La UE debe buscar a esa sociedad civil articulada y dinámica que traslade propuestas de manera constructiva. Esto no significa subvencionar. Significa identificar, localizar y descubrir, abriendo todos los canales de interlocución posibles.
El mensaje eurófobo es un ejemplo de éxito. Comprensible, asimilable, asumible y manejado en términos paneuropeos. En lenguaje y códigos compartidos. ¿Soluciones fáciles a problemas complejos? Seguro. Pero el mensaje antieuropeo no se construye señalando a los europeístas como enemigos. Se construye señalando primero el interés propio.
Europa no es el recinto cerrado del Parlamento Europeo en Bruselas, ni tampoco en Estrasburgo. Europa no es una amalgama de burócratas de traje gris y gesto torcido, tampoco de funcionarios ni diputados. Europa es un conjunto de quinientos millones de personas viviendo, riendo, cantando, bailando y conversando. Tomando café. Intercambiando experiencias y conocimiento. Empujando fuerte para que el mundo sea un lugar mejor. Europa es europea, en el sentido cultural del término. Y esa es la mejor noticia.
(Artículo de Javier García y Vicente Rodrigo, publicado en "El País" el 5 de junio de 2015)
¿Puede o debe la Administración educativa, adaptar el calendario de exámenes, por ejemplo, espaciándolos temporalmente, a un alumno en unos estudios reglados, sin docencia presencial, por padecer trastorno por déficit de atención e hiperactividad, que aconseja que no se concentren los exámenes en unos pocos días del mes de junio o de septiembre? ¿Esta medida es una carga desproporcionada para un centro educativo público o privado? ¿Origina disfunciones organizativas o perjuicios a terceras personas?
Creo que se puede responder a estas preguntas aplicando el sentido común, pero también aplicando el Derecho, que no deja de ser la ratio scripta. La respuesta se halla en la noción de ajuste razonable.
El concepto de ajuste razonable no es manejado con soltura por los ciudadanos, empresas y Administraciones en España. Y ello pese a que la legislación y jurisprudencia está siendo penetrada por dicho concepto. Es una idea propia de la cultura jurídica del Common Law en los Estados Unidos y Canadá. Nació en estos países como una respuesta dada a las minorías étnicas, culturales y religiosas en la aplicación de normas.
En el sistema jurídico continental europeo se utilizan nociones próximas, como son el concepto de equidad, la ponderación y la proporcionalidad al resolver controversias. La noción de ajuste razonable ya está presente en directivas de la Unión Europea sobre derechos de los trabajadores. También en leyes españolas, para relaciones entre particulares (por ejemplo en la Ley de propiedad horizontal, desde 2013) o en las relaciones entre los ciudadanos y la Administración sanitaria o la Administración educativa. Entre nosotros la profesora María Elósegui Itxaso, catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza ha publicado un notable trabajo sobre esta materia (El concepto jurisprudencial de acomodamiento razonable, 2013).
En el ámbito canadiense estas nociones son usadas por juristas, filósofos políticos y sociólogos para gestionar la diversidad cultural en una sociedad multicultural inclusiva, como en el conocido Informe de la Comisión Bouchard-Taylor (Fonder l’avenir. Le temps de la conciliation, Commission de consultation sur les pratiques d’accommodement reliées aux différences culturelles, Quebec, 2008). En este documento se diferencia y define el “ajuste razonable o ajuste concertado” (concerted adjustment) en la aplicación de una norma por la Administración o por una empresa privada y el concepto jurisprudencial de “acomodamiento o acomodo razonable” (accommodement raisonnable / aménagement / reasonable accommodation) en la aplicación de una norma por el Juez.
Una definición clara de ajuste razonable la encontramos en la Convención internacional sobre los derechos de las personas con discapacidad, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2006 e incorporada al Ordenamiento jurídico español en 2008. Los ajustes razonables son las modificaciones y adaptaciones necesarias y adecuadas que no impongan una carga desproporcionada o indebida, cuando se requieran en un caso particular, para garantizar a las personas con discapacidad el goce o ejercicio, en igualdad de condiciones con los demás, de todos los derechos humanos y libertades fundamentales. En otras palabras, flexibilidad en la aplicación de las normas y reglas, pero dentro de la esfera legal. Son acciones de discriminación positiva. No se trata de privilegios ni de una derogación singular de normas jurídicas.
Los ajustes razonables son una obligación jurídica para evitar la discriminación de personas o colectivos, flexibilizando la aplicación de las normas. Es una obligación de la Administración, de las empresas y de las personas privadas de modificar las normas, las prácticas o las políticas, aunque sean legítimas y justificadas y se apliquen a todas las personas sin distinción, para poder atender las necesidades particulares de ciertas minorías, principalmente étnicas y religiosas. La obligación de acomodamiento es una consecuencia del principio de igualdad y no discriminación. Por ello se ha extendido la obligación de ajuste a los distintos motivos discriminatorios, más allá de los religiosos, como son la discapacidad, el sexo, la edad y el origen nacional.
Las medidas concretas de ajuste razonable no están delimitadas por la norma jurídica; quedan a la decisión del obligado; por ejemplo la Administración, que puede hacer todo aquello que no está prohibido por la Ley (vinculación negativa al principio de legalidad). Y más en una Administración servicial que debe buscar la procura existencial (Daseinvorsorge) de los ciudadanos en un Estado social y democrático de Derecho.
En el hipotético caso enunciado al principio, la denegación o la falta de adopción de las medidas de adaptación que la persona necesite es una exclusión indirecta del sistema, por cuanto es obligación de la Administración promover las adaptaciones necesarias, siempre que no sean desproporcionadas, que propicien, o cuando menos no impidan, el desarrollo pleno de las capacidades que cada individuo posee. Una eventual denegación de los ajustes razonables solicitados es discriminatorio y atenta al derecho fundamental a la educación por cuanto que las modificaciones y adaptaciones necesarias y adecuadas del calendario de exámenes no imponen una carga desproporcionada (contrainte excessive) o indebida (undue hardship) para la Administración educativa o para el centro de enseñanza. Lo planteado estaría dentro de los límites funcionales de un ajuste razonable acordado por la Administración o de un eventual acomodamiento razonable, acordado por un Juez. Así lo creo, de corazón y de cabeza.
(Artículo de José Manuel Aspas, publicado en "Heraldo de Aragón" el 21 de mayo de 2015)
La primera respuesta de Ada Colau en la entrevista con EL PAÍS incluye una adversativa, o sea una impugnación. Dice que a ella no le gusta sentir miedo ni darlo, pero. No hay mejor declaración de intenciones que la adversativa, sobre todo cuando no hay que dejar pasar el tiempo, basta con que pase la entrevista, para explicarla. Unos párrafos más allá la futura alcaldesa de Barcelona anuncia que desobedecerá las leyes que “nos parezcan injustas”. Utiliza el plural porque la gran expropiación de la nueva política es la primera persona del singular, o sea la suspensión de responsabilidades individuales. No será a Colau a la que le parezca algo injusto, sino al pueblo, aunque sea ella la que deba sacrificarse para actuar en su nombre. De este modo cualquier acción que impida sus medidas, incluida la justicia, será un ataque a la ciudadanía. La frase, en rigor, es que la democracia no será un obstáculo para ella. Y que por tanto prevaricará.
No es ningún escándalo. La diferencia entre la nueva y la vieja política en el primer párrafo es que donde dice Colau podría poner Mas y donde pueblo, Cataluña. Hay algo que perdura: un sentido clásico del victimismo que justifica cualquier Gobierno. En la misma entrevista Ada Colau dice haber votado sí a la independencia de Cataluña no porque sea soberanista, sino para salir de España: Cataluña es la excusa, podría haber sido Murcia. La única identificación política es la del enemigo y, como ocurre con las leyes, se le irá poniendo nombres y apellidos de acuerdo a la conveniencia. Sólo así se entiende que hayan pasado dos semanas desde que el PSOE sea el partido del terrorismo de Estado, la corrupción y el paradigma de la casta a un partido que ha cambiado y con el que se puede hablar. Más de 30 años purificados gracias a la tintorería moral de Podemos, que lo ha llevado al Jordán.
Cuando uno traza la línea divisoria entre dos bandos y sitúa consigo al pueblo, a la honestidad y a la verdad se lleva también una obligación: la de tener la sintaxis a su altura. Se hace cuesta arriba señalar la podredumbre del PP en base a su número de imputados y decir, como acaba de hacer Tania Sánchez, que su imputación obedece al PP, como si la justicia se pusiese en manos del mismo partido al que le está descubriendo las miserias. Se hace duro llamar a la revolución democrática como Colau y decir que consistirá en obviar la democracia, sometiendo las leyes a la sensibilidad social de la alcaldesa, que interpretará los deseos del pueblo a salvo de los jueces. No es fácil presentarlo, pero tampoco imposible. solo se necesita otra edad de oro de la adversativa.
(Artículo de Manuel Jabois, publicado en "El País" el 3 de junio de 2014)
El más eficaz invento de Podemos fue su idea de «la casta», utilísimo para resumir una realidad que, aun no teniendo nada que ver con su concepto, pronto gozó de fulgurante éxito político. ¿Por qué? Fácil: porque recogía una sensación social, aunque difusa, compartida por muchos españoles: la de que, tras cuatro décadas de democracia, los partidos encargados de su gestión en las Cortes, las autonomías y los ayuntamientos (del PSOE al PP, de CiU al PNV, de ERC al BNG) habían abusado de su poder, se habían separado de la sociedad y estaban implicados hasta el cuello en escándalos de corrupción.
El concepto de casta era, pues, muy efectivo, tanto por lo que incluía (todos los partidos) como por lo que, por exclusión, dejaba fuera: a Podemos, única fuerza que, al decir de sus creadores, podía levantar la bandera de la virginidad política. Ellos, los de Podemos, no habían tenido poder nunca ni estaban, por tanto, corrompidos; y no eran una casta de políticos autistas sino, por el contrario, un grupo de jóvenes honestos llamados a echar a la casta del poder para acabar con ella para siempre y devolver al pueblo ese poder. ¡Ahí es nada!
La cosa de la casta tenía, pues, muchas ventajas, aunque también un serio inconveniente: que al incluir sin excepción a todos los partidos, los de Podemos estaban obligados a ganar las elecciones si no querían verse obligados a pactar con alguna de las fuerzas que tanto despreciaban. De ahí su giro hacia una supuesta moderación, que no fue más que la estrategia con la que Podemos trató de evitar esa endemoniada situación.
Pero sus magros resultados autonómicos han colocado a Podemos ante lo que quería evitar a toda costa: elegir entre la casta de izquierdas y la casta de derechas, castas ambas que, durante mucho tiempo, Iglesias proclamó absolutamente intercambiables. ¿Cuántas veces le hemos escuchado decir que el PSOE y el PP, el PP y el PSOE, eran la misma porquería?
Es para cubrirse frente a ese discurso demencial para lo que ahora el propio Iglesias, engolando la voz y poniéndose estupendo, exige al PSOE que dé un giro si quiere un pacto con Podemos. Con ello trata Podemos de vender su propio giro, que ha sido radical y que ha realizado sin dar ni una sola explicación. Y es que, al parecer, ahora hay una casta buena y otra mala, y Podemos está dispuesto a pactar con la primera para echar a la otra del poder.
A Iglesias, como a todos los jugadores, le ha pasado lo que a quien construye un castillo de naipes y se ve obligado luego a quitar la carta que lo sostiene, provocando su derrumbe. Esa carta era «la casta». Pues si no hay casta, no hay Podemos: hay un grupo de políticos sin experiencia alguna que quieren llegar a un pacto con el PSOE para alcanzar algunos cargos que serán tan casta como todos los restantes. ¡Ni más! ¡Ni menos!
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 3 de junio de 2015)
Bueno, pues ya están pactando. Pero pactar, entre esta gente, quiere decir: olvida las bestialidades que he dicho sobre ti y dame un beso. La campaña fue una orgía de odios, una guerra civil a tres bandas, goyesca. Hubo ignorantes que utilizaron la expresión “cordón sanitario” sin saber que la usaban los nazis para aislar los guetos judíos. Ni una maldita idea, ni un solo proyecto. Sólo abstracción y pasión.
Hubo periodistas que mostraron grandes esperanzas porque abundaba el candidato joven. Poner esperanzas en generaciones o en juventudes es una levedad orteguiana. Sobre todo cuando no tenemos ni idea de lo que van a hacer esos jóvenes con la Dirección General de Tráfico o con el déficit energético. Bien es verdad que tampoco sabemos lo que piensan, ni si piensan. De Podemos sólo conocemos su impulso negativo, pero nada de lo afirmativo, si lo hay. De Ciudadanos sabemos un poco más, pero es insuficiente. Las primeras medidas anunciadas por futuros alcaldes son un desatino de patio de colegio. Y el Podemos de Colau, como era de esperar, ya es independentista.
Que desaparecieran el PSOE y el PP traería mucha diversión, pero esos monstruos clientelares no van a esfumarse en el aire. La metamorfosis de Alianza Popular en el PP fue un ejemplo de cómo se reproduce el zoco. En cuanto al PSOE, se extinguirá, quizás, en Cataluña, pero seguirá llenando la bolsa en Andalucía. ¿Ya no son casta?
Nos esperan meses políticos muy interesantes. Eso sí, sin el menor peligro de que los nuevos elegidos sean mejores o más inteligentes por el mero hecho de que sepan usar una tableta o un teléfono chulo. De momento el resultado de las elecciones es: ¡Qué bien, ya estamos un poco más cerca de Grecia!
(Artículo de Félix de Azúa, publicado en "El País" el 2 de junio de 2015)
En los años setenta tuvo lugar un extraordinario fenómeno de confusión política y delirio intelectual que llevó a un sector importante de la inteligencia francesa a apoyar y mitificar a Mao y a su “revolución cultural” al mismo tiempo que, en China, los guardias rojos hacían pasar por las horcas caudinas a profesores, investigadores, científicos, artistas, periodistas, escritores, promotores culturales, buen número de los cuales, luego de autocríticas arrancadas con torturas, se suicidaron o fueron asesinados. En el clima de exacerbación histérica que, alentada por Mao, recorrió China, se destruyeron obras de arte y monumentos históricos, se cometieron atropellos inicuos contra supuestos traidores y contrarrevolucionarios y la milenaria sociedad experimentó una orgía de violencia e histeria colectiva de la que resultaron cerca de 20 millones de muertos.
En un libro que acaba de publicar, Le parapluie de Simon Leys (El paraguas de Simon Leys), Pierre Boncenne describe cómo, mientras esto ocurría en el gigante asiático, en Francia, eminentes intelectuales, como Sartre, Simone de Beauvoir, Roland Barthes, Michel Foucault, Alain Peyrefitte y el equipo de colaboradores de la revista Tel Quel, que dirigía Philippe Sollers, presentaban la “revolución cultural” como un movimiento purificador, que pondría fin al estalinismo y purgaría al comunismo de burocratización y dogmatismo e instalaría la sociedad comunista libre y sin clases.
Un sinólogo belga llamado Pierre Ryckmans, que firmaría sus libros con el nombre de pluma de Simon Leys, hasta entonces desinteresado de la política —se había dedicado a estudiar a poetas y pintores chinos clásicos y a traducir a Confucio—, horrorizado con esta superchería en la que sofisticados intelectuales franceses endiosaban el cataclismo que padecía China bajo la batuta del Gran Timonel, se decidió a enfrentarse a ese grotesco malentendido y publicó una serie de ensayos —Les Habits neufs du président Mao, Ombres chinoises, Images brisées, La Fôret en feu, entre ellos— revelando la verdad de lo que ocurría en China y enfrentándose con gran coraje y conocimiento directo del tema al endiosamiento que hacían de la “revolución cultural”, empujados por una mezcla de frivolidad e ignorancia, no exenta de cierta estupidez, buen número de los iconos culturales de la tierra de Montaigne y Molière.
Los ataques que recibió Simon Leys por atreverse a ir contra la corriente y desafiar la moda ideológica imperante en buena parte de Occidente, que Pierre Boncenne documenta en su fascinante libro, dan vergüenza ajena. Escritores de derecha y de izquierda y las páginas de publicaciones tan respetables como Le Nouvel Observateur y Le Monde lo bañaron de improperios —entre los cuales, por cierto, no faltó el de ser un agente y trabajar para los americanos—, y lo que más debió dolerle a él siendo católico fue que revistas franciscanas y lazaristas se negaran a publicar sus cartas y sus artículos explicando por qué era una ignominia que conservadores como Valéry Giscard d’Estaing y Jean d’Ormesson y progresistas como Jean-Luc Godard, Alain Badiou y Maria Antonietta Macciocchi consideraran a Mao “genio indiscutible del siglo XX” y “el nuevo Prometeo”. Nunca tan cierta como en aquellos años, la frase de Orwell: “El ataque consciente y deliberado contra la honestidad intelectual viene sobre todo de los propios intelectuales”. Pocos fueron los intelectuales franceses de aquellos años que, como un Jean-François Rével, guardaron la cabeza fría, defendieron a Simon Leys y se negaron a participar en aquella farsa que veía la salvación de la humanidad en el aquelarre genocida de la revolución cultural china.
La silueta de Simon Leys que emerge del libro de Pierre Boncenne es la de un hombre fundamentalmente decente, que, contra su vocación primera —la de un estudioso de la gran tradición literaria y artística de China fascinado por las lecciones de Confucio—, se ve empujado a zambullirse en el debate político en el que, por su limpieza moral, debe enfrentarse, prácticamente solo, a una corriente colectiva encabezada por eminencias intelectuales, para disipar una maraña de mentiras que los grandes malabaristas de la corrección política habían convertido en axiomas irrefutables. Terminaría por salir victorioso de aquel combate desigual, y el mundo occidental acabaría aceptando que la “revolución cultural”, lejos de ser el sobresalto liberador que devolvería al socialismo la pureza ideológica y el apoyo militante de todos los oprimidos, fue una locura colectiva, inspirada por un viejo déspota que se valía de ella para librarse de sus adversarios dentro del propio partido comunista y consolidar su poder absoluto.
¿Qué ha quedado de todo aquello? Millones de muertos, inocentes de toda índole sacrificados por jóvenes histéricos que veían enemigos del proletariado por doquier, y una China que, en las antípodas de lo que querían hacer de ella los guardias rojos, es hoy una sólida potencia capitalista autoritaria que ha llevado el culto del dinero y del lucro a extremos de vértigo.
El libro de Pierre Boncenne ayuda a entender por qué la vida intelectual de nuestro tiempo se ha ido empobreciendo y marginando cada vez más del resto de la sociedad, sobre la que ahora no ejerce casi influencia, y que, confinada en los guetos universitarios, monologa o delira extraviándose a menudo en logomaquias pretenciosas desprovistas de raíces en la problemática real, expulsada de esa historia a la que tantas veces recurrieron en el pasado para justificar enajenaciones delirantes, como esa fascinación por la “revolución cultural”.
No hay que alegrarse por el desprestigio de los intelectuales y su escasa influencia en la vida contemporánea. Porque ello ha significado la devaluación de las ideas y de valores indispensables, como los que establecen una frontera clara entre la verdad y la mentira, nociones que hoy andan confundidas en la vida política, cultural y artística, algo peligrosísimo, pues el desplome de las ideas y de los valores, a la vez que la revolución tecnológica de nuestro tiempo, hace que la sociedad totalitaria fantaseada por Orwell y Zamiatin sea en nuestros días una realidad posible. Una cultura en la que las ideas importan poco condena a la sociedad a que desaparezca en ella el espíritu crítico, esa vigilancia permanente del poder sin la cual toda democracia está en peligro de desmoronarse.
Hay que agradecerle a Pierre Boncenne que haya escrito esta reivindicación de Simon Leys, ejemplo de intelectual honesto que no perdió nunca la voluntad de defender la verdad y diferenciarla de las mentiras que podían desnaturalizarla y abolirla. Ya en el libro que dedicó a Revel, Boncenne había demostrado su rigor y su lucidez, que ahora confirma con este ensayo.
(Artículo de Mario Vargas Llosa, publicado en "El País" el 31 de mayo de 2015)
Como dirían en mi pueblo, las elecciones las gana y las pierde cualquiera. Lo complicado es administrarlas después. Y en esas estamos. El PP, en la contradictoria situación de haber ganado y estar sufriendo como si hubiera perdido. El PSOE, en la feliz coyuntura de haber cosechado menos votos que nunca y plantearse la vida como si hubiera alcanzado una victoria histórica. Los nuevos, Podemos y Ciudadanos, tuvieron un resultado interesante, pero insuficiente, y son los que van a distribuir el poder según su antojo, su conveniencia e imponiendo las condiciones que se les ocurran. Podemos puede dar el poder al PSOE hasta el punto de teñir de rojo el mapa de España. Ciudadanos puede permitirse el lujo de dar el gobierno de Madrid al PP y el de Andalucía al PSOE, con lo cual nadie le puede llamar marca blanca de nadie.
Interesante cuadro, pero del que salen figuras deformes. Ya tenemos unas cuantas. En Barcelona, la señora Ada Colau se considera alcaldesa con solo 11 de los 41 concejales de la corporación y entiende como pacto contra natura cualquier acuerdo que la apee de la alcaldía. En Navarra, el pacto de la izquierda más radical le hace ver a la anterior presidenta, Yolanda Barcina, una situación como la alemana pre-Hitler. En Madrid, la señora Aguirre entiende que el tinglado construido en torno a Podemos viene a enterrar la democracia. Y la misma señora Aguirre propone al día siguiente un gobierno municipal de concentración, con la única condición de que Manuela Carmena no cree sóviets en los barrios.
¿Tan dramático es todo? Alemania pre-Hitler, sóviets de barrio, democracia en peligro, nacimiento de frentes? Por si faltara algo, se oyen voces de empresarios que hablan temerosamente de «nuevo comunismo», que filtran noticias de paralización de inversiones o que aprovechan una caída de la Bolsa para transformarla en miedo del capital y llevar ese miedo a los votantes. Si eso se está diciendo ahora, ¿qué se diría en el supuesto de una victoria de los nuevos en las elecciones generales? Pues hay que tenerlo previsto, porque puede ocurrir si el señor Rajoy no acierta en los cambios que piensa acometer.
Quizá haga falta una voz con suficiente autoridad moral para reconducir la opinión pública en tres sentidos: serenar los ánimos, recordar que todo el mundo que sale de las urnas tiene derecho a experimentar su proyecto y que quizá no venga mal ese impulso de saneamiento de la vida pública que aportan las nuevas formaciones. Y si son tan malas como se dice, plantear una política mejor para ganarles. Desde luego, boicotearlas con la formación de frentes no parece la mejor solución. De momento, a Manuel Carmena ya la han convertido en icono de la izquierda real.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 29 de mayo de 2015)
Tras la celebración de elecciones en trece de las diecisiete Comunidades Autónomas, el auge de los nuevos partidos ha producido una ampliación de grupos con representación parlamentaria. Esta realidad ha conllevado la pérdida de todas las mayorías absolutas existentes, por lo que para formar gobierno se precisan pactos entre las distintas fuerzas políticas. Ante este panorama, ya anunciado por las encuestas hace tiempo, se alzan voces que lamentan la situación sobrevenida. Los argumentos para el descontento se centran en la dificultad a la hora de elegir a los presidentes autonómicos, en la pérdida de estabilidad gubernamental y en la complejidad para ejercer políticas en solitario por parte de los nuevos Ejecutivos. Los quejosos nos auguran un peor futuro, en base a la menor comodidad de los recién elegidos para hacer y deshacer. Sin embargo, en mi opinión, tales posicionamientos revelan la deriva de degeneración de nuestro modelo constitucional.
En el origen de los sistemas constitucionalistas, el Parlamento constituía el eje central de todo el organigrama democrático. Era el centro neurálgico del poder. La razón es muy simple. Lo integraban los representantes directos del pueblo, es decir, del Soberano y, por esa razón, asumían las principales funciones. Dictaban las leyes, elegían al presidente del Gobierno y controlaban a los ministros o consejeros. Con el paso de los años, ese esquema se ha difuminado hasta el punto de distorsionarse de una forma grotesca. Ahora, el Gobierno se erige como absoluto centro de gravedad. En él residen el poder y, también, el control. La férrea disciplina de partido, unida a la generalizada facultad para dictar normas con rango de ley, han transformado el diseño originario de los ideólogos del proceso constituyente en una caricatura desprovista de gracia.
Tanto desde el Consejo de Ministros como desde sus homólogos en las Comunidades Autónomos, lo habitual es elaborar normas que luego convalidarán un conjunto de diputados sometidos a las órdenes dadas por los dirigentes de sus respectivos partidos. Así, los Parlamentos aprueban los proyectos de ley del Ejecutivo y rechazan las proposiciones provenientes del resto de grupos. Los diputados se han convertido en autómatas, seres no pensantes que pulsan los botones del "sí", el "no" o la "abstención" de modo mecánico, en función de una consigna decidida previamente en otros despachos. Dicho de otra manera, los Parlamentos ya no son Parlamentos, sino una mera institución en manos de los Ejecutivos con mayoría absoluta y sometidos a consignas partidistas en el sentido más peyorativo posible.
Algunos están aterrados ante la perspectiva de un posible cambio de escenario a partir de este momento, preocupados por el hecho de que las normas dictadas por los Gobiernos no puedan aprobarse sin más, como hasta la fecha. Temen que dichas decisiones del Ejecutivo no sigan pasando directamente a los Boletines Oficiales, sin el mínimo debate ni control. A todos ellos convendría recordarles una idea clave: en un sistema constitucional, la función del Parlamento no consiste en dotar a la labor del Gobierno de tranquilidad ni de placidez. Las Asambleas Legislativas nunca deben ser órganos sumisos en manos de un Presidente o de un líder. De ser así, nos colocarían ante un modelo de organización estatal que, desde luego, no es el que queremos. Por mucho que la estabilidad política sea un valor a tener en cuenta, no es el único a proteger. Ni siquiera es el más importante. Por delante de él se sitúan el respeto al pluralismo y, desde el estricto punto de vista parlamentario, la adecuada representación de la ciudadanía, al menos si aspiramos a que sigan mereciendo su condición de representantes populares.
Cada vez es más frecuente escuchar voces que recelan de la independencia de los Parlamentos y de su no entrega al Gobierno de turno.
Por desgracia, piensan que las Asambleas deben limitarse a asentir las propuestas de los Ejecutivos o, mejor aún, a aplaudirlas. Son Parlamentos florero, tan vistosos como inútiles. El tiempo dirá si esta nueva etapa de la política española va a resultar provechosa o no.
Personalmente, me alegraré mucho si sirve para dar marcha atrás o, siquiera, para frenar la tendencia perversa de los Gobiernos a acumular poder en sus manos. Porque ese no es el modelo previsto en nuestra Carta Magna ni el acorde a un sistema constitucionalista de libertades.
(Artículo de Gerardo Pérez Sánchez, publicado en "La Opinión de Tenerife" el 27 de mayo de 2015)
Hace ya años, en el 2001, publiqué un libro titulado Las conexiones políticas, cuyo subtítulo (Partidos, Estado, sociedad) era expresivo de su objeto: estudiar los partidos como instituciones sociales que protagonizan el funcionamiento del Estado democrático.
Examinaba allí, claro, las patologías del funcionamiento partidista y, siguiendo los análisis, indispensables al respecto, de Hans Magnus Enzensberger, describía cómo la política puede acabar devastando, entre otras, la capacidad autocrítica de quienes la practican: el político profesional se entera solo de lo que dejan pasar los filtros creados para protegerlo; sufre una pérdida del lenguaje, pues solo entre los suyos puede decir realmente lo que piensa; y es víctima, por ello, de un autismo social, mayor cuanto más se progresa en la jerarquía de su oficio: «Ese aislamiento -escribe el filósofo alemán- es el que fundamenta su típico enajenamiento de la realidad y el que explica por qué él político es normalmente y con total independencia de sus capacidades intelectuales el último que se percata de lo qué está pasando en la sociedad».
Basta observar la reacción de los dirigentes del PSOE y del PP tras conocerse qué ha pasado en las municipales y autonómicas para constatar que las cosas suceden por desgracia tal y como se describe en el párrafo anterior. Rajoy se agarra a los datos que le convienen, para quitarle importancia a su derrota, y Sánchez hace lo mismo exactamente, pese a que un análisis detenido de los resultados de las fuerzas que lideran uno y otro indica que, aunque con manifestaciones no exactamente coincidentes, lo que les ha ocurrido a los populares y a los socialistas el domingo es para todo menos para mostrase satisfecho. Dice el refrán que no se contenta el que no quiere, y ello nunca es más cierto que tras unas elecciones.
El PP debería saber, pero anda en Babia al parecer, que sin una renovación interna (que mande ya a la reserva a políticos afectados por escándalos y/o que llevan años y años ocupando un cargo o saltando de una poltrona para otra) la continuación de su caída es imparable. El PSOE, por su parte, no tendría que hacer un gran esfuerzo para enterarse de una vez de que su huida hacia delante -ese batiburrillo de todas las izquierdas que aspira a liderar- lo convertirán antes o después en una fuerza irrelevante e inservible para garantizar la alternancia democrática, que es algo muy distinto a organizar un formidable caos político.
¿Reaccionarán? Lo dudo mucho, pues ni ellos, ni quienes por principal misión tienen adularlos y decirles lo que quieren escuchar están dispuestos a mirar alrededor y ver con ojos claros que, cuando las cosas van mal, hay que cambiar. Lo hace todo el mundo, salvo los orates, los tontos de capirote y los sectarios, que son una curiosa mezcla de ambas cosas.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 27 de mayo de 2015)
Una primera mirada nos lleva a tres conclusiones. Primera, los partidos mayoritarios están tocados pero no hundidos y los emergentes irrumpen con mucha fuerza pero no arrasan. De ahí deducimos que ha habido un cambio muy sustancial en el sistema de partidos; probablemente estamos pasando de un bipartidismo imperfecto a un cuatripartidismo con dos partidos aún dominantes pero en un cierto declive. Segunda, los votantes han dado un claro giro a la izquierda, más allá incluso de lo que reflejan los sondeos sobre la ideología de los españoles en el eje conservadores/progresistas. Tercera, se ha pasado de un sistema en el que abundaban mayorías absolutas a otro en el que tienden casi a desaparecer. Ello conduce a la necesidad de pactos para asegurar la gobernabilidad.
Todo esto en una primera mirada. Pero una segunda, de más largo alcance, nos lleva a matizar. Vamos a ello.
En primer lugar, es cierto que se está dando un cambio en el sistema de partidos, no solo por el retroceso del porcentaje de voto a los dos mayoritarios sumados, sino porque Ciudadanos y Podemos están alcanzando listones a los que nunca habían llegado antes UPyD e IU y, por lo que parece, aún no han tocado techo. Ello parece ser especialmente cierto en el caso de Podemos, que, con toda probabilidad, ha obtenido las alcaldías de Madrid y Barcelona, dos símbolos muy importantes. Pero no hay que olvidar que las candidatas a estas alcaldías no nacen de Podemos mismo sino, en el caso de Manuela Carmena, del antiguo PC, y en el de Ada Colau, de un movimiento social muy popular al enfrentarse al drama del impago de hipotecas. Además, ambas tienen una fuerte personalidad, son muy auténticas en sí mismas, lo han demostrado a lo largo de su vida y en campaña electoral. ¿Cuánto ha influido Podemos en este extraordinario resultado y cuánto ha influido el carisma de las candidatas? Está por ver.
En segundo lugar, es cierto que los votantes han dado un claro giro a la izquierda. Pero ¿a qué izquierda? Si sumamos los resultados de PSOE y Podemos —este en sus variadas formas— y los englobamos en el término genérico izquierda, el giro es claro. Más aún si les añadimos las variantes del nacionalismo de izquierdas de Cataluña, País Vasco, Galicia, Valencia y Baleares. La suma da un resultado apabullante. Pero ¿es homologable la socialdemocracia más o menos clásica del PSOE con la de los demás partidos, todos ellos de corte populista, tanto Podemos como los nacionalistas? Creo que nos encontramos con dos tipos de izquierda muy distintos y no fácilmente asimilables.
Así como en otros países europeos el populismo es propio de partidos de derechas, en España lo es de partidos nacionalistas y, recientemente, de Podemos. Nunca IU, incluso en la época de Anguita, pudo ser tachada de populista. Quizás por ello el núcleo fundador de Podemos se separó hace unos años de esta formación. El populismo es más una táctica y una estrategia para alcanzar el poder que una idea sustancial, un proyecto concreto. ¿Cuánto tiempo puede durar un acuerdo político entre el PSOE y Podemos?
Ello nos conduce a considerar, en tercer lugar, la necesidad evidente de los pactos de gobernabilidad. Las elecciones tienen dos principales finalidades: primero, representar a los ciudadanos en Ayuntamientos y Cámaras parlamentarias; y, segundo, formar Gobiernos. El PP tiene poco margen para los pactos, pero el del PSOE es amplio. Ahora bien, este margen de los socialistas para pactar Gobiernos que ellos encabecen puede ofrecerles más de un problema.
Por un lado, muchos votantes socialistas no entenderían, como es natural, que despreciaran los pactos con Podemos o con nacionalistas de izquierda para desalojar al PP del poder, aunque este haya quedado primero, y así alcanzar el Gobierno de bastantes autonomías e importantes Ayuntamientos. Pero, por otro lado, en cierta manera entrar en este tipo de pactos puede ser el abrazo del oso para el PSOE. No olvidemos que uno de los objetivos confesados de Podemos es sustituir al PSOE como partido mayoritario de la izquierda.
La situación recuerda, no tanto en los Ayuntamientos como en los Gobiernos autónomos, el pacto de los socialistas catalanes con Esquerra Republicana, un partido netamente populista, con el objetivo de entronizar a Maragall como presidente de la Generalitat y desplazar de una vez a CiU que había gobernado desde los inicios de la autonomía. También en este caso el PSC había obtenido menos escaños; pero CiU, sin mayoría absoluta, no tuvo con quién pactar. A la corta, pudo parecer un gran y habilidoso triunfo del PSC; a la larga, ha sumido a este partido en una profunda crisis que aún le mantiene en caída libre. Hay diferencias con los previsibles pactos actuales, pero también hay concomitancias.
Quizás el PSOE debería sacar consecuencias de esta experiencia: no hay que pactar a la ligera, con quien sea, sin unas muy estrictas condiciones. Sin embargo, dados los resultados electorales, no parecen tener los socialistas más opción que pactar con partidos populistas, Podemos o nacionalistas varios, a menos que no sean entendidos por una buena parte de sus votantes. Pero también queda el recurso de explicar bien los acuerdos o desacuerdos y, en todo caso, establecer sus límites.
Estas elecciones no prefiguran necesariamente lo que sucederá en las generales de otoño, pero son el preludio de un tiempo nuevo, como decía ayer José Juan Toharia. Bienvenido este tiempo nuevo en la política española, hacía falta. Ahora bien, no todo cambio es necesariamente a mejor, no apostemos al cambio por cambio, sino que analicemos la situación, las posibilidades, las urgencias, los programas. Votemos por sentimientos, ya que es inevitable, pero no descuidemos el voto de la razón.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 26 de mayo de 2015)
La evolución del mapa político desde principios de año ha estado acompañada de una mejora continuada de la valoración de la situación en las encuestas del CIS. Que esta mejora se produzca justo en el momento en el que se produce una profundización en la oferta electoral da una idea de las esperanzas que muchas personas están depositando en los cambios. No obstante, todos los partidos, especialmente los nuevos, deberán adaptarse en los próximos meses al nuevo mapa de competición partidista en un proceso que seguramente no estará libre de incoherencias o renuncias. Si las expectativas de los ciudadanos se establecen sobre el corto plazo, existe el riesgo de que las esperanzas de hoy sean proporcionales a la desilusión de mañana.
Puede que muchos de quienes ayer votaron lo hicieran pensando en que otra forma de hacer política es posible. Pero, de momento, con lo que hoy nos hemos levantado es con un sistema político diferente que nos obliga a repensar nuestra manera de gobernar para los próximos meses y, casi con seguridad, para los próximos años.
Que las nuevas formas de gobernar redunden en otra forma de hacer política depende en gran medida de los partidos políticos y de los cambios institucionales que éstos aprueben, pero también de la capacidad de la ciudadanía de adaptarse sin frustración a las exigencias derivadas de un contexto político más plural. El mejor antídoto contra el desengaño pasa por el reconocimiento libre de prejuicios de las oportunidades y retos que se abren en este nuevo tiempo político.
Por un lado, la traslación de la fragmentación partidista en la formación de gobiernos obliga a los partidos a llegar a acuerdos y pactar, y quizás eso favorezca que el consenso se convierta en un elemento esencial de nuestra democracia. La dinámica del acuerdo puede contribuir a que la crispación política sea algo del pasado y a que la competición interpartidista deje de concebirse exclusivamente como un juego de ganadores y perdedores.
Los partidos estarán obligados a entenderse para sumar mayorías, por lo que la división entre lo viejo y lo nuevo que tanto se ha enfatizado durante la campaña electoral puede acabar desactivándose en el proceso de formación de gobiernos. Una mayor diversidad en la representación política también puede ayudar, por ejemplo, a engrasar las relaciones entre comunidades autónomas y el gobierno central, disminuyendo la alineación partidista de los poderes regionales en los órganos de cooperación intergubernamental que dificulta la consecución de acuerdos.
Por otro lado, en las virtudes del nuevo sistema de partidos se encuentran sus principales retos. Un sistema basado en pactos requiere de ciudadanos dispuestos a aceptar que sus partidos hagan concesiones en aras del consenso. Esto, que puede parecer obvio, encierra una paradoja. Los cambios que se han producido en el sistema de partidos tienen su origen en la sensación por parte de los votantes de que los partidos políticos tradicionales habían traicionado su ideología o gobernado a espaldas de las preferencias de los ciudadanos.
Sin embargo, la ampliación de la oferta política que se ha producido como consecuencia de esa insatisfacción aumenta la probabilidad de que los partidos acaben rebajando o renunciando a parte de sus compromisos electorales como contrapartida para poder participar en un gobierno de coalición.
El contexto político actual también representa un desafío mayor para los ciudadanos a la hora de premiar o castigar la actuación de los gobiernos. Esto se concreta fundamentalmente de dos maneras. La primera es que expulsar del poder a los gobernantes será algo más difícil. Los pactos para formar gobiernos pueden hacer que partidos que han perdido las elecciones acaben gobernando y que quien ha ganado en escaños se quede en la oposición. Dicho de otra manera, la traslación entre lo que prefiere la mayoría y quién gobierna no es tan directa.
La segunda, y más importante, tiene que ver con la necesidad de que los votantes estén más y mejor informados sobre lo que ocurre en el gobierno. La fragmentación del poder entre distintos actores dificulta la capacidad de los ciudadanos de saber quién hace qué y, por lo tanto, de pedir cuentas a los gobernantes por lo bien o mal que vayan las cosas en el país.
Aunque en España el interés por la política y el consumo de información han crecido durante los últimos años, otros indicadores como puede ser el del bajo nivel de circulación de prensa escrita alertan sobre la debilidad de la crítica y, por lo tanto, del control de la actuación de los políticos. Esa fiscalización es si cabe más necesaria en un contexto donde el reparto de poder hace más difícil para los votantes atribuir responsabilidades por los resultados de las políticas.
En definitiva, conocer los desafíos a los que nos aboca el nuevo escenario es el mejor antídoto contra la frustración en el escenario político actual. Una mayor diversidad y fragmentación en el sistema de partidos no se conjura con Grandes Coaliciones, con una lectura catastrofista de la incertidumbre, sino mediante un reconocimiento sin prejuicios de las oportunidades y retos asociados a estos cambios.
Que los próximos representantes gobiernen atendiendo al bien común y alejados de las prácticas corruptas no dependerá de las bondades intrínsecas a una nueva generación de políticos, sino de una reforma de las instituciones que obligue a un mayor rendimiento de cuentas ante el electorado y, sobre todo, de una ciudadanía que sepa adaptarse a los desafíos y exigencias del nuevo tiempo político.
(Artículo de Sandra León, publicado en "El País" el 25 de mayo de 2015)
Con la única excepción de las elecciones del País Vasco y Cataluña, en todas las celebradas en España desde 1977 hasta las andaluzas de hace un mes se decidía una cuestión fundamental: si ganaba la izquierda o la derecha. La excepción vasca y catalana venía dada por el hecho de que a esa incógnita se añadía la de la correlación entre partidos nacionalistas y no nacionalistas, correlación, en ocasiones, políticamente más relevante que la otra.
Es verdad, claro, que, las generales se han diferenciado, a su vez, de las municipales y autonómicas: mientras en las primeras el ganador siempre había gobernado, en las otras, la victoria electoral no garantizaba hacerse con el poder, pues los pactos postelectorales podían dar lugar a coaliciones en las que los perdedores, sumando fuerzas, acababan por llevarse el cargo al agua.
Pues bien, en el contexto político marcado por este panorama, las elecciones de ayer eran las primeras en las que debían despejarse dos cuestiones diferentes: si el PP le ganaba al PSOE o viceversa; y si las fuerzas emergentes (Ciudadanos y Podemos y sus plataformas ciudadanas) avanzaban lo suficiente como para poner en riesgo la histórica hegemonía de los grandes partidos nacionales (PP y PSOE) y regionales (CiU y PNV). ¿Qué ha pasado?
La respuesta no es difícil: que ayer vivimos en España un auténtico ciclón, que se lleva por delante la competencia entre el PSOE y el PP, arrasada por la fuerza con la que han entrado en las urnas y como consecuencia en las instituciones, las candidaturas de los partidos emergentes.
El PP sufre un batacazo formidable, tanto si se mide el número de votos que ha perdido como, aún más, si se constata el número de instituciones (ayuntamientos y comunidades) en las que va a dejar de gobernar. Pero ese batacazo, y aquí reside, sin duda, la sobresaliente novedad del 24-M, no beneficia mecánicamente al PSOE, que también pierde votos y que solo se hará con algunas instituciones a cambio de pactos que diluirán su identidad y su mensaje. Por si todo ello fuera poco, el PSOE se verá en la endiablada posición de poner otras instituciones en manos de quienes les han hecho sufrir ayer una derrota indiscutible. Para el BNG la situación no será mejor, sino peor: un gran fiasco electoral y la tesitura de votar a quienes han dejado al nacionalismo gallego hecho unos zorros.
Esta es, dicho con la concisión y urgencia que impone la noche electoral, la anatomía de unos comicios que marcan un punto de inflexión en nuestra historia. A partir de mañana tocará hablar de fisiología, es decir, de si el cuerpo político español es capaz de funcionar, o por decirlo, de otro modo, de asegurar la gobernabilidad de las instituciones, que es para lo que los ciudadanos las eligen. Porque el riesgo de esta anatomía y de una fisiología previsiblemente tan compleja es que, dentro de nada, estemos hablando de patología. Esa, me temo, es la cuestión.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 25 de mayo de 2015)
De los casos de corrupción que casi a diario van apareciendo en las noticias, es llamativa la frecuencia con la que afectan a escala municipal, cosa que destaca el informe anticorrupción de la Unión Europea de 2014. Sin embargo, a pesar del escándalo que esto produce y de la cercanía de las elecciones municipales, no parece que nadie esté analizando las causas del problema. Pensar que la solución es que los tribunales vayan resolviendo los casos, o que las listas estén libres de imputados, es como querer acabar con la mítica hidra cortando sus mil cabezas: cambiarán las caras, pero seguirán saliéndole cada vez más cabezas al monstruo, que ya ha demostrado su capacidad de adaptación al medio tras la crisis inmobiliaria, pasando de alimentarse del urbanismo a asolar las subvenciones y la contratación pública.
Si de verdad queremos llegar al corazón del problema, tendremos que modificar los elementos del sistema que han favorecido el despilfarro y la corrupción. El citado informe de la UE habla de falta de mecanismos de control en el nivel local, pero lo que no dice es que estos mecanismos se han ido desarticulando. Como relata Muñoz Molina en Todo lo que era sólido, cuando llegó la democracia todos los partidos políticos consideraron que el control por parte de los funcionarios era un obstáculo para la realización de la voluntad popular, que ellos representaban. Particularmente molestos eran los secretarios e interventores de Ayuntamiento, funcionarios por oposición a escala nacional que tenían encargado el control de la legalidad jurídica y económica de los municipios. Por ello se fueron modificando las leyes para limitar sus competencias, reduciendo los casos en que era necesario su informe y sustrayéndoles todas las funciones de gestión, que se fueron concentrando en el alcalde.
Al mismo tiempo, se trató de menoscabar su independencia, permitiendo en determinados casos su nombramiento directo y no por concurso. Como siempre es bueno tener el palo y la zanahoria, se atribuyó a los Ayuntamientos tanto la capacidad de fijar sus retribuciones como la competencia para sancionarles (solo recientemente esto último ha sido parcialmente corregido). También se ha recurrido a vías de hecho, como no convocar plazas para poder nombrar para el cargo a un funcionario municipal afín, abusar del nombramiento de personal eventual de confianza o incluso presionar a los funcionarios. La mayoría de los expedientes iniciados contra secretarios e interventores son por emitir informes en materias que no eran de su competencia, es decir, por intentar hacer su trabajo. Eso sí, cuando al final algo sale mal —y a la luz—, el político apunta siempre al funcionario.
Así las cosas, no nos debería extrañar que muchos alcaldes, convertidos en pequeños presidentes, rodeados solo de leales que dependen de él, sin controles previos internos ni supervisión supramunicipal efectiva, acometan obras y proyectos innecesarios o absurdos, o desarrollen prácticas corruptas, abusando de unas desproporcionadas competencias urbanísticas o infringiendo la letra o el espíritu de la legislación sobre contratos públicos. Cambiar el sistema no es imposible. La fundación ¿Hay derecho? y el Colegio Profesional de Secretarios e Interventores (Cosital), partiendo de la experiencia y de las recomendaciones de organismos internacionales, proponen una modificación de las reglas del juego. Las medidas presentadas persiguen devolver a estos funcionarios su independencia y sus competencias, y a que tengan apoyo —y supervisión— desde un nivel superior al municipal. También reducen la discrecionalidad y aumentan la transparencia en los procesos de contratación pública, y proponen facilitar la denuncia de actuaciones sospechosas y proteger a los denunciantes.
El cambio es necesario, y puede que ahora sea incluso posible, pues la sociedad española ha reducido su tolerancia con la corrupción, y los tribunales y la policía parecen ser ahora más capaces de desentrañar y juzgar las tramas corruptas. Quizás ahora los políticos comprendan que un control profesional e independiente no es solo una garantía para el interés común, sino para su propia seguridad, y que la transparencia no es una amenaza, sino una oportunidad para demostrar que no tienen nada que ocultar. Al final nos corresponderá a cada uno de nosotros estar atentos, utilizar nuestros derechos de información, y ejercer nuestro derecho de voto en las próximas municipales, teniendo en cuenta lo que cada partido dice y hace en relación con la corrupción.
(Artículo de Segismundo Álvarez Royo-Villanova, publicado en "El País" el 20 de mayo de 2015)
La Universidad Internacional de Andalucía acaba de reeditar, en facsímil, Juan de Mairena, de Antonio Machado, publicado en 1936 a los pocos meses de empezar la guerra. Iniciativa felicísima porque el poeta y filósofo sevillano es hoy más necesario que nunca, o así me parece a mí. Recordemos otra vez que tres años después de la aparición del libro, Machado, que había luchado denodadamente con su pluma en la defensa de la república asediada, fallecía exiliado en Colliure, de donde algunos despistados quieren todavía traerle a una España que dista muchísimo de ser la que él hubiera deseado.
UNA ESPAÑA DONDE, en estos momentos, ningún partido se atreve a decir lo que hará o no hará, si accede a una parcela de poder, con la memoria histórica, o sea con las 130.000 víctimas inmoladas por el régimen anterior que siguen, vergonzosamente, en cunetas, simas y fosas comunes. Y donde el mayor asesino español de todos los tiempos continúa, acompañado del fundador de Falange Española (bautizada, primero, Fascismo Español), debajo de la cruz cristiana más alta de Europa.
Juan de Mairena reúne los 49 artículos protagonizados por el alter ego machadiano, profesor de instituto como su creador, y dados a conocer --menos uno inédito-- en la prensa madrileña de 1934 a 1936. Medio centenar de textos agudísimos en los cuales el poco convencional catedrático de Retórica y Sofística discurre y debate con sus alumnos acerca de lo divino y lo humano.
Mairena pone mucho énfasis sobre la necesidad de hablar bien, claro, lo cual es imposible, insiste, "pensando mal". Invita encarecidamente a quienes acuden a su clase a huir del barroquismo, de la grandilocuencia. Y les sugiere que sometan a análisis continuo los lugares comunes, frases hechas, tópicos y demás banalidades que propone el lenguaje diario. ¿Cómo puede existir un guardia de asalto, por ejemplo? Es una contradicción absoluta.
Les recomienda "una actitud interrogadora y reflexiva" y, en particular, un bienhumorado escepticismo dispuesto a dudar de todo, incluso de la duda misma. Es decir, "una posición escéptica frente al escepticismo". Más que enseñar, en realidad lo que hace es aconsejar, porque su pedagogía, en evidente deuda para con la de Francisco Giner de los Ríos y sus colaboradores de la Institución Libre de Enseñanza (donde estudiará Machado), se basa en el respeto al alumno, en el rechazo de cualquier conato de adoctrinamiento. "Solo me aplico a sacudir la inercia de vuestra almas --enfatiza--, a arar el barbecho empedernido de vuestro pensamiento, a sembrar inquietudes...". "Yo os aconsejo", "reparad en que...", la invitación a someter a criterio propio lo propuesto por otros, a "desconfiar de todo lo que se dice", es una constante.
Mairena considera que los españoles son dueños de cualidades muy positivas --la generosidad, por ejemplo, o la falta de soberbia ("nadie es más que nadie")--, pero que también adolecen de serios vicios. Entre estos, la envidia y el no querer reconocer el talento ajeno (aquí coincide con Unamuno y Madariaga) y la renuencia a aprender del otro, a escucharle: "En España no se dialoga porque nadie pregunta, como no sea para responderse a sí mismo. Todos queremos estar de vuelta, sin haber ido a ninguna parte. Somos esencialmente paletos".
No le hacen gracia alguna las derechas patrias, por supuesto, con la Iglesia a la cabeza, y toma buena nota de que "la acción política de tendencia progresiva" --o sea, en la terminología de hoy, "progresista"-- suele ser "débil, porque carece de originalidad". "Se diría --añade-- que solo el resorte reaccionario funciona en nuestra máquina social con alguna precisión y energía. Los políticos que pretenden gobernar hacia el porvenir deben tener en cuenta la reacción de fondo que sigue en España a todo avance de superficie". ¡Y tanto!
QUIZÁ LO MÁS llamativo del pensamiento de Mairena-Machado, con todo, reside en la preeminencia concedida a la enseñanza de Jesucristo relativa al prójimo. Para el maestro apócrifo lo específicamente cristiano es la fraternidad, "la hermandad de los hombres, emancipada de los vínculos de la sangre y de los bienes de la tierra". Cristo es "un ángel díscolo, un menor en rebeldía contra la norma del Padre". Representa "el triunfo de las virtudes fraternas sobre las patriarcales", "la tregua del eros genésico", el rechazo del "bíblico semental humano".
En una sociedad forzada por las nuevas tecnologías a ir cada vez más deprisa, a vivir en la instantaneidad perpetua, pantalla en mano, las reflexiones de Mairena, tan opuesto a las fatuidades del homunculus mobilis, cobran hoy una actualidad acuciante.
(Artículo de Ian Gibson, publicado en "El Periódico de Aragón" el 20 de mayo de 2015)
Las coaliciones tienen mala fama. Periodistas y analistas temen el “escenario de fragmentación” que se abrirá en un sinfín de Administraciones locales y autonómicas tras estas elecciones. De una liga de dos pasaremos a una liga muy abierta. En ayuntamientos, autonomías y, muy pronto en sus pantallas (quizás antes que la última entrega de La Guerra de las Galaxias), también en el Gobierno central. Perderemos gobernabilidad, ganaremos inestabilidad. Los Gobiernos harán menos cosas, pues habrá que poner de acuerdo a caprichosos compañeros de variopintos gustos. Lo cual parece una maldición cuando los problemas sociales se amontonan.
Pero es un terror injustificado. El cambio tectónico de una política fundamentalmente bipartidista a otra multipartidista es en general una bendición. Sobre todo en tiempos de crisis, los Gobiernos débiles producen resultados más robustos. Son más reformistas, menos corruptos y más progresistas.
La desconfianza contra los Gobiernos de coalición no es sólo una superstición española. Desde que coaliciones multipartidistas colapsaron en la Europa de los años 30, abriendo el camino a los autoritarismos, algunos de los politólogos más prestigiosos han denunciado la inefectividad inherente a los Gobiernos de coalición.
Sin embargo, nuevos estudios, como los de Johannes Lindvall, muestran cómo los Gobiernos de coalición tienen una capacidad asombrosa para acometer reformas ambiciosas. Por ejemplo, las reformas de flexiguridad, que urgentemente necesitan países que, como España, tienen economías rígidas en algunos aspectos y sociedades inseguras en muchos más. Holanda o los países escandinavos se flexigurizaron gracias a, y no a pesar de, sus Gobiernos de coalición. Como los socialdemócratas tenían que ponerse de acuerdo con los liberales, se vieron obligados a aceptar la obsesión liberal (desregular los mercados) a cambio de llevar a cabo la suya (protección social).
Sin ganadores ni perdedores absolutos, las reformas se solidifican y sobreviven a sucesivos cambios de color político. A la inversa, las reformas de Gobiernos fuertes como los de Thatcher, Rajoy o Cameron ahora, presentan una bella factura ideológica, pero son frágiles como el cristal. El inevitable péndulo de la alternancia política tarde o temprano las romperá.
Pero los Gobiernos multipartidistas no sólo hacen más de lo bueno, sino también menos de lo malo. Manteniendo todo constante, los partidos en el gobierno que necesitan el apoyo de otros partidos son menos corruptos que los Gobiernos con mayorías absolutas. Las coaliciones no son cambalaches, sino controles de unos sobre otros. Una auditoría en streaming del Gobierno.
Además, los Gobiernos de coalición también son más progresistas. Cuando la política en un país es bipartidista, las derechas tienen más opciones de ganar las elecciones. Pensemos en un votante de centro, dispuesto a pagar una fracción importante de su renta en impuestos para sostener un Estado de bienestar para todos. Si, por los motivos que sean, el sistema sólo le ofrece dos posibilidades de que su voto sustantivamente cuente, un partido asociado a la clase trabajadora (laboristas en Reino Unido o PSOE aquí) y otro a los empresarios (tories o PP), ¿a quién votará?
El votante de centro evitará el peor escenario. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir si vota al partido de derechas? Pues, que, una vez en el poder, se descubran como radicales neoliberales, con lo que el votante deberá conformarse con un paquete de Estado de bienestar/impuestos más pequeño de lo deseado. Una opción mala. Pero mejor que votar a un partido de izquierdas que, en el peor de los casos, dispare el gasto y los impuestos. Por ello, cuando el voto es una decisión entre dos, las derechas suelen ganar. Si, por el contrario, el mismo votante medio tiene una opción viable en el centro (el papel tradicional de los liberales en Europa y potencial de Ciudadanos en España), aumentan las probabilidades de coaliciones progresistas de centro-izquierda. Si la izquierda se pasa, el partido de centro puede retirar su apoyo, lo que frena hipotéticas derivas radicales.
Así, los investigadores Torben Iversen y David Soskice han encontrado que los países con sistemas electorales mayoritarios están gobernados por la derecha tres cuartas partes del tiempo (!). Mientras que, en los países con sistemas proporcionales, la derecha sólo gobierna una cuarta parte del tiempo. En otras palabras, la propuesta de PP y PSOE de convertir las elecciones locales (y quizás autonómicas) en una pugna mayoritaria, introduciendo una segunda vuelta, demuestra que el PP es más listo que el PSOE.
De momento, España tiene un sistema proporcional, pero en la práctica se transforma con frecuencia, tanto en elecciones generales como en autonómicas y locales, en mayoritario. Y no sólo porque el sistema electoral penalice a los partidos pequeños, sino porque el contexto político ha sido muy bipartidista. Los espacios de debate público han estado virtualmente oligopolizados por los dos grandes partidos. Grupos de interés, asociaciones profesionales o medios de comunicación han tenido también una orientación bipartidista. La política era una cosa de dos.
Ahora, por mor de la crisis, la política es una cosa de cuatro. O de más. El entorno político bipartidista se ha resquebrajado y los partidos pequeños gozan de un acceso al debate impensable hace unos años. Los votantes perciben hoy que tienen más de dos alternativas políticas con perspectivas de influir decisivamente en el gobierno. Además, alguna de estas alternativas puede erigirse en ese partido de centro liberal, cuya presencia moderadora ha sido clave para sostener los Estados de bienestar más avanzados del mundo.
En definitiva, la fragmentación política es beneficiosa porque puede conducir a reformas más eficientes, a menor corrupción, y a un Estado de bienestar más robusto. Sin duda, implica riesgos, ya que los Gobiernos de coalición son criaturas delicadas. Requieren mimos. Demandan un comportamiento respetuoso entre los partidos. Pero el tránsito a esta nueva forma más plural de hacer política exige también un cambio de chip en cómo la sociedad ve la política: ¿es confrontación o es consenso?
Y los analistas políticos podemos facilitar ese tránsito o impedirlo. Podemos subrayar hasta la extenuación el “daño electoral” que coaligarse le supondrá a tal partido o podemos alabar su sentido de responsabilidad. Podemos denunciar las incoherencias entre los miembros de una coalición, su “cacofonía de voces” o podemos celebrar la diversidad que hace más ricos a los Gobiernos. Y, por ende, a todos los ciudadanos.
(Artículo de Víctor Lapuente, publicado en "El País" el 19 de mayo de 2015)
En este ecuador de la campaña electoral constatamos un creciente nerviosismo, una notable tensión e inquietud en relación no tan solo a los resultados del 24 de mayo, sino sobre todo, a lo que ocurra tras esa fecha. Han ido utilizándose palabras y adjetivos gruesos que tratan de mostrar el gran nivel de desconfianza que el sistema político ha ido acumulando en una especie de campeonato de despropósitos y de corruptelas. Pero, ante ello, los albaceas, cercanos o lejanos, de ese proceso, se rasgan las vestiduras frente a lo que consideran excesos de recién llegados. Gentes surgidas del aldabonazo del 15-M, sin pedigrí alguno, que les acusan a Ellos de cosas que no han hecho, atreviéndose a llamarles obsoletos o caducados.
No acaban de entender (o sí) que los ataques no son personales, sino que se dirigen a una forma de hacer las cosas, a un sistema opaco, formado por colegas y cómplices, que hacían y deshacían, en nombre de todos y con el dinero de todos. No hay respeto por el pasado, afirman muchos. No saben lo que les espera, dicen otros. Y es también frecuente oír acusaciones que descalifican a candidatos o candidatas noveles por inexperiencia y falta de capacidades para tan alta misión.
Lo cierto es que a los mandatarios tradicionales del país, les pesa enormemente el pasado. Su experiencia ha tendido a convertirse en inercia. Y su profundo e innegable conocimiento sobre lo que acontece, ha acabado dictaminando lo que conviene a sus conciudadanos. En el fondo hay una evidente preocupación por el hecho de que esta vez, como pocas antes, el ejercicio democrático puede dar sorpresas, puede alterar equilibrios, puede modificar consensos tácitos y explícitos entre instituciones, empresas e intereses. Necesitaríamos un poco de calma y de recuperación de una mirada sobre la política en la que volviera a ser posible plantear programas estratégicos más meditados y profundos. Pero, en política, como en la tecnología, en las relaciones sociales o en la vida, el tiempo se nos vuelve cada vez más huidizo, más fugaz y esquivo.
Las elecciones son la expresión máxima de la gran contracción del presente al que estamos sometidos. Resultan cada vez más largos los ciclos electorales. Cuatro años son muchos, pero cuando hemos de ir a votar y nos acechan por todos lados mensajes y propuestas, encontramos también absurdo que el futuro (corto) de una ciudad o de un país tenga que decidirse en un solo momento catártico. Nos gustaría poder decidir constantemente. Pero, al mismo tiempo, es una pesadez que te estén preguntando y acosando todo el tiempo. El capitalismo globalizado impone sus ritmos, su frenesí desarrollista sin objetivo final alguno, nos acelera vidas, relaciones y herramientas.
Nos falta tiempo. Todo va muy deprisa. Cada vez hay más oportunidades, más cosas que podemos hacer. Todo viaja más rápido. Todo lo comunicamos más rápido. Cualquier cosa de cualquier parte del mundo está disponible en poco tiempo. No hay tiempo que perder para aprovechar todo lo que podemos y podríamos hacer en esta vida. En la única vida que tenemos. Pero, ¿la política ha de ser también así? ¿Podemos acumular fuerzas para cambiar las cosas dentro de unos cuantos años? ¿Conviene ir despacio para así consolidar equipos, ideas, vínculos y proyectos?
La aceleración de los tiempos nos viene impuesta por un sistema que nos encadena a un consumo que convierte en obsoleto hoy lo que ayer era funcional. La competitividad nos la quieren inscribir en nuestros itinerarios vitales, y parecería que no podemos echarla a un lado cuando se trata de decidir en política. Pero, precisamente, lo que está en juego cada vez más es la necesidad de repolitizar la vida y cada una de nuestras trayectorias personales y colectivas. Lo que parece inadmisible es dejarse llevar por las tendencias de lo conocido, de lo trillado, de lo que convierte en seguridad el puro servilismo a los que deciden por todos.
Necesitamos tener la oportunidad para deliberar, para discutir fondo y apariencia, valores e instrumentos, programa y proyectos. Muchos de los discursos de estos días no logran salir de una especie de paternalismo ético, de aparente sentido común, de “corriente principal”, que nos empuja a no salirnos de la normalidad. De lo que “hay que hacer” para que todo siga girando. Nos toca a nosotros buscar nuestros ritmos, escoger prioridades. Empezar a decidir, individual y colectivamente, que queremos ser, como queremos vivir. Qué ciudad queremos.
(Artículo de Joan Subirats, publicado en "El País" el 16 de mayo de 2015)
Miro hacia atrás, al tiempo de la bonanza, antes de que esa dolorosa circunstancia que hemos dado en llamar la crisisse abalanzase sobre nosotros, hacia los años en que nos creíamos a salvo, como si la pertenencia a Europa y la consolidación del sistema democrático en esta España de historia tan triste tuvieran por fuerza que librarnos de ciertos males. Miro allí, a nuestra época de nuevos ricos confiados, cuando los políticos se permitían presumir de cosas de las que nadie con dos dedos de frente y un poco de sensibilidad presumiría —las viviendas inagotables y carísimas, los kilómetros de AVE infrautilizados, los lujosos contenedores culturales sin contenido, las muchas universidades mediocres, los miles de rotondas innecesarias coronadas por horribles monumentos (?), todo lo que fuera cuantificable en grandes cantidades—, y tengo la sensación de estar contemplando un país que permanecía colgado en el aire, como un tejado lleno de feos adornos que careciese sin embargo de lo imprescindible: pilares y cimientos.
Y entonces miro a los culpables de todo aquello, a los políticos de uno y otro y otro partido, y a sus compañeros de viaje —banqueros, empresarios y hasta sindicalistas—, y comprendo que sí, que formaban parte de una casta alejada de los ciudadanos por su poder, sus relaciones, sus privilegios, sus vidas acolchadas. Y que a muchos de ellos, a muchísimos, les importó infinitamente más su partido —en el mejor de los casos— y/o sus propios intereses —en el peor— que la construcción de una sociedad justa y sana. (Además de la vanidad halagada por los coches oficiales, los buenos restaurantes y los subalternos abriendo las puertas.)
¿Se han comportado así todos los que han participado en la política española en las últimas décadas? Sin duda alguna, no. Pero cabe preguntarse hacia dónde desviaban sus miradas los decentes mientras los de al lado, amparados por los mastodónticos aparatos de sus partidos, mentían, ejercían el nepotismo, malgastaban o robaban. ¿Cuántos cargos políticos se habrán callado las tropelías de los compañeros para no perjudicar a los suyos? Es triste reconocer que fue la complicidad por acción o por omisión de la inmensa mayoría de esas personas a las que un día concedimos nuestra confianza y a las que mantuvimos con nuestro esfuerzo, pagándoles los sueldos y los privilegios, la que dio como resultado este no-proyecto de país, esta masa mugrienta de intereses, salpicada por ciertas actuaciones acertadas cuyos valores hay que reconocer.
Claro que no son solo los políticos los responsables de todo lo que nos ha ocurrido. Lo somos también los ciudadanos, que decidimos durante aquellos años de supuesta bonanza desentendernos de nuestras obligaciones como miembros de una comunidad democrática. Decidimos pensar, tal vez porque era lo más cómodo, que la democracia consistía en depositar nuestro voto cada cuatro años y retirarnos luego a nuestro mundo privado, olvidándonos de que a quienes tienen el poder siempre hay que vigilarlos muy de cerca, organizando para ello una auténtica sociedad civil. Renunciamos a nuestro propio poder, y facilitamos así que los políticos secuestraran nuestra representación y traicionaran nuestras necesidades.
Por fortuna, ese tiempo se acabó. Si algo bueno ha tenido la crisis es que nos ha hecho despertar de la larga siesta de hipotecas y buen vivir —que creíamos garantizada para siempre— y nos ha obligado a enfrentarnos a nuestros demonios. Hemos visto cómo la construcción sin cimientos se nos caía encima, y ahora nos toca recoger los escombros. Nos ha llegado el momento de dejar de sentirnos víctimas para pasar a la acción, arremangarnos y limpiar toda la basura que nos han dejado los políticos cínicos, mal preparados y/o delincuentes. El momento de ejercer no la política de los políticos, sino la de los ciudadanos comunes de este siglo XXI que está exigiendo a gritos nuevas formas de gobierno que tengan que ver con la decencia, el sentido común y una infinita, infinita empatía.
(Artículo de Ángeles Caso, publicado en "El País" el 15 de mayo de 2015)
Ada Colau, candidata de la indignación y sus gregarios a la alcaldía de Barcelona, comparó hace unos días, sin ponerse colorada, las elecciones municipales de 1931, que trajeron la II República, y las del próximo día 24, comicios estos que, según Colau, darán lugar a un cambio de alcance similar a los primeros.
Si una comparación tan obscena naciera solo de la infinita desvergüenza o la ignorancia sideral de Ada Colau la cosa sería nada, pues, por desgracia, de políticos desvergonzados o ignorantes estamos en España bien servidos. Pero no: su comparación es una burda manipulación de la historia, de la que se están sirviendo no pocas candidaturas de la indignación con el objetivo de engañar al cuerpo electoral.
Para demostrarlo bastaría recordar que cuando se celebraron las elecciones del 12 de abril de 1931 España vivía bajo un régimen autoritario (la llamada dictablanda del general Berenguer, que había sucedido a la dictadura de Primo de Rivera), mientras que ahora llevamos casi cuarenta años de democracia, en el que ha sido el período de libertad más largo y fructífero de toda nuestra historia. Pero es que hay más.
Muchísimo más: en 1931 las mujeres españolas no habían votado jamás; los derechos reconocidos en la Constitución de 1876 (ridículos en contraste con los que garantiza la de 1978) se ejercían en precario, siempre al albur de una declaración de ley marcial; el Ejército solo se obedecía a sí mismo; los comicios de la Restauración eran una farsa donde la limpieza electoral brillaba por su ausencia; no existía en España nada parecido a una clase media ni a un Estado de bienestar; los matrimonios no podían divorciarse ni las mujeres abortar; el servicio militar, cuando hacerlo podía suponer ir a la guerra, era el reino de la injusticia social, con el pago de sustitutos o la redención en metálico; ni había sanidad pública universal, ni educación pública obligatoria, ni Seguridad Social de ningún tipo; cualquier cosa parecida a la igualdad entre hombres y mujeres era una rareza? Y así podría seguir hasta cansarme de escribir.
¿Algún parecido? Sí, sin duda. La existencia, ahora y antes, y me temo que sin duda en el futuro, de gentes que entran en política dispuestas a lo que sea con tal de llevarse el gato (el voto) al agua (a la urna): por ejemplo, a manipular la historia hasta extremos de delirio.
Don Ramón del Valle-Inclán escribió en 1920, es decir en esa época que a Ada Colau le parece ¡similar a la de ahora!, una obra de teatro (Farsa y licencia de la reina castiza) que trataba de la historia de unos pícaros que pretendían hacerse un capitalito por medio del chantaje. Otros están hoy en andanzas parecidas: en construirse un capital electoral chantajeando a los electores incautos con el cebo de superar un presente que ellos mismos deforman hasta la caricatura en su exclusivo beneficio. Una indecencia.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 13 de mayo de 2015)
Entre las muchas vertientes de la controvertida noción de democracia, escojamos una de ellas, tan discutible como las demás: “La democracia es el mejor medio para conseguir la libertad”. Para comprender esta afirmación, necesariamente debemos adentrarnos en otro concepto, tanto o más polémico: el de libertad. ¿Qué significa el término libertad en su sentido político? “Libertad es el derecho a no someter nuestra voluntad a la de ninguna otra persona o poder público, a excepción que lo prescriban leyes iguales para todos, en cuya elaboración y aprobación hayamos participado”. Por tanto, la libertad es la capacidad de actuar en una esfera en la que no estamos sometidos a nadie, salvo a la ley, que es igual para todos y ha sido aprobada con nuestra participación. En definitiva, la democracia es una técnica para vivir en libertad.
Hoy en día la democracia es, preferentemente, representativa: los ciudadanos escogen a una minoría para que les represente y actúe en defensa de su libertad dado que, según el clásico Benjamín Constant, “[estos ciudadanos] no quieren ni pueden hacerlo por ellos mismos (…) ya que no siempre tienen tiempo ni posibilidades”. Estas palabras indican que la tarea de dirigir un Estado moderno es difícil e ingrata: los ciudadanos prefieren dedicarse a su trabajo, a su familia y amigos, a sus ratos de ocio, y encargar la tarea de gobernar a otros, a especialistas en la materia, que serán más competentes y les dejarán dedicarse a sus ocupaciones preferidas.
Además de representativa, la actual democracia tiene otra característica: es pluralista. Ello significa que no se trata ya de que en la sociedad coexistan diversos intereses, ideas, clases, niveles culturales... lo cual es obvio, sino que el pluralismo es un valor en sí mismo y como tal debe protegerse. Es decir, que para la sociedad son convenientes la diversidad de puntos de vista y las discrepancias, criterios distintos y posiciones contrapuestas. El debate es un bien en sí mismo siempre que exista un acuerdo básico sobre la protección de ciertos valores —por ejemplo, el respeto a la ley y a los derechos fundamentales— y se decida resolver los conflictos sociales a través de determinados procedimientos. Este acuerdo básico es el que recogen las constituciones.
Fomentar este pluralismo, además, exige reconocer y garantizar ciertos derechos, sobre todo la libertad de pensamiento y de expresión, así como los de reunión y de asociación. De este último derivan los partidos políticos, un tipo de asociaciones peculiares de especial relieve para la vida democrática. En efecto, hoy en día las democracias europeas son democracias de partidos dado que son éstos los auténticos sujetos de la vida política: los sistemas electorales, en especial los de tipo proporcional, inducen a escoger partidos en lugar de escoger personas. Ello plantea dos tipos de problemas.
En primer lugar, la democracia en los partidos. Es difícil argumentar que una democracia política funciona bien si es inexistente en el interior de los partidos. Nuestro país no es el único ni mucho menos en el que esta democracia interna es muy insuficiente y en el que los partidos, para ser democráticos, deberían abrirse a la sociedad. Para ello hay varios mecanismos en el momento electoral (listas desbloqueadas y abiertas, fórmulas mayoritarias, elecciones primarias para elegir candidatos, entre otros) y en el régimen jurídico regular de los partidos (elecciones de los cargos internos, transparencia financiera, protección judicial de derechos de los afiliados, participación de los simpatizantes, entre otros). En este terreno hay mucho por hacer.
En segundo lugar, si los partidos desvirtúan la división de poderes ya no estamos en una democracia de partidos sino en una partitocracia, algo bien distinto, en la cual los partidos no se limitan a ocupar la posición que les corresponde constitucionalmente sino que tienden a ocupar y repartirse toda la organización estatal e, incluso, en buena parte se entrometen en la sociedad misma.
En un sistema de división de poderes los órganos constitucionales no sólo están separados sino que se eligen y controlan mutuamente mediante un sistema de pesos y contrapesos para que ninguno invada la esfera del otro y cada uno sea responsable de los actos en que es competente. La división de poderes es garantía de la libertad. Pues bien, en una partitocracia sucede lo contrario: el poder transversal de los partidos anula esta división de poderes e instaura un sistema sin controles que monopoliza todo el poder creando así el caldo de cultivo para todo tipo de desafueros y corrupciones.
Esta es la situación española: los partidos han colonizado el Estado, se han repartido el botín que allí han encontrado y consideran a lo público patrimonio propio. El profesor Alejandro Nieto lo resume así: “En definitiva, la colonización se hace efectiva mediante la ocupación [por parte de los partidos] de los instrumentos más operativos de acción social: la Administración Pública en primer término y luego los medios de comunicación social, la educación y la cultura, el sector público económico y, por descontado, sus organismos de control”.
En una partitocracia, los partidos se aseguran, primero, el control de la Administración Pública mediante cargos de confianza que libremente ellos designan en detrimento de los funcionarios de carrera que han accedido a la misma por su mérito y capacidad, verificadas en pruebas públicas. A continuación, resulta fácil adueñarse del resto de las ramas de la Administración por la relación de jerarquía en la misma, y domesticar a la sociedad mediante ayudas, subvenciones, licencias y permisos en el ámbito de la empresa, las asociaciones, la cultura y los medios de comunicación.
Al final, como blindaje definitivo, hay que domesticar a los órganos constitucionalmente independientes que ejercen funciones de control y consulta: Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, defensores del pueblo, tribunales de cuentas, secretarios e interventores de ayuntamientos y diputaciones, consejos consultivos, económicos y sociales. También, a las administraciones independientes (Agencia Tributaria, Banco de España, Agencia de Protección de Datos) y organismos reguladores (Comisión del Mercado de Valores, consejos de radio y televisión, tribunales de la competencia...) y hasta hace poco las cajas de ahorros públicas. Todos ellos tanto en la Administración central como en las comunidades autónomas y los entes locales. “Que un poder frene a otro poder”, dijo Montesquieu. Pero este principio ha cambiado: la partitocracia quiere un poder sin frenos y el pacto tácito, por intereses mutuos, de los partidos mayoritarios, hace que nunca se proceda a la reforma.
Así pues, tenemos una democracia que protege nuestra libertad. Pero es una democracia imperfecta, cercada por serias amenazas que la desprestigian día a día. Hay que tomar conciencia de que, al ser la democracia un medio, también empieza a estar cercada nuestra libertad.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 10 de mayo de 2015)
Aunque es bien sabido que los protagonistas de la vida política deberían ser los ciudadanos y que una democracia se construye en el día a día, lo cierto es que siguen siendo las campañas electorales las que monopolizan la reflexión y el debate políticos. Como hay que convertir las ocasiones en oportunidades, parece razonable tomar como punto de partida ese debate, detectar qué echa en falta la ciudadanía para proporcionarlo en el futuro y qué valora para tratar de potenciarlo. Y, en ese sentido, ante las elecciones del 24 de mayo la necesidad de regenerar moralmente la política se ha convertido en un trending topic,en una exigencia presente en todos los discursos: la ética anda en boca de todos los partidos, bien para desautorizar a otros por inmorales, bien para presentar proyectos comprometidos éticamente. Conviene, pues, tomarles la palabra —hablar es comprometerse— y utilizarla no sólo para decidir a quién votar, sino sobre todo para construir en el futuro. Sin embargo, como la palabra “moral” da para mucho, bueno será usarla en el sentido que resulte más fecundo.
En efecto, lo moral se puede entender, en principio, en el par “moral/inmoral”, y entonces suele suceder que el hablante se siente moralmente impecable y acusa a otros de inmorales. Como los escándalos que salpican los medios y las redes dan materia más que suficiente para las acusaciones continuas, se practica hasta la saciedad lo que Trivers denominó “la agresión moralista”, la crítica a los infractores que, curiosamente, siempre son los otros. Sin duda la denuncia es muy loable si lo que se pretende es lograr que el bien particular no suplante al bien común de un modo fraudulento, pero no es tan loable si la moral se convierte sólo en un arma arrojadiza para descreditar competidores, silenciando que en todas partes hay cien leguas de mal camino y que es preciso limpiar la propia casa a la vez que se exige dejar resplandeciente la ajena.
Por eso resulta más fecundo tomar la moral también como moralita, que es, según Ortega, un explosivo tan potente como la dinamita. Situada en lugares estratégicos, hace estallar aquello que ya está descompuesto y permite levantar nuevos edificios. Pero eso sí, el mismo Ortega pensaba, con razón, que los adanismos no son buena cosa, que no se trata de destruir y partir de cero, entre otras razones, porque no existe el punto cero, todo tiene antecedentes, y porque es suicida eliminar también lo bueno que se ha ido logrando con esfuerzo a lo largo de la historia. Más vale detectar qué hay ya de positivo y reforzarlo. Para eso sirve la moralita, tomada como vitamina que fortalece la vida pública en el día a día, y no sólo como arma en los discursos de las campañas electorales.
Es entonces lo contrario de la moralina, esa prédica empalagosa y ñoña que se extiende sobre situaciones putrefactas para que dejen de oler mal, en vez de transformarlas desde dentro. La moralina es mala cosmética, está sospechosamente próxima a la ideología, y se sitúa a años luz de lo que sería una propuesta moral en el pleno sentido de la palabra.
Los efectos de la moralina son letales, llevan a la desmoralización, que sería una tercera acepción de las que venimos desgranando. Una persona o un pueblo desmoralizados se encuentran sin ánimo para enfrentarse a los retos vitales, no tienen un proyecto que llevar adelante ni confían en su capacidad para hacerlo. Cuando lo cierto es que la sustancia de la vida humana es proyectar y comprometerse en buenos proyectos desde la autoestima. Eso es lo que permite levantar la moral a las personas y a los pueblos, a las comunidades autónomas y a los países.
Por desgracia, los españoles andamos desmoralizados en exceso. Tal vez porque los medios de comunicación se ensañan en las malas noticias. Tal vez porque llevamos el pesimismo en la masa de la sangre. Tal vez porque olvidamos las fortalezas y nos recreamos en las debilidades.
Porque en realidad, existe un amplio consenso sobre lo que queremos, que se cifra en un Estado Social de Justicia: erradicar la pobreza, reducir el desempleo, mantener las pensiones, evitar el éxodo obligado de los jóvenes, liderar soluciones justas a la tragedia de la inmigración, recuperar una sanidad que ha sido ejemplar, fomentar la educación de calidad, ayudar a construir un Europa de los ciudadanos, abierta y social. Para lograrlo contamos, entre otras cosas, con un país sin partidos extremistas ni xenófobos, con una sociedad civil que está asumiendo su corresponsabilidad en la cosa pública, con una envidiable solidaridad en materias como la donación de órganos o de sangre, con profesionales bien preparados, con un sistema sanitario excepcional, con una solidaridad familiar que está supliendo lo que otros deberían hacer.
Con mimbres como éstos hay que construir un proyecto vigoroso, desde lo mejor de lo que ya hemos venido haciendo. Tarea de los partidos es darle la forma que consideren más operativa y llevarlo a cabo, codo a codo con la sociedad civil, porque no sólo hay vida después de las elecciones, sino que es ésa la vida que importa.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 8 de mayo de 2015)
Estamos en plena vorágine electoral. No sólo por las elecciones locales y autonómicas del próximo día 24 sino porque en los meses siguientes, hasta fin de año, están anunciadas las autonómicas catalanas y son preceptivas las generales. Y todo ello sucede, además, tras el tiro de salida de las recientes elecciones andaluzas que, como es visible estos días, han prefigurado lo que está por venir. Total, un auténtico empacho, no sé si muy conveniente desde el punto de vista del interés general, quizás deberíamos poner un cierto orden. Pero de momento las cosas están así y no hay más remedio que apechugar con ellas.
Preguntémonos: ¿para qué sirven unas elecciones? La respuesta es fácil y breve. Las finalidades de unas elecciones son dos: representar a los ciudadanos y formar Gobierno. En eso consiste la democracia parlamentaria. La actitud de un demócrata, tras depositar su voto, debe ser aceptar los resultados y exigir que se forme un Gobierno de acuerdo con estos resultados. Las dos cosas son importantes y para nada incompatibles. Que ganen o pierdan aquellos a quienes has votado no impide que exijas que se forme Gobierno.
Muchos ven la fase política en la que estamos entrando como muy complicada para este segundo objetivo, el de formar Gobierno. Algo de razón tienen, el bipartidismo resulta más sencillo: ganan unos y pierden otros. El multipartidismo resulta algo más complicado, no es un juego de blancos y negros sino de grises, de todos los matices del gris, de la necesidad de pactos, de acuerdos, de transacciones. Una nueva cultura política.
En algunas comunidades autónomas, en muchos municipios, esto no es nada nuevo, hace mucho tiempo que se practica. Es también lo más frecuente en la mayoría de países europeos, desde hace poco ¡incluso en Gran Bretaña! Por tanto no es algo extraño ni raro. Sin embargo, sólo funcionará bien con un cambio de mentalidad, tanto de los políticos como de los ciudadanos. Se trata, simplemente, de comprender las razones de esta nueva cultura política y pensar que sólo es mala si no sabemos interpretarla. Para ello, veamos su significado, democrático por supuesto, profundamente democrático.
La democracia es el gobierno del pueblo, el cual se expresa de forma primigenia en el momento electoral, al depositar cada ciudadano, libremente, su voto en las urnas. Por supuesto la democracia no se reduce sólo a esto. Requiere también la posibilidad de ejercer una serie de libertades (expresión, reunión, manifestación, asociación…) sin las cuales el pueblo no podría formarse una opinión fundada al escoger su voto.
Ahí la responsabilidad de cada cual: antes de votar debe informarse, no todos lo hacen y ello repercute en la calidad democrática. Nadie sabe de todo, es obvio, pero cada uno tiene capacidad para encontrar referentes que le orienten. Y si estas orientaciones resultan erradas, puede cambiar de referente a la siguiente elección. Ya sabemos que la democracia es una manera imperfecta de escoger a los gobernantes. Pero también hay un amplio acuerdo en que no se ha inventado nada mejor: o hay democracia, o hay dictadura.
Desde estos presupuestos hay que aceptar la voluntad de las mayorías. Por tanto, hay que comprender que los diputados elegidos deben interpretar esta voluntad y formar Gobiernos que la reflejen. Esta es la razón por la cual los pactos entre partidos no son contrarios a la democracia, sino, al revés, expresan su misma esencia.
Ahora bien, no todo pacto es aceptable. Los partidos deben guardar, en primer lugar, respeto a sus votantes, mejor dicho, a las razones por las cuales les han votado y, a la vez, en segundo lugar, deben cumplir con su deber de ayudar a formar Gobierno, según prescriben las leyes a las que está sometidos. Y en ese encargo, de acuerdo con la regla de la mayoría, núcleo de la democracia, deben respetar el resultado electoral.
Es natural que los partidos sin opciones de gobernar debido a sus resultados electorales quieran establecer lo que suelen llamarse líneas rojas, límites infranqueables a su colaboración con otros partidos por lealtad con sus votantes. Ahora bien, estas líneas rojas, en su caso, deben ser limitadas, quedar circunscritas a los principios básicos del partido, a que no quede desnaturalizado tras el pacto, no a cualquier aspecto de su programa electoral. Como me enseñó hace muchos años Antoni Gutiérrez Díaz, dirigente del PSUC, la política debe hacerse desde los principios, no con los principios. Uno puede transigir en algo contrario a su programa siempre que no contradiga la raíz misma de su ideario.
Esto es lo que deben entender políticos y electores: formar Gobiernos es una exigencia democrática. No hay que tener miedo a pactar, ahí no caben tacticismos. Los ciudadanos deben ser tratados como adultos y los políticos tener capacidad para argumentarles sus decisiones, aunque sean arriesgadas. El político con mayor credibilidad será aquel que anteponga los intereses generales a los propios. La gobernabilidad es un valor democrático, forma parte de los intereses a proteger: estamos en una nueva cultura política.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 6 de mayo de 2015)
Prima erano soltanto sei, e abbastanza marginali nel mondo della letteratura. Ma adesso sono oltre 150 gli scrittori, con nomi di peso come quello di Joyce Carol Oates e Patrick McGrath, a protestare con grande clamore perché il Pen Club si è permesso di assegnare a Charlie Hebdo il premio intitolato alla libertà d’espressione. Di cosa hanno paura? Perché tanto accanimento e malanimo contro una testata che dopo la carneficina di Parigi era diventato il simbolo della libertà conculcata, vignettisti massacrati per delle vignette considerate blasfeme? Joyce Carol Oates è arrivata su Twitter a suggerire un paragone tra Charlie Hebdo e il Mein Kampf di Hitler, ambedue, ha scritto, liberi di essere pubblicati, ma ambedue, allo stesso modo, senza differenze, portatori di un messaggio razzista.
Le vittime di Charlie Hebdo sono stati messi sullo stesso piano dei loro carnefici. Cosa ci sta accadendo, cosa si sta insinuando nelle nostre menti se la libertà suscita così poco desiderio di curarla, di salvaguardarla? Questa smania di mettere limiti, di imporre restrizioni, di essere prudenti, di mettere la museruola alla satira?
Qualche anno fa sarebbe stato semplicemente impensabile che un gruppo nutrito di scrittori protestasse per un premio alla libertà d’espressione conferito a una rivista i cui redattori sono stati sterminati perché avevano pubblicato qualcosa di «eccessivo». Ma nel giro di qualche anno, lo spirito pubblico dell’Europa e dell’Occidente si è molto modificato. Commentando l’ultimo romanzo di Michel Houellebecq, Sottomissione , Emmanuel Carrère, ha avanzato l’ipotesi che oramai siamo stanchi della libertà. La libertà non è più una meta, un bene che custodiamo con passione. Pensiamo che le nostre società siano vuote, sfibrate. Che non valga la pena rischiare per qualcosa che forse è un lusso. Nel romanzo di Houellebecq la società francese non si lascia conquistare da gruppi violenti e aggressivi, ma si fa imprigionare docilmente, poco a poco, senza opporre alcuna resistenza. Si nega l’ingresso delle donne nell’Università e la cosa viene accettata senza tante contestazioni.
Si instaura la poligamia con le bambine consegnate a vecchi mariti che eserciteranno su di loro un controllo totale e un dominio sessuale che ancora oggi consideriamo disgustosamente inaccettabile. Ma nel romanzo la Francia si adegua, rinuncia a combattere. La libertà delle donne? Si può anche rinunciare, se questo serve a pacificare la società, a farla uscire dalle sue incertezze e dai suoi pericoli. La libertà d’espressione? Ma che volete che sia la libertà d’espressione di così prezioso da rischiare addirittura la vita e l’emarginazione in suo nome. E quindi gli scrittori protestano, si mettono dalla parte di chi considera la libertà d’espressione un peccato imperdonabile, un segno di dissoluzione morale. Ma ne hanno uccisi dodici, sono entrati in un supermercato kosher, a Copenaghen hanno sparato durante una discussione tra vignettisti che aveva come tema la libertà. Peggio per loro, se la sono andata a cercare, sono usciti dalla routine. La stanchezza della libertà rischia di essere l’orizzonte della nostra epoca. Erich Fromm parlava di fuga dalla libertà, perché la libertà è difficile, faticosa. Buñuel agitava il «fantasma della libertà».
La «stanchezza della libertà» fa dire a Luz, il vignettista di Charlie Hebdo che ha pianto per la strage dei suoi colleghi e che ha disegnato la copertina successiva al massacro di gennaio, che basta, non farà più vignette su Maometto. Ora il settimanale francese chiede a tanti vignettisti di collaborare e di mandare i loro disegni. Sono giovani, avrebbero un’occasione di lavoro importante, la possibilità di farsi conoscere, ma loro chiedono l’anonimato, hanno paura, Pensano che non ne valga la pena. Come dar loro torto se un gruppo di scrittori ha già dimenticato la carneficina di gennaio e trova che sia offensivo premiare delle persone che sono morte perché disegnavano e pubblicavano vignette? La stanchezza della libertà è anche questo; nessuna voglia di combattere. Da una parte ci immergiamo compunti nella retorica delle celebrazioni per il settantesimo della Liberazione. Dall’altra alziamo un muro di eccezioni, di distinguo: da qui a qui la libertà può andare, oltre questa linea entri dalla parte del torto, vai a cercare guai.
La stanchezza della libertà è dare la libertà acquisita una volta per tutte. Senza accorgersi che l’autocensura, la paura, i distinguo, la voglia di mettere limiti fa arretrare lentamente ma inesorabilmente la soglia della libertà, la svuota, la sfibra, ne fa un guscio fragile e vulnerabile. Muori sotto i colpi di chi vuole abolire la libertà d’espressione e gli scrittori, passati tre mesi, ti rifiutano persino un premio alla memoria. È la stanchezza, il primo passo verso la sconfitta.
(Artículo de Pierluigi Battista, publicado en "Corriere della Sera" el 3 de mayo de 2015)
Lo que sí digo es: que resulta feo que un partido que ha gobernado y gobierna España tenga una contabilidad opaca a la Hacienda Pública. Si con esa contabilidad se pagaron complementos de sueldo que tampoco fueron declarados a Hacienda, la única diferencia con las tarjetas negras de Caja Madrid es que no tenemos constancia del importe ni de si fue gastado en bares de alterne o en lencería fina. Y, si se pagó en negro al arquitecto de la obra de la sede de Génova, me niego a entender que se haga la vista gorda con el pagador, que es el partido gobernante. Si me pongo a entenderlo, me sale endogamia, tráfico de influencias, desigualdad ante la ley y prevaricación.
Y lo que añado es: las actividades privadas de los diputados que acabo de mencionar pueden ser lícitas, desde luego no delictivas; pero si no las han confesado en sus declaraciones de bienes e intereses, me queda la duda de que puedan ser inconfesables. Lo confesable se confiesa, y lo que se oculta es sospechoso. Si, encima, nos dicen como dijo Pujalte que lo suyo es lícito, pero no ético, ¿qué impresión se traslada a la sociedad? La de que las instituciones y sus elementos humanos tienen mucho que tapar. Es triste que Agustín Conde tenga que defenderse diciendo que hay una cacería contra miembros del PP, pero es más triste que quienes van de cacería encuentren piezas para dispararles. Ese es el problema.
Ante estos episodios siempre fue recomendable recordar a la mujer del César y su honradez. Ahora tenemos palabras más recientes: las del ministro Montoro cuando le recuerda a Rato que determinadas personas no pueden hacer determinadas cosas. Por ejemplo, el partido que gobierna no puede haber engañado a Hacienda. Y diputados del partido que gobierna no debieran haber ocultado que defienden o representan algún interés.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 29 de abril de 2015)
Joan Baez —de gira recientemente por nuestro país— afirmaba que “si no luchas contra la corrupción, acabarás formando parte de ella”. Es importante recordar esta cita, porque son tantos los casos de corrupción en nuestro país que frecuentemente cunde el desánimo y las interesadas y paralizadoras opiniones del tipo “da igual lo que hagamos o lo que votemos, la corrupción en la clase política no es más que un reflejo de la corrupción del país” ganan adeptos. Este diagnóstico es falso: hay que luchar contra la corrupción y es necesario hacerlo bien.
La corrupción no es una plaga bíblica, es fundamentalmente un problema de incentivos. La decisión de corromperse responde en gran medida a un análisis coste-beneficio muy racional. Por eso, para combatir la corrupción, es necesario aumentar sus costes y reducir los beneficios de la misma. No quiero decir que no influya la ética, los valores o no haya factores culturales, pero estas dimensiones no explican la escalada de casos de corrupción a la que estamos asistiendo. Muchos de los casos de corrupción surgieron en plena burbuja urbanística, donde los presupuestos públicos estaban dopados con 50.000 millones de euros de más debido a la artificial actividad económica generada por el sector de la construcción, en el que los terrenos aumentaban exponencialmente de valor en función de las notas a pie de página de los planes urbanísticos. Los beneficios de corromperse eran indudablemente altos; los costes no tanto.
Nuestra doliente y masificada justicia ha demostrado que, gracias al esfuerzo de policía, jueces y fiscales, en España, la probabilidad de detección de estos delitos es alta. Pero la lentitud de los procesos hacía que seguramente esa no fuera la percepción que se tenía años atrás y, además, esa lentitud reducía el efecto disuasorio de las penas. Por último, tenemos que pensar en el efecto clave de la meritocracia sobre los incentivos a corromperse. Los mejores profesionales tienen mayores costes de corromperse, porque sus carreras profesionales después de su paso por la administración dependen de su reputación. Es innegable que en los últimos años la lealtad y las conexiones personales han primado más que los méritos en la designación de muchos cargos públicos.
La pregunta clave es: ¿cómo podemos vacunarnos contra esa corrupción en el futuro? Un camino fácil, visible y por ello tentador como oferta electoral pasa por el aumento de las penas por corrupción, los controles ex-ante y la reducción de la discrecionalidad de los gestores públicos. Es indudable que estas medidas reducen los beneficios de la corrupción y aumentan sus costes, pero también tienen un importante coste social y sobre todo reducen la eficacia de la gestión pública. Además, las actuales penas por los delitos de corrupción, dejando a un lado la lentitud y las inexplicables prescripciones de los delitos, no parecen bajas.
La estrategia contra la corrupción debe ser menos cortoplacista pero más ambiciosa, debe descansar en la rendición de cuentas, la meritocracia y la competencia. Los sistemas de control son imprescindibles, pero tienen muchas limitaciones. Veamos un ejemplo a través de un caso típico de corrupción, que, por cierto, no suele ser calificada como tal: la endogamia universitaria.
A lo largo de nuestras carreras, muchos académicos hemos asistido a escandalosos concursos de plazas cuyos tribunales actuaban sin la debida objetividad y otorgaban la plaza de profesor a un candidato con méritos claramente inferiores a los de otros competidores. Estos concursos respetaban al máximo la formalidad de los procedimientos, de manera que las reclamaciones posteriores raramente prosperaban porque los tribunales eran garantistas y no podían entrar en la valoración de méritos. De hecho, no conozco ningún tribunal académico que fuera juzgado por prevaricación. El problema no radicaba tanto en los procedimientos y los controles como en el hecho de que la propia universidad no tenía los incentivos para elegir a los mejores profesores. En algunos sistemas universitarios foráneos, donde las universidades compiten entre sí y sus recursos dependen de los resultados que obtengan (publicaciones científicas, patentes, satisfacción del alumnado, etc...), la endogamia no existe, porque las universidades tienen incentivos claros para seleccionar los mejores candidatos. La competencia y la rendición de cuentas son la medicina preventiva de la corrupción.
Las universidades —y el sector público en general— debemos tratar a los ciudadanos como nuestros accionistas y rendirles cuentas. Evaluar nuestra actividad a través de indicadores que midan nuestro rendimiento absoluto y relativo y asignar los recursos competitivamente en función del mismo. En otro ámbito y al margen del problema de la corrupción, los planes de infraestructuras deben hacerse en función de los análisis coste beneficio de las posibles inversiones que se podrían llevar a cabo. Los proyectos de infraestructuras deben “competir” por el valor social que van a generar. Nuestro lujoso AVE debería demostrar en el futuro que tiene una rentabilidad social mayor que inversiones alternativas, como por ejemplo, conectar con fibra óptica hospitales y escuelas. El director de la televisión pública debe seleccionar su equipo y la programación “meritocráticamente”, sabiendo que deberá rendir cuentas con indicadores de calidad y audiencia. En definitiva, debemos incentivar la buena gestión y no ahogarla reduciendo la discrecionalidad de los gestores.
Por último, quisiera subrayar que, de todo lo dicho anteriormente, no se debe deducir en absoluto que cuanto menor sea el peso del Estado en la economía, menor será la corrupción. Éste es un eslogan que tiene mucho de ideológico, pero la relación entre el tamaño del sector público, el papel de la regulación y la corrupción no es directa. Los países escandinavos son citados entre los que disfrutan de un mayor sector público y, a pesar de ello, tienen uno de los niveles más bajos de corrupción del mundo. La crisis financiera tristemente nos ha demostrado que la corrupción se da frecuentemente en el sector privado. Las regulaciones son necesarias, porque en el sector financiero —como en muchos otros— los fallos de mercado en general y la información asimétrica en particular, genera incentivos perversos, y la competencia no garantiza, por sí sola, que los intereses de ahorradores, inversores y accionistas minoritarios sean eficazmente protegidos. La solución no es necesariamente un sector público más pequeño, sino uno más eficaz, en el que poco a poco, la meritocracia, la competencia y la rendición de cuentas se vayan instaurando como la cultura dominante.
(Artículo de Juan José Ganuza Fernández, publicado en "El País" el 18 de abril de 2015)
No se habla hoy de populismo por una moda desconectada de la realidad, sino porque está ahí, en Europa y en España. Para muchos viejos demócratas españoles, el populismo es hoy una gran tentación: ya que la democracia liberal y pluralista no funciona bien y no se hacen esfuerzos suficientes para regenerarla, demos pasos hacia una democracia populista que será de mejor calidad, más directa y participativa, con el ciudadano como auténtico sujeto.
¿Es ello cierto? Es más, ¿podemos hablar de “democracia populista”? ¿El populismo es una forma de democracia tal como en Europa la entendemos desde la II Guerra Mundial? Pienso que no, creo que el populismo es algo bien distinto, tanto en sus fundamentos como en sus valores y fines. Es más, el populismo es una degeneración progresiva de la democracia misma y, si llega a ganar unas elecciones, siempre intenta hacerse con todo el poder del Estado y cambiar las reglas del juego político para instaurar un sistema distinto que, probablemente, ya no puede ser denominado democrático.
Por todo esto, en España el populismo pone en cuestión la Transición política, considerándola un simple cambio cosmético del franquismo, una mera continuidad del mismo, y se propone iniciar un nuevo proceso constituyente cuyo fin es aprobar una nueva Constitución. El populismo, así, no es una nueva manera de entender la democracia, sino un movimiento que pretende acabar con ella.
Ciertamente, el término populismo ha sido usado con distintos significados en diferentes contextos históricos y geográficos, algo que no es casual. ¿Hay alguna semejanza entre el populismo de los narodniquis rusos del siglo XIX con el fascismo y el nazismo, del anarquismo con el peronismo, del jacobinismo con el nacionalismo, de Pablo Iglesias con Artur Mas? Sin duda la hay, a pesar de tener contenidos tan diferenciados. Lo común a todo populismo no es una ideología substancial —derechas o izquierdas, por ejemplo— sino una estrategia para acceder y conservar el poder, lo cual le permite cobijar ideologías muy distintas, siempre que coincidan en que la causa de todos los males es una y sólo una, sea el zar o el rey, la propiedad, la religión, la oligarquía financiera, las élites políticas o la opresión nacional. Siempre debe ser una causa simple, emocionalmente sencilla de entender y racionalmente difícil de explicar con buenos argumentos.
Si es así, si se trata de algo tan simple, emocional y poco argumentado, ¿cómo es que el populismo prende con tanta facilidad? La razón está en su origen. Se justifica porque el sistema político de un determinado país funciona mal, no soluciona los problemas de amplios sectores sociales ni da respuestas a sus demandas. El éxito inicial de Podemos no se explica sin la crisis económica, el paro, la corrupción política y el desprestigio de los grandes partidos. Por tanto, hay causas para el cambio; la cuestión es si este cambio debe consistir en una reforma del sistema o en una ruptura del mismo.
Ciertamente, el populismo, con sus pretensiones de radicalidad democrática, lo que quiere es cambiar el sistema de raíz aplicando unos criterios muy simples. Se trata de contraponer los malos a los buenos: el mal está en las élites, el bien en el pueblo; el objetivo es que dejen de gobernar las élites y pase a gobernar el pueblo. “Nosotros, los populistas, representamos al pueblo, no porque este nos haya votado, sino porque lo conocemos bien ya que somos parte del mismo y, por tanto, sabremos defender sus —nuestros— auténticos intereses”. Este es el planteamiento inicial, sencillo de comprender por la vía emocional.
¿Quiénes forman parte de las élites? Los grandes poderes económicos, especialmente la banca y las grandes empresas globalizadas, y los políticos que alternativamente van ocupando los sucesivos Gobiernos. A ambos, a empresarios y políticos, a los que forman la casta, los unen intereses entrecruzados que son distintos y contrapuestos a los intereses del pueblo. ¿Y quién forma parte del pueblo? El resto de españoles, aquellos que no son casta, los expoliados por esta, la buena gente perjudicada por la voracidad de las élites económicas y políticas, corruptas por naturaleza. El pueblo, así, está unido porque tiene un enemigo común, la casta, y las contradicciones que pueda tener en su seno son de carácter secundario si las comparamos con la principal: el antagonismo casta/pueblo, élite/gente.
No hay que darle muchas vueltas a la cuestión, resolver el problema es sencillo: basta con que gobierne el pueblo y deje de gobernar la casta, hay que sustituir la una por el otro. Por ello, los populistas empiezan como partido pero enseguida quieren constituir un movimiento, no quieren ser parte de un todo sino el motor de ese todo. El pueblo, aquello que no es casta, no está dividido sino unificado por un interés común: su antagonismo con la élite. Este partido que debe convertirse en movimiento será el único capaz de defender ese interés, de defender al pueblo. Para ello no basta con tener representación en el Parlamento, ser oposición, coaligarse con otros partidos, en definitiva, hacer política: es preciso ocupar el Estado, hacerse con todo el poder, no en vano es el verdadero representante del pueblo.
La siguiente tentación de que el movimiento lo encarne un líder con el argumento de que el pueblo quiere rostros conocidos, confía más en las personas que en las ideas, necesita dirigentes que sólo con mirarles a la cara ya se adivine que se trata de hombres buenos y honrados, igual que quienes forman parte de la casta, sólo también con mirarles, ya se ve que son aviesos y corruptos, simples aprovechados, la pura encarnación del mal. Todo debe ser sencillo, transparente, al alcance de todos, como son la vida y la política en los malos canales de televisión.
La democracia, tal como la conocemos, es lo contrario. Se trata de un sistema político muy defectuoso, necesitado de correcciones, consciente de que nunca alcanzará la perfección. En la democracia, nada es sencillo sino que todo es complejo, es lenta en sus actuaciones pero segura en sus decisiones, tomadas tras un proceso público racional y argumentativo. Para la democracia, el pueblo no es un todo unificado sino un conjunto plural de personas y grupos con intereses diversos, conflictos internos continuos que, precisamente, intentan resolverse por las vías democráticas previstas, mediante componendas a veces nada fáciles. El Estado, por su parte, es un conjunto de órganos sometidos a normas jurídicas, no representa al pueblo —sólo uno de estos órganos, el Parlamento, es su representante—, y cada órgano emite mandatos vinculantes y, además, se controlan mutuamente desde el punto de vista político —el Parlamento al Gobierno— y jurídico —los jueces y magistrados a todos los demás—.
Por tanto, la democracia no es sólo el poder del pueblo sino, además, un sistema orgánico de controles mutuos. Las decisiones políticas no son producto de una sola voluntad sino de un proceso en el que actúan voluntades diversas con funciones —legislativas, ejecutivas y jurisdiccionales— muy distintas. Para la democracia el Estado es un engranaje complejo, un instrumento cuyo único objetivo es que las personas sean libres e iguales. Para el populismo, el Estado es un instrumento que conoce previamente cuáles son los intereses del pueblo y, por tanto, no necesita debates ni controles para garantizarlos.
El Estado democrático, además, es liberal, es decir, su objetivo sólo es asegurar la igual autonomía de los individuos; el Estado populista tiende a ser totalitario, es decir, sabe de antemano aquello que conviene a estos individuos y utiliza su poder para tomar las decisiones oportunas sin necesidad de utilizar procedimientos para consultarlos. No se trata, pues, de dos formas de gobierno distintas, sino de dos formas de Estado diferentes: la una, democrática, y la otra, no.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 9 de abril de 2015)
No se decidió a morir hasta que su novela estuviera a la venta en las librerías”. Este era el comentario generalizado de los amigos de Margarita Rivière en su emotivo funeral. Margarita, Margot de nombre familiar, fue una clara representante de toda una generación de protagonistas del periodismo catalán durante la Transición que nutrió de sabia joven a algunos viejos y nuevos periódicos: al glorioso Tele-eXprés, al Diario de Barcelona y a Mundo Diario, en los años setenta; y ya en los ochenta, El Periódico, la redacción catalana de EL PAÍS y buena parte de La Vanguardia. La versátil Rivière fue una de las plumas más emblemáticas y conocidas de esta generación.
En cierto modo, fue un grupo privilegiado: había mucho por hacer. A fines de los sesenta, el periodismo barcelonés había envejecido, necesitaba renovación. Sólo los jóvenes, o principalmente los jóvenes, podían entender que el franquismo era sólo una máscara y había que ver la realidad que, con más lentitud que el césped de un jardín, estaba creciendo sin que apenas nadie se diera cuenta: cambios en el mundo universitario, nuevo movimiento obrero, partidos clandestinos, problemática de los barrios periféricos y del cinturón industrial de Barcelona, resurgir intelectual y cultural.
Las instituciones políticas seguían las pautas que la dictadura señalaba, pero la sociedad estaba cambiando. Eso es lo que aportaron los jóvenes periodistas de esta generación a ciertos viejos periodistas liberales, muchos de ellos directores de periódicos, que los acogieron con entusiasmo: el citado Ibáñez Escofet, Andreu Roselló, Néstor Luján, Horacio Sáenz Guerrero, Hernández Pardos, Tristán La Rosa, y también otros más jóvenes como Wifredo Espina, Peranau, Faulí, Cadena, Martín Ferrán…
Margarita procedía de una familia de gente bien barcelonesa y se le notaba. Me había hablado de ella muchos años antes de conocerla mi amigo Juan Ventosa, procedente del mismo medio social: “La única chica interesante de mi mundo es Margot Rivière”. Pero este inconfundible estilo contrastaba con unos intereses e ideas muy distintas a los de sus orígenes, con una capacidad de trabajo descomunal y una curiosidad sin límites. Se ha dicho estos días que para ella el periodismo consistía en formular preguntas y obtener respuestas. En efecto, siempre que charlabas con ella se pasaba el rato preguntando, no importaba el tema, la persona, el hecho pasado o presente. Animal periodístico puro, lo que le contabas era metabolizado y convertido en artículo, en información, en columna: su jornada de trabajo duraba 24 horas, siempre preparada y al acecho para captar noticias, ideas, reflexiones. Esta era Margarita.
Pero volvamos al principio. Margot ha dejado como testamento su novela, su primera novela, su única novela. Consciente desde hacía años de que su tiempo se estaba acabando, un periodo que ha sobrellevado con una elegancia moral insuperable, cuatro días antes de morir presentó Clave K (Icaria, Barcelona, 2015). ¿Una novela más en la actual sobreabundancia del género? No, una novela peculiar, con historia, una historia significativa y reveladora: fue escrita a mediados de los años novena, hace unos 20 años, y no ha podido ser publicada hasta ahora. ¿Por qué? ¿No encontraba editorial que la publicase? Al contrario, fue un encargo, pero la editorial se negó a publicarla. ¿Estaba mal escrita, no tenía interés o no se ajustaba al encargo? Tampoco. Está excelentemente bien escrita, tiene gran interés, entonces y ahora, se ajustaba al encargo. ¿Entonces?
Pues entonces, y ahí está lo revelador, e indignante, la novela no se publicó porque la editorial no se atrevió a publicarla. ¿Por qué razón? Por miedo, simplemente por miedo. ¿Miedo a qué? Miedo a que no complaciera a la Cataluña oficial, a los gobernantes del momento, a las represalias. La K del título es el nombre camuflado de Jordi Pujol, también el nombre de Cataluña y del catalán. Se trata de un roman a clef sin apenas disimulo, tan claras son las alusiones a personas y a hechos conocidos que no precisan explicación alguna. Con permiso de Valle-Inclán, la Corte de los Milagros catalana está ahí perfectamente retratada, justo después de las elecciones de 1984, tras la primera mayoría absoluta, en los comienzos de su esplendor.
Margarita había comenzado un libro que se pretendía un ensayo. Vio que, por la naturaleza del asunto y dadas las circunstancias, podía expresarse mejor en el género novela, en un thriller: “La gracia de este texto —decía la autora en la presentación— es que sugiere muchas cosas y permite que el lector haga toda clase de cábalas, ahora tan en boga”.
Lean la novela, entenderán una época, entenderán la actualidad catalana. La descripción de un tiempo en que, por lo visto, las editoriales que habían encargado ciertos libros no se atrevían a publicarlos por miedo a que se enfadara Yo, El Supremo. Margot se nos ha ido, esta ha sido su última contribución a disipar la niebla, a clarificar las cosas, a decir lo que era indecible. ¿Ha desaparecido nuestro sigiloso maccartysmo? El miedo se está superando, gracias, entre otros muchos, a Margarita Rivière.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 8 de abril de 2015)
Es posible que el president de la Generalitat no quisiera hacer coincidir la publicación de su artículo Por una Cataluña libre y europea en el diario francés Libération (24 de marzo) con la presencia del rey Felipe VI en París a invitación del presidente Hollande. Pero como en los últimos años, Artur Mas y todo su equipo han dejado de lado las tareas de gobierno para dedicarse a tiempo completo a la conspiración, que es más divertida, tampoco es descartable que la publicación estuviera programada para hacer daño al jefe de Estado y deslucir su visita. A su deslealtad se sumaría entonces la descortesía.
Tan malas han sido las formas como pobre el fondo. Se anuncia el carácter plebiscitario de las elecciones de septiembre, que quedarán “transformadas en un referéndum sobre la independencia”; se amonesta al Tribunal Constitucional por haber perdido “su condición de árbitro”; se informa al público francés de la creación de las ya entrañables “estructuras de Estado” y se lamenta, en el párrafo más injurioso, el carácter “perfectible” de la democracia española, fruto de la “débil tradición democrática” de España en los últimos dos siglos. (Esto último tiene guasa: como si la tradición en Cataluña hubiera sido distinto.
En primer lugar, las elecciones plebiscitarias no existen. Existen, eso sí, los plebiscitos, instrumento caro a regímenes autoritarios y populistas donde a la población se le da la opción —después de una asfixiante labor de aleccionamiento en la opción correcta— de adherirse a la política prefigurada por el que manda. Unas genuinas elecciones democráticas implican pluralismo de opciones y respeto al marco legal. No son un contrato de adhesión ni pueden convalidar cursos políticos inconstitucionales.
La andanada contra el Tribunal Constitucional tampoco tiene justificación. La anulación de la Ley de Consultas era ineludible, toda vez que la Constitución reserva claramente al Gobierno central la competencia para autorizar referendos. La ley era inconstitucional y los soberanistas lo sabían. En todo caso, no se dice lo suficiente que a lo largo de su historia el Constitucional ha sido particularmente sensible al hecho autonómico y en muchas ocasiones ha fallado a favor del autogobierno y contra el Gobierno central. Por mencionar tres instancias significativas, lo hizo cuando derogó la LOAPA (y entonces el Gobierno central del PSOE encajó la derrota con respeto); lo ha hecho muchas veces intentando conciliar la inmersión lingüística con los mínimos derechos razonables para los castellanohablantes (hay que decirlo una y otra vez: en ese paradigma de democracia que a los nacionalistas les parece Canadá, la inmersión obligatoria estaría prohibida); y lo hizo cuando sentó una doctrina que flexibilizaba el principio de unidad de acción exterior del Estado para permitir a las Comunidades Autónomas abrir delegaciones en el exterior y tener allí sus funcionarios desplazados.
Naturalmente, las actuales delegaciones de la Generalitat, impropiamente embajadas, solo sirven al propósito de desprestigiar a España y propagar el argumentario victimista que justificaría la secesión. A esa misión responde también el rosario de artículos que el soberanismo ha ido colocando en la prensa internacional. Esta tarea topa con un ligero escollo que el radar del soberanismo no detecta.
Los nacionalistas catalanes creen que el mundo les guiña un ojo y comparte la pésima opinión que ellos tienen de España. Se equivocan. Aunque a los independentistas les dé la risa al leer esto, lo cierto es que España es un país respetado en el mundo. Como diplomático español he podido constatar que nuestro país concita un considerable caudal de simpatía fuera de nuestras fronteras. Ningún país cree que España sea esa realidad casposa, artificial y poco democrática que pregona Mas. Ninguna personalidad o mandatario extranjero cree que Cataluña o el País Vasco estén oprimidos o su separación justificada. Los intentos de tirar de la manga de la comunidad internacional para que pose su mirada en el conflicto catalán, cuando esta concentra su atención en verdaderos problemas, como la guerra en Ucrania, la amenaza yihadista o el cambio climático, dan un poco de vergüenza.
La pretensión de que “es ridículo pensar que queremos crear una nueva frontera” es tan absurda que no merece comentario. Sí lo merece la tesis de que el nacionalismo catalán es europeísta y “defensor entusiasta de la construcción europea”.
Muy al contrario, el proyecto soberanista es antieuropeo. En primer lugar, se da de bruces con la legalidad europea, que haría a una Cataluña independiente salir de la Unión y pasar por un procedimiento de readmisión. En segundo lugar, el ordenamiento interno de casi cualquier Estado miembro pondría las mismas trabas, o muchas más, al intento de una parte de su territorio de independizarse. El Gobierno italiano ha recurrido ante los tribunales la celebración de un referéndum de independencia en el Véneto. Las autoridades francesas han instado la ilegalización de una asociación del sur de Francia por promover un referéndum de independencia. El ordenamiento alemán prohíbe la existencia de partidos que militen contra la Constitución alemana. Y es que la mayoría de Constituciones democráticas declaran la indivisibilidad de sus territorios (lo hace incluso la interesante constitución non nata del juez Vidal). Quizá Francia, Italia y Alemania también son democracias perfectibles...
No: en democracia se puede decidir sobre muchas cosas, pero no sobre las fronteras del Estado donde esa democracia se despliega, despojando por tanto de derechos de ciudadanía a los que quedan del otro lado de la raya. La moderna ciudadanía democrática es esto: ni los ricos se autodeterminan de los pobres, ni los hombres de las mujeres, ni los heterosexuales de los homosexuales, ni los católicos de los ateos, ni —sin que medie sólida justificación de la que el nacionalismo carece— los catalanes nacionalistas del resto de los españoles. Crear un nuevo Estado de tintes étnicos por vanidad y capricho no encaja precisamente en el sueño europeo.
Pero hay más, algo que el independentismo no capta: Europa se ha construido contra el nacionalismo de entre las ruinas provocadas por el nacionalismo. Esto significa, entre otras cosas, que la Unión Europea se erige contra el recuerdo. Es decir, contra la idea de que las guerras pasadas debían seguir generando animosidad entre europeos. La Unión, concebida y creada pocos años después de la ocupación de París o del bombardeo de Dresde, se ha hecho contra el resentimiento nacional. Pero ahí tenemos a un Gobierno que se solaza en atizar el odio recreando una guerra civil terminada hace tres siglos, presentándose como paladín del europeísmo. Chocante.
El president escribe en nombre de los catalanes, aunque nunca ha querido representar más que a la porción independentista, por él llamada “los de casa”. Titula Por una Cataluña libre y europea. No se conforma con pedir una Cataluña independiente; pide que la liberen. Pero Cataluña ya es europea y ya es libre. No necesita ser liberada más que de quienes quieren acabar con su alegre carácter mestizo, abierto y tolerante.
(Artículo de Juan Claudio de Ramón, publicado en "El País" el 6 de abril de 2015)
En los últimos meses, tras el pinchazo del independentismo en el pseudoreferéndum de noviembre, parecía que el llamado “proceso” independentista había decaído en intensidad, ritmo y apoyos. Y, sin duda, así ha sido. Pero no ha concluido del todo. Quienes iniciaron improvisadamente este proceso no están dispuestos a defraudar a los centenares de miles de catalanes que han confiado en ellos y buscan salidas para no hacer el ridículo: montados en su bicicleta siguen pedaleando para aplazar en lo posible su inexorable trompazo final.
Como de la tragedia a la comedia solo hay un paso, el acuerdo del pasado lunes significa que estamos ya en la fase de la pura comedia, protagonizada de nuevo por Mas y Junqueras. El acuerdo contiene dos aspectos principales: el carácter plebiscitario de las próximas elecciones autonómicas y, según sea su resultado, el inicio de un proceso de ruptura con la legalidad vigente.
En primer lugar, pues, las elecciones anunciadas para septiembre tendrán carácter plebiscitario, lo cual quiere decir, según los firmantes, que las candidaturas soberanistas han de dejar claro que “votarlas supone un pronunciamiento favorable a la independencia de Cataluña” y, de este modo, los resultados electorales deben ser interpretadas en clave de referéndum. En segundo lugar, si estas candidaturas resultan mayoritarias se iniciará un proceso de transición consistente, básicamente, en crear unas instituciones del nuevo Estado y elaborar una Constitución que deberá ser ratificada mediante referéndum en un plazo máximo de 18 meses.
Así pues, en el caso de que los resultados den una mayoría de votos favorables a la independencia, se iniciaría de inmediato una etapa de transición que ya supondría una ruptura con el Estado y la legalidad vigente dado que, según dice el acuerdo de forma confusa, tras las elecciones se formulará una “declaración soberanista inicial” a la que le seguirá “un proceso hacia la proclamación del nuevo Estado” durante el cual se ejercitarán “los actos de soberanía necesarios para construir un nuevo país”, sin estar supeditados al derecho vigente ni a eventuales impugnaciones judiciales.
Esta fase postelectoral parece ilusoria, pura ficción. Nunca la Unión Europea, ni los Estados que forman parte de la ONU, ni por supuesto España, aceptarán la secesión del territorio de un Estado que deliberadamente, sin ni siquiera disimularlo, ya que lo proclama en un acuerdo público, incumple la legalidad vigente de este mismo Estado. Engañar al ciudadano, alentar expectativas de imposible cumplimiento, es algo que a la larga debe pagarse caro. Sin embargo, lo peor es que los efectos perniciosos de esta política-ficción no van a cargo solo de los protagonistas, autores y actores, de esta comedia sino también de los sufridos ciudadanos, incluidos los seducidos por cantos de sirena que no llevan a ninguna parte.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 1 de abril de 2015)
¿Hasta cuándo, Mas y Junqueras, abusaréis de nuestra paciencia? La misma pregunta de Cicerón a Catilina, que desbarató la conjura del segundo para adueñarse en Roma del poder (Quosque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?), tenemos derecho a hacérsela los españoles a los dos líderes independentistas, quienes, ya desquiciados, acaban de decidir otra locura: que si ganan las elecciones del 27 de septiembre proclamarán por las bravas, en no más de 18 meses, la independencia catalana.
Pocas veces, como con esos dos irresponsables, fue más verdad la dura reflexión de Samuel Johnson (1709-1784): «El patriotismo -escribió uno de los más grandes ensayistas de Inglaterra- es el último refugio de los canallas».
Más y Junqueras, junto a ese universo de falsas entidades sociales montadas, manejadas y pagadas por el nacionalismo con dinero de todos los catalanes, están muy asustados y han decidido subir su apuesta, intensificando el juego sucio.
De hecho, ha sido la última encuesta del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat la que los ha llevado a dar un salto hacia el abismo. El CEOP informaba hace unos días de que en tan solo dos meses (de diciembre del 2014 a febrero del 2015) se había multiplicado por cinco la ventaja del no sobre el sí a una Cataluña independiente. Ello prueba, claro, que los catalanes, lejos de ser unos marcianos, son solo un pueblo manipulado hasta el delirio desde la Generalitat y todas su terminales políticas, sociales, institucionales y (des)informativas, de modo que, en cuanto esa manipulación amaina un poco, los ciudadanos pasan a estar preocupados, no por la identidad, sino por la economía, la sanidad o la educación, cosas todas que le importan un pito a Mas y a los nacionalistas.
Por ello, dando un paso de gigante (el anuncio de la proclamación unilateral de independencia), han retomado la presión sobre la opinión pública, a la que quieren tener literalmente agarrotada, para que no se les escape ni un votante.
Y por ello también, con la misma anticipación, debe el Gobierno de España, apoyado por todos las fuerzas constitucionalistas, la mayoría de las Cortes Generales y de los ejecutivos y parlamentos autonómicos, dejar claro que no se permitirán aventuras como la de 1934: que, si es necesario, se aplicará el artículo 155 de la Constitución, que prevé un mecanismo para el cumplimiento forzoso de las obligaciones estatales, idéntico al dispuesto en la Alemania Federal; y que, al tiempo, se instará a la Fiscalía del Estado para que se persigan los delitos en los que puedan incurrir los políticos catalanes con idéntico rigor al empleado cuando los delitos se cometen en cualquier otro lugar. Esas son las reglas, y el no subrayar, negro sobre blanco, que se cumplirán como es debido constituiría el comienzo del suicidio del país.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdes, publicado en "La Voz de Galicia" el 1 de abril de 2015)
El 10 de marzo, hubiera cumplido José Antonio 80 años. Y, asombrados del paso del tiempo, a más de 50 meses de su muerte, le recordamos aún emocionados al oír sus canciones, que hablan de un mundo rural en rápida consunción, de sentimientos hondos, de penas y esperanzas. Llevó la poesía a miles de personas que, de otro modo, nunca la hubieran conocido. Y su Himno a la Libertad se canta en el mundo hispano con aire de marcha.
Había sido profesor de instituto, adorado por los alumnos; escritor crítico y reflexivo (poeta, narrador, columnista, entrevistador), alma desde su fundación hasta su cierre de la ya mitificada revista Andalán (1972-1987), que soñamos desde las rojas arcillas turolenses como un arma de potenciar la democracia y la izquierda, la cultura, el aragonesismo.
Aunque fue reconocido y querido como un gran cantautor, entre los grandes de su generación, aún le hizo más famoso en toda España su aparición en pantalla, serio, calmudo, socarrón, en las televisivas series de España en la mochila, que no es preciso describir, aún en la retina y el eco. Estuvimos con nuestras esposas en Praga y fue abrumador el saludo de cientos de personas de todo el territorio, por puentes, castillos, iglesias, museos y restaurantes.
En cuanto a su participación política, estuvo brevemente en nuestras Cortes, y luego ocho años en el Congreso, trabajando mucho porque en el Grupo Mixto cada uno se cocinaba sus propuestas. Respetado y querido por diputados de todo signo, fue víctima de escarnios, insultos, desprecios por los peores adalides de la rabia y el odio, de los que solo pudo defenderse con una quevedesca respuesta, que dio la vuelta a nuestro mundo: “¡A la mierda!”.
Escribí hace poco que no creo que haya habido nadie tan querido en el largo siglo XX aragonés como José Antonio Labordeta. Ya, ya sé: el fervor por Costa, el respeto por Cajal, la admiración por Buñuel. Por eso he dicho querido. El que más.
El día de san José, con generosa ayuda oficial y privada y el enorme esfuerzo de Juana de Grandes, su viuda, sus tres hijas, un pequeño grupo de sus amigos inauguramos la sede de la fundación creada en su memoria, anunciada en un multitudinario concierto en el pasado otoño. En imágenes que anegan la mirada, muy bellamente dispuestos, están su despacho, cado de tantas confidencias y sueños, las portadas de docenas de libros y discos, las fotos y carteles de recitales inolvidables.
(Artículo de Eloy Fernández Clemente, publicado en "El País" el 30 de marzo de 2015)
Esta es una tragedia toda entera europea. Europeo era el aparato siniestrado, el Airbus 320, una joya de la navegación aérea comercial que empezó a fabricar en 1984 la compañía EADS, firma aeronáutica y de armamento de capital francés, alemán y español. Europea es Germanwings, filial de Lufthansa, la compañía histórica de bandera, para cubrir trayectos y destinos mayoritariamente europeos con tarifas low cost. Europeas son las ciudades conectadas, Barcelona y Düsseldorf, y la mayoría de los viajeros y tripulación fallecidos. Europeo es Eurocontrol, la organización de control aéreo que nada pudo hacer cuando perdió la señal del vuelo GWI9525.
No es una tragedia meramente europea por la geografía y la nacionalidad de las víctimas y de las compañías. Lo es también por el tejido profundamente europeo de relaciones que hiere y desgarra este golpe terrible de un azar cuyas causas hay que desentrañar y de las que hay que aprender. Los 16 escolares y sus dos profesoras de un instituto de Renania del Norte-Westfalia, estudiantes de lengua castellana, que han pasado una semana en intercambio con un instituto catalán. Dos cantantes que habían actuado en el Liceo de Barcelona: Maria Radner, nacida en Düsseldorf, y Oleg Bryjak, un europeo nacido fuera de Europa, en Kazajstán, como muchos otros, pero formado musicalmente en Alemania. Tres padres de alumnos del Colegio Alemán de Barcelona, profesionales y directivos de sociedades afincadas en España. El nutrido grupo de mujeres y hombres de negocios, catalanes casi todos —textil, automoción y química—, que en su mayoría viajaban a una feria de tecnología y alimentación.
También son europeos y como europeos se han comportado los gobernantes y responsables políticos, Gobiernos y Administraciones, implicados directamente o indirectamente en el accidente. Este miércoles hemos visto una cumbre del dolor europea a la que asistieron Merkel, Hollande y Rajoy. Sobre Francia recae la compleja tarea de localizar, recoger y analizar los restos del avión en una zona de acceso muy difícil. Ni un solo chirrido se ha producido entre Gobiernos y Administraciones, ni siquiera entre los Gobiernos catalán y español. Al contrario, el presidente Rajoy ha demostrado su sensibilidad con su homólogo catalán, al recoger en su mismo avión a Artur Mas.
Europa existe. Existe y funciona. Y una tragedia como esta hace visible la tupida red de relaciones y solidaridades, con frecuencia discretas y poco visibles, que hay entre los europeos, sus ciudades, empresas e instituciones públicas y privadas. Como ha hecho visible, felizmente, la capacidad de cooperación y de armonía entre Gobiernos y Administraciones de distintos niveles y de tres países de tanto peso como Francia, Alemania y España.
No siempre el dolor une, sino que a veces se convierte en fuente de resentimiento y de distancia. No ha sido el caso. Por una vez vemos que las solidaridades son más fuertes que los intereses particularistas o los narcisismos de las diferencias menudas o inventadas. Europa funciona y existe mucho más de lo que solemos creer quienes quisiéramos que existiera todavía más.
(Artículo de Lluís Bassets, publicado en "El País" el 25 de marzo de 2015)
Las agresiones sufridas por decenas de diputados y por el presidente de la Generalitat en junio de 2011, cuando trataban de acceder al edificio del Parlamento de Cataluña, fueron actos incompatibles con la democracia. Una cosa es el ejercicio de los derechos fundamentales de reunión y manifestación, y otra muy distinta dar por sentado que eso comprende la realización de graves actos de coacción y de violencia. Con toda lógica, el Tribunal Supremo echa abajo los delirantes argumentos de una sala de la Audiencia Nacional que justificó en su día la intimidación sufrida por los parlamentarios catalanes por considerar “obligado” admitir “ciertos excesos” en el ejercicio de las libertades.
Es imposible aceptar que grupos de exaltados acosen a los representados elegidos en las urnas. La indignación social no puede canalizarse a través de métodos propios de la agitación callejera, ni pretender el derecho a hacerlo. Justificarlos por el contexto social fue una mala respuesta institucional y, desde ese punto de vista, la sentencia del Supremo tiene toda la razón en cuanto al fondo del asunto.
Otra consideración merecen las penas recaídas. Al aplicarse el artículo 498 del Código Penal, lo de menos es que todos los políticos afectados llegaran a sus escaños y realizaran la tarea parlamentaria —como efectivamente hicieron—, dado que ese artículo castiga la actividad destinada a impedirlo, con independencia de que se consume o no. El problema reside en que los autores de los hechos violentos no fueron identificados. Lo que hicieron los ahora condenados consistió en colocar los brazos en cruz ante un diputado, corear eslóganes, exhortar a impedir el paso a otros, o pintarrajear la chaqueta y el bolso de una diputada. Es muy discutible que esas acciones merezcan tres años de cárcel, o que lo sea la presencia en una concentración convocada bajo el lema Parar al Parlamento. El único de los cinco magistrados firmantes de la sentencia que discrepa de ella se basa, entre otras razones, en la falta de pruebas.
Más allá de las divergencias entre jueces, no se puede perder la cultura democrática de que las manifestaciones y concentraciones tienen que desarrollarse de forma pacífica. Por amplia que sea la indignación, los actos destinados a paralizar el trabajo de un órgano legislativo no responden al ejercicio legítimo de derecho fundamental alguno, sino que constituyen un ataque a la democracia representativa.
(Editorial de "El País", publicado el 22 de marzo de 2014)
Clases, naciones, civilizaciones, dioses, pueblan nuestro discurso diario como si fueran reales y tangibles, como si fueran árboles, animales o edificios. Y son meras convenciones, necesarias para la vida social y nuestra comprensión del mundo, pero inaprehensibles como actores en el escenario humano.
“En el nombre de Dios todopoderoso”, comienzan su sermón los ulemas o los obispos. “En representación del proletariado”, dicen —o decían— hablar los partidos comunistas. “Lo que Cataluña pide es”, oímos a cualquier nacionalista; a lo que su contrincante, con no menor desenvoltura, le opone: “España no puede consentir…”. Otros se arrogan la representación de “la gente” o “el pueblo”. Y hay quien propone una “alianza de civilizaciones” y se abraza un dirigente exótico convencido de ser una civilización; a lo que un politólogo conservador opone su pesimista diagnóstico de una “guerra de civilizaciones”, sin explicar cómo dan órdenes y movilizan ejércitos… Cualquiera que oiga una de estas, aparentemente ingenuas, expresiones, debería alarmarse, pulsar de inmediato el botón de las alarmas.
Porque no estamos ya en el mundo mental de los autos sacramentales, unos dramas alegóricos en los que aparecían personajes que encarnaban ideas, como la Fe, el Pecado, la Primavera, el Apetito, la Sabiduría, la Caridad o el Error, y que exponían con nitidez las ventajas o inconvenientes de esas abstracciones. Era una manera sencilla de explicar a una sociedad poco letrada las complejidades teológicas de una religión común a todos. Pero hoy, después de lo que hemos sufrido con guerras religiosas e ideológicas, ¿podemos consentir que alguien hable en nombre de Dios, el proletariado, el islam, Cataluña, España o “la gente”? ¿Quiénes son, dónde están, estos entes? ¿Quién puede presumir de haberlos conocido en persona, de haberse tomado una copa o dado de bofetadas con ellos?
A quien pretenda ser portavoz de un ente etéreo deberíamos exigirle que nos lo presentara o que nos enseñara el poder notarial por el que le hizo su mandatario. Si no, que no se ofenda si dudamos de su representatividad. Un escéptico sano, cuando se enfrenta con una demanda en nombre de estos entes etéreos, siente ganas de actuar como un juez que manda al ujier que se asome al pasillo y diga en voz alta y clara: “¡Que pase Dios (o Cataluña, el proletariado, la gente, la civilización X)!”. No hace falta ser un descreído rastrero para augurar que no aparecerá nadie.
Puede, eso sí —incluso es probable—, que se presente alguien que ostente un cargo de una institución y diga que habla en nombre de esa clase social, nación, civilización o divinidad. Pero no podrá evitar que haya otro que reclame de inmediato representar también a ese mismo ente ideal y le denuncie como farsante, sosteniendo a continuación una propuesta política opuesta a la suya. La pretensión, por ejemplo, de un comunista de ser el portavoz del proletariado le será disputada por socialistas, anarquistas, trotskistas o maoístas, que acusarán al primero, como poco, de traidor a los intereses de clase, y, si les dejan explayarse, de asesino cargado de una ristra de crímenes, muchos de ellos contra camaradas de los segundos. Por no hablar de los obreros apolíticos, o sin afiliar, que serán quizás mayoría y que podrían perfectamente reclamar el derecho a ser reconocidos como el auténtico proletariado. No digamos la cantidad de competidores que le saldrán al que pretenda hablar en nombre de Dios. No solo ha habido innumerables dioses en la historia humana, sino que quienes rinden culto a uno determinado están divididos en una miríada de Iglesias, cada una de las cuales pretende ser la “verdadera”. La historia registra muchas batallas en las que ejércitos enfrentados invocaron, poco antes de acuchillarse mutuamente, la protección de un mismo Dios. Y, en general, el funcionario clerical que actúa en nombre de una divinidad odia menos a los fieles de otras religiones que al “hereje” que venera al mismo Dios que él pero interpreta el mensaje sagrado de un modo distinto —aunque sea levemente distinto— al suyo.
No quiero entrar aquí en un debate filosófico sobre lo que es una abstracción y sus diferencias con esencias, tipos ideales o universales. Me refiero a una cierta clase de abstracciones: a las identidades colectivas, esos conjuntos sociales a los que los individuos nos adscribimos y que nos etiquetan, diferencian, comparan y discriminan, sea positiva o negativamente. Estos entes pueblan nuestro discurso cotidiano, creemos en ellos, cohesionan nuestra sociedad y nos movilizan contra los que consideramos “nuestros” enemigos. Pero, estrictamente hablando, ni protagonizan la acción política ni explican la causalidad histórica. Esto lo hacen organizaciones o grupos concretos que, eso sí, dicen actuar en nombre de una colectividad o de un programa o mensaje moral. Y, en efecto, nacieron un día en defensa de ese conjunto o al servicio de esa idea, suficientemente atractivos en su momento como para hacerles alcanzar el éxito; y siguen hoy difundiendo, de manera rutinaria, aquel mensaje o identidad que marcan a sus seguidores. Pero, en sus decisiones diarias, los intereses de la propia organización priman sobre los principios del mensaje fundacional. Y eso, los intereses y motivaciones de quienes incitan a la acción, es lo que explica los enfrentamientos y los acuerdos, mucho más que la referencia a la colectividad o al mensaje ideal del fundador, ilocalizable la primera y muerto el segundo hace quizás milenios.
Para explicar el pasado o el presente, lo mínimo que debemos exigir a un historiador o un científico social es que su análisis parta de sujetos concretos, inequívocos, de los que pueda documentar reuniones, decisiones y actuaciones. Es decir, que no atribuya la autoría de los hechos a la burguesía o al proletariado, a España o a Cataluña, al islam o al cristianismo, a la gente o la casta, sino al partido o sindicato A o B, al círculo nacionalista X o Z, a la iglesia tal o cual, a esta o aquella corporación financiera, al grupo revolucionario Mano Negra o a la oficina contraterrorista MI5. Los cuales, por supuesto, tienen estados mayores, dan órdenes, las difunden a través de redes, proporcionan medios para ejecutarlas… Esa es la mano que actúa, y no la del ente colectivo al que llamamos religión o civilización. Y lo hace, por cierto, con las debilidades y miserias propias del ser humano, mucho mejor reflejadas en los calamitosos delincuentes de los hermanos Coen que en los recios e infalibles héroes de los western clásicos.
Este no es un llamamiento en favor de un empirismo ingenuo. No estoy diciendo que el análisis político o el relato histórico deban limitarse a registrar datos y hechos. Los datos no bastan para explicar nuestro entorno ni nuestro pasado. Necesitan ser interpretados, para lo que nuestra mente recurre a esquemas mentales, a conceptos abstractos. Pero estos son solo instrumentos analíticos, no realidades. En cuanto a los sujetos colectivos o los conjuntos normativos que pueblan nuestro discurso —clases, naciones, doctrinas, mitos, promesas redentoras—, tienen realidad, en la medida en que creemos en ellos y actuamos movidos por ellos; pero tampoco son los autores o los protagonistas de los acontecimientos. Nuestro análisis, o nuestra explicación del mundo, debe partir siempre de datos verificables: el individuo X se reunió con Y el día tal en el sitio A o B y le hizo esta o aquella propuesta. Que lo hiciera diciendo actuar en nombre de una idea es lo de menos, aunque tampoco debamos despreciarlo, porque quizás ayude a entender por qué fue aceptado o rechazado.
Seamos exigentes con cualquiera que suba al escenario —o baje al ruedo, si prefieren metáforas taurinas— diciendo que representa a una abstracción. A ver, papeles. Que se identifique, que lo demuestre. Cosa que, no hace falta añadir, no podrá hacer. Si, pese a ello, aceptamos que quien actúa es el ente incorpóreo al que él dice encarnar, simplificaremos de manera infantil la realidad, idealizaremos en exceso las motivaciones de los personajes, abonaremos el campo para visiones conspiratorias y encarrilaremos los problemas por sendas que dificultan los acuerdos.
(Artículo de José Álvarez Junco, publicado en "El País" el 16 de marzo de 2015)
Cuanto mayor es el campo de decisión de políticos y funcionarios, más favores distribuyen y más fuertes son sus tentaciones. De ahí que la corrupción esté tan ligada al peso del Estado. Para reducirla, los gobernantes deberían tomar menos decisiones; pero el español aún cree que el Estado es la solución de todos sus problemas, y los políticos le dan lo que pide. Igualmente, lejos de limitar la actuación del Estado, muchas propuestas de regeneración sólo buscan mejorarla, dando por supuesto que ello es posible. Si no lo es, y aun en el caso de que esa actuación ideal fuera deseable, estas propuestas aumentarían las oportunidades de corrupción y despilfarro. Con la pretensión de intervenir mejor, acabarían por intervenir más.
Esta crítica no es una enmienda a la totalidad de los esfuerzos regeneradores y regulatorios. Tan sólo a los que omiten dos condiciones “coasianas”: comparar todas las opciones relevantes, incluyendo las de un menor estatismo, y considerar las experiencias previas como un indicio de qué posibilidades reales ofrece cada una de las opciones.
Pero muchas propuestas incumplen ambas condiciones. Sobre todo, cuando suponen que una reforma será eficaz sin más que cambiar la ley, crear un nuevo órgano o reemplazar al decisor, un voluntarismo ordenancista que es muy común.
En lo económico, suelen padecerlo las ideas relativas a la independencia de los órganos reguladores. No sólo prejuzgan que tales órganos son siempre necesarios, sino que pueden ser en verdad independientes; y ello en un país que aún no ha logrado separar el poder ejecutivo del judicial. Está claro que no basta con sustituir a las personas, pero tampoco con trasplantar reglas formales. Si somos incapaces de regular bien, lo más lógico quizá sea regular menos.
En lo político, las propuestas para cambiar los mecanismos de representación también padecen un defecto similar: al no comparar de forma exhaustiva, dan por hecho que el resultado será favorable a sus reformas favoritas. Suponen, por ejemplo, que reformar el sistema electoral engendraría más competencia política y ésta llevaría a elegir mejores líderes, quienes sí racionalizarían el sector público. Olvidan que son muchos más quienes apoyan reformas parecidas porque creen que, por el contrario, nos llevarían a aumentarlo.
En lo institucional, también se defienden a veces cambios radicales y costosos sin contemplar escenarios alternativos. Sucede así cuando se proponen rupturas institucionales que prometen el bienestar de forma automática. Es lo que hacen las propuestas más populistas, tanto nacionales como regionales. Pero muchas otras, en apariencia mucho menos emocionales, también tienen algo de magia, pues sugieren cambios cuyos beneficios se limitan a suponer. Su retórica es más sofisticada, pero tampoco suelen comparar opciones reales, sino una realidad parcial, descrita por sus peores atributos, con un paraíso virtual.
Las propuestas más simples son incluso explícitas en este punto: se limitan a sustituir reguladores, gobernantes o sujetos de soberanía, pero no se molestan en definir nuevos incentivos, ni a ciudadanos ni a políticos. Tan sólo confían en que los nuevos decisores se comporten mejor que los anteriores. Y ello pese a que, al no cambiar cultura ni incentivos, parece sensato suponer que todos ellos lo harían de forma similar.
Cierto que algunas propuestas sí modificarían los incentivos, en especial las que lograsen intensificar la competencia entre partidos. Pero también caen en el idealismo, pues suponen que la cultura y en especial las actitudes ciudadanas, incluso en el corto plazo, carecen de importancia. Por desgracia, esas actitudes hacen que no sea obvio a qué nivel conviene aumentar la competencia política. Ni siquiera está claro que sea bueno aumentarla con una ciudadanía que sabemos poco predispuesta a informarse y contribuir con su esfuerzo al control de lo público. En tales condiciones, hasta es probable que aumentar la competencia entre partidos sólo genere más populismo, como sucedía en la década de 1930, y como en parte ya hemos presenciado, a raíz de la creciente competencia política que ha traído la crisis.
Incluso sucede algo similar con la competencia dentro de los partidos. Se cree que el control que ejercen sus cúpulas es excesivo, que inhibe la discusión de ideas y la selección de buenos líderes. Es una crítica verosímil, pero algunos indicios empíricos la ponen en duda. Las escisiones a escala local y autonómica han sido numerosas y, lo que es peor, a menudo han dado lugar a partidos de calidad cuestionable. De un lado, las escisiones indican competencia interna. De otro, esa baja calidad confirma la conjetura de que, en este ámbito, los efectos de la competencia pueden ser negativos. No olvidemos, por último, las dudas que suscita el funcionamiento de las primarias, ni que los nuevos partidos, pese a tener reglas internas diferentes, exhiben algunos vicios similares a los de los antiguos.
Las reformas institucionales son, sin duda, necesarias. Pero debemos ser rigurosos en su planteamiento. Además, es esencial complementarlas con un remedio más simple y democrático, pero que requiere un enfoque radicalmente distinto, mucho más bottom-up. En vez de cambiar tan sólo los liderazgos, su ilustración o su benevolencia, mejoremos la información que nutre las preferencias ciudadanas, muchas de las cuales no reflejan nuestros valores. Me refiero, en especial, a la información sobre los servicios públicos y el pago de impuestos, información que hoy distorsionamos mediante todo tipo de gratuidades ficticias e impuestos invisibles. Hagámosla más clara e ineludible, de modo que el ciudadano ya no haya de esforzarse tanto para votar mejor, ni menos aun depender de la buena voluntad de los nuevos “predicadores”, ya se trate de políticos, periodistas o intelectuales. No ocultemos las diferencias de rendimiento y calidad en los servicios públicos, desde las escuelas a los hospitales, o la cuantía de nuestra futura pensión. Y dejemos de engañarnos, como hacemos con la falacia de las cargas sociales “a cargo de la empresa”, como si éstas no fueran parte del impuesto al trabajo. En una palabra, hagamos que el ciudadano sienta qué paga y qué recibe, de tal modo que pueda prescindir tanto de la mera transparencia documental como de homilías interpretativas.
No es una propuesta espectacular, pero ofrece una gran ventaja: en vez de prometer un maná inaccesible para, en el fondo, suplantar la voluntad del ciudadano, busca tratarle como adulto, para que sea él quien en verdad decida la cuestión clave: dónde quiere más o menos Estado. La propuesta cobra todo su valor al ponderar que, sin ciudadanos adultos, los cambios institucionales ni se intentan; o, si se intentan, generan graves conflictos y no suelen perdurar.
En otro caso, también el buen gobierno corre el riesgo de convertirse en una excusa al servicio de quien lo predica. Ello en modo alguno justifica el mal gobierno que, hoy como ayer, padecemos; pero el regeneracionismo ha de evitar volver a equivocarse, un error con el que sólo iniciaríamos un nuevo ciclo de frustración colectiva.
(Artículo de Benito Arruñada, publicado en "El País" el 12 de marzo de 2015)
La política tiene poco de poesía o filosofía. Sin embargo, dos de sus más cualificados representantes se han prestado a liderar sendas candidaturas de la Comunidad de Madrid para las próximas elecciones autonómicas. Lo de menos es cuál sea la especialidad a la que se dediquen; lo importante es que contribuyen a enriquecer considerablemente la oferta política. Al debilitarse la calidad de la marca, como es el caso de IU y PSOE, la personalización del candidato por su trayectoria de excelencia en otro ámbito se traslada de inmediato al capital del partido por el que concurren.
Primero, porque lo nuevo y lo distinto cotizan al alza en estos momentos de fatiga de los partidos tradicionales, tan presionados ahora por la fulgurante entrada de los nuevos competidores. Y, en segundo lugar, porque emite una señal de que el compromiso con determinados valores, una de las características de Gabilondo y García Montero, puede compatibilizarse con las viejas estructuras partidistas. Y eso es un buen signo para la añeja política convencional, tan pendiente siempre de las rutinas de los aparatos y tan afectada por el descrédito generalizado.
Pequeñas señales en esta dirección pueden tener, pues, grandes efectos electorales. Lo malo es que también se pueden quedar en eso, en meros gestos, en algo aislado, limitado a algunas candidaturas y a determinados partidos. No es fácil encontrar personas de ese nivel dispuestas a bregarse en la política cotidiana; todos sabemos la ausencia de incentivos que tiene la política en nuestro país. Los partidos tradicionales tampoco parecen demasiado propensos a ceder el paso sin más a quienes no son parte de la organización. Esa es su diferencia con los nuevos. El lastre del pasado les abruma con una pesada losa que no saben cómo quitarse de encima. Pero ahí reside precisamente el mensaje que transmite el abrirse a otros perfiles de liderazgo, a personas que simbolizan otra forma de hacer política, libres del discurso de siempre y que anteponen su visión del interés general a lo sectario.
De generalizarse esta práctica, si los partidos empezaran a incorporar a sus listas a personas de la sociedad civil, el resultado —salvadas todas las distancias— podría ser un equivalente funcional a tener listas abiertas. Los ciudadanos podrían verse representados por algo más que las férreas estructuras de los partidos, asistirían a otro tipo de campaña, con un lenguaje novedoso y menos crispado, con más ideas y otro estilo. (No veo yo a Gabilondo y a García Montero sometiéndose sin más a los dictados de los expertos en comunicación política).
Lo gracioso de todo esto es que a los nuevos partidos les pasa justo lo contrario. La desconfianza que generan obedece a su falta de una organización solvente y a su necesidad de improvisar las candidaturas con personas no suficientemente experimentadas y forjadas en la política real. Es la dialéctica entre apertura y clausura relativa de los partidos. Si se abren en exceso pierden su identidad y su capacidad organizativa, pero si se cierran sobre sí mismos sacrifican frescura y proximidad a la sociedad. ¿Quién dijo que esto de la política era una cosa fácil?
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 6 de febrero de 2015)
El canciller Schroeder ganó las elecciones del 2002 en Alemania por unas graves inundaciones en Sajonia y gracias a un gesto instintivo: se calzó las botas, cogió una pala y se puso a trabajar con los servicios de emergencia para achicar el agua del Elba. Schroeder lo tenía todo en contra: cuatro millones de parados, una economía ralentizada y seis puntos de ventaja en las encuestas de su rival, el conservador Stoiber. Pero aquel gesto cambió la intención de voto, el SPD de Schroeder comenzó a subir, superó a Stoiber y ganó las elecciones. Aquel caso quedó como ejemplo de cuánto influye en la decisión de los ciudadanos un gesto humano, sacrificado o solidario. A veces se vota con el corazón y los sentimientos y no con el bolsillo.
En España tuvimos un caso parecido, pero sin repercusión electoral porque entonces aún vivía Franco. Fue en la tristemente recordada catástrofe de San Rafael, donde fallecieron más de medio centenar de personas en el hundimiento de un local de restauración de Jesús Gil. Adolfo Suárez era gobernador civil de Segovia, se presentó en San Rafael, cogió un pico y una pala y se puso a desenterrar cadáveres. Aquel gesto fue altamente valorado, singularmente por el futuro rey Juan Carlos. Fue uno de los hechos que cimentaron su valoración para, pasado el tiempo, acceder a la presidencia del Gobierno.
Ahora se han producido las inundaciones del Ebro, pero no hemos tenido la fortuna de ver a ningún dirigente político ayudando a los vecinos. Estuvo por allí la ministra de Agricultura, el ministro del Interior observó los daños desde un helicóptero, pero nadie se mojó los pies ni se manchó las manos en el barro. Dicen que el presidente Rajoy acudirá después del próximo Consejo de Ministros; pero, si lo hace, dará la impresión de que acude a recibir aplausos por las ayudas que acuerde ese consejo.
Por eso el líder socialista Pedro Sánchez se apuntó un tanto al presentarse en las zonas inundadas y preguntar «qué coño tiene que pasar» para que se acerque el señor presidente.
Sánchez es oportunista, claro está. Muy oportunista. Como lo es la señora ministra de Agricultura por echarle a Zapatero la culpa del desastre, igual que se le culpa de los etarras en Cuba. No está demostrado que Pedro Sánchez se hubiera acercado a ese lugar si no estuviésemos en tiempo electoral. Y además, la eficacia de un Gobierno en una desgracia no se mide por la cercanía de su presidente, sino por la rapidez con que resuelve el drama de los perjudicados. Pero la política tiene su liturgia, su estética y sus muestras de sensibilidad y hay que rendirse ante ellas. Rajoy no tuvo los reflejos de Schroeder. Acaba de perder una oportunidad de recuperar espacio electoral.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 4 de marzo de 2015)
Muchos analistas han coincidido en señalar que el debate sobre el estado de la nación de este año es el último bajo un modelo bipartidista. Lo que ya no ha quedado tan claro es qué vendrá después. Algunos se decantan por un modelo cuatripartito donde cuatro formaciones políticas pasarán a tener el protagonismo. Frente a este análisis, también los hay que esperan un nuevo bipartidismo, pero con protagonistas distintos. Es decir, Podemos y Ciudadanos podrían acabar sustituyendo a PP y PSOE. Seguramente, la mejor forma de responder a esta intriga es saber qué dicen los datos y cómo el sistema electoral transformará los deseos ciudadanos en diputados. Así, la primera pregunta a responder es: ¿qué está pasando en nuestro país desde el punto de vista de la opinión pública?
Desde comienzos de 2013, en los barómetros del CIS, el Partido Popular y el Partido Socialista se vienen situando en una horquilla entre el 11% y el 14% de intención directa de voto. Estas cifras coinciden bastante con las que se observan también en los climas sociales de Metroscopia. Son datos bastante atípicos para el PSOE en nuestra democracia. El Partido Socialista siempre se había movido en cifras superiores al 20% (la única excepción está en los años 1993 y 1994 cuando se situó ligeramente por encima del 18%). En el caso del PP, estos datos le devuelven a su etapa de Alianza Popular. Aunque con un matiz importante: en los años ochenta, su baja intención directa de voto era fruto del voto oculto, algo que es dudoso que se produzca en estos momentos.
Mientras que PP y PSOE bajaban a sus mínimos históricos en 2013, la abstención, la indecisión o el voto en blanco aumentaban de forma enorme. Desde que disponemos de datos del CIS, nunca tanta gente se había sentido sin referentes partidistas. Esto no fue aprovechado por dos fuerzas políticas minoritarias, IU y UPyD, quienes también eran vistos como partidos viejos con liderazgos más propios del pasado. En esta legislatura, Izquierda Unida nunca ha tenido una intención directa de voto de dos dígitos, algo que sí que obtuvo en los años 1994 y 1995. Por su lado, el partido de Rosa Díez nunca ha alcanzado el 5% en intención directa.
Por tanto, la ciudadanía se encontraba bastante huérfana. En 2014, este enorme espacio político fue aprovechado por Podemos; y en los últimos meses por Ciudadanos. Han aparecido como partidos nuevos y su ascenso en las encuestas ha sido espectacular. En muy poco tiempo la formación de Pablo Iglesias se ha situado a la cabeza con un 20% de intención directa de voto, una cifra que todavía conserva. El partido de Albert Rivera aún está lejos de estos datos, pero en el último clima social de Metroscopia se acercaba al 7% de intención directa y las cifras de las últimas semanas confirman una tendencia ascendente.
La duda que surge a continuación es qué pasará una vez nuestro sistema electoral entre en funcionamiento. Hasta la fecha, desde el punto de vista parlamentario, hemos vivido en un sistema de dos partidos y medio. Si calculamos el número efectivo de partidos de nuestro Congreso de los Diputados (índice creado por Laakso y Taagapera), éste se ha movido entre el 2,9 de 1977 y el 2,3 de 1982. Cada una de estas elecciones coincide con los momentos de mayor y de menor fragmentación de nuestro sistema de partidos.
Esta baja fragmentación partidista ha sido posible gracias a la presencia de un número relevante de circunscripciones que son claramente bipartidistas en sus resultados. En nuestra democracia hay 29 distritos electorales, que en la inmensa mayoría de las ocasiones se los han repartido las dos grandes fuerzas políticas. Sus tamaños varían entre los dos diputados de Soria y los 10 de Murcia y en total suman 133 de los 350 escaños de la Cámara (38%). Lo que les caracteriza a todos ellos es ser muy pequeños en tamaño. Por ello, obtener un diputado en estas circunscripciones es mucho más complicado que en lugares como Barcelona o Madrid, pero no imposible. De hecho, si echamos la mirada al pasado, vemos que en alguna ocasión el bipartidismo sí que se rompió en estos distritos electorales. En Ávila, entre 1982 y 1989 tres partidos se repartieron los tres escaños. Lo mismo sucedió en Soria en 1982 o en Segovia en 1986. Pero no sólo eso, circunscripciones de un tamaño similar como Vizcaya o Guipúzcoa siempre han estado entre las más multipartidistas de nuestro sistema electoral. Por ejemplo, esta última ha contado con seis y siete diputados según la elección y esto no ha impedido que cinco formaciones políticas hayan obtenido representación parlamentaria en cuatro de las 11 elecciones celebradas. Es decir, el sistema electoral importa, pero la fragmentación del voto también.
Dado este escenario, ¿qué puede suceder en 2015? Metroscopia dispone de datos con muestras representativas para algunas provincias que han sido claramente bipartidistas hasta la fecha. Si las analizamos vemos que, por ejemplo, en Granada, que en ocho de las 11 elecciones ha sido bipartidista, podría tener en los próximos comicios hasta cuatro partidos con representación parlamentaria. O en Huelva, donde siempre las dos grandes fuerzas políticas se han repartido los cinco escaños, ahora podría entrar una tercera. Algo similar ocurriría en Almería. Pero no sólo eso. En lugares como Ávila, Palencia y Segovia, que sólo reparten tres escaños cada una, muestran en estos momentos un claro escenario de tres partidos.
¿Caminamos hacia un sistema de cuatro partidos? No exactamente. Los estudios de opinión revelan que, por ahora, hay una clara diferencia entre Podemos y Ciudadanos. La formación de Pablo Iglesias obtiene amplios apoyos tanto en el mundo rural como en el urbano. En el último clima social de Metroscopia, Podemos tenía una intención directa de voto del 15,3% en los municipios de menos de 2.000 habitantes, similar a la del PP y superior a la del PSOE. En cambio, Ciudadanos se quedaba en el 1,7%. Es decir, mientras que Podemos es claramente transversal indistintamente del tamaño del municipio, Ciudadanos tiene sus mayores apoyos en las ciudades de más de 100.000 habitantes.
Este último dato es muy relevante para entender la posible evolución de nuestro sistema de partidos. Los distritos electorales más pequeños se caracterizan por pertenecer muchos de ellos a la España interior. Por ello, si una fuerza política no está bien representada en los núcleos más rurales, será muy difícil que penetre en las circunscripciones bipartidistas. Esto sí que parece suceder en el caso de Podemos, pero por ahora no lo ha logrado Ciudadanos. Así, lo más probable es que en 2015 nos encontremos ante un sistema de tres partidos y medio.
En definitiva, es muy prematuro dar por acabados a PP y PSOE. Todavía siguen conservando amplios apoyos ciudadanos y no parece que un bipartidismo vaya a sustituir a otro. Pero que cuenten con un número de votantes significativo no impide en estos momentos que dos nuevas fuerzas políticas emerjan, aunque con un resultado desigual. Mientras Podemos parece contar con apoyos muy transversales desde el punto de vista territorial, Ciudadanos es un formación política claramente urbana. Así, el ciclo electoral que comienza en Andalucía es probable que nos traiga no sólo una mayor fragmentación parlamentaria, sino que además nos encontraremos con tres fuerzas políticas con una representación muy similar entre ellas. Junto a estos partidos se puede situar una cuarta fuerza política mucho más pequeña en el número de diputados e infrarrepresentada dados sus escasos apoyos en los distritos claramente bipartidistas. Pero esto ocurrirá en 2015. ¿Se mantendrá en futuras elecciones? Hablar a varios años vista es otra historia. O como decía Keynes: “A largo plazo todos estaremos muertos”.
(Artículo de Ignacio Urquizu, publicado en "El País" el 27 de febrero de 2015)
En estas horas críticas que nos toca vivir en Galicia, en España y en la propia Unión Europea, la confusión, el desánimo, la desafección y la rabia han hecho presa en el alma colectiva. Es un hecho que los españoles hemos perdido la confianza en todo lo que considerábamos sólido, y vemos cómo se desmorona, aparentemente sin remedio, el edificio de la esperanza.
La crisis económica, que ha hecho retroceder a gran parte de la población, ha desahuciado a los jóvenes y ha dañado como nunca a la clase media, está en la raíz del malestar que se ha instalado en la sociedad. Ni siquiera los primeros atisbos de la tan deseada recuperación, aún lejos de florecer, han hecho cambiar la percepción colectiva de que el país naufraga.
Muchas razones pueden aducir quienes sufren en su vida personal las nefastas consecuencias de la crisis. Los que han sido relegados al submundo del desempleo, los que ven recortarse sus ingresos o sus pensiones mínimas, los que han tenido que cerrar negocios y enterrar sus ilusiones. Los que no pueden conciliar el sueño ante los inexorables requerimientos de los bancos que no logran satisfacer, pese a que, como contribuyentes, tuvieron que poner miles de millones para rescatarlos mientras se recortaba en sanidad y educación. Es cierto que la realidad cotidiana para innumerables personas es penosa. Y que muy pocos pueden considerarse culpables de su suerte, pero sí víctimas de una situación que los sobrepasa.
España está huérfana. Pero hundirse en la depresión o quedarse en la simple actitud plañidera es un comportamiento nocivo del que solo se pueden extraer consecuencias estériles. Es necesario mirar hacia delante, plantearse retos de superación, tomar de nuevo la iniciativa, no darse jamás por derrotados. Y, como he dicho tantas veces, exigir responsabilidades. No permitir que las conductas negligentes o criminales queden impunes, ni que las temerarias nos arrastren.
Los políticos -unos por acción, otros por omisión- han sido en los últimos años actores principales en el drama colectivo, y han hecho en muchos casos un papel deleznable, ya que jamás se había asistido a un divorcio tan enojoso y difícil de reconciliar entre el pueblo y sus representantes. Pero ahora, con varias convocatorias electorales en la agenda de este año, entran en acción otros actores: los ciudadanos; los verdaderos protagonistas.
Si la responsabilidad de lo que hemos vivido recayó en gran parte en quienes fueron investidos para pilotar los asuntos públicos, desde el momento en que se abran las urnas el éxito o el fracaso de lo que vaya a venir corresponderá exactamente a quienes tienen la facultad de decidir: los electores.
Por tanto, no es una cuestión menor lo que se haga con el voto. No puede tomarse a la ligera, ni someterse a la emoción, ni condicionarlo al impulso vengativo, ni dejarse llevar por la reacción airada.
Es preciso pensar.
Aprendiendo del pasado, desde luego; pero, sobre todo, meditando con mucha atención en las metas que nos proponemos. En la Galicia y la España que queremos. Porque está todo en juego. Desde las cuestiones básicas del Estado de bienestar hasta el crédito internacional, sin olvidar en Galicia la depauperación de sus principales sectores productivos. Pero, aquí y en toda España, se requiere pensar en tres asuntos fundamentales que no pueden olvidarse en el instante de escoger la papeleta. Uno es la recuperación económica. Otro, la limpieza en la vida pública. Y el tercero, de importancia capital en este momento, la estabilidad y la convivencia en paz. Porque nunca desde la restauración democrática ha habido en España un peligro tan inminente de ruptura, de quiebra social, de antagonismo entre iguales.
No puede decirse que los partidos tradicionales, sobre los que se ha edificado la democracia, estén exentos de culpa. Además de sus errores en el Gobierno y la oposición en la gestión de la crisis, han demostrado la mayor ineptitud en el control de las prácticas corruptas. Han estado más atentos a engordar su poder que a cuidar sus propios órganos y han dejado expandir las infecciones que hoy los corroen. Han permitido que en sus despachos proliferen las conductas delictivas y el ilícito lucro personal. Y eso debe ser censurado por los buenos ciudadanos y sancionado por la Justicia.
No es en absoluto admisible que salgan indemnes quienes en el PP, el PSOE, CiU y otras formaciones políticas y sindicales están gravemente manchados por la corrupción. No es soportable que quienes acumulan fortunas en paraísos fiscales y cuentas opacas se burlen de la sociedad y salgan a pasear como si fuesen gente honorable. Y tampoco puede aceptarse que los dirigentes políticos intenten sacudirse sus responsabilidades aportando únicamente farragosas declaraciones de inocencia y ni una sola medida que ataje el latrocinio. ¿De verdad van a quedar impunes los robos perpetrados a todos los españoles? ¿Queda alguna posibilidad de otorgar confianza a quienes lo consienten?
Todos los grupos políticos que han permitido la corrupción están en deuda con los ciudadanos. Y obligados a reparar el daño.
Pero, en contra del lugar común tan impuesto hoy por el pensamiento débil, los partidos, si están limpios de corrosivas adherencias, son la clave sobre la que se edifican la vida pública y el destino del Estado. Si realmente buscan el respeto de la sociedad, han de depurarse, rehacerse, renovar personas y poner sobre la mesa ideas nuevas y programas concretos. Es urgente, porque ya prácticamente no les queda tiempo.
El Partido Popular, que ha asumido desde el Gobierno el coste de la crisis, hará mal si se limita a presumir de una obra cierta, pero sesgada e incompleta. Porque aún faltan verdaderas medidas reformadoras, como la reducción de la Administración, que ahorraría miles de millones en las cuentas públicas y la haría mucho más eficiente.
Y en el plano electoral, hará mal el PP en Galicia y en toda España si solo confía su estrategia a advertir del peligro que traen otros -las elecciones del miedo-, en lugar de apartar a los corruptos y proyectar ilusión con una propuesta creíble. Hecha esta vez para ser cumplida, no para lanzar brindis al sol y olvidarlos luego.
No es solo en su caso donde se ha dilapidado buena parte del crédito político. Basta ver la parálisis y la autodestrucción en que está inmerso el PSOE, desbordado por sus luchas intestinas, para entender el pesimismo de gran parte de la sociedad al comprobar cómo se desmoronan pilares que siempre fueron básicos en la democracia española. Flaco favor hacen al país quienes hoy se enzarzan en la batalla interna más ridícula e incomprensible y esconden la cabeza ante la corrupción que los mancha. Los verdaderos socialdemócratas están llamados con urgencia a poner orden, a aclarar ideas y a fijar respetados liderazgos. Si no lo hacen, serán responsables no solo de decepcionar y abandonar a sus simpatizantes, sino también de dimitir de su responsabilidad como piedra angular ante toda la sociedad española.
No es menor el riesgo de fracaso en otras formaciones, hoy desorientadas o mudas de argumentos. Desde Izquierda Unida, que parece olvidar todos los esfuerzos de modernización que hizo hace años, a los numerosos nacionalismos -llámense BNG o Anova, PNV o Bildu, ERC o CiU- que solo recetan divisiones y son incapaces de alumbrar más ideas que la de la secesión.
Pero ningún fracaso puede ser más grande ni más peligroso que el triunfo del populismo demagógico e irracional. Se han visto sus efectos reiteradamente en el devenir de la historia.
Quienes basan todas sus expectativas electorales en los efectos de la rabia ciudadana saben muy bien -porque lo han estudiado en sus facultades- que nada bueno se puede construir desde la cólera. Y deberían saber también que el resultado puede que sea bueno para ellos y cuantos se les arrimen para aprovecharse arteramente del poder, pero resulta nefasto y suicida para un país que aprecia la libertad, la democracia, la estabilidad y la paz.
Si la casta tiene, ciertamente, muchas cuentas que pagar, la secta tiene mucho juego sucio que desvelar. No solo sus escandalosas connivencias con regímenes antidemocráticos; no solo sus corruptelas económicas, que los acercan a los que critican. También deben aclarar si en ese confuso magma en que se mueven disponen de un proyecto definido y compartido que vaya más allá de las simples enumeraciones infantiles. Si saben cómo casar los términos gastos e ingresos, crecimiento y esfuerzo, libertad y seguridad jurídica, aspiración y obligación. Pero, sobre todo, si pueden prometer a los españoles algo más que humo y algún otro camino que no sea el de la calamidad.
Con todos estos actores políticos que reclaman el voto, más algunas opciones nuevas que pretenden captar la atención con propuestas alternativas, la próxima configuración de los ayuntamientos, y después del poder legislativo y el Gobierno, se presenta como un enigma inquietante.
Especialmente porque, en el ocaso de las mayorías absolutas, ninguno de estos grupos tiene el valor de indicar de antemano qué pactos está dispuesto a hacer. Y, por tanto, resulta imposible saber en qué medida van a desvirtuar sus programas por asegurarse una porción de poder.
Semejante forma de actuar no deja de ser otra emboscada al electorado, al que se le viene a pedir, en la práctica, que vote a ciegas. Y ya está bien de corromper la democracia. Los partidos, todos, deben cambiar radicalmente su forma de hacer política y empezar a jugar limpio con los votantes. Y los ciudadanos exigírselo, para que su voto sea verdaderamente consciente y plenamente útil. Pensemos. Solo así volverá a Galicia y a España la democracia que merecemos.
(Artículo de Santiago Rey, publicado en "La Voz de Galicia" el 22 de febrero de 2015)
Uno de los textos más influyentes sobre derechos humanos es el artículo de Ronald Dworkin titulado precisamente como este. En 1977 se enfrenta a la sospecha de los derechos individuales como “un viento de proa que encara la nave del Estado” (S. T. Agnew), es decir, como una suerte de rémora de los intereses de la mayoría o de factor de división social, concluyendo que los derechos son, precisamente, “la promesa que la mayoría hace a las minorías de que la dignidad y la igualdad de estas serán respetadas”. No pocos conservadores (escépticos) piensan que el discurso de los derechos no es más que el conjunto de privilegios que los más progresistas (idealistas ilusos) intentan conseguir para quienes no se lo merecen (aprovechados): revoltosos, delincuentes y excluidos del sistema que no aportan nada al bien común, salvo depredar los recursos escasos y perjudicar a los demás. Sucesos como el ataque terrorista en Francia refuerzan esta visión. El discurso de los derechos parece ser molesto, perturbador e injusto. Para algunos, el concepto de derechos humanos, como le ocurre al Sol, mirado de lejos, es luminoso, pero, si te fijas demasiado en él, puede llegar a producir daños.
Pues bien, ¿nos tomamos los derechos en serio en España? Hay aquí una paradoja. Gran parte del debate político gravita en torno a derechos concretos, bastantes afligidos además por el Gobierno: recortes en educación o sanidad, la cadena perpetua, las normas —poco finas— sobre seguridad pública, el proyecto de escuchas telefónicas —por cierto, hasta un alumno de primero de Derecho sabe que lo que se planeaba era groseramente inconstitucional, lo mismo que ocurre con las devoluciones ilegales en frontera—, etcétera. Pero, en realidad, no disponemos de una visión global y sistemática del problema, con lo cual los árboles no nos dejan ver el bosque. Quizá porque los responsables políticos no quieran contemplar el dibujo que resulta si unimos todos los puntos concretos.
España tiene un sistema sólido y creíble de derechos humanos, pero también muchas y crecientes zonas de penumbra. De entrada, es un problema que el Gobierno no quiere ver. No se habla de derechos humanos, que parece ser un tema para otros o para nuestro pasado. No está en el discurso político, no hay políticas nacionales o autonómicas con esa rúbrica, no existe el plan de educación que nos exige Naciones Unidas, no hay un órgano público de promoción (salvo la Oficina de Derechos Humanos del Ministerio de Exteriores, es decir, de nuevo, un tema para otros y para fuera). Tampoco ayuda el hecho de que en la comunidad jurídica mayoritaria se distinga entre “derechos humanos” y “derechos fundamentales”, precisamente para remitir los primeros a la filosofía política y al derecho internacional (otra vez a situaciones más allá de nuestras fronteras) y conectar los segundos con los derechos subjetivos que protege nuestra Constitución (y, además, con una interpretación fuertemente restrictiva: para muchos juristas, sólo serían derechos fundamentales los más protegidos constitucionalmente, no todos los reconocidos por ella).
Hace un par de años, el Gobierno, a través del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, me encargó dirigir el proyecto técnico del II Plan Nacional de Derechos Humanos; fue una decisión que valoré porque sabían que soy, por decir algo, un socialdemócrata inofensivo y que no milito en partido alguno (salvo en el mío propio, de un solo afiliado, y de vez en cuando pienso en darme de baja). El trato que me dispensaron en el CEPC por tan noble como gratuita tarea fue exquisito, pero cuando el proceso entraba en sus fases más públicas y serias, el Gobierno frenó en seco y lo hizo como lo ha hecho en muchos otros asuntos referentes a derechos humanos en esta legislatura: sin explicación y sin clausurar formalmente nada. Lo sé porque también tuve que dimitir, por las mismas razones, de la presidencia del Consejo Estatal de Igualdad Étnico/Racial, un ente con cero euros de presupuesto y sin autonomía del Gobierno, que no cumple, por ello, los requisitos que nos exige la Unión Europea. Hoy, este consejo es un simple trampantojo institucional para evitar ser sancionados por la Comisión Europea (aunque dudo que se logre, ahí está el ejemplo de Finlandia).
Pues bien, el inexplicable e inexplicado parón del II Plan Nacional de Derechos Humanos es, sin duda, una oportunidad perdida (o, como mínimo, aplazada) para avanzar seriamente en materia de derechos humanos en nuestro país. ¿Qué es un plan nacional de derechos humanos? La Conferencia de Naciones Unidas sobre Derechos Humanos de Viena (1993) recomendó a los Estados elaborar planes nacionales para mejorar la promoción y la protección de los derechos. En 2002 la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos publicó un manual de orientación sobre cómo elaborar estos documentos. Según este texto, un plan no puede ser un programa de Gobierno. Debe ser realista: hay que partir de que ningún país es perfecto en este campo, de que han de identificarse objetivos de mejora concretos y realistas en un periodo de tiempo determinado y ponerse a ello “priorizando de modo realista las acciones”, sabiendo que quedarán muchas cosas pendientes para el futuro, para el siguiente plan. El manual da mucha importancia a la participación, transparencia y comunicación en todas las fases, especialmente en la inicial. El proceso de elaboración es tan importante como el resultado. En este punto, el manual propone un equilibrio difícil entre dos principios en tensión: de un lado, exige la máxima implicación al Gobierno (que es quien asume, en definitiva, la responsabilidad de ejecutar el plan); de otro, exige la participación de una nómina larga de actores sociales y políticos.
España dispuso de un I Plan Nacional de Derechos Humanos en la segunda legislatura del Gobierno de Zapatero (2008-2012), que apenas tuvo repercusión pública y fue más un programa de Gobierno que un plan, pero que apuntaba en la buena dirección. Estoy entre los que creen que habría que elaborar un II Plan Nacional, pero esta vez de acuerdo con el manual de Naciones Unidas. Entre otras razones porque, como saben todos los expertos en esta materia, España no está del todo al corriente en el cumplimiento de sus deberes respecto del estándar internacional de protección de los derechos humanos. También en este campo, y no sólo en el económico, tenemos una deuda que debemos honrar como corresponde. También esto debería formar parte de la “marca España” y no sólo la defensa de los intereses empresariales.
Obviamente, la devastadora crisis económica ha percutido sobre los derechos humanos en nuestro país, sobre todo respecto de los derechos sociales. Pero no todo lo malo que ha sucedido en este campo puede atribuirse a la escasez de fondos. En ciertos aspectos, como por ejemplo respecto de los derechos civiles o de los escasos avances en materia de lucha contra las discriminaciones, hay, más bien, desinterés, falta de finura, cuando no, directamente, planteamientos ideológicos afines a visiones antiguas de orden público o de convivencia. En cualquier caso, escasamente simpáticos hacia los derechos y su, al menos teóricamente, posición preferente en el ordenamiento. En ciertas ocasiones, la crisis económica está sirviendo de excusa perfecta para dar cobertura a líneas ideológicas retrógradas en materia de derechos. La crisis les ha venido bien a algunos para hacer más caja y a otros para regresar a políticas autoritarias y clasistas.
El año 2015 es clave porque nuestro Estado se enfrenta a importantes exámenes de Naciones Unidas, sobre todo a dos, el cumplimiento del pacto sobre eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres (en julio) y el del pacto de Derechos Civiles y Políticos, dentro del denominado examen periódico universal. Es probable que los organismos internacionales nos vuelvan a sacar los colores, desnudando aún más nuestra imagen internacional. La oposición política, los ciudadanos y los medios deberían estar muy atentos. Al Gobierno le resultará muy difícil explicar por qué no tenemos un II Plan Nacional de Derechos Humanos. El artículo de Dworkin se cerraba con una seria advertencia: si un Gobierno no se toma los derechos en serio, “descuida el único rasgo que distingue el derecho de la brutalidad organizada”. Y podemos hablar de brutalidad, añado yo, tanto por un uso desproporcionado de la fuerza pública como por falta de inteligencia política.
(Artículo de Fernando Rey, publicado en "El País" el 20 de febrero de 2015)
Se cumplen ahora cien años del fallecimiento de don Francisco Giner de los Ríos (1839-1915). Impresiona contemplar la energía transformadora que el ilustre rondeño logró proyectar en la vida intelectual española. Admira ver como la genuina reacción en pro de la libertad de la ciencia, tan presente a la sazón en el panorama intelectual la teoría del evolucionismo, que tanto horror produjo en los biempensantes, ocasionó la decidida respuesta frente al Real Decreto y a la Circular del ministro Orovio que publicaba la «Gaceta de Madrid» el 26 de febrero de 1875, decreto que amordazaba la «libertad de cátedra» y que daría lugar a la «segunda cuestión universitaria», con su secuela de actuaciones represivas. El propio Giner sería confinado en Cádiz de la noche a la mañana, y encerrado en el Castillo de Santa Catalina, que era una prisión militar llena de reclusos. A partir de ahí, hay que contar con la ingente movilización que la posterior creación de la Institución Libre de Enseñanza iría produciendo, y que conduciría a un desarrollo cultural y científico de los más serios que haya conocido la historia española. Paso a paso y sin alharacas. Desdoblándose poco a poco pero sin pausa en ingentes creaciones y actividades, como el «Boletín de la Institución Libre de Enseñanza» –el famoso «BILE»–, la Residencia de Estudiantes, o la Residencia de Señoritas, el Instituto-Escuela, no olvidemos la influencia que tuvo para que se creara en 1900 un ministerio para la «instrucción pública», o, algo después, en 1907, la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, que permitió que se acercaran a los centros consagrados de todo el mundo centenares de jóvenes investigadores, que luego aportarían sus saberes a las instituciones españolas. En todas las especialidades, ya fueran humanísticas ya científicas. De la impresionante lista de quienes acompañaron a Giner en las diversas secuelas de su inmensa aventura –Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón, Segismundo Moret, Augusto González de Linares, Joaquín Costa, Manuel Bartolomé de Cossío, etc.–, destacaría ahora el nombre de don Santiago Ramón y Cajal –quien con toda modestia se había acercado a oír a Giner en sus clases–, que presidiría luego –gratuitamente, por supuesto–, desde su creación en 1907 y prácticamente hasta su muerte, la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, auténtico astro Cajal en la investigación del sistema nervioso, apegado toda su vida a sus clases y al laboratorio, que hizo brillar el nombre de España por todos los confines y que –la forma de proceder de los institucionistas–, crearía una esplendorosa escuela de especialistas.
De destacar, entre los logros derivados de la proyección de la Institución Libre de Enseñanza, la promoción y efectiva incorporación de la mujer, la revitalización del arte popular y de nuestras tradiciones, el aprecio de nuestros artistas –recordando, por ejemplo, como el libro de Manuel Bartolomé Cossío sobre El Greco fue elemento decisivo entre los que contribuyeron a redescubrir al cretense–, o el afán por la pedagogía. De lo que es excelente testimonio la radical interpretación llevada a cabo por María de Maeztu del famoso dicho que regía entonces los senderos de la enseñanza, «la letra con sangre entra»: sí, nos dirá, la letra entra con la sangre que tiene que hacerse el profesor para preparar y trasmitir sus enseñanzas. Ningún encantamiento, sino el trabajo constante, esforzado y periódico. Incluso, los más pequeños gestos y detalles. Recuerdo la fruición con que contaba don Ramón Carande haber visto a Giner agachándose a recoger el papel que había arrojado al suelo un alumno displicente. ¡Y es que hay muchas maneras de enseñar!
Nuestra reflexión no debe olvidar que, en la atormentada historia española, los miembros de la Institución serían perseguidos, y no pocos hubieron de emigrar, generosamente acogidos en los países hermanos allende el océano, donde dejaron cumplido testimonio de sus saberes. Especialmente patética me parece al respecto la dispersión de la rica escuela de Cajal, que repartiría por el mundo muy acreditados científicos.
Hoy, al evocar a Giner, al contemplar agradecidos el acierto y la implantación de su obra, es oportuno recordar alguno de los valores que auspiciaba: la primacía de la educación y de la preparación para la educación desde el gusto por esta profesión; la importancia de la investigación, generosa y paciente, el aprecio de la cultura y la revalorización de nuestros testimonios histórico-artísticos, el cuidado y atención a los maestros y a todo tipo de profesores, la autoexigencia de éstos y la dedicación sincera, el mérito y la capacidad como único criterio de selección, la educación de los alumnos en el convencimiento y la responsabilidad, sin mengua del respeto efectivo a la disciplina, en un universo en el que el juego y el deporte ocupaban lugar destacado. No olvidemos su aprecio por los paisajes españoles y, en concreto, el gozo por el descubrimiento de las bellezas del Guadarrama.
Hay un poema impresionante en la historia de la literatura española, muy breve además, que creo deberían aprender de memoria todos nuestros estudiantes, en que se enlazan dos de los grandes valores de nuestra historia cultural, Antonio Machado y Giner, al evocar aquel la muerte de éste. No es un poema luctuoso, en cuanto el mensaje del maestro sería, según señalaba don Antonio, «Hacedme un duelo de labores y esperanzas. / Sed buenos y no más…». Y esa impresionante constatación, con tan enérgico y hermoso remate: «Lleva quien deja y vive el que ha vivido. / ¡Yunques, sonad; enmudeced campanas!». Sin olvidar la hermosa lección, reto para todos nosotros todavía, cuando tras su referencia al Guadarrama, concluye el poema: «Allí el maestro un día / soñaba un nuevo florecer de España». En suma, un aniversario para recordar y evocar, para reflexionar, y para cobrar fuerzas e ilusión, sabiendo que «la vida sigue, /los muertos mueren y las sombras pasan».
(Artículo de Lorenzo Martín-Retortillo Baquer, publicado en "ABC" el 18 de febrero de 2015)
Todos quedaron como suspendidos en una honda sensación de orfandad. Por esperada que fuera, la muerte de Giner dejó a la cultura española sin aliento, sin calor, sin luz. Aquel hombre incomparable había sido su más importante referencia moral durante medio siglo. Y la más decisiva incitación educativa de la España contemporánea. Con un sereno gesto histórico, con pasión pero con paciencia, sin ceremonias ni grandilocuencias vacías, que tanto despreciaba, había dicho suavemente su gran verdad a todos los maestros hambrientos y desasistidos de España: que el oficio de educar era la más importante empresa nacional. Una lección que aún nos sigue repitiendo desde entonces y que tenemos que aprender de nuevo una y otra vez.
En su pequeña escuela de la calle del Obelisco, la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876, había tomado sobre sí la tarea de enseñar a los españoles a ser dueños de sí mismos. Para ello tuvo que luchar denodadamente contra la resistencia sorda y rencorosa de las viejas rutinas hispanas. Lo hizo durante toda su vida, con un sentido profundo de su deber civil y una resolución inquebrantable. Y con un gran respeto por todos. Tenía una viva conciencia de que la Institución era observada y cuestionada, y que no iba a permitírsele el más mínimo error, pero tenía también palabras de gratitud para quienes la hostigaban y perseguían porque también eso era estímulo para el cuidado y la mejora.
Giner de los Ríos había nacido en Ronda en 1839 y recaló en Madrid a hacer sus estudios del doctorado en la década de los sesenta. Allí encontró a sus maestros Julián Sanz del Río y Fernando de Castro, a cuyo lado reposa todavía hoy. La filosofía krausista que estos habían introducido en la Universidad española fue el prisma por el que miró la realidad española. En ella aprendió la tolerancia religiosa, el culto a la razón y a la ciencia, la integridad moral y el liberalismo político genuino (no el meramente exterior y postizo). Pero con estos pertrechos no se encajaba bien en la Universidad de la época, vigilada hasta la asfixia por el dogmatismo intransigente de los católicos. Esa manía tan nuestra de exigir juramentos a los profesores, sobre esta o aquella constitución, le llevó dos veces a ser expulsado de su cátedra. Simplemente pensaba que no debía hacerlo y no estaba dispuesto a hacer componendas con su propia conciencia. Al no ceder, puso en pie en España junto a sus maestros la primera piedra de esa libertad de cátedra que hemos tardado cien años más en poder disfrutar.
Giner experimentó una profunda decepción ante la conducta política de la juventud liberal durante el sexenio revolucionario (1868-1873). Sus palabras, que también nos hieren hoy, son el mejor comentario: “¿Qué hicieron los hombres nuevos? ¿Qué ha hecho la juventud? ¡Qué ha hecho! Respondan por nosotros el desencanto del espíritu público, el indiferente apartamiento de todas las clases, la sorda desesperación de todos los oprimidos, la hostilidad creciente de todos los instintos generosos. Ha afirmado principios en la legislación y violado esos principios en la práctica; ha proclamado la libertad y ejercido la tiranía; ha consignado la igualdad y erigido en ley universal el privilegio; ha pedido lealtad y vive en el perjurio; ha abominado de todas las vetustas iniquidades y sólo de ellas se alimenta”.
Para quien sepa leer, poco hay que añadir. Desalentado, expulsado de nuevo de la Universidad por negarse a jurar nada ni aceptar textos oficiales, se perfila en su ánimo la convicción de que sólo la educación “interior” de los pueblos (como él la llama) es eficaz para promover las reformas y los cambios que la sociedad necesita, aunque nunca parece querer. Ni medidas políticas, ni pronunciamientos, ni revoluciones. Oigámosle otra vez algunos años después, tras el desastre del 98: “En los días críticos en que se acentúan el tedio, la vergüenza, el remordimiento de esta vida actual de las clases directoras, es más cómodo para muchos pedir alborotados a gritos ‘una revolución’, ‘un gobierno’, ‘un hombre’, cualquier cosa, que dar en voz baja el alma entera para contribuir a crear lo único que nos hace falta: un pueblo adulto”.
Un pueblo adulto, dueño de sí mismo. Por eso entregó Giner en voz baja su alma entera. Y la expresión más cabal de esa entrega fue la Institución Libre de Enseñanza. Con ella se vino a saber entre nosotros que la implantación memorística de textos y letanías no era educar, sino a lo sumo instruir, y de mala manera. Que para aprender era necesario pensar ante las cosas mismas, activamente, tratando de descifrar su disposición y su razón de ser. Se supo también que la integridad moral no tenía nada que ver con reglamentos externos, y premios y castigos; era más bien una suerte de señorío sobre sí mismo que surgía de convicciones profundas.
Que la catequesis religiosa debería desaparecer de la escuela, pues no hacía sino adelantar las diferencias que dividen a los seres humanos, ignorando la raíz común de humanidad que los une a todos. Que una creencia religiosa impuesta coactivamente traiciona la propia religión y profana las mentes vulnerables de los niños. Que las conquistas de la ciencia expresan el camino del ser humano hacia la verdad, la única verdad que hay que respetar por encima de tradiciones, prejuicios y supersticiones. Que estudiar para examinarse una y otra vez es necio y dañino, pues mina la salud sin descubrir al niño el goce del estudio y el descubrimiento. O que las niñas (estamos en 1876, no se olvide) deben educarse no sólo como los niños, sino con los niños, porque establecer una división artificial en la escuela no sólo es una discriminación errónea, sino una solemne estupidez. Y tantas otras cosas.
Para Giner de los Ríos había que transmitir en la educación la idea de que la propia vida ha de ser vista como una obra de arte, como la realización libre y capaz de las ideas que cada uno se forja en el espíritu, la plasmación de un proyecto personal. En eso consistía ser dueño de uno mismo. Y a eso se entregó en la Institución Libre de Enseñanza. Desde ahí irradió a todo el país con una brillantez y una profundidad que todavía hoy nos causan asombro y apenas hemos sido capaces de asumir. Esas entre otras son las razones que hoy, cien años después, nos llevan con unas flores al cementerio civil.
(Artículo de Francisco J. Laporta, publicado en "El País" el 18 de febrero de 2015)
En los últimos años se ha producido una fractura en la sociedad española que podría determinar el éxito o fracaso de muchas de las organizaciones que vertebran nuestra democracia y nuestra economía de mercado (partidos políticos, corporaciones, empresas y bancos). Esta fractura separa a votantes y consumidores, muchos de los cuales sufren las consecuencias de la crisis, de una élite socioeconómica y política percibida como poderosa y privilegiada. Esta rebelión de las masasconstituye uno de los acontecimientos más relevantes a los que se enfrenta nuestro país.
La manifestación más clara de la fractura entre élite y ciudadanía es la irrupción de Podemos, que se ha convertido en un tiempo récord en la primera fuerza política en voto directo según el CIS y otros institutos. Si Podemos ha conseguido situarse en primera posición es porque su intención de voto es relativamente transversal: gana, por ejemplo, entre los ciudadanos de bajo perfil político (el centro y los que no tienen ideología), condición hasta ahora necesaria y suficiente para la victoria electoral en España; además de penetrar en amplias capas de la izquierda y recabar algún apoyo en la derecha.
La fractura élite-ciudadanía no sólo se refleja en la crisis de la política tradicional. Antes de la recesión, el capitalismo también gozaba de un amplio apoyo en España. Según un estudio del Pew Research Center de 2007, el 67% de los españoles —un porcentaje más alto que el registrado en países como Alemania y Francia— aseguraba que el mejor sistema para nuestro país era una economía de mercado. La crisis ha supuesto un vuelco en las actitudes de los ciudadanos españoles: en 2014, el respaldo a la economía de mercado había caído 22 puntos porcentuales, situándose en el 45%. La comparación con 44 países de varios continentes convierte ahora a España en uno de los más anticapitalistas, con un nivel de apoyo al capitalismo sólo por encima de México y Argentina.
Según Mikroscopia, un estudio de MyWord que no mide el respaldo genérico al sistema capitalista, pero sí a sus protagonistas, el 25,5% de los ciudadanos —una cifra nada despreciable— ha sentido durante el último año rechazo hacia las grandes empresas y multinacionales. La desconfianza hacia el mundo financiero es aún mayor: el 36,5%. Nace, por tanto, un nuevo tipo de consumidor, el consumidor rebelde, que no es necesariamente subversivo o radical, pero que sí ha sufrido los estragos de la recesión.
Según el estudio, el 54% de los ciudadanos —cifra apabullante— admite haber pasado a una clase social inferior como consecuencia de la crisis, lo que influye tanto en el rechazo a las grandes empresas como en la desconfianza hacia las organizaciones financieras. Algo similar ocurre en la política: el empobrecimiento a causa de la crisis es un detonante del voto a Podemos. Con todo, ni siquiera quienes no han variado de estrato social como consecuencia de la crisis son del todo ajenos a este sentimiento de rechazo: el consumidor rebelde, como el votante rebelde, es también transversal.
La fractura élite-ciudadanía, tanto en el ámbito económico como en el político, ha ido acompañada de otro cambio social enormemente relevante: en estos años, los españoles se han hecho más activos, solidarios y cooperativos. Los ciudadanos han buscado, por sí mismos y dentro de la propia sociedad, algunas de las soluciones que las grandes instituciones de la democracia y del mercado no les han dado.
En política, los ciudadanos se han convertido en protagonistas: ha aumentado el interés por la política, se ha disparado la movilización ciudadana, han surgido nuevos partidos, y en las próximas elecciones municipales habrá múltiples candidaturas ciudadanas. Según las series del CIS, el interés por la política crece en 8 puntos porcentuales desde antes de la crisis. También ha aumentado la frecuencia con la que se habla de política con amigos (13,3 puntos porcentuales más) o familiares (12,5 puntos); la firma de peticiones (9,4 puntos); la compra de productos por razones políticas (11 puntos), o la asistencia a manifestaciones (6 puntos). El grado de acuerdo con la afirmación de que la política tiene una gran influencia en la vida del ciudadano aumenta en casi 18 puntos, al tiempo que disminuye en 9 puntos el grado de acuerdo con la afirmación de que es mejor no meterse en política. Igualmente, la colaboración con organizaciones de voluntariado o con fines caritativos también crece con la crisis: si antes de la recesión el 22% de los ciudadanos declaraba colaborar con organizaciones de voluntarios o con fines caritativos, en 2013 lo hacía el 34,7%, un 12,9% más.
La sociedad, por tanto, se ha vuelto más activa y solidaria o cooperativa, y no sólo en el ámbito de la política, sino también en el del mercado. Según Mikroscopia, las nuevas formas de compra y de consumo alternativos y colaborativos surgen con más fuerza entre los consumidores rebeldes —los que admiten sentir rechazo por las grandes corporaciones— que entre el resto de los ciudadanos: el intercambio de productos y servicios es 6,4 puntos porcentuales más alto, como también lo es la compra o venta de productos de segunda mano (13,7 y 8,3 puntos más, respectivamente), la acción de compartir productos y servicios que antes se compraban (6,1 puntos más), la compra en establecimientos de consumo responsable (8 puntos más) y la participación en grupos de consumo y compras colectivas (2,8 y 5 puntos más, respectivamente).
Además, la crisis económica actual se produce en un contexto de digitalización veloz de la sociedad. La acción conjunta de los dos propulsores de cambio, la recesión y la revolución tecnológica, es una bomba de relojería para las instituciones y organizaciones asentadas que no sepan descifrar los códigos de la sociedad en Red; por otro lado, constituye asimismo una gran oportunidad para las organizaciones o proyectos que sí sepan hacerlo.
En 1996, únicamente el 1,3% de los españoles era usuario de Internet. En 2012, el uso ocasional de Internet ascendía, según el Pew Research Center, al 79%, un porcentaje similar al de EE UU. Y España era el quinto país del mundo en redes sociales. La sociedad digital ha creado un nuevo tipo de ciudadano y consumidor —en Red— que forma parte de una comunidad de personas ávidas de información, en permanente intercambio de opiniones sobre acontecimientos, servicios, productos o marcas, y siempre alerta y dispuesta a contrastar la veracidad de lo que se dice y la coherencia de lo que se hace. El ciudadano en Red es exageradamente exigente con las organizaciones políticas y económicas, en lo que ofrecen y en cómo lo ofrecen. Y es muy poco manipulable. Triunfar en la sociedad digital, en un contexto de empobrecimiento, exige elevar hasta el extremo los niveles de autoexigencia.
Las instituciones nacidas en la era analógica se han adaptado peor a las demandas de una sociedad digital, moderna, y con una gran parte de ella azotada por la crisis. Esto también explica, al menos en parte, la rebelión de las masas. En el ámbito de la política, según los datos del CIS, menos de la mitad de los votantes del PP y del PSOE se han conectado en los últimos tres meses a Internet, mientras que entre los de Podemos lo ha hecho prácticamente el doble. En el caso del PP, la situación es particularmente crítica: entre los jóvenes de 18 a 24 años, nativos digitales, el PP obtiene menos del 5% del voto, por lo que hay un amplio espacio abierto a marcas jóvenes de centro-liberal, como Ciudadanos. Algunas de las empresas nacidas en la era analógica muestran dificultades similares y, de no reaccionar a tiempo, podrán peligrar, mientras que se abrirán oportunidades para nuevos proyectos empresariales.
La crisis económica y la revolución tecnológica están cambiando nuestra sociedad profundamente. La recesión ha dañado a demasiadas personas. Se ha producido una fractura social que ha deteriorado las bases de apoyo a los partidos, empresas, corporaciones y bancos tradicionales. Este divorcio no se ha traducido en resignación porque los ciudadanos y consumidores cuentan con plataformas tecnológicas que les ayudan a transformar su rebelión en esperanza, articulando acciones e iniciativas hasta ahora inexistentes. La ruptura con organizaciones tradicionales ha tenido ya consecuencias en el ámbito político, según se vio en las elecciones europeas, y las está empezando a tener igualmente en el ámbito económico. Reconciliar al ciudadano con el sistema político y económico es probablemente el reto más importante que no sólo los partidos, sino también las grandes corporaciones, tienen ahora mismo por delante.
(Artículo de Belén Barreiro, publicado en "El País" el 13 de febrero de 2015)
Tuvieron la gran ocasión de mostrar al público que ellos están hechos de otra madera, que aspiran al poder, sí, como cualquiera de los miembros de la casta a la que tanto desprecian, pero que, desde el poder, cuando a él lleguen, rendirán cuentas a la gente de todo lo que desde el poder realicen. Esta es la bandera que la nueva generación de políticos, procedente en buena medida de la docencia en universidades y centros públicos, tendría que haber levantado como signo de que se dispone a, y es capaz de arramblar con un sistema corrupto. Lamentablemente, a las primeras de cambio, han mostrado que para ellos y ellas el rendimiento de cuentas tiene el mismo valor que ha tenido durante los últimos años para los viejos políticos, es decir, ninguno.
Cierto, las irregularidades que se les imputan son de escala muy diferente a lo que han puesto en evidencia los grandes casos Bárcenas, Nóos, Pujol, Matas, EREs, Gürtell, Púnica y demás. De eso no hay duda, pero tampoco la hay de que la secuencia de sus respuestas ha sido idéntica a la de los diversos implicados en esos casos. Primero, se niegan en redondo a reconocer los hechos: eso es mentira; luego, cuando el escándalo estalla y no hay manera de negarlos, se refugian en la ignorancia, repitiendo como niños: yo no lo sabía, yo no lo sabía; a renglón seguido, y una vez sorbidos los mocos, recompuesto el gesto y reafirmada la dureza de la expresión, culpan al mensajero: nos persiguen, somos víctimas de una conspiración; más adelante, el secretario general echa toda la carne en el asador —ay, aquel aciago día de dos por el precio de uno— en defensa de sus amigos: es un ataque al partido, nos tienen miedo; en fin, escurren el bulto y, cuando es posible, esperan a que escampe antes de reconocer que cometieron la irregularidad de que se les acusa, pedir excusas a quienes confiaron en ellos, y jurar por lo que más quieren en el mundo no volver a las andadas.
Como son politólogos y han impartido cursos de política para gente decente, tendrían que saber que una de las tres o cuatro instituciones fundamentales de cualquier sistema democrático es el rendimiento de cuentas. Si un político/profesor cobra cientos de miles de euros por unos informes de su personal autoría y los declara a Hacienda como percibidos por una sociedad creada ad hoc tres años después de entregado el supuesto informe, está cometiendo una doble irregularidad, como político y como profesor. Y si una política, que ha sido concejal de un Ayuntamiento, firma la asignación de una partida presupuestaria de la que es beneficiaria una sociedad administrada por su hermano y que, para mayor abundamiento, ha estado o está domiciliada en casa de su padre, concejal firmante también de esa partida, comete una irregularidad que en Dinamarca —nuevo destino de la humanidad imaginado por Fukuyama— le habría costado toda su carrera política.
En cualquier país democrático de lo que tópicamente llamamos nuestro entorno, irregularidades de ese tenor —por no hablar de la corruptela del contratado que realiza su trabajo a 600 kilómetros del lugar objeto de la investigación— habrían puesto punto final a la carrera política y a la legítima ansia de poder de sus autores. ¿Alguien piensa que en Dinamarca una concejal que estampe su firma en una subvención a una empresa de su hermano domiciliada en la casa de su padre aguanta un día más en la política? Si lo sabía, malo; si no lo sabía, peor. ¿Alguien cree que la factura de un informe sobre la implantación de la moneda única en varios países de América Latina se abona tres años después de su presunta realización en la cuenta de una sociedad bautizada con el evocador nombre de caja de resistencia, nombre patrimonio de la clase obrera organizada del siglo XIX? Caja de resistencia ¡qué poético! El audaz profesor/político que haya imaginado esa caja y su destino, volvería de inmediato a sus clases, a contar a sus alumnos su romántica experiencia, por el resto de sus días.
Pero estamos en España, donde todavía queda un largo trecho que recorrer en el camino que desde el familismo, el amiguismo y los artilugios para defraudar a Hacienda, lleva hasta Dinamarca. Por los amigos se da la vida y por la familia se mata, faltaría más, si hasta el Papa lo ha dicho, que daría un puñetazo a quien insulte a su madre. Sin llegar a tanto, bueno sería que los afiliados y simpatizantes de los nuevos partidos, en lugar de salir a la calle para protestar contra las supuestas conspiraciones de que serían objeto sus líderes, comenzaran por exigir responsabilidades ante la más mínima irregularidad detectada en sus filas, no vaya a ser que andando el tiempo repitan ellos también la conducta de tanta gente ante los viejos políticos corruptos, ovacionados y aclamados durante años cada vez que entraban y salían de los juzgados.
(Artículo de Santos Juliá, publicado en "El País" el 8 de febrero de 2015)
¿Black is black? ¡Pues claro que lo es! Black se llamaban las tarjetas que Caja Madrid -quebrada y saneada con miles de millones de euros procedentes del erario público- entregó a sus consejeros y directivos entre 1999 y el 2012 para que unos y otros, pertenecientes a los principales partidos y organizaciones empresariales y sindicales españolas (PP, PSOE, IU, CEOE, CC.OO. y UGT), las utilizaran como les diera la real gana, gastando dinero que no era suyo sino de los depositantes y, encima, sin control fiscal de ningún tipo. Y black (negra como la noche) es la España a la que nos devuelven unas prácticas que ponen de relieve lo peor del ser humano y los comportamientos más nocivos que tantas veces se asocian al ejercicio del poder.
Basta repasar la lista de gastos escandalosos (por lo desmesurado o por lo cutre) de los poseedores de las tarjetas para constatar una evidencia dolorosa: que, más allá de ideologías -lo que no deja de resultar muy decepcionante-, consejeros y directivos no tuvieron dudas éticas o morales en aprovecharse de la fantástica oportunidad que se les había puesto en suerte para quemar pasta sin tasa. Y todo, ¡oh fortuna!, por el mero hecho de ser nombrados para un puesto desde el que tenían, sin embargo, la obligación de defender los intereses económicos y sociales de docenas de miles de clientes.
Ese escandaloso comportamiento de más de setenta personas, a las que se les suponía la responsabilidad y honestidad de un gestor público, fue posible, durante nada más y nada menos que doce largos años, porque se produjo en medio de la opacidad, impunidad, falta de control y, consecuentemente, omnipotencia, que ha ido de la mano del ejercicio del poder hasta que la democracia, como forma de gobierno, introdujo los mecanismos necesarios para poner coto a todo ello.
Por eso la indecencia de las tarjetas black, que, de algún modo, deja quedar mal a España entera, y abochorna tanto al país que no tiene trabajo como al que se levanta a trabajar todas las mañanas y se acuesta cansado por las noches, es una muestra de que tenemos la urgente obligación de mejorar los mecanismos de control sobre el poder antes de que este despiporre nos haga caer en el abismo al borde del cual hoy desgraciadamente nos hallamos. Ese, y no otro, es nuestro más complejo desafío.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 6 de febrero de 2015)
Conviene que nos vayamos haciendo a la idea: la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción. La democracia es un sistema político que genera decepción… especialmente cuando se hace bien. Cuando la democracia funciona bien se convierte en un régimen de desocultación, en el que se vigila, descubre, critica, desconfía, protesta e impugna.
Pensemos en dos de las más comunes fuentes de desafecto ciudadano hacia nuestros representantes: la corrupción y el desacuerdo. El menos avisado puede tener una impresión demasiado negativa y caer en el típico error de percepción que genera la corrupción descubierta o el desacuerdo institucionalizado propio del antagonismo democrático. La corrupción es siempre intolerable, por supuesto, y la incapacidad para generar grandes acuerdos está en el origen de muchas de nuestras torpezas colectivas, pero deberíamos ser sinceros y reconocer que buena parte de nuestro malestar con la política corresponde a una nostalgia inadvertida por la comodidad en que se vive donde lo malo no es sabido y se reprimen los desacuerdos. La antropología política nos enseña que hay un sentimiento atávico, nunca plenamente superado, de añoranza hacia formas de organización social en las que reine una plácida ignorancia y los políticos, como reza la queja habitual, no estén todo el día discutiendo.
Hay otra fuente de decepción democrática que tiene que ver con nuestra incompetencia práctica a la hora de resolver los problemas y tomar las mejores decisiones. La política es una actividad que gira en torno a la negociación, el compromiso y la aceptación de lo que los economistas suelen llamar “decisiones suboptimales”, que no es sino el precio que hay que pagar por el poder compartido y la soberanía limitada. Está incapacitado para la política quien no haya aprendido a gestionar el fracaso o el éxito parcial, porque el éxito absoluto no existe. Hace falta al menos saber arreglárselas con el fracaso habitual de no poder sacar adelante completamente lo que se proponía. La política es inseparable de la disposición al compromiso, que es la capacidad de dar por bueno lo que no satisface completamente las propias aspiraciones. Similarmente los pactos y las alianzas no acreditan el propio poder sino que ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que el poder es siempre una realidad compartida. El aprendizaje de la política fortalece la capacidad de convivir con ese tipo de frustraciones e invita a respetar los propios límites.
Todas las decisiones políticas, salvo que uno viva en el delirio de la omnipotencia, sin constricciones ni contrapesos, implican, aunque sea en una pequeña medida, una cierta forma de claudicación. En el mundo real no hay iniciativa sin resistencia, acción sin réplica. Las aspiraciones máximas o los ideales absolutos se rinden o ceden ante la dificultad del asunto y las pretensiones de los otros, con quienes hay que jugar la partida. No tiene nada de extraño, por ello, que nuestros más fervorosos seguidores aseguren que no era eso a lo que aspiraban. Si además tenemos en cuenta que la competición política crea incentivos para que los políticos inflen las expectativas públicas, un alto grado de decepción resulta inevitable.
Todo esto provoca un carrusel de promesas, expectativas y frustraciones, de engaños y desengaños, que gira a una velocidad a la que no estábamos acostumbrados. Los tiempos de la decepción —lo que tarda el nuevo Gobierno en defraudar nuestras expectativas o los carismas en desilusionar, los proyectos en desgastarse, la competencia en debilitarse— parecen haberse acortado dramáticamente.
Incluso quien se presenta generando las mayores expectativas de renovación —porque no forma parte de lo ya conocido y esa carencia de pasado político le permite gozar de la virginidad política como su principal valor—, no tarda mucho en decepcionarnos. Pronto recurren esos mismos a las jugadas políticas que nos habían escandalizado y se organizan como un aparato clásico. Comienzan “pudiendo”, siguen con un quién sabe y terminan posponiendo indefinidamente las promesas más audaces. Hemos pasado, por ejemplo, de no pagar la deuda a pagarla sólo en parte para finalizar con una inocua auditoría ética (apelando, por cierto, al juicio de los expertos). Es curioso lo poco que tarda el radicalismo en “socialdemocratizarse”. La estrategia para ganar elecciones es muy diferente de la tarea de gobernar, y por eso suele ocurrir que lo primero palidece a medida que se acerca la hora de la responsabilidad. Con el paso del tiempo, lo que era exhibido como radicalidad democrática —que los temas cruciales sean decididos por todos— se revela como indefinición táctica o simple ignorancia acerca de qué debe hacerse. No creo que Podemos tarde mucho en decepcionar, como ocurre con todos los actores políticos, no sólo porque comparten nuestra condición humana sino sobre todo porque en algún momento tendrán que tomar decisiones que suponen aceptar algo como menos malo. La prueba de fuego estará en el momento en que sus votos en una institución impliquen una preferencia por unos o por otros, cuando su abstención abra el paso del gobierno a alguien en concreto, todavía más, cuando tengan que preferir a alguien de “la casta” para gobernar.
¿Qué racionalidad podemos introducir en medio de esta decepción? Creo que lo mejor es partir de una constatación muy liberadora: la política es una actividad limitada, mediocre y frustrante porque así es la vida, limitada, mediocre y frustrante, lo que no nos impide, en ambos casos, tratar de hacerlas mejores. Y en segundo lugar, nuestras mejores aspiraciones no deberían ser incompatibles con la conciencia de la dificultad y los límites de gobernar en el siglo XXI. Lo que hacen los políticos es demasiado conocido y demasiado poco entendido. La sociedad comprende poco los condicionamientos en medio de los cuales han de moverse y las complejidades de la vida pública. Esto no ha de entenderse como una disculpa sino todo lo contrario: es el elemento de objetividad que nos permite agudizar nuestras críticas, impidiendo que campen desaforadas en el espacio de la imposibilidad.
Recordar tales cosas en medio de esa desbandada que llamamos desafección política, cuando están saliendo a la luz múltiples casos de corrupción y la política se muestra incompetente para resolver nuestros principales problemas, puede parecer una provocación. Si lo recuerdo es para defender estas tres tesis: que la política no está a la altura de lo que podemos esperar de ella, que no es inevitablemente desastrosa y que tampoco deberíamos hacernos demasiadas ilusiones a este respecto. Y es que las quejas por lo primero (por su incompetencia) se debilitan cuando uno da a entender que acepta lo segundo (que la política no tiene remedio) y cuando traslucen una expectativa desmesurada acerca de la política. De este modo no pretendo disculpar a nadie, sino permitir una crítica más certera, porque nada deja más ilesa a la política realmente existente que unas expectativas desmesuradas por parte de quien no ha entendido su lógica, sus limitaciones y lo que razonablemente podemos exigirle.
Ahora que todo está lleno de propuestas de regeneración democrática no viene nada mal que analicemos con menos histeria el contexto en el que se produce nuestra decepción política, para que estemos en condiciones de valorarla en su justa medida y no cometamos el error de sacar consecuencias equivocadas de ella. Deberíamos ser capaces de apuntar hacia un horizonte normativo que nos permita ser críticos sin abandonarnos cómodamente a lo ilusorio, que amplíe lo posible frente a los administradores del realismo, pero que tampoco olvide las limitaciones de nuestra condición política.
(Artículo de Daniel Innerarity, publicado en "El País" el 2 de febrero de 2015)
Que el sistema político español tiene graves problemas parece cierto. Que esos problemas quepa remediarlos a través de una reforma de la Constitución ya no lo es tanto, por dos razones: ni el derecho puede resolverlo todo ni es claro que todos esos problemas deriven de una defectuosa regulación constitucional que deba corregirse. Es posible que algunos puedan verse aliviados por cambios en la Constitución, otros sólo requieran de meras reformas legales, otros no habrá reforma constitucional que los resuelva, y todos precisen, más aún que de soluciones jurídicas, de una profunda transformación de la práctica política.
Por lo que se refiere a la actual debilidad de nuestras instituciones democráticas, erosionadas en su legitimación como consecuencia de una amplia desafección ciudadana, un problema que no es únicamente español, pues lo compartimos con otros países organizados bajo el mismo modelo de Estado democrático de derecho, sus causas no proceden, a mi juicio, de la Constitución, sino de un mal funcionamiento de los partidos políticos y probablemente también de una legislación electoral que no propicia la cercanía entre representantes y representados. De ahí derivan, creo, los problemas principales que tiene nuestra democracia: la desafortunada selección de líderes políticos, la atonía de nuestro parlamentarismo, la desmedida ocupación partidista de las instituciones técnicas de control e incluso la creciente desconfianza hacia la ley, percibida por los ciudadanos más como una decisión caprichosa en permanente mutación que como una norma racional y estable.
Es lógico que en una situación así prolifere la corrupción, que no es sólo económica sino también política y moral, como también lo es que sufra el Estado de derecho, con grave merma de la seguridad jurídica, que es su principal sustento. Como democracia y gobierno de las leyes son realidades conceptualmente inseparables, cuando enferman lo hacen conjuntamente, que es lo que hoy nos sucede. Y aunque es posible que ese mal, cuyos síntomas son evidentes, no haya alcanzado aún una gravedad extrema, es seguro que empeorará si no se toman con urgencia medidas adecuadas para atajarlo. Si queremos conservar cuanto de bueno hemos logrado los españoles a partir de la Transición política y de las tres primeras décadas de vida constitucional, deben adoptarse determinados cambios que sirvan para conjurar el riesgo evidente que hoy corre lo que con tanto esfuerzo, y de manera tan ejemplar, habíamos conseguido.
En tal sentido, para fortalecer la democracia y el Estado de derecho no creo, como ya he dicho, que se precise de una reforma de la Constitución (excepto quizás en un punto al que después me referiré), que dedica a ambos extremos una regulación cuyas prescripciones, en líneas generales (con la excepción apuntada), me parecen adecuadas y suficientes, salvo que se piense, lo que no es mi caso, que hay que sustituir la democracia representativa por una democracia directa que conduciría, no me caben dudas, a la destrucción del sistema de libertades en que toda democracia ha de asentarse.
Para revitalizar nuestra democracia constitucional, básicamente representativa, lo que sí se necesita, como requisito indispensable, aunque no suficiente, pues el derecho no lo puede todo, es una reforma legal sobre el funcionamiento interno y la financiación de los partidos, introduciendo controles eficaces y propiciando una mejora sustancial de la función de selección de liderazgos que hoy tan imperfectamente realizan. Esto último quizás no se logre sin revisar al mismo tiempo el sistema electoral, para lo que sí sería necesario reformar la Constitución, cuyas prescripciones (sobre todo la determinación de la provincia como circunscripción electoral para el Congreso de los Diputados) aunque pueden valer, y así ha sido, para organizar la representación, se presentan como un obstáculo para mejorar el modo de selección de los dirigentes políticos. Sólo si los partidos cambian radicalmente será posible encontrar algún remedio al grave deterioro de legitimidad política que hoy padecemos.
Otra fuente, indudable, de los problemas de nuestro sistema político procede de la organización territorial. El Estado autonómico, cuyos resultados, hasta hace unos diez años, fueron mayoritariamente positivos, ha entrado hoy en una fase de agotamiento, no sólo por no haber servido para disminuir la fuerza de los seccionalismos, ahora más pujantes que en las décadas anteriores, como lo muestra, al menos, la grave situación que existe en Cataluña, sino también porque se han puesto claramente de manifiesto muy importantes defectos en el funcionamiento general de la distribución territorial del poder. Es cierto que muchos de esos defectos se deben a un mal desarrollo del modelo, pero también lo es que otros, los principales, obedecen a razones estructurales, por lo que, para hacerles frente, además de adoptar reformas legales, me parece que resulta indispensable, aquí sí, realizar profundos cambios constitucionales.
No tanto para reformar el Senado, pues tengo muchas dudas sobre la utilidad, en los Estados compuestos, de una cámara de representación territorial, sino para sustituir el confuso sistema de distribución territorial de competencias que la Constitución y los Estatutos de Autonomía han previsto, por otro mucho más claro y eficaz, articulado de manera completa en el mismo texto de la Constitución, sin hacerlo recaer por completo, como hasta ahora, sobre las espaldas del Tribunal Constitucional, poniendo fin, además, al principio dispositivo que, plausible en los años del proceso constituyente, hoy no debe perpetuarse si queremos tener un Estado que funcione de manera aceptable. También para regular de modo preciso en la propia Constitución, lo que hoy no sucede, un modelo equilibrado y eficaz de financiación autonómica. Y de paso para eliminar muchos preceptos constitucionales de derecho transitorio, hoy completamente obsoletos. No creo, sin embargo, que esa reforma constitucional deba denominar necesariamente como federal a un Estado, el nuestro, que ya lo es, pero sí que refuerce los rasgos federales del Estado autonómico. Lo que no cabe, a mi juicio, es buscar la salida a nuestros problemas territoriales a través de la confederación, fórmula incompatible con un Estado eficaz e incluso, más aún, con un Estado constitucional.
Y en este punto es donde cabe plantear el problema de la integración constitucional de los nacionalismos. Problema, a mi juicio, jurídicamente insoluble si identificamos nacionalismo con independentismo, pues la mejor Constitución posible no serviría para que sus pretensiones desaparecieran, aunque una Constitución que preserve mejor las singularidades políticas, históricas y culturales de determinados pueblos de España sí puede servir para aliviar las tensiones nacionalistas o, al menos, para detener su expansión, pues que en nuestro ordenamiento sean lícitos, por fortuna, los nacionalismos no significa que ese ordenamiento pueda basarse en ellos. Por lo demás, el reconocimiento de aquellas singularidades, en mayor medida de lo hecho hasta ahora, no tiene por qué significar exactamente el establecimiento de un federalismo asimétrico, fórmula de muy difícil administración, pero sí buscar, para determinadas comunidades, modos de organización interna diferenciada y fórmulas de participación especial en las tareas comunes del Estado, preservando siempre, eso sí, la igualdad sustancial de derechos de los ciudadanos y la no discriminación entre Comunidades Autónomas.
Aunque los he expuesto separadamente, en el fondo los problemas de nuestra democracia y de nuestra organización territorial están enlazados. Y ambos requieren no sólo de reformas jurídicas, incluida la reforma constitucional que, cuando es necesaria, sirve precisamente para consolidar el sistema, sino también de reformas políticas, y estas últimas cabe resumirlas en dos: defender con firmeza en el campo de las ideas los valores de la España constitucional, democrática y autonómica, lo que hasta ahora se ha hecho muy poco, y ejercer una efectiva ejemplaridad pública desde el Gobierno y los partidos, un magisterio de costumbres, hoy tan escaso, que resulta indispensable para mejorar la educación cívica de los españoles. Al fin y al cabo, la virtud de los ciudadanos, tan necesaria en una democracia, sólo se logra si también son virtuosos los gobernantes, esto es, si hay un buen y no un mal gobierno.
(Artículo de Manuel Aragón Reyes, publicado en "El País" el 1 de febrero de 2015)
Desde la promulgación del Código Penal de 1995, que algunos llamaron el Código Penal de la democracia, se le han incorporado una serie de reformas variopintas con un denominador común: la constante elevación, directa o indirecta, de las penas privativas de libertad. La culminación de ese proceso es la llamada “prisión permanente revisable”, que el dictamen de la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados describe y justifica en los siguientes términos:
“La necesidad de fortalecer la confianza en la Administración de Justicia hace preciso poner a su disposición un sistema legal que garantice resoluciones judiciales previsibles, que, además, sean percibidas como justas. Con esta finalidad, siguiendo el modelo de otros países de nuestro entorno europeo, se introduce la prisión permanente revisable para aquellos delitos de extrema gravedad en los que los ciudadanos demandaban una pena proporcional al hecho cometido. En este mismo sentido se revisan los delitos de homicidio, asesinato y detención ilegal y secuestro con desaparición, y se amplían los marcos penales dentro de los cuales los tribunales podrán fijar la pena más ajustada del caso concreto”.
Como pone de manifiesto ese párrafo, la justificación básica de la introducción de la nueva pena se halla en la demanda social, es decir, en lo que se llama voluntad democrática del pueblo; pero, que una parte importante, probablemente mayoritaria, de la sociedad, demande el endurecimiento de las penas no constituye una justificación democrática. Ese modo de justificar olvida que la democracia no se reduce a la voluntad y los deseos de la mayoría sino que tiene otras exigencias definitorias: es un sistema político de ciudadanos que se reconocen como iguales en dignidad y derechos y que pretenden gobernarse por mayorías que tomen decisiones racionalmente fundadas y respetuosas con la dignidad de todos. Ser antiterrorista o juzgar negativamente los delitos violentos no significa ser demócrata. Eso lo hace espontáneamente casi todo el mundo, es fácil. Sin embargo, ser demócrata es difícil porque comporta un plus: reconocer como personas incluso a los que, a nuestro juicio, hayan causado los más graves daños sociales (y es claro que no cabe exigir ese reconocimiento a las víctimas de delitos de sangre; pero sí a los que dirigen la política criminal). Poner a las víctimas como eje de la política criminal es un error ético, pues o es exigirles una imparcialidad y objetividad imposible para ellas o es plegarse a una idea de la justicia distinta de la que debería imperar en una sociedad racional.
Esa irracionalidad se pone de manifiesto en la regulación española de las penas privativas de libertad. Hasta ahora, teníamos las tasas de delincuencia más bajas de Europa, con uno de los sistemas penales más duros. Pese a que, en esa situación, la delincuencia no parece crecer, las penas privativas de libertad, sí. Y ese incremento no se justifica en absoluto en aras de una mayor eficacia: si uno examina los sistemas penales de Occidente, comprobará que aquellos que tienen las penas más duras no son, ni con mucho, los que combaten con mayor eficacia la delincuencia. El endurecimiento de las penas más allá de ciertos límites parece, incluso, contraproducente. Si tomáramos como modelo Estados Unidos (que parece ser el que efectivamente tomamos), probablemente tendríamos alrededor de un millón de presos y una delincuencia bastante mayor y peor que la nuestra. ¿Es eso lo que queremos?
La pena privativa de libertad, que por sí misma es un mal, sólo puede justificarse porque produzca un bien mayor que el mal que causa, pues causar daño al delincuente, sin obtener de ese daño una utilidad manifiesta, no satisface ni la justicia ni el deseo de hacerla: o responde a un deseo de venganza o a un sentido equivocado de lo que la justicia exige. Si el mal causado al delincuente no hace más que sumarse al que el delito produjo no tiene justificación posible.
Los nuevos “demócratas” olvidan ese pequeño detalle y parten de una concepción “talionar” de la justicia, que se pone de manifiesto en la inversión del sentido del principio de proporcionalidad constitucional: ese principio supone un límite del poder penal del Estado y, de ningún modo, un fundamento que legitime el incremento de las sanciones penales. La ley del talión es irracional, tanto si la igualdad entre el delito y la pena se entiende materialmente (ojo por ojo, diente por diente), pues en ese caso sería inviable si el delincuente fuera ciego o desdentado, como si se la concibe de modo valorativo. Pues el castigo no trata de añadir al mal del delito el de la pena, sino de tutelar los bienes y derechos de los individuos y de la sociedad. Es esa función de tutela, y no la igualdad con el mal del delito, lo que puede justificar la pena; y, en sistema democrático, cualquiera que sea la voluntad de sus miembros, esa tutela ha de llevarse a cabo respetando las exigencias que dimanan de la adopción de un sistema democrático, cuyo fundamento, como acaba de decirse, radica en la igual dignidad de todos. Por eso, una pena que lesione esa dignidad, incluso en el peor de los delincuentes, no puede considerarse un bien en una democracia.
Cuando se afirma por la Comisión de Justicia que seguimos el modelo imperante en el entorno europeo se oculta que esa semejanza es meramente nominal. Para demostrarlo, basta considerar el caso de Alemania. Introducida allí la cadena perpetua (lebenslange Freiheitsstrafe),se planteó una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional alemán que, tras llevar a cabo una profunda reflexión acerca de la misma, concluyó que la cadena perpetua en sí misma podía ser conforme a la Constitución siempre que dejase al penado una posibilidad real de libertad y reinserción. Tras un período de tiempo en que esa posibilidad la garantizaba el Gobierno, a través de la posibilidad de indultar, por ley del 8 de diciembre de 1981 se introdujo en el Código Penal un artículo 57a que establece la revisión periódica por parte de los tribunales, a partir de los 15 años de cumplimiento. Estos habrán de suspender la cadena perpetua siempre que se den determinados requisitos. El resultado de ese sistema es que el tiempo medio de cumplimiento en los delitos más graves es de 20 años, es decir, la mitad de los 40 que establecen hoy nuestras leyes.
A partir de esos datos es precisa una reflexión sobre la necesidad de la prisión permanente revisable pues, tal y como está proyectada, desvela la baja calidad real que cabe atribuir hoy a la democracia española. Ni siquiera se ajusta a los requerimientos formales establecidos por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la sentencia del 9 de julio de 2013, sino que, sólo aparentemente, cumple la exigencia material de proporcionar al penado una expectativa real de libertad y reinserción. Pues no podemos olvidar nuestra historia: en un país donde la liberación de ciertos penados no se ha producido ni siquiera cuando las penas temporalmente limitadas llegan a su fin (y basta recordar el caso Parot, al que cabría añadir otros), ¿cómo cabe esperar que los delincuentes a los que en el futuro se imponga dicha pena vayan a tener una oportunidad efectiva de recuperar la libertad? Y, si existe un peligro grave de que no la tengan, ¿cómo nos atrevemos a proponer su introducción? ¿Acaso es porque seguir los dictados irreflexivos de ciudadanos encolerizados resulta electoralmente más rentable que defender los derechos básicos, que constituyen los cimientos de la democracia? ¿Nos importan realmente los derechos constitucionales? ¿O invocamos la Constitución realmente sólo cuando nos afecta, mientras que, si pensamos que no nos incumbe, directamente la empleamos a modo de latiguillo retórico en el que no se pone ni fe ni entusiasmo?
Parece que, al menos, la mayoría de los políticos y juristas y la totalidad de los jueces debieran defender la dignidad y los derechos fundamentales de todas las personas con una decisión y un valor que hasta ahora no han demostrado. Y sería hora de que lo hiciesen para que este país gozase de una democracia de calidad y dejase, de una vez por todas, de ser el burgo sórdido del que hablaba don Antonio Machado.
(Artículo de Tomás S. Vives Antón, publicado en "El País" el 30 de enero de 2015)
Un día como hoy, hace 70 años, la humanidad se encontró con “el acontecimiento más monstruoso de la historia humana”, como lo calificara Norberto Bobbio. El nazismo quería generar un hombre autoritario, impiadoso, y sin responsabilidad para con los otros seres humanos. Y Auschwitz era apenas un engranaje dentro del sistema de asesinatos masivo de los judíos, conocido como “Holocausto” o preferentemente “Shoá” (también fueron asesinados patriotas, homosexuales, distintas minorías). Auschwitz-Birkenau era un conjunto de campos de trabajo esclavo y de experimentación médica, al tiempo que una fábrica de la muerte. Allí fueron asesinadas 1.100.000 personas. Rudolf Höss, quien fuera su comandante, comentaba fríamente: “Se llevaba a la gente a las cámaras de gas (…) Entraban de a 200, todos apretados (…) Normalmente se tardaba de 3 a 15 minutos en aniquilar a toda la gente, es decir, en que no quedasen signos de vida (…) En 24 horas se podía incinerar a 2000 personas en los cinco hornos”. Sin el menor remordimiento arguyó que cumplía órdenes: “Que fuera necesario o no ese exterminio en masa de los judíos, a mí no me correspondía ponerlo en tela de juicio, quedaba fuera de mis atribuciones”.
Para Henry Feingold “Auschwitz fue también una expresión del moderno sistema fabril. En lugar de producir mercaderías, utilizaba seres humanos como materia prima y obtenía la muerte como producto final”. Muy dividida la responsabilidad entre los jerarcas nazis, luego de la guerra sólo unos pocos pudieron ser juzgados.
El lenguaje encubridor y pleno de eufemismos del nazismo llamó “campos de concentración” a los de exterminio, “kapos” a los colaboracionistas, “solución final” al genocidio, “duchas” a las cámaras de gas, “tratamiento especial” al asesinato inmediato, “emigrados” a los asesinados, “muñecos” o “trapos” a los cuerpos ultimados, etc.
“Lo que ha sido no tiene en el ser sino el lugar que le damos”, escribió Alain Finkielkraut. A su vez, Elie Wiesel -sobreviviente de Auschwitz y Premio Nobel de la Paz- asegura que “una memoria que no tomase en cuenta el futuro, violaría el legado del pasado”. Sostiene asimismo que luego de Auschwitz el mandato de la memoria se divide en tres partes: “no olvidar; recordar; hacer recordar”. Al cumplirse 70 años de la finalización del infierno de Auschwitz, cuando la gran mayoría de la humanidad ha nacido con posterioridad, tenemos la obligación de no olvidar, de recordar y de hacer recordar. Sabiendo que el pasado no puede considerarse “pasado pasado” sino “pasado presente”. Para que no suceda otro Auschwitz, debemos crear una cultura de la memoria y la educación; dirigida al respeto por el otro, por el diferente. Esta memoria activa nos exige una actitud alerta, donde impere la responsabilidad solidaria con todos los seres humanos.
(Artículo de Mario Cohen, publicado en "Clarín" el 27 de enero de 2015)
A comienzos de los años setenta, uno de los temas centrales de las ciencias sociales fue el de la igualdad. Todo el mundo empezó a discutirlo con fruición a partir de una obra central de la filosofía moral y política del siglo pasado, la Teoría de la justicia (1971) de John Rawls. La aparición de Thatcher y Reagan y la consiguiente hegemonía neoliberal contribuyeron a agudizar el debate, aunque poco a poco, como resultado de toda una serie de críticas comunitaristas a Rawls, se produjo un giro en la reflexión. El problema dejó de ser la igualdad, y casi toda la energía académica pasó a concentrarse sobre la diferencia. Por decirlo en términos popularizados por N. Fraser, se pasó así del “paradigma de la distribución” al “paradigma del reconocimiento”, y los departamentos universitarios se llenaron de jóvenes ansiosos por desentrañar el multiculturalismo, el feminismo, los derechos de los pueblos indígenas, los nacionalismos y un largo etcétera. Ahí se centró también la discusión pública mundial.
Mientras tanto, la caída de los regímenes de socialismo de Estado, la internacionalización de la economía y las nuevas tecnologías provocaron enseguida un demencial capitalismo de casino. Pero los teóricos seguían erre que erre haciendo su trabajo sobre la “política de la identidad”, solo que ahora trasladada al mundo de la globalización. No es que estos estudios carecieran de importancia, el problema es que los otros, los que advertían sobre la aparición de nuevas formas de desigualdad económica, pasaron a un segundo plano.
La crisis económica supuso el gran despertar a esta realidad desdeñada. Y la política, reducida a su mero papel de gestora de un sistema que ya no controla, hubo de enfrentarse a la indignación de sectores ciudadanos que se encontraron con que compartían su soberanía formal con otra fáctica ostentada por los mercados, los nuevos amos. “Hayek había vencido a Keynes” (W. Streeck). Y la nueva agitación política se centró en sacar a la luz esta contradicción: superados ciertos límites, la ecuación de desigualdad y democracia se convierte en un oxímoron.
Estábamos en esas cuando hizo su aparición estelar El capital en el siglo XXI de Piketty, que puso negro sobre blanco el actual estado de cosas. Y lo hizo de la única forma en la que en estos nuevos tiempos suele presentarse cualquier “relato”, a partir de la cuantificación estadística. Sus conclusiones principales son bien conocidas, pero conviene detenerse en algunas de ellas. Las que aquí me interesan son las siguientes. 1. La lógica asimétrica entre rendimientos del capital y crecimiento económico, la famosa fórmula r>g. 2. La nueva revolución tecnológica no proporciona un incremento de la productividad similar al de la anterior revolución industrial o, lo que es lo mismo, el crecimiento económico de este siglo es inferior al de épocas anteriores. En parte también por el menor aumento de la población y por el poco espacio que queda para catch-up desde menores niveles de desarrollo, excepto en las economías emergentes. 3. Como consecuencia de 1. y 2., y en ausencia de mecanismos políticos correctores, los titulares del capital se van quedando con una parte cada vez más amplia de un pastel que ya apenas crece. 4. Por la desaparición de dichos ajustes políticos, capital y riqueza han destronado claramente al trabajo en importancia e influencia política y económica. El tan cacareado tránsito de capitalismo a meritocracia es un mito, la herencia sigue superando al talento como criterio distributivo. Y 5., todo lo anterior conduce a una contradicción central entre la promesa de igualdad de la democracia y una realidad capitalista marcada por una desigualdad económica radical, que clama por la introducción de nuevas medidas de política fiscal en el espacio global. No se ha producido una democratización del poder y la riqueza.
El aspecto de la obra de Piketty que tuvo más impacto fue la parte empírica, el sorprendente arsenal de datos aportados para sostener sus tesis, o si es viable o no el impuesto global a la riqueza que propone. Más desapercibido ha pasado lo que impulsó a este autor a emprender su magna investigación, el problema de la equidad. Como él mismo ha reconocido, lo que le motivó a indagar sobre la desigualdad es la justicia. El escrutinio que hace de la desigualdad es a partir de un ideal normativo, la necesidad de que las distinciones sociales sólo puedan “fundarse en la utilidad común”, como dice el art. 1 de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 con el que abre el libro. Por tanto, Rawls y Piketty se tienden la mano y pueden leerse ahora de forma complementaria, aunque el primero hubiera preferido cambiar “utilidad” por “preservación de la igual dignidad de todos”. La primera frase de la Teoría de la Justicia de Rawls es bien elocuente: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales”, que prevalece sobre otras como la eficacia o la estabilidad.
La obra del francés le hubiera entusiasmado a Rawls, aunque también le hubiera puesto los pelos de punta. Le habrían encantado sus firmes convicciones normativas; y lo que le habría horrorizado es la situación de un mundo en el que la riqueza campa a sus anchas. Rawls propugnaba que, idealmente, el grupo de los menos aventajados tuviera una especie de derecho de veto sobre la distribución de los recursos sociales; su acceso a un mayor bienestar debía ser el punto de referencia para justificar la desigualdad. En la práctica nos encontramos, sin embargo, con que dicho derecho de veto lo poseen quienes más tienen. En eso consiste, en definitiva, el reconocimiento de que las decisiones políticas nacionales deben ajustarse a los criterios dictados por los mercados.
Es cierto que Rawls escribió su teoría en medio de los Gloriosos Treinta, en pleno pacto social-democrático, mientras que la indagación de Piketty parte ya de las condiciones de una sociedad globalizada, y como buen economista no puede dejar de combinar justicia con utilidad. Pero en unos momentos en los que el filósofo es expulsado de la ciudad para entronizar en ella al estadístico, es refrescante toparnos con alguien con capacidad de valerse de los datos para incorporarlos a un cuerpo conceptual más amplio y facilitar así la colaboración interdisciplinar. La tolerabilidad de la injusticia se ha convertido en uno de los problemas centrales de nuestro tiempo, y se hace imperativo poder reflexionar sobre ella más allá de la pura cuantificación o del retórico clamor y la indignación por la actual distribución de la riqueza. Oscilamos entre el cálculo y la emocionalidad, pero ¿dónde dejamos la razonabilidad, lo cualitativo, la capacidad para conformar un juicio adecuado de cuanto nos rodea, la ponderación de esos mismos datos dentro de un orden de sentido?
Con todo, el asunto no es sólo de índole teórica o empírica. El propio Piketty reconoce que las cuestiones que tienen que ver con la justicia sólo podrán ser zanjadas mediante la deliberación democrática y la confrontación política. O sea, por los ciudadanos, no por filósofos, economistas o estadísticos, aunque cuanto más nos vayan desbrozando el campo para esta discusión imprescindible tanto mejor. El problema es que, como hoy vemos en Grecia, lo único que no parece ser discutible son las pautas básicas del orden sobre las que se sostiene el sistema económico, que goza de una gran capacidad de chantaje. Las asimetrías de riqueza son también asimetrías de poder nos dice Piketty. Rawls lo hubiera formulado de otra manera: libertad e igualdad son las dos caras de un mismo ideal, el ideal democrático.
Estábamos en esas cuando los atentados de Charlie Hebdo y el reverdecer de los nacionalismos han vuelto a arrojarnos a la prioridad de la política de la identidad, amenazando con desplazar de nuevo la discusión sobre la justicia social a un segundo plano. Hay que insistir en evitarlo, entre otras razones, porque, en el fondo, ambos paradigmas se sustentan sobre un sustrato común: la falta de respeto y el reconocimiento. En unos casos debido a la marginación social económica, en otros por diferencias identitarias, o por un entrelazamiento de las dos. No nos queda otra que buscarle una solución a ambas.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 27 de enero de 2015)
El Estado comienza cuando el hombre se afana por evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y quien dice la sangre dice también cualquier otro principio natural; por ejemplo, el idioma…..el Estado consiste en la mezcla de sangres y lenguas. Es superación de toda sociedad natural. Es mestizo y plurilingüe. J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas
Una vez más, en España, pero también en otros países (europeos o no), grupos de ciudadanos que sienten afinidades lingüísticas o étnicas afirman que son una nación, lo que les daría derecho a autodeterminarse y, eventualmente, a articularse como un Estado propio. Es algo que ha ocurrido repetidamente en el pasado. Pero en los albores del siglo XXI, y con un mundo globalizado y en una Europa unida, ¿tiene sentido ese argumento? Dicho de otro modo, ¿importa hoy ser nación?
Hagamos un poco de teoría.
A la hora de pensar el Estado moderno, todos hemos interiorizado un hábito (una rutina) de pensamiento según el cual allí donde hay una lengua, hay una nación, y allí donde hay una nación, hay (o debe haber) un Estado: lengua=nación=Estado. Pero ojo, también viceversa: Estado=nación=lengua. Así, cuando se dice que disponer de una lengua propia otorga a una comunidad el derecho a tener Estado, se argumenta desde la nación hacia el Estado, de abajo a arriba. Pero cuando un Estado o un dictador trata de imponer una sola lengua porque es una sola nación, la lógica funciona igual.
Lógicas que reproducen específicas experiencias históricas europeas: la francesa y la alemana. Como es sabido, Francia construye la nación desde el Estado imponiendo el francés contra “provincialismos” y patois, mientras que Alemania era ya nación a comienzos del XIX —véanse los Discursos a la nación alemana de Fichte—, mucho antes de la unificación de Bismarck. Pero, paradójicamente, el resultado fue el mismo: el demos, el pueblo que sustenta al Estado, es culturalmente homogéneo. Porque el Estado hace a la nación, o porque la nación se dota de un Estado; en todo caso a cada Estado, su cultura, y viceversa. Herder lo decía con lenguaje más problemático: a cada pueblo (Volk), su lengua y su espíritu (su Geist), y, por supuesto, a cada Volkgeist, su Estado.
Pues bien, ¿podemos hoy organizar el mundo con ese esquema, como pretendió el presidente Wilson hace ahora un siglo? ¿Toda nación tiene derecho a “su” Estado? Me temo que no, hasta el punto de que algún inteligente sociólogo (Charles Tilly) ha considerado esta idea como el primero de los “postulados malignos” de la ciencia social.
Y tras la teoría tratemos de objetivar el problema.
En el mundo hay algo menos de 7.000 lenguas, unas 5.000 etnias y algo menos de 200 Estados (datos bastante fiables, pero es igual, aceptemos un margen de error del 20%). Ello significa que la media de lenguas por Estado es nada menos que 35, media que encubre una tremenda dispersión. El continente más normalizado, es decir, con una media de lenguas por país menor, es, con gran diferencia, Europa (4,6 lenguas por Estado). Pero se estima que en el mundo hay sólo 25 Estados lingüísticamente homogéneos y en la mayoría se hablan, no ya varias, sino docenas e incluso centenares de lenguas. Vivir en un Estado lingüísticamente homogéneo tiene una probabilidad aproximada de 1 sobre 10. En el panorama internacional, España es una excepción, sí… pero de monolingüismo.
Y aunque los datos sobre la composición étnica de los Estados son más difíciles de estimar (pues el concepto de “nación” es muy complejo), los resultados son similares. El profesor Isajiw, de la Universidad de Toronto, ha calculado que de un total de 189 Estados analizados, 150 incluyen cuatro o más grupos étnicos, y solo dos países (Islandia y Japón) listan un solo grupo. Y concluía asegurando que “prácticamente todas las naciones-Estado son más o menos multiétnicas”. Existen más relaciones “internacionales” dentro de los Estados que entre ellos, se ha podido afirmar. De modo que, de nuevo, ser un Estado plurinacional no es nada raro; es lo normal.
Y por si fuera poca la globalización, que mueve capitales y mercancías, mueve también personas, lenguas, religiones, y culturas. Se estima en no menos de 200 millones los emigrantes en todo el mundo, de modo que son más del 20% en París, el 30% en Londres, el 40% en Nueva York y más del 50% en Toronto, Vancouver o Miami. Hay colegios de Madrid y Barcelona con más de 40 minorías lingüísticas, pero son más de 200 en las escuelas de Nueva York. Los territorios y los espacios sociales son, cada vez más, multiculturales, nos guste o no.
¿Qué conclusiones podemos sacar de todo ello? Muchas, pero me limitaré a dos.
La primera es que si tener una lengua y ser nación diera derecho a un Estado, solo podría hacerse de tres (malos) modos: bien normalizando culturalmente las poblaciones existentes dentro de los actuales Estados para homogeneizarlas a una pauta nacional, algo hoy éticamente inaceptable (sería “españolizar” o “catalanizar”, que es lo mismo); bien mediante procesos de “limpieza étnica”, expulsando la población que no acepta su normalización, algo menos aceptable aún (pero lo hemos sufrido en el País Vasco); y en todo caso, multiplicando el número de Estados para ajustarlos al número de naciones, de modo que tendríamos no ya cientos, sino probablemente miles, lo que haría el mundo políticamente inmanejable —y ya lo es con los Estados existentes—. Es decir, la pretensión de que ser nación da derechos no es generalizable, no es viable políticamente, y por tanto, solo puede obtenerse como privilegio.
La segunda conclusión es que, como apuntaba Ortega (y como sustentan los datos anteriores), no parece haber alternativa a la separación entre la lealtad a un Estado (el llamado por Habermas “patriotismo constitucional”) y la identidad étnica o lingüística, no hay alternativa a la separación entre las fronteras políticas y las fronteras culturales, obligándonos a pensar en nacionalismos posnacionalistas (como es, por ejemplo, el americano), basados en demos pluriculturales y plurilingüísticos. Lo que no es sencillo, desde luego.
Hasta el momento, en Occidente hemos construido democracias asentadas sobre poblaciones culturalmente homogéneas, pero los Estados modernos unen ciudadanos, no naciones, y tenemos que inventar nacionalismos posnacionalistas o quizás internacionalistas, en todo caso compuestos e híbridos. Hacia arriba, y eso es la Unión Europea: l'Europe n'est plus qu'une nation composée de plusieurs, decía Montesquieu. Y de modo similar España es una nación de naciones, que es lo que viene a decir el artículo 2 de la Constitución (“la nación española” la “integran” “nacionalidades” y regiones). En todo caso las nacionalidades, como vemos a diario, se pueden compatibilizar y articular en cascada, como muñecas rusas. Y se puede ser del Ampurdán, catalán, español y europeo, en cantidades variables, pues las identidades no son excluyentes más que si así se decide.
Pero cuidado, y aquí viene la confusión: si España es compuesta, que lo es, Cataluña lo es mucho más. También Cataluña es una nación de naciones, y tiene a España metida tan dentro como Cataluña está metida dentro de España. El catalanismo percibe con nitidez la diversidad de España, pero se niega a ver la suya propia pidiendo un respeto que, al parecer, no está dispuesto a otorgar.
Pues este cuchillo corta por los dos lados. Si implica que los Estados deben renunciar a la pretensión decimonónica de construir naciones culturales normalizando sus poblaciones (según el modelo francés), las naciones deben también renunciar a la pretensión decimonónica de transformarse en Estados (siguiendo el modelo alemán). El mundo (y la UE) sería un gallinero si los miles de etnias o naciones existentes reclamaran su Estado. El camino de Europa, que es también el camino de la emergente civilización mundial, potencia la unión política, no la división. Pues si no se puede ser catalán y español al tiempo, ¿se puede ser catalán y europeo?
(Artículo de Emilio Lamo de Espinosa, publicado en "El País" el 23 de enero de 2015)
Hay latiguillos peligrosos. Este es uno de ellos. Se suele afirmar, con frecuencia, que una determinada actuación puede llevarse a cabo “si hay voluntad política”. En principio, parece una obviedad. Voluntad equivale aquí a deseo: si desde un determinado poder público se desea hacer algo se hace y si no, no. Y punto. La voluntad de hacer es un elemento esencial, no puede darse actuación política sin este imprescindible impulso, cualquier autoridad la ejerce a diario.
En principio, pues, el latiguillo parece inocuo. Pero normalmente, cuando se alega, suele tener otro significado, muy distinto, con frecuencia perverso, que lo adivinamos por el contexto en el que se pronuncia. En efecto, al invocar la voluntad política lo que se pretende es, lisa y llanamente, saltarse la ley, prescindir del derecho, actuar sin límites legales. Se atribuye la culpa sólo a la decisión de quien desempeña un cargo, no a que lo impida la ley.
En definitiva, lo que se quiere decir con la famosa voluntad política es lo siguiente: ‘ya sé que esto que pretendo es ilegal pero, como todos sabemos, la ley es interpretable, es decir, moldeable, como si fuera de plastilina, quien tiene poder puede darle el significado que quiera y si es recurrida ante un tribunal este mismo poder ya se encargará de ejercer la conveniente presión para que el poder judicial no ponga objeciones’. Tal concepción implica un grave desprecio para el Estado de derecho ya que sitúa al poder (al Estado entendido como conjunto de órganos) por encima y al margen de las normas (entendidas en su conjunto, como sistema que conforma un ordenamiento jurídico), es decir, del derecho.
Es más, en el fondo, lo que se pretende con esta concepción es configurar un poder político con voluntad ilimitada de mando, precisamente lo contrario de la idea de Estado de derecho, al prescindir de dos principios básicos: la división de poderes (todo poder está limitado por otro poder) y la supremacía del derecho (toda actuación de un poder público debe estar autorizada por una norma jurídica y dictado en forma de tal). Ambos principios están estrechamente relacionados y van dirigidos a la misma finalidad: que un hombre no gobierne sobre otro sino que nos gobiernen únicamente las leyes y que estas tengan como objetivo la igual libertad de las personas.
Por tanto, desconfíen de quienes hablan de voluntad política. Incluso cuando hablan en nombre de una supuesta voluntad del pueblo, interpretada por ellos, en la mayoría de los casos lo que pretenden es saltarse las normas, vulnerar el derecho, es decir, que las personas deban obedecer a otras personas, en concreto a ellos, y no a las leyes, es decir, a todos.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 20 de enero de 2015)
Cuando uno tiene que escribir los nombres del clan Pujol que están hoy imputados por presuntos delitos económicos resultan de gran ayuda las teclas copiar y pegar que Word nos suministra, vista la larga lista de personas con los mismos apellidos. Vean, sino: Jordi Pujol i Soley, Marta Ferrusola (su esposa), Jordi Pujol Ferrusola, Marta Pujol Ferrusola, Pere Pujol Ferrusola, Oriol Pujol Ferrusola, Mireia Pujol Ferrusola, Oleguer Pujol Ferrusola (todos hijos de los dos primeros), Mercé Gironés y Anna Vidal, ex esposa y esposa, respectivamente, de Jordi y Oriol Pujol Ferrusola. «¡Qué tropa, joder, qué tropa!», que dicen que exclamó el conde de Romanones en su día.
¿Cómo explicar que seis de siete hijos y, por afinidad, dos de sus mujeres, sean, al parecer, unos bribones y, presuntamente, unos delincuentes? Ante tan inquietante pregunta, caben dos explicaciones: la primera, que la tendencia a actuar como si el Código Penal fuera un tebeo se la han transmitido Jordi sénior y señora a sus retoños en el código genético, entre que se dedicaban a fer caixa, es decir, a llenarse trapaceramente los bolsillos, y a eso que ambos llamaban fer país. ¡Menuda cara! Aunque nada sé de biología, sí conozco por mis estudios de criminología que la teoría según la cual las tendencias delictivas se transmiten por herencia es una tontuna de gentes reaccionarias.
La segunda explicación, me temo, es más plausible. Según ella, la red de ilegalidades y golferías del insuperable clan Pujol sería la directa consecuencia de cuatro factores concurrentes: la larga permanencia de Pujol y CiU en el poder, el hiperliderazgo de Pujol en su partido, el amplísimo dominio de CiU sobre las instituciones catalanas y, por último, aunque no en último lugar, la capacidad de Pujol para envolverse en la senyera cada vez que alguien osaba poner en duda la limpieza con la que él y los suyos ejercieron el poder durante más de veinte años. Según la teoría típica de cualquier nacionalismo (desde Franco a Fidel Castro), atacar a Pujol, o a CiU, era hacerlo a Cataluña. ¡Ahí es nada!
Cuando a finales del siglo XVIII los norteamericanos inventaron el Estado constitucional, partieron de que los hombres no eran ángeles y, por eso, creyeron indispensable fijar mecanismos de equilibrio para evitar el abuso de poder. Tales equilibrios se convirtieron luego, en el mundo libre, en necesidad imprescindible. De hecho, ha sido su vulneración en Cataluña lo que ha conducido a que los hijos de un hombre rico y poderoso, que podían haber estudiado en las mejores universidades y haberse colocado luego en magníficos empleos, hayan aspirado a la indecencia de vivir sin trabajar y sin cumplir la ley, amparándose para ello en su papá y en el escudo en que su papá se protegía: Cataluña. ¡Pobre Cataluña, con esos valedores!
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia el 21 de enero de 2015)
El eje de Democracia de Papel -libro que publica este mes la editorial Catarata y del que se anticipa en El Huffington Post la Introducción- es el compromiso del autor exclusivamente con la democracia durante 40 años de ejercicio del periodismo. La dedicación a la información y al análisis sobre la implantación de las reglas del juego político y jurídico tras el franquismo y sobre la aplicación de las mismas a lo largo de varias décadas, proporcionó elementos valorativos suficientes para considerar la democracia resultante poco sólida, de papel.
La herramienta utilizada ha sido la crítica al poder, iniciada durante los años de la transición y que se incrementó conforme se fueron deteriorando las instituciones de la democracia recuperada y corrompiéndose los tan añorados partidos, de la mano de sus dirigentes políticos.
La ausencia de cualquier tipo de compromiso, pacto o acuerdo con los titulares del poder y con el poder mismo antes, durante y después de la transición, suministra un arsenal de razones para promover, a lo largo de los diez capítulos del libro, sin trabas ni componendas de ningún tipo, ideas y propuestas acordes con la proclamación de la voluntad constituyente de "establecer una sociedad democrática avanzada", que figura en el preámbulo de la Constitución de 1978, elaborado por Enrique Tierno Galván.
Con la primera institución con la que este periodista no tiene establecido ningún compromiso es con la jefatura del Estado. El mismo analista que avaló la Monarquía parlamentaria y su contribución a la salida del franquismo y al establecimiento de la democracia, hace ya años que, desde las páginas de El País, viene señalando que, dado que los constituyentes no pusieron fecha de caducidad, la Monarquía continúa incrustada por inercia en el sistema político y hora es ya de que se aplique el democrático, pero tan temido, derecho a decidir, para que, a través de un referéndum, se consulte a los ciudadanos -las nuevas generaciones no pudieron votar en 1978 la Constitución- sobre esa cuestión de especial trascendencia, y se actúe en consecuencia.
Tras la abdicación de don Juan Carlos, esa propuesta resulta más sencilla. Como expliqué el 7-6-2014 en mi artículo El referéndum le conviene a Felipe VI, publicado en El Huffington Post, además del beneficio que ese referéndum sobre Monarquía/República significaría para la democracia, tal iniciativa le conviene al nuevo rey, quien hace 20 años manifestó que "solo reinaría si los españoles así lo querían", según detallo en el libro.
La corrupción institucional
Otra institución muy útil para la democracia durante sus primeros años de funcionamiento fue el Tribunal Constitucional (TC), para cuya composición la prioridad del poder político era conseguir que sus miembros fueran cualificados intérpretes de la Norma Suprema, sin pretensiones de clientelismo. El proceso de deterioro del TC ha sido notable, pero muy superior fue el del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), bien recibido para el gobierno de los jueces -en lugar del Ejecutivo-, pero que fue derivando hacia un reparto partidario obsceno, sin ni siquiera negociar los vocales, sino con un sistema de atribución partidaria cerrada (estos son mis vocales y esos son los tuyos) entre los dos grandes -PSOE y PP-, con el regalo de un vocal para el PNV y otro para CiU.
Ese sistema permitió en 1994 la designación como vocal del CGPJ por la cuota de CiU -con toda clase de respaldo parlamentario- de Luis Pascual Estevill, un juez de cuyas conductas corruptas ya había noticia entonces, por las que terminó en la cárcel, pero que gozaba de la confianza del ex molt honorable Jordi Pujol. Y cuando ya parecía insuperable la corrupción institucional, aparece el inconstitucional consenso entre Zapatero y Rajoy sobre Carlos Dívar para presidir la Justicia, a pesar de su penuria profesional, rematada con el escándalo de las semanas caribeñas a costa del contribuyente, que le forzaron a dimitir. El libro se apoya en mi artículo de 2013 en El País, titulado Ruiz Gallardón liquida el poder judicial, para explicar que el inefable ministro de Justicia -ya famoso por las injustas tasas judiciales y su abortada reforma del aborto- acabó el reparto del CGPJ entre dos partidos, porque se lo regaló al partido mayoritario, aplicó los recortes al CGPJ y lo convirtió en una delegación del Ministerio de Justicia.
El libro aborda otro aspecto de la justicia más relacionado con el derecho ciudadano a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos. La justicia heredada del franquismo, "un cachondeo" en expresión famosa del alcalde andaluz Pedro Pacheco, tuvo que erradicar corruptelas como la denominada "astilla", cantidad que se entregaba rutinariamente a un funcionario judicial para obtener un trato de favor. Y abordar retrasos, confusiones y caos en los juzgados, para los que la propia Constitución había establecido el derecho a una indemnización "por el funcionamiento anormal de la Administración de Justicia", repercutible a los jueces que fueran responsables, pero que pagaba siempre papá Estado.
Los jueces se configuraban como una casta protegida, detentadora del Poder Judicial, a pesar de que, a diferencia de los integrantes de los otros dos poderes del Estado, carecían de toda legitimación democrática de origen y conservaban idéntica habilitación profesional que durante el franquismo: la aprobación de la memorística oposición establecida ¡hace 140 años! y que en 2015 todavía subsiste. El libro aporta ejemplos de derecho comparado que muestran procedimientos más modernos y útiles de acceso a la judicatura y recoge los riesgos reales de la oposición memorística para la salud mental de unos jueces constitucionalmente obligados a que sus decisiones sean siempre razonadas. El libro recoge que solo el CGPJ presidido por Javier Delgado, a finales del siglo XX, se mostró sensible a esta cuestión en contra del criterio corporativo de muchos jueces.
Mi falta de compromiso con los titulares del poder judicial me proporcionó la enemistad de muchos de ellos, que se consideraban atacados por que me ocupara de la salud mental de los jueces, una forma de defender la democracia -como se detalla en el libro- en lo que se refiere al derecho ciudadano a una tutela judicial efectiva, mediante unos jueces capaces de razonar sus decisiones.
La miseria de los partidos
Otro frente crítico con el poder que se aborda -reflejando análisis realizados siempre en su momento- contrasta la euforia que produjo en los ciudadanos la legalización de los partidos políticos para concurrir a elecciones democráticas y la resistencia de esos partidos a cumplimentar "la estructura interna y funcionamiento" democrático de los mismos, exigida por el artículo 6 de la Constitución, y a reformar la ley electoral para hacer los comicios más democráticos.
Se recuerda cómo la Ley Orgánica de Partidos Políticos promovida en 2002 por José María Aznar solo tuvo como objetivo ilegalizar Batasuna y "desaprovechó la oportunidad de democratizar esos instrumentos clave para la acción política".
Ante la cerrazón de los dos grandes partidos a democratizar el sistema electoral -pendientes solamente de lo que les beneficia a ellos-, propuse insistentemente, como refleja el libro, una reforma más modesta: dada la avanzada edad de multitud de votantes, el reequilibrio demográfico del electorado mediante el derecho al voto desde los 16 años, medida que no implicaba reforma constitucional alguna y que insuflaba aire joven a las urnas, en un momento en que ya fluía con intensidad el acceso de los adolescentes a la información. La propuesta ensanchaba el democrático sufragio universal. Lo más desazonanador fue la preocupación casi exclusiva de los políticos consultados: ¿qué opción electoral se beneficiaría en mayor proporción de ese millón aproximado de votos juveniles? La pregunta hizo evocar la objeción política, incluso desde la izquierda, al sufragio femenino, por el riesgo de que se tratara de votos conservadores.
Democracia de Papel recoge también las críticas a los políticos en relación con la insuficiente aplicación de los derechos humanos. Tras luchar tanto, sobre todo la izquierda, para su incorporación a la Constitución, los derechos humanos quedaron a mitad del camino..., también cuando gobernó la izquierda. La falta de compromiso con ninguna opción política ni con ningún líder me permite recordar en el libro mi crítica en el siglo pasado y en el actual a la prioridad dada por Felipe González a la seguridad sobre la libertad [tema de gran actualidad tras los atentados de París] y a la convicción del líder socialista de que "los terroristas no merecen beneficiarse de los derechos que corresponden al resto de los ciudadanos".
El libro refleja otras muchas críticas al poder, entre ellas las derivadas de la resistencia a establecer un verdadero Estado laico y las dificultades con que tropiezan todos los Gobiernos -más aún los conservadores- para hacer efectiva la igualdad de derechos del hombre y la mujer, establecida sin vacilaciones por el artículo 14 de la Constitución.
(Artículo de Bonifacio de la Cuadra, publicado en "El Huffington Post" el 16 de enero de 2015)
Giorgio Napolitano “se va a casa”. Utilizando la misma sencillez personal que ha caracterizado toda su gestión, el veterano presidente de Italia —89 años— explicó así ayer a unos estudiantes su dimisión como jefe del Estado que se formalizará en la tarde de hoy. Napolitano ha demostrado con creces que, en los momentos más complicados para una sociedad —lejos de las recetas mágicas—, la serenidad, la razón política y el sentido de Estado son la mejor herramienta para superar situaciones aparentemente irresolubles.
La volatilidad política italiana llega hasta las puertas del Quirinale pero, paradójicamente, se queda fuera. Napolitano, comunista —el primero de este partido en llegar a la jefatura del Estado— forma parte de una lista de políticos transalpinos, desde la derecha a la izquierda, que, con escasísimas excepciones, ha aportado prestigio a la presidencia de la República, ganándose el aprecio de los ciudadanos y el reconocimiento internacional. Políticos que han pensado en todos sus compatriotas y no sólo en sus simpatizantes. Y abundan los ejemplos: el socialista Sandro Pertini, el democristiano Oscar Luigi Scalfaro, el independiente Carlo Azeglio Ciampi... La ovación que ayer le dedicó el Parlamento Europeo al presidente no es solo el reconocimiento a un gran europeista sino a una manera de entender la política.
Napolitano es uno de los principales artífices de que Italia no se haya resignado a quedar prisionera de una corrupción prácticamente impune, encarnada por el Gobierno de Silvio Berlusconi, y al mismo tiempo de que el país no se haya echado en brazos de un populismo nihilista. Un equilibrio que ha beneficiado a los italianos y a todos los europeos.
En una demostración de para qué sirve la experiencia en la política, el presidente saliente logró, a través de los cauces constitucionales, la salida de Berlusconi, y entregó el Ejecutivo a alguien en sus antípodas ideológicas: Napolitano, comunista, formó equipo con un tecnócrata católico de misa diaria, Mario Monti. Italia empezó a salvar situaciones económicas desesperadas y pudo acudir a las urnas con un respaldo mayoritario de los votantes a los planteamientos políticos y no a los populistas.
La presidencia de Napolitano demuestra que arbitrar no es asistir pasivamente a los acontecimientos, que el consenso en política no es debilidad y que una vez que uno ha cumplido su misión, lo mejor es volver a casa. Todo un ejemplo.
(Editorial de "El País", publicado el 14 de enero de 2015)
Los millones de personas que ayer salieron a las calles europeas repudiando los asesinatos de los humoristas de Charlie Hebdo,los policías y los clientes de un supermercado judío protagonizaron un hecho histórico que representa un punto de inflexión decisivo en la actitud de la sociedad europea frente a la amenaza yihadista.
La masiva demostración de París, la mayor desde la liberación de la capital francesa de la ocupación nazi en la II Guerra Mundial, envía el claro mensaje de que los ciudadanos de las democracias no están dispuestos a cruzarse de brazos mientras sobre ellos se ejecuta una condena a muerte ordenada por organizaciones que consideran la libertad de expresión y los derechos humanos como aberraciones contra las cuales cualquier crueldad está justificada. París fue ayer una afirmación inequívoca de que Europa, lejos del estereotipo que la dibuja como una sociedad decadente, acobardada e inane frente al supuesto dinamismo yihadista, está viva y representa un muro formidable que se levanta frente al terrorismo y su proyecto totalitario. Como en los grandes momentos, ha demostrado que sabe reaccionar cuando sus valores supremos, los que definen nuestro modo de vida, están amenazados.
Es innegable que Europa ha sido protagonista de horrores a lo largo de la historia; pero eso no es argumento para justificar cualquier cosa que se presente como alternativa, ni contradictorio con el hecho de que en este espacio ha florecido la civilización más luminosa y democrática que la humanidad ha conocido. Hoy hay que recordar esto frente a los fanáticos salvajes que pretenden nuestra destrucción y a los demagogos necios que disfrazan de buenismo su pusilanimidad.
Desde París se envió ayer un mensaje con varios destinatarios. En primer lugar, los propios yihadistas. Los manifestantes que desbordaron el centro de París lo hicieron a la francesa: lejos de cualquier uniformidad, la manifestación se convirtió en una amalgama de participantes de todo el mundo. Cada uno acudió con la bandera, la indumentaria y los símbolos —religiosos o no— que quiso, y gritó lo que mejor le pareció. Y lo hizo en un ambiente pacífico, sin amenazas ni agresividad. La condena de unos asesinatos se convirtió en una afirmación de gentes de toda raza y religión que conciben la convivencia como ejercicio de libertad y muestra de pluralidad.
Pero el mensaje también va dirigido a los gobernantes de esos manifestantes. Más allá del gesto histórico de la presencia de jefes de Estado y Gobierno de numerosos países, la demostración cívica es una instrucción clara a esos líderes, especialmente los europeos, de que cuentan con el respaldo popular para adoptar normas que eviten, por ejemplo, que dibujar en una revista o comprar en una tienda judía pueda costar la vida. La imagen de la multitud pidiendo a los francotiradores de la policía francesa que se pusieran en pie sobre los tejados para vitorearlos y aplaudirlos plasma muy bien el respaldo ciudadano a las iniciativas que protejan de una manera eficaz a las democracias europeas.
Los ministros de Interior europeos aprobaron medidas —como acelerar la creación de un registro europeo de pasajeros aéreos y reforzar el control de fronteras ante yihadistas europeos— cuyos detalles y puesta en vigor se someten a debates y plazos propios de los sistemas democráticos; pero que cuentan con el marchamo de haber sido acordadas literalmente con los ciudadanos apoyándolas en las calles.
Es responsabilidad de los políticos estar ahora a la altura de las circunstancias, ir más allá de las imágenes, importantes y significativas, sin duda —como la cadena humana que, cogidos del brazo, protagonizaron ayer los Hollande, Merkel, Cameron, Rajoy, Renzi, Juncker, Tusk y Samaras, entre otros—, y construir la Europa de la que queremos seguir sintiéndonos orgullosos.
(Editorial de "El País", publicado el 12 de enero de 2015)
Suelo explicar a mis alumnos que el artículo 24.2 de la Constitución expresa a la perfección la superioridad del Estado democrático de derecho sobre cualquiera de las formas políticas que han existido a lo largo de la historia. Allí se reconoce el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y asistencia de letrado, a ser informado de la acusación formulada contra uno, a un proceso público sin dilaciones indebidas, a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa, a no declarar contra uno mismo, a no confesarse culpable y a la presunción de inocencia.
Los salvajes que anteayer asesinaron en París a doce personas -la mayoría periodistas del semanario satírico Charlie Hebdo- y dejaron cuatro heridos de extrema gravedad, no reconocieron a sus víctimas ninguno de esos derechos: ellos acusaron, juzgaron y ejecutaron sumariamente la sentencia de muerte, convencidos de que su forma de entender el mundo les legítima para sacarse de delante, a tiro limpio, a quienes consideran adversarios religiosos o políticos. Como Hitler, como Stalin, como Pol Pot.
Por eso el islamismo radical es hoy la mayor amenaza que se cierne sobre la sociedad abierta que hemos ido construyendo, con gran esfuerzo y muchas luchas, desde el Siglo de las Luces. Nuestra historia, la de lo que solemos designar como Occidente, ha sido la de un avance, no lineal sino en dientes de sierra, hacia la libertad, la igualdad y el pluralismo, que son hoy ya un patrimonio universal. Tanto que hablar de choque de civilizaciones es en realidad una forma de pervertir la realidad, pues en el mundo no hay hoy más que una civilización: la que se basa en el reconocimiento y garantía de los derechos, la plena igualdad entre hombres y mujeres, la libertad religiosa, la aconfesionalidad de los Estados, el pluralismo político y dos libertades esenciales sin las que ninguna otra existiría: las de prensa y expresión.
No, no hay en el mundo dos civilizaciones, sino una -la que respeta todos los principios mencionados- enfrentada a la pura barbarie medieval, a la que volveríamos sin duda si quienes entraron armados de Kalashnikov en los locales del semanario satírico Charlie llegaran en el futuro a dominar el mundo como dominan algunos Estados hoy en día.
Refiriéndose a la insurrección de los campesinos galos contra la Revolución de 1848 habló Carlos Marx en La lucha de clases en Francia de «la barbarie dentro de la civilización». No encuentro mejor expresión para describir tanto el cruel atentado de París como el gravísimo peligro al que hoy nos enfrentamos. El primer paso para conjurarlo es ser conscientes de que, por torpeza, debilidad e ingenuidad, la barbarie se nos ha metido en casa. La de Charlie Hebdo ya jamás será la misma. Notre solidarité, notra amitié, chers compagnons.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia el 9 de enero de 2015)
Emilio Gastón cumple hoy 80 años. Posiblemente sea uno de los políticos que, sin mando nunca, resulte más reconocido y estimado por el pueblo aragonés. Abogado siempre dispuesto a ayudar a los más necesitados y urgidos por injusticias, gentes de barrios, asociaciones ecologistas y defensoras de todo lo defendible; miembro destacado de una generación encabezada por Miguel Labordeta y poeta extraordinario también él, que une a sus siempre comprensibles poemas, por surrealistas que sean, unos recitados solemnes y a la vez divertidos.
Miembro fundador de la revista Andalán, coincidimos luego en la fundación del PSA (Partido Socialista de Aragón), por el que fue elegido diputado en 1977 e intervino en los Pactos de la Moncloa. Se negó, numantino, a entrar con la mayoría en el PSOE, que le pagó con dificultades y zancadillas cuando se le propuso para Justicia de Aragón. Lo fue, y supuso un gran acierto que ese cargo mitificado por la muerte alevosa de su predecesor Lanuza, se encarnara en persona tan próxima y entregada, configurando así la etapa actual del Justiciazgo.
Emilio ha superado varios duros golpes, desde la muerte de su hija Diana, el éxito envenenado del PSA, la separación de su esposa Mariví Nicolás, el apoyo a los otros dos hijos, el Justiciazgo. También es verdad que encontró en su segunda esposa, Mari Carmen Gascón, un apoyo incondicional y siempre amable.
Cuando hace veinte años, a comienzos de noviembre de 1995 se le rindió homenaje en el Centro Pignatelli, escribí que es uno de los seres más homenajeables de esta tierra por su utopismo, su poesía, su limpio historial de batallas perdidas con gran dignidad. El exJusticia estaba feliz, encontrando compensación a tantas horas bajas, golpes bajos, marginaciones históricas. A nivel popular su encanto es muy grande. Acudieron muchos de los viejos amigos --Labordeta, Vicente Cazcarra, compañeros de pupitre en el Santo Tomás-- y también muchos nuevos, desconocidos. Se presentó un hermoso libro que recogía una colección de Manifiestos, ese género tan suyo, declamable, como uno de sus largos, cálidos, convocadores poemas. Y le pregunté: ¿cuándo, Emilio amigo, nos declaramos país libre?
Amigo desde la infancia, íntimo, de José Antonio Labordeta, en vísperas del primer aniversario de su muerte, tuvo lugar en las Cortes la petición, con casi 25.000 firmas en su apoyo de las que fue portavoz Emilio, de que nuestro Parlamento autónomo diera rango de himno de Aragón al más conocido de todos los cantos de Labordeta: el Canto a la Libertad. Tampoco fue posible, pues nuestros políticos, con raras excepciones, son poco dados a utopías y novedades. Hoy es miembro del Patronato de la Fundación Labordeta, que su viuda Juana y sus hijas, encabezan.
Glosar su figura es complejo por la riqueza de tonos y matices, los abundantes y hermosos libros de poesía, sus esculturas, sus recitados, su mimosa amistad. Cuando Eclipsados reeditó El despertar del hombre selva, tras 25 años largos de la primera edición, y con una magnífica introducción de Almudena Vidorreta Torres, dije que es uno de los libros más hermosos del autor, abogado, político, gran persona, quizá por su versatilidad y su desapego ("¡es tan maravilloso que un poema no sirva para nada!"), su falta de actitud mendicante, no muy acogido en antologías y estudios sobre nuestra poesía de los últimos 50 ó 60 años.
Emilio es un poeta enorme, a juicio de los que no juzgamos profesionalmente; escribe como recita, y escucharle recitar, arrobado, encendido, es una experiencia inolvidable. A fines de 2014 ha aparecido Poemorias (1935-1985) una antología de sus primeros cincuenta años, hasta el nombramiento como Justicia, recogidos sus poemas recitados en dos discos extraordinarios. Leerle, escucharle, abrazarle como a ese libre oso del Pirineo al que se asemeja sonriente, es rendirle el homenaje que hoy, sus amigos, discípulos, compañeros, le tributamos con un gran cariño.
(Artículo de Eloy Fernández Clemente, publicado en "El Periódico de Aragón" el 8 de enero de 2015)
Muchas veces no hace falta reformar la Constitución, ni siquiera las leyes, para que las instituciones políticas funcionen mejor. Basta, simplemente, con que los titulares de cargos públicos actúen con la competencia y eficacia necesarias para llevar a cabo sus funciones. Otra cosa es que para cumplir mejor estas funciones sea conveniente cambiar las normas. Pero con la legislación actual, sin esperar a que se modifique, el mero buen ejercicio de un cargo público ya supone un avance. Esto es lo que se desprende de ciertas recientes decisiones judiciales.
Desde un sector muy extendido de la opinión pública se ha estado dando por sentado que los jueces y magistrados estaban politizados y, cuando convenía, eran un mero instrumento de los partidos políticos. Que en los medios de comunicación se asignase a los jueces su condición de conservadores o progresistas para explicar la razón de sus resoluciones todavía contribuía más a la sospecha. Todo ello ponía en cuestión las bases mismas del Estado de derecho, ya que se vulneraban, como mínimo, dos de sus principios más fundamentales: la separación de poderes y la independencia judicial.
Como es sabido, en un sistema parlamentario, como es el nuestro, el Gobierno necesita el apoyo de una mayoría de las Cámaras, con lo cual la separación entre estos dos poderes es muy débil y el control político que el Parlamento ejerce sobre el Gobierno es bastante ineficaz. De ahí que sea muy importante el control de constitucionalidad y de legalidad del poder que ejercen los tribunales. Si el control político es insuficiente, al menos el ejecutivo está sometido al control jurídico.
Pues bien, en recientes casos políticamente muy comprometidos la Justicia está dando ejemplo de independencia. Ahí la separación de poderes parece funcionar. Recordemos algunos.
En primer lugar, el de la hermana y el cuñado del Rey, bastante insólito en el derecho comparado, a pesar de los escándalos del mismo tipo, y algunos más graves, generados en otras monarquías europeas. En segundo lugar, el de Jordi Pujol y familia, un personaje que es mucho más que un expresidente de la Generalitat. En tercer lugar, la llamada Operación Púnica, en la que se ha encausado judicialmente a importantes alcaldes y otros altos cargos del partido del Gobierno basándose en investigaciones policiales. En cuarto lugar, la admisión a trámite de la querella contra Artur Mas. En quinto lugar, el documento de los jueces de la Sala Segunda del Tribunal Supremo denunciando presiones públicas del Gobierno en el asunto de la reducción de las penas a miembros de ETA. Podríamos seguir, ustedes conocen otros casos similares.
¿Han cambiado las leyes? No: los jueces han resistido a las presiones y están cumpliendo con su deber. Este país no funciona tan mal como dicen algunos.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 30 de diciembre de 2014)
Quiero, en primer lugar, daros las gracias por abrirme vuestras casas en esta Nochebuena. Un momento que es, sobre todo, de cercanía y de reencuentro; un momento para aproximarnos, para mirarnos con la voluntad y el deseo de entendernos, para transmitir a las personas que nos rodean nuestros mejores sentimientos de afecto, de paz y de alegría.
Hoy quiero estar a vuestro lado para compartir —en el primer mensaje de Navidad que os dirijo—, unas reflexiones sobre nuestro futuro, con la mirada puesta, con confianza en el año 2015.
Estamos viviendo tiempos complejos y difíciles para muchos ciudadanos y para España en general. La dureza y duración de la crisis económica produce en muchas familias incertidumbre por su futuro; la importancia de algunos de nuestros problemas políticos genera inquietud; y las conductas que se alejan del comportamiento que cabe esperar de un servidor público, provocan, con toda razón, indignación y desencanto.
Los problemas que he mencionado han dado lugar a una seria preocupación social. Sin embargo, no debemos dejarnos vencer por el pesimismo, el malestar social, o por el desánimo; sino afrontar con firmeza y eficacia las causas de esos problemas, resolverlos y recuperar el sosiego y la serenidad que requiere y merece una sociedad democrática como la nuestra.
El pasado mes de octubre afirmé en Asturias que necesitábamos referencias morales a las que admirar, principios éticos que reconocer, valores cívicos que preservar. Decía, entonces, que necesitábamos un gran impulso moral colectivo. Y quiero añadir ahora que necesitamos una profunda regeneración de nuestra vida colectiva. Y en esa tarea, la lucha contra la corrupción es un objetivo irrenunciable.
Es cierto que los responsables de esas conductas irregulares están respondiendo de ellas; eso es una prueba del funcionamiento de nuestro Estado de Derecho. Como es verdad también que la gran mayoría de los servidores públicos desempeñan sus tareas con honradez y voluntad de servir a los intereses generales.
Pero es necesario —también y sobre todo— evitar que esas conductas echen raíces en nuestra sociedad y se puedan reproducir en el futuro. Los ciudadanos necesitan estar seguros de que el dinero público se administra para los fines legalmente previstos; que no existen tratos de favor por ocupar una responsabilidad pública; que desempeñar un cargo público no sea un medio para aprovecharse o enriquecerse; que no se empañe nuestro prestigio y buena imagen en el mundo.
Pocos temas como éste suscitan una opinión tan unánime. Debemos cortar de raíz y sin contemplaciones la corrupción. La honestidad de los servidores públicos es un pilar básico de nuestra convivencia en una España que todos queremos sana, limpia.
También quiero hablaros de la situación económica, porque continúa siendo un motivo de grave preocupación para todos. Los índices de desempleo son todavía inaceptables y frustran las expectativas de nuestros jóvenes y de muchos más hombres y mujeres que llevan tiempo en el paro. Es cierto que nuestras empresas son punteras en muchos sectores en todo el mundo; pero también lo es que nuestra economía no ha sido capaz, todavía, de resolver de manera definitiva este desequilibrio fundamental.
No obstante, es un hecho —muy positivo— que las principales magnitudes macroeconómicas están mejorando y que hemos recuperado el crecimiento económico y la creación de empleo. Estos datos son una base nueva para la esperanza de que, en el futuro, puedan generarse de forma sostenible muchos más empleos y, especialmente, empleos de calidad.
Es evidente, por tanto, que la lucha contra el paro debe continuar siendo nuestra gran prioridad. El sacrificio y el esfuerzo de los ciudadanos durante toda la crisis económica exige que los agentes políticos, económicos y sociales trabajen unidos permanentemente en esta dirección, anteponiendo sólo el interés de la ciudadanía. Porque la economía debe estar siempre al servicio de las personas.
Por eso, debemos proteger especialmente a las personas más desfavorecidas y vulnerables. Y para ello debemos seguir garantizando nuestro Estado de Bienestar, que ha sido durante estos años de crisis el soporte de nuestra cohesión social, junto a las familias y a las asociaciones y movimientos solidarios. Algo de lo que debemos realmente sentirnos orgullosos.
Quiero referirme ahora también a la situación que se vive actualmente en Cataluña.
El pueblo español, en el ejercicio de su soberanía nacional, ratificó mediante referéndum la Constitución de 1978, que proclamó nuestra unidad histórica y política y reconoció el derecho de todos a sentirse y ser respetados en su propia personalidad, en su cultura, tradiciones, lenguas e instituciones.
Bajo ese espíritu constitucional, hemos convivido estos años. Cada Comunidad, cada pueblo y territorio de España, cada ciudadano, han aportado lo mejor de sí mismos en beneficio de todos. Y sin duda, desde Cataluña, se ha contribuido a la estabilidad política de toda España y a su progreso económico.
Es evidente que todos nos necesitamos. Formamos parte de un tronco común del que somos complementarios los unos de los otros pero imprescindibles para el progreso de cada uno en particular y de todos en conjunto.
Pero no se trata solo de economía o de intereses sino también y sobre todo, de sentimientos.
Millones de españoles llevan, llevamos, a Cataluña en el corazón. Como también para millones de catalanes los demás españoles forman parte de su propio ser. Por eso me duele y me preocupa que se puedan producir fracturas emocionales, desafectos o rechazos entre familias, amigos o ciudadanos. Nadie en la España de hoy es adversario de nadie.
Y lo que hace de España una nación con una fuerza única, es la suma de nuestras diferencias que debemos comprender y respetar y que siempre nos deben acercar y nunca distanciar. Porque todo lo que hemos alcanzado juntos nace de la fuerza de la unión. Y la fuerza de esa unidad es la que nos permitirá llegar más lejos y mejor en un mundo que no acepta ni la debilidad ni la división de las sociedades, y que camina hacia una mayor integración.
Los desencuentros no se resuelven con rupturas emocionales o sentimentales. Hagamos todos un esfuerzo leal y sincero, y reencontrémonos en lo que nunca deberíamos perder: los afectos mutuos y los sentimientos que compartimos. Respetemos la Constitución que es la garantía de una convivencia democrática, ordenada, en paz y libertad. Y sigamos construyendo todos juntos un proyecto que respete nuestra pluralidad y genere ilusión y confianza en el futuro.
Porque necesitamos, también, ilusión y confianza.
El mes de junio pasado, España se dio a sí misma y al mundo un ejemplo de seriedad y dignidad en el desarrollo del proceso de abdicación de mi padre el Rey Juan Carlos y de mi proclamación como Rey; todo ello de acuerdo con nuestra Constitución. Y a lo largo de estos últimos meses me habéis rodeado de vuestro respeto, afecto y cariño. Sinceramente, me he sentido querido y apreciado y os lo agradezco de corazón. Y tengo que deciros también que he visto ilusión en muchos de vosotros, en vuestras miradas, en vuestras palabras, ante el inicio de una nueva época en nuestra historia.
Es cierto que vivimos tiempos complejos y difíciles. Sin duda. Pero son también tiempos que debemos afrontar con responsabilidad, con ilusión y espíritu renovador. Tiempos nuevos que se proyectan en todos los ámbitos de nuestra vida colectiva e individual. Y ahora nos corresponde a los españoles de hoy continuar la tarea de labrar nuestro mejor futuro; que empieza ya, que ha empezado ya.
Afortunadamente, no partimos de cero, ni mucho menos, y, por ello, no debemos olvidar lo que hemos conseguido juntos con grandes esfuerzos y sacrificios, generación tras generación; que es mucho y lo debemos valorar con orgullo.
Aunque también tengamos la responsabilidad de corregir los fallos y mejorar y acrecentar los activos de la España de hoy, con la vista puesta en un futuro que nos pertenece a todos los españoles.
Somos una democracia consolidada. Disfrutamos de una estabilidad política como nunca antes en nuestra historia. Nuestro marco constitucional nos ha permitido la alternancia política basada en unas elecciones libres y democráticas. Somos, además, una nación respetada y apreciada en el mundo y con una profunda vocación universal, imprescindible para promover nuestra cultura y defender nuestros intereses en un mundo global. Hoy, más que nunca, somos parte fundamental de un proyecto europeo que nos hace más fuertes, más competitivos y más protagonistas de un futuro de integración.
Como dije en mi discurso de proclamación, todo tiempo político tiene sus propios retos. Debemos seguir avanzando en nuestra convivencia política, paso a paso, adaptándola a las necesidades de nuestro tiempo. Poner al día y actualizar el funcionamiento de nuestra sociedad democrática y conseguir que los ciudadanos recuperen su confianza en las instituciones. Unas instituciones con vigor y vitalidad, que puedan sentir como suyas.
No quiero terminar mis palabras sin transmitiros un mensaje de esperanza.
Regenerar nuestra vida política, recuperar la confianza de los ciudadanos en sus instituciones, garantizar nuestro Estado del Bienestar y preservar nuestra unidad desde la pluralidad son nuestros grandes retos. No son tareas sencillas. No son retos fáciles. Pero los vamos a superar, sin duda; estoy convencido de ello. Tenemos capacidad y coraje de sobra. Tenemos también el deseo y la voluntad. Y hemos de sumar, además la confianza en nosotros mismos.
Esa es la clave de nuestra esperanza en el futuro. La clave para recuperar el orgullo de nuestra conciencia nacional: la de una España moderna, de profundas convicciones democráticas, diversa, abierta al mundo, solidaria, potente y con empuje. Con ese mismo empuje y con el ejemplo con el que vosotros afrontáis vuestro día a día luchando ante las adversidades intentando progresar, procurando mejorar honestamente vuestra vida y la de vuestras familias. Y ahí estaré siempre a vuestro lado como el primer servidor de los españoles.
Gracias nuevamente por escucharme esta noche y muchísimas felicidades en nombre de la Reina, de la Princesa de Asturias y de la Infanta Sofía.
Feliz Navidad, Eguberri on, Bon Nadal, Boas FestasÍñigo Errejón, uno de los líderes de Podemos, anda extrañado de que le acusen de corrupto por una nimiedad, ya que ni siquiera sabe qué irregularidad puede haber cometido. Pero no es el único; hoy día hay cientos de ciudadanos que se encuentran en parecida situación, e incluso imputados, que tampoco saben el porqué. Muchos de ellos además terminan absueltos —bueno sería saber cuál es la proporción y en qué medida se les ha resarcido por el daño sufrido—. Su número aumentará, toda vez que, como consecuencia de los huracanados vientos purificadores que nos envuelven, llegan a los juzgados numerosos temas que no deberían ser materia penal, pero terminan siéndolo. Aunque ser imputado no significa ser condenado, el estigma social es tal que poca diferencia hay entre ambas figuras. Convendría crear alguna intermedia, como en Francia la de testigo asistido, para evitar tanto sufrimiento inmerecido.
El señor Errejón ha recibido el mismo trato que su formación da a cuantos incluyen en su denostada casta política. Y si llega a tener responsabilidades de Gobierno, sufrirá probablemente el rechazo y el descrédito de muchos de sus votantes, salvo que la divina providencia le haya dotado de una vara mágica para resolver los males que nos aquejan.
Crear riqueza y empleo; resolver los insolidarios envites territoriales; acabar con el fraude fiscal sin imponer un sistema impositivo confiscatorio; eliminar la corrupción sin crear una nueva inquisición; conseguir una sociedad que vuelva a creer en sí misma, es tarea hercúlea que requiere tiempo y sacrificio, y exige un pacto de las fuerzas políticas, sociales y económicas, que no todas están dispuestas a apoyar.
Sucede, por el contrario, que estamos construyendo una sociedad populista e inquisitorial, burocratizada y judicializada, que no contribuye a la generación de riqueza. Populista, en el sentido de que, capitalizando la frustración e indignación existente, las nuevas formaciones políticas formulan todo tipo de propuestas demagógicas y recetas caseras como mágicas soluciones para salir de la crisis; recetas que modifican tan pronto vislumbran que pueden tener que aplicarlas. Lo malo es que esta demagogia parece haber contagiado a algunos líderes de otros partidos, que radicalizan sus posiciones para tratar de restar votos a las formaciones emergentes.
Inquisitorial, dado que las instituciones públicas incrementan su poder a la misma velocidad que disminuye el de los ciudadanos. Puede que los difíciles retos de luchar contra la corrupción y garantizar la seguridad exijan reforzar los poderes, entre otros, judiciales y policiales. Pero ello no justifica el deterioro de los derechos y libertades individuales; máxime hoy día, que las nuevas tecnologías permiten violar con enorme facilidad la intimidad de las personas. Corresponde a la sociedad civil controlar las instituciones de gobierno; en concreto, resolver el espinoso problema de “quién custodia al que custodia”. El reciente informe sobre la inhumana actuación de la CIA prueba lo que sucede cuando se deja de custodiar a los cuerpos de seguridad.
A su vez, y debido en parte a que los partidos tradicionales trasladaron el debate político a la esfera judicial, denunciándose unos a otros por cualquier motivo, se ha producido la judicialización de la vida pública. El estamento judicial debería haberse quedado al margen, pero no ha sido así. Sin duda que hay numerosos jueces y fiscales que ejercen su función de forma serena y rigurosa; pero también existen quienes priman la puesta en escena mediática. Últimamente son numerosas las actuaciones judiciales, las sentencias o alguna macrocausa difíciles de entender. No es función de la justicia dar lecciones de moral pública, ni dictar resoluciones ejemplarizantes. Debe actuar con todo el rigor necesario, en el marco de la ley. Y también con magnanimidad. Acabar con la corrupción o el fraude fiscal no exige deshumanizar la justicia ni imponer penas que no respeten el principio de la proporcionalidad.
Una de las nefastas consecuencias de la judicialización es la paralización de la actividad de la Administración. Raro es el funcionario o el gestor público que se atreve a dar una licencia o una concesión, incluso a recibir a algún empresario interesado en las mismas, por el miedo de ser denunciado por prevaricación, cohecho o tráfico de influencias.
El corolario consiguiente es la burocratización de la Administración. Para curarse en salud proliferan las normas, tantas y tan diversas que casi nadie sabe a qué atenerse. Si se examina con lupa cualquier expediente, es casi seguro que se encuentre alguna irregularidad, ya sea porque falta un sello, una firma, o por un quítame allá esas pajas. Si el responsable de dar la licencia o concesión se atreve a hacerlo, puede que tenga alguna responsabilidad. Si nada hace, nada tiene que temer. Existe un clima de inseguridad, de sospechas, de escuchas telefónicas, de miedo y desconfianza en definitiva, como pocas veces ha existido en nuestro país. Difícil es hacer avanzar una sociedad cuando se dan estas condiciones.
Si todo lo que era sólido, parafraseando a Antonio Muñoz Molina, se ha hundido, qué sucederá si lo que se nos vende como solución, ni siquiera es sólido en sus inicios. Y para colmo, se está abonando la tierra donde debe germinar con malas hierbas, ortigas y cizañas. Si no enderezamos el rumbo, y no parece que vayamos a hacerlo, es de temer que se avecinan tiempos de tormentas.
(Artículo de Jerónimo Páez, publicado en "El País" el 18 de diciembre de 2014)
Las sociedades democráticas se caracterizan, entre otros, por el supremo valor del pluralismo político y social. Y es que, en democracia, dentro del obligado respeto a los derechos y libertades proclamados en la Constitución y en las leyes, son muchas -es decir, son muy plurales- las formas en que cabe entender la política, la economía, la cultura o las costumbres, sin que pueda afirmarse con carácter general o desde valores absolutos que unas son mejores que las otras.
Pero la democrática no es solo la sociedad en donde existen ideologías diferentes y modos distintos y hasta opuestos de entender gran parte de las doctrinas y principios que rigen la vida colectiva, pues eso está en la propia naturaleza humana y, con mayor o menor intensidad, ocurre en todas partes. No, la democrática es la sociedad donde esa diversidad ideológica que constituye el pluralismo, lejos de entenderse como un mal a erradicar, se concibe como la base misma de la libertad de todas las personas, convertidas de este modo en verdaderos ciudadanos.
Hasta tal punto es así que la comprensión y aceptación de la decisiva importancia del reconocimiento y el respeto al pluralismo, sin el que no puede existir la libertad, es lo que distingue a un demócrata de un auténtico fascista. Si las palabras siguen significando algo en este país, que, como me decía ayer un amigo muy querido, se ha acostumbrado a pervertirlas de un modo ignominioso, un demócrata es quien considera que sin la libertad de todos los que respetan la ley no puede existir la suya propia. El fascista, por el contrario, vive tan persuadido de estar en posesión de la verdad -sea esta la que fuere- que desprecia las posiciones de todos los demás hasta el punto de considerarse con derecho a perseguirlas con la enfermiza obsesión de aniquilarlas.
Por eso, quienes ejercen la libertad de expresión y la libertad de prensa han sido siempre objetivo prioritario de cualquier buen fascista que se precie. Y por eso la amenaza y la intimidación contra quienes se expresan libremente y a cara descubierta constituyen el brutal instrumento con el que los enemigos de la libertad pretenden, agazapados, arrasarla. Y es que la palabra libre expresada en los medios de comunicación social es el mejor antídoto frente el potentísimo veneno del fascismo. No hay que mirar a la historia para comprobarlo de un modo concluyente.
Acallar una voz es una forma de acallar todas las voces y defender la libertad de esa voz para expresarse libremente resulta indispensable para defender la libertad de todos.
Decía George Washington que cuando la libertad comienza a enraizar, su planta se desarrolla velozmente. Lo contrario es también cierto: cuando la libertad puede ser atacada impunemente, el peligro de que su planta se agoste es de temer.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 17 de diciembre de 2014)
Del mismo modo que, en las guerras, la población civil siempre acaba sufriendo daños y nunca falta quien se aprovecha del clima de violencia y de impunidad para saldar cuentas personales, la presunción de inocencia de políticos y ciudadanos ajenos a cualquier abuso se está convirtiendo en una de las víctimas colaterales de la oleada de escándalos de los últimos meses.
La abundancia de casos de corrupción y la lentitud de la justicia nos están forzando a convivir con miles de sumarios en marcha. Los titulares indignantes y la sobrecarga mediática —más que comprensibles— generan una asfixia moral poco compatible con el examen matizado de cada caso. La desconfianza en lo establecido —plenamente justificada: solo hay que ver la resistencia de los partidos a levantar el velo de opacidad que pesa sobre los viajes de diputados y senadores— gana terreno día a día. Es una sospecha en algunos casos explícita, en otros difusa, que invade cada vez más ámbitos de nuestra vida pública, de los que va a ser muy difícil expulsarla, una especie de gas maloliente que a todos alcanza y que todo embrutece y a cuyo amparo caben todas las calumnias y todas las acusaciones pueden prosperar, con o sin fundamento.
Miles de horas de televisión y hectáreas de artículos periodísticos dedicados a los chanchullos de los últimos años han conducido a muchos a pensar que el poder —político, económico— es incompatible con la honestidad y que nadie que haya ocupado un cargo mínimamente relevante puede tener las manos limpias. Fulano tal vez no contaba mucho, pero estaba en el Gobierno, ¿no? Pues algo debía de saber. ¡Es cómplice! Mengano era amigo de un implicado, ¿no? Pues que no se haga el inocente. ¡Seguro que también se lucró! Mengano ¿no ganó dinero con proyectos de infraestructuras? Pues a la fuerza tuvo que aflojar la mosca cuando se lo pidieron. Que no nos tome por tontos y que diga quién, cuándo, cómo. ¡Que no intente engañarnos!
Por desgracia, probablemente continuarán aflorando escándalos que corroborarán el fundamento de muchas de estas sospechas. Pero la convicción de que el sistema está podrido hasta la médula y de que todos los políticos son de un modo u otro culpables puede acabar convirtiéndose en uno de los efectos más perniciosos de la crisis que atraviesa hoy la sociedad española y en un problema en sí mismo, si no lo es ya. Es indudable que muchos de los abusos cometidos no hubieran sido posibles sin que algunos, para no convertirse en aguafiestas, hicieran la vista gorda. La red de silencios y de apoyos tácitos con que los corruptos contaron tuvo que ser a la fuerza muy vasta, porque de otro modo la corrupción no podría haber alcanzado la magnitud que alcanzó. Pero la estigmatización de todos los que tuvieron relación con presuntos casos o miraron para otro lado conduce a diluir las culpas y a equiparar a autores, cómplices y testigos involuntarios de los delitos, lo que no solo es contrario al sentido más elemental de la justicia sino que impide avanzar en la depuración de lo sucedido.
Si los políticos asumieran sus responsabilidades sin remitirse a la acción de la justicia no se produciría la insalubre judicialización de la política en la que hemos caído. Pero en España la mayoría de los políticos —no todos— tratan de condicionar la asunción de responsabilidades políticas a las condenas judiciales, jugando a confundir en su beneficio responsabilidades políticas y responsabilidades penales, sin reparar en el daño que con ello causan a todo el sistema. A su vez, si la justicia no fuera tan lenta, las culpas de unos y otros se irían esclareciendo y un día no muy lejano volveríamos a la normalidad. Pero quien tiene la misión de separar culpables e inocentes y los conocimientos necesarios para hacerlo se toma décadas, obligándonos a convivir con la duda. De este modo el rigor de unos profesionales acostumbrados a actuar respetando las garantías de los acusados se sustituye por el trazo grueso de unos medios de comunicación que no siempre actúan con la diligencia debida a la hora de distinguir a justos de pecadores y que estigmatizan a muchos que después tal vez sean absueltos por la justicia, pero a los que ya nadie quitará la pena de telediario sufrida.
Este clima de sospecha generalizada embrutece a toda la sociedad y es caldo de cultivo para las peores tentaciones. La combinación del calumnia que algo queda y del si el río suena agua lleva, dos refranes que expresan más mezquindad y pereza mental que sabiduría popular, puede acabar conduciendo a la saturación, igualando a culpables, sospechosos y meros calumniados, lo que al final equivale a una amnistía general implícita a los corruptos, por extensión de su condena a todos los demás.
Lógicamente los primeros interesados en fomentar este clima son los acusados, para diluir su culpa. Como no está a su alcance limpiar su honor tratan de salvarse ensuciando el de todos los que tienen a tiro, siguiendo la nefasta política de los partidos de intentar escudarse en los abusos ajenos. La justificada rabia de los ciudadanos puede contribuir involuntariamente al éxito de esa estrategia. La técnica empleada, como en el yudo, consiste en aprovechar la fuerza del adversario para derrotarle. Si no se le puede frenar, mejor apartarse y empujarle para precipitar su caída. Como escribió Bertrand Russell, nadie cotillea sobre las virtudes ajenas. La corrupción vende, de modo que propagar rumores es lo más fácil del mundo. Aunque no se tengan en pie, siempre encuentran la manera de abrirse camino, porque a casi nadie le desagradan salvo cuando les afectan a ellos. Además, como la honestidad no es noticia, desmentirlos es muy arduo. El honor perdido es como el aceite que una vez derramado no hay manera de volver a meter en la botella. Pero cuando el honor se pierde de forma injusta la mancha nos afecta a todos.
“Piensa mal y no acertarás nunca”, escribió José Bergamín, corrigiendo otro dicho popular que tampoco refleja una especial nobleza de corazón. En una sociedad asqueada por la corrupción y desmoralizada por el deterioro de las instituciones, con una economía devastada por la crisis, un paro intolerable y una desigualdad ofensiva, es fácil deslizarse por una pendiente autodestructiva. Si de verdad queremos salir del marasmo en el que nos hallamos tenemos que pensar bien, con la cabeza fría, sin dar crédito a acusaciones genéricas ni abandonarnos a una desconfianza y a unas sospechas que pueden acabar creando un clima tan dañino para nuestra convivencia como la propia corrupción, aunque nuevas revelaciones nos empujen a ello todos los días. En este asunto, pasarse puede ser peor que quedarse corto. Cuando la carga de la prueba ya no recae en el acusador sino en el acusado, la justicia deja de ser posible y todos salimos perdiendo. Es una trampa y debemos evitar caer en ella.
(Artículo de Carles Casajuana, publicado en "El País" el 11 de diciembre de 2014)
Las leyes de transparencia no bastan para erradicar la corrupción, pero sin ellas no habrá un avance sostenido. Todas las estrategias de lucha contra la venalidad política pasan por abrir a los ciudadanos canales de información que permitan un escrutinio permanente de la acción pública, criterio que comparten todos los organismos internacionales empeñados en esta materia. Este miércoles 10 de diciembre entra al fin en vigor la ley 19/2013 de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno.
El preámbulo de esta ley dice así: “Solo cuando los ciudadanos pueden conocer cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los fondos públicos o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones podremos hablar de que los poderes públicos comienzan a responder a una sociedad que es crítica, exigente, y que demanda participación. Los países con mayores niveles en materia de transparencia y normas de buen gobierno cuentan con instituciones más fuertes, que favorecen el crecimiento económico y el desarrollo social”.
A la luz de este alegato resulta incomprensible que nuestros gobernantes, de uno u otro signo, hayan tardado más de 35 años en cumplir el mandato constitucional del artículo 105.b. Zapatero lo incluyó en su primer programa electoral de 2004 y se olvidó de él en el segundo. En julio de 2011 aprobó un anteproyecto in articulo mortis, en el mismo Consejo de Ministros en el que anunció el final de una legislatura a la que solo le quedaba la controvertida reforma del artículo 135 de la Constitución. Esperemos que la nueva ley impida al menos a nuestros gobernantes reservar para sus memorias la carta del BCE que precipitó aquella decisión.
El pasado nos seguirá persiguiendo hasta que se sustancien en los tribunales los sucesivos contubernios de políticos y contratistas públicos, pero la nueva ley debe servir para que los ciudadanos realicen un escrutinio minucioso de las decisiones políticas que evite al menos los delitos más groseros. Todos los estudios de la OCDE o la Unión Europea coinciden en dos puntos: la contratación pública es el gran sumidero del dinero público que los partidos desvían ilegalmente a sus cuentas y las leyes de transparencia son un instrumento imprescindible para poner coto a tales prácticas. Lástima que la nueva ley nazca con tantas excepciones y que excluya la publicación de borradores o informes previos a la toma de decisiones.
En su informe sobre corrupción política publicado por la Comisión Europea a principios de este año (primero de una serie que promete ser bianual) aparece Finlandia como un país ejemplar en materia de control de las finanzas de los partidos tras la aprobación de una ley específica en 2010 que les obliga a publicar en su web todos los datos económicos de la organización, de sus cargos electos, también de sus fundaciones (uno de los agujeros negros de nuestra normativa).
La ley contra el soborno aprobada en el Reino Unido en 2010 figura como una de las más rigurosas del mundo, que contempla la persecución de sobornos en terceros países y extiende la responsabilidad penal a sociedades mercantiles que no hayan sido diligentes a la hora de evitarlos. La jurisdicción extraterritorial (que la reforma Gallardón redujo a la nada) permite perseguir a empresas con actividad en el Reino Unido aunque estén domiciliadas en el extranjero. ¿Recuerda alguien un proceso de estas características en nuestro país? ¿Es que nuestros empresarios consiguen sus contratos en el exterior en régimen de rigurosa competencia sin apelar nunca a las coimas?
Construcción, servicios de basuras, energía, transporte, defensa y sanidad son a juicio de la Comisión Europea los sectores más vulnerables a la corrupción, con especial incidencia en la contratación local y regional. De ahí que algunos países hayan acentuado el escrutinio de las adjudicaciones locales mediante la creación de bancos de datos nacionales. En Grecia ninguna adjudicación pública de ninguna administración puede ser aplicada a menos que se inscriba en el programa denominado Claridad. Eslovaquia ha firmado un acuerdo con Transparencia Internacional para que supervise los contratos de un centenar de ciudades. Alemania ha creado organismos centrales con el mismo fin. Eslovenia ha puesto en marcha el programa Supervizor que ofrece un panorama completo de lo que cada año gasta el Estado y a quién adjudica sus contratos. Portugal hace lo propio con su programa BASE.
Nuestro país lleva un notable retraso en este ámbito, en el que se le han anticipado las democracias poscomunistas. Aparte de ser el último en aprobar una ley de transparencia, su entrada en vigor parece haber pillado de sorpresa al propio Gobierno. Para empezar, no se ha nombrado aún a los miembros del Consejo de Transparencia que presidirá Esther Arizmendi, hasta ahora directora general de modernización administrativa; ni se ha presentado el Portal de la Transparencia que debe centralizar el tráfico informativo, ni se ha aprobado el reglamento, de importancia capital para una norma de contenidos sumamente genéricos. El silencio administrativo negativo anticipa una elevada litigiosidad contenciosa que agravará el atasco en esta jurisdicción. De las preguntas formuladas en lo que va de año más de un 50% han recibido la callada por respuesta según la web Tuderechoasaber.es, un portal de referencia en el seguimiento de los temas de transparencia en España y en Europa.
En su discurso de investidura Rajoy se comprometió a presentar la ley en un plazo de seis meses. La tramitación parlamentaria y los sucesivos retrasos del Gobierno nos han situado ya en el último año de una legislatura arrasada por los escándalos, que afectan principalmente al partido gobernante, que en el sumario del caso Gürtel figura como “partícipe a título lucrativo”, valoración idéntica a la que originó la dimisión de la ministra Mato. Solo su mayoría absoluta ha salvado al PP de mayores catástrofes. Aunque la norma no entra en vigor en Ayuntamientos y comunidades autónomas hasta dentro de un año (por cierto, Madrid ni siquiera ha hecho un amago de elaborar su propia ley), cada ciudadano de este país tiene desde el miércoles 10 de diciembre la oportunidad de dirigirse a las Administraciones públicas en demanda de información. Antes de votar ejerzamos el derecho a saber.
(Artículo de Jesús Ceberio, publicado en "El País" el 10 de diciembre de 2014)
Hoy en España existe una sensación generalizada de que políticos de todos los niveles, empresarios, jueces, miembros de la familia real, esposas, hijos, cuñados, yernos y primos segundos, y en general cualquiera con acceso la más mínima parcela de poder, hasta el pequeño Nicolás incluido, se consideran impunes a la hora de corromper y corromperse.
La ciudadanía clama contra tanto corrupto mangante con cuentas en Suiza y paraísos fiscales, fruto de comisiones y acuerdos inconfesables. No hay más que ver el barómetro de noviembre recién publicado del CIS en el que un 63,9% de los españoles consideran la corrupción el principal problema en España, frente al 42,7% del mes de octubre.
Al realizar el sondeo, había estallado la Operación Púnica, con más de 30 detenidos entre alcaldes y cargos públicos como lo fuera Francisco Granados, número dos de Esperanza Aguirre. Se conocieron también los gastos en viajes del presidente extremeño, José Antonio Monago, gastos que sugieren al menos una visión poco edificante sobre la utilización de los fondos públicos. También se obtuvo la impresión de que al presidente del Congreso no parecía importarle en exceso el control de los gastos oficiales de los diputados.
Fue en estas circunstancias, un día después del señalamiento de la ministra de Sanidad Ana Mato por el juez como partícipe lucrativa en el caso Gürtel y ante la proximidad de unas elecciones municipales, cuando Mariano Rajoy extrajo del baúl de los recuerdos 70 medidas de regeneración democrática, la mayor parte atascadas en el Congreso por voluntad de la mayoría absoluta de su partido, pero anunciadas ahora con alharacas en un vano intento de recuperar la confianza de los españoles en sus dirigentes.
Claro que el presidente no parece ahora el más indicado para adoctrinar sobre regeneración democrática, a la vista de las tramas que van aflorando en la mayoría de las cuales su partido no sale bien parado. La impunidad ha reinado durante demasiados años en este país. No se atajó en su momento; la Transición miró hacia otro lado, como en muchos otros aspectos, y la cultura de la corrupción se afianzó de manera “normal” a todos los niveles.
La sospecha de que hay todavía mucho más oculto que lo que ha salido a la luz hace más necesaria que nunca la investigación judicial y policial de las conductas sospechosas. Los jueces, por su parte, proponen medidas de alcance estructural, organizativo y de gestión para abordar de forma eficaz la lucha contra la corrupción. Frente a esto, la reforma anunciada por el Ejecutivo no pasa de ser pura cosmética. Medidas como la separación de procedimientos para evitar las macrocausas devienen una trampa y constatan el desconocimiento de cómo funciona el crimen organizado y de qué manera favorece a los corruptos; la limitación del tiempo de instrucción sin dotar de medios materiales y humanos es una quimera; la intervención de comunicaciones por el Ministerio de Interior resucita una práctica olvidada incluso en temas de terrorismo e introduce la sospecha y desconfianza en los jueces, sin explicar las razones de esa medida, de dudosa eficacia y alto contenido político.
En opinión de Transparencia Internacional, España no sufre una corrupción sistémica, sino una gran cantidad de escándalos de corrupción política de altos cargos en los partidos. La caída —no excesiva— producida en los últimos dos años en su puesto del ranking de países más o menos problemáticos, respondería, según TI al afloramiento de muchos de los casos de corrupción, la coyuntura económica y la conjugación paradójica de una mejora de los sistemas de control con la sensación social de impunidad. No comparto totalmente esta afirmación de TI, porque probablemente no toma en cuenta todos los antecedentes que en materia de corrupción se han vivido en España y que sugieren una tendencia permanente hacia la trampa y el aprovechamiento ilícito, desde hace muchos años.
Por mi trabajo como juez, no me resultan extrañas las formas en las que esta lacra se enmascara ni los múltiples tentáculos que desarrolla. Me entenderán bien jueces, fiscales, peritos, policías y guardias civiles si hablo de horas innumerables de trabajo ante una red de crimen organizado indagando desde el extremo del ovillo, tirando con delicadeza pero con mano firme para no alertar, pero a la vez cerrando el camino con la urgencia de no permitir que la pista se diluya en la ciénaga de los paraísos fiscales donde puede desaparecer para siempre.
En España la lucha contra la corrupción, o no ha existido o ha sido siempre artesanal, antes y ahora. Desde la política y las instituciones locales, provinciales, autonómicas y nacionales no se palpa una voluntad diferente a la de la trampa y salir del paso, sin análisis ni propuestas, o con tantas que solo valen para justificar conciencias y parar imputaciones de inactividad. Falta un verdadero interés en profundizar en las causas de la corrupción que se ha llegado a aceptar como un hecho normal y algo a lo que se “tenía derecho” por el simple hecho de ocupar el cargo que, a partir de la toma de posesión, pasaba a ser “mi cargo”.
Las decisiones de combatir la corrupción duran en España el tiempo exacto para olvidarlas y seguir haciendo lo mismo. Mientras, la profunda desigualdad que la corrupción genera entre los ciudadanos y en el propio sistema productivo ni se tiene en cuenta.
En estos tiempos de pingües beneficios de los de siempre, tarjetas black, cuentas inconfesables, viajes de relax con cargo a lo público, resulta intolerable que el presidente del Gobierno se limite a “pedir perdón” por los casos que insistentemente señalan a su partido.
El ciudadano ha aprendido ya lo que es la corrupción y es por tanto el momento de tomar un papel mucho más activo para combatirla, a nivel nacional e internacional. Las tramas criminales de corrupción implican a sindicatos, saquean bancos o trucan concursos y colocan familiares, amigos o derivados en puestos de trabajo que carecen de explicación o fondo… ante la parálisis institucional.
Hay que actuar desde la sociedad civil. De lo contrario continuaremos en esta cultura sin escrúpulos y sin inteligencia que nos acosa. Recuerdo una anécdota de corruptos que contaba el juez Giovanni Falcone, asesinado por la mafia, sobre el interrogatorio del jefe mafioso Frank Coppola. El juez sintió curiosidad y le preguntó: “¿Qué es realmente la mafia?”. Coppola pensó unos momentos y respondió: “Señor juez: actualmente son tres los magistrados que desean convertirse en procuradores de la República. Uno de ellos es muy inteligente, otro está apoyado por los partidos que forman parte del Gobierno y el tercero es un imbécil. ¿Quién cree que será el elegido? Pues el imbécil. Esto es la mafia”, explicó Coppola.
Hoy, Día Internacional contra la Corrupción, apuesto por un futuro limpio con el esfuerzo de los ciudadanos, de los jueces y de los políticos honestos que se escandalizan con la acción de sus colegas. Y abogo por la educación. Definir una cultura de honestidad, de ética, de transparencia, de servicio público y derechos humanos es el desafío. Esa medida, señor Rajoy, sí es básica para la regeneración. Con ella, daremos respuesta a tantos ciudadanos honrados que aborrecen lo que ven y sufren todos los días por su país que los bandidos quieren repartirse.
(Artículo de Baltasar Garzón, publicado en "El País" el 9 de diciembre de 2014)
Cada vez que surge un nuevo caso de corrupción nuestros políticos se escudan en que son mayoría los servidores públicos honestos y que solo unos pocos sinvergüenzas se han colado en sus filas. Con este innovador mensaje se presentó Mariano Rajoy en el pleno monográfico del Congreso sobre la corrupción, al que aportó dos proyectos de ley visados por su Gobierno hace casi dos años. A partir de estas premisas es inconcebible que el presidente del Gobierno pueda encabezar un programa serio para combatir un problema que se ha convertido en la segunda preocupación de los españoles. Todas las respuestas devienen tardías e insuficientes, como acaba de demostrar la microrreforma introducida por la Cámara sobre los viajes de diputados y senadores a raíz del caso Monago.
Más de 800 Ayuntamientos (un 10% del total) están incursos en diversos procedimientos judiciales vinculados al muy heterogéneo dominio de la corrupción política; el número de imputados se cuenta por miles, según informes de la fiscalía. Minimizar estas cifras hasta el punto de convertir a esa legión de corruptos en una excepción es una desfachatez, si no un acto de cinismo. Al margen de la honradez individual, que se dilucida en los tribunales, la mayoría de los políticos tiene fundadas sospechas, cuando no indicios, de que su partido tiene vías de financiación irregulares, pero ese es un tabú cuya ruptura se castiga con la expulsión, como le sucedió al socialista Alonso Puerta en 1981. Habrían de pasar 26 años hasta que un concejal popular de Majadahonda pagara el mismo precio después de poner a la Fiscalía Anticorrupción tras la estela del caso Gürtel, una red mafiosa de la que se habría lucrado el PP, según el último auto del juez instructor.
Nuestros políticos conocen estas prácticas desde los tiempos de la Transición, pero han preferido guardar silencio para mantener el favor de sus jefes. Es hora de poner fin al espectáculo degradante de que nadie sepa en los partidos políticos, salvo sus tesoreros o sus gerentes, de dónde proceden los dineros con los que se financia la campaña electoral permanente en la que están metidos o cómo se pagan las obras de sus sedes y los salarios de sus empleados.
¿Tiene alguna lógica que los presidentes y secretarios generales puedan alegar ignorancia ante los jueces y librarse así de toda culpa en este tráfico indecente de cajas b y dineros negros? ¿Por qué los líderes que elaboran las listas electorales y aprueban los programas políticos están exentos de rendir cuentas sobre las finanzas de sus partidos? ¿Puede Rajoy eludir su responsabilidad en el caso Bárcenas con el simple trámite de pedir perdón al Parlamento por haberse equivocado en su nombramiento? Bienvenida sea la reforma del Código Penal (anunciada hace más de un año) que castigará el delito de financiación ilegal con uno a cinco años de cárcel, aunque solo se atajará el mal cuando los jefes máximos tengan que responder por una presunta administración desleal.
Este estado de cosas ha sido consustancial a la democracia creada al amparo de la Constitución de 1978. La debilidad de unos partidos renacidos tras 40 años de dictadura sirvió para blindar sus cuentas y excluirlas del escrutinio público. Galaxia Gutenberg acaba de publicar un libro póstumo de Javier Pradera titulado Corrupción y política. Los costes de la democracia. Escrito hace 20 años, en plena floración de escándalos (Juan Guerra, Hormaechea, Ibercorp, Mariano Rubio, Filesa, Cacerolo, Roldán, fondos reservados, etcétera), su lectura resulta de extraordinaria actualidad. La anatomía de la venalidad que Pradera disecciona con precisión forense es perfectamente aplicable a la sucesión de casos que monopolizan la actualidad informativa. Los cambios legislativos introducidos en estas dos décadas han tenido el efecto gatopardiano de mantener intacta la corrupción estructural para financiar los partidos, a la que se ha sumado el creciente pillaje individual de muchos gestores.
Es cierto que se creó la Fiscalía Anticorrupción en 1995, que se han endurecido algunas sanciones penales, que la UDEF ha prestado una mayor dedicación a los delitos económicos que proliferan en el ámbito político, pero nada sustantivo ha cambiado en los mecanismos de adjudicación de contratos públicos, que es donde reside la gran corrupción, la que mueve millones de euros en forma de comisiones mafiosas. Este mecanismo perverso obliga por lo demás a las empresas concesionarias a falsificar su contabilidad con innumerables facturas falsas que a menudo se distribuyen entre los proveedores. En esta cadena fraudulenta participan miles de personas que están sometidas a una ley de silencio tanto más férrea cuanta mayor es la precariedad laboral. Los denunciantes no cuentan con ninguna protección.
No sorprende que en medio de este paisaje la economía sumergida suponga casi una quinta parte del PIB según diversos informes o que los inspectores de Hacienda estimen que el monto del fraude fiscal supera el déficit de todas las Administraciones públicas. Lejos de constituir un ejemplo nuestros políticos son piedra de escándalo, agravado por el impacto de una crisis económica que se traduce en el empobrecimiento de grandes grupos de población, el paro de más de cinco millones de personas según la EPA, una deflación salarial que no excluye de la pobreza a quienes trabajan y una pavorosa desigualdad que coloca a España en el segundo lugar del ranking europeo.
El Eurobarómetro de 2013 sobre corrupción registró que el 63% de los encuestados españoles (el porcentaje más alto de la UE) se consideraba afectado personalmente en su vida cotidiana, frente a una media comunitaria del 26%; el 95% consideraba que es un problema muy extendido en el país, principalmente en las instituciones locales y regionales. Todo ello consolida el convencimiento generalizado de que la gran corrupción gira en torno a las finanzas de los partidos, con una activa participación de las empresas contratistas de obras y servicios. Sindicatos y asociaciones patronales se han incorporado al festín al calor de los cursos de formación, los expedientes de regulación de empleo o las tarjetas opacas de algunas cajas. Que solo ocho de los 86 titulares de Bankia renunciaran a usarlas dice mucho del nivel ético de nuestras élites.
La democracia es un sistema que descree de la bondad universal y desconfía de la codicia humana. De ahí que exija contrapesos y controles rigurosos para impedir abusos de poder y sancionarlos cuando se produzcan. Un Tribunal de Cuentas nombrado mayoritariamente por los partidos, que más que vigilarse mutuamente practican una estrategia de no agresión, es un instrumento ineficaz para controlar sus finanzas. Algunos países europeos han creado comisiones independientes para fiscalizar a los partidos e incluso para adjudicar los contratos públicos. Hace casi dos años el Congreso acordó convocar una comisión de expertos para estudiar el dossier de la corrupción y proponer estrategias de choque. Nadie la ha recordado en el reciente debate parlamentario.
A un año de las elecciones generales es probable que no haya tiempo para comités, pero los partidos no pueden cruzarse de brazos tras una legislatura que ha sido una ciénaga en materia de corrupción. Y si así lo hacen estarán contribuyendo a ese súbito ascenso de Podemos, que más allá de la viabilidad o no de sus propuestas se nutre sobre todo de la náusea colectiva. Los abstencionistas de ayer, los participantes en las diversas mareas contra los recortes en sanidad y educación o simplemente la multitud de decepcionados con el PSOE suman ya un bloque de votantes potenciales que de momento ha roto, al menos en las encuestas, el statu quo de un bipartidismo asfixiante.
(Artículo de Jesús Ceberio, publicado en "El País" el 4 de diciembre de 2014)
Estoy harta de la charlatanería sobre la corrupción por parte de todos los políticos, no quiero oír ni una palabra más, quiero actuaciones radicales contra los mangantes. La mala noticia es que escribo esto y al mismo tiempo me siento desalentada e inerme, porque no sé cómo luchar contra el grado de indecencia que hemos alcanzado. Pero la buena noticia es que no todas las personas son tan inútiles como yo lo soy. Hay un abogado y estupendo novelista, Antonio Penadés, que ejerce la acusación popular en un caso especialmente repugnante: recordarán que Blasco, consejero de Cooperación y Solidaridad de la Generalitat Valenciana (ay, Camps, Camps), se quedó con seis millones de euros de nuestros impuestos destinados al Tercer Mundo (un dinero para necesidades críticas y reales, un dinero que sin duda ha costado muertes), más 177.000 euros de las donaciones de los valencianos tras el terremoto de Haití. Con eso, Blasco y su panda se compraron pisos de lujo, un yate, un Cadillac... Horteras de bolera, corazones de plomo. Pues bien, gracias a los fiscales, a Penadés y a la abogada de la Generalitat, esos miserables fueron condenados y a Blasco le cayeron ocho años de cárcel.
Ahora Penadés y otros (Muñoz Molina es socio de honor) han montado Acción Cívica, una asociación independiente y apolítica contra la corrupción. Se personarán como acusación popular y brindarán su apoyo a otros abogados. Me emociona y consuela comprobar una y otra vez que existe gente así. Mujeres que tras regresar molidas del trabajo le preparan la cena al anciano vecino; bomberos que recogen alimentos para familias necesitadas; ciudadanos de a pie que, como Penadés, sabe defendernos. La vida sería invivible sin ellos. Yo ya me he hecho socia (accion-civica.org).
(Artículo de Rosa Montero, publicado en "El País" el 2 de diciembre de 2014)
Me ha llamado mucho la atención el eco que ha tenido la beca del profesor Errejón. En efecto, un amigo y conmilitón suyo le consiguió una beca sustanciosa (las hay regulares y las hay king size,esta es de las buenas) tras convocar la ayuda de manera que sólo Errejón podía presentarse y presentóse y ganóla. Entre las bases y condiciones para acceder a la beca sólo faltaba añadir “que gaste gafas de pasta y cuyo apellido empiece con E”.
Pero ¿cuál ha sido el escándalo? Aquellos que conozcan la Universidad española desde dentro (yo he dado clases allí 30 años) saben que este procedimiento no es una excepción, sino la regla, la base misma de su funcionamiento. ¿Cómo creen que se elige a los titulares, al jefe de departamento, a los becarios, al decano, al rector? ¿No han oído hablar de la endogamia universitaria, de las mafias departamentales, de las cátedras hereditarias? En algunas ocasiones estas corruptelas se usan para mantener la coherencia ideológica o teórica de un departamento, lo que es hasta cierto punto comprensible, pero la mayor parte de las veces es simplemente el modo de mantener una clientela vitalicia.
Dicho sin farisaísmos, la Universidad está tan corrompida como las finanzas, los partidos o los sindicatos: es una de las instituciones más corruptas del conjunto institucional español. Por esta razón la enseñanza española es la que recoge la más baja calificación en todo el conjunto europeo, un suspenso que se sucede año tras año con gran regocijo de los partidos políticos.
De hecho, puede decirse que no hay auténtica competencia en la adjudicación de las plazas, en los tribunales de oposición, en los de tesis doctorales, y lo que es más grave aún, la nuestra es una Universidad mineralizada, fosilizada, sin traslados, sin musculatura. Los profesores están atados a su plaza geográfica de por vida. Si a pesar de todo muchos de ellos realizan una labor admirable es gracias a una vocación férrea.
Ahora bien, ¿han oído a Iglesias, a Errejón, o a los dirigentes de Podemos en la sombra presentar un programa de limpieza del mundo universitario español? No lo verán. Están allí acomodados como Blesa y sus chicos en Caja Madrid. La Universidad es su finca y nadie se atreverá nunca a limpiar esos establos. Los jefes de Podemos pueden lanzar a la calle 100.000 individuos en media hora y colapsar una ciudad. ¿Van a decir algo sobre los funestos sindicatos estudiantiles? ¡Cómo van a hacerlo si ellos los controlan! También son ellos quienes deciden quién entra y quién no en su residencia. Cuando revientan actos no lo hacen por ideología (de la que carecen, aparte de un sumario castrismo-leninismo), sino para mostrar quién es el amo de ese mayorazgo. En los reportajes de aquella violenta irrupción en la conferencia de Rosa Díez se puede ver a los jefes y matones del actual Podemos intercambiando órdenes como si fueran los falangistas de la Complutense de los años treinta.
Es un comportamiento análogo al de Mas y los separatistas, los cuales no se enfrentan al Estado para conseguir la independencia de Cataluña, que saben les arruinaría, sino para dejar claro quién manda en la finca. De modo que no se trata de ganar, sino de humillar al Estado. ¿Tribunales Supremos a mí? ¡Anda ya, españolito alpargatero! ¡Aquí mando yo, o sea, el Pueblo Catalán Carolingio! El comportamiento de los caudillos totalitarios es siempre el mismo, no queda nada por inventar.
A mí no me escandaliza que Errejón se haya mercado un beneficio estupendo, sobre todo él, que no lo necesita porque es de familia acomodada. Lo que me llama la atención es que esta gente que conoce sobradamente la corrupción universitaria de la que se alimenta aún no haya dicho nada relevante sobre la futura enseñanza en España cuando ellos manden, como no sean cuatro vaguedades idealistas del tipo “la Universidad ha de estar al servicio de los pobres”, ya conocen la música. Pero, ¿van a mantener el sistema tal y como está, con sus tribunales amañados y sus convocatorias a medida? ¿Qué haréis con las castas universitarias, camaradas? ¿Y con el feudalismo de las universidades primitivas, donde para ganar una cátedra de Física Cuántica lo importante es haber nacido en Vic? ¿Mantendréis el sistema de rectores como títeres decorativos? ¿Y los planes de estudio deformados departamento a departamento según el interés de la plantilla?
Podemos es un partido de profesores universitarios, o lo que es igual, una quimera. Un profesor universitario es un funcionario aún más irresponsable si cabe. La libertad de cátedra le permite explicar al alumnado la vida de Lola Flores o las teorías de Kripke con igual protección estatal y sueldo. Puede fantasear hasta el delirio, por ejemplo reconstruyendo la Unión Soviética en clase, sin que nadie pueda decirle que eso no entra en el programa de Filosofía de la Ciencia. No obedece al menor control, excepto el de sus jefes de departamento (y tampoco mucho), lo que provoca unas relaciones serviles hasta la caricatura que en los estratos inferiores es de pura esclavitud. Un partido de profesores universitarios reproduce el mundo virtual de las aulas, con todos sus delirios y su onirismo, a escala estatal.
Si ya la Universidad española (sector Humanidades) es como un cetáceo muerto, imagínense un país construido con los mismos mimbres. Un cementerio de elefantes. Y ratones.
(Artículo de Félix de Azúa, publicado en "El País" el 1 de diciembre de 2014)
El régimen de la Transición está herido de muerte. Y el agente patógeno que está acabando con su vida no es tanto el deterioro de sus instituciones (Corona, Constitución, sistema electoral, partidos políticos, Estado autonómico) o las amenazas de secesión territorial, sino el contagio virulento de una epidemia incurable de corrupción política: el ébola de la democracia. La tipología de la epidemia es multiforme, afectando a sectores muy diversos. Existe una corrupción de derechas, concentrada en los múltiples cohechos y el tráfico de influencias coprotagonizados por la banca, las grandes empresas y el sector de la construcción y las infraestructuras, siendo su emblema la privatización de los servicios públicos y las puertas giratorias entre la política y el Ibex. Hay otra corrupción de izquierdas, manifestada por la redistribución de fondos públicos entre las redes clientelares de los movimientos sociales afines, por el estilo de los ERE andaluces. Es esta la clase de corrupción en la que también está cayendo el secesionismo nacionalista y en la que podría caer Podemos si algún día llegase al poder.
Y luego está la corrupción centrada o transversal, que afecta por igual a derecha e izquierda, con tres campos de acción. Ante todo, la financiación irregular de los partidos, ese magma ignoto que surge del subsuelo para realimentar el ansia insaciable de una clase política adicta a la mercadotecnia electoral. Después, el suelo inagotable de la política local, donde los eternos caciques de toda la vida se lucran con ese pozo sin fondo del que mana sin tasa el dinero negro procedente del ordenamiento urbanístico y la recalificación de terrenos. Y por último, la corrupción corporativista de los incentivos a la concertación social, como, por ejemplo, los fondos de formación para el empleo (la antigua Forcem), en gran parte procedentes de Bruselas y también de los presupuestos públicos, pero que son clandestinamente desviados fifty fifty hacia las arcas privadas de las patronales y los sindicatos al alimón.
Pero lo más grave de todo es que la infección ha empezado a invadir un tejido que hasta ahora parecía libre del mal. Me refiero a las Administraciones públicas, que acaban de ser señaladas por el dedo acusador de la justicia en el caso Enredadera. Lo cual representa una preocupante novedad, pues revela que el funcionariado está empezando a contagiarse de un mal contra el que se mantenía inmune hasta ahora. En efecto, los datos de Transparency International demuestran dos hechos. Primero, que la creciente corrupción española es de las más altas de Europa. Y segundo, que la práctica del soborno funcionarial es en cambio muy inferior al resto de países europeos. De donde se deduce que hasta ahora esta gangrena democrática se restringía a los partidos, los Ayuntamientos, los empresarios y los sindicatos. Pero que en cambio la ciudadanía y el funcionariado se mantenían a salvo. Por eso el inicio del contagio a los servicios públicos es un anuncio demoledor, pues si la epidemia se propaga a los funcionarios, el sistema entrará en colapso.
No hay duda de que estamos ante una crisis existencial, pues está en juego el ser o no ser de nuestro sistema. O erradicamos la corrupción, o su efecto degenerativo acabará con nuestra democracia. Por tanto, para poder superar la epidemia, hay que identificar antes sus causas, que son dos relacionadas entre sí. Ante todo, su primera causa es la falta de control y suficiente accountability. Como demuestran los ERE y la corrupción local, la intervención preventiva del Estado no funciona en España, puesto que es incapaz de evitar la excesiva autonomía de la política, que por basarse en la soberanía popular se cree con derecho a infringir la ley con aforada impunidad. La autorregulación no sirve de nada (según revela el caso Monago), pues como hacen demasiados obispos con la pederastia sacerdotal, los partidos prefieren encubrir a sus conmilitones antes que depurarlos. El control a posteriori tampoco funciona, pues el Tribunal de Cuentas es un pasteleo nepotista que ni juzga ni contabiliza. Y sólo queda la Fiscalía Anticorrupción: heroicos bomberos que intentan sofocar incendios con las manos atadas por la escasez de medios.
Por tanto, al saberse libres del suficiente control, los poderes públicos se sienten tentados de violar la legalidad. De ahí que la corrupción se dispare, al ser directamente proporcional a su grado de arbitrariedad discrecional (tal como predice la ecuación de Klitgaard). Y esta falta de control se agravaría si el partido en el poder aprobase su anunciada reforma electoral, primando las mayorías reforzadas.
Pero la causa última de este descontrol es la excesiva politización de nuestras instituciones, como la justicia, las Administraciones públicas o la cultura misma. La justicia está supeditada desde su misma cúspide jerárquica al poder político, que se la reparte en cuotas de lealtad y obediencia debida con obligación de prestar asistencia judicial y devolver favores: de ahí la lentitud, la lenidad y los sobreseimientos, por no hablar del aforamiento, los indultos y la reducción penitenciaria. Y tan grave, pero más decisivo, es que las Administraciones públicas estén secuestradas e intervenidas por los partidos que obtienen el poder, nombrando a sus cargos directivos con el único criterio de su lealtad política. De ahí que, tras aplicar este arcaico spoil system, las Administraciones resulten patrimonializadas por los partidos políticos, que desvían su funcionamiento a su antojo en su propio beneficio político. Esto explica que los funcionarios encargados de controlar la corrupción no se atrevan a hacerlo por temor a ser desplazados o descartados. Y en consecuencia, la necesaria separación entre Gobierno y Estado desaparece, quedando éste okupado y controlado por aquél. Así se produce una perversa inversión de funciones que hace de los cuerpos de altos cargos (como los abogados del Estado) una correa de transmisión de las órdenes dictadas por el partido en el poder para su captura del Estado.
Finalmente, también la cultura está politizada, alineándose a un lado u otro de las trincheras partidistas. Y no me refiero sólo a los actores, artistas, escritores o músicos que toman partido, sino también a las instituciones culturales que resultan patrimonializadas por el partido en el poder. E igual ocurre con la enseñanza, cuya excesiva politización le impide impartir una auténtica formación cívica al estar intervenida de hecho por el poder. Por no hablar de nuestro sistema mediático, igualmente atrincherado tras su tendenciosa alineación partidista. La consecuencia es que la opinión ciudadana también queda sesgada por su politización partidista, tolerando la corrupción de sus representantes electos con la excusa de que se trata de “uno de los nuestros” (good fellas).
¿Qué hacer? La solución pasa ante todo por la estricta separación entre Gobierno y Estado, prohibiendo las puertas giratorias entre el poder político y la función pública para lograr que ésta sea imparcial e independiente, evitando su politización partidista. Y después, estrictos controles de la corrupción, tanto preventivos ex ante (por la Intervención General del Estado, que debería supervisar también a partidos, sindicatos y demás instituciones públicas) como sancionadores ex post (potenciando la Inspección de Hacienda y la Fiscalía Anticorrupción y refundando otro Tribunal de Cuentas). Pero con ser necesarias, esas medidas no son suficientes, pues además la ciudadanía deberá exigir a sus representantes que arranquen la corrupción de sus filas. Que nunca más los ciudadanos vuelvan a encubrir con sus votos a unos políticos que infectan a los demás su propia corrupción.
(Artículo de Enrique Gil Calvo, publicado en "El País" el 27 de noviembre de 2014)
Durante las últimas semanas, con motivo del referendo ilegal celebrado en Cataluña, hemos oído sobre la ley, y el respeto que se le debe en democracia, cosas expresivas de una ideología extremadamente peligrosa: que las leyes -al parecer, solo una molestia con la que enredamos unos supuestos fundamentalistas del derecho-, son perfectamente prescindibles, pues su respeto resulta un elemento socialmente tangencial y poco relevante, que debe estar subordinado al superior interés de la política. Hasta tal punto ha llegado esta banalización de la ley que quienes creemos que su respeto es uno de los rasgos principales que distinguen a las sociedades civilizadas de las bárbaras, estamos obligados a proclamarlo en voz bien alta, no vaya a ser que la gente acabe por pensar, de buena fe, que quienes defendemos el imperio de la ley lo hacemos por deformación profesional.
Pues la verdad es que la ley moderna nace entre finales del siglo XVIII y principios del XIX como defensa de los desposeídos frente a los tiranos; y va convirtiéndose después, con el avance de la democratización, en el gran instrumento de lucha por la libertad y la igualdad. No hay un solo progreso histórico que no se haya visto reflejado en una ley, desde el sufragio universal a los derechos sociales y económicos, pasando por la libertad de prensa o la igualdad entre hombres y mujeres. Ni hay tampoco una sola época negra en la evolución humana (desde el estalinismo a los fascismos) que no se haya basado en el absoluto desprecio de la ley.
La ley es hoy el único medio de evitar que los que tienen menos poder, fuerza o inteligencia, puedan resistir, sin doblegarse, a los que tienen más de todo ello. La ley es la que nos permite perseguir la injusticia y los delitos y reparar a quien los sufre. La ley es la norma de convivencia que impide que la vida social sea una refriega de todos contra todos, en la que ganan siempre los más fuertes y pierden siempre los más débiles.
¿Se imaginan un lugar sin leyes o, lo que es igual, uno donde cada uno pueda decidir a su gusto cuando las respeta y cuando no? Es difícil de imaginar, pues toda nuestra vida gira en torno al respeto a la ley y a su consecuencia natural: la sanción que le llega antes o después a quien la viola.
Por eso, lo ocurrido en Cataluña resulta extremadamente grave para el Estado de Derecho: no solo porque allí se ha producido una violación flagrante de la las leyes, más grave aún por el hecho de proceder no de un particular sino de altas autoridades del Estado, sino porque se ha proclamado un principio desconocido en España, de 1977 para acá: que cuando la ley es un atranco para la hipotética voluntad del pueblo, la ley no vale nada. No es cosa nueva: la idea la han compartido desde hace dos siglos todos los dictadores del planeta.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 26 de noviembre de 2014)
El Régimen acabó cuando volvió el Guernica a España; hasta entonces las heridas de la guerra no habían cicatrizado aún, y no han cicatrizado todavía, pero aquel fue un símbolo mayor de lo que supuso para este país la contienda cruenta que nació del odio y se resolvió con odio.
Cayó el Régimen, es verdad, sin que el dictador que se puso en su cúpula, habiendo odiado y matado, sufriera ni cárcel ni otros martirios que probablemente merecieron su felonía. Y la llegada de ese cuadro, además de la salida de los presos, la celebración popular de la libertad, todo ello conspiró para que se creara entre nosotros, los que entonces vivíamos y recordábamos esos años pesados, la ilusión de otra vida.
Y hubo otra vida, quién lo duda. Bueno, yo digo quién lo duda y al tiempo estoy recordando que al menos esta semana, en EL PAÍS, dos jóvenes políticas titularon de esta manera, sucesivamente, lo que fue ese periodo que se abrió una vez que acabó el Régimen: una escribió aquí que ese que nosotros creíamos que se podía celebrar, desde la Transición en adelante, era en realidad el Régimen del 78; y la otra joven política, de un partido diferente, expresó con el mismo afán denigratorio la palabra “régimen” para explicar el tiempo pasado.
No es la primera vez que lo leo, que lo leemos, los que somos de aquella quinta, que puede ser llamada también la quinta del Buitre, pues aquel militar que nos presidió tanto tiempo, 40 años, tenía a la muerte (como Millán Astray) entre sus más afanosas tonadillas. El último domingo escuché, hablando de estos años que vinieron después de Franco, que estos 40 años habían sido el nido de una ignominia que había traído corrupción y nada. Me fijé en que dijo 40 años, y no esta época, o este tiempo, que pudieran ser sinónimos benévolos que se pueden entender como igualmente peyorativos, pero que no tienen por qué asociarse directamente con lo que para los que vivimos en aquel entonces significaba la expresión “cuarenta años”.
Pues 40 años son los que duró Franco, y juro por mi madre y por mi padre que no se parecieron (en lo que yo los viví) a estos 40 años en que, por ejemplo, ha vivido mi hija. Ya que ando en ejemplos familiares, debo decir que en el Régimen (en el que siempre llamamos Régimen) mi padre, mi madre y mis hermanos no podían ir al ayuntamiento, al juzgado o al médico sin temor a ser expulsados o mal atendidos; y sé, porque lo viví, que desde que se instauró en España lo que ahora muchos llaman Régimen del 78, como si éste fuera oprobioso, aquí la gente pudo hablar, discutir, asociarse, pedir becas y obtenerlas, estudiar aunque no tuviera posibles, exigir buen trato de los organismos públicos. El público en general, el que había sido sojuzgado en el franquismo, y también el que disfrutó del franquismo, se hizo dueño de la calle y de las iniciativas, pudo votar, criticar, se hizo soberano. Fue tan importante el cambio que incluso no le gustó al Ejército ni a la Iglesia, que hasta entonces habían sido parte indivisible del Régimen de Franco.
Es muy probable que en medio del descrédito de las palabras se haya mezclado ahora como posible que se diga Régimen para hablar de lo que hemos vivido y resulte políticamente incorrecto que uno diga que está harto de una comparación de semejante falacia.
(Artículo de Juan Cruz, publicado en "El País" el 23 de noviembre de 2014)
El PP y el PSOE han pactado una regulación sobre los viajes de los parlamentarios sin tener en cuenta las voces que pedían a las Cámaras legislativas —entre ellas, este periódico— poner a disposición de los ciudadanos los datos de todos los desplazamientos pagados por el erario. En su lugar han prometido facilitar el coste global de los gastos de viaje efectuados cada trimestre por diputados y senadores. Esa regulación de mínimos responde a la mentalidad imperante en ciertas cúpulas políticas, que continúan sin asumir como obligado informar a la ciudadanía de lo que se hace con su dinero.
¿Para qué sirve disponer de cifras trimestrales sobre un coste global? Como mucho, para alimentar comentarios sobre si un trimestre se gasta más o menos que el anterior en las tres categorías de desplazamientos previstos por la mentada regulación: viajes oficiales, traslados habituales entre Madrid y la circunscripción de residencia y viajes fuera de la circunscripción.
A las pocas horas de acordada con el PP la regulación restrictiva, desde las filas socialistas se ha anunciado una reconsideración tendente a ofrecer más detalles de la agenda y de todos los viajes de sus parlamentarios. Otros grupos minoritarios también quieren hacerlo o reforzar los datos de las agendas, que ya ofrecían por su cuenta. Son señales evidentes de lo insatisfactorio del pacto.
Lo que realmente hay que controlar son las finalidades y el monto de todo el gasto cargado a los contribuyentes, empezando por el de los representantes de cada circunscripción ante los ciudadanos de la misma. No se trata solo de salir al paso del escándalo suscitado por las variadas y contradictorias explicaciones dadas por José Antonio Monago y por el PP acerca de viajes de aquel a Canarias, sino de dar un verdadero salto adelante en materia de transparencia. Eludirlo perjudica a la democracia, tanto como alimenta las campañas contra el sistema representativo.
Nada avala la pretensión de los partidos de dar por supuesto que los ciudadanos han de sufragar todo aquello que los parlamentarios decidan gastarse, sin límites ni rendiciones de cuentas. Muchos políticos continúan sin ser conscientes de la distancia que se ha abierto entre ellos y los ciudadanos, de acuerdo con reiterados sondeos de opinión. Millones de personas se pagan sus viajes, sus comidas y todos los gastos con cargo a sus salarios, o deben justificarlos detalladamente a sus empleadores cuando los hacen en nombre de aquellos. De ahí el abismo psicológico existente entre todas esas personas y aquellas otras que, en virtud de haber obtenido un acta como parlamentario, consideran lógico y natural que ese tipo de gastos corra a cargo de los contribuyentes y que ni siquiera sea necesario justificárselo.
Es importante que se lo tomen en serio, en vez de salir al paso de los escándalos con remiendos u ocurrencias.
(Editorial de "El País", publicado el 21 de noviembre de 2014)
Para el joven filósofo, la aspiración a entender constituye uno de los estímulos más importantes para la tarea de pensar recién emprendida. Nada hay para él comparable a esos momentos en los que cree sentir que está rozando el todo con los dedos, cumpliendo así la vieja fantasía de comprender el conjunto de cuanto nos pasa, el sueño secular de alcanzar esa privilegiada ubicación del espíritu desde la que se domina por entero lo que hay y lo que hubo. No es momento ahora —apenas iniciada la presente reflexión— de adentrarnos en las causas de ello. Tal vez tamaña ilusión se deba a que, como señalaba Jaime Gil de Biedma en su poema Píos deseos al empezar el año, “...el placer del pensamiento abstracto/ es lo mismo que todos los placeres:/ reino de juventud”.
Como tantas otras cosas, con los años la expectativa se va desvaneciendo —o se va tornando más modesta, díganlo como quieran— y el filósofo en edad madura ya no aspira, como cuando él mismo era joven, a alcanzar aquel imaginario lugar privilegiado que le habría permitido una contemplación panorámica de la totalidad de lo existente, sino que tiende a pensar que la razón de ser de su actividad debe entenderse bajo otra clave. Su nuevo convencimiento bien podría enunciarse así: el sentido de la tarea del filósofo ya no consiste tanto en proponerse dar cuenta de la realidad por completo, como en describir lo mejor posible cómo se ve dicha realidad desde el concreto lugar en el que se encuentra situado.
Pero, claro, hay lugares y lugares. Y el que ocupa Emilio Lledó es, en un determinado sentido, un lugar privilegiado desde más de un punto de vista. Poseedor de un vastísimo conocimiento tanto de la filosofía griega como de la tradición germánica moderna y contemporánea, su manera de entender la ocupación del filósofo ha estado siempre alejada de las oscuridades abstrusas a las que tradicionalmente han sido proclives sus colegas, de las referencias eruditas o de cualquiera de los tics academicistas habituales en el medio filosófico. Cuando en cierta ocasión le pregunté por qué no reeditaba un texto juvenil inencontrable sobre Platón del que era autor, me respondió, con desarmante humildad, que porque era un escrito lleno de citas y referencias, y que, a determinadas alturas de la vida, “ya no se trata de eso”.
Se trata, en efecto, de otra cosa. Se trata, como decíamos, de hacerles saber a los demás lo que uno ve. Y uno ve, en gran medida, lo que sabe. Y sabe lo que ignora. Emilio Lledó está convencido de que lo que más importa contar está en un sitio distinto a aquel en el que todos se empeñan en buscar: no se encuentra en un rincón escondido, sino a la vista de todos (como decía Wittgenstein, recurriendo a la imagen de la mosca y el frasco, aunque también nos serviría para lo mismo aludir a la carta robada de Poe). Su secreto, pues, es un secreto a voces: es esa casi milagrosa capacidad que atesora para asombrarse cada día, como si la vida empezara de nuevo con cada amanecer, y no hubiera mejor tarea a la que aplicarnos que saborear los regalos que nos trae la luz de la mañana. Por eso continúa escribiendo con pasión, por eso le brillan los ojos cuando se le ocurre una idea, por eso es capaz de narrar, con emocionada admiración, la llamada telefónica de un Gadamer centenario, entusiasmado por haber entendido el fragmento de un presocrático. De este fuste es también Emilio Lledó. Un filósofo sencillo, que se limita a asombrarse ante lo que pasa y que tiene la generosidad de contarnos cómo se ve el mundo desde donde él está. Desde lo más alto del pensar y de la vida.
(Artículo de Manuel Cruz, publicado en "El País" el 19 de noviembre de 2014)
Después se quejarán del cabreo ciudadano, pero es que lo ganan cada día. Los grandes partidos sufren una cerrazón que les impide ver las demandas de la opinión pública y pactan cosas como la que pactaron ayer sobre los viajes de los diputados. Son Juan Palomo y se aplican el principio de «Yo me lo guiso, yo me lo como». Y lo que se guisan es una calculada ocultación a la ciudadanía de adónde viajan y con qué dinero lo hacen. Y lo peor es que nos quieren entretener con un acuerdo que no cumple ni la menor de las exigencias.
Seamos serios: ¿de verdad se puede calificar como transparencia la difusión del gasto global de los viajes por grupos parlamentarios? ¿De verdad ofrece alguna garantía que el control sea efectuado solamente por esos grupos y sobre sí mismos, por mucho que responsabilicen a sus direcciones? Lo que harán será encubrirse unos a otros, porque todos tienen la posibilidad de cargar excursiones al erario público. Y de esta forma, la alegría viajera de unos cuantos terminará contaminando a la mayoría que no abusa. Ese será el resultado de esta operación torpemente cosmética y justificada por el presidente del Congreso cuando asegura que «la Cámara no tiene por qué conocer y publicitar los viajes de todos los diputados».
¿Cómo que no, señor presidente? Si la Cámara no los quiere conocer, que no los conozca. Allá su responsabilidad. Pero a mí, como contribuyente, me asiste ese derecho. Entre otras razones, porque es mi dinero y quiero saber cómo se gasta, de la misma forma que el Estado tiene derecho a conocer hasta el último céntimo que he ganado este año. Y algo más: si a un profesional del sector privado se le exige justificar el más mínimo gasto, aunque sea imprescindible para su rendimiento, no veo por qué razón no se le puede exigir a un diputado que paga sus desplazamientos con dinero público. Y que no me hablen de autocontrol en el grupo parlamentario. ¿O es que el grupo del señor Monago no ha justificado sus excursiones canarias? ¿No ha inventado una ocurrente cooperación con el PP de las islas para dar contenido a esas giras placenteras?
Lo que les ocurre a nuestros parlamentarios, por lo menos a quienes sellaron ese pacto de Juan Palomo, no es siquiera que nos quieran engañar o defraudar. No les atribuyo esa maldad. Les ocurre que no tienen conciencia de que son servidores públicos y de que manejan recursos públicos. Y alguien les tendrá que decir que, por muy representantes que sean de la soberanía nacional, no disfrutan de ninguna bula para tratar esos recursos sin absoluta transparencia.
No se trata de convertir el Congreso en un patio de vecinos. Se trata justamente de lo contrario: convertirlo en un lugar del que nos podamos fiar.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 19 de noviembre de 2014)
El siglo XXI constituye una encrucijada. El final de la confrontación entre el Este y el Oeste dejó abierta la posibilidad de un “nuevo orden internacional”, basado en la expansión de la democracia por el mundo y en un espíritu de paz. Sin embargo, ahora el entusiasmo que acompañó la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría parece muy lejano.
Las crisis y las crueldades registradas en Bosnia, Ruanda, Darfur, Afganistán e Irak han llevado a muchos a concluir que el nuevo orden mundial es más bien un nuevo desorden mundial. Para muchos estaba claro que la Guerra Fría era la confrontación entre el autoritarismo soviético y la democracia. Pero al caer el Muro de Berlín, la democracia alcanzó un nivel de legitimidad política y moral con la que ninguna forma de gobierno existente podía competir. Todas las formas de disidencia que la democracia liberal albergaba o aquellas que se le oponían se convirtieron en objeto de censura y sospecha. Sin embargo, en un breve apunte de optimismo, podemos decir que las revueltas ocurridas en Hong Kong demuestran que los ciudadanos tienen la democracia en gran estima, a pesar de que es un escenario cambiante que debe enfrentarse a desafíos imprevistos, tanto desde dentro como desde fuera de la sociedad. Spinoza escribió que ninguna actividad humana, aún contando con el concurso de la razón, podía prosperar sin pasión.
¿Pero cómo podemos reavivar ahora, en unos ciudadanos malcriados por el bienestar o resentidos por su exclusión del mismo, la pasión por la democracia? Desde 1989 y la caída del Muro de Berlín la democracia liberal se ha impuesto a los demás sistemas de gobierno convencionales, pero, en todo el mundo, su ascendiente político no siempre ha ido acompañado del que conlleva la pasión democrática. El individuo demócrata ya no es un animal caracterizado por la pasión política. Parece que en los sistemas democráticos actuales ya no hay lugar para el debate político.
Entre las nuevas generaciones, sin recuerdo ya de la Guerra Fría, la democracia despierta una apatía cada vez mayor. Por otra parte, la máxima de John Dewey, según la cual la política es la sombra que arrojan las grandes empresas sobre nuestra sociedad, continúa cerniéndose sobre nuestras democracias liberales, erosionándolas. Ante esos problemas y los múltiples indicios de que no todo parece estar bien en la democracia, nos preguntamos: ¿qué queda de la democracia como discurso y como institución? Con todo, la experiencia nos demuestra que es muy difícil encasillarla en un único significado, ya que significa cosas diversas para distintas personas en diferentes contextos. Esto es lo que explica que no se consiga “extender”, por no hablar de “exportar”, la democracia de una cultura o sociedad a otra. La razón es sencilla: el fomento de la democracia no puede funcionar en ausencia de una cultura democrática y organizar elecciones es sólo el punto de partida de la vida democrática de un país.
De hecho, la auténtica prueba de la democracia no radica precisamente en dar poder a una mayoría victoriosa, otorgando la mayor libertad al mayor número posible de personas, sino que en realidad se basa en una nueva actitud, una nueva forma de abordar el problema del poder y la violencia. En consecuencia, si aceptamos ese principio, el sistema democrático no se basaría en el poder que se ejerce sobre la sociedad, sino en el poder que hay dentro de ella. Dicho de otro modo, si la democracia equivale al autogobierno y al autocontrol de la propia sociedad, el reforzamiento de la sociedad civil y la capacidad colectiva para regirse democráticamente serán elementos fundamentales del sistema democrático. Dondequiera que hay una práctica democrática, las normas del juego político las define la ausencia de violencia y un conjunto de garantías institucionales opuestas a la avasalladora lógica del Estado.
No obstante, cuanto más pensamos en el asunto, más insatisfactoria e incompleta nos parece esa definición. Si la democracia no fuera más que un conjunto de garantías institucionales, ¿cómo podrían los ciudadanos pensar en la política hoy en día y luchar por la aparición de nuevas perspectivas de vida democrática? Antes de responder a esta pregunta creo que podemos apuntar al problema de la corrupción en las democracias y calificarlo de mal democrático. Ese mal constituye un problema porque surge en el seno de las democracias y atañe a algo concreto: la legitimidad de la violencia. Al reconocer que esta resulta problemática para la democracia se recalca la condición del homo democraticus y la posibilidad de que las democracias degeneren en violencia. En consecuencia, para ir más allá de la violencia democrática habrá que reconocer primero el carácter paradójico de la propia democracia, que es el proceso por el cual se domeña la violencia, pero los Estados y las sociedades democráticos también la generan.
Cuantos más instrumentos violentos desarrolle una comunidad democrática, menos podrá resistirse al mal democrático. Quizá sea esta la razón de que, para la democracia, la no violencia sea una salvaguarda más valiosa que el libre mercado. Por mucho que acumulemos riqueza para cubrir las necesidades vitales y vivir cómodamente en una sociedad democrática, todos sabemos que necesitamos algo más que posesiones materiales para dar sentido a nuestra existencia cotidiana. Si nos preguntamos: “¿Por qué todos actuamos como si la democracia importara y compensara nuestros esfuerzos?”, la respuesta podría ser que la vida no sólo consiste en satisfacer deseos. Hay un horizonte de responsabilidad ética sin el cual la democracia carece de sentido. Václav Havel nos recuerda que la “democracia es un sistema basado en la confianza en el sentido de la responsabilidad del ser humano, que debería despertar y cultivar”.
Este sentido de la responsabilidad común es la clave de nuestra identidad como seres demócratas, porque, en nombre de la dignidad y la vulnerabilidad que los seres humanos compartimos, se alza como reacción ante lo intolerable. Es un esfuerzo moral que nos revela la complejidad, la espontaneidad y la heterogeneidad de la democracia. En la actualidad, sobre el telón de fondo del horror y de los intolerables actos de crueldad que no han dejado de producirse con el nuevo milenio, debatimos cómo valorar correctamente y apreciar en su justa medida a los ciudadanos demócratas. Quizá esta sea la razón de que nunca podamos estar del todo satisfechos con la democracia en tanto valor filosófico y realidad política: estarlo sería olvidar su propia esencia como esfuerzo cotidiano de responsabilidad cívica, pero también como lucha constante contra lo intolerable. Por eso, cualquier democracia que se convierta en un sistema de valores de consumo, sin crear un sentido de la responsabilidad que vaya más allá de los meros ideales políticos, terminará convirtiéndose en una comunidad regida por la mediocridad.
Por sí sola, la democracia nunca será suficiente; no puede instaurarse celebrando elecciones y aprobando una Constitución. Se necesita algo más: un énfasis en la democracia en tanto que práctica de pensamiento y de juicio moral. Dicho de otro modo, nunca podremos construir ni mantener instituciones democráticas si estas no comportan el objetivo de ofrecernos la experiencia socrática de la política en tanto que autoexploración e intercambio dialógico. Después de todo, la democracia la hacen los seres humanos y su suerte va ligada a la condición humana. Como tal, la línea que divide la acción democrática y el mal político atraviesa la elección moral de cualquier ciudadano demócrata.
(Artículo de Ramin Jahanbegloo, publicado en "El País" el 18 de noviembre de 2014)
Los ciudadanos tienen todo el derecho a conocer con detalle el uso que se hace del dinero con el que se sufragan los gastos en que incurren sus representantes. No por curiosidad morbosa ni para dar carnaza a las polémicas partidistas, sino porque el dinero público no llueve del cielo, sino que mana de los contribuyentes. Por supuesto que los parlamentarios deben viajar todo lo que necesiten para desarrollar sus tareas políticas; pero ni las Cortes ni los Parlamentos autónomos pueden permitirse mantener las zonas de opacidad por más tiempo.
Es una burla haber gastado tanta pólvora en salvas a propósito de la ley de Transparencia para tropezar ahora con episodios como el protagonizado por el exsenador José Antonio Monago, actual presidente de la Junta de Extremadura, y otro exdiputado del PP a propósito del carácter público o privado de ciertos desplazamientos.
El escándalo proviene de un sistema que lo permite y que todavía continúa en vigor. Aunque la ley de Transparencia —posterior al caso Monago— incluye a las Cámaras legislativas dentro de su ámbito de aplicación, se remite a los reglamentos de aquellas para definir “la aplicación concreta” de sus disposiciones. De modo que la previsión legal será papel mojado mientras tales reglamentos no sean modificados. Solo faltaba la actitud del presidente del Congreso, Jesús Posada, que no quiere saber nada sobre el control de gastos de los diputados y les pasa la patata caliente a los grupos parlamentarios, para darse cuenta de la clara conciencia del problema existente y de las renuencias a resolverlo.
Seis años de crisis económica han acelerado las críticas a una clase política que muchos creen demasiado costosa para las posibilidades reales de este país. La desconfianza hacia el Parlamento, instalada de antiguo en la cultura pública española —no hay más que ver la fruición con que se repiten y comentan fotos de hemiciclos semivacíos—, se ve incrementada con polémicas sobre gastos, que alimentan nuevas campañas de lapidación. Resulta inaguantable la ristra de discusiones a propósito de los sueldos, las cantidades adicionales que perciben o de cuánto debemos escandalizarnos por el descubrimiento de tal o cual gasto dudoso.
Urge restablecer la dignidad de la función representativa y esto les corresponde a las Cámaras. Los grupos del Congreso han abierto una negociación que debería cerrarse a la mayor brevedad con medidas que garanticen la transparencia, y desde luego es insuficiente la pretensión del PP de limitarla a publicar el importe “global” de lo que paga la Cámara o hacer constar solo si los viajes son desde o hacia la circunscripción, si son actos de partido o actividades como parlamentarios. Los ciudadanos tienen completo derecho a disponer de los datos relacionados con viajes —y con regalos de cierta importancia—, además de la información que ya se conoce sobre los ingresos. Y sobre este punto no hay nada más que discutir.
(Editorial de "El País", publicado el 15 de noviembre de 2014)
Jordi Solé Tura fue ampliamente conocido por su condición de político durante los años de la Transición. Entonces tuvo un papel de primera fila como diputado comunista y, muy especialmente, como ponente constitucional, fue uno de los siete “padres de la Constitución”. Pero Solé tenía ya una larga historia detrás como activo luchador por la democracia, como universitario y como intelectual. Un bagaje nada común entre los políticos de hoy.
En uno de sus últimos libros (Nacionalidades y nacionalismo en España. Autonomías, federalismo y autodeterminación, Alianza, Madrid, 1985) dedica un capítulo a estudiar el contenido del llamado derecho de autodeterminación, hoy tan de moda bajo el nombre de derecho a decidir. En realidad, leído hoy, casi 30 años después de su publicación, todo el libro, y no sólo este capítulo, tiene un gran interés, no ha envejecido con el tiempo, quizás al contrario: la perspectiva actual nos permite valorar mejor muchos de sus enfoques y juicios, algunos premonitorios.
La reflexión de Solé sobre el derecho de autodeterminación está provocada por una anécdota parlamentaria. En la Comisión Constitucional del Congreso, durante el proceso de redacción de la Constitución, el diputado Letamendía, entonces de Euskadiko Ezquerra, propuso una enmienda para introducir el derecho de autodeterminación. La propuesta, como era de esperar, fue rechazada con el voto en contra de todos los diputados asistentes, a excepción de Marcos Vizcaya, representante del PNV, que se abstuvo. Pero lo que sorprendió a Solé —que por supuesto votó en contra— fue que Miquel Roca Junyent y Rudolf Guerra, representantes de Convergència y del PSC, respectivamente, se ausentaron de la sala unos minutos antes de la votación alegando repentinas y nada creíbles “urgencias fisiológicas”, llegando incluso a enviarle una nota mediante un ujier del Congreso, en la que le instaban a que también él experimentara tan repentinas “urgencias”.
¿Por qué los nacionalistas y los socialistas catalanes se sintieron tan incómodos ante la enmienda Letamendía y decidieron ausentarse en el momento de la votación? ¿Por qué este comportamiento tan ambiguo precisamente en esa cuestión? En el fondo, todo el capítulo es una indagación para intentar responder a estas preguntas.
Solé Tura parte de un concepto de derecho de autodeterminación semejante al de la ONU, en especial el contenido en la Resolución 2625 (1970) de su Asamblea General, cuando trata del derecho a la libre determinación de los pueblos. Solé considera este derecho como “un principio democrático indiscutible, pues significa que todo pueblo sometido contra su voluntad a una dominación exterior u obligado a aceptar por métodos no democráticos un sistema de Gobierno rechazado por la mayoría tiene derecho a su independencia y a la forma de Gobierno que libremente desee”. Desde esta perspectiva, afecta a la soberanía externa y a la interna, es decir, tanto a la independencia, a que un Estado no esté sometido a la voluntad de otro Estado (soberanía externa), como también a la democracia, a que ciudadanos libres e iguales puedan elegir a sus gobernantes (soberanía interna).
Debe subrayarse que esta concepción del derecho de autodeterminación se expresa exclusivamente en términos de democracia, de libertad y de igualdad, sin mezcla alguna con el principio de las nacionalidades, defendido desde las ideologías nacionalistas, según el cual toda nación, entendida en sentido cultural o identitario, tiene derecho a un Estado propio.
Muestra Solé como este derecho solo está justificado, en determinados contextos políticos, para combatir a sistemas absolutistas y antidemocráticos en los que no se respetan los derechos fundamentales. Por ejemplo, en el pasado, además de los precedentes de Estados Unidos y de las colonias españolas en América, se invocó el derecho de autodeterminación en las luchas contra los grandes imperios ruso, austrohúngaro y otomano, que desaparecieron tras la guerra europea. Más tarde, lo invocaron también los movimientos anticoloniales tercermundistas de mediados de siglo pasado. En todos estos supuestos se trataba de independizarse de la metrópolis no por cuestiones de identidad nacional sino porque las leyes eran discriminatorias e impedían a los colonizados estar en situación de igualdad de derechos respecto de los ciudadanos de la metrópolis.
El carácter instrumental del derecho de autodeterminación se ve claro en la disputa entre Lenin y Rosa Luxemburgo. El primero estaba a favor del derecho de autodeterminación porque la Rusia de los zares era un gran imperio absolutista y su desmembración podía ser aprovechada para llevar a cabo reformas democráticas. Por el contrario, Rosa Luxemburgo, que era polaca, estaba en contra del derecho de autodeterminación porque ello supondría en su país el triunfo de la aristocracia nacionalista más reaccionaria. “No se trataba de una discusión genérica, abstracta y dogmática —dice Solé Tura— sino de una discusión política en función de unos problemas muy concretos (…) El derecho de autodeterminación no puede verse nunca al margen del contexto político en que se proclama y se ejerce”.
Es precisamente en las páginas finales donde Jordi Solé hace unas consideraciones sobre el contexto político español del momento en que se publica el libro. “En un país como el nuestro a estas alturas del siglo XX —dice— creo que no se puede seguir hablando del derecho de autodeterminación como mero principio ideológico, es decir, sin explicar claramente sus implicaciones políticas y, por tanto, sin ponerlo en relación con nuestro proceso histórico, con el modelo de Estado que hemos heredado y con el que se define en la Constitución (…)”. Y añade que la izquierda no puede ser ambigua en este tema ya que tal ambigüedad solo puede beneficiar a los partidos nacionalistas “en la medida que estos tienen en la ambigüedad su razón de ser”, pero “la izquierda no puede ser ambigua so pena de dejar de ser izquierda”.
Llegados a este punto, Solé analiza las consecuencias de la independencia de una parte de España y la creación de un nuevo Estado. Sostiene que un proceso que condujera a este objetivo significaría una grave conmoción para el conjunto y, en especial para el nuevo territorio formalmente independiente, supondría una “auténtica catástrofe económica y social”.
Y agrega: “Aun suponiendo que el derecho de autodeterminación se entendiese como una consulta electoral en el territorio que aspirase a la independencia, es indudable que a esta consulta electoral sólo se podría llegar, o bien a través de un proceso insurreccional, o bien a través de una gran batalla política, con elementos insurreccionales por medio (…) Un conflicto de estas características no sería un choque entre la izquierda y la derecha, ni entre el progresismo y la reacción, sino un conflicto que atravesaría todas las clases sociales de España y que escindiría profundamente la sociedad (…)”. Siguiendo con la lógica de estos razonamientos, Solé Tura se pregunta si todo ello no “significaría también la ruptura de todos los partidos, sindicatos y grupos de la propia izquierda”, para concluir diciendo que “la izquierda no puede jugar con el derecho de autodeterminación”.
En los últimos años, muchos partidos de izquierda catalanes, en concreto el PSC e IC, están jugando con el derecho de autodeterminación, al que ahora denominan derecho a decidir. En este mes se cumplen cinco años de la muerte de Jordi Solé Tura. Uno siente nostalgia de ciertos viejos políticos, de su forma analítica y racional de enfocar los problemas, de sus vastos conocimientos, de su coherencia con unos principios, de emitir opiniones sin estar obsesionados por la repercusión de las mismas en las encuestas en los sondeos y en las próximas elecciones.
La corrupción económica hace mucho daño al sistema democrático. Pero también hace daño, quizás más, la ignorancia y el relativismo moral: juguemos al derecho a decidir, parece que una mayoría lo quiere, no vaya a ser que perdamos votos. Solé Tura era de una madera distinta.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 14 de noviembre de 2014)
Uno de los sucesos políticos más chuscos de este otoño de corruptelas y corrupciones ha sido el de los cursos de formación de la operación Zeta y sus secuelas político-parlamentarias. Cierto que poco o nada de novedoso nos encontramos en las alteraciones y manipulaciones en torno a la formación asociada a las áreas gubernamentales de trabajo. Luego de la cascada de escándalos del caso de los ERE, la causa abierta más extendida que recorre, sobre todo el sur de España, es la que afecta a la formación para el empleo. La misma operación Zeta, con epicentro político en Galicia, está extendida a otras muchas comunidades autónomas.
La gestión de la formación para el empleo fue pionera de lo público al nuevo estilo: «Público es todo aquello que se financia con fondos públicos», o comulgar con ruedas de molino. Nada de los enredos actuales es nuevo. Todo viene de lejos, inicios de los ochenta, y era sabido. Sin que se le haya puesto solución.
En el caso de la operación Zeta gallega, la singularidad estriba no en la dimisión de un director xeral de la Consellería de Traballo, sino en la remoción de sus puestos de libre designación de varios jefes de servicio de esa consellería, sin expediente administrativo abierto ni sentencia judicial por medio. Singularidad agravada también por la interpretación realizada por la secretaria de Organización socialista, ex directora xeral también en la Consellería de Traballo, al interpretar las citadas remociones de jefes de servicio como una crisis de Gobierno.
Y aquí empieza lo chusco. Porque esa interpretación solo es posible debido a que nuestra Administración pública tiene un grado de politización excesivo. Por arriba, por abajo, y en los aledaños.
Por arriba, porque los nombramientos políticos no se limitan a los conselleiros o directores generales o equivalentes, sino que alcanzan a los puestos técnicos para los que se selecciona (libre designación) a aquellos funcionarios que tienen claras simpatías por los partidos de Gobierno. Por abajo, por el control que los partidos de Gobierno ejercen en la contratación de quienes ocuparán los puestos de trabajo de los escalones inferiores del sector público. Y en los aledaños porque la politización alcanza a los organismos de control dificultando la efectividad y la imparcialidad con la que necesitan desarrollar su labor.
Empiecen por un pacto que ponga fin a la politización de la Administración pública, fortalezca el mérito y la capacidad en las oposiciones, en la carrera profesional y en los tribunales, minimice asesores, y diseñen e implanten la figura de directivos públicos profesionales. No por cooptación o porque aquí mando yo.
Evitaríamos funcionarios y Administraciones dóciles y sometidas a los deseos -ilegales o alegales- de los dirigentes políticos e intereses asociados, y a nadie se le ocurriría interpretar que el cese de un jefe de servicio es una crisis de Gobierno. Con esta politización quizá sí. O un cortafuego.
(Artículo de Uxio Labarta, publicado en "La Voz de Galicia" el 13 de noviembre de 2014)
Se habla mucho de populismo últimamente. En Europa se aplica a la derecha xenófoba francesa, británica u holandesa; en América Latina, al eje chavista venezolano, ecuatoriano o boliviano. Pero el término sigue teniendo difícil acceso al mundo académico. El diccionario de la RAE, por ejemplo, no incluye el sustantivo “populismo”; y define el adjetivo “populista” como lo “perteneciente o relativo al pueblo”, idea que en castellano actual correspondería más bien al adjetivo “popular”.
El populismo no es, la verdad, fácil de definir. Muy frecuentemente se usa en sentido denigratorio, atribuyéndolo a fenómenos que, como mínimo, carecen de contenido serio. Una politóloga propuso, hace años, el abandono del término, por indefinible. La obstinación con que se sigue utilizando indica, sin embargo, que algo deben de tener en común los dispares fenómenos a los que aplicamos ese nombre como para que valga la pena intentar ponernos de acuerdo sobre su significado.
Lo primero indiscutible es que los movimientos o personajes políticos a quienes se llama “populistas” basan su discurso en la dicotomía Pueblo / Anti-pueblo. El primero, no hace falta aclararlo, representa el súmmum de las virtudes; el pueblo es desinteresado, honrado, inocente y está dotado de un instinto político infalible; mucho mejor nos iría si le dejáramos actuar, o al menos le escucháramos. Su antítesis, en cambio, el anti-pueblo, es la causa de todos los males; y puede tomar cuerpo, según los populismos, en entes internos o externos: la oligarquía, la plutocracia, los extranjeros, el clero, los judíos, la monarquía…; en el discurso dominante hoy, en España, sería la “casta política” o “el régimen del 78”, a quienes se oponen “los ciudadanos” o “la gente (decente)”. Por “pueblo” no debe entenderse, desde luego, el proletariado o las clases trabajadoras. De nada sirven aquí las descripciones sociológicas, ni los análisis de clase. “Pueblo” es una mera referencia retórica, una invocación fantasmal. Lo que importa, la clave de todo, es que el Pueblo, la Voluntad del Pueblo, es el principio supremo de la legitimidad. Invocar la voluntad popular, como los dictados divinos para los creyentes, permite saltarse la exigencia del respeto a la ley.
Un segundo rasgo común a los populismos es la ausencia de programas concretos. Lo reconoció como nadie José Antonio Primo de Rivera, aspirante a populista, cuando dijo aquello de que sus ideas eran demasiado ambiciosas como para intentar apresarlas en un programa. Fue típico también declarar que no eran de derechas ni de izquierdas. De los proyectos de los dirigentes populistas sabemos que están inspirados por los deseos más grandiosos (“salvar al país”, establecer una “democracia real”), pero no cómo piensan hacerlo; no conocemos sus planes en el terreno institucional, en el económico ni en el internacional. Quiero cambiar todo, decía el Lerroux juvenil. Estoy en contra de todo lo que está mal, declaró una vez el inefable Ruiz Mateos. Una vaguedad que les permite actuar como revolucionarios o como realistas según requieran las circunstancias. Para sus seguidores, lo que importa es que su acción se verá guiada por unos principios políticos y morales intachables, anclados en el interés popular.
Tercer rasgo: en su discurso dominan los llamamientos emocionales dominan sobre los planteamientos racionales. Apelan a la acción, la juventud, la moralidad, la audacia, la honradez. Uno de sus mantras preferidos es que hacen falta “menos palabras y más acción”; es decir, hay que superar la ineficaz verborrea que domina la política actual. El objetivo de estas invocaciones es claro: no se trata de hacer pensar a sus oyentes sino de movilizarlos, de que entren en la arena política grupos hasta hoy indiferentes o marginados. Una movilización que suele ser extra-institucional, por cauces ajenos a los previstos por el “sistema”.
Cuarto: a juzgar por sus proclamas, nadie puede llamarles anti-demócratas; al revés, el gobierno del pueblo es justamente lo que anhelan. Pero democracia es un concepto que admite al menos dos significados: como conjunto institucional, unas reglas de juego, que garantizan la participación de las distintas fuerzas y opciones políticas en términos de igualdad; y como “gobierno para el pueblo”, sistema político cuyo objetivo es establecer la igualdad social, favorecer a los más débiles. Desde esta segunda perspectiva, muchas dictaduras pueden declararse “democráticas”; la Cuba de los Castro, por ejemplo, un régimen que no convoca elecciones libres y plurales pero que presume de grandes logros educativos o médicos para las clases populares. También es típico de cualquier populismo la formación de redes clientelares, dado que la función principal del líder debe ser la protección de los débiles.
Y esta, la existencia de un líder dotado de cualidades redentoristas, es otra peculiaridad de muchos de estos fenómenos. El movimiento está dirigido por un Jefe, un Caudillo, un Cirujano de Hierro, que aúna honradez, fuerza, desinterés y, sobre todo, identificación con el pueblo, con el que tiene una conexión especial, una especie de línea directa, sin necesidad de urnas ni sondeos. Obsérvese que entre sus virtudes no está el saber, la capacidad técnica. El anti-elitismo populista comporta una importante dosis de anti-intelectualismo y anti-tecnicismo. Más que un rasgo modernizador, este elemento clave parece un resto del mesianismo religioso o del paternalismo monárquico del Antiguo Régimen.
Una última característica común, que no corresponde al movimiento en sí sino al entorno en el que florece, es que todos los populismos prosperan en un contexto institucional muy deteriorado, en el que los partidos tradicionales y los cauces legales de participación política, por corrupción o por falta de representatividad, están desprestigiados hasta niveles escandalosos.
Esta enumeración de rasgos —no todos aplicables al caso español actual, pero sí algunos— nos lleva a ciertas conclusiones. La primera sería que los populistas tienen la virtud de denunciar sistemas políticos anquilosados, lo cual es de agradecer y obliga a abrir, a flexibilizar, a modernizar las instituciones democráticas. Al ser capaces de movilizar a los hasta hoy apáticos, abren cauces institucionales a los antes excluidos, les permiten intervenir en la toma de decisiones colectivas. Son, desde este punto de vista, revitalizadores de la política; y suscitan simpatía: difícilmente serán tan malos como los que tenemos, piensa uno instintivamente.
Pero no hay que equivocarse. Aunque los dirigentes populistas se proclamen anti-políticos y exijan que el poder —hoy en manos de políticos profesionales— retorne al pueblo, ellos también son políticos. Quieren gobernar, quieren el poder. Y cuando llegan a él, les molestan las cortapisas: no son de su agrado ni la división y el control mutuo entre poderes, propio de las democracias liberales, ni la existencia de una oposición crítica ni el que su mandato se termine a fecha fija. Su lógica es, la verdad, impecable: si el poder es ahora del pueblo, ¿por qué limitarlo? ¿quién y en nombre de qué puede oponerse a la voluntad del pueblo? Es decir, que su vínculo privilegiado con el pueblo exige eliminar todo límite a su capacidad de acción. Lo cual abre un peligroso camino hacia la tiranía. Por otra parte, al no establecer ni reconocer normas, tienden a recurrir a la acción directa, lo que suele significar prácticas coactivas contra los discrepantes. Movimientos políticos que carecen de programa y no cuidan las instituciones no son fiables.
Es imposible, en resumen, saber adónde puede llevar un movimiento de este tipo: su carencia de programa le permite seguir cualquier línea política. El peronismo, siempre el mejor ejemplo, fue intervencionista y expansivo en economía en los años cuarenta-cincuenta y liberal en los tiempos de Menem. El lerrouxismo representó a la izquierda incendiaria en 1909 y al republicanismo de orden en 1934.
Al final, para saber lo que nos espera cuando un movimiento de este tipo asoma por el horizonte lo más práctico es echar una ojeada a los regímenes alabados por ellos o de quienes han recibido apoyo: si se trata de la Venezuela bolivariana, sus votantes deberían considerar qué harán cuando el Gobierno aupado por ellos acapare los medios de comunicación públicos, hostigue a la prensa independiente o amedrente a sus adversarios. Afortunadamente, la sociedad española actual parece poco dispuesta a tolerar ese tipo de cosas.
(Artículo de José Álvarez Junco, publicado en "El País" el 11 de noviembre de 2014)
¿Cuántas locuras puede cometer un político para salvar su pellejo? La historia no miente a ese respecto: todas, incluidas las que llevan a sus propios pueblos al desastre. La historia demuestra, además, otra verdad universal: que, cuantas mayores locuras comete un político para salvar el pellejo, más cerca se encuentra de perderlo.
El presidente de la Generalitat, que es ya como las diez plagas de Egipto para la Cataluña moderna e integradora que los restantes españoles tanto hemos admirado en el pasado, llevó primero a su comunidad al borde del abismo y ayer, en una jornada que pasará a la historia universal de la infamia democrática, la impulsó a dar un salto suicida en el vacío. Pues eso y no otra cosa significó el seudorreferendo del 9-N, una gran payasada que lejos de abrir una salida al problema catalán, la cierra a cal y canto.
Mas y, con él, CiU y la cleptocracia pujolista, se han echado en manos de ERC, que los ha acogido con idéntica intención con la que un oso abraza a quien luego va a zamparse. De hecho, el en otro tiempo llamado nacionalismo moderado catalán llevaba muchos meses con ese oso en los talones, hasta que ayer se echó en sus brazos con una alegría solo comparable a su irresponsabilidad. CiU ha demostrado estar dispuesta a violar la ley flagrantemente para conseguir su objetivo primordial (salvar al soldado Mas) y ahora ya conoce el próximo paso que le espera a la vuelta de la esquina: la exigencia de ERC de que apoye sin rechistar la declaración unilateral de independencia con la que viene amenazándonos Junqueras.
Por eso Mas se ha cerrado cualquier salida razonable. Si opta por hacerse cómplice de ERC en su rebelión contra el Estado, dará con sus huesos en la cárcel. Y si opta por hacer lo contrario, será la propia ERC la que lo hundirá en las cloacas de la historia nacionalista, como el gran traidor a Cataluña.
En todo caso, las reiteradas amenazas de Junqueras no solo afectan a Artur Mas, convertido por obra y gracia de su estupidez política supina en un cadáver exquisito, sino también al Gobierno, que, si, como es de esperar, ha aprendido la lección, sabrá ya que se enfrenta a un adversario dispuesto a llegar hasta el final, tal y como ayer se demostró palmariamente.
Rajoy deberá dejar claro, por eso, desde ya, que a la Generalitat solo le quedan dos opciones en el proceso de restauración de la legalidad que ahora comienza: o sentarse a negociar, previo abandono de una reivindicación secesionista condenada al fracaso de antemano, pues ni el PSOE, ni el PP, la aceptarán; o seguir adelante por el camino sedicioso, que solo pueden acabar con la aplicación del artículo 155 de la Constitución y el Código Penal. Cuanto antes lo entiendan Mas y los suyos, más posibilidades habrá de evitar que esa catástrofe llegue a producirse.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 10 de noviembre de 2014)
Por fin llegó el gran día. Artur Mas decidió hace casi un año que este domingo se votaría y se ha votado. La Generalitat ha ganado la partida al Estado.
Eso sí, se ha votado sin garantías, sin base legal, sin censo, sin controles, sin mesas imparciales, sin saber si el recuento será verdad, incumpliendo la propia ley catalana que regula el proceso, con unos órganos de comunicación oficiales convertidos en puros órganos de propaganda (Catalunya Radio, la emisora pública de la Generalitat, no hizo este domingo otra cosa desde las ocho de la mañana hasta que se cerraron las urnas), con una doble pregunta incomprensible. Pero la sensación es que se ha votado. Y en Cataluña Artur Mas ha ganado y Mariano Rajoy ha perdido.
Desde el 6 de octubre de 1934, nunca Cataluña se había parecido tanto a una república bananera. El Estado de derecho ha sido derrotado, el espectáculo que se ha dado al resto del mundo ha sido alucinante, los periodistas que nos han visitado esta última semana no daban crédito a lo que veían ni entendían nada de esta confusa situación. Pero Mas ha ganado a Rajoy, es decir, la arbitrariedad ha ganado a la ley, porque los independentistas —o los que, sin serlo, les dan soporte al ir a votar— siguen siendo un bloque compacto dispuesto a seguir adelante, sea cual sea el resultado dado que lo importante es la participación.
Fíjense si esto es así, que la Redacción de este periódico me pide que entregue esta columna antes de las ocho de la tarde, justo en el momento en que se cierran las urnas, sin conocer la voluntad de los ciudadanos que han depositado en ellas su papeleta. En ninguna elección o referéndum legal pasa esto: las redacciones retrasan el cierre para incluir el comentario de los resultados. En este caso, solo interesa el número de participantes.
Aunque algunos no se hayan enterado, ir a votar ya es dar un sí a la independencia porque es hacer el juego a quiénes están dispuestos a alcanzarla saltándose la legalidad. Lo explicaba estupendamente Carlos Jiménez Villarejo el pasado viernes en estas páginas en un artículo que concluía diciendo: “Desde cualquier punto de vista que se examine, el 9-N es incompatible con las exigencias de un Estado democrático de derecho”. Votar ha sido colaborar.
La situación de Cataluña es grave porque hay alrededor de dos millones de ciudadanos, más o menos un tercio de la población, que siguen ciegamente a un Gobierno y a unos partidos que ignoran los procedimientos democráticos para conseguir sus objetivos. El consenso democrático se ha roto, la deslealtad es la regla. El peligro está en que por ahí sigan las autoridades catalanas.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 10 de noviembre de 2014)
El espectáculo ahora por fin visible de la corrupción no habría llegado tan lejos si no se correspondiera con otro proceso que ha permanecido y permanece invisible, del que casi nadie se queja y al que nadie parece interesado en poner remedio: el descrédito y el deterioro de la función pública; el desguace de una administración colonizada por los partidos políticos y privada de una de sus facultades fundamentales, que es el control de oficio de la solvencia técnica y la legalidad de las actuaciones. Cuando se habla de función pública se piensa de inmediato en la figura de un funcionario anticuado y ocioso, sentado detrás de una mesa, dedicado sobre todo a urdir lo que se llama, reveladoramente, “trabas burocráticas”. Esa caricatura la ha fomentado la clase política porque servía muy bien a sus intereses: frente al funcionario de carrera, atornillado en su plaza vitalicia, estaría el gestor dinámico, el político emprendedor e idealista, la pura y sagrada voluntad popular. Si se producen abusos los tribunales actuarán para corregirlos.
Está bien que por fin los jueces cumplan con su tarea, y que los culpables reciban el castigo previsto por la ley. Pero un juez es como un cirujano, que intenta remediar algo del daño ya hecho: la decencia pública no pueden garantizarla los jueces, en la misma medida en que la salud pública no depende de los cirujanos. Los ánimos están muy cargados, y la gente exige, con razón, una justicia rápida y visible, pero no se puede confundir el castigo del delito con la solución, aunque forme parte de ella. El puesto de un corrupto encarcelado lo puede ocupar otro. El daño que causa la corrupción puede no ser más grave que el desatado por la masiva incompetencia, por el capricho de los iluminados o los trastornados por el vértigo de mandar. Lo que nos hace falta es un vuelco al mismo tiempo administrativo y moral, un fortalecimiento de la función pública y un cambio de actitudes culturales muy arraigadas y muy dañinas, que empapan por igual casi todos los ámbitos de nuestra vida colectiva.
El vuelco administrativo implica poner fin al progresivo deterioro en la calidad de los servicios públicos, en los procesos de selección y en las condiciones del trabajo y en las garantías de integridad profesional de quienes los ejercen. Contra los manejos de un político corrupto o los desastres de uno incompetente la mejor defensa no son los jueces: son los empleados públicos que están capacitados para hacer bien su trabajo y disponen de los medios para llevarlo a cabo, que tienen garantizada su independencia y por lo tanto no han de someterse por conveniencia o por obligación a los designios del que manda. Desde el principio mismo de la democracia, los partidos políticos hicieron todo lo posible por eliminar los controles administrativos que ya existían y dejar el máximo espacio al arbitrio de las decisiones políticas. Ni siquiera hace falta el robo para que suceda el desastre. Que se construya un teatro de ópera para tres mil personas en una pequeña capital o un aeropuerto sin viajeros en mitad de un desierto no implica solo la tontería o la vanidad de un gobernante alucinado: requiere también que no hayan funcionado los controles técnicos que aseguran la solvencia y la racionalidad de cualquier proyecto público, y que sobre los criterios profesionales hayan prevalecido las consignas políticas.
En cada ámbito de la administración se han instalado vagos gestores mucho mejor pagados siempre que los funcionarios de carrera. Obtienen sus puestos gracias al favor clientelar y ejercen, labores más o menos explícitas de comisariado político. Pedagogos con mucha más autoridad que los profesores; gerentes que no saben nada de música o de medicina pero que dirigen lo mismo una sala de conciertos que un gran hospital; directivos de confusas agencias o empresas de titularidad públicas, a veces con nombres fantasiosos, que usurpan y privatizan sin garantías legales las funciones propias de la administración. En un sistema así la corrupción y la incompetencia, casi siempre aliadas, no son excepciones: forman parte del orden natural de las cosas. Lo asombroso es que en semejantes condiciones haya tantos servidores públicos en España que siguen cumpliendo con dedicación y eficacia admirables las tareas vitales que les corresponden: enfermeros, médicos, profesores, policías, inspectores de Hacienda, jueces, científicos, interventores, administradores escrupulosos del dinero de todos.
Que toda esa gente, contra viento y marea, haga bien su trabajo, es una prueba de que las cosas pueden ir a mejor. Construir una administración profesional, austera y eficiente es una tarea difícil, pero no imposible. Requiere cambios en las leyes y en los hábitos de la política y también otros más sutiles, que tienen que ver con profundas inercias de nuestra vida pública, con esas corruptelas o corrupciones veniales que casi todos, en grado variable, hemos aceptado o tolerado.
El cambio, el vuelco principal, es la exigencia y el reconocimiento del mérito. Una función pública de calidad es la que atrae a las personas más capacitadas con incentivos que nunca van a ser sobre todo económicos, pero que incluyen la certeza de una remuneración digna y de un espacio profesional favorable al desarrollo de las capacidades individuales y a su rendimiento social. En España cualquier mérito, salvo el deportivo, despierta recelo y desdén, igual que cualquier idea de servicio público o de bien común provoca una mueca de cinismo. La derecha no admite más mérito que el del privilegio. La izquierda no sabe o no quiere distinguir el mérito del privilegio y cree que la ignorancia y la falta de exigencia son garantías de la igualdad, cuando lo único que hacen es agravar las desventajas de los pobres y asegurar que los privilegiados de nacimiento no sufren la competencia de quienes, por falta de medios, solo pueden desarrollar sus capacidades y ascender profesional y socialmente gracias a la palanca más igualitaria de todas, que es una buena educación pública.
Nadie se ha beneficiado más del rechazo del mérito y de la falta de una administración basada en él que esa morralla innumerable que compone la parte más mediocre y parasitaria de la clase política, el esperpento infame de los grandes corruptos y el hormiguero de los arrimados, los colocados, los asesores, los asistentes, los chivatos, los expertos en nada, los titulares de cargos con denominaciones gaseosas, los emboscados en gabinetes superfluos o directamente imaginarios. Unos serán cómplices de la corrupción y otros no, pero todos contribuyen a la atmósfera que la hace posible y debilitan con su parasitismo el vigor de una administración cada vez más pobre en recursos materiales y legales y por lo tanto más incapaz de cumplir con sus obligaciones y de prevenir y atajar los abusos. Una cultura civil muy degradada ha fomentado durante demasiado tiempo en España el ejercicio del poder político sin responsabilidad y la reverencia ante el brillo sin mérito. Caudillos demagogos y corruptos han seguido gobernando con mayorías absolutas; gente zafia y gritona que cobra por exhibir sus miserias privadas disfruta del estrellato de la televisión; ladrones notorios se convierten en héroes o mártires con solo agitar una bandera.
Esta es una época muy propicia a la búsqueda de chivos expiatorios y soluciones inmediatas, espectaculares y tajantes —es decir, milagrosas—, pero lo muy arraigado y lo muy extendido solo puede arreglarse con una ardua determinación, con racionalidad y constancia, con las herramientas que menos se han usado hasta ahora en nuestra vida pública: un gran acuerdo político para despolitizar la administración y hacerla de verdad profesional y eficiente, garantizando el acceso a ella por criterios objetivos de mérito; y otro acuerdo más general y más difuso, pero igual de necesario, para alentar el mérito en vez de entorpecerlo, para apreciarlo y celebrarlo allá donde se produzca, en cualquiera de sus formas variadas, el mérito que sostiene la plenitud vital de quien lo posee y lo ejerce y al mismo tiempo mejora modestamente el mundo, el espacio público y común de la ciudadanía democrática.
(Artículo de Antonio Muñoz Molina, publicado en "El País" el 9 de noviembre de 2014)
Con ser muchos y sonados los casos de abuso, fraude, robo, blanqueo y conspiración para delinquir que, entre otras lindezas, parecen haber cometido cientos de políticos, empresarios y representantes sindicales en nuestro país, la peor de todas las corrupciones que enfrentamos me parece aún la del lenguaje a que nos tienen acostumbrados nuestros líderes cuando tratan de explicar y combatir tantos desmanes. La casi totalidad de la clase política, a la hora de pedir perdón y prometer reparaciones, coincide en asegurar que los delincuentes son una minoría entre los miembros de su tribu (¡faltaría más!) y en proponer códigos y leyes que persigan esas desviadas conductas individuales. Pero ninguno, o muy pocos, se aviene a reconocer que nos hallamos ante una auténtica tangentópolis a la española, en donde la corrupción es sistémica, por lo que solo podrá ser atajada con medidas que reformen en profundidad el sistema. El actual funcionamiento de nuestro régimen político favorece esos comportamientos punibles y si no se reacciona a tiempo (aunque en ocasiones parece ya tarde para hacerlo) amenaza implosionar, llevándose por delante lo que hasta ahora había sido el periodo de mayor libertad, estabilidad política y crecimiento económico de la historia de España.
El no disimulado escalofrío que recorre a los círculos dirigentes y a amplios sectores de las clases acomodadas ante la noticia de que un partido como Podemos encabeza la lista de los eventualmente más votados en las elecciones impide a muchos reconocer que dicho partido, que en mucho se parece a una expresión populista de las enfermedades infantiles del socialismo, no es la principal amenaza a nuestra democracia. Los peligros reales que esta enfrenta provienen precisamente de lo que los recién llegados denominan la casta y los teóricos que les avalan gustan definir como élites extractivas: el entramado político, social, económico y mediático que viene gobernando este país en las últimas décadas.
El diagnóstico de Podemos me parece en ese sentido bastante acertado, aunque las soluciones que ofrece son tan genéricas como oníricas. Y pese a su disfraz de radicalismo buenón no logran disimular su menosprecio por los principios liberales sobre los que reposa la democracia representativa. Por otra parte, resulta cuando menos notable que sean jaleados con entusiasmo por dos grupos televisivos que se distinguen, como ningún otro, por su pertenencia a esa misma casta que Iglesias y los suyos se aprestan a dinamitar. Corren rumores, probablemente fundados, de que la deferencia permanente de las cadenas de Berlusconi y Lara con los líderes de la nueva formación, a los que han encumbrado ofreciéndoles tribuna permanente, sería consecuencia del análisis de los consejeros electorales del PP, pues presumieron que así se ayudaría a la fragmentación de la izquierda, facilitando la renovación de la mayoría del partido en el Gobierno, por parva que resulte. Verdad o no, hace tiempo que las actitudes del poder, sus movimientos tácticos y estratégicos, responden fundamentalmente a sus intereses y ambiciones electorales a corto plazo, y no a las preocupaciones de la gente. Lo llamativo es que mediante tan singular y provinciano comportamiento no logra sino propiciar su propia destrucción. El análisis que se empeña en hacer el PP de las noticias sobre corrupción y crimen organizado que asolan nuestra vida política como desgraciadas pero excepcionales muestras de la debilidad o maldad humanas, impide a sus dirigentes adoptar las decisiones que permitan luchar contra la corrupción del sistema mismo y garantizar la pervivencia de la Constitución de 1978. Sobre ésta hemos desarrollado los españoles un proyecto de convivencia sin precedentes en nuestra historia. Quienes crean que no está ahora amenazado, o son muy ciegos o muy hipócritas.
Como la corrupción es sistémica solo será posible combatirla con algún éxito adoptando medidas estructurales. Por muchas leyes de transparencia que se promulguen y muchos acuerdos que busquen, y hasta encuentren, los principales partidos del arco parlamentario, sin una nueva ley electoral, que elimine las listas cerradas y bloqueadas y las provincias como distritos; sin un cambio en la ley de partidos, que garantice su democracia interna y su financiación sin sobresueldos, coimas ni treses por ciento; sin una reforma de la Administración que elimine miles de municipios y cargos políticos, acabe con infraestructuras inútiles y costosas como las diputaciones, e incorpore criterios de productividad y servicio público; sin una lucha decidida contra el fraude fiscal en un país en el que dos recientes secretarios de estado de Hacienda aparecen como singulares defraudadores en el caso de las tarjetas negras; sin un reforzamiento de la justicia que garantice su independencia y equidad, amén de procedimientos rápidos y gratuitos, y la no vulneración de la presunción de inocencia; sin todo eso, a lo que es necesario incorporar a las escuelas una educación para la ciudadanía que instruya a las nuevas generaciones en los valores cívicos de la democracia, y en la libertad de pensamiento frente a todo fundamentalismo, la corrupción del sistema prevalecerá contra cualquier buena intención de nuestros gobernantes.
Casi ninguna de las instituciones básicas de nuestra Constitución funciona hoy con normalidad, y no solo en lo que se refiere al actual desorden territorial de la España de las autonomías. Seguimos esperando la promulgación de un estatuto de la Corona que reglamente por ley los derechos, deberes y responsabilidades de los miembros de la familia real. El Tribunal Constitucional, ya muy castigado en su credibilidad tras la famosa sentencia sobre el Estatuto catalán, está presidido por un militante del partido en el Gobierno que no tuvo la decencia intelectual de dimitir cuando eso se supo. El de Cuentas es un pozo de nepotismo y enchufes que hasta el momento, que se sepa, apenas ha sido capaz de descubrir las malversaciones, sobornos y desvíos improcedentes de dinero público que nos avergüenzan. El Parlamento es la viva expresión de la lejanía de los partidos hacia sus votantes, con un Senado inútil y un Congreso dedicado a parlamentar de todo menos de lo que más se habla en la calle: la corrupción. Mientras tanto, históricos líderes del escenario político, empresarial y sindical dan con sus huesos en la cárcel por robar y defraudar. Y los medios de comunicación, enfrentados a una verdadera crisis existencial, abonan la fanfarria nacional en medio del ruido generado por las redes sociales.
¿Catastrofismo? De ninguna manera. El que la corrupción sea sistémica no significa que esté generalizada en nuestra sociedad, sino que produce un comportamiento anormal y con cierta frecuencia delictivo en el uso y manejo de los fondos públicos. Este es un país de ciudadanos honrados con una cultura cívica en la que sobresale la decencia frente al tópico manido del pícaro español. Por lo mismo tiene solución, pero solo si hay alguien que quiera dársela. En lo económico, ahí están las propuestas del Consejo de Competitividad, que constituyen hasta ahora la única alternativa concreta al programa de Gobierno. Si los mayores empresarios ofrecen un plan para que el paro descienda vertiginosamente en nuestro país, cuando menos eso merece un debate en regla y sin chascarrillos. Pero nadie parece querer llevarlo a cabo. En lo político, una auténtica regeneración del sistema, que nada tiene que ver con las promesas huecas ni los excesos histéricos que contemplamos a diario, redundará inevitablemente en la desaparición de un alto porcentaje de los integrantes de la tan traída y llevada casta.
En cualquier caso estamos en el umbral de una renovación generacional y de cuadros como no ha existido desde el inicio de la Transición. Su irrupción se hace empero bajo banderas que apelan más a la identidad perdida y a la frustración de la gente que a un proyecto reconocible de convivencia. En esta hora de España es precisa una reivindicación de la democracia representativa y del bipartidismo mitigado como mejores métodos de garantizar la alternancia en el poder y la cohesión de un país amenazado por la dispersión territorial, el populismo (incluido el del nacionalismo irredento) y los cuentos chinos de los tertulianos de la tele. La clase política del franquismo se hizo el haraquiri, lo que permitió construir la democracia en un ambiente menos violento del esperado tras la muerte del dictador, y propició la reconciliación entre los españoles a cambio de un proyecto de futuro en libertad. Me pregunto si la clase política de la democracia, y muy particularmente la derecha en el poder, tendrán la misma lucidez para refundarse en defensa de la democracia misma. Si lo hacen, el populismo seguirá existiendo como expresión de la ira y la decepción de muchos ciudadanos, y quizá también como método barato de captar audiencias para la televisión basura. Pero no someterá a nuestro país al arbitrismo, el desconcierto y la fatua verbosidad de la que ahora hace gala.
(Artículo de Juan Luis Cebrián, publicado en "El País" el 8 de noviembre de 2014)
Conforme a la ley que parece aplicable —el Título III de la Ley Autonómica 10/2014, de 26 de septiembre— la consulta del 9-N, si es que puede denominarse así, es simplemente un “proceso de participación ciudadana”, apartado de dicha ley que no fue suspendido por el Tribunal Constitucional. Es un proceso, que quede claro, en el que no se vota, sino que “se recoge la opinión de los ciudadanos”. Por tanto, está manipulándose la conciencia ciudadana, ya que se reclama su participación para un objetivo, el de votar, que es manifiestamente falso. Además, el Gobierno de la Generalitat está obrando en conciencia de forma desleal con las propias leyes autonómicas. Es decir, las está desobedeciendo y vulnerando.
El Gobierno catalán no respeta en absoluto los principios que debieran presidir ese proceso: “neutralidad institucional, primacía del interés colectivo, pluralismo, igualdad y no discriminación”. La “actuación institucional” del Gobierno los incumple abiertamente. Basta constatar la propaganda, en forma de anuncio publicitario, publicada en todos los medios el pasado 25 de octubre, en la que se empleó, maliciosamente, el ardid de ocultar cuáles son “los objetivos del proceso”. Se trata de una publicidad costeada con fondos públicos procedentes de todos los catalanes, incluidos los que rechazamos el objetivo del proceso, que no es otro sino la secesión de Cataluña. ¿De qué espacios públicos —gratuitos— dispone esa gran parte de la ciudadanía que está posicionada contra una consulta anticonstitucional y contra un proceso como el presente arbitrario e ilegal?
La actuación que pretende culminar el 9-N presenta carencias gravísimas en un Estado de derecho, gravedad acentuada porque el responsable de dicha actuación es un Gobierno elegido democráticamente y obligado, sin reserva alguna, a respetar la legalidad democrática en el marco de la cual actúa. Según el Estatut, “la Generalitat es Estado” y ello le obliga a una “lealtad institucional” que hace tiempo está quebrantando con la consiguiente violación de sus deberes estatutarios.
Por otra parte, salvo que la Generalitat esté asumiendo que realmente lo que lleva a cabo es una “encuesta”, no resulta admisible que el proceso en curso pisotee abiertamente las propias normas que regulan su actuación. En la medida en que el proceso tiene su origen en una “actuación institucionalizada” del Gobierno, la cuestión capital es cómo no se ha formalizado dicha iniciativa en un acto administrativo en los términos exigidos por la Ley 26/2010, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas de la Generalitat. ¿Se levantó acta del acuerdo del Gobierno decidiendo impulsar este proceso? ¿Por qué, tal como está ordenado, no se ha publicado en el DOGC y se sustituye por una cadena de actos publicitarios? ¿Estamos en un Estado de derecho?
La consecuencia de la vulneración de dichas obligaciones es que se niegan al ciudadano derechos fundamentales, entre otros, ante la ausencia de publicación del acuerdo, el de obtener “una información veraz y de calidad”. Y como, además, no consta un acuerdo formal y escrito, que debiera estar debidamente motivado, al ciudadano también se le priva arbitrariamente del derecho a impugnar o recurrir la decisión adoptada para expresar se desacuerdo, sobre todo, si además resulta perjudicado en su condición de ciudadano.
Todo ello describe un cuadro en que el que el Gobierno no ha obrado de conformidad con la ley, es decir, con “buena fe”, con “lealtad” y con “imparcialidad”. Lo que constituye una violación gravísima de la legalidad democrática, incluida la autonómica, que hace suscitar serias dudas sobre la validez formal y material del Gobierno actual de Cataluña.
Dichas carencias no pueden subsanarse con la estratagema de adoptar el acuerdo que convoque la participación ciudadana en fechas inmediatas al 9-N. Lo impide, además de la “buena fe” a la que el president está legalmente obligado. La disposición del artículo 48.1 de la Ley de consultas ordena que ante una convocatoria como la presente,"se debe establecer un plazo para que las personas que pueden participar puedan efectuar sus aportaciones y propuestas", derecho ciudadano una vez más vulnerado, dado que la brevedad del plazo entre la convocatoria y la emisión de la opinión lo haría totalmente inviable. Pero, sobre todo, porque dificultaría, posiblemente hasta hacerlo imposible, el derecho a la impugnación de la convocatoria.
Y, por si alguien tiene alguna duda, es más que evidente que el 9-N no es un proceso electoral, pues están ausentes todos los requisitos legales del mismo, particularmente el censo y una Administración electoral independiente. Es un modo de saber qué opinan los catalanes sobre la ruptura de Cataluña con España, a través de un procedimiento plagado de ilegalidades y desacreditado por su parcialidad y el descarado dominio sobre el mismo de organizaciones cívicas partidistas que solo hacen que aumentar el descrédito de la convocatoria y la necesidad de denunciar lo que no es más que una expresión de los intereses partidistas de quienes han convocado la jornada. Desde cualquier vertiente que se examine, el 9-N es incompatible con las exigencias de un Estado Democrático de Derecho.
(Artículo de Carlos Jiménez Villarejo, publicado en "El País" el 7 de noviembre de 2014)
Cuando en 1977 España recuperó la libertad, cinco grandes problemas del país, nacidos en momentos diferentes, y que no habíamos sido capaces de superar en el pasado, llamaban a la puerta de las nuevas instituciones democráticas: el territorial, el religioso, el militar, el de la forma de gobierno y el de la de democracia política y social.
No es necesario ser un ferviente admirador de los logros del régimen político nacido con la Constitución de 1978 para concluir que cuatro de esos cinco problemas están resueltos, en lo esencial, desde hace años: los militares son un sector de la Administración que actúa con obediencia y lealtad a las órdenes del Gobierno; el principio de la aconfesionalidad preside las relaciones entre la Iglesia y el Estado; el rey no interviene en la política nacional, que está en manos de órganos responsables surgidos del voto popular; y nuestra democracia, con sus defectos, algunos de los cuales están en las portadas de todos los periódicos, no solo es la mejor que hemos tenido jamás, sino que resulta comparable a la de los países que están a la cabeza de la UE.
Solo el problema territorial ha seguido ahí, agazapado o echado al monte, durante las casi cuatro décadas transcurridas desde las primeras elecciones democráticas. Y ha seguido ahí, debe subrayarse con toda claridad, pese a que en ningún ámbito se han hecho en España esfuerzos de cambio comparables, en su importancia e intensidad, a los realizados en la esfera de la descentralización del Estado.
Ninguno de esos esfuerzos ha sido suficiente, sin embargo, para contentar a unos nacionalismos insaciables que, pese a ser en el conjunto del país muy minoritarios, han conseguido no solo influir en la agenda política de una forma absolutamente desproporcionada a su peso electoral, sino que han logrado además generalizar aquel «Estado de delirio» al que un día Antonio Muñoz Molina se refirió con tanta razón como coraje.
Es ese Estado de delirio el que explica uno de los últimos desatinos del nacionalismo. Vean si no: la Universidad de Gerona debatirá retirar el doctorado honoris causa a una magistrada del Tribunal Constitucional de España (TCE), Encarnación Roca -catedrática de Derecho Civil en Barcelona-, por haber votado a favor de la admisión a trámite del primer recurso del Gobierno contra la convocatoria del referendo catalán de autodeterminación. Como Encarnación Roca volvió a votar el martes en el TCE en idéntico sentido, cabe suponer que lo siguiente será declararla persona non grata en Cataluña.
¿Es que nos hemos vuelto todos locos? Eso parece porque, al no haber tenido a tiempo el sentido común de decir no a los dislates de los nacionalistas, estos han acabado por convencerse de que en España, si el nacionalismo está detrás, cualquier disparate es ya posible. ¡Y si no, que se lo digan a Artur Mas!
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia el 7 de noviembre de 2014)
Manuel Vázquez Montalbán impresionó a toda una generación de aprendices de periodismo con una columna en el diario Tele/eXprés de Barcelona que se titulaba Del alfiler al elefante. De lo particular a lo general en el gran despertar de los años setenta. El viejo Tele/eXprés, diario de cabecera azul y vespertina, un poco afrancesada, en una Barcelona que comenzaba a anticipar el cambio de época. Vázquez Montalbán, enciclopédico, perspicaz y marxista dialéctico, lo bordaba. Los de mi generación leímos con avidez aquellas columnas. Gratitud eterna a MVM.
Aun a riesgo de que el elefante pise el alfiler y el paquidermo acabe cojeando, sugiero invertir los términos del montalbanismo para ver cómo queda el 9 de noviembre catalán después de la segunda prohibición del Tribunal Constitucional, emitida ayer. Vayamos de lo general a lo particular.
Lo general: el momento exacto de España en el contexto europeo. Los informes y cables diplomáticos que estos días llegan a Bruselas, Berlín, París, Londres, Roma y también a Washington. Informes que, en síntesis, dicen lo siguiente: la política en España ha topado con un otoño difícil del que puede salir un año 15 muy complicado.
Uno. Inflamación creciente de la región más industrializada del país y con mayor aportación al producto interior bruto. Una comunidad con problemas de gobernación puesto que hoy no existe una mayoría clara en el Parlament de Catalunya. Los presupuestos regionales están en el aire. Posibilidad de elecciones anticipadas bajo el signo de la independencia.
Dos. Acelerado dsprestigio del sistema tradicional de partidos, como consecuencia de una notoria acumulación de escándalos de corrupción a lo largo de los meses de septiembre y octubre, que han colmado la paciencia de la ciudadanía, en un momento de fuerte abatimiento moral como consecuencia de la crisis económica. Fuertes síntomas de irritación popular en todo el país. Los problemas de desgaste institucional que el pasado mes de junio aconsejaron al rey Juan Carlos la abdicación se han agravado. Sólo el nuevo rey Felipe y su esposa reciben en estos momentos el aprobado ciudadano. La monarquía parece a salvo.
Tres. Nervios en el partido en el Gobierno ante la publicación de sondeos adversos. El malestar se concentra entre los cuadros locales y regionales del Partido Popular, que en mayo deberán afrontar una dura prueba electoral, especialmente problemática en Madrid, Valencia y Navarra. El PP concentra en estos momentos la mayor cuota de poder local y regional en la historia de la España democrática y los puestos que pueden perderse son muchos. Madrid y Valencia tienen carácter decisivo en el tablero político español. Comienzan a oírse voces críticas que reclaman un congreso extraordinario del PP. Algunos comienzan a cuestionar, en voz baja, que Rajoy aspire a la reelección.
Cuatro. Los mismos sondeos indican un fuerte ascenso electoral de un nuevo partido de corte radical-democrático llamado Podemos, cuyo nuevo formato atrae especialmente a los jóvenes. Recordemos que el paro juvenil en España supera el 53% (datos del mes de agosto, referidos a los menores de 25 años sin trabajo) y que cerca de 400.000 jóvenes, la mayoría de ellos con estudios superiores, han abandonado el país para buscar trabajo en el extranjero. Unos lo han hecho con mucho agrado, atraídos por las nuevas perspectivas y oportunidades de la globalización; otros, no. La popularidad de Podemos se ha multiplicado desde su sorprendente éxito en las elecciones europeas. Es un experimento de perfiles todavía imprecisos, cuyo programa cuestiona, en estos momentos, el pago de la deuda española. Atención, podríamos estar ante el ascenso de una segunda Syriza en el Sur de Europa. (Syriza, partido de la nueva izquierda griega, que desde hace meses encabeza los sondeos de aquel país y que podría ganar las elecciones anticipadas del próximo mes de febrero).
Y cinco. Todo ello coincide con un enfriamiento de las perspectivas de crecimiento económico en toda la Unión, desaceleración que también afectará a la economía española, según las últimas previsiones de la Comisión Europea, dadas a conocer ayer en Bruselas. España crecerá, pero su recuperación se verá ralentizada por el frenazo del conjunto de la economía europea. El Gobierno español había puesto todas sus esperanzas políticas en un año 15 económicamente "milagroso".
No sé exactamente lo que pasará el próximo domingo en Catalunya, pero creo que el elefante no aplastará el alfiler.
(Artículo de Enric Juliana, publicado en "La Vanguardia" el 5 de noviembre de 2014)
Al término democracia se le han añadido demasiados adjetivos a lo largo de la época contemporánea. Algunos intelectuales adeptos al franquismo opinaban que aquella tiranía no era sino una democracia orgánica, en la que estaban representados organismos naturales como el municipio, el sindicato o la familia. Bastardeaban así una vieja tradición organicista, que había criticado los excesos del individualismo y reclamado la presencia de corporaciones o asociaciones en los parlamentos. A la vez, los países dominados por la Unión Soviética presumían de democracias populares, extensión de los frentes que habían proliferado antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero estaban llenos de estructuras totalitarias, controladas por un partido hegemónico que, fundido con el Estado, ejercía una dictadura implacable. En fin, resulta díficil encontrar hoy algún territorio en que sus gobernantes, por muy arbitrarios que sean, no afirmen que se atienen a principios democráticos.
Porque la democracia se ha convertido en la única base de legitimidad aceptable para los sistemas políticos del planeta entero. El poder deriva, pues, del pueblo, identificado por lo general con una nación de ciudadanos. Aunque podríamos plantearnos si cabe hablar de diferentes tipos de democracia, adaptado cada uno a las peculiaridades culturales o a las voluntades de cada lugar; o si, por el contrario, hay un núcleo democrático imprescindible, unos requisitos mínimos que debe cumplir un régimen para merecer ese calificativo. Cuestiones que flotan en el aire cuando nos preguntamos si hay democracia en China y alguien responde: por supuesto, porque el gobierno trabaja para el pueblo y existen mecanismos representativos dentro del aparato comunista. O cuando se justifican los ataques gubernamentales a los medios de comunicación poco afectos al poder ejecutivo en América Latina –de Argentina a Venezuela, pasando por Ecuador—en nombre de la verdadera democracia.
Al venirse abajo el comunismo europeo pareció que sólo quedaba en pie una democracia posible, la heredera del legado liberal. Un sistema donde la soberanía reside en los ciudadanos y cuenta con equilibrios y garantías destinados a proteger las libertades y derechos individuales, iguales para todos. La Constitución y las leyes establecen una división de poderes donde cada uno limita a los otros, distribuyen las tareas y garantizan la renovación institucional. La ciudadanía elige, pide cuentas y castiga, mediante el voto, a sus representantes, sometidos a la libertad de prensa y al pluralismo político. Pueden añadirse derechos, como los laborales o reproductivos, a los ya reconocidos; o mostrar que su ejercicio sólo es viable si se procuran recursos públicos, como los educativos o la protección social, que garanticen la igualdad de oportunidades. Pero los fundamentos del edificio quedan intactos. Como afirmaba Giovanni Sartori, la democracia, liberal y representativa, sigue siendo un sistema de control y limitación del poder.
Sin embargo, enseguida surgieron adversarios de estas posiciones. Quienes, insatisfechos con los resultados de las democracias liberales, propusieron otras fórmulas. Primero en la teoría política y luego entre los políticos dispuestos a renovar su ideario, como José Luis Rodríguez Zapatero en España, emergió una ideología que dio en llamarse republicanismo cívico o ciudadanismo. Recuérdense las visitas del politólogo Philip Pettit, uno de los padres de la criatura, para certificar que los gobiernos socialistas se atenían a sus pautas. En resumen, se trataba de recuperar una línea de pensamiento democrático distinta a la liberal, que buscaba inspiración en Atenas, en las ciudades renacentistas o en las revoluciones del siglo XVIII. Ambas tradiciones se diferenciaban, precisamente, por su concepto de libertad: para los republicanos, la libertad no era sólo un tesoro que debía custodiarse, sino también un logro unido al ejercicio de la ciudadanía. Los derechos se acompañaban de deberes cívicos, aderezados con virtudes que convenía cultivar. De ahí el énfasis en la educación ciudadana, en la transparencia o en nuevas formas de participación.
Pero, más que una alternativa al liberalismo devenido en democracia, este republicanismo cívico ofrecía intrumentos para mejorar la calidad de las instituciones de raigambre liberal. Ya nadie pensaba en imitar a los jacobinos que, durante la Revolución Francesa, liquidaron esas instituciones bajo la bandera de la República, trasplantando, como diría Benjamin Constant, al mundo moderno la libertad de los antiguos. Es decir, que las tablas de derechos individuales, la separación de poderes, el pluralismo político y las elecciones libres por sufragio universal permanecían en vigor, si bien se reclamaban reformas que promovieran una mayor implicación de la gente en el gobierno. Por ejemplo, iniciativas legislativas populares, sistemas electorales que facilitaran el contacto entre electores y elegidos, la limitación de mandatos o los métodos democráticos en el seno de los partidos.
En España, la profunda crisis que vivimos desde hace unos años, tanto política como económica, ha engordado el descontento con la democracia. Y ha traído otra vez a la actualidad modelos democráticos alternativos: ahora no se trata ya de contraponer republicanismo y liberalismo sino de algo más, de reivindicar las ventajas de la democracia directa sobre la representativa, monopolizada y podrida, se dice, por los partidos gubernamentales. Cargada, más que de imperfecciones, de taras que la descalifican. El grito que atronó las calles en 2011 –“¡que no, que no, que no nos representan!”—resuena todavía en las conciencias. Sin duda, ese clamor ha sido recogido por Podemos, la nueva formación que no sólo ha transformado el panorama, encauzando por vía electoral la protesta difusa, sino que además ha servido de acicate a otras organizaciones donde cunden las llamadas tardías a militantes y simpatizantes.
Cuando hablamos de democracia directa no sólo nos referimos al ejercicio de derechos vivos, como los de manifestación, asociación o reunión, o a multiplicar las consultas y los referendos, sino también a variantes de la llamada democracia asamblearia. Es decir, de atribuir a las asambleas populares –presenciales o virtuales, algo cada vez más realizable gracias a Internet—la facultad de tomar decisiones importantes. Lo cual trae a la memoria viejos problemas, como el peligro de dejar el voto en manos de minorías motivadas –y ahora tecnificadas—en perjuicio de quienes no tienen capacidad, tiempo o ganas de informarse y participar de manera asidua; el de reducir mil asuntos complejos a continuas opciones binarias, pues el sistema funcionaría como un plebiscito permanente; o la necesidad de preservar los derechos de las minorías frente a la apisonadora comunitaria. En fin, que reaparece la vetusta preocupación por conservar el núcleo de la democracia, protegido por las normas y por instancias contramayoritarias –como nuestro Tribunal Constitucional—frente a los posibles desbarres populistas.
Y todo ello ocurre cuando en España todavía queda mucho por hacer para alcanzar el nivel de otras democracias liberales. La separación de poderes cojea si el gobierno de los jueces, el Tribunal de Cuentas o el Constitucional se pliegan a los intereses de los partidos que designan a sus miembros; la garantía de las libertades se ve mermada por la lentitud de los tribunales, en pleitos que muchos ciudadanos no pueden pagar; y el clientelismo, la corrupción y el fraude fiscal socavan a diario el principio de igualdad ante la ley. Por no hablar de la merma de derechos sociales que padecemos. Sin necesidad de inventar nuevas formas de democracia, sólo con ajustarnos a las ya probadas se resolverían muchos de nuestros problemas. Cabe debatir además sobre procedimientos electorales o formas de participación, pues una ciudadanía vigilante y dispuesta a deliberar, como la que ha despertado en los últimos años, no tolerará tantos abusos. Debemos pues darle la bienvenida. Pero el voto plebiscitario y la aclamación de las asambleas, por muy excitantes que resulten, no deben sustituir al parlamento ni a los tribunales. La mayoría no puede eliminar derechos y libertades ni erosionar la separación de poderes. Amordazar al adversario, encarcelarlo o mandarlo al exilio –medidas habituales en diversas latitudes—no forman parte de los instrumentos democráticos. Es decir, que no hay democracia sin libertad. Y que subsiste por tanto un núcleo de requisitos exigibles a cualquier Estado que quiera titularse demócrata, sea venezolano, chino o español.
(Artículo de Javier Moreno, publicado en "El País" el 4 de noviembre de 2014)
¿Debe premiarse a un político que lo ha hecho rematadamente mal con la colocación en una empresa pública? ¿Y a un político, aunque lo haya hecho decididamente bien? ¿Es aceptable que cobre más que el presidente del Gobierno o el de la Xunta el delegado regional de una empresa pública? ¿Lo es que cobre más su presidente estatal? ¿Deben ocupar cargos directivos en empresas públicas políticos cuya profesión nada tiene que ver con sus actividades?
La iniciativa, finalmente frustrada ante la polvareda de indignación que levantó dentro y fuera del PP, de nombrar al último exalcalde de Santiago delegado de la empresa Tragsa en Galicia, plantea, entre otras, las preguntas con las que abro esta columna. Porque el caso de Currás, aunque más escandaloso que otros, dada su nefasta gestión municipal y el hecho de estar doblemente imputado por actividades relacionadas con aquella, responde a un pauta generalizada que, si no puede incluirse estrictamente en la esfera de la corrupción, sí forma parte de las corruptelas (mala costumbre o abuso, según el Diccionario de la Lengua) que dominan la política española.
La cosa es muy sencilla: la inmensa mayoría de quienes un día entran en política (y no digo la totalidad, para no parecer exagerado) lo hacen con la expectativa de jubilarse en ella. Eso puede conseguirse a través de dos procedimientos diferentes, aunque, en la práctica, la vida activa de miles de políticos sea una mezcla de los dos: aguantando en un cargo todo lo posible, o acercándose al retiro a base de saltar de puesto en puesto: alcalde o concejal, diputado nacional, europeo o autonómico, senador, alto cargo de nombramiento, miembro de una institución de control (TCE, CGPJ, Defensor del Pueblo, Consejo de Estado, Tribunal de Cuentas y, cuando existen, sus variantes autonómicas), o, en fin, enchufado en una empresa pública local, autonómica o estatal.
No hay más que mirar alrededor para comprobar la certeza de esas formas de seguir en el machito. Y no hay más que hacer lo propio para ver hasta qué punto está la gente harta, con toda la razón, de una clase política cerrada, burocratizada, endogámica y, en términos generales, de menguante preparación.
¿Es aceptable que habiendo en España un montón de profesionales con ganas de trabajar y buen currículo para cubrir dignamente un puesto de directivo empresarial, se premie con una canonjía a un político desprestigiado, que nada sabe del asunto al que esa empresa se dedica? Multiplique el lector esta pregunta por diez mil y verá otra causa más de la creciente irritación popular con unos políticos que viven tan obsesionados con sus propias carreras como para haber perdido ese mínimo contacto con la realidad que evita que uno considere la cosa más natural del mundo lo que a sus votantes les parece una vergüenza.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 31 de octubre de 2014)
Utilizar el Parlamento para martillearse mutuamente con los casos de corrupción es un derecho al alcance de la oposición y del Gobierno, pero de ese pozo se saca poca agua. Mariano Rajoy se encuentra en desventaja en este tipo de debates, porque ha sido y es responsable de un partido afectado por muchos escándalos, mientras que Pedro Sánchez parte con la ganancia anticipada de no haber desempeñado papel alguno en las direcciones anteriores del PSOE. Aun así, ambos representan a siglas políticas mezcladas con casos de corrupción y de abusos, de forma que ninguno de ellos está en condiciones de mejorar sus posiciones simplemente sobre la base de enzarzarse en reproches mutuos.
El peligro de cegar la búsqueda de soluciones eficaces es que se produzca una explosión de ocurrencias para la galería y sin verdadera efectividad práctica. La responsabilidad de sanear la vida pública corresponde a todos los partidos parlamentarios y singularmente a los dos más importantes. El jefe del Ejecutivo no puede rehuir una explicación amplia respecto a los asuntos que afectan a su partido —que preside desde hace 10 años—, ni tampoco la limpieza interna de su organización. Pero ahí no se agotan las tareas pendientes del PP ni las del PSOE, principales responsables de los asuntos de gobierno —junto con algunos partidos nacionalistas—, y los primeros necesitados de ganarse la confianza de los ciudadanos.
Este periódico ha sugerido que las Cortes constituyan una comisión independiente para diagnosticar a fondo las razones por las que la corrupción se cuela con tanta facilidad en la política. El tantas veces evocado “pacto anticorrupción” —el PP se lo ha ofrecido a la oposición— debería referirse al compromiso de adoptar las medidas emanadas de esa comisión y transformarlas cuanto antes en legislación eficaz y en órganos de aplicación y control despolitizados.
Entretanto, los partidos tienen la ocasión de demostrar su verdadera voluntad de cambio desterrando el método de recuperar a los implicados por corrupción en las próximas candidaturas electorales. Mientras se mantenga el sistema de listas cerradas y bloqueadas, en las que los ciudadanos no pueden cambiar nombre alguno, es un verdadero abuso afirmar que las urnas absuelven o blanquean a los sospechosos. El político no solo tiene que ser honrado, sino que ha de merecer la confianza de los electores; cualquier duda fundada sobre esto obra en contra de su continuidad en la vida pública, sin perjuicio del respeto a la presunción de inocencia y del restablecimiento en sus funciones si es exculpado.
Que la política se aplique a cerrar las brechas por las que se cuelan los corruptos implica también continuar con la investigación de los casos descubiertos. Si los partidos no facilitan la tarea de los jueces, decepcionarán más a la ciudadanía y darán facilidades a la antipolítica.
(Editorial de "El País", publicado el 30 de octubre de 2014)
PP y PSOE han llegado, al parecer, a un entendimiento oficioso sobre el contenido y la tramitación de dos leyes que el Gobierno congeló tras aprobarlas el pasado mes de febrero y remitirlas al Congreso: una sobre control económico y financiero de los partidos políticos y otra sobre control de los altos cargos de la Administración del Estado. En principio, las dos normas podrían aprobarse definitivamente antes de final de año y aunque tendrán el respaldo tácito del PSOE, esta formación política no quiere que se muestren con alarde y hace bien: los dos principales partidos no han hecho más que cumplir muy tardíamente con su deber en este asunto, por lo que tampoco es cosa de echar las campanas al vuelo ni de intentar aparecer, a estas alturas, como los guardianes de la democracia. La recuperación de la credibilidad de ambos necesita medidas como ésta pero en modo alguno se conseguirá sólo con ellas.
El elemento fundamental del acuerdo consiste en que se incluya –por fin- en el código penal el delito de financiación ilegal de los partidos políticos. Se trata de garantizar que el político con cara y ojos que obtenga y gestione fondos ilegales –procedentes del cohecho o de otra fuente de blanqueo- para financiar su organización y sea sorprendido en estos menesteres, deba ir a prisión a partir de una cantidad razonable. Se consigue así una herramienta disuasoria de primer nivel, dada la gran dificultad objetiva que tienen los fiscales de probar el cohecho.
Además, ambas organizaciones coinciden en otras medidas que son también básicas para acercar los partidos a la ciudadanía e inspirar confianza. La dimisión de un cargo público acusado de delitos de corrupción deberá producirse inexorablemente cuando se abra juicio oral contra él (no en el momento de la imputación, al menos mientras esta figura mantenga la ambigüedad que hoy tiene en el ordenamiento español). La participación de los militantes en la elección de sus candidatos a puestos de representación se generalizará (no se menciona el término primarias), incluyéndose probablemente en la ley de Partidos; no se limitarán en cambio los mandatos de los cargos electos. Finalmente, se ampliará el plazo de incompatibilidad de los ex altos cargos, que no podrán pasar a la empresa privada concomitante con su anterior función en cinco años y no en dos como ahora. También ha habido aproximación en otras cuestiones no tan relevantes como la creción del a figura el Defensor de Militante o la obligación de los altos cargos de presentar bianualmente certificados de Hcienda.
El consenso es necesario pero también resulta altamente comprometedor, dado el cúmulo incesante de casos de corrupción que aparecen a diario y que mantienen en permanente tensión la capacidad de indignación de los ciudadanos. Por ello, resulta sensato no alardear de las medidas correctivas que se van aplicando, y que llegan indiscutiblemente demasiado tarde: cuando al fin del felipismo vivimos la primera gran oleada de corrupción ya se debieron haber adoptado decisiones estrictas para evitar esta gran recaída, que demuestra un absoluto descontrol y una golfería que supera todas las previsiones.
Pese a la aproximación entre ambos, PP y PSOE no se han puesto de acuerdo en buscar un modelo genuino de conseguir mayorías cualificadas para renovar los cargos institucionales, que actualmente se proveen por el sistema de cupos. Tampoco se ha conseguido acercamiento en la cuestión de los indultos. Si no se apresuran, quizá no tengan tiempo de avanzar en estos asuntos que también son inaplazables antes de que la sociedad dictamine en las urnas sobre todo este gran despropósito que es la corrupción.
(Artículo de Antonio Papell, publicado en "Diario de Mallorca" el 29 de octubre de 2014)
La corrupción ha sido durante años en la política española un ejemplo casi perfecto de juego de suma cero, al que los partidos se enfrentaban como quien lo hace a un buen negocio: en la esfera que fuera (estatal, autonómica o local) los libres de culpa se lanzaban como fieras sobre los metidos en cualquier trapacería con la seguridad de obtener un beneficio electoral equivalente al perjuicio que sufría el implicado en el escándalo. Y así, como en la ruleta, la bola repartía premios y castigos.
Con una ceguera inmoral e irresponsable, los partidos siguen, increíblemente, empeñados en aplicar frente a la corrupción que nos ahoga esa receta del pasado: mientras el partido afectado por cada nueva sinvergonzonería se preocupa solo de quitársela de encima como sea, los potenciales beneficiarios se lanzan sobre él con la ilusión de obtener el botín de votos que pierden los piratas acosados por la policía, la prensa y la Justicia.
Pero, como era de esperar, ese juego ha hecho aguas ante la creciente convicción social de que el grado de implicación de nuestros partidos en la corrupción no depende de su ideología, sino de la cuota y el tiempo de su disfrute del poder: a más cuota y más tiempo, más posibilidades de corrupción. De esa convicción, arraigada ya con la fuerza de un prejuicio popular, deriva, entre otras, una terrible consecuencia: la confianza en que los problemas de la corrupción se arreglarán echando al partido corrupto y colocando a otro partido en su lugar desciende sin parar.
Y es ahí, precisamente, donde aparece Podemos, que, como no ha mandado nunca en sitio alguno, puede vender como verosímil una utopía típicamente autoritaria: la del hombre nuevo e incorruptible. Los partidos que consideran que la emergencia de Podemos es la causa de sus males, no entienden la verdad reiterada por el doctor Pangloss en Cándido, el delicioso cuento de Voltaire: que no existe efecto sin su causa. Podemos no es la causa de que el PSOE o el PP pierdan votos a favor de un partido cuyo disparatado programa cabe en medio folio: no, Podemos es la consecuencia del hartazgo con los males del Estado de partidos y con lo que ya millones de españoles no soportan: la corrupción.
Por eso, parafraseando aquel eslogan que ayudó a Clinton a ganar la presidenciales de 1992 («It's the economy, stupid») hay que enfrentar a nuestros partidos con la dura realidad: es la corrupción, estúpidos. Y porque lo es, ya no se trata de jugar con ella para ganar votos del contrario: o se le pone coto de una vez o la corrupción se llevará por delante nuestro sistema de partidos, base esencial de cualquier sistema democrático.
Podemos está ahí para recordarnos, día tras día, el grave riesgo que hoy corre este país: que, a hombros de la corrupción, los de Iglesias puedan llegar al Gobierno nacional.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 29 de octubre de 2014)
Estados Unidos, finales del XIX. La corrupción rampante enerva a la ciudadanía, que decide cambiar la infraestructura de sus instituciones: despolitización masiva y establecimiento de las bases de la gestión pública moderna. El profesional de la Administración pasa de trabajar “para” a trabajar “con” su superior político. El objetivo del movimiento reformista no es tanto la corrupción en sí como el problema de fondo del que la corrupción es un síntoma: la acumulación de poder decisorio en unas manos que responden a un único interés, el electoral. El medio elegido por el movimiento reformista no es regular minuciosamente la actividad pública, sino, más bien al contrario, liberar las fuerzas creativas de los trabajadores públicos, que, además de convertirse en contrapesos vivos del poder político, obtienen licencia para innovar en la prestación de las políticas públicas.
Italia, finales del XX. La corrupción rampante enerva a la ciudadanía, que decide cambiar a los políticos de siempre por unos nuevos inquilinos que prometen limpiar la política. El objetivo es la lucha directa contra la corrupción, entendida como un crimen. Y el instrumento favorito es la regulación: más controles legales. A diferencia de EE UU, los protagonistas en Italia no son todos los empleados públicos, sino los agentes anticorrupción, sobre todo los jueces. Dos décadas, un Berlusconi y una infinidad de leyes y reglamentos después, Italia sigue lidiando con la corrupción y la ineficiencia en el sector público.
España, principios del XXI. La corrupción rampante enerva a la ciudadanía, que debe elegir entre la vía americana o la italiana. Tenemos la ventaja de que conocemos el resultado: los países (como los anglosajones o nórdicos) que han cambiado sus infraestructuras públicas, descentralizando, desregulando y empoderando a sus profesionales tienen mejores sectores públicos que aquellos donde se ha dejado intacta la infraestructura institucional del sector público, como Italia. Pero tenemos la desventaja de que la vía italiana es muy atractiva.
En primer lugar, la aprobación de leyes específicas contra la corrupción es muy popular, porque da la sensación de que los políticos se preocupan. Sabemos por varios estudios que la respuesta natural de los ciudadanos a la corrupción política es una mayor desconfianza social que, a su vez, se traduce en una mayor demanda de regulación. Como no me fío de nadie, que nadie mueva un pie sin la debida autorización. La ironía es que una mayor regulación aumenta las oportunidades de captura del Estado por parte de los grupos de interés mejor organizados, lo que se traslada en mayor corrupción, generándose así un círculo vicioso. Corrupción, desconfianza, regulación… y más corrupción. La evidencia, pues, apoya la máxima de Tácito: “Cuanto más corrupto es un Estado, más leyes tiene”.
Un ejemplo son las leyes de financiación de los partidos. Italia y España han experimentado varios cambios legislativos y parece que tendrán muchos más, porque siempre hay algún resquicio por el que se pueden colar las ayudas. Por el contrario, otros países han alcanzado la excelencia con leyes muy sencillas o directamente sin ley de financiación de los partidos. Con las instituciones adecuadas, los controles formales no son tan necesarios ¿Para qué va a querer un empresario sobornar a un político si éste no puede otorgar un trato de favor porque necesitaría la aquiescencia de profesionales que trabajan “con” pero no “para” él?
También es más seductora la aproximación italiana de reemplazar a los corruptos por políticos a los que “no les tiemble la mano” (como se oye en nuestros partidos tradicionales) o que, al asalto, tomen el poder para quitar a toda la casta (como se oye en los nuevos partidos). Cuando todo el mundo habla de la “hora de la política” —frente a los mercados, los poderes financieros y demás—, las reformas institucionales destinadas a fragmentar el poder político no parecen muy atractivas. Más bien al contrario, queremos dar mucho poder a nuestro renovador, ya sea un partido conocido con un liderazgo nuevo (como Sánchez o Renzi) o una formación novedosa con liderazgos colectivos (como Podemos o Guanyem).
Son varios los factores que nos empujan hacia el círculo vicioso de corrupción, desconfianza y regulación. Pero, por otra parte, también empezamos a detectar movimientos dentro del sector público —en la Administración local, autonómica y central— que ven en la gestión profesional una alternativa más efectiva para mejorar el funcionamiento de nuestras instituciones. Esos movimientos deben hacerse visibles para presionar a los partidos políticos, donde también existen voces individuales que llevan tiempo demandando un cambio en la infraestructura de nuestro sector público que nos acerque a las Administraciones más modernas. Esas voces se pueden encontrar en todos los partidos, de Podemos al PP, pasando por PSOE y UPyD.
Para salir del círculo vicioso y entrar en otro virtuoso de corrupción mínima y eficiencia máxima necesitamos agregar esas voces para que fuercen, en el contexto de un pacto de Estado o una reforma constitucional, un cambio en los incentivos de nuestras Administraciones. La sangría de casos de corrupción y de tratos de favor —legales, pero parciales e inmorales— que sufrimos en España sólo se atajará cuando nuestras Administraciones no recompensen tanto la lealtad política o el seguimiento de la norma como la reputación y la autonomía profesional.
(Artículo de Víctor Lapuente, publicado en "El País" el 28 de octubre de 2014)
Al hilo de los panfletos y declaraciones de los líderes del nuevo movimiento social en curso ha comparecido de nuevo en nuestra escena pública la felicidad del pueblo (ahora se dice de la “gente”) como un objetivo no sólo legítimo, sino incluso ilusionante, para la acción de gobierno. “Venimos a restaurar la felicidad de los ciudadanos”, han dicho.
Se trata de un viejo conocido de la teoría y de la retórica políticas, que aparecía ya en las Constituciones clásicas: “El fin de la sociedad es la felicidad común”, decía la francesa de 1793, la jacobina. “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación”, decía la nuestra de Cádiz. Sí, un viejo y amable conocido pero, al tiempo, un peligroso conocido, puesto que su sola mención plantea temblores al temperamento liberal. Ya en su conferencia de 1819 en el Ateneo Real, un Benjamin Constant con ganas de distinguir y matizar lo que sucede en su derredor proclama en voz alta que “los depositarios de la autoridad siempre están dispuestos a ahorrarnos a los ciudadanos toda clase de trabajos, excepto el de obedecer y pagar; ellos nos dicen: “¿Cuál es el objeto de vuestros trabajos y el término de vuestras esperanzas? ¿No es la felicidad? Pues dejadnos a nosotros ese cuidado, que nosotros os la daremos”. Pero no, no dejemos que obren así, pidámosles que se contengan en sus límites, que son los de ser justos: nosotros nos encargaremos de hacernos dichosos a nosotros mismos”.
La advertencia, que poco después sería renovada y sistematizada por J. Stuart Mill en On Liberty, era pertinente. Una cosa es que el Gobierno deba perseguir la generación de las condiciones mínimas necesarias para que las personas puedan ser felices (casi nadie puede ser feliz en la miseria), otra muy distinta que pueda legítimamente asumir el papel de hacer directamente felices a esas personas. Por la sencilla razón de que la felicidad (sea o no alcanzable en realidad) es un estado que no sólo contiene elementos cuantitativos o de bienestar físico, sino que implica otros cualitativos y morales atinentes a lo que es una “vida buena”. Y nadie, ni siquiera el Gobierno, es quién para imponer o regalar a nadie su propio proyecto de vida buena, o para formar uno de índole colectiva e intentar plasmarlo en el colectivo social pasando por encima de los proyectos personales. Cada uno define y persigue su propia felicidad, en eso consiste precisamente la autonomía de la persona, su libertad.
Jefferson lo vio claro cuando redactó la Declaración de Independencia en 1776, y por ello se cuidó mucho de limitar su proclama del derecho por sí mismo evidente que Dios nos había dado al de “pursuit of happiness” [búsqueda de la felicidad], y no al de “pursuing and obtaining happiness” [búsqueda y conquista de la felicidad] de la de Virginia en que se inspiró. Para él, que bebía en Locke, “the pursuit of happiness is the foundation of liberty” [la búsqueda de la felicidad es el fundamento de la libertad]. Definir y buscar cada uno su vida buena en los términos morales, virtuosos o religiosos que prefiera es su derecho, su derecho precisamente a ser libre.
El liberalismo naciente ponía así fin a una tradición aristotélico-tomista de 20 siglos, en la cual los Gobiernos podían y debían identificar la felicidad de sus súbditos e imponérsela, precisamente porque la sociedad y no el individuo era el sujeto holista de la política. A partir de estas fechas, el mayor despotismo que puede hacerse al ser humano es el de definir e imponerle desde un Gobierno omnisciente y paternal su propio bien, su propia felicidad, dirá Kant: “Nadie me puede obligar a ser feliz a su modo, sino que es lícito a cada cual buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca”.
Desde entonces, la misión del Gobierno será la de construir las precondiciones de la autonomía moral de cada uno, es decir, la justicia. Nunca el de construir él mismo el contenido empírico de esa autonomía y decidir, incluso con la más benéfica de las intenciones, cuál es la felicidad de sus súbditos, cuál es su vida buena. En ese error y en ese crimen cayeron los totalitarismos de derechas e izquierdas, las políticas moralistas de la virtud obligatoria, los paternalismos tradicionalistas de todo tipo, y siguen cayendo los Gobiernos “perfeccionistas” que buscan hoy en día mejorar a sus ciudadanos implantándoles unas identidades moralmente superiores que les mejoran como ciudadanos (comunitarismos y nacionalismos de toda laya).
Por eso conviene que esta súbita reaparición de “la felicidad de la gente” como objetivo político, una resurrección que sin duda engarza muy bien con los de la virtud ciudadana y el aristotelismo (el hombre es ante todo un ser ciudadano), y que además resulta lírica y motivadora, sea contenida dentro de los precavidos límites que el mejor liberalismo siempre le impuso: “Ustedes, gobernantes (o aspirantes a ello), dedíquense a ser justos, de ser felices nos encargaremos nosotros mismos”. Para evitar desaguisados, no por otra razón.
(Artículo de José María Ruiz de Soroa, publicado en "El País" el 26 de octubre de 2014)
La vertiginosa acumulación de noticias sobre las trapacerías de políticos y empresarios públicos españoles tiene un innegable efecto positivo: que la impunidad de sus acciones disminuye en directa proporción al aumento del control que se ejerce sobre ellos. Sin tal control, que posibilita la rendición de cuentas por lo que cada uno ha hecho con el poder que le ha sido confiado, la democracia se convertiría en un adefesio de aquel Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo al que se refirió Lincoln en el más célebre de sus discursos: el de Gettysburg.
Malo sería para todos, sin embargo, no reconocer que el puntual seguimiento informativo sobre esa orgía de corrupción tiene algunos efectos colaterales menos virtuosos. El principal, que disminuye inevitablemente el foco de atención sobre la responsabilidad de los ciudadanos en la buena marcha de un país, que aparece, así, desfigurado, como un lugar donde unos políticos desalmados campan a sus anchas frente a una sociedad perfecta y virginal. Un puro mito.
Ayer supimos, por un informe de la Comisión Europea, que España dejó de ingresar por IVA, debido sobre todo al fraude, 12.400 millones de euros, el 18 % de lo que debería haberse recaudado. Una cantidad que se une a un fraude fiscal general que, según los que saben del asunto, asciende a cifras astronómicas y es origen, a su vez, de una de las presiones fiscales sobre salarios más altas de la UE.
Cambiando de tercio, también en estos días hemos visto las críticas airadas frente a una medida administrativa elemental, aceptada en otros países de forma general: que los propietarios de una vivienda deben acabarla. La razón por la que pasearse por la Inglaterra rural es un placer y hacerlo por la Galicia rural un sufrimiento tiene que ver, sin duda, con el comportamiento de los poderes locales, pero también con el de docenas de miles de personas que viven tan contentas en medio de eso que aquí hemos dado en llamar feísmo y deberíamos denominar en realidad adefesismo.
Y lo que vale para el fraude fiscal y esas increíbles chapuzas gallegas que publica este periódico sirve para la conservación del medio ambiente, el trato a los animales, la educación viaria, la publicidad sexista, los abusos sobre los trabajadores, el absentismo laboral, el fraude comercial, la televisión basura, la información privada partidista y una innumerable serie de patologías sociales de las que no son culpables los políticos, sino una sociedad civil en la que muchos de los que defraudan a Hacienda como lobos protestan airados contra las tarjetas negras y en la que muchos de los que hacen a los políticos blanco de sus despiadadas críticas esperan ansiosos la oportunidad de colocarse en su lugar. Sé bien que decir estas cosas es muy impopular, pero por la boca de la impopularidad habla con frecuencia la verdad.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 24 de octubre de 2014)
Posiblemente nunca una familia española estuvo tan investigada -decir «perseguida» es imprudente- por los jueces, la Fiscalía Anticorrupción, la policía y los medios informativos como lo está la familia Pujol. Sus espectaculares movimientos económicos ocupan a cinco juzgados en Cataluña y en la Audiencia Nacional. Pero hay razones para que sea así: tampoco nunca habíamos visto cantidades tan altas y de procedencia tan dudosa manejadas por una familia. Solo las primeras actuaciones inmobiliarias que promovió Oleguer, el hijo pequeño del matrimonio Pujol-Ferrusola, ascendieron a 2.000 millones de euros. Solo la cantidad que este señor ha movido en paraísos fiscales en los últimos tiempos supera los 500 millones de euros. Solo el número de sociedades que manejan Oleguer y su socio indica la existencia de un entramado complejo y de dudosa finalidad. Tratándose de gente de extraordinario poder político, tenemos derecho a saber cuál es el origen de ese dinero.
Muy limpio no debe haber sido, cuando se negó a declarar ante la policía. Líbreme Dios de hacer un juicio paralelo, y mucho menos anticipado del personaje, pero todos contamos con lo peor y estamos preparados para cualquier revelación que pueda surgir de esos registros y de la próxima declaración ante el juez. La poca claridad de las explicaciones de Pujol padre en el Parlamento catalán, la cantidad de indicios que tienen el fiscal y el juez Pedraz y la cantidad de documentación incautada hacen creíble que podríamos estar en trance de despejar por fin la gran incógnita que dejó Pasqual Maragall en memorable ocasión: «Su problema es el tres por ciento».
Y ese, no otro, es el tema del caso Pujol. La ocultación de una herencia parece una pequeña travesura solo agrandada por la personalidad y la relevancia histórica del personaje. El tráfico de influencias en la concesión de ITV es un delito de comisión frecuente en las Administraciones públicas. Llevar un par de millones a Andorra para esfumarlos después en algún lugar del planeta lo habrán hecho en España centenares de personas. Y hasta un mítico sindicalista asturiano tenía un millón de euros en el extranjero.
Pero aquí hubo un tipo que compró toda una red de oficinas bancarias, hoteles y los edificios de un importante grupo de comunicación. Y manejó una cantidad que hay que medir en pesetas para darse cuenta de su dimensión: más de 300.000 millones de pesetas. U Oleguer tiene muy bien documentada la procedencia de esa cantidad, o no estaremos ante un proceso a su persona y a su familia: estaremos ante el juicio a una etapa histórica, casi un cuarto de siglo de latrocinio que, si se confirma lo que busca el juez, no se han preocupado siquiera de disimular.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 24 de octubre de 2014)
La imagen popular, si es que la hay, de los filósofos que enseñan ética es la de unos profesores especialistas en abstracciones, es decir, en principios, nociones generales de cómo deberíamos comportarnos, e ideas libres de toda concreción sobre lo que debería ser, pero nunca es. De lo que nunca hay en este valle de lágrimas, o en este mundo de goces triviales y encandilados consumidores de cualquier cosa que les entretenga.
La aportación singular de Adela Cortina en ese campo tan feraz en la España de hoy como es la filosofía moral, ha consistido en negar estas erróneas nociones, y en combatirlas en su propio terreno, puesto que ella no es ajena a la abstracción necesaria, al rigor lógico y ni mucho menos, a la indignación moral guía de su pensamiento. (Una indignación moral que tanto su Etica mínima, de 1986, hasta su Etica sin moral —“ética sin sermones moralizantes”, diría yo— de 1990, culminaba con su estupenda Etica de la razón cordial, de 2007. Éste último es el texto que hasta ahora más claramente ha sacado a la luz los entresijos de lo que inspira uno de los más escasos bienes con los que uno se topa en la comunidad pensante de este país, la pasión intelectual. És esta, amén de la ética, la que guía la mano de Adela Cortina.
Impaciente y nerviosa como es, la profesora Cortina, en su afán por mejorar el mundo —a sabiendas de que su mudanza moral radical es imposible— se encuentra entre quienes, sin circunloquios ideológicos, se pone a enmendar entuertos dentro de lo que hay, y no siempre contra lo que hay, o aboliendo lo que hay. Me explico. Sin tener que aceptar el mundo empresarial tal cual, ni su infraestructura esencial —el capitalismo y su más o menos sólido mercado— Adela Cortina, desde la Fundacion ETNOR, milita para coadyuvar a imponer una ética de los negocios, tanto interna como externa. Es un posibilismo de nuevo cuño —yo le llamo humanismo pragmático, pero ya me la imagino corrigiéndome cordialmente, puesto que cordial es su talante siempre— que no sé hasta qué punto será bien recibido por los numerosos absolutistas de la ética de este país nuestro, lleno de malandrines. (Los absolutistas exigen mudanzas radicales generales, aunque no sabemos cuales son.) Que la menuda, impaciente, sabia y siempre lúcida profesora Adela Cortina nos siga dando ánimos para seguir conviviendo y haciendo más decente nuestra casa común. No podemos dejar en manos de los magistrados y los jueces tanta miseria nacional.
(Artículo de Salvador Giner, publicado en "El País" el 23 de octubre de 2014)
Siempre he pensado que nacionalismo y democracia son dos idearios poco compatibles. La democracia descansa en los ciudadanos pensados individualmente, el nacionalismo en cambio en un todo social —la nación, el pueblo— por encima de ellos. Para la democracia el ciudadano es singular, autónomo e independiente. Para el nacionalismo la ciudadanía es sobre todo pertenencia. Lo que define tu identidad en el ideal democrático es tu individualidad libre y creadora; en el ideal nacionalista, tu pertenencia al todo nacional. Por eso los nacionalistas siempre hablan en nombre de la patria; los demócratas, en nombre de los ciudadanos. Y eso es también lo que hace tentadora la idea de que el mejor antídoto contra el nacionalismo es la democracia. A cada afirmación nacionalista sobre los rasgos y preferencias del “pueblo” debería poder responderse con una pregunta ciudadano por ciudadano. Los resultados serían sorprendentes.
Esto, sin embargo, no parece encajar con el terco empeño que está exhibiendo el nacionalismo catalán en consultar al poble si quiere que Cataluña sea un Estado independiente. “Queremos votar”. El argumento se presenta como irrebatible: si uno es demócrata ha de aceptar que el pueblo catalán, voto a voto, manifieste su posición sobre el tema. ¿No es esto contrario a lo que he afirmado? Creo que no, y para argumentarlo voy a tratar de indagar un poco si hay en el empeño alguna trampa o ardid escondido.
Lo más sorprendente de la posición oficial de la Generalitat y la mayoría nacionalista del Parlamento catalán es que saben que las encuestas de que se dispone hasta el momento, incluso las más sesgadas, vienen afirmando sistemáticamente que la posición independentista no es mayoritaria en Cataluña. Está creciendo mucho, pero no es mayoritaria. Tienen pues que saber que una pregunta sobre el tema lleva hoy por hoy las de perder. Y sin embargo se obstinan en hacer la pregunta. ¿Por qué? La respuesta no puede ser más que esta: en realidad, cualquiera que sea el resultado de la consulta, al realizarla habrán conseguido el reconocimiento jurídico y político de Cataluña como un demos que tiene derecho a manifestarse como sujeto político autónomo. He ahí la trampa subyacente. No es que Cataluña sea una nación y en virtud de ello tenga derecho a decidir; es que si se le reconoce tal derecho se le está atribuyendo la condición de sujeto político con un cuerpo electoral propio. Y si además ese derecho a pronunciarse versa, como es el caso, sobre quién ha de ser el depositario de la soberanía política, entonces se le está reconociendo como nación política.
Lo que busca, pues, esa porfía por hacer la consulta no es un ejercicio de democracia, sino que se reconozca jurídicamente al pueblo de Cataluña el título político de sujeto decisor, porque eso sería un reconocimiento institucional de su carácter de nación. Lo que en definitiva persigue es votar la pregunta, porque el mero hecho de votarla lleva consigo la creación del título para ello, la pretensión de soberanía. Si nos permiten votar esa cuestión, eso significa que tenemos derecho a hacerlo. Y desde esa perspectiva, claro, el resultado da igual. Lo importante es la definición del sujeto colectivo como entidad soberana que el hecho de votar comporta.
Primera trampa, pues: no ser para votar sino votar para ser. Y aquí aparece inmediatamente una segunda trampa. Porque, debido a una sorprendente asimetría, este tipo de procesos parecen abocados a terminar sólo de un modo. El destino de Cataluña una vez alcanzado el carácter de sujeto nacional con derecho a decidir sobre su futuro político acabará por ser, antes o después, la independencia. ¿Por qué? Pues porque si la respuesta es “no”, la cuestión sigue abierta y puede repetirse la consulta indefinidamente; pero si la respuesta es “sí”, el debate se da por cerrado y la decisión se considera irreversible. Esta fijación con la reiteración de las consultas fallidas es un notable rasgo del pensamiento nacionalista. Y un indicio claro de que, en efecto, su amor por la democracia tiene sus límites. En realidad sólo se apoya en ella cuando le da la razón. Ahí está si no Quebec, con un referéndum en el 80, otro en el 95 y un tercero ya anunciado. Y no debemos dudar de que si lo llegan a ganar no vuelven a convocar al pueblo a un nuevo ejercicio de democracia. Esto es lo mismo que sucedería en Cataluña fuere cual fuere el resultado de la hipotética consulta: una vez reconocido el sujeto decisor, el proceso se reiterará las veces necesarias para llegar al resultado querido. El ciudadano catalán debe pensar por ello que vote lo que vote, no hace sino poner su destino en una pendiente en la que cada consulta fallida realimentará los mecanismos nacionalistas del poder social para demandar otra.
La tercera trampa se oculta en la naturaleza misma del tipo de proceso que se propone. Porque el referéndum (o la consulta, o el plebiscito, etcétera) es el puro simplismo. Y en el simplismo solo caben cuestiones simples. Esto se ha dicho tanto que cansa ver una y otra vez cómo se apela a un mecanismo tan elemental para saldar cuestiones complejas y difíciles. Pero la añagaza es precisamente esa, porque al simplificar cuestiones complejas se cuelan de rondón en las consultas mercancías difíciles de vender a cara descubierta. La simplificación es en realidad un encubrimiento. La crisis económica actual se desencadena con el invento financiero de hacer un paquete con créditos hipotecarios de todo género, buenos, malos y peores, y vendérselo al incauto como un título unitario. Pues bien, las preguntas en paquete son como las hipotecas en paquete. El votante catalán debe saber que con el “sí” le van a endosar no pocos activos tóxicos de los que no se le había advertido. Seguramente también con el “no”. Porque ambas posiciones son puras simplificaciones de decisiones complejas que demandan matices, deliberaciones y balances delicados, cosas todas incompatibles con esas decisiones elementales y perentorias. Se sabe ya desde hace mucho que si fueran votadas separadamente las variadas cuestiones agazapadas en la pregunta de un referéndum, los resultados serían muy diferentes.
Y esa simplificación lleva a la cuarta trampa, quizás la más grave y peligrosa. Al centrarse en una opción binaria, “sí” o “no”, el referéndum va a producir unos efectos devastadores en la convivencia de Cataluña. Esto no es una observación alarmista. Se ha estudiado mucho en psicología social. Los posicionamientos excluyentes (“o esto o aquello”) tienden a ignorar las coincidencias, afinidades y simpatías entre los miembros del grupo. Por artificial que sea la posición en que uno se sitúa (o le sitúan), siempre tiende a crear involuntariamente un lazo más intenso con los de la misma posición y a debilitar el lazo con los demás. Los agrupamientos generan así actitudes más agresivas o competitivas entre las distintas posiciones. Y si esa decisión binaria no es trivial sino que versa sobre una cuestión relevante para el grupo, la división social es irremediable. Los mejores teóricos del nacionalismo hablan de “fronteras interiores” para referirse a la percepción que tienen los nacionalistas de aquellos que no cumplen con los rasgos exigidos por el canon del buen patriota. En un referéndum esos rasgos se condensan violentamente: los otros son los que votan no. Esta operación de psicología colectiva, que se vive desde hace meses en Cataluña, genera fragmentación, fragmentación en los círculos cotidianos, en los lugares de trabajo, fragmentación hasta en las familias, es decir, fragmentación en la sociedad y desconfianza entre grupos y personas. Puede incluso llegar a generar una sorda aversión mutua entre ciudadanos. Es decir, puede llegar a trocar la fluida convivencia de Cataluña en un espeso tejido de recelos.
Como marco jurídico para afrontar cuestiones tan graves, el Parlamento de Cataluña ha engendrado una ley de consultas en la que, por zafarse de los límites legales vigentes, no contempla siquiera un censo serio de electores, suprime a los jueces de la administración electoral del proceso, y no establece delitos o faltas ni recursos judiciales contra las posibles irregularidades. Un texto, pues, ayuno de las más elementales garantías formales. Un paraíso para los ardores de la Asamblea Nacional de Cataluña. Cualquiera que sea el final de este irresponsable proceso, somos muchos los que creemos que los ciudadanos catalanes merecen algo más que esta burda ficción de democracia.
(Artículo de Francisco J. Laporta, publicado en "El País" el 20 de octubre de 2014)
Jordi Pujol advirtió en el Parlament que si se mueve el árbol puede que no caiga solo una rama, sino todas. Con su metáfora dio dos mensajes: confirmó las sospechas de que la corrupción está generalizada y señaló el mecanismo de difusión de escándalos a través de denuncias competitivas entre partidos.
Ciertamente lo nuevo no es la corrupción, sino los escándalos. De hecho, el nepotismo, el caciquismo, el patronazgo, el clientelismo, el amiguismo, el partidismo, es decir, hacer favores privados con recursos públicos respectivamente a la parentela, los vecinos, los protegidos, la clientela, los amigos o los compañeros de partido, son formas simples y primitivas, casi cabría decir “naturales”, de intercambio político. Por el contrario, tratar a todos por un igual, solo atendiendo a méritos y conforme a reglas del derecho, requiere un alto nivel de aprendizaje, de desarrollo institucional y de progreso colectivo que muchos países no han llegado a alcanzar en un grado muy visible. Supongo que no es necesario remitirse a Quevedo o a Joaquín Costa como testigos. Muchos que llegamos a tiempo de ser niños o adolescentes en el franquismo podemos recordar muy bien cómo con “una propinita” cualquiera podía saltarse una cola, obtener entradas de cine de estreno cuando estaban agotadas y, en general, acceder a funcionarios públicos para permisos, licencias y favores. Algunos se hicieron muy ricos solo con sobornos y tratos de favor. Como Jordi Pujol escribió en su famoso panfleto hace más de 50 años, Franco hizo de la corrupción un instrumento de gobierno.
El establecimiento de la democracia fue un cambio de la forma de Gobierno, pero el instrumento de la corrupción sobrevivió. En los primeros años ochenta bastantes amigos míos de la época se hicieron profesionales de la política. MF fue nombrado responsable de publicaciones de una institución pública y al día siguiente su compañera de entonces registró una empresa editorial, con ella misma como única socia y empleada y con domicilio en su casa, con la que la tal institución contrató inmediatamente toda la tarea. Luis Max fue elegido concejal, cambió de partido para dar mayoría a un nuevo alcalde a cambio de controlar numerosos contratos externos y cuando consideró que ya tenía suficiente para el futuro, dimitió y se hizo despedir por el pleno del Consistorio con una declaración solemne de agradecimiento por los honestos servicios prestados. VJ tuvo a su cargo la gestión de varios edificios públicos en los que se celebraban eventos de masas y, ante los ojos de cualquiera que asistiera por casualidad a alguna reunión preparatoria de un evento, contrataba con las empresas que prestaban servicios a las masas a cambio de una comisión. Todos estos mozuelos habían sido activos antifranquistas y habían corrido serios riesgos de cárcel, exilio o cosas peores unos pocos años antes. Imagínense cómo debían afrontar las nuevas oportunidades los que ya estaban acostumbrados al negocio y otros que no tenían necesidad de revisar anteriores escrúpulos.
Uno de los primeros escándalos de corrupción en democracia, el llamado caso Naseiro, estalló en Valencia en 1990. El bróker (así se llamó entonces) ya explicó que cada permiso de obra comportaba un 3% para el político y un 2% para el bróker. Llegó a haber una norma de Hacienda por la que las constructoras podían desgravar un 5% de los impuestos por “gastos sin justificar”. Cuando Josep Borrell fue nombrado ministro de Obras Públicas convocó a los seis o siete principales empresarios españoles de la construcción en su despacho y les dijo que la fórmula había terminado. Pero cabe sospechar que los brókers pasaron a ser directamente miembros de los partidos implicados o gente más próxima a ellos. El sistema comportaba un implícito pacto general entre partidos para su mutua ocultación y protección, favorecido también por demoras y prescripciones judiciales.
Si esto ha sido más o menos así, la pregunta es por qué en los últimos años hay más escándalos de corrupción que nunca antes. Mi respuesta es que ahora hay más escándalos no porque haya necesariamente más corrupción, sino porque hay muchas menos decisiones en políticas públicas y la corrupción se ha convertido en uno de los pocos temas en los que los partidos pueden tratar de competir por los votos de los ciudadanos.
En su intercambio con los gobernantes, los gobernados pueden consentir un cierto grado de corrupción si la provisión de bienes públicos y la aprobación de políticas públicas que mejoran la seguridad y el bienestar son suficientemente satisfactorias. Este enfoque puede explicar varios siglos de relativa continuidad política en muchos lugares. Pero el problema es que ahora hay muy pocas decisiones de los gobernantes que generen satisfacción. Como es bien sabido, una gran parte de las políticas comercial, monetaria, financiera, fiscal, migratoria, de seguridad, etcétera, se toman en la Unión Europea o en organizaciones de ámbito global —donde no suele haber escándalos de corrupción—. Por el contrario, en los últimos años los poderes públicos estatales y subestatales sometidos más directamente a escrutinio han perdido poder de decisión y están procediendo a los llamados recortes de bienes públicos, por lo que, en el intercambio con los gobernados antes señalado, la balanza cae del lado de la frustración y el subsiguiente enfado o indignación; es decir, estalla el escándalo.
Pongámoslo en otra perspectiva: ¿por qué no hubo escándalos de corrupción en torno a los Juegos Olímpicos, la Expo y demás festejos de 1992? Visto ahora, ¿puede alguien realmente creer que con tanto gasto público no hubo negocios privados ocultos? Muchos de los administradores de entonces (incluido alguno al que he aludido al principio) eran los mismos políticos y burócratas o miembros de las mismas maquinarias partidistas que fueron luego objeto de escándalos. Pero entonces la percepción de muchos ciudadanos que todavía recordaban la corrupción sistemática del franquismo era que por primera vez el Gobierno central, así como los nuevos Gobiernos autonómicos y locales, proveían bienes públicos ampliamente satisfactorios. Por primera vez, ser español ante el extranjero no era una vergüenza; la marca España volaba alta. ¿Para qué aguar la fiesta con sospechas fuera de lugar?
Más de 20 años después, en cambio, el negocio público flaquea y la competencia política y electoral entre los principales partidos ya apenas puede basarse en propuestas alternativas de políticas públicas. En la búsqueda de temas en los que competir por votos y cargos, los partidos han acabado rompiendo el pacto de mutua protección. Los escándalos han sustituido a las políticas. Las ramas van cayendo una tras otra.
(Artículo de Josep M. Colomer, publicado en "El País" el 21 de octubre de 2014)
Últimamente, es difícil abrir las páginas de un periódico sin encontrar propuestas dirigidas a regenerar la democracia. No dudo que nuestra democracia esté aquejada de algunos males. Ahora bien, tampoco cabe descartar que ciertas dolencias denunciadas sean, más bien, dolores reflejos originados por el mal funcionamiento de otras piezas del entramado constitucional. Antes de curar, pues, es conveniente realizar un buen diagnóstico, no vaya a ser que la precipitación en la medicina, lejos de mejorar, empeore la salud del paciente.
Lo que sigue ni son propuestas concretas ni axiomas, sino, más bien, puntos de partida. Se los presento al lector como meros postulados, más basados en el sentido común que en razones teóricas, con mera finalidad de centrar la búsqueda de soluciones.
Primer postulado: distinguir lo que es democracia de lo que no lo es. Aunque este enunciado parece muy especulativo, lo que propone tiene un carácter muy práctico. No se trata, pues, de entrar a dilucidar si la democracia es más que mero procedimiento electoral o de debatir sobre las ventajas e inconvenientes de la democracia directa. Creo que estos temas son importantes, pero es más urgente distinguir las deficiencias que afectan a nuestra democracia de los problemas que inciden en otros elementos de nuestro sistema constitucional, como son la división de poderes o el Estado de Derecho.
El excesivo uso del decreto-ley en esta legislatura está propiciado, sin duda, por la mayoría absoluta del partido en el Gobierno. Pero esta invasión del ejecutivo sobre el legislativo también habría sido posible con un Gobierno de coalición, por lo que no es un problema de resultados electorales. Deriva, más bien, de los retrasos del Tribunal Constitucional a la hora de dictar sentencia y de su generosa interpretación de la “extraordinaria y urgente necesidad” que el art. 86.1 la Constitución presupone para que el Gobierno haga uso de un poder cuyo titular natural es el Parlamento.
Plantear los casos de corrupción como problemas de la democracia también me parece un error de óptica que puede tener consecuencias severas. Cualquier cargo público puede caer en la tentación de conductas intolerables, como cobrar comisiones o apropiarse de fondos. Pero sólo podrá hacerlo si el Estado de Derecho no funciona, esto es, si las normas dejan resquicios para esas prácticas, si el control previo de la intervención no es operativo y si los órganos de fiscalización externa, como el Tribunal de Cuentas, carecen de medios para perseguir estas conductas. Para enfocar la corrupción, pues, no hay que modificar nuestra democracia, sino perfeccionar el ordenamiento y robustecer el control jurídico para prevenir y sancionar las infracciones. Y esto no es democracia, sino Estado de Derecho.
Segundo postulado: para regenerar la democracia, el mejor camino es confiar en ella. Algunas de las propuestas que se están barajando, lejos de favorecer la democracia, parecen destinadas a ponerla todavía más en entredicho. Quizá muchas de ellas estén hechas de buena fe, pero las buenas intenciones no bastan, sobre todo cuando dichas medidas provienen de personas con gran capacidad de influencia, sean del Gobierno o de la oposición.
Algo se dirá después de la reforma del sistema electoral. Ahora conviene resaltar que no es bueno para la democracia culpabilizar de los males que la aquejan a las únicas instituciones elegidas por todos los ciudadanos y en la que están presentes no sólo la mayoría sino también la minoría, esto es, los parlamentos. Seamos sinceros, las críticas a las retribuciones y privilegios de los parlamentarios o a su lento funcionamiento no siempre son desinteresadas. Cuanto menos prestigio tenga el parlamento, menos control de la oposición y más poder para la mayoría y para el Gobierno que se sustenta en ella.
Y, con respecto a las propuestas de miembros para órganos constitucionales, creo conveniente subrayar que los responsables últimos de la “repartija”, en un expresivo término peruano, no son los parlamentos sino los partidos políticos, que pueden dominar cualquier otro comité, por muy de expertos que pretenda ser. Más que cambiar los sistemas de designación, la solución está en que los partidos tengan altura de miras y, al designar cargos para las instituciones, piensen más en el interés general que en los próximos resultados electorales.
Tercer postulado: para mejorar la democracia, lo más efectivo es reformar los partidos políticos y acrecentar la responsabilidad (política y social) de los cargos públicos. No estamos en la mejor democracia posible, eso está claro y, desde luego, creo que sería preciso mejorar la elección de representantes o incorporar nuevas instituciones de democracia participativa. Pero no creo que estas deficiencias hayan originado la crisis en la que nos encontramos.
Los partidos políticos siguen siendo los nervios del sistema democrático, pero están perdiendo capacidad para llevar la opinión de los ciudadanos a la vida del Estado. Se impone, pues, incrementar su permeabilidad a nuevas personas e ideas, abriendo cauces que no vayan del partido a la sociedad sino de la sociedad al partido, como son las elecciones primarias abiertas o la incorporación de formas de participación a través de Internet. Y en ese ámbito los experimentos no son tan arriesgados como en otras esferas de lo público, porque los partidos sólo ejercen poder directo sobre los ciudadanos a través de las instituciones.
Por último, me parece imprescindible hacer efectiva la responsabilidad de los poderes públicos proclamada en el art. 9.3 de la Constitución. En un sistema democrático, los gobernantes no sólo responden ante el parlamento, sino también ante la opinión pública, porque son los ciudadanos quienes votan y mantienen con sus impuestos a todos los poderes públicos. Es, pues, inaceptable que los partidos políticos toleren la permanencia en el cargo de personas cuyas conductas, aunque no sean antijurídicas, son éticamente intolerables para la mayoría de los ciudadanos.
Nuestra democracia es representativa, pero eso no significa que quienes desempeñan cargos públicos puedan utilizar mal el poder que se les ha atribuido. Desde luego, los grandes teóricos de la representación descartaban esa impunidad.
Benjamin Constant, en su famoso Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, dictado en 1819, afirma que “los pueblos, que con el fin de gozar de la libertad que les conviene, recurren al sistema representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constante sobre sus representantes y reservarse, en épocas que no estén separadas por intervalos demasiado largos, el derecho de apartarles si han equivocado sus votos y de revocar los poderes de los que han abusado”.
(Artículo de Paloma Biglino, publicado en "El País" el 20 de octubre de 2014)
El caso de las tarjetas negras de Bankia entró ayer en la vía judicial con la comparecencia, como imputados, de los expresidentes Miguel Blesa y Rodrigo Rato y el ex director general de Caja Madrid, Ildefonso Sánchez Barcoj. El hecho de que el juez Andreu haya impuesto una fianza civil de 16 millones de euros a Blesa y tres millones a Rato —por encima de lo solicitado por la Fiscalía Anticorrupción y el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB)— significa que considera a ambos responsables del sistema perverso de retribución, si bien en distinta cuantía. También puede interpretarse como la voluntad del tribunal, a petición de fiscalía y FROB, de recuperar un dinero expoliado —primero a Caja Madrid y después a Bankia— mediante un sistema de retribuciones al margen de los controles, usado además para someter a obediencia el voto de los consejeros.
La cuantía de la fianza permite interpretar con verosimilitud el distinto grado de responsabilidad que se atribuye a los imputados por el juez Andreu: está claro que no tienen el mismo grado quienes crearon y fortalecieron un sistema perverso de apropiación en la entidad que quienes transigieron con él o simplemente se beneficiaron de su existencia. La delimitación de responsabilidades es un criterio y una obligación jurídica, además del mejor modo para entender cómo llegó a gestarse un sistema corrupto que perduró durante años, ayudado por la inacción de los reguladores (Hacienda y Banco de España).
Así pues, la imputación de Blesa, Rato y Barcoj y los pasos legales posteriores deberían tener como objetivo determinar quién puso en funcionamiento el sistema de tarjetas negras: si se hizo bajo el mandato presidencial de Miguel Blesa o si debe remontarse a presidencias anteriores (como sostuvo ayer ante el juez el imputado Sánchez Barcoj). Por más que cause escándalo el desmesurado gasto en negro de consejeros y directivos, la responsabilidad principal es de quien concibió el artefacto de ocultación; algo que bien podría encuadrarse, si el juez así lo considera, entre los delitos de alzamiento de bienes y administración desleal. Si se admite la distinción entre culpables y responsables, quienes crearon las tarjetas negras caerían entre los primeros y quienes las prolongaron, entre los segundos.
Tampoco hay que olvidar que en este caso hay delitos conexos. Uno de ellos es el de la posible ocultación y tergiversación de retribuciones al Banco de España por parte de los gestores de la entidad, antes o después de una intervención pública que ha costado a los contribuyentes 22.400 millones. Estos delitos, si los hubiere, deben ser investigados con la misma seriedad que el expediente de la quiebra de Bankia (del que las tarjetas negras forman pieza separada) y ser sancionados con igual rigor. El sistema financiero depende de la credibilidad de sus gestores y reguladores; transmitir el mensaje de que algunas conductas pueden quedar impunes es un modo eficaz de arruinarlo.
(Editorial de "El País", publicado el 17 de octubre de 2014)
Los consejeros de Caja Madrid dormían plácidamente con la tarjeta opaca debajo de la almohada. Aunque reconozco el efecto hipnótico de revisar los movimientos de las tarjetas de los directivos de la caja de ahorros, me parece más importante comprender cómo se llega a justificar pautas de conducta semejantes, hasta ser capaces de anular el sentido de culpabilidad en uno mismo y en el entorno inmediato. Porque, para los contribuyentes que han rescatado la banca o para los accionistas que se han empobrecido suscribiendo preferentes, no hay justificación posible. Solo así podremos comprender los hechos y aplicarnos el cuento. Tenía razón Schmitt cuando dijo: “Es cierto, el poder corrompe; pero no te creas que eres bueno porque no tienes poder”, ni dinero debajo de la almohada.
Los mecanismos de “racionalización” —como los llaman los psicólogos— hacen posible en cualquier parte la proliferación de la corrupción y el ventajismo. La racionalización es la autojustificación que se desarrolla para superar las incoherencias entre nuestros valores y nuestra conducta (“disonancia cognitiva”). Según muestran algunos estudios, este tipo de razonamientos suele llevar a la sobrecompensación, que genera sentimientos de autoindulgencia. Es decir: quien se autojustifica suele “pasarse de frenada”, lo cual facilita que incurra en nuevas y más graves conductas. Solo así comprendemos que no es necesario ser un monstruo para que alguien llegue a creer, con plena convicción, la razonabilidad de contar con una chequera en blanco de aval público para todo tipo de liberalidades; sobre todo si hay una ausencia total de control.
Es sabido que algunos de los argumentos más recurrentes para justificar comportamientos inmorales son tales como: “es legal” o “pensé que era legal”; “todo el mundo lo hace”; “está bien visto”; “he cumplido con todos los procedimientos”; “no hace daño a nadie”; “me lo merezco porque no me pagan lo suficiente”; “nadie me va a pillar”; “si no lo hago yo lo hará otro”; “los demás están contra mí”; “la gente común no puede comprender las responsabilidades de quienes están a mi nivel”; “es solo esta vez, más adelante devolveré lo que tomo prestado”; “tengo que cubrirme las espaldas frente a mis adversarios”; “esto es necesario para ser aceptado entre mis colegas”; “era necesario hacerlo para conseguir nuestros objetivos”; “ni siquiera se me pasó por la cabeza que estuviera mal”.
Los procesos de racionalización de la conducta se dirigen a calmar la tensión que genera la disonancia cognitiva (aunque algunos necesitan además liberar esas tensiones a golpe de sensaciones fuertes como deportes extremos o sustancias químicas, legales o ilegales, para ser capaces de conciliar el sueño). En el plano personal es bueno establecer una luz de alarma que se encienda ante la aparición de semejantes argumentaciones en nuestra conciencia, así como ante los comportamientos evitativos —o incluso represivos— frente a las personas o los argumentos que nos contradicen. Esas explicaciones no siempre son “camino de perdición”, pero es aconsejable revisar con cuidado la validez de nuestros datos y los pasos del razonamiento. Por eso es conveniente contar con el asesoramiento de alguien que pueda aportarnos con su experiencia algo de objetividad. Y aquí es donde surge el siguiente problema: la complicidad del entorno.
La necesidad que tenemos de coherencia —que tiene diversas explicaciones— nos lleva también a justificar nuestras acciones ante los demás, especialmente ante aquellos que nos resultan más importantes en el entorno más inmediato, laboral, familiar y social, o a quienes otorgamos autoridad moral. La complicidad del medio y el juicio favorable de las personas que consultamos supone un torpedo en la línea de flotación de nuestra capacidad crítica, aunque no anule la responsabilidad. Por otro lado, la aceptación de nuestras racionalizaciones por parte de otros puede ser espontánea o laboriosamente diseñada por medio de manipulaciones, chantajes afectivos, colusión de intereses, o simplemente mediante la compra de voluntades. Con esos medios no solo se busca el silencio cómplice ante las autoridades legales, sino aún más: su aprobación moral.
Un gran catalizador de este proceso de complicidad es el sentido de pertenencia a un grupo, que resulta exacerbado por el complejo de superioridad o por el victimismo. Esto cuadra con el proceso por el cual determinadas élites han buscado la invisibilidad ante la gente común, cultivando de modo cada vez más obsceno un estilo de vida alternativo, que tan plásticamente reflejan algunos extractos de las tarjetas. Sin embargo, no deberíamos caer en el maniqueísmo moral que atribuye todo esto a la pertenencia a “la casta”: también una cierta cultura hispana ha retroalimentado los procesos de inmunización moral que venimos describiendo, al considerar con indulgencia la evasión fiscal y tolerar un nivel bananero de economía sumergida.
Las leyes y las regulaciones de los mercados o los códigos de buen gobierno pueden ayudar para explicitar algunos principios morales antes difuminados, así como para imponer la transparencia en la gestión, sobre todo a aquellos que manejan lo que es de todos. Pero —como ha destacado el filósofo Javier Gomá— en materia moral la ejemplaridad es el factor clave. Nada hay más balsámico para tratar los escrúpulos que la comparación con los demás cuando estos no dan la talla. Ni nada más perturbador que ver al colega, al vecino o al familiar comportarse honradamente. Pero aun a falta de buenos modelos de conducta, la ejemplaridad puede forjarse mirándose al espejo antes de irse a dormir.
(Artículo de Ricardo Calleja, publicado en "El País" el 15 de octubre de 2014)
La ruptura del consenso entre las formaciones soberanistas no ha hecho desistir a Mas de mantener su absurdo reto al Estado. La consulta como tal no se celebrará porque al fin el inquilino de la Generalitat se ha percatado de que no puede tener lugar, pero, en un rapto de puerilidad, Artur Mas ha optado por desautorizar al presidente Rajoy, quien ayer inauguraba el día con unas declaraciones de alborozo por la suspensión de la consulta anunciada la víspera: "Que no se celebre la consulta es una excelente noticia", decía el jefe del Ejecutivo en un desayuno económico convocado por el Financial Times.
Poco después, Mas ratificaba la pugnaz decisión de celebrar una "consulta no definitiva", que nada tendrá que ver con la suspendida por el Tribunal Constitucional y que se apoyará en las competencias en materia de participación ciudadana que el TC le reconoce al haber dejado indemnes los artículos 40 y 41 de la Ley autonómica de Consultas No Referendarias. Las especulaciones efectuadas por los juristas de la Generalitat al respecto atribuirían a la comunidad autónoma la posibilidad de utilizar tres fórmulas: encuestas, audiencias públicas y foros de participación; y la solución adoptada por Artur Mas consistiría en una especie de encuesta con urnas, celebrada en dependencias administrativas del gobierno catalán. Sobre esta ocurrencia pintoresca, Artur Mas ha mantenido el tono reivindicativo, que empieza a sonar ridículo: "Estamos dispuestos a hacer la consulta el 9-N: mantendremos locales abiertos, habrá urnas y papeletas y toda la población mayor de 16 años podrá votar". Bien entendido que no desiste de celebrar después un referéndum en toda regla: Esta consulta "no será la definitiva"... "La del 9-N es la anticipada de la definitiva". Y para poner de manifiesto su disposición rebelde, ha acusado al Estado de ser "el adversario real y poderoso, porque niega la posibilidad de votar y ser consultado como pueblo".
Todo esto acontece cuando se han roto los puentes entre CiU y ERC, ya que Mas no ha aceptado ni la entrada de Esquerra en el gobierno catalán –supondría entregarse al enemigo con armas y bagaje-, ni la propuesta rupturista de los republicanos que pretenden una declaración unilateral de independencia por el Parlamento de Cataluña después de unas elecciones plebiscitarias inmediatas. También ICV se ha desmarcado del liderazgo de Mas, con lo que la posición del todavía presidente de la Generalitat es simplemente agónica. El esperpéntico ´no referéndum´ del 9N suscitará la hilaridad de la comunidad internacional y hará perder a los nacionalistas los apoyos subjetivos con que pudiera contar. Y todo indica que se desmarcará también buena parte de la clientela de CiU que reclamaba una consulta formal y que no va a prestarse a extraños ceremoniales impropios de una sociedad adulta que alardea con razón de modernidad y de europeísmo.
Es, a todas luces, la hora de un golpe de timón, pero va a ser muy difícil que el Estado y la Generalitat se aproximen con ánimo de entenderse y de promover una compleja negociación mientras siga al frente de los destinos catalanes este iluminado que ha llevado ya a CiU a la ruina y que está abocando a toda Cataluña hacia un peligroso callejón sin salida en un proceso que tendrá a no tardar importantes repercusiones económicas negativas. CiU y el PSC deberían impulsar cuanto antes el gran viraje, para llevar la nave a aguas más encalmadas que hagan posible una profunda e inteligente negociación con el Estado.
(Artículo de Antonio Papell, publicado en "Diario de Mallorca" el 15 de octubre de 2014)
Mientras todos los periódicos de España abrían ayer con la noticia de que Artur Mas renunciaba al referendo de autodeterminación impulsado por el independentismo catalán, el presidente de la Generalitat comparecía solemnemente en la televisión para anunciar un fraude de ley tan monumental como infantil. La «consulta no referendaria» se desecha y, ¡hale hop!, se convoca un «proceso de participación», que, según el propio Mas, vendría a ser lo mismo: habría votación, colegios, urnas, papeletas y las preguntas ya sabidas, aunque todo organizado como para andar por casa: es decir, sin ninguna de las garantías que debe acompañar a una consulta popular.
La payasada es de tal envergadura que sería para tomársela directamente a pitorreo si no fuera porque Mas lleva jugando con fuego muchos meses. Ayer volvió a hacerlo al repetir una y otra vez que el Estado español es el adversario del pueblo catalán, dando alas a un enfrentamiento que pone de relieve lo que ya sabe todo el mundo: que el dirigente de CiU es no solo un político absolutamente desvergonzado y desleal, sino también un irresponsable capaz de hundir a su comunidad y a España entera en una crisis constitucional sin precedentes en la Europa democrática con tal de no asumir su inmensa responsabilidad por haber mentido a todo el mundo y sobre todo, y en primerísimo lugar, al pueblo catalán.
Porque el Mas de la comparecencia de ayer es ya sin disimulos un trilero que no persigue otro fin que su supervivencia. Por eso promete una segunda consulta, pese a que sabe, como lo sabía ya con la primera, que será recurrida por el Gobierno y no llegará jamás a celebrarse. Y por eso, desdiciéndose de todo lo repetido durante meses una y otra vez, proclama el presidente que, ni la consulta suspendida, ni la que él asegura que acabará por celebrarse, son lo importante para que Cataluña llegue a alcanzar su independencia. No, ahora resulta que la consulta del 9 de noviembre será, nada más, «la anticipada de la definitiva», es decir, el precedente de esas elecciones plebiscitarias a las que Mas, definitivamente acorralado, fía la conservación de su pellejo. ¡Acabáramos!
Como los niños cuando descubren inocentemente sus engaños, Mas mostró ayer al fin todas sus cartas, que ya se reducen a una sola: conseguir encabezar una candidatura unitaria de los independentistas para evitar así pagar, con su más que merecida defenestración política, el precio que le debe a la inmensa mayoría de los españoles: el que asumen los dirigentes que, por puro interés personal o de partido, no temen llevar a sociedades enteras al desastre. De esa temible especie es Artur Mas: de la de los que son capaces de organizar gravísimos conflictos civiles mientras piensan únicamente en cómo salir de ellos sin mancharse con las cenizas del incendio.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 15 de octubre de 2014)
Hace solo veinte, o incluso diez, años, España parecía haber superado muchos de los problemas que habían mantenido al país hundido en un atraso secular. Un atraso relativo, solo comparado con Inglaterra, Francia o Alemania, pero vivido como muy humillante por nuestros bisabuelos, que creían en pueblos o razas superiores e inferiores y no podían admitir compararse con Polonia, Turquía o Marruecos. Mirándose en el espejo de la Europa avanzada, las generaciones del 98 o del 14 se angustiaron y desesperaron ante lo que percibieron como país pobre, dividido entre unos pocos latifundistas con ínfulas nobiliarias y unos millones de braceros toscos e ignorantes; con unos períodos de efervescencia política seguidos por otros en que reinaba el orden gracias a la fuerza, el caciquismo y el falseamiento del sufragio; sometido a una influencia clerical desmesurada incluso para el mundo católico y a un intervencionismo militar que se traducía en constantes pronunciamientos y dictaduras; y enfrentado con el nuevo desafío catalán y vasco.
Ese inestable cóctel llevó, tras muchos zig-zags, al baño de sangre de 1936-39. Pero pareció superado al terminar el largo período franquista, con una Transición relativamente fácil. No seré yo quien reniegue de la Transición. Pero sí del clima triunfalista que generó. De repente, pareció que todo iba bien: habíamos resuelto nuestros problemas —salvo el territorial—: ni éramos pobres ni dominaban ya militares, curas y latifundistas. Sacábamos pecho. Éramos un país europeo, “normal”. Hablábamos del “milagro español”. Celebrábamos con toda pompa los fastos del 92. Nuestros ferrocarriles y carreteras deslumbraban ahora a los europeos, que hacía nada de tiempo estaban a años luz de nosotros —era en parte gracias al dinero europeo, pero eso mejor olvidarlo—. Nuestra renta per cápita iba a superar a la italiana, luego a la británica, y era cuestión de tiempo alcanzar a franceses y alemanes. En cuanto a nuestra democracia, quién podía ponerle un pero. Qué importaba que en Inglaterra o Estados Unidos hubiera tardado siglos en formarse y la nuestra fuera de ayer y poco menos que caída del cielo.
Pero no hay milagros. La Transición, con todas sus virtudes, se hizo sin cumplir un requisito que hubiera preocupado a un Giner de los Ríos: la preparación pedagógica indispensable para cualquier avance político. Es verdad que en el mundo clandestino del antifranquismo se había ido creando una cierta cultura democrática, pero estaba cargada de rasgos jacobinos o inquisitoriales; no se interiorizaron los valores de libertad, de respeto al otro, de convivencia con el disidente. Faltó ese saber ser libres que no se establece por decreto, como se establecen las convocatorias electorales, sino que se aprende con tiempo, esfuerzo y duros golpes al dictador que todos llevamos dentro.
Una función pedagógico-política de este tipo podía haber cumplido la malhadada Educación para la Ciudadanía, pero esta se enfocó por otros derroteros, más sofisticados, más provocadores frente a la moral católica tradicional, menos centrados en lo que aquí necesitamos: aprender a debatir, a escuchar al discrepante, a practicar la libertad de manera responsable; es decir, a hacer exactamente lo contrario de lo que hacen los tertulianos o los reality shows televisados. Mi generación no pudo leer a Giner de los Ríos o a John Stuart Mill. Para las siguientes, se decidió que no hacía falta (y ahora el Gobierno suprime, sin más, la educación cívica). Y eso se paga.
Una democracia que no se asienta sobre una ciudadanía educada y consciente de sus derechos es necesariamente de mala calidad. Porque el ciudadano sin formación política tiende a cometer errores de bulto. Uno de los primeros es caer en el populismo, que consiste en aceptar la ingenua idea de que el pueblo es bueno y que todo iría bien si se hiciera lo que él quiere o intuye; los culpables de nuestros males son los dirigentes, “los políticos”. Lo cual elimina la responsabilidad de la ciudadanía, pese a ser ella quien ha generado y ha elegido a estos. Y conduce a un segundo error: poner desmesuradas esperanzas en un líder o un partido, sentarse a esperar redentores, políticos fuertes y honestos que, sin esfuerzo por nuestra parte, nos resolverán los problemas. Lo cual provoca enseguida el desencanto. El elector defraudado gira entonces al otro extremo y empieza a denigrar al que ayer veneraba. Ortega lo escribió: hay que “desterrar, podar del alma colectiva, la esperanza en el genio, que viene a ser una manifestación del espíritu de la lotería. (…) Prefiero para mi patria la labor de cien hombres de mediano talento, pero honrados y tenaces, que la aparición de ese genio, de ese Napoleón que esperamos”.
¿Cómo pudimos creer que, en un abrir y cerrar de ojos, habíamos superado un pasado tan duro, que toda nuestra herencia cultural había desaparecido por arte de magia? El ser humano se comporta según le enseña el entorno en que crece. Lo cual de ningún modo significa que estemos sometidos a un destino fatal, que el pasado sea una losa imposible de levantar. Sobran los ejemplos de cambios; el cambio existe, es incluso inevitable en la historia; pero las herencias y las continuidades, también.
Que el cambio era posible se demostró durante la Transición. Un exfalangista, joven, listo y ambicioso, comprendió que era inevitable desmantelar el régimen y lo hizo en relativamente poco tiempo. Un rey, joven también y menos corto de lo que creíamos, entendió que las circunstancias no le permitían comportarse como su abuelo. Los dirigentes de la oposición renunciaron a los maximalismos revolucionarios a cambio de un sistema democrático parlamentario. Los dirigentes actuaron, pues, de manera sensata. Pero muchos problemas heredados quedaron en pie.
Dejando de lado los aspectos económicos, que no son mi campo, y ciñéndome a lo institucional y cultural, no era lógico pensar que unos funcionarios, jueces, militares o policías que habían aprendido a desempeñar sus tareas en un régimen de sumisión, halago al jefe y cultivo de clientelas, iban a convertirse en impecables servidores de la ley y el bien público sin necesidad de ningún tipo de reciclaje. Ni que unos ciudadanos que habían obedecido durante siglos por puro miedo al castigo, una vez suavizado este y sin aprendizaje alguno iban a interiorizar y cumplir las normas de convivencia. Ni que los propios políticos que condujeron la Transición iban a dejar de aprovechar el entorno y los reflejos heredados para recaer en el clientelismo y el autoritarismo. Ni que un país con tan pobre tradición científica iba a empezar a tener, sin un enorme esfuerzo de inversión y nuevos métodos de enseñanza y de selección del personal, tantos premios Nobel de Física o Medicina como otros donde se había cultivado la ciencia durante siglos. Ni que profesores para quienes una clase consistía en recitar un monólogo ante un grupo de oyentes pasivos, que debían repetirlo luego memorizado en un examen, iban de repente a saber incentivar la lectura, fomentar la participación de sus estudiantes y debatir y pensar juntos. Ni que una ciudadanía acostumbrada a escabullirse de la hacienda pública, y a admirar a los defraudadores, iba a pagar honradamente sus impuestos. Ni que quienes habían crecido al amparo de caciques no iban a votar, ahora que podían votar, a alcaldes corruptos pero que traían dinero al pueblo.
No estoy recetando un retorno a la literatura del “Desastre” y al “problema de España”, a la autoflagelación y al ensayismo fácil sobre caracteres colectivos de raíz metafísica. Una dosis de pesimismo es lo que menos necesitamos ahora. En la España actual hay datos positivos, como el que nadie cuestione la legitimidad de la democracia; o que no haya una extrema derecha populista, al contrario que en nuestra siempre envidiada Francia; o el carácter pacífico del proceso catalán —por ambas partes; y pese a las pasiones que levanta—; o la insólita transformación de nuestras fuerzas armadas. Construyamos sobre esos datos.
No hay que ser fatalistas, pero tampoco ingenuos. Evitemos la ilusión milagrera. Las ataduras del pasado son superables, pero para desligarse de ellas hay que reconocer su existencia y realizar un gran esfuerzo.
(Artículo de José Álvarez Junco, publicado en "El País" el 12 de octubre de 2014)
En casi todos los colegios de París, una placa recuerda a los niños judíos que fueron deportados durante la Segunda Guerra Mundial y asesinados en los campos de exterminio nazi. En el barrio del Marais, donde históricamente se concentra la mayor población judía de la capital francesa, las placas son constantes y un recuerdo palpable del horror que se abatió sobre Europa bajo el dominio del terror hitleriano. Sin embargo, en las últimas décadas, en esas placas se produjo un cambio fundamental: ya no se culpaba sólo a la Gestapo, sino también a policías franceses bajo las órdenes del Gobierno colaboraciones de Vichy. "Entre 1942 y 1944, más de 11.000 niños fueron deportados desde Francia con la participación activa del Gobierno francés de Vichy y asesinados en los campos de la muerte porque nacieron judíos", rezan las placas. Ese cambio en la percepción de la historia francesa hubiese sido imposible sin la obra de Patrick Modiano y sin una película en la que participó como guionista cuando era un escritor primerizo junto a Louis Malle: Lacombe Lucien.
Hasta 1995, bajo la presidencia de Jacques Chirac, Francia no reconoció oficialmente su papel en las deportaciones de la Shoah. La mayor atrocidad cometida en Francia, la razia del velódromo de invierno —en la noche del 16 de julio de 1942 fueron detenidos para ser exterminados 12.884 hebreos parisinos (4.051 niños, 5.802 mujeres y 3.031 hombres)— fue organizada y llevada a cabo por policías franceses. Sin embargo, la memoria colectiva, la imagen nacional labrada a lo largo de los años, era muy diferente.
El relato oficial describía a unos pocos franceses que fueron colaboracionistas y que, después de la guerra, fueron sometidos a juicio; mientras que muchos eran resistentes o simpatizantes de la resistencia. Las atrocidades las cometieron los alemanes que ocuparon el país desde 1940 hasta 1945 (este año se celebró en medio de gran pompa el 70º aniversario de la liberación y salió a la luz otro recuerdo olvidado del conflicto: las injusticias y brutalidades que se cometieron durante la depuración). Nada más lejos de la realidad: hubo franceses que combatieron en los dos bandos, en la milicia asesina de Vichy y en la resistencia, mientras que la mayoría, como ocurre siempre, trató sobre todo de sobrevivir a la guerra. Muchos podían haber acabado en cualquiera de los dos bandos dependiendo de factores que no tienen que ver sólo con la elección personal ni con el compromiso político.
Ninguna obra de ficción refleja con tanta contundencia ese panorama como Lacombe Lucien y el impacto de esta película fue gigantesco cuando se estrenó en 1974, pese a que dos títulos habían tratado anteriormente el mismo tema: El viejo y el niño (1971), de Claude Berri, sobre un anciano antisemita que acoge sin saberlo a un niño judío al que sus padres tratan de esconder y que adora como si fuese su nieto, y La pena y la piedad, el documental de Marcel Ophüls que relata la ocupación en una ciudad de provincias, Clermont-Férrand.
Pero ese personaje miserable interpretado por Pierre Blaisse que da título a la película de Modiano y Louis Malle refleja con una profundidad no alcanzada hasta entonces el país quebrado que fue Francia durante la II Guerra Mundial. En junio de 1944, cuando los aliados han desembarcado en Normandía y Francia está siendo liberada, Lacombe Lucien quiere unirse a la resistencia, pero su contacto, que es también su profesor, le dice que es demasiado joven, aunque en realidad piensa que es demasiado estúpido e inmoral. Entonces, por una casualidad, acaba uniéndose a la familia fascista, en la que se convierte en una mezcla de mascota y asesino.
Malle volvería a la ocupación en su última película, Adiós, muchachos, un impresionante relato autobiográfico sobre la miseria moral bajo la ocupación que tiene muchos elementos en común con Lacombe Lucien. La obra de Modiano, en realidad, no ha salido nunca de aquel periodo de la historia francesa (ni del distrito XVI de París, el barrio más burgués y solo aparentemente más anodino de París).
Desde su primer libro, El lugar de la Estrella —una referencia a la plaza parisina y, a la vez, a la estrella amarilla que los judíos fueron obligados a llevar durante la Shoah—, que junto a La ronda nocturna y Los paseos de circunvalación forma La trilogía de la ocupación, hasta Dora Bruder o Un pedigrí la Segunda Guerra Mundial está en el centro de toda la obra del premio Nobel. El gran novelista vuelve una y otra vez a los dilemas morales, las renuncias, la brutalidad, la persecución, la traición, la miseria moral y física, pero también relata la búsqueda del pasado y reconstrucción de la memoria como ocurre en Dora Bruder. Los grandes escritores logran contar buenas historias. Los escritores imprescindibles consiguen cambiar un país, hacer que el espejo en el que se mira una sociedad sea diferente. Hay que tener una enorme valentía y una lúcida cantidad de dudas para atreverse a contradecir el discurso dominante, para tratar de contar que las cosas no fueron como queremos recordarlas sino como fueron, con sus matices, sus errores y sus miserias. Con unos libros breves, certeros, precisos y mucho más dubitativos que afirmativos, esa ha sido la gran contribución de Modiano a la historia de Francia durante el siglo XX. Eso y, además, un puñado de historias que no se olvidan.
(Artículo de Guillermo Altares, publicado en "El País" el 10 de octubre de 2014)
Está claro cómo ha sido todo: Caja Madrid regalaba una tarjeta a sus directivos y consejeros básicamente para comprar sus voluntades. Era una gracia para que los directivos estuvieran a favor y los consejeros de administración no pusieran pegas. El hecho de que fuesen fiscalmente opacas no era un dato negativo para aceptarlas, sino todo lo contrario: ese detalle las engrandecía y las hacía más valiosas, y ese es el síntoma de la enfermedad ética de este país. Dejémonos de cinismos y de ver solo el escándalo en los 86 perceptores de la prebenda y convengamos que es verdad lo que dijo Esperanza Aguirre: que esos señores aceptaron la tarjeta como un bombón y nadie rechaza un bombón. El profesional que cobra sin factura hace a su escala lo mismo.
¿Qué es lo que convierte el episodio en escándalo? Que se trataba de una entidad de crédito no exactamente privada; que esa entidad estaba en una situación que no permitía ningún dispendio; que al mismo tiempo que se repartía así un privilegio se estafaba a los ciudadanos con las preferentes, y que los beneficiados de la generosidad de la dirección de la caja no eran indocumentados, sino gente preparada y algunos empresarios que sabían muy bien que aquello no era limpio. Y hay una maldad superior que supone un engaño: la forma en que esas cantidades -recordemos, 15,5 millones de euros- pueden haber sido camufladas en los resultados de la entidad. ¿Quizá como gastos de representación? ¿Como regalos de empresa? ¿Qué truco se ha utilizado?
Y ahí entra en juego la inspección de Hacienda. ¿Cómo es posible que durante tantos años esas cantidades no hayan llamado la atención de la Agencia Tributaria? ¿Por qué a un profesional se le rechaza como gasto el importe de un almuerzo de trabajo y se dejaron pasar esas cantidades? Ahora, como apuntamos hace días, la parte fiscal del escándalo habrá prescrito y la responsabilidad penal vaya usted a saber cuándo se dirime. Entre unas cosas y otras, estamos ante la consagración de la impunidad. Mucho me temo que, al margen de los obligados a dimitir porque tienen cargo público, la única pena que van a tener los poseedores de las tarjetas será la censura pública y la vergüenza de verse en las listas? hasta que pase la emoción. Esperemos que haya justicia, aunque tarde. Y pido que hagamos la reflexión que planteaba al principio: si lo de Caja Madrid ocurrió y se mantuvo durante tantos años, no es porque los beneficiarios de las tarjetas sean un grupo de golfos. Es porque hay gente que se deja seducir por el dinero negro. Es porque todavía existe una cultura que aprecia el dinero negro y agradece que se le pague en negro. Mientras eso exista, será muy complicado erradicar el fraude fiscal.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 7 de octubre de 2014)
En la sociedad global la cuestión a resolver no es la independencia sino la interdependencia. Las movilizaciones independentistas en Escocia y Cataluña han sido una manifestación por la democracia local y la sociedad civil comprometida. Pero, a la vez, una expresión de insolidaridad e incomprensión. La mezcla de ambas nos lleva a la confusión. Estos procesos pueden desarrollarse o acabar en formas diversas, pero todas se resumen en dos: “desconfianza y ruptura” o “negociación y compromiso”. Es decir, cuando no se trata de una “liberación”, al final no hay ganadores y perdedores, o todos ganan o todos pierden (con la excepción de quienes piensan “a río revuelto ganancia de pescadores”). Ésta es la encrucijada en que nos encontramos.
El caso escocés es interesante. ¿Se ha resuelto el problema porque haya ganado el No, por un margen nada despreciable? La respuesta esta en el voto: No. “Negociación y compromiso” van a ser necesarios si se quieren cerrar las heridas, propias de este tipo de referéndums de alto voltaje emocional, y satisfacer las promesas que hizo Cameron. Imaginemos, por un momento, que el Sí hubiese ganado (por ejemplo, por algo más del 50%). ¿Se hubiese resuelto el problema? La respuesta no está en el voto: No. El Sí hubiese abierto un gran número de temas a negociar, tanto internamente, para cerrar las heridas con el casi 50% de los escoceses, como con el resto de la Gran Bretaña (corona, moneda, deuda, recursos, políticas compartidas, etc.), con la UE y otros organismos internacionales. Todas ellas de mal arreglo si el Sí se percibe como “ruptura y desconfianza”.
En la “negociación y compromiso” conviene entender el papel que juega, y el que no debería jugar, la “identidad y soberanía”. La retórica identitaria se nutre de compromisos incumplidos. Las listas de agravios magnifican las promesas incumplidas, a la vez que silencian las realizadas. La soberanía —o la aspiración a ella con calles repletas y referéndums— podría parecer que da poder negociador a quien la ostenta o a quien aspira a ella. Pero “identidad y soberanía” son monedas falsas para la “negociación y compromiso”.
Como es bien sabido, y aprovechado por políticos, media e intelectuales de tertulia, la “identidad” es una moneda fácilmente manipulable, cuyo valor puede oscilar, creando burbujas identitarias, cuando no es localmente correcto discrepar, o perdiendo todo su valor, cuando se expone a la competencia internacional. Cabe recordar que en la edad media cuanto más local era la denominación de una moneda, más fácil se hacía manipularla, más difícil era que fuese aceptada en otras regiones.
Algo parecido sucede con la soberanía. Como ha señalado Josep M Colomer, en el interdependiente siglo XXI este concepto ha perdido sentido como concepto en el que fundamentar la arquitectura política (soberano: ¿de qué?): ni puede ser punto de partida de una negociación ni permite compromisos creíbles. La soberanía ni se negocia (en todo caso se cede, como con la moneda), ni impide la discrecionalidad, enemiga del compromiso y la confianza.
Una vez aparcadas “identidad y soberanía” se pueden —y, en el caso de España, se deben— abrir “negociaciones y compromisos”. Más vale tarde que nunca. La arquitectura no puede ser otra cosa que el paso del estado de las autonomías a un estado más federal. En el límite de la descentralización, a un estado confederal o, simplemente, roto. Pero si se plantea adecuadamente —e, insisto, sin “identidad y soberanía” de por medio— difícilmente sea el límite la solución, ni puede serlo el confundir la diversidad —por ejemplo, lingüística o cultural— con la singularidad, entendida como “derechos singulares de…” Y si se quiere hacer en serio, sin prisas electorales, hay mucha teoría y experiencia en la que basarse.
Es bastante conocido y no es tan complicado. 1.- No se trata simplemente de “repartir competencias”, cual reino de taifas (autonómicas o nacionales), sino de una arquitectura, en la que se incluyen los municipios, al servicio de los ciudadanos (no de los partidos o élites locales) y de la que todos nos responsabilizamos. 2.- Es mejor que toda transferencia vaya acompañada de las competencias legislativas y financieras, regulando que no se creen competencias perversas entre comunidades. 3.- El principio anterior conlleva responsabilidad por parte de la comunidad receptora pero, a la vez, asumir un mayor riesgo; no todas las comunidades tienen porque escoger las mismas competencias. 4.- Se deben mantener límites y control sobre deudas y déficit. 5.- Hay que establecer mecanismos que permitan compartir riesgos (sin asumir los generados por las políticas descentralizadas ni generar transferencias persistentes). 6.- Se debe establecer un mecanismo redistributivo de solidaridad (con los criterios de preservar el orden de riqueza per cápita con la redistribución y evitar que esta perpetúe políticas perversas). 7.- Organismos independientes de los distintos niveles de gobierno ayudan a mantener la transparencia (no es un buen diseño que sea el ministerio de Hacienda quien dé la información sobre flujos fiscales). 8.- La corresponsabilidad y la interdependencia legislativa se debe dirimir en un senado de representación territorial. 9.- Tribunales, comisiones reguladoras, agencias de financiación, etc. se adecúan, con un criterio de eficiencia, a la nueva estructura del estado dentro de la Unión Europea. 10.- Tanto en relación a la UE como en la participación en organismos e iniciativas internacionales se hace de forma inclusiva con las comunidades, pero sin crear duplicaciones ineficientes (representaciones y embajadas múltiples, etc.) y apoyando candidatos por su excelencia no por su militancia.
El último y primer punto merecen comentario aparte. Roger Myerson, premio Nobel de economía, ha mostrado como una virtud del federalismo es su capacidad para seleccionar e incentivar gobernantes. Sus carreras dependen de sus resultados en la administración (no en el partido); se puede observar su capacidad de gestión, por ejemplo, en un gobierno local, antes de que sean votados para tareas de mayor envergadura. Esto disminuye la tentación a la corrupción local, ya que pone en juego una carrera política de mayores responsabilidades. La competencia es más sana cuando el terreno de campo es más amplio. Este es el mismo mecanismo que fortalece a deportistas, empresas, investigadores, ideas… En una Europa cada vez más federal —como como ahora propone el gobierno Español— fraccionados e identitarios podremos pronto alcanzar la irrelevancia.
Tomás Perez Vejo ha argumentado en estas páginas [EL PAIS 30/09/2014] que “el fracaso del Estado-nación español no tiene que ver con la organización del Estado sino con la construcción de la nación”. Es verdad que si hubiese una fuerte identidad española no estaríamos en la encrucijada que nos encontramos, pero la solución no esta en rehacer nuestra identidad con la marca España sino en recuperar la confianza mutua y la responsabilidad ciudadana a todos los niveles de nuestra convivencia. Si las normas y las instituciones fallan, su falta de credibilidad es un corrosivo para la propia sociedad civil y es por esto que la sociedad civil se debe responsabilizar de su arquitectura.
En este punto sé que muchos dirán: “olvidémonos de la arquitectura española, hagamos la catalana (o asturiana)”. Para ellos los diez puntos citados son un buen test: ¿qué es lo que el estado independiente ofrece que no se pueda realizar en un buen modelo federal, más allá de identidad, insolidaridad y fantasía? ¿por qué van a ser bien recibidos en Europa quienes, priorizando su identidad, no han sabido solucionar sus problemas de interdependencia? ¿por qué los barceloneses no nos limitamos a Barcelona? No es la primera vez en la historia en que nos enzarzamos con una cuestión equivocada. Hoy la oportunidad está en saber estructurar la interdependencia no en la independencia. Pero para aprovechar la oportunidad políticos y ciudadanos debemos actuar con inteligencia y responsabilidad. Si, en cambio, se actúa con astucia, oportunismo y populismo, España —Cataluña incluida— va a perder el tren veloz de la historia, como ya nos pasó cuando nos quedamos solos con la vía ancha.
(Artículo de Ramón Miramon, publicado en "El País" el 6 de octubre de 2014)
¿Cuál es el argumento más utilizado, dentro y fuera de Cataluña, por los partidarios del referendo de autodeterminación ilegalmente convocado por el presidente de la Generalitat? Que votar resulta siempre la más prístina expresión de la democracia.
Según esa forma de razonar, tan aparentemente poderosa que pocos han osado rebatirla, los que defienden el llamado derecho a decidir serían unos demócratas incorruptos y los que lo refutan la encarnación de la falta de respeto a la que los primeros consideran la base esencial de la democracia misma: el derecho del pueblo a votar sobre lo que le venga en gana y sin limitación alguna.
Ocurre, sin embargo, que, en un Estado de derecho, lo que el pueblo puede decidir está fijado por la ley: una cosa en elecciones locales, otra en autonómicas, otra en generales y otra en europeas, de modo que la confusión de cualquiera de esos planos -por ejemplo, que un municipio pretenda expresarse sobre lo que corresponde a su comunidad, o una de estas sobre competencias estatales- solo puede conducir al caos político y a una inseguridad jurídica total.
No es ese, sin embargo, el principal argumento que cabe oponer a la supuesta imposibilidad de limitar el derecho a decidir. Y es que la democracia como procedimiento no significa de ningún modo que todo lo resuelto a través del voto sea democrático. ¿Lo sería votar sobre privar del derecho de sufragio a las personas de etnia gitana? ¿Puede decidirse a través de un procedimiento democrático la supresión de la libertad religiosa?
Siguiendo el mismo razonamiento, caben pocas dudas de que esa democracia procedimental que defienden como obvia y, por tanto, indiscutible, los nacionalistas conduciría en Cataluña al resultado menos democrático que cabe imaginar: que una parte de los catalanes se vieran privados de su nacionalidad por imposición de un sector más o menos amplio del electorado si los secesionistas fueran mayoría, imposición que no por ello resultaría menos injusta para quienes hubieran de sufrirla.
Contra lo que da por supuesto el nacionalismo, Cataluña es internamente tan plural como España en su conjunto, y votar sobre la secesión abre la posibilidad de expulsar de la communitas a quienes quieren seguir viviendo en el Estado en que nacieron ellos y sus antepasados. Tal atropello a los derechos de millones de personas no deja de serlo porque se produzca como resultado de una votación.
Esa es la esencia del problema que, en demostración de su autoritarismo profundamente antidemocrático, se la trae al pairo a unos nacionalistas que están convencidos de que quienes no comparten su credo o son malos catalanes o no son catalanes de verdad. De ahí a limitar sus derechos políticos o privarlos de ellos en una futura Cataluña independiente no habría más que un paso.
(Artículo de Roberto Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 3 de octubre de 2014)
En cuatro ocasiones, el Congreso de los Diputados ha acordado impulsar la transparencia en los procesos de representación de intereses ante las instituciones públicas, actividad conocida como lobbying.
En el debate constitucional se rechazó la propuesta, de Alianza Popular, de incluir en el derecho de petición que las comisiones parlamentarias pudieran “recibir delegaciones de grupos legítimos de intereses, en sesiones de carácter público”, así como que una ley orgánica estableciera un “sistema de control y registro para los grupos de intereses que actúen de modo permanente”. Sin embargo, en 1990, el Congreso de los Diputados aprobó, a propuesta del Grupo Popular y por unanimidad de los grupos parlamentarios, la primera proposición no de ley que exige la regulación de los “despachos que gestionan intereses particulares confluyentes con intereses públicos”. De nuevo, en 1993, a propuesta del Grupo Parlamentario del CDS, se acuerda por amplia mayoría impulsar una ponencia en el Congreso, así como instar al Gobierno a que presente un proyecto de ley para la regulación de los “grupos de interés”, con la creación de un registro público y un código de conducta.
Veinte años después, en 2013, en medio de la peor crisis económica de la democracia, y en un sofocante clima de corrupción y de desafección ciudadana, el presidente del Gobierno promete en el debate del estado de la nación una reforma en la que creía que “sería positivo incluir también la regulación parlamentaria de las organizaciones de intereses (los llamados lobbies)”. El Congreso de los Diputados, tras el debate, acordó por amplia mayoría “regular las organizaciones de intereses o lobbies”, con medidas que clarifiquen cuáles pueden ser sus actividades y cuáles sus límites.
Por último, este mismo año, tras el debate del estado de la nación del pasado mes de febrero, el pleno del Congreso aprobó una nueva resolución sobre “regeneración democrática” a propuesta del Grupo Parlamentario de CiU, en la que se “considera necesario impulsar en el marco de la reforma del reglamento del Congreso de los Diputados mayor inmediatez, proximidad y efectividad del control parlamentario, y contemplar la regulación de los denominados lobbies garantizando la transparencia en el ejercicio del derecho que los representantes de la sociedad civil y las empresas tienen de acceder a las instituciones”.
A estas alturas, a ningún lector le sorprenderá que haya cientos de resoluciones y acuerdos parlamentarios que duermen el sueño de los justos en los Boletines del Congreso y del Senado. Sin embargo, no solo nos debería sorprender, sino también indignar. Las resoluciones del Parlamento representan la voluntad popular, el Gobierno no puede ignorarlas sin degradar el funcionamiento de la democracia ni mucho menos puede presentar a los Grupos Parlamentarios, como acaba de anunciar, un nuevo paquete de medidas de “regeneración democrática” que olvida compromisos del propio presidente del Gobierno, formalizados por amplia mayoría en varias resoluciones del Congreso de los Diputados. Una buena medida para regenerar la vida política es cumplir con los compromisos que se asumen ante los ciudadanos.
Pero, además, el Gobierno tuvo la oportunidad de incorporar a los grupos de interés en la Ley 19/2013 de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno aprobada en diciembre de 2013 por el Congreso. De nuevo, una ocasión perdida. La progresiva complejidad de la ley por la ampliación de su aplicación a partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales no puede ser una excusa para dejar fuera de esta una práctica donde confluyen intereses públicos y privados en delicado equilibrio.
Al funcionamiento de nuestra democracia le faltan controles. Tenemos un diseño institucional tan bueno o tan malo como el de cualquier país de nuestro entorno. Pero los controles, uno de los pilares del funcionamiento democrático, no actúan adecuadamente. La alarmante cantidad (y también el alcance y gravedad) de los casos de corrupción asociados a políticos y sus partidos demuestra que muchos de los sistemas de inspección y de contrapesos diseñados para evitar estas situaciones, simplemente, fallaron.
El hecho de que en España no exista ningún caso de corrupción conocido, asociado a prácticas profesionales de lobbying, debería animarnos a desarrollar los necesarios sistemas de control y transparencia que eviten abusos o los hagan más difíciles en el futuro.
Días atrás, Transparencia Internacional ha hecho público el informe Lifting the Lid on Lobbying, un texto necesariamente crítico con una actividad ampliamente establecida, pero sobre la que no existe la transparencia que la sociedad exige. Tal y como recoge el informe, “cuando el lobby es realizado con integridad y transparencia es una fuente legítima de influencia para los grupos de interés que están afectados por decisiones públicas. El problema surge cuando el ejercicio de lobby es opaco y no está regulado”.
El lobbying es tan consustancial a la democracia representativa como los propios partidos políticos y su práctica. Igual que ocurre con la actividad de estos, puede suponer un avance o un retroceso para la eficacia de las políticas públicas. El lobbying cuenta con plena cobertura constitucional y sus límites están fijados con claridad en el Código Penal. Pero la práctica democrática del lobbying necesita normas concretas que clarifiquen y ordenen su funcionamiento, de forma que su aportación a la formación de las decisiones públicas sea netamente positiva.
Las propuestas para la creación de un registro de grupos de interés, la formulación de un código de conducta, así como el establecimiento de un régimen de información pública de las agendas de los altos cargos y los parlamentarios, trasladarían a España las mejores prácticas de las instituciones europeas y dotaría de mayor transparencia a una actividad que se desarrolla con total normalidad en nuestro país desde la aprobación de la Constitución.
Por ello, el motivo de esta regulación no es tanto la preocupación sobre el lobbying como la necesidad de mejorar los mecanismos de transparencia, de rendición de cuentas, la accountability de las instituciones; aportando luz, en este caso, a los procesos de formación de las decisiones públicas, donde, junto a la defensa del interés general, interviene la consideración de los intereses privados. Se trata de mejorar el funcionamiento de la democracia, acostumbrando a nuestros representantes públicos a contar lo que hacen, a dejar huella de los procesos legislativos, facilitando de esta forma la participación del máximo número de personas y agentes interesados, y mejorando la eficacia de nuestras leyes.
Hace unos meses, coincidiendo con el trámite parlamentario de la Ley de Transparencia, reclamamos en estas mismas páginas “luz y taquígrafos” para gobernar. Hoy el Gobierno, y también sus señorías, tienen una nueva oportunidad para incorporar, en el debate de las “medidas de regeneración democrática”, una regulación que permita mejorar la transparencia con la que operan los grupos de interés. Santos Juliá nos recordaba hace unos días los riesgos que, para nuestra democracia, supone que los responsables públicos “renuncien a su poder como representantes de la sociedad”. Nuestra sociedad exige mejores y más eficientes medidas de control y de transparencia, medidas que nos ayuden a religar los muchos lazos rotos con nuestras instituciones públicas. No son tiempos para perezas democráticas.
(Artículo de Joan Navarro y otros, publicado en "El País" el 1 de octubre de 2014)
Despropósitos son, dice el diccionario, hechos o dichos fuera de razón, principios o conveniencia. Juzguen ustedes si el término es aplicable a los sucesos de estos días.
El Govern de la Generalitat se mantiene firme en su empeño de convocar un referéndum al amparo de una ley que, según la opinión mayoritaria del Consell de Garanties Estatutàries, sólo puede ser considerada conforme con la Constitución si se entiende que ampara la convocatoria de consultas, pero no la de referéndums. En buena lógica, esta autorizada opinión obligaría al Govern catalán a admitir que estos dos términos designan realidades distintas y que, en consecuencia, no cabe atribuir a los resultados de la consulta los mismos efectos jurídicos y políticos que tendrían los del referéndum. Pero con ello desaparecería la razón y la conveniencia de convocarla y, por ello, contra toda lógica, el mismo Govern que dice creer que la ley es constitucional porque así lo ha dictaminado el Consell, hace tabla rasa del fundamento de su dictamen y da por supuesto que los efectos son los mismos y que lo que la ley de Consultas no Referendarias llama consultas son realmente referéndums. Un supuesto que ha de mantenerse oculto porque invalida el dictamen y lleva a concluir que la ley es inconstitucional e inconstitucional la convocatoria y que el Tribunal Constitucional incurriría en prevaricación si dijera lo contrario.
Esta es la tesis, con la que concuerdo por entero, sostenida por los cuatro miembros del Consell que han discrepado de la mayoría. La Sentencia del Tribunal Constitucional, en la que se apoyan (STC 103/2008), que es la que resolvió el recurso contra el plan Ibarretxe, afirma lo que es evidente: que referéndum hay siempre que se somete a votación del cuerpo electoral una decisión política. Quizás el tribunal podría haberlo dicho mejor, pero su doctrina es clara y acertada. Con las consultas "no referendarias" (un concepto inútil y perturbador derivado de la fórmula que, no sé por qué disparatadas razones, emplea la Constitución para consagrar como competencia exclusiva del Estado la autorización de referéndums) se ofrece a cada uno de los miembros de la sociedad civil, que no es una unidad de decisión, la oportunidad de expresar sus preferencias particulares. A través del referéndum, por el contrario, se solicita que el pueblo como unidad, como titular del poder, exprese su voluntad única, que es la apoyada por el voto de la mayoría de quienes componen el cuerpo electoral. Para decirlo con los términos clásicos: las consultas se dirigen al hombre, el referéndum al ciudadano.
De donde también cabe inferir que el referéndum consultivo es un híbrido que sólo puede darse realmente cuando el poder que lo convoca no emana del pueblo consultado, pero dejo ahora de lado esta cuestión para no perder el hilo.
En contra de lo que parecen creer los cinco miembros del Consell que han sostenido el dictamen, esta diferencia radical entre consulta y referéndum no desaparece, y ni siquiera se encubre, con la transparente argucia de dar voto en el referéndum a los menores de 18 años y a los extranjeros residentes. Ni estos añadidos ni el cambio de nombre bastan para cambiar la realidad. Y esto es sin duda lo que en el fondo de sus corazones piensan, porque de otro modo su postura sería absurda, quienes, tras haber suscrito el desventurado acuerdo que afirma la soberanía política y jurídica del pueblo de Catalunya, presentan la convocatoria de esta singular "consulta" como una exigencia de la democracia.
Al disparate de afirmar que, como el baciyelmo cervantino, la consulta es a la vez consulta y referéndum, se suma el empecinado despropósito de convocarla a sabiendas de que el Gobierno ha de prohibir su celebración. Una prohibición que surte efectos por sí misma, sin necesidad de acompañarla con intervenciones de la Guardia Civil o cosas parecidas y difícilmente imaginables. La "desobediencia civil" que algunos propugnan hace referencia a la conducta de los ciudadanos, no a la actividad de los órganos de la Administración, que no pueden ampararse en ella para designar los miembros de los colegios electorales ni llevar a cabo las demás actuaciones que la celebración de un referéndum entraña, y menos aún para imponerla o recomendarla a los ciudadanos. Los órganos de la Administración forman parte del Estado, no de la sociedad, y no será desobediencia civil, sino actuación ilegal, la decisión de sacar a la calle (o a las casas consistoriales), unas urnas en las que sólo se depositará el voto de los ciudadanos que hayan decidido ponerse la ley por montera, no el de quienes se sienten obligados a respetarla, lo que basta para privar de significado al resultado de la votación.
No faltará quien piense, sin embargo, como cabe deducir de algunos informes del Consell Assessor per a la Transició Nacional y de algunas pancartas exhibidas en Edimburgo o Glasgow, que al forzar la prohibición de la consulta-referéndum, la causa independentista habrá logrado presentar al Gobierno español ante la opinión pública internacional como un gobierno opresor de la Catalunya democrática. No es imposible que en la opinión pública de los países que importan haya sectores que lo vean así, pero tampoco es imposible que otros sectores, a mi juicio probablemente más amplios, lleguen a la conclusión opuesta.
Pero sería injusto hablar sólo de los despropósitos del Govern de la Generalitat, porque despropósito es también la reacción del Gobierno de España. La prohibición de la convocatoria la priva de efectos, pero no acabará con el fervor independentista y tal vez lo acentúe. Mala es la convocatoria, pero mala también su prohibición y un gigantesco despropósito del Gobierno español amenazar con esta como único instrumento para impedir aquella. Lo razonable es acudir a remedios que ataquen el mal en su raíz, que disminuyan el apoyo que hoy tiene el independentismo y ofrezcan al Govern catalán argumentos para modificar su postura. Antes o después habrá que hacerlo y mejor hacerlo ahora, aunque con eso se ayude a Mas a sacar las castañas del fuego, que hacerlo más tarde, forzados por las circunstancias. No debería Rajoy desaprovechar el ejemplo del glorioso despropósito del señor Cameron, cuya negativa a aceptar que, como proponían los nacionalistas escoceses, el referéndum ofreciese la posibilidad de optar entre independencia y reforma, lo convirtió en un dramático dilema que ha dividido profundamente a la sociedad escocesa y mantenido en vilo a toda Europa. Y todo para terminar utilizando la oferta de reforma como principal argumento frente al independentismo. Primero en la campaña misma del referéndum y ahora, después de haberlo ganado, para ofrecer lo que parece ser una variante de nuestro famoso café para todos. Ocasión habrá de volver sobre ello.
(Artículo de Francisco Rubio Llorente, publicado en "La Vanguardia" el 29 de septiembre de 2014)
Por el momento, del combate que enfrenta al Gobierno de España con la Generalitat de Cataluña lo único seguro es quiénes serán sus perdedores. Serán los catalanes y el resto de los españoles. Resulta más difícil predecir sus ganadores, aunque uno aventura que ahora mismo es la Generalitat. No es que haya proclamado principios inapelables, porque ninguno se le escucha que avale sus pretensiones, pero tampoco a los políticos profesionales suele importarles el peso de los argumentos y les basta con sumar intereses o exaltar emociones. Si ese nacionalismo va ganando ese combate se debe más bien a que enfrente sólo le responde el silencio. Desde allí nos llega el espectáculo de las banderas, las continuas bravatas y el gentío, mientras nuestros gobernantes entonan la salmodia monocorde del imperio de la ley.
Aun con bastantes años de retraso, no pasa día sin que periódicos y tertulias hiervan de enconados debates sobre el asunto, pero nuestro Gobierno se ha empecinado en no participar en él. Tal vez sea una hábil táctica para desmoralizar al adversario, pero también una magnífica ocasión perdida para enseñar al ciudadano a ser ciudadano. Lo que debería haber sido un proceso de deliberación pública, se degrada a un mero ejercicio de repetición de anatemas por aquí en réplica a las soflamas de allá. Mientras los unos comienzan por despreciarla, los otros se postran reverencialmente ante la Constitución, no ya como la última palabra sino como la única. Al parecer, lo que no está en el código no está en el mundo ni se le espera. Es la misma cansina referencia de tantos que, por eludir durante decenios enfrentarse con ideas a nuestros separatismos, han propiciado su imparable crecida y hoy no saben cómo apagar el incendio.
Ciertamente le correspondía al presidente Mas haber mostrado los fundamentos que sustentaban su reto y, de no hacerlo, era responsabilidad del presidente Rajoy el exigírselo. A fin de cuentas, sólo ese debate sería el que permitiera calibrar la legitimidad y legitimación del desafío, más allá de subrayar una y otra vez su ilegalidad. Que las pretensiones secesionistas catalanas son ilegales, es cosa sabida; lo necesario es esforzarse en probar ante los ciudadanos algo más importante: que son además ilegítimas. Y para eso conviene entrar en la liza con argumentos que priven a tales pretensiones de su apoyo legitimador. Pero a un Gobierno de fieles creyentes en su pueblo escogido, le replica otro Gobierno de creyentes en la virtud taumatúrgica de la ley. A la petición más arrogante (porque así lo quiero) le sigue el rechazo leguleyo más tajante (porque la ley lo prohíbe).
El ciudadano medio piensa que las leyes siempre pueden cambiarse según requieran las circunstancias y los ciudadanos o sencillamente los intereses de un país. Las razones, en cambio, si están bien escogidas y formuladas, suelen ser más permanentes. De manera que, cuando un Gobierno evita mencionar esas razones, se infunde al ciudadano la sospecha de que sólo se cuenta con la pura fuerza de la ley; de que adopta una actitud arbitraria o meramente defensiva de acorralado. Ocurre que vivimos tiempos relativistas, en los que se supone que de estas materias no hay argumentos mejores o peores. O, lo que viene a ser igual, que no hay que esmerarse en convencer a nadie, porque nadie tiene el derecho de intentar persuadir a nadie y rige más bien la obligación de no dejarse convencer por nadie.
Y se diría además que para muchos, donde esté lo positivo, el Derecho, que se quite lo teórico, o sea, la Moral. Como nuestras diferentes concepciones de justicia pueden tender a enfrentarnos, vayamos a los cauces legales, que son los que al fin nos reúnen. Podemos prescindir entonces de ideas propias sobre la cosa pública, porque el código ya lo contiene todo: cómo ha de comportarse el ciudadano, quiénes son los guardianes de la ley y cuál la cuantía de las penas por infringirla. Una vez situados en el polo opuesto al idílico “poder comunicativo”, sobra decir que los que albergan menos razones llevan las de ganar. El Gobierno español actual (como los anteriores), por no jugar la baza de las razones, les está dando a los nacionalistas sus mejores bazas.
En medio de tanto ruido se dejan oír dos dogmas principales. Democracia es votar, proclama simplonamente el uno; democracia es el gobierno de la ley, recuerda con parecida simplicidad el otro. ¿Costaría mucho desmontar tan peligrosas simplezas? La democracia no se reduce a votar, porque ese ejercicio ciudadano requiere múltiples aclaraciones y justificaciones previas. Primero, ¿votar qué? No es lo mismo poner a votación una medida pública cualquiera que la secesión de un territorio con vistas a formar un nuevo Estado. Los requisitos de lo uno no coinciden con los requisitos para lo otro. Votar eso, ¿por qué? Pues el caso es que no estamos ante un proceso de descolonización de Cataluña ni cabe argüir que el Estado esté violando los derechos de los catalanes... ¿Votar quiénes? Todos los afectados, debe responderse, y no que una parte —¡incluídos escolares de la ESO!— pueda imponer su voluntad sobre el todo de esos afectados.
Oiga, ¿y votar cómo? Ni la pregunta sometida a la eventual consulta resulta clara, sino retorcidamente tramposa; ni ha habido bastante información y sí una abierta manipulación de la realidad y de las mentes. ¿Votar con arreglo a qué mayoría? El sentido democrático demanda aquí una mayoría muy reforzada, a poco que se considere lo irreversible de una secesión o la profunda fractura que causaría en el seno de esa sociedad. ¿Y votar esa propuesta de independencia cada cuánto tiempo? Porque no cabe repetir ese trance consultivo cada vez que el nacionalismo oteara expectativas de victoria... En definitiva, depositar su voto (y en especial en esta clase de consulta) es seguramente lo último que le compete a un ciudadano. Antes tienen que asegurarse las condiciones para que su votación merezca llamarse democrática..., salvo que lo democrático se confunda sin más con lo mayoritario. El derecho democrático al voto tiene como límite el someterse a otros derechos y deberes democráticos.
Mirada desde la otra acera, la democracia tampoco equivale al mero imperio de la ley, aunque sea infinitamente preferible al imperio de la tradición o del líder carismático. Pero no recitemos que hay que obedecer la ley porque así lo ordena la ley. Digamos mejor que hay que acatarla, en primer lugar, porque la mayoría considera eso que ordena —aquí, la integridad del Estado— como algo justo, conveniente o mejor que otra alternativa. Y puede apoyarlo en buenas razones. No se trata de justificar ese imperio en general, cuya necesidad ningún demócrata cuestiona, pero sí esa ley en particular.
Entre nosotros, muchos creemos disponer de argumentos poderosos para defender la unidad de España contra esos nacionalismos que por su propia naturaleza buscan romperla. Desde esta confianza atribuimos a nuestra posición una superioridad moral frente a la posición contraria. Pero si no se requiere más que el asentimiento a la norma tan sólo porque es democrática, según pide el Gobierno, aquellos argumentos y su ventaja moral estarían de más. Se estaría animando a dejar de ser ciudadanos y comportarnos como autómatas; es decir, a prestar una obediencia ciega. Como esa norma fuera insuficiente o perversa, nunca llegaría la ocasión de derogarla. Y, si acaso la tuviéramos por justa, este no sería el motivo básico ni de elogiarla ni de obedecerla, porque bastaría atenerse a su pura coerción legal.
Por eso me parece que nuestro Gobierno debería haber expuesto y debatido primero sus razones contra la secesión y recordado después la norma constitucional que la prohíbe. Para añadir enseguida que la prohíbe precisamente porque tal norma se funda en aquellas razones, en último término morales, y las condensa a todas ellas. Tal vez así no llegue a persuadir a la Generalitat, pero sí a bastantes ciudadanos de aquí y de allá. Lo resumía a la perfección el exministro canadiense Stéphane Dion hace unos días en este periódico (el pasado 14 de septiembre): “Creo que no es muy útil esconderse detrás de una Constitución. Decir: ‘mi país es indivisible porque lo dice la Constitución’ se queda corto. Detrás de esta cláusula constitucional, ¿hay un principio moral? Si lo hay, hay que formularlo”. Pues eso.
(Artículo de Aurelio Arteta, publicado en "El País" el 29 de septiembre de 2014)
Si hay corrupción pública necesariamente también la hay privada. El 3% o el 5% que algunos piden, otros los pagan, de mala gana o de mejor gana si consiguen a cambio lo que quieren. Pero existen otras formas:
Primera. La corrupción privada comienza con la distinción básica entre los que pagan sus impuestos y los que no los pagan. La última liquidación publicada del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) de 2012, por tramos, muestra que 19,37 millones de asalariados y autónomos declararon por dicho impuesto. Sin embargo, sólo 4.168 declararon ingresos de más de 600.000 euros de base imponible, sólo 60.313 declararon más de 150.000 euros y sólo 548.823 declararon ingresos de más de 60.000 euros.
Estos datos muestran que declaran y pagan sus impuestos aquellas personas cuyos salarios y remuneraciones son públicos o están publicados por las empresas, así como los asalariados y pensionistas cuyos ingresos están sujetos a retención. Pero también declaran y pagan sus impuestos aquellos buenos ciudadanos que, aunque sus remuneraciones no son públicas ni están publicadas, declaran todo lo que ganan. El resto evita declararlos y pagarlos.
El reciente proyecto de Reforma Fiscal (2014), elimina los tres tramos máximos del IRPF: más de 300.000 euros, entre 175.000 y 300.000 euros y entre 120.000 y 175.000 euros, dejando sólo, como tramo máximo, el de más de 60.000 euros y baja el tipo máximo del 52% al 47% en 2015 y al 45% en el 2016. Esto podría ayudar a aumentar las declaraciones de muchos contribuyentes hasta ahora opacos.
La mayoría de personas con rentas y patrimonios muy elevados no declaran por IRPF y si utilizan las Sociedades de Inversión de Capital Variable (Sicav) (creadas por la Ley 35/ 2003 y el Decreto Ley de 2 de julio de 2010) cuyos beneficios pagan el 1%. Estas Sicav fueron creadas para evitar que personas con grandes patrimonios decidieran des-localizarlos, legalmente, a otros países de la UE con fiscalidad más ventajosa que la española. Existen también Sicav en Francia, Reino Unido, Italia y Holanda. VDOS Stochastics (2014) estima en 27.575 millones de euros el patrimonio gestionado en España por las Sicav.
Según cálculos del Gestha y la Universidad Rovira y Virgili (2014) la evasión fiscal en España ha aumentado 6,8 puntos de PIB entre 2008 y 2012, desde el 17, 85% al 25,6%, más de 65.000 millones de euros, hasta alcanzar 253.000 millones. En la misma línea, una reciente encuesta del Euro-Barómetro de la CE, el 63% considera que la corrupción les afecta a su vida diaria, frente al 25% de media en la UE, y el 95% afirma que la corrupción en España es generalizada frente al 76% de la UE.
La llamada amnistía o regularización fiscal del Decreto Ley 12/ 2012 de 30 de marzo (tras las de 1984 y 1991) que caducaba el 30 de noviembre, aplicando un gravamen especial de sólo el 10% para poder recaudar 2.500 millones de euros, consiguió 32.000 declarantes y dicha cantidad objetivo. Poco después, la Ley Orgánica 7/2012 de 27 de diciembre elevaba la pena máxima a seis años y la prescripción a 10 años, obligando a declarar y regularizar toda la deuda tributaria.
Además, permitía que los acusados por delito fiscal tuviesen dos meses de plazo, desde su imputación, para pagar la deuda tributaria con una pequeña sanción y rebajar su pena de cárcel, para que Hacienda pudiera cobrar antes y separar así el proceso administrativo-tributario del judicial penal. Asimismo, la Ley 7/2012 de 29 de octubre imponía la obligación de declarar los bienes y derechos en el extranjero (modelo 720) con graves sanciones por incumplimiento o cumplimiento tardío. Desde dicha ley, la Agencia Tributaria ha aflorado unos 100.000 millones de euros de 31.824 contribuyentes.
Segunda. Otra importante muestra de corrupción privada es la economía sumergida que contiene actividades que, aun siendo productivas, evaden los impuestos directos e indirectos, la seguridad social, los salarios mínimos, el número máximo de horas y los controles administrativos.
Esta economía sumergida es parcialmente detectable a través de las estadísticas del PIB por persona empleada, ya que consume energía y productos intermedios, que las estadísticas del PIB detectan, que no se corresponden con el número de empleados. Durante décadas, el servicio doméstico se encontraba en esta situación, siendo ahora obligatorio aflorarlo, lo que se consigue parcialmente.
Los estudios recientes sobre el tamaño de la economía sumergida, en 2012, muestran porcentajes bastante dispares: según Schneider (2013) alcanzaba el 19% del PIB; según la Fundación de Estudios Financieros (FEF 2013) el 19,2% del PIB; según el Gestha (2013) el 25,6% del PIB y según Santos Ruesga y Domingo Carbajo (2013) el 28% del PIB. Estos porcentajes son todos superiores a la media de la UE, (18,9% del PIB) y muy superiores a los de otros grandes miembros del área Euro como Francia (11%) y Alemania (13,7%), salvo en Italia, donde alcanza el 24,3% del PIB.
Esto explica parcialmente que, en 2012, la recaudación por IVA en España alcanzase menos del 5% del PIB frente al 7% de media en la UE y la recaudación de los impuestos indirectos alcanzase el 10,1% del PIB frente al 13,6% de la UE. La reciente encuesta europea de Eurobarómetro (2014) estima que el trabajo en negro en España podría alcanzar al 33% de todos trabajadores. Conviene recordar aquí que tan defraudador es el que presenta la factura sin IVA como el que la acepta.
Tercera. A esta economía sumergida se añade, finalmente, la economía delictiva que opera totalmente fuera de la ley y con dinero negro, compuesta por el terrorismo, el narcotráfico, el tráfico de armas, el contrabando de mujeres, niñas y niños, de órganos corporales y de especies, así como la prostitución inducida y la distribución de drogas.
Estas actividades tienen todas en común que están financiadas, casi en su totalidad, con billetes en euros, en dólares y francos suizos de elevadas denominaciones, cuyos propietarios o usuarios no pueden ser detectados por ser billetes al portador y que estos suelen intentar lavar en paraísos fiscales, a los que sólo en estos últimos años las autoridades fiscales nacionales les están haciendo frente. En 2007, en plena burbuja inmobiliaria y de la construcción, circulaban en España el 36% de todos los billetes de 200 y de 500 euros del área euro, cuando el PIB de España era sólo el 11,9% del total del área, es decir, tres veces menor, un porcentaje escandaloso.
Ahora bien, dichos billetes producen ingresos muy importantes a todos los estados miembros de la zona euro a través del Sistema Europeo de Bancos Centrales (SEBC) por los beneficios que produce el denominado señoreaje que es como se denomina la diferencia entre el valor facial de cada billete y el coste de producirlo.
Un billete de 500 euros cuesta producirlo 0,7 euros y tiene un valor de mercado de 500 euros, 71,4 veces mayor que su coste. De acuerdo con el BCE, en 2013, había 85 millones de billetes de 500 euros en circulación, por valor de 42.500 millones, otros 47 millones de billetes de 200 euros por valor de 9.400 millones y otros 500 millones de billetes de 100 euros por valor de 50.000 millones. En total, 101.900 millones. Un buen negocio para el SEBC y los Estados miembros del área Euro que terminan recibiendo parte de la diferencia entre su coste de producción y su valor de mercado, al repartirse los beneficios del BCE.
Esta economía delictiva utiliza, crecientemente, los billetes de euros de alta denominación que compiten con ventaja con los de dólar, ya que Estados Unidos ha ido eliminando su producción de billetes de altas denominaciones, siendo el máximo el de 100 dólares y en el Reino Unido el de 50 libras, aunque Suiza sigue produciendo los de 500 y 1.000 francos. En definitiva, sería mucho más lógico y más justo que las autoridades fiscales intentaran recaudar más impuestos de estos evasores delictivos y reducir el señoreaje y, por tanto, la delincuencia.
(Artículo de Guillermo de la Dehesa, publicado en "El País" el 21 de septiembre de 2014)
Like the battle of Waterloo, the battle for Scotland was a damn close-run thing. The effects of Thursday’s no vote are enormous – though not as massive as the consequences of a yes would have been.
The vote against independence means, above all, that the 307-year Union survives. It therefore means that the UK remains a G7 economic power and a member of the UN security council. It means Scotland will get more devolution. It means David Cameron will not be forced out. It means any Ed Miliband-led government elected next May has the chance to serve a full term, not find itself without a majority in 2016, when the Scots would have left. It means the pollsters got it right, Madrid will sleep a little more easily, and it means the banks will open on Friday morning as usual.
But the battlefield is still full of resonant lessons. The win, though close, was decisive. It looks like a 54%-46% or thereabouts. That’s not as good as it looked like being a couple of months ago. But it’s a lot more decisive than the recent polls had hinted. Second, it was women who saved the union. In the polls, men were decisively in favour of yes. The yes campaign was in some sense a guy thing. Men wanted to make a break with the Scotland they inhabit. Women didn’t. Third, this was to a significant degree a class vote too. Richer Scotland stuck with the union — so no did very well in a lot of traditonal SNP areas. Poorer Scotland, Labour Scotland, slipped towards yes, handing Glasgow, Dundee and North Lanarkshire to the independence camp. Gordon Brown stopped the slippage from becoming a rout, perhaps, but the questions for Labour — and for left politics more broadly — are profound.
For Scots, the no vote means relief for some, despair for others, both on the grand scale. For those who dreamed that a yes vote would take Scots on a journey to a land of milk, oil and honey, the mood this morning will be grim. Something that thousands of Scots wanted to be wonderful or merely just to witness has disappeared. The anticlimax will be cruel and crushing. For others, the majority, there will be thankfulness above all but uneasiness too. Thursday’s vote exposed a Scotland divided down the middle and against itself. Healing that hurt will not be easy or quick. It’s time to put away all flags.
The immediate political question now suddenly moves to London. Gordon Brown promised last week that work will start on Friday on drawing up the terms of a new devolution settlement. That may be a promise too far after the red-eyed adrenalin-pumping exhaustion of the past few days. But the deal needs to be on the table by the end of next month. It will not be easy to reconcile all the interests – Scots, English, Welsh, Northern Irish and local. But it is an epochal opportunity. The plan, like the banks, is too big to fail.
Alex Salmond and the SNP are not going anywhere. They will still govern Scotland until 2016. There will be speculation about Salmond’s position, and the SNP will need to decide whether to run in 2016 on a second referendum pledge. More immediately, the SNP will have to decide whether to go all-out win to more Westminster seats in the 2015 general election, in order to hold the next government’s feet to the fire over the promised devo-max settlement. Independence campaigners will feel gutted this morning. But they came within a whisker of ending the United Kingdom on Thursday. One day, perhaps soon, they will surely be back.
(Artículo de Martin Kettle, publicado en "The Guardian" el 19 de septiembre de 2014)
Nunca olvidaré la cara de estupefacción de los representantes europeos ante las palabras de un ministro de Asuntos Exteriores de un país de la antigua Unión Soviética. Como era habitual en este tipo de reuniones, los representantes europeos abogaban por la necesidad de respetar los principios democráticos, los derechos humanos fundamentales y el Estado de derecho, en definitiva, el imperio de la ley. Y fue en este contexto en el que el ministro replicó que Europa no tenía lecciones que dar a su país ya que en él existían leyes desde hacía al menos un milenio. Más de uno no podía creer lo que acababa de escuchar. Y no era para menos, pues una cosa es la existencia de leyes, normas, disposiciones, etcétera, y otra muy diferente el significado de lo que en Europa entendemos por el imperio de la ley y el respeto del Estado de derecho.
Primero, es una cuestión de sustancia, de filosofía política, en cuanto que el imperio de la ley y el respeto del Estado de derecho presuponen la existencia de un régimen democrático en el que la aprobación de las leyes se realiza mediante un método deliberativo en el que participan los representantes de los ciudadanos elegidos de una manera libre y transparente. A través de este método, las diferentes posiciones en torno a una problemática específica son confrontadas de manera pública y una decisión adoptada (la aprobación de la ley). Lo mismo ocurre para su cambio o derogación. Todas las opiniones deberían tener cabida en la deliberación, siempre y cuando respeten los derechos humanos fundamentales y el método de adopción de las leyes, tanto durante su tramitación y aprobación como durante su aplicación. Para eso, es fundamental que existan un poder ejecutivo que las aplique y un poder judicial independiente que las interprete en caso de disputa. Cuando esos requisitos no se cumplen, las leyes no gozan de ese marchamo de respeto y, por tanto, no pueden conformar lo que llamamos un Estado de derecho donde el imperio de la ley está por encima de la voluntad de cualquier individuo o grupo de individuos por muy numeroso que sea.
Segundo, es también una cuestión instrumental. Para empezar, porque es la manera de asegurar que nuestros derechos como ciudadanos serán respetados, independientemente de nuestros recursos económicos y de nuestra capacidad de influencia política y social. Es una fórmula para defender a los más débiles y sus derechos individuales. Pero sucede lo mismo, por elevación, si nos movemos en el ámbito de las organizaciones internacionales o grupos de Estados como la UE. En este contexto, es igualmente importante la elaboración de las normas y leyes a través del método deliberativo y la aplicación de las mismas. Esta es la manera de asegurar el respeto de los derechos de los Estados que forman parte de la UE y de sus ciudadanos (por ejemplo, la libre circulación de mercancías y de personas, el derecho de asistencia consular en el extranjero, etcétera). Sin el respeto tanto de la legislación comunitaria como de las sentencias del Tribunal de Justicia de Luxemburgo, la existencia misma de la UE estaría en entredicho y los logros conseguidos (muchos y evidentes para los que peinamos canas) en peligro.
Sin embargo y a pesar de estas evidencias, a mi parecer, incontestables, en el debate promovido en Cataluña por los partidarios del derecho de autodeterminación (bajo el llamado “derecho a decidir”, formulación que pretende darle un barniz democrático y que, indudablemente, levanta menos sarpullidos en el mundo desarrollado), hay quienes proponen la ruptura del Estado de derecho y saltarse la legislación “española” (como contraposición a una supuesta legitimidad legislativa “catalana” diferenciada). Así parecen propugnarlo una parte de CDC, ERC y CUP.
No es suficiente con decir que el Tribunal Constitucional está desprestigiado o influenciado políticamente como justificación para rechazar su más que probable oposición a la celebración de la consulta. Primero, porque la ley que pretenden saltarse (la Constitución) fue aprobada democráticamente siguiendo el método deliberativo con la participación de los representantes de los ciudadanos catalanes y, por tanto, forma parte a tiempo completo del conjunto del Estado de derecho independientemente de la posición que pudiere adoptar el TC al respecto. Y, segundo, porque existen instancias judiciales superiores donde se puede corregir cualquier tipo de abuso referido a los derechos humanos individuales (como es el caso del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo). Pero por si eso fuera poco, existen otros elementos que no deberíamos olvidar: el riesgo de profundización de la fractura social interna dentro de Cataluña y la incertidumbre sobre la reacción de los ciudadanos ante una situación ilegal o, cuando menos, ante la existencia de una doble legalidad.
En dicha situación, ¿cómo reaccionarían las fuerzas de orden público (Mossos d’Esquadra, Policía Nacional y Guardia Civil) y cómo resolverían estas las diferencias de opinión dentro de su seno? ¿Cómo lo harían las unidades del Ejército estacionadas en Cataluña? ¿Cómo lo harían los ciudadanos en general? ¿A qué legalidad obedecerían, a la nuevamente establecida como consecuencia del proceso secesionista o a la que representan la Constitución española y los tribunales de justicia? Todo un escenario de incertidumbre que podría degenerar en una situación caótica y de descontrol que los ciudadanos catalanes no nos merecemos.
Pero lo que causa sorpresa es la argumentación esgrimida por uno de los europarlamentarios de Podemos cuando habla de ley injusta como fundamentación para saltársela. En mi experiencia internacional he aprendido que no se puede hablar de leyes justas, sino de leyes democráticas, de leyes aprobadas y aplicadas conforme al método democrático. Es verdad que en un régimen democrático se puede decir que hay leyes injustas desde un punto de vista personal y subjetivo, pero no de una manera absoluta.
No es una premisa válida para proponer la desobediencia civil. Es un camino peligroso, pues ello podría llevar a la ruptura del Estado de derecho y la desobediencia civil “a conveniencia” (“a la carta”). Si un grupo de ciudadanos considera injusta una ley porque perjudica los derechos de algunos o de muchos de ellos, lo que tienen que hacer es proponer cambiarla a través del método democrático y no desobedecerla. En el fondo, la cuestión fundamental (e irresoluble) que subyace es quién determina si una ley es justa, pues lo que para uno pudiera ser injusto para otro podría suponer un ejemplo de justicia. Espero que la argumentación de las propuestas de Podemos en el Parlamento Europeo se sustancie de manera diferente.
En cualquier caso, lo que sí le pediría humildemente a nuestro president, Artur Mas, es que no nos aboque a tener que elegir entre una doble legitimidad jurídica como pretenden los defensores del llamado proceso soberanista. Los que no somos nacionalistas de ningún tipo, los que por vocación, convencimiento o experiencia hemos renunciado a tener una patria esencialista, los que creemos en la convivencia entre diferentes, los que consideramos que la diversidad y la pluralidad son una riqueza, los que queremos que nuestra sociedad se fundamente en el concepto republicano de ciudadanía, le pedimos o mejor le exigimos que respete la ley y el Estado de derecho como garantía de nuestros derechos individuales.
(Artículo de Víctor Andrés Maldonado, publicado en "El País" el 16 de septiembre de 2014)
"Lo que fue, eso será”, decía el Cohelet, hijo de David, rey de Israel: “Lo que ya se hizo, eso es lo que se hará; no se hace nada nuevo bajo el sol. Hasta una cosa de la que dicen: mira, esto es nuevo, aun ésa ya fue en los siglos anteriores a nosotros”. La naturaleza humana, que dicen otros, o la fuerza de las cosas: cuando se trata de dinero y de poder o, más bien, de las tramas tejidas entre dinero y poder, lo que hemos visto, eso mismo es lo que vemos y veremos. Y lo que hemos visto desde que perdimos la inocencia es corrupción, que durante largos años ha campado por sus respetos sin temor a que una reacción airada de la opinión pública hiciera morder el polvo a los corruptos: saberlo todo de las tramas de corrupción no ha impedido que los partidos de ellas responsables repitieran mayoría absoluta en convocatorias electorales.
Esto ha sido así porque la red de relaciones establecidas entre política y dinero ha resultado en España durante las últimas tres o cuatro décadas, en suma, positiva para ambos. El político, con el dinero procedente de comisiones o directamente detraído a las arcas públicas, incrementaba su poder al consolidar y ampliar sus clientelas, mientras el hombre o la mujer de negocios, con las concesiones de obras o los encargos de festejos y otras bagatelas, garantizaba un buen trozo de esa tarta que era el mercado en continua expansión. Nada perturbaba esa relación, ni que ocultaran sus ganancias al fisco ni que sobornaran o exigieran comisiones o que se condujeran como nuevos ricos: el poder político, trabado con el poder del dinero, ya atendería a regularizar cualquier situación o a ocultarla.
Para que la trama perversa de poder y dinero, de política y mercado, engordara sin tasa a resguardo de la mirada pública e impune ante la justicia se necesitaban dos requisitos. En democracia, la representación política, el Parlamento, es solo una de las columnas de una forma de Estado que se sostiene además en el poder neutro o no partidista de la Administración. Si los diputados renuncian a su poder como representantes de la sociedad y se convierten en mera caja de resonancia del Gobierno y si el enchufismo, el nepotismo o cualquier otra forma de clientelismo estragan la Administración, entonces el ejercicio de la representación se pervierte y sus sujetos se convierten en representantes, no de los ciudadanos sino de la cúpula de sus respectivos partidos; y si el poder administrativo se atomiza y desmorona por intromisión de enchufados y nepotes, los funcionarios se ven relegados a vagar por los pasillos, incapaces de cumplir sus tareas, entre ellas, principalmente, las de control e inspección.
Mal que nos pese, así han funcionado las cosas en el maridaje de mercado con democracia, no solo en España, pero aquí de forma aparatosa por la recién estrenada condición de potentados y por cierta propensión a la ostentación y al despilfarro, desde que en la década de 1980 se consumó la reconquista de hegemonía del neoliberalismo sobre la socialdemocracia. La corrupción, de la que ya en 1994, con Gobiernos socialdemócratas, se podían elaborar certeros diagnósticos como el que escribió Javier Pradera (Corrupción y política, ahora publicado sin perder ni un ápice de actualidad), acabó por inundarlo todo con la llegada de los neoliberales al poder. Los cantos a la eficiencia de los mercados y la irresponsable convicción de que el crecimiento del capital, liberado de regulaciones estatales, sería perpetuo, se sumaron al desprecio de todo lo público en una desbocada carrera hacia la privatización de los bienes comunes. Quedaban tantas autopistas y tantos kilómetros de AVE por construir, tantos aeropuertos por inaugurar, tantas urbanizaciones por levantar al borde del mar, que los Gobiernos podían lanzarse a políticas expansivas que, además de afianzar en el poder al partido de turno, el PP primero, luego el PSOE, alimentarían sin fin las redes clientelares que hacían las veces de una especie de Administración paralela ocupada por gentes de confianza de los partidos.
Pero, de pronto, lo que se agazapaba tras el púdico nombre de economía social de mercado reveló su verdadero rostro: el capital, que había desaparecido de la retórica socio-política de los años de reconstrucción de la larga posguerra mundial, volvió por sus fueros de la manera que desde su origen lo ha caracterizado: con una crisis devastadora, que hizo buena una vez más la dramática predicción del utópico Robert Owen: si se deja que la economía de mercado evolucione según sus propias leyes, solo se provocarán grandes y permanentes males. Y ha sido la brutal crisis del capitalismo financiero unida a la incapacidad del Estado democrático, previamente vaciado de su sustancia representativa y administrativa, para hacerle frente, lo que ha provocado unos movimientos sociales que recuerdan a aquellas formas de autoprotección de la sociedad que Karl Polanyi teorizó como causas de la gran transformación del capitalismo salvaje del laissez-faire, cuando todo se degradó a la condición de mercancía hasta que los obreros de fábrica, con sus organizaciones de clase, y las clases medias que accedieron por la conquista del sufragio universal al poder político, frenaron la destrucción colocando las bases del Estado de bienestar.
Vivida entre nosotros como explosión de la gran burbuja, la crisis financiera global que ha sacudido por enésima vez los cimientos del capitalismo, además de suscitar esos movimientos sociales de defensa o protección de bienes comunes —sanidad, educación, pensiones—, ha tenido el efecto de volver insoportable nuestra vieja corrupción. Y no porque la corrupción haya sido la única responsable de los efectos devastadores de la crisis, sino porque la bofetada que la crisis nos ha propinado ha sido tan sonora que nos ha abierto los ojos antes cerrados, o condescendientes, al maridaje de mercado y política, causa y razón de la pérdida de legitimidad del Estado democrático en cuanto artífice y defensa del bien público: el Parlamento no ha representado a la sociedad, la Administración no ha controlado la corrupción.
¿Qué hacer? Es claro que no se puede reconstruir la democracia del Estado sin la libertad del mercado. Los proyectos de sustituir mercado y Estado por un nuevo Leviatán elevado sobre las espaldas del pueblo-todo-entero han sucumbido dejando a sus espaldas una estela de barbarie y desolación: mal consuelo es, y maldita la gracia, repetir que el comunismo ha sido históricamente una vía cruel y despiadada hacia el capitalismo y fabular con la historia de que el socialismo realmente existente no era, en verdad, el comunismo, que seguiría inédito. Quienes hemos perdido, o nunca hemos cultivado, la mística del viejo bolchevique de la que presume Slavov Zizek, no podemos ni imaginar siquiera una “hipótesis comunista” elaborada a partir de la consigna leninista de “comenzar una vez y otra desde el principio”: eso queda para los revolucionarios de cátedra, o de salón, que vienen a ser los mismos.
Estado y mercado, qué remedio, pero con una condición: impedir que el mercado —de verdadero nombre, el capital— destruya, además de la sociedad, arrasando los bienes comunes, la democracia, convirtiendo al Estado en su chico de los recados. Tarea ingente, sin duda, que en los tiempos del capitalismo global excede con mucho el poder de cualquier Estado. Pero mientras surge un poder político interestatal capaz de meter en vereda al capitalismo financiero, rapaz y predador, de nuestro tiempo, podíamos empezar por arreglar nuestra propia casa, limpiándola de corrupción. Y para eso no se necesita ninguna regeneración, sino instituciones de Estado que en verdad representen a los ciudadanos y que vigilen, controlen y penalicen las prácticas corruptas que fatalmente germinan en los intersticios del mercado y la política. ¿Por qué no empezar dotando a la Fiscalía Anticorrupción de los medios técnicos y administrativos necesarios para cumplir sin dilaciones su tarea? La Fiscalía cuenta, según su última memoria, con una unidad de Policía Nacional de 11 miembros y otra de la Guardia Civil de 10. Dado el creciente número de casos al que se enfrenta bien podíamos multiplicar por tres o cuatro esos contingentes. A lo mejor, comenzando por ahí, tenemos la dicha, pace el Eclesiastés, de ver por una vez en la vida algo nuevo bajo el sol: que en España (Cataluña, con perdón, incluida) la corrupción ha dejado de ser el pan nuestro de cada día.
(Artículo de Santos Juliá, publicado en "El País" el 14 de septiembre de 2014)
¿Será el 11 de septiembre que se celebra hoy en Cataluña un ensayo premonitorio del escenario que se dibuja para el 9 de noviembre, día fijado para la consulta soberanista? No creo que nadie, ni siquiera aquellos que parecen estar en el secreto de lo que va a suceder —por ejemplo, Mas, Junqueras o Rajoy—, sean capaces de responder con la seguridad de acertar.
Este verano ha fallecido prematuramente una gran figura del mundo cultural, el editor Jaume Vallcorba. Un hombre bueno y cordial, un intelectual independiente, con un poso de conocimientos humanísticos difícilmente igualable. Para quienes le conocían su muerte ha constituido una dolorosa pérdida en el plano humano, para todos los demás ha sido una auténtica catástrofe cultural. Los aficionados a la literatura, al arte y a las humanidades saben valorar esta desgraciada pérdida del editor de Quaderns Crema y de Acantilado, un personaje quizás sustituible pero, en todo caso, como sucede con los grandes editores, absolutamente irrepetible.
Pues bien, Vallcorba, que era un pozo de erudición, al describir la situación de Cataluña durante las últimas décadas, solía recordar a sus amigos una frase que él atribuía a Pompeu Gener, un atrabiliario escritor y periodista catalán de fines del siglo XIX y principios del XX: “Endavant, endavant, sense idea i sense plan”. Esta era, según Vallcorba, la estrategia emprendida por el nacionalismo catalán, acentuada en la última década. ¿Tenía razón el editor? No estoy seguro. Aunque tampoco estoy seguro de lo contrario. Veamos.
El catalanismo político se encontró en 1978 y 1979 con un gran problema: sus reivindicaciones históricas más importantes se habían alcanzado. En efecto, primero se reconocía la singularidad de Cataluña como nacionalidad diferenciada. Segundo, se atribuían a la Generalitat amplísimas competencias sobre las más variadas materias y la transferencia de los correspondientes servicios fue muy rápida. Y tercero, la lengua catalana fue declarada oficial, junto con el castellano, y su conocimiento y uso se ha extendido enormemente pese a no ser lengua materna de la mayoría de catalanes.
Por tanto, se había conseguido constitucionalizar la diferencia, el poder político y la singularidad cultural. Naturalmente, como es lo habitual en todas las Constituciones democráticas, no se reconocía la soberanía de los ciudadanos de una parte del territorio, en este caso del pueblo catalán, ya que ello es contradictorio con la autodeterminación de todo el pueblo, que esto es lo que, en definitiva, significa el acto constituyente que aprueba una Constitución. Se reconocía, sin embargo, el derecho a la autonomía, que era la aspiración histórica mayoritaria del catalanismo político.
Ante esta situación, los catalanistas debían plantearse el famoso interrogante: ¿qué hacer? A primera vista, parecía que había solo dos opciones: primera, darse por satisfecho y desarrollar las capacidades que le ofrecía la nueva situación; y, segunda, rechazarla y seguir planteando la reivindicación de la soberanía como objetivo irrenunciable.
ERC, en aquel momento un partido muy minoritario, así como parte del mundo literario y artístico en catalán, optaron claramente por esta segunda opción. La mayoría de los votantes de CiU y buena parte de sus dirigentes optaron por la primera. Miquel Roca Junyent y su malogrado Partido Reformista —una ocasión perdida— eran un buen ejemplo de ello. Pero no todo el mundo convergente aceptaba esta vía. Algunos, entre ellos Jordi Pujol, estaban pensando en una matizada tercera opción, que no implicaba renunciar al principio nacionalista de que “a toda nación le corresponde un Estado soberano” y era más inteligente, ya que podía recabar más apoyos que la puramente independentista de ERC.
Esta tercera opción consistía en lo siguiente: de momento se aceptaba la situación determinada por el marco constitucional y estatutario de 1978 y 1979, con un doble objetivo: primero, “nacionalizar” la sociedad catalana, es decir, diferenciarla lo más posible del resto de España; segundo, desde el punto de vista institucional, ir creando bajo el manto de la autonomía una especie de embrión de Estado catalán —lo que ahora se denomina, sin ocultarlo, unas “estructuras de Estado”—, que facilitara, en el momento más conveniente, el paso definitivo hacia la independencia.
Esta era la vía de la “construcción nacional”, la que realmente acabó triunfando y que refleja bien el eslogan convergente “hoy paciencia, mañana independencia”. En la etapa de la paciencia se llevaba a cabo la construcción nacional que debía dar paso a la independencia futura. Sin embargo, la mayoría de la sociedad no fue consciente de todo ello, a pesar de que instrumentalizaron convenientemente la lengua, la historia, la cultura y los medios de comunicación. La semilla del soberanismo estaba sembrada.
En los últimos 15 años, todo este proceso se aceleró abruptamente. El Estado de las autonomías se había ido transformando en una forma de Estado federal en los años noventa mediante el pacto suscrito en 1992 entre el PSOE y el PP según el cual todas las comunidades autónomas asumirían las mismas competencias, a excepción de determinados hechos diferenciales establecidos en la Constitución: lengua, derechos históricos, derecho civil e insularidad. Eran diferencias justificadas en la cultura, la historia, el derecho y la geografía. Sin embargo, establecían la igualdad entre comunidades autónomas, el vilipendiado por los nacionalistas “café para todos” que no es otra cosa que una estructura federal del Estado. Pero ello no puede ser admitido por los nacionalistas, que ante todo se dedican a fomentar las fantasmales diferencias en lugar de cultivar las evidentes similitudes.
Habiendo acertado en los tiempos o no, esto hay que comprobarlo, a partir de 2010 la tercera vía estratégica que CiU ha estado propugnado —primero paciencia y luego independencia— ha llegado a su culminación: Convergència y Esquerra ya sostienen lo mismo, la independencia, con algún pequeño matiz. Se ha llegado al final de un camino.
Por tanto, volviendo a la frase de Pompeu Gener que repetía Vallcorba, la de “¡adelante, adelante, sin idea y sin plan!”, no puede decirse que fuera exacta, pues había una idea y había un plan. Lo que no sé con seguridad es si este plan ha acertado en los tiempos, si este es el momento de dar el gran paso que se ha estado preparando con tanto cuidado. El “endavant, endavant” afecta al resto de la frase porque, efectivamente, produce un apresuramiento irreflexivo, da preferencia a lo urgente y no a lo importante. Por ahí es por donde flaquea todo, donde tiene razón Vallcorba. Ciertamente, es más meditado que el golpe del 6 de octubre de 1934, aunque esto no resulta difícil. Pero da la sensación de que se han precipitado los acontecimientos, aprovechando una situación económica de debilidad y forzando, con un superactuado dramatismo, que España oprime a Cataluña desde hace 300 años para que coincida con la fecha mágica de 1714. ¿La mayoría de catalanes cree tales barbaridades? Pienso sinceramente que no.
Lo que sucede es que nadie, o casi nadie, defiende en público aquella primera vía de catalanismo realista, inteligente y sensata que fue satisfecha con la Constitución y el Estatut, que ha dado 30 años de gran prosperidad y en la que podemos coincidir una gran mayoría de catalanes sin entrar en ninguna agria disputa con el resto de españoles ni entre nosotros mismos. El radicalismo nacionalista acabará prostituyendo, incluso, el término catalanismo. Algunos que nos declarábamos catalanistas, pero no nacionalistas, que nos sentimos satisfechos con la Constitución y el Estatuto de 1979, ahora se nos hace difícil utilizar esta denominación de catalanista, no sea que se nos confunda. A esto hemos llegado, a esto nos han llevado.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 11 de septiembre de 2014)
Mañana se celebra en Cataluña la Diada, jornada festiva que será aprovechada por el secesionismo para hacer otra demostración de fuerza en pro de ese invento atrabiliario que ha dado en llamarse derecho a decidir, cosa pintoresca que, desde luego, no recoge ni una sola de las constituciones del planeta.
Allí no se aparecerá el falso san Dimas que interpretaba el inmenso Pepe Isbert en la película inolvidable de Berlanga (Los jueves, milagro), pero sí volveremos a asistir a un hecho portentoso: que cientos de miles de personas exijan con la perentoriedad de quienes viviesen bajo un yugo insoportable, la independencia de una de las regiones europeas que goza en realidad de más autonomía.
Esa es, de hecho, la increíble anomalía catalana, que deja atónita a cualquier persona cabal: que muy lejos de poder considerarse una región dominada y explotada por un Estado dedicado a la rapiña, como ha sucedido en las situaciones coloniales y parece deducirse del delirante discurso de los nacionalistas, Cataluña es una comunidad autónoma con poderes propios de extensión extraordinaria en la práctica totalidad de las materias que cabe imaginar: de hecho, en todas, salvo en defensa nacional. Tanto es así, que para decir nada más que la verdad, quienes han gobernado Cataluña de 1979 en adelante han mandado (valga la palabra) en el conjunto de España mucho más de lo que, desde la aprobación del primer Estatut, el Estado español ha mandado en Cataluña.
Por eso, que una parte numéricamente importante de quienes han influido en la vida de todos los españoles de forma incomparable a como los restantes españoles hemos influido en la suya, manifiesten esa inquina hacia la nación y el Estado del que Cataluña forma parte desde hace muchos siglos, es una prueba palpable de que la capacidad de manipulación política puede ser ilimitada y tanto más peligrosa cuanto más cerca de los manipulados están los manipuladores.
Por si todo ello fuera poco, el secesionismo presenta, además, otra dimensión profundamente odiosa: a los separatistas se la trae al fresco que haya en Cataluña millones de personas que con la independencia se verían amputadas de una parte esencial de lo que son y lo que han sido sus predecesores durante docenas de generaciones. Porque -hay que decirlo sin tapujos-, el movimiento por la independencia de Cataluña no solo desprecia a la España democrática que ha reconocido la identidad catalana como nunca antes en la historia, sino a los catalanes no nacionalistas que lo son tanto como los secesionistas. Los manifestantes de mañana lo harán con aire festivo, sí, pero bajo esa falsa apariencia se esconde el desprecio absoluto y sectario hacia quienes no comparten sus ideas: en muchos casos sus hijos, sus padres, sus hermanos, sus amigos. Es terrible, ya lo sé, pero es así.
(Artículo de Roberto Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 10 de septiembre de 2014)
En la agenda del nuevo curso político las medidas de regeneración de nuestra democracia van a ocupar un lugar central. Una reforma constitucional profunda es necesaria para que los ciudadanos recuperen la confianza perdida en los partidos y las instituciones.
El declive de nuestra democracia representativa tiene su origen en el funcionamiento oligárquico de los partidos políticos, y en la colonización de las instituciones que han llevado a cabo. La Constitución de 1978 atribuye a los partidos una posición hegemónica al configurarlos como el instrumento fundamental de participación política. Para fortalecerlos se optó por un sistema que favorece la concentración del poder en manos de un reducido grupo de personas. La estructura y funcionamiento de los partidos sólo formalmente pueden ser considerados democráticos. La concentración de un poder omnímodo en la muy reducida cúpula dirigente del partido ha alejado a los partidos de la sociedad, y debilitado el necesario vínculo de confianza entre los electores y los elegidos. La relación de confianza entre los representados y sus representantes se ha roto porque estos no se sienten vinculados a aquellos, sino a la cúpula del partido que los incluyó en las listas. El representante aspira a ser incluido en las listas puesto que de esa inclusión depende su posibilidad de ser finalmente elegido. Y en ocasiones, esa inclusión en las listas, o el lugar que se ocupe en ellas, depende de la voluntad de una sola persona.
Por otro lado, los partidos han penetrado en instituciones que, por su propia naturaleza, deben ser ajenas a lo lógica partidista: desde el Tribunal Constitucional hasta el Consejo General del Poder Judicial, pasando por el Tribunal de Cuentas. Instituciones que deberían gozar de una absoluta independencia, para poder ejercer funciones básicas para la preservación del Estado Constitucional, han sufrido el asalto de los partidos políticos.
Esta es la situación de profunda decadencia que atraviesa nuestra democracia representativa. Hemos llegado a una situación en la que la voluntad de una sola persona, el Presidente del Gobierno, es la que determina tanto el nombramiento del Presidente del Tribunal Supremo como la designación del candidato que ha de encabezar una lista electoral, sea la del Parlamento Europeo o la del Ayuntamiento de Madrid.
En este contexto, cualquier proyecto de regeneración democrática debe afrontar el problema de la oligarquización de los partidos y contribuir a su democratización interna. Para ello hay que desprofesionalizar el ejercicio de la actividad política disminuyendo el número de asalariados institucionales y de partido; establecer limitaciones a la permanencia en los cargos orgánicos; y garantizar la participación efectiva de las bases en la confección de las candidaturas.
Junto con la democratización de los partidos, el fortalecimiento de la independencia de la Justicia (ordinaria y constitucional) es el otro gran reto que todo proyecto de regeneración debe afrontar. El actual diseño constitucional del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional lejos de garantizar esa independencia, permite que –mediante el nefasto sistema de cuotas- los partidos políticos se repartan los puestos. El Tribunal Constitucional se convierte así en una suerte de tercera cámara en la que la clasificación de los magistrados en conservadores o progresistas según el partido político que haya propuesto su nombramiento afecta negativamente a su autoridad y prestigio. Por otro lado, el hecho de que sean también los partidos políticos quienes a través del CGPJ designen a los magistrados del Tribunal Supremo y otros altos cargos judiciales, afecta negativamente a la independencia judicial. Es preciso poner fin a esta situación. Y ello exige reformar en profundidad los Títulos constitucionales correspondientes. En relación con el Tribunal Constitucional y para fortalecer su independencia cabría ampliar el mandato de sus Magistrados a 15 años; endurecer los requisitos de acceso, sustituyendo los actuales e insuficientes “quince años” de experiencia, por al menos 25; y para evitar que los partidos políticos apliquen el sistema de cuotas, establecer un sistema de nombramientos individuales y no por bloques. Por lo que se refiere al nombramiento del Presidente del Tribunal Supremo, como fórmula alternativa a la actualmente existente podría optarse por un sistema en el que concurran el propio Tribunal Supremo y las Cortes Generales. Los Magistrados del Alto Tribunal son los más cualificados para determinar quién de entre ellos reúne mayores méritos, experiencia, y prestigio. El candidato así propuesto debiera ser ratificado por las Cortes Generales por mayoría cualificada de votos. Esta fórmula podría ser extrapolable al resto de nombramientos de miembros de Altos Tribunales. Ellos seleccionarían y propondrían a los candidatos y correspondería a las Cortes, a través de la correspondiente Comisión de Nombramientos, la facultad última de designación.
Por otro lado, la regeneración democrática exige también garantizar constitucionalmente la independencia de otras instituciones que hoy dependen de los partidos políticos o del gobierno de turno: Tribunal de Cuentas, Autoridad de Responsabilidad Fiscal, Comisión Nacional del Mercado de Valores, Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, Banco de España y Consejo de Transparencia. Es preciso modificar radicalmente la forma de nombramiento de los miembros de estos órganos, y atribuirles mandatos de más amplia duración para garantizar su independencia. Las propuestas de los candidatos que optaran a formar parte de estas instituciones no pueden venir de los partidos políticos, ni del Gobierno, sino de un proceso competitivo que llevaría a cabo una Comisión de expertos encargada de velar por el mismo, y en el que los requisitos exigidos incluirían la más alta cualificación técnica. La confirmación de los nombramientos correspondería a una Comisión conjunta del Congreso y el Senado y exigiría el apoyo de las 3/5 partes de sus miembros.
En la agenda reformista habría que incluir también la reducción radical del número de aforados, la modificación de la ley del indulto, para que el gobierno sólo pueda indultar a propuesta del tribunal sentenciador, o la creación de nuevos tipos delictivos (enriquecimiento injustificado de cargo o funcionario público y financiación ilegal de partido político). En algunos casos bastará con reformas legales pero, en otros muchos, la reforma de la Constitución resulta imprescindible.
(Artículo de Javier Tajadura, publicado en "El País" el 9 de septiembre de 2014)
Es normalmente durante los procesos de transición a la democracia y en general a raíz de la vergüenza colectiva que produce reconocer la barbarie de los regímenes autoritarios, cuando los Estados y los órganos internacionales han acordado crear más y mejores garantías de protección de derechos humanos. Por ello, por ejemplo, la creación de una Relatoría Especial de Libertad de Expresión en el seno de la Organización de Estados Americanos a finales de los noventa, fue una decisión en cierto sentido fácil y ampliamente respaldada. Para los Estados que en ese momento salían de dictaduras militares y de conflictos armados e intentaban construir y consolidar democracias constitucionales no era un secreto que lo primero que hacen los regímenes autoritarios es suprimir la libertad para expresarse en su contra.
No hacía falta entonces recordar los momentos definitorios que todos tenemos —o deberíamos tener— en la memoria, en los que el coraje de algunos periodistas y medios permitió revelar graves y sistemáticas violaciones de derechos humanos o complejas tramas de corrupción. Historias sorprendentes que se oponían a las verdades oficiales y que en muchos casos ayudaron a generar indignación colectiva y a cambiar, para bien, el curso de las cosas.
Pero la protección de la libertad de expresión, no solo se justifica para proteger la posibilidad de que se cuenten y difundan esas memorables historias. En este sentido, no puede desestimarse la importancia fundamental para la consolidación de una sociedad democrática de los periodistas que escriben a diario historias menos espectaculares pero fundamentales para ensanchar nuestro horizonte cultural. Historias que nos permiten entender y tomar mejores decisiones sobre todos los temas que nos atañen en nuestro espacio personal o como miembros de una comunidad política.
Dicho de otra manera, las garantías especiales que protegen la libertad de expresión se justifican porque defienden la posibilidad de que exista esa prensa abierta e independiente que nos acerca lo que parece ajeno, nos descubre lo que parece oculto y nos aclara lo que parece confuso. Y muchas veces, para bien de la inteligencia humana, nos hace complejo lo que parece simple.
Hoy hay muchas formas de hacer periodismo. La televisión y la radio son extraordinariamente importantes y las redes sociales y el periodismo ciudadano en muchos lugares o momentos es lo único posible cuando la prensa ha sido capturada o silenciada por el poder. Pero hay algo que caracteriza a la prensa escrita, algo que va más allá del placer de desdoblar el diario y zambullirse en él cada mañana, con el deseo de que nadie nos interrumpa.
Los diarios, especialmente los diarios más vigorosos, independientes y profesionales, pueden investigar y contar historias que requieren un arduo esfuerzo. Historias que se someten a rigurosos principios y a ásperos debates internos y cuya publicación final no se encuentra limitada al brevísimo espacio de otros formatos. El rigor y densidad de las historias elaboradas luego de estos procesos, les confiere una importancia radical dentro del caótico e inconmensurable flujo de información que se produce a diario. La importancia actual de este trabajo periodístico que se somete a diario al juicio de credibilidad de sus lectores y que intermedia con rigor entre la sociedad y la fuente, sigue teniendo un impacto difícil de igualar. Para decirlo de manera más clara, en un mundo de enormes cambios en los procesos comunicativos y de una vertiginosa circulación de información, la primera plana sigue siendo “la primera plana”.
En este sentido, la portada impresa, la primera página, no es actualizada cada 15 segundos ni puede consumirse en el breve espacio de un titular de un medio audiovisual. La primera plana aparece en la mesa del comedor, en el quiosco de la esquina, en el autobús, en la casa de los amigos y, naturalmente, en los escritorios oficiales. En un mundo en el que la circulación de información se produce a velocidades nunca antes vistas, la primera plana tercamente sigue ahí. Escrita. Indeleble. Y pocas cosas pueden igualar su impacto sobre los funcionarios corruptos, los políticos que se asocian con el crimen, que abusan de su poder, que traicionan los valores y principios democráticos. Otra característica única de la prensa escrita es que nos obliga a recorrer caminos que otros formatos nos evitan, pero que son fundamentales si queremos realmente actuar como ciudadanas o ciudadanos informados y fomentar valores sociales como la tolerancia y el pluralismo. Cualquiera que quiera llegar, por ejemplo, a la sección Deportes o Moda de un diario, incluso en formato digital, debe toparse, aunque sea de manera rápida y somera, con titulares sobre economía, cultura, guerra y paz, o con opiniones políticas similares o divergentes a las suyas. Eso no pasa en otros medios en los que la información puede ser severamente filtrada, segmentada, dirigida y seleccionada.
Las redes sociales y el periodismo ciudadano han contribuido de manera única al proceso comunicativo e incluso han propiciado nuevas y muy valiosas formas de participación, de construcción de la esfera pública, de movilización ciudadana. Pero lo anterior no implica que resulten suficientes para que una persona pueda acceder a la información que necesita para actuar como miembro de una comunidad política, para adoptar decisiones que tienen un impacto colectivo o incluso para confrontar sus propias creencias o percepciones. Al menos dos razones pueden soportar esta afirmación.
En primer lugar, la prensa escrita, especialmente allí donde es abierta y diversa, nos obliga a confrontar nuestras propias creencias y a reconocer el valor de la diferencia, la importancia del pluralismo, la virtud de la tolerancia. No sucede lo mismo en parcelas inmunes al pensamiento diverso, crítico, contradictorio.
Pero en segundo lugar, aún estas nuevas y revolucionarias maneras de ejercer la ciudadanía y de ampliar la democracia, requieren del pausado, riguroso y complejo trabajo del periodismo profesional de los diarios.
En suma, en una democracia necesitamos al periodismo profesional, serio e independiente, en formatos que nos permitan conocer las razones de una historia, su contexto, los distintos puntos de vista, las explicaciones contradictorias o las visiones complementarias. Y todo esto, sin controles oficiales que desconfían de la razón humana o que se abrogan el derecho a decidir lo que podemos leer en libertad.
En este sentido, la consolidación de sociedades verdaderamente democráticas pasa por impedir que los funcionarios puedan arrebatarnos el derecho a conocer informaciones o ideas incluso cuando estas puedan parecernos absurdas o injustas; a reaccionar con más, y no con menos debate, a estas ideas o informaciones; a cambiar de opinión si un columnista nos convence de que estábamos equivocados; o a conmovernos con una crónica sobre la belleza que fue capturada en una pieza que da gusto leer despacio y releer.
Por todas estas razones, es necesario reforzar todas las garantías para defender a la prensa libre de los ataques de los funcionarios autoritarios que buscan controlar la esfera pública, de mercados voraces o de organizaciones criminales. En realidad, como lo entendieron bien los miembros de la CIDH en 1998 al crear a la Relatoría, esa prensa independiente, plural y vigorosa es la mejor barrera contra el autoritarismo, el mejor antídoto contra la captura estatal por parte del crimen organizado y la mejor forma de lograr sociedades más tolerantes, justas e incluyentes.
También creo que debemos rendir un homenaje al periodismo honesto y valiente que en muchos lugares enfrenta a diario enormes dificultades para poder seguir informando a la sociedad sobre temas vitales para cualquier comunidad política. Y debemos ser conscientes del valor que hay detrás de cada una de las historias a las que millones de lectores accedemos a diario, como un milagro en letras de molde. Esa especie particular e imprescindible de literatura cotidiana que surge del rigor, la pasión y la honestidad de periodistas que literalmente arriesgan su vida en zonas de combate para explicarnos las guerras que se libran en otras lenguas; que investigan archivos y cifras encriptadas para revelarnos historias de corrupción o abusos de autoridad; o que rescatan la belleza de la creación humana para anunciarnos el nacimiento de un nuevo libro de poesía. Esa literatura única y necesaria, fruto del esfuerzo, la tenacidad y la sensibilidad de quienes escogieron el oficio que García Márquez, el periodista, calificó como “el mejor oficio del mundo”.
(Artículo de Catalina Botero, publicado en "El País" el 6 de septiembre de 2014)
Qué hace una escritora como yo en un país como este vendría a ser la pregunta clave desde que el nacionalismo independentista del Gobierno catalán ha izado sus banderas guerreras contra los catalanes que no comulgamos con la ideología soberana imperante. Preferiría no tener que hacerlo, querido Orwell, a fin de no malgastar mi energía poética, única felicidad a la que aspiro, y dar por zanjada esta inexacta rareza por siempre. Pero los tiempos del zafarrancho que vivimos en mi país pequeño, donde políticos separatistas y sus cornetas seguidores censuran y reprimen todo cuanto no vaya ungido de la estela patriótica, me obligan a hablar, por ejemplo, sobre la naturalidad de ser una escritora catalana que escribe en castellano, y a veces también en catalán, porque catalán es el mundo en el que nacen mis libros y catalana la historia de mi país múltiple, diverso, con dos lenguas benditas, catalán y castellano, que me pertenecen por completo.
Desde que Cervantes llegó buscando la imprenta de sus sueños, Barcelona ha sido centro neurálgico de alta literatura. Pero la Cataluña receptora de lo mejor de las literaturas hispanas y de una procreación de autores y editores catalanes en castellano subsiste hoy en una especie de territorio comanche. Ahora, cuando los grandes escritores del mundo han dejado de venir a visitarnos, es como si la fraternidad de culturas y acentos hubiera desaparecido del todo y las voces que admiraba el mundo por su riesgo literario e intelectual están siendo encubiertas por un festival folclórico de libros improvisados.
Virus imparable el independentista porque, además, un Gobierno de derecha anestesiada gobierna la actual España y con su falta de sensibilidad se ha sumado a la intoxicación de la concordia de los ciudadanos del país pequeño, creando los nacionalistas de aquí una situación que haría escandalizar a usted mismo, querido Orwell, y a su obra Homenaje a Cataluña, libro de cabecera de todo catalán que se preciara. Ni usted, referente universal de la defensa de las libertades, ni sus imprescindibles Notas sobre el nacionalismo, convencerán a un nacionalista catalán que deje de serlo. Una moda escapar de España; una tendencia festiva y obligatoria quedarse encerrados en la pequeña finca particular, como quien se va de campin una temporadita, cuando sabemos la gravedad de toda ideología populista que lleva “al nacionalista no solo a desaprobar las barbaridades cometidas en su propio lado sino que tiene una extraordinaria capacidad para ni siquiera oír hablar de ellas”.
Por eso los nacionalistas separatistas han dejado de leerle a usted, señor Orwell, a la vez que rechazan libros de valor intelectual o estético alejados de la emoción patriótica y de opinión opuesta a sus tejemanejes nacionales. Usted vuelve a dar en el clavo cuando dice: “Todo nacionalista se obsesiona con alterar el pasado… Hechos importantes son suprimidos, fechas alteradas, citas removidas de sus contextos además de manipuladas para cambiar su significado”. Sin ir más lejos, entre otros muchos falseamientos selectivos de la historia llevados a cabo en su querida Cataluña, maestro Orwell, el más reciente y al que han dedicado monumentos, congresos, libros y museos, ha convertido la guerra de Sucesión dinástica de la Corona española de 1714, desatada entre Borbones y Austrias, en guerra civil de victimización de catalanes, como si Cataluña hubiera perdido una guerra cuando en realidad no hubo vencedores ni vencidos por razones de país, sino por dar apoyo a uno de los dos reyes en palestra.
De todo cuanto le digo, querido Orwell, lo que me sacude el ánimo hasta un extremo doloroso es la división entre buenos y malos catalanes según sea nuestro grado de simpatía o antipatía por el independentismo, de manera tal que una frontera divisoria nunca vista desde la dictadura nos ha separado de amigos, familiares y conocidos, de ilusiones y de proyectos comunes, de nuestro futuro inmediato, de nuestra literatura célebre por su entidad y riqueza formal exclusiva, y hasta de nuestros trabajos literarios y universitarios, de los que también nos han ido apartando como esos insectos molestos y peligrosos a los que usted hace referencia en sus notas antinacionalistas. Sin violencia física, como les gusta justificar a viva voz; con intimidación solo psicológica, pero violencia al fin, nos miden el grado de catalanidad con baremos tan infantiles, por no llamarlos racistas, como el nivel de catalán de sus ciudadanos, el partido al que pertenecen, la bandera que cuelgan en su balcón, los libros que compran y su sentimiento de independencia.
También el nacionalismo de aquí ha tenido sus ladrones de guante blanco. El colmo ha sido Jordi Pujol, presidente de la Generalitat durante treinta años, cuya lucha patriótica y soberanista era solo estrategia para beneficio económico del mismo Pujol y el de su familia, llevándose el dinero a paraísos fiscales y preparando el país para que su hijo pudiera heredarlo. El rebrote del virus separatista encontró campo abonado cuando, después de una transición ejemplar, determinada doctrina oficial del Gobierno pujolista y posmaragallista tergiversó los acuerdos promulgados y aceptados después de treinta años de dictadura. Ya en 1997 Mario Vargas Llosa acudió al Palau de la Virreina y tocó donde más duele al catalanismo. Acusó a la ciudad de ser “más provinciana y menos universal”, por efecto del nacionalismo que a principios de los años setenta. Desde entonces, el escritor peruano ganador de un Nobel no es bien recibido por las fuerzas políticas de este país cuya lengua, el catalán, nunca ha sido mejor valorada como en los libros sobre Tirant lo Blanc que el autor le ha dedicado.
Hasta que aparece en escena Artur Mas, presidente de la Generalitat, con su órdago independentista embrollando a los catalanes, siempre bien avenidos, ahora divididos en un país que muchos califican de enfermo. Si se había definido que era catalán todo aquel que trabajaba y vivía en Cataluña, el Gobierno de CiU añadió un concepto ideológico: “Y de aquellos que tienen voluntad de serlo”. Esta añadidura significó el comienzo de un proyecto nacionalista exclusivo ideado para dar patentes de catalanidad a quienes trabajen para merecerlo. A partir de entonces, los escritores catalanes que escribimos en castellano, junto con los que, también haciéndolo en catalán, son críticos con el nacionalismo, pasamos a convertirnos en anticatalanes. Enemigos del pueblo. Usted sabe mejor que yo, señor Orwell, que el peligro de todo nacionalismo es “el hábito de identificarse con una única nación o entidad, situando a esta por encima del bien y del mal y negando que exista cualquier otro deber que no sea favorecer sus intereses”.
Una parte significativa de la literatura de éxito de Cataluña se ha escrito siempre en castellano. Detalle, éxito literario, que molesta al nacionalista que niega por activa y por pasiva otra literatura que no favorezca sus intereses, o sea: escritura militante de Estado propio. Por eso ni Carles Riba, ni Salvador Espriu, ni Josep Pla, ni Josep Maria Castellet serían hoy independentistas. Los últimos veinte años están repletos de batallitas represivas del nacionalismo con sus ciudadanos escritores. Han ido cambiando de tono y estrategia. Inverosímiles, muchas. Grotescas, otras. Cada vez más ocultas y afiladas.
A los escritores contrarios al nacionalismo nos apartan de la prensa escrita, de los medios públicos, de las universidades y de todo aquello que pueda representar ventana de nuestra existencia. El poder político catalán incide directamente en la distribución de puestos de trabajo y financia con dinero público empresas culturales sectarias. Lo tienen comprado todo: editoriales, universidades, periódicos… El afán independentista por apropiarse del pastel en todas las casillas nos tiene saturados. Políticos y tertulianos separatistas jalean de forma mesiánica a los ciudadanos. ¿Qué más puedo decirle, señor Orwell, que usted no sepa? Los residuos de regímenes dictatoriales dejan abono de ideologías nacionalistas, las mismas que en su día desataron dos guerras mundiales. Esperemos que jamás ocurra. ¿Y mientras tanto? ¡Cuánta literatura perdida!
(Artículo de Nuria Amat, publicado en "El País" el 2 de septiembre de 2014)
(Reproducimos el artículo del profesor García Pelayo, publicado en septiembre de 1978, con motivo de la elaboración del texto constitucional, por su utilidad para valorar la proposición de ley de actualización de derechos históricos de Aragón, formulada en las Cortes de Aragón)
Las presentes líneas pretenden desarrollar algunas consideraciones jurídicas sobre el tratamiento dado por el proyecto constitucional a los llamados territorios forales, es decir, a las provincias vascas, tratamiento que ha sido objeto de normas especiales tanto en el proyecto aprobado por el Congreso (disposición adicional y disposición derogatoria, 2) como en el aprobado por la comisión senatorial (disposición adicional). En ambos textos se emplea la denominación, extravagante en nuestra época de «los derechos hístóricos». Se trata, en efecto, de una expresión anticuada, aparentemente en el espíritu de la escuela histórica del Derecho, cuyas tesis constituyeron una de las bases ideológicas de los movimientos tradicionalistas y reaccionarios del siglo pasado, frente a las tendencias racionalistas y progresistas. En un sentido más próximo al del proyecto constitucional, la idea de los derechos históricos fue desarrollada en el imperio austrohúngaro en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX bajo el concepto de «Derecho político histórico» (historische ,Staatsrecht), con lo que se significaba la restitución de los antiguos territorios y derechos mayestáticos poseídos por las coronas húngara, bohemia y croata antes de su incorporación al imperio de los Habsburgo, con la consecuencia de que la vinculación de tales territorios al complejo austro-húngaro no podría ir más allá de la Unión Real. Sólo Hungría consiguió sus pretensiones, si bien todavía en el seno de ella Croacia reclamaba su propio derecho político histórico.
En realidad, esta idea de los derechos históricos representa, en cualesquiera de sus formas, la transferencia a entidades territoriales de los principios legítimístas formulados originariamente para las monarquías; representa la extensión a épocas completamente distintas del principio típico de la Edad Media de la superior validez «del buen derecho viejo» frente al derecho nuevo, es decir, exactamente la inversión de los términos sobre los que se construyen los ordenamientos jurídicos modernos, en los que el derecho nuevo priva, normalmente, sobre el viejo; representa, en fin, la pretensión de sustituir la legitimidad racional por la legitimidad tradicional, pretensión que no tiene sentido cuando la tradición se ha interrumpido durante largo tiempo.
El proyecto constitucional
Pero pasemos a consideraciones más próximas. Ni el texto del Congreso ni el del Senado ofrecen dudas en cuanto al sentido concreto y real de la expresión «derechos históricos». En uno y otro caso se trata manifiestamente de restaurar la validez jurídica (lo que no significa exactamente la vigencia) del régimen foral anterior a 1839, para lo cual se procede a abolir las leyes en virtud de las cuales dicho régimen fue directa o indirectamente sometido a transformacion.
Es decir, que en nombre de la historia se pretenden anular jurídícamente 140 años de historia, con la consecuencia de que el llamado «derecho histórico» se transforma en su contrario: en un útil de la razón política instrumental para cancelar lo establecido por un proceso histórico más que secular. Veamos ahora concretamente lo que tal regresión histórica signífica o puede significar.
En ambos textos se establece la abolición de las leyes de 25 de octubre de 1839 y de 21 de julio de 1876. La primera de ellas es muy breve. Consta de dos artículos, el primero de los cuales dice: «Se confirman los fueros de las provincias vascongadas y de Navarra, sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía»; el segundo autoriza al Gobierno para que, previa audiencia a las provincias interesadas, proponga a las Cortes las inodificaciones indispensables en los fueros que reclamen el interés de las provincias y el general de la nación.
La ley de 1876 es un poco más larga, pero su esencia está contenida en el artículo primero, que dice: «Los deberes que la Constitución política ha impuesto siempre a los españoles de acudir al servicio de las armas cuando la ley los llama, y de contribuir en proporción de sus haberes a los gastos del Estado, se extenderán, como los derechos constitucionales se extienden, a los habitantes de las provincias de Vizcaya, Guipúzcoa y Alava del mismo modo que a los demás de la nación.» El resto del articulado se refiere a la ejecución de este precepto para la cual se otorgan a las diputaciones vascas derechos y funciones de los que carecían el resto de las diputaciones provinciales españolas.
Volvamos a la primera de las mencionadas leyes: Es claro que los integristas forales no ponían en cuestión la confirmación de los fueros que tradicionalmente venían haciendo los reyes de España. Lo que sí ponían y ponen en cuestión es la cláusula «sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía», cláusula que, para citar a J. M. de Azaola (Vasconia y su destino. Madrid, Revista de Occidente, 1976, tomo II, volumen I, página 290) «encierra la accidentada evolución posterior... (y) que buscaba la posibilidad de atacar la entraña misma de las instituciones forales bajo el pretexto.de adaptar estas últimas al régimen general de la monarquía española».
Así, pues, lo cuestionado es «la unidad constitucional de la monarquía» y, en este sentido, se comprende que mientras el texto aprobado por el Pleno del Congreso establece que la actualización del régimen foral se llevará a cabo «en el marco de la Constitución», en cambio esta cautela ha sido suprimida en el texto que, a propuesta de la Minoría Vasca, ha sido aprobado por la comisión senatorial.
Más adelante volveremos sobre este punto. Por ahora vamos a referirnos someramente a las modificaciones de los derechos forales introducidas por la legislación promulgada como desarrollo de la ley de 1839 y directamente por la de 1876, modificaciones de las que, en v irtud de la derogación de las men cionadas leyes, podría solicitarse su anulación o, simplemente, considerarlas automáticamente nulas.
Tales modificaciones son, entre otras, las siguientes: a) la abolición del «pase foral» o especie de veto de las autoridades forales a las decisiones legislativas, administrativas y judiciales del poder central; b) la supresión de las aduanas internas y su establecimiento en las costas y fronteras nacionales; c) la responsabilidad de las autoridades dependientes del Gobierno central, por «la protección y seguridad pública» (todos estos preceptos se encuentran en el decreto de 29 de octubre de 1841), a lo que hay que anadir, d) la obligación para los habitantes de las provincias vascas de prestar el servicio militar y de contribuir a los gastos públicos, establecida por la ley de 21 dejulio de. 1876, cuya derogación se establece especíticamente en las dos versiones del proyecto constitucional.
El Rey y los fueros
Además de ello hay una serie de consecuencias implícitas en las cuales es imposible detenerse aquí. Diremos solamente que con la vuelta al statusjurídico anterior a 1839 podría llegarse a la pretensión de que el Rey jurara los fueros de cada una delas provincias vascas o que, al menos, pudiera polemizarse sobre la pertinencia de ello, tanto más cuanto que, el texto de la Comisión senatorial no dice, como el del Congreso, que «la Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales», sino que dice: «La Constitución reconoce y garantiza los derechos históricos de los territorios forales.»
Otra consecuencia que podría tener la vuelta a la situación anterior a 1839 sería la restauración del principio de que los fueros sólo pueden ser modificados por vía de pacto con el poder central. Es más, puede decirse que el texto del Senado admite este principio, bien que encubierto bajo fórmula de procedimiento y sustituyendo la llamativa palabra «pacto» por la menos llamativa, pero no menos efectiva, de «acuerdo».
En efecto, según la disposición adicional, «la reintegración y actualización (de los derechos históricos) se llevará a cabo de acuerdo entre las instituciones representativas de dichos territorios y el Gobierno». Dada la abolición por vía constitucional de la ley de 1839, parece claro que por reinte,aración no puede entenderse otra cosa que la restauración, la devo,tición o la restitución íntegra del sistema foral anterior a 1839. Aquí, pues, no parece que haya que acordar nada, sino simplemente normalizar algo ya decidido a nivel constitucional.
Por consiguiente, el acuerdo se limita a la actualización por la que parece hay que entender la adaptación de los derechos históricos a las condiciones del presente. Con ello se encomiendan al Gobierno unas funciones de índole legislativa y hasta constituyente que está rriás allá de su esfera de acción. Cierto que el acuerdo suscrito, una vez aprobado por el referéndum de .los territorios afectados, ha de ser sometido a las Cortes. Pero, ¿no significa este procedimiento poner a las Cortes ante un hecho consumado so pena de provocar un tremendo conflicto constitucional? Se eslablece, además, un método ad hoc para las provincias vascas al margen de los cauces ofrecidos por la Constitución para acceder a siatus autonómicos.
Por otra parte -según el galimatías, quizá calculado, del párrafo tercero de la disposición adicional-, la finalidad de Estatuto que se elabore parece ser no, como en los demás casos, la de concretar las posibilidades autonómicas previstas por la Constitución, sino la de iricorporar los derechos históricos al. ordenamiento jurídico.
Cabe preguntarse por la razón de estos métodos constitucionalmente exorbitantes.
Privilegio sustentado sobre sí mismo
La respuesta se encuentra en la primera línea de la disposición adicional aprobada por la Comisión senatorial que «reconoce» los derechos históricos, lo que podría interpretarse en el sentido de que más allá de la Constitución, y, al parecer, con validez igual a ella, existe un círculo jurídico privativo, un privilegio sustentado sobre sí mismo, unas inmunidades de los antiguos señoríos cuyo reconocimiento se considera como condición para la integración de las provincias vascas en el Estado español.
La posibilidad de esta interpretación se acentúa si se tiene en cuenta un hecho sobre el que ya hemos llamado la atención, a saber, que mientras que el texto del Congreso dice que la actualización del régimen foral se llevará a cabo en el marco de la Constitución, en cambio, en el del Senado se ha evitado cuidadosamente este condicionamiento constitucional: la Constitución se obliga explícitamente a reconocer y garantizar lo derechos históricos, pero las provincias vascas no se obligan explícitamente a que la actualización de tales derechos se desarrolle dentro del marco de la Constitución.
No soy tan simplista como para creer que se va a volver ipso facto a la totalidad del régimen anterior a 1839, ni que se van a restablecer la aduanas en Miranda de Ebro, ni que se va a revivir el pase foral, ni tampoco es de creer que se exija inmediata y abruptamente la exención del servicio militar, ni mucho menos que se vayan a restablecer otros derechos contenidos en el fuero de cada una de las provincias que, caídos en desuso o incompatibles con las condiciones de la sociedad actual, han pasado a constituir lo que los alemanes llaman «curiosidades jurídicas».
Tengo, además, la convicción, manifestada más de una vez, de que el significado y los efectos reales de los preceptos constitucionales dependen del juego de los partidos y, en general, de las actitudes y relaciones entre los actores políticos.
Pero ello no disminuye el hecho de que los preceptos constitucionales sean el regulador fundamental para la estabilidad y el funcionamiento del sistema político. Y en este sentido estimo que el texto aprobado por la Comisión senatorial no cumple con las condiciones mínimas de funcionalidad de un precepto constitucional, pues rebasa el borde tolerable de ambigüedad al garantizar algo tan vago , difuso y confuso como son los «derechos históricos», sin más especificación; esa heterogénea mezcolanza de normas e instituciones públicas y privadas de previsiones sobre la utilización del agua por las herrerías, sobre gravámenes que se pueden imponer a los hijos y sobre mil asuntos más que nadie en su sano juicio puede pretender reactualizar.
Esta ambigüedad básica es el comienzo de muchas más, abre paso a interpretaciones teóricas y prácticas de gravedad Incalculable y, sobre todo, proporciona un arsenal de argumentos jurídicos que pueden ser esgrimidos, sea articulados en estrategias políticas audaces y de largo alcance, sea para finalidades más modestas -por ejemplo, destinadas a crear un ámbito privilegiado en materia fiscal o en otro campo-, pero no por eso menos perturbadoras del sistema político y la vigencia del orden constitucional.
Riesgos, todos ellos, que ni son eliminados por la candorosa afirmaclón de que estando el precepto en la Constitución no puede contradecir a la Constitución, ni pueden ser allanados por discursos parlamentarios sin fuerza vinculatoria.
(Artículo de Manuel García Pelayo, publicado en "El País" el 24 de septiembre de 1978)
Si no lo impide una petición de indulto, Carlos Fabra —jefe del Partido Popular en Castellón durante más de dos décadas— entrará en la cárcel un día de estos. El Tribunal Supremo ha confirmado la sentencia que le condenó a cuatro años de prisión por fraude fiscal. Poco antes, un juzgado inhabilitó por prevaricación continuada a otro notable del mismo partido, José Luis Baltar, que estuvo al mando en Ourense un cuarto de siglo, aunque su castigo no tendrá consecuencias porque ya está retirado. Ambos encarnan una manera de hacer política que, para emplear una palabra que todo el mundo entiende, llamamos caciquismo. Podría pensarse, tras su estrepitosa y humillante caída, que con ellos se agota un fenómeno clave en nuestra vida pública contemporánea, ¿o no?
Estos personajes tienen mucho en común. Los dos comenzaron en la Unión de Centro Democrático, que recogió desde el poder heredado de la dictadura adhesiones locales que luego alimentaron al Partido Popular en expansión. Abogado el uno, maestro rural el otro, ascendieron y consolidaron su influencia en las Diputaciones Provinciales, centros neurálgicos en el reparto de subvenciones y servicios, en especial para los municipios pequeños. Y mostraron también un gran amor a sus respectivas familias, que nutrieron verdaderas dinastías políticas: Fabra recibió el legado de sus ancestros, entre los que es posible encontrar hasta cinco presidentes de la Diputación castellonense, pero le resultará difícil transmitirlo a su hija Andrea, que habló demasiado alto en cierto episodio parlamentario; Baltar, en cambio, consiguió dejar a su hijo tanto el liderazgo partidista como la presidencia de la institución provincial.
Ambos condenados comparten también un toque pintoresco que induce a la sonrisa cómplice: las gafas oscuras de Fabra y su insólita suerte en la lotería; la afabilidad campechana de Baltar, que se arrancaba a tocar el trombón en los actos con sus correligionarios. Pero, sobre todo, se asemejan en algo fundamental: su capacidad para levantar feudos políticos casi inexpugnables. Arrasaron elección tras elección ante la impotencia de sus rivales, internos y externos, que a veces se pasaron a sus filas. Y presumieron de hacer cientos de favores y de dar empleo a numerosos paisanos. La parentela de alcaldes y concejales populares engordó la nómina de la Diputación ourensana hasta extremos increíbles y fue una contratación masiva lo que desencadenó el proceso de Baltar. El caudillo castellonense confesó, en un párrafo memorable: “El que gana las elecciones coloca a un sinfín de gente, a un sinfín de gente, asesores, secretarios, directores generales, subdirectores, subsecretarios, asesores (…), secretarias de no sé qué y con las oposiciones puedes meter a uno o dos ayudantes. Y toda esa gente es un voto cautivo. (…) Supone mucho poder en un Ayuntamiento, en una Diputación. Yo no sé la cantidad de gente que habré colocado en 12 años, no lo sé”.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la geografía política española estaba poblada por hombres así. Los partidos gubernamentales de entonces, el Conservador y el Liberal, se componían de grandes caciques, caciques y caciquillos que manipulaban a su antojo los resortes de la Administración. Algunos acumulaban un poder semejante: sultanes en sus provincias, nada se movía en Huesca, por ejemplo, sin el consentimiento de Manuel Camo, un boticario republicano convertido en monárquico; o en Asturias sin el de los hermanos Pidal, próceres de la extrema derecha católica. El tío-tatarabuelo de Carlos Fabra, apodado Pantorrilles por su chocante atuendo huertano, controlaba su territorio con una máquina caciquil conocida como el cossi, es decir, el barreño de la ropa sucia. Todos ellos se erigían en interlocutores ineludibles para los ministerios y en artífices de las mayorías parlamentarias que respaldaban al Gobierno de turno. Ejercían como mediadores y a veces conseguían beneficios importantes para sus distritos: si el liberal Fernando León y Castillo logró que se construyera el puerto de la Luz en Canarias, el conservador Juan de la Cierva propició la creación de la Universidad de Murcia. Bienes comparables con el aeropuerto de Castellón, aunque algo más provechosos.
Sobre el caciquismo español han llovido toda clase de interpretaciones. Se ha especulado acerca de su carácter clasista, en una economía agraria y desigual; y se han querido ver en él rasgos modernizadores, como etapa inevitable en la adaptación de un débil régimen liberal a una sociedad semianalfabeta. En cualquier caso, este sistema, nada excepcional en la Europa de la época, reunía los rasgos típicos de cualquier organización política clientelar, en la que facciones y partidos no son más que clientelas estables formadas por patronos y clientes que intercambian entre sí variados recursos: los patronos proporcionan protección y trabajo a los suyos, gestionan para ellos concesiones individuales o colectivas, desde un permiso hasta una carretera; los clientes, a cambio, les garantizan su lealtad, no sólo a la hora de votar. Los vínculos personales, como los establecidos por Fabra o Baltar —que entregaba las ayudas públicas en mano—, resultaban cruciales para apuntalar la autoridad del cacique.
Clientelismo y corrupción no son equivalentes, pues hay actos corruptos e ilegales —como el pago de una mordida al concejal que otorga licencias— que no implican relación clientelar alguna; y, al contrario, deferencias con la clientela —el nombramiento de un cargo de confianza— que no incumplen la ley. Sin embargo, están íntimamente unidos, como prueban los casos citados, ya que el cacique abusa y tuerce la norma siempre que puede con el fin de favorecer a los suyos, haciendo bueno el dicho “al amigo el favor, al enemigo la ley”. Desde luego, cualquier distribución de dineros o puestos públicos basada en criterios clientelares atenta contra una asignación racional de los mismos. El reinado caciquil trae consigo despilfarros, favoritismos e injusticias; degrada la condición de los ciudadanos, sometidos al dictado de intereses bastardos, y promueve el desapego general hacia la escena política, percibida como un contubernio entre amigotes que se dividen el pastel estatal.
Los Baltar y los Fabra parecen residuos del pasado, incrustaciones de una España inculta en un país moderno. Por fortuna, la labor de los medios de comunicación —con impagables contribuciones de este mismo diario— y la profesionalidad de fiscales y jueces han comenzado a desmontar, pese a triquiñuelas legales sin cuento, sus entramados corruptos. Pero estas trayectorias delictivas son también síntomas de una transición hacia nuevas formas de clientelismo, en las que Administraciones locales faltas de control han contado con medios abundantes y donde los aparatos partidistas —y su insaciable financiación— pesan más que los tradicionales patriarcas. Los escándalos que afectan al Partido Socialista en Andalucía serían un buen indicio de ello. En realidad, el caciquismo no constituye más que una porción de la extensa red de corruptelas tejida en las últimas décadas, ese catálogo de pillerías que repasa con agudeza Justo Serna en su libro La farsa valenciana, y sólo se disolverá cuando la vigilancia legal se vea acompañada con el repudio ciudadano en las urnas.
Lejos de desaparecer, las prácticas clientelares que manejaron con destreza los viejos caciques se han adaptado a nuevas circunstancias y siguen ahí, arropadas por reivindicaciones corporativas o identitarias. En la base de esos comportamientos, que aún forman parte sustancial de la cultura política de los españoles, se halla el aceite que engrasa todo intercambio de favores: la recomendación, motor de muchas decisiones en diversas instancias. Desde una empresa pública hasta un hospital, desde las universidades hasta el Tribunal de Cuentas. Como denunció el fiscal José María Mena, la Audiencia Provincial de Castellón contribuyó a perpetuar la corrupción cuando se negó a sancionar a Fabra por tráfico de influencias, pese a haber presionado a varios ministros y altos cargos hasta obtener autorizaciones que beneficiaban a sus amigos. El tribunal argumentó que no podía “penalizar la recomendación, una práctica por lo demás habitual”. Pues de eso se trata.
(Artículo de Javier Moreno Luzón, publicado en "El País" el 29 de agosto de 2014)
Las dudas sobre el proceso soberanista son un hecho cada día más extendido en Cataluña. La disputa entre sectores mayoritarios de CiU que no están dispuestos a transgredir la legalidad y el conglomerado más independentista –ERC, La Assamblea Nacional Catalana y Omnium Cultural- que defiende el no acatamiento de las previsibles sentencias del Tribunal Constitucional contra el referéndum es la transcripción política de la pugna que se desarrolla subterráneamente en el seno de la sociedad catalana. De una ciudadanía que, con buen sentido, ha optado por no polemizar masivamente en la superficie del conflicto y a la vista de todos para mantener la paz social y no romper la convivencia civil, por lo que el debate se mantiene soterrado y con sordina.
El disenso es en cualquier caso palpable, y las encuestas lo ponderan con probable aproximación. El grupo mayoritario sigue siendo el de los ciudadanos que se sienten a la vez catalanes y españoles, y el núcleo de independentistas no alcanza ni de lejos el 50% de los sufragios. Aunque en el Parlament haya en la actualidad una clara predominancia declarativamente independentista, no es ni mucho seguro que en una hipotética consulta ganara el independentismo. Quiere decirse que es muy dudosa esta mayoría social de que alardean quienes exigen la consulta, vetada por una Constitución que no la permite. Como la francesa, la norteamericana o la alemana, pongamos por caso (el Reino Unido, como es sabido, no tiene Constitución escrita).
En esta coyuntura, la polémica CiU-ERC es especialmente cruenta porque CiU, que gobierna, sabe que con sus errores ha cedido ya la mayoría política a ERC, que domina la situación. Y Artur Mas, incapaz de asumir las consecuencias de negarse a romper la legalidad, mantiene la alocada carrera imposible hacia una consulta que –todo el mundo lo sabe- no se celebrará. La prensa catalana describe con minuciosidad entomológica cómo los funcionarios encargados de los preparativos intentan suplir la carencia del censo, que el INE no entregará, por los datos del Instituto de Estadística de Cataluña (Idescat), difíciles de gestionar. Cómo faltan todavía las cabinas para las votaciones, que ni siquiera han sido encargadas, al igual que las urnas, aunque está previsto que éstas sean confeccionadas por el Centro de Iniciativas para la Reinserción. Cómo se ha de buscar la colaboración de los ayuntamientos, al tiempo que se señalan locales alternativos por si las autoridades municipales no colaboran. Cómo se ha de planear todavía el voto por correo electrónico y en depósito –anticipado- que la futura ley preverá. Cómo aún no se han diseñado ni constituido las comisiones de juristas y politólogos propuestos por el Gobierno y el Parlamento que deben velar por el desarrollo de la consulta, sucedáneos de las juntas electorales centrales y provinciales? Todo para nada porque, como bien saben los promotores de toda esta fallida organización, no cabe la menor posibilidad de que el poder Ejecutivo del Estado cambie de opinión y permita el ceremonial prohibido por la Carta Magna. Ninguna democracia toleraría un desplante a su Constitución.
¿Para qué, pues, esta aparatosa huida hacia delante, este absurdo viaje a ninguna parte? Con toda evidencia, para sembrar desorientación en la opinión pública, para que se extienda una frustración sobre la ciudadanía que, de buena fe, ha creído en las propuestas de sus líderes, y se descargue una gran inquina contra el supuesto ´enemigo´ que no ha hecho más que hacer cumplir la ley. Quienes actúan así, tan solapadamente, están contrayendo una gravísima responsabilidad con su propio pueblo. Y con la democracia, a la que deberán rendir cuentas cuando llegue el momento.
(Artículo de Antonio Papell, publicado en "Diario de Mallorca" el 19 de agosto de 2014)
Sí, Cataluña también tiene un problema de gobernanza. Hay punta del iceberg: los conocidos casos Pallerols, Palau, Mercurio, ITV o los posibles casos Pujol. Pero debajo de la superficie sospechamos que hay más: una forma de ejercer la cosa pública sesgada hacia quienes tienen los contactos adecuados. Eso es lo que apunta la última oleada del European Quality of Government Index, que analiza las percepciones de calidad de gobierno en 206 regiones de 24 países europeos y cuyos resultados acaban de ser publicados (Charron, Dijkstra y Lapuente, Social Indicators Research). El estudio muestra que Cataluña no sólo no desempeña el papel de región excelente en un país mediocre, como algunas regiones del norte de Italia, sino que, dentro de una España relativamente gris, ocupa una posición intermedia-baja. Mientras algunas autonomías, como Asturias o el País Vasco, obtienen puntuaciones cercanas a la media francesa o a algunas regiones centro-europeas, Cataluña es valorada como Lisboa.
En todo caso, las diferencias entre regiones dentro de la península ibérica son poco significativas. Básicamente todas ellas se sientan —con Chipre, Malta, Estonia y Eslovenia como compañeras de viaje— en el vagón de transición entre una locomotora donde se encuentran las regiones del norte de Europa y un furgón de cola ocupado por la Europa del Este más Grecia e Italia.
Los resultados mediocres de nuestras regiones en general —y de Cataluña en particular— no se deben a que la corrupción sea un fenómeno extendido en nuestra tierra. Los españoles no compramos favores en el día a día de nuestra relación con el sector público. El problema español, y claramente catalán, es la percepción generalizada de que las cúspides de los gobiernos están sesgadas. Que no tratan por igual a todos aquellos que se pueden beneficiar de las decisiones a esos niveles, desde concesiones de licencias y adjudicaciones de contratos públicos a cualquier tipo de regulación. La gente entiende que existen individuos o grupos sistemáticamente agraciados gracias a sus contactos políticos. Como nos han mostrado muchos casos de corrupción, en España ha existido un nutrido grupo de emprendedores en la captura de rentas: gente que ha explotado su posición pivotal entre el partido gobernante y el sector privado para acumular una riqueza y un poder extraordinarios. Esta industria de “conseguidores” ha sido, de hecho, muy rentable durante muchos años. Y está por ver si desaparece con la intensa campaña anti-corrupción que estamos viendo en distintos niveles o si, como en Italia tras Tangentopolis, simplemente se transmuta y reaparece con ropajes distintos.
Si entendemos la naturaleza de nuestro problema de gobernanza, veremos que las soluciones óptimas son distintas a las que se están proponiendo. Tenemos dos visiones opuestas en esa carrera de regeneración: la individualista y la colectivista. Para los individualistas, el problema es el mal comportamiento de unos políticos que se dejan corromper. Y para atajar estos “acontecimientos” a los que se refería Rajoy, debemos aplicar el mismo tratamiento que a cualquier otro crimen: una regulación y unos castigos más severos. Muchos regeneracionistas andan enzarzados en esta empresa, con fuertes discusiones sobre en qué momento del proceso judicial se debe forzar la dimisión de un cargo público, qué deben incluir las declaraciones de bienes de los diputados, cómo endurecer el código penal, etc… La corrupción se ve como una cuestión de manzanas podridas, que hay que detectar y eliminar. Para los colectivistas, por el contrario, habría que tirar todo el canasto. Y reemplazarlo por unos recipientes distintos, por una nueva arquitectura institucional que permita una democracia real, que empodere a la gente.
Sin embargo, la experiencia de otros países nos indica que ni la persecución draconiana de la corrupción, como pretenden los individualistas, ni los cambios revolucionarios, como desean los colectivistas, traen mejoras sustanciales. Las reformas necesitan cierta involucración, e incluso agitación social, pero es más factible que se materialicen en un ambiente de cierta estabilidad básica.
Las reformas exitosas han evitado tanto la tentación individualista de tratar la corrupción como un crimen más como la tentación colectivista de verlo como un fallo de todo el sistema político, que hay que sustituir por completo. Han buscado un camino intermedio. Empoderar no a los que luchan contra la corrupción ni a los ciudadanos que la sufren, sino a los que están en medio: los grupos profesionales que gestionan lo público. Al empoderar a los profesionales se despolitizan decisiones relativas, por ejemplo a licencias y regulaciones que facilitan la apropiación repentina de rentas, como recalificaciones.
¿No llevaría esto a la sustitución de un problema (abusos de los políticos) por otro (abusos corporativos o “tecnocráticos”)? No porque empoderar es dar poder, pero también responsabilidad sobre la conducción de los asuntos públicos. Es decir, que los gestores públicos no puedan escudarse en la tan manida “responsabilidad política última” y tengan que asumir costes de sus decisiones (y de sus no-decisiones). Para ello es importante crear un mercado abierto de profesionales que, sobre la base de su reputación, puedan ir optando a puestos variados. Además, empoderar no quiere decir dar todo el poder, sino generar un sistema de pesos y contrapesos entre la esfera política y la administrativa. Los políticos deben seguir teniendo la capacidad de tomar las decisiones f sobre el rumbo que debe tomar el país en políticas públicas. Lo que no deben hacer es estar en la sala de máquinas decidiendo qué herramientas hay que comprar.
Despolitizar la gestión no es virar hacia la tecnocracia y abandonar la democracia, sino centrarse en la política que cuenta. La variedad en países con gestiones públicas despolitizadas es muy rica: de los muchos impuestos y servicios de Dinamarca a los pocos de Singapur. Empoderando a los profesionales en la gestión se empodera la política de altura. La política es debatir si queremos acercarnos a Dinamarca o a Singapur y no discutir los nombramientos en tal ente público, la obtención de tal contrato o la concesión de tal licencia.
(Artículo de Víctor Lapuente, publicado en "El País" el 13 de agosto de 2014)
Antes del discurso de toma de posesión del nuevo Rey, algunos bienintencionados le recomendaron que aprovechara esa ocasión inaugural para utilizar lo más posible el catalán y supongo que ya puestos también el euskera, el gallego… Incluso mencionaban el precedente de los discursos de la Corona en Bélgica, que es precisamente la comunidad nacional más enfrentada de Europa y por tanto el mejor argumento a favor de una lengua común de cuya carencia política evidencia los efectos.
El discurso real fue sobrio y formal, pues difícilmente podía esperarse otra cosa; decepcionó a los separatistas para alivio del resto de los ciudadanos, y fue pronunciado en castellano aunque utilizó de paso las demás lenguas españolas en menciones literarias de poetas que escribieron en ellas. Una ocasión desaprovechada, se apresuraron a decir los que esperaban más énfasis en la escuela de idiomas. A mi juicio, en cambio, una excelente lección. Porque en ese aspecto el discurso no solo fue regio por el rango de quien lo pronunciaba, sino también realista. Las diversas lenguas de nuestras regiones son una indudable y reconocida riqueza cultural, bien ejemplificada por los creadores que las han utilizado y por quienes hoy aportan en ellas perspectivas diversas, críticas y exaltaciones imprescindibles para comprender nuestra comunidad. Pero no son una legitimación de la fragmentación política, como pretenden los nacionalistas, y en tal sentido reivindicar la lengua común es defender lo que nos une como país y Estado de derecho, sin desmentir en modo alguno el pluralismo social y literario de que disfrutamos.
Es esta incomprensión radical entre la variedad cultural y la unidad política me parece que se cifran buena parte de los interesados equívocos alentados por nuestros separatistas, que confían en que la gente ignore que la primera no justifica la demolición de la segunda. Los modernos Estados de derecho siempre acogen dentro de su homogeneidad legal posibilidades culturales distintas que constituyen precisamente una parte esencial de la libertad de sus ciudadanos. Pero lo que funda la democracia es el demos, no el etnos; es decir, que en España hay catalanes, vascos, andaluces, gallegos, etcétera... culturales, pero políticamente solo hay ciudadanos españoles. Y eso a pesar del arcaísmo de los “derechos históricos” (que son las brujas de Zugarramurdi del orden constitucional) y que el nuevo Rey en su proclamación juró respetar “los derechos de los ciudadanos y de las comunidades autónomas”, fórmula ominosa (¿qué pasa si entran en conflicto?).
Entre nosotros, se respetan y hasta a veces se sacralizan exageradamente las diferencias culturales (y religiosas, eróticas, etcétera), pero su fundamento es la común ciudadanía compartida, que las permite todas y también el derecho a diferir de la diferencia dentro de cada grupo diferenciado: nadie tiene obligación de ser extremeño, catalán o madrileño como los demás. A fin de cuentas, la verdadera singularidad que el Estado debe defender no es regional o de ninguna capilla, sino la personal: “Uno de los fundamentos del Estado de derecho es que el cuerpo político está formado exclusivamente por individuos. Su apuesta es que se puede y se debe trascender la visión troceada y tribal de la sociedad; que se puede y se debe unificar por una ley común que repose sobre principios universales ese mosaico que de otro modo tiende necesariamente a un régimen mafioso” (Catherine Kintzler, Penser la laicité, ed. Minerve). La aceptación de la Constitución democrática permite a cada ciudadano parecerse culturalmente a quienes prefiera o diferir audazmente de todos los que le rodean…
Decir que el desafío secesionista de los nacionalistas catalanes amenaza hoy la unidad de España es una forma quizá algo anticuada de referirse a que pretende conculcar la integridad incondicionada de nuestra ciudadanía compartida. Es eso, a mi entender, lo que fundamentalmente pretende denunciar el manifiesto Libres e iguales que hemos firmado gente de diferentes tendencias políticas. De inmediato ha sido denostado como muestra de nacionalismo español por quienes al parecer tienen dificultades para entender un texto bastante sencillo, o se ha recurrido para descalificarlo al sobado “choque de trenes”, ese cliché para simular que se piensa o para disimular lo que se piensa. Por cierto que el símil con el desastre ferroviario sirve para cualquier enfrentamiento político, por ejemplo la II Guerra Mundial. Pero como en aquella ocasión un tren llevaba a Treblinka y otro a la Unión Europea, todos nos alegramos de que se hiciera descarrilar al primero aunque fuese alto el coste. Afortunadamente, el caso que nos ocupa no es ni con mucho tan dramático. La actitud de los nacionalistas catalanes no es violenta, aunque en realidad tampoco es estrictamente pacífica, porque no se puede llamar así a un órdago por parte de representantes autonómicos que pone al Estado en la tesitura de aceptar su deslegitimación humillante o emplear su fuerza coercitiva de modo legítimo pero nada deseable.
Desde luego, nuestro manifiesto no se opone a que Rajoy y Artur Mas discutan cuanto puedan y les corresponda, para eso pagamos el sueldo a los políticos. Pero lo único que subrayamos, frente a los arbitristas reiterativos del “¡que se besen, que se besen!”, es que ninguno de ellos puede manipular a su antojo lo que no les pertenece porque es de todos, con tal de que se amaine el lío a cualquier precio. Personas cuyo criterio valoro opinan que una reforma federal de la Constitución puede ser conveniente. Pues si mejora la administración territorial del país y de paso calma el ramalazo étnico de los nacionalistas sin dañar al demos, lo que está por ver, adelante con ella siempre que cuente con el acuerdo suficiente. Lo que desde luego no puede cambiarse es la condición de los ciudadanos por la de nativos o autóctonos (“autotontos” les llamaba Valle Inclán), ni fragmentarla accediendo a que algunos proclamen “la república independiente de mi casa”, como decía aquel anuncio.
En el debate de los tres candidatos a dirigir el PSOE, tan hueco en lo que se decía como significativo en lo que se callaba, me llamó la atención especialmente una propuesta de Eduardo Madina: los socialistas “tienen que estar con los que no tienen nada que perder”. Dejemos a un lado que parece dar por supuesto que entonces los que tienen algo que perder —empleos, industrias, propiedades, seguros sociales, etcétera…, o sea la mayoría de los españoles— deben irse sin más a buscar el amparo de los partidos de derechas. Lo importante es que pasa por alto lo que todos tenemos que perder: nuestra ciudadanía, algo que se basa en la legalidad del Estado y no en “el pueblo”, “la calle” y todos esos embelecos populistas que se han puesto de moda. Esa legalidad no puede ser derogada por votos y urnas de una democracia repentina sin cláusulas, porque la precede.
Como dijo Tony Judt, “si uno se para a pensar en la historia de las naciones que maximizaron las virtudes de lo que nosotros asociamos con la democracia, se da cuenta de que primero vino la constitucionalidad, el Estado de derecho y la separación de poderes. La democracia casi siempre llegó lo último” (Pensar el siglo XX, ed. Taurus). En la ciudadanía se basan los derechos (el primero, elegir opciones de izquierdas, de derechas o las que fueren) y las prestaciones sociales, que dependen de ella y no de la productividad, la rentabilidad o la gobernabilidad que solo atiende al orden público. Si se fracciona o se reduce a mera pertenencia local, desaparece la auténtica posibilidad de combatir los abusos y crear mejores estructuras, para dejar libre el campo al mero afán de revancha, cuya espontaneidad irreflexiva tan provechosa resulta a los ambiciosos y a los fanáticos. Este es el mensaje que hay que hacer llegar a todos nuestros conciudadanos en la importante etapa política que vamos a afrontar los próximos meses.
(Artículo de Fernando Savater, publicado en "El País" el 22 de julio de 2014)
Dos manifiestos, avalados por conocidos nombres del mundo cultural, han coincidido en el tiempo: el denominado Libres e iguales, suscrito entre otros por Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Andrés Trapiello y Joaquín Leguina; y la declaración Una España federal en una Europa federal, una iniciativa de Nicolás Sartorius y José Antonio Zarzalejos, suscrita también, entre otros, por Ángel Gabilondo, Fernando Vallespín, José Luis Cuerda y Almudena Grandes. Muy combativo el primero y más reposado el segundo, ambos se hicieron públicos la semana pasada.
Este periódico se ha hecho amplio eco de estos manifiestos. Algunos han tratado de oponerlos: no estoy de acuerdo. El tono y el estilo son distintos, las materias que tratan también, pero no son contrapuestos sino complementarios, nada impide firmarlos a la vez, yo mismo acabo de hacerlo.
El primero, el Libres e iguales, tras dejar constancia que España atraviesa por un momento crítico, hace una llamada a la movilización institucional y ciudadana. En sustancia dice que el secesionismo catalán pretende romper la convivencia, adopta formas populistas y no ha recibido la respuesta adecuada. Para enfrentarse a él, los poderes públicos deben velar por el cumplimiento de la ley, abrir un debate público que sirva de información a todos los ciudadanos, reafirmar el valor de la Constitución (y, si conviene, reformarla), rechazar toda negociación que limite la soberanía del pueblo y alcanzar un pacto que comprometa a la unidad de acción.
El otro manifiesto, la declaración Una España federal en una Europa federal, parte de premisas muy semejantes al anterior y formula una propuesta específica de reforma constitucional que culmine nuestro Estado de las autonomías en sentido federal dentro de una Europa del mismo signo. Para ello propone el reconocimiento de las identidades diversas que componen nuestro país, el establecimiento de una cámara territorial que permita la participación de las comunidades en el Estado, una distribución clara de competencias y un nuevo sistema de financiación justo y equilibrado. Esta solución, dice, es la alternativa a dos opciones igualmente rechazables porque sólo conducen a un estéril enfrentamiento: seguir como estamos, pensando que los problemas se arreglarán por sí solos, o plantear una ruptura entre ciudadanos que conviven desde hace muchos años en una misma comunidad política.
Por tanto, en ambos manifiestos existen preocupaciones comunes en proporciones distintas. En el primero la preocupación principal es el riesgo de secesión, en el segundo el deficiente funcionamiento del Estado de las autonomías. Ambos comparten también, sin embargo, las preocupaciones del contrario y, en todo caso, con mayor o menor énfasis, admiten la necesidad de la reforma constitucional y piden a los partidos leales a la Constitución el imprescindible consenso. Asimismo, de forma más o menos explícita, pero indudable, exigen que todo ello se lleve a cabo bajo los procedimientos propios de nuestro Estado de derecho.
Lo que más distingue a ambos manifiestos es que uno aboga por determinadas reformas en sentido federal y el otro guarda silencio en este punto sin rechazarlo, ya que abre las puertas a reformas constitucionales. Es más, algunos de los firmantes de Libres e iguales —en concreto, los profesores Juan José Solozábal y Roberto Blanco— han abogado en sus obras por el cierre definitivo del modelo autonómico en sentido federal. Por tanto, buscar contradicciones entre ambos manifiestos es, en lo sustancial, una tarea bastante inútil, sólo explicable para intentar justificar un punto de vista a mi parecer engañoso: que el escenario del actual conflicto tiene como protagonistas a dos nacionalismos, el español y los periféricos, sean catalanes o vascos. Así pues, las culpas están repartidas, ambos se retroalimentan.
Que los nacionalismos catalán o vasco existen es evidente, lo confirman sus partidos autodefinidos como nacionalistas. Que existen nacionalistas españoles también es evidente, sólo cabe estar atentos a los medios de comunicación. Ahora bien, que los partidos estatales sean nacionalistas españoles, en igual medida que lo son los partidos nacionalistas catalanes y vascos, no resiste la prueba de los hechos.
¿Dónde encontramos, además de otras evidencias, esta concluyente prueba? En la existencia misma del Estado de las autonomías: reconocido en la Constitución, desarrollado con una rapidez e intensidad inusitadas, respetuoso con las diversas lenguas y otros hechos diferenciales. Si los partidos que han sido ampliamente mayoritarios en España —UCD, PSOE y PP, los tres de ámbito estatal— hubieran sido partidos nacionalistas españoles, ni en las Cortes constituyentes, ni en el desarrollo autonómico posterior, se hubiera alcanzado el alto grado de autonomía política actual. Lo mismo podría decirse de las posiciones a favor del europeísmo, tanto del PP como del PSOE, que nunca cayeron en el euroescepticismo de otros partidos europeos, de derechas o de izquierdas, sino que, por el contrario, han contribuido a impulsar una Unión Europea cada vez más federal.
Por tanto, no aticemos falsos enfrentamientos. Unos son nacionalistas y los otros constitucionalistas: no todos son iguales. El firmante de un manifiesto nunca está del todo de acuerdo con el texto en el que estampa su firma. Si dejamos de lado pequeños detalles, estos manifiestos que, casualmente, han coincidido en el tiempo, no son contradictorios sino complementarios, concordantes en lo sustancial.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 21 de julio de 2014)
Nuestra normalmente apática sociedad civil se moviliza periódicamente para exigir cambios institucionales que nos acerquen más a Europa (no hablamos aquí de los que buscan imitar a nuestros arruinados primos venezolanos). Desgraciadamente, estos momentos suelen acabar mal: el primero de ellos, articulado alrededor de los ilustrados y la Constitución de Cádiz, sufrió el exilio tras el regreso de Fernando VII. El segundo, el regeneracionismo de Costa y Ortega, murió con la Guerra Civil.
Una de las pocas cosas buenas de la brutal crisis económica ha sido el renacimiento de estos anhelos en un nuevo regeneracionismo. Los miembros de este movimiento, cada uno con sus propios matices, comparten una idea común: regenerar nuestra nación para construir una España más democrática, más moderna, más próspera y más justa. A diferencia de los movimientos anteriores, los nuevos regeneracionistas disfrutan de una novedosa herramienta, Internet, que les permite llegar a muchos españoles y aspirar a no terminar como sus antecesores. Por ejemplo, varios grupos se han reunido alrededor de blogs colectivos que analizan nuestra realidad con independencia y claridad.
Quizá sea el verano de 2014, ante la eclosión del populismo demagógico, del enconamiento del rupturismo en Cataluña y del desconcierto del partido en el Gobierno (imaginen, ¡hasta el presidente del Gobierno habla de regeneración democrática!), un buen momento para repasar esas ideas y ofrecer una guía de lectura del nuevo regeneracionismo.
Empezamos por los más sorprendentes miembros de este movimiento. El blog Hay derecho y el libro del mismo nombre (Ediciones Península, 2014), firmado con el seudónimo colectivo Sansón Carrasco, analizan el profundísimo deterioro del Estado de derecho en España que subyace a todos nuestros problemas. La sorpresa viene por ser los autores del libro notarios y abogados del Estado. ¿Qué hace un grupo de altos funcionarios en la vanguardia reformista? Parece difícil de creer que autores que podrían vivir tranquilamente ganando mucho dinero puedan tener el valor y la independencia para decir lo que saben a riesgo de perjudicar su carrera profesional. Y, sin embargo, lo hacen. El libro es extremadamente valiente e informado, con brutalmente claros análisis de las causas y consecuencias de la impunidad de nuestros altos cargos y ejecutivos. No leerán ustedes análisis más profundos, por ejemplo, de la escandalosa prescripción del delito de César Alierta, de la corrupción de nuestras instituciones y de la importancia del derecho para tratar de enderezar las cosas. A nosotros, que vemos los toros desde la barrera que concede trabajar en universidades anglosajonas, nos impresiona el valor de los autores que escriben cosas que, desgraciadamente, en España no se pueden decir. Porque una de las características de España es cuánto de lo que todo el mundo sabe (es decir, los cenáculos de Madrid) no se cuenta en ningún sitio en alto, sobre Gowex, sobre Bankia o sobre la financiación de los partidos. El arma secreta del éxito de Occidente durante ya varios siglos ha sido el imperio de la ley, la invención más importante de nuestra civilización. Los autores de Hay derecho explican mejor que nadie cómo este imperio de la ley se ha disuelto en España y cómo debemos de traer nuestro Estado del derecho del exilio en el que vive.
El segundo colectivo importante es el formado por un grupo de jóvenes investigadores y profesionales agrupados en el blog Politikon y que han publicado La urna rota: La crisis política e institucional del modelo español (Debate, 2014). La mayoría de los miembros de Politikon son científicos sociales con intereses en política y sociología. Como tales, escriben un libro analítico y basado en la evidencia empírica, pero ameno y entretenido. Su argumento principal (similar al que nosotros hemos apuntado en otras ocasiones) es que nuestra crisis es el producto de una combinación de malas instituciones y una burbuja inmobiliaria que lo permitió todo. Las malas instituciones vienen de unos partidos cerrados y monolíticos, un sistema electoral que impide el control interno (los miembros de los partidos no quieren perder su puesto en las listas) o externo (el sistema electoral tiene un sesgo mayoritario), una Administración pública muy politizada y de la ausencia de cuerpos intermedios (prensa, asociaciones privadas, etcétera) que sirvan de contrapeso a los partidos. La burbuja trajo crédito fácil que dejó a los políticos hacer y deshacer con total olvido del futuro y sin consecuencias en el corto plazo. Lo que diferencia a Politikon y a La urna rota de muchos otros autores es la claridad en presentar reformas posibles sin caer ni en la tentación de prometer milagros ni en la desesperanza, como le gusta decir a uno de los autores, de culparlo todo a que “España esta llena de españoles”. Los miembros de Politikon entienden muy bien que todo sistema político y electoral encara problemas y contradicciones, pero que existen alternativas a nuestras instituciones que, cuidadosamente diseñadas, traerían mejoras marginales.
El tercer libro del buen regeneracionista, Qué hacer con España (Destino, 2013), es de César Molinas, el pionero del nuevo regeneracionismo. Su artículo del 10 de febrero de 2009 en Expansión presentando una agenda de reformas para España y su influyente artículo en EL PAÍS del 9 de septiembre de 2012 desarrollando una teoría de la clase política española han sido trabajos clave en la gestación del movimiento. El libro es una lúcida exposición de las causas últimas de nuestra aparente incapacidad para crear instituciones modernas al servicio de los ciudadanos. El problema, según Molinas, es la falta de voluntad de nuestras élites. Estas élites, que disfrutan de jugosas rentas extraídas del resto de la sociedad, se resisten a poner en marcha cambios hacia la democracia y la transparencia que limitarían su capacidad de exprimir nuestro capitalismo castizo.
El cuarto libro, quizás el de objetivos más concretos, pero no por ello menos importantes, es ¿Hacienda somos todos?: Impuestos y fraude en España, de Francisco de la Torre (Debate, 2014), un brillante joven inspector de Hacienda que entiende como pocos los entresijos de nuestras cuentas públicas. De la Torre repasa nuestro sistema fiscal, los mitos y leyendas que existen con respecto al mismo, los problemas de recaudación y fraude que sufrimos, y propugna una reforma fiscal que vaya mucho más lejos que el maquillaje de las medidas anunciadas recientemente por el Gobierno.
Terminamos con una mención breve a nuestro trabajo, pues nos consideramos miembros de este nuevo regeneracionismo. Juntos contribuimos regularmente al blog económico NadaEsGratis, inicialmente bajo el paraguas de FEDEA y ahora gestionado de manera independiente por la asociación Nada es Gratis, cuyos autores somos economistas académicos. Nuestras reflexiones sobre la crisis económica y las reformas necesarias están reflejadas en el libro Nada es gratis (Destino, 2011), bajo el seudónimo colectivo Jorge Juan. Uno de nosotros ha escrito recientemente un libro, El dilema de España (Península, 2014), que refleja en muchos casos ideas que hemos desarrollado conjuntamente y con otros autores del blog, y que presenta una agenda regeneracionista concreta de reformas económicas, políticas y educativas necesarias para hacer de España un país comparable a las sociedades más avanzadas de la Europa del Norte.
Esperamos que esta lista de seis libros sirva a los españoles, incluidos a los más ilustrados de nuestros políticos (que en nuestra experiencia existen en todos los partidos), para plantear una ambiciosa agenda de reformas que transforme a España en la nación que todos soñamos.
(Artículo de Jesús Fernández-Villaverde y Luis Garicano, publicado en "El País" el 20 de julio de 2014)
Las primarias del PSOE por el momento han constituido un éxito. No lo parecía, incluso en momentos daba la sensación que estaban abocadas al fracaso, pero el resultado final creo que ha sido muy positivo. Y no por el líder escogido, que aún debe demostrar su valía, sino por la alta participación registrada.
Efectivamente, en la recogida de firmas para presentar candidatos participó un 38% de los militantes que, para esta función y dado que dichos candidatos, por ser bastante desconocidos, no podían suscitar adhesiones previas entusiastas, no era una cifra baja. Sin embargo, ahora la participación ha sido del 67%, desbordando todas las previsiones. Ello significa que en el partido socialista hay militantes muy motivados, sin duda preocupados por la difícil situación de su partido pero, en todo caso, dispuestos a seguir confiando en él debido, probablemente, a que lo consideran indispensable para seguir vertebrando la sociedad española.
En cierta manera, esta alta participación puede ser una buena lección de las bases socialistas a sus dirigentes. A pesar de los errores cometidos por estos durante los últimos años —especialmente en la etapa del Gobierno Zapatero— los afiliados al partido son seguidores infatigables y, cuando les dejan participar, participan. Ahora bien, más allá de estas consideraciones optimistas, encontramos también el reverso de la medalla: los candidatos. No se trata de juzgar si son buenos o malos candidatos, porque esta resulta ser una tarea imposible al ser su personalidad prácticamente desconocida. Conocíamos a Eduardo Madina porque hace años, siendo él muy joven, fue objeto de un criminal atentado de ETA, pero poco más. Los otros dos, incluido el triunfador Pedro Sánchez, eran hasta hace pocas semanas unos perfectos desconocidos.
¿Es esto bueno y normal en un partido como el PSOE, que arrastra una larga tradición histórica, representa a una corriente ideológica tan potente como la socialdemócrata, obtiene la confianza de millones de votantes en todas las elecciones, sean del nivel que sean, y que ha encabezado el Gobierno de la nación durante 21 de los 34 años de democracia constitucional? Sin duda, no es ni bueno ni normal. Al contrario, significa que algo estructural muy grave falla en los partidos como organizaciones políticas.
No creo que ello suceda en las empresas, ni en las grandes ni en las medianas o pequeñas. Un cursus honorum interno, o unos fichajes externos, son capaces de ir cubriendo las bajas en los puestos de dirección sin grandes traumas y, en todo caso, quienes van ascendiendo hacia la cúpula del poder no son desconocidos sino personas que han ocupado ya importantes puestos de responsabilidad donde han demostrado sus capacidades. Esto ha sucedido también hasta ahora en los partidos.
Recordemos las anteriores primarias del PSOE, con Almunia y Borrell de candidatos. Ambos habían ocupado antes importantes cargos ministeriales por los que eran ya muy conocidos. Almunia fue ministro de Trabajo en el primer Gabinete González, después fue ministro de Administraciones Públicas y, en los últimos años, ha sido por dos veces comisario europeo. Borrell comenzó siendo concejal de Madrid, después alcanzó merecida fama como secretario de Estado de Hacienda y después fue presidente del Parlamento Europeo. Cosas parecidas pueden decirse de Aznar y Rajoy. Todos sabíamos pues de antemano quiénes eran y, más o menos, de qué pie calzaban: competían por el liderazgo con un acreditado bagaje previo.
Solo con Zapatero se truncó esta trayectoria. También era un perfecto desconocido hasta acceder a la secretaría general del PSOE. Fue la primera vez que se impuso la idea de que la renovación de un partido pasaba por un relevo generacional: se pasaba a valorar más la juventud que la experiencia. Zapatero quiso arrinconar a una vieja guardia socialista que, en muchos casos, rondaba los cincuenta años. Licenció a una generación que aún podía dar mucho de sí, aunque al final tuvo que echar mano de viejos de tanta valía como Ramón Jáuregui y Alfredo Rubalcaba. El triste balance de su Gobierno demostró que allí había faltado experiencia. Por tanto, Zapatero se cargó a la generación anterior y, de paso, a la suya.
Ahora estamos en la generación de Pedro Sánchez y Susana Díaz, los que rondan los cuarenta y, en muchos casos, su experiencia vital más intensa ha consistido en la vida interna de partido. Algo falla en la selección del personal político. Las razones son muy complejas y no hay espacio para abordarlas aunque es necesario hacerlo con amplitud y profundidad. Los partidos, cuando menos el PSOE, no sabe generar líderes políticos experimentados.
Pero hay que dar un margen de confianza a Pedro Sánchez. Tampoco Felipe González o Alfonso Guerra tenían gran experiencia profesional y resultaron ser un tándem de éxito. Quizás estamos ante un futuro gran político. Pero de momento no lo sabemos, es más, no tenemos ni siquiera elementos para juzgarlo. Escogemos a tientas. Este es el problema.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 16 de julio de 2014)
La corruzione diffusa, l’aumento delle diseguaglianze sociali e del divario tra ricchi e poveri, la criminalità scaturita dalla povertà, l’enorme disoccupazione giovanile, l’immigrazione: questi erano i problemi che la scrittrice sudafricana, vincitrice del premio Nobel per la letteratura nel 1992 e del Booker Prize nel 1974 (con Il conservatore, storia di un uomo d’affari bianco che continua a vivere nella sua villa di Johannesburg incurante di violenze, omicidi, miseria ), continuava a denunciare nelle sue dichiarazioni pubbliche.
Per lei, che per gran parte della sua vita aveva lottato contro la segregazione dei neri e l’odio razziale, iscrivendosi all’African National Congress quando il partito ancora era fuori legge, l’urgenza di questi ultimi anni era soprattutto la giustizia sociale. Tanto che persino l’aggressione che subì a casa sua, nel 2006, fu un’occasione per ribadire che la violenza si risolve solo creando lavoro, non costruendo prigioni: “L’apartheid non esiste più– aveva detto nel dicembre scorso a La Stampa – ma abbiamo fallito nell’obiettivo di garantire a tutti la possibilità di una vita decente”.
Il primo romanzo, I giorni della menzogna, uscito nel 1953, racconta la storia di una giovane donna bianca nel paese segnato dai conflitti razziali. L’ultimo, Ora o mai più (pubblicato in Italia, come tutti gli altri, da Feltrinelli), è invece la storia di una coppia, “lei nera, lui bianco”, che dopo la liberazione va a vivere in un quartiere residenziale, dove è costretta però a confrontarsi con la nuova emigrazione, la violenza diffusa, gli scandali del potere. Quelli, in particolare, del nuovo presidente Jacob Zuma, più volte aspramente criticato dalla stessa Gordimer, che ne misurava tutta la distanza con il suo riferimento umano e ideale, Nelson Mandela.
Aveva conosciuto Madiba nel 1964 durante il suo processo, era stata parte della delegazione che lo aveva accompagnato a ritirare il premio Nobel per la pace, lo considerava “insieme a Gandhi, la figura più importante del ventesimo secolo”. Atea forse proprio per passione di giustizia –“ come posso credere in un Dio che sceglie me ma ne fa morire un altro?” – curiosa dell’Italia, dove vive sua figlia (“È strano che un presidente del Consiglio possieda giornali e tv”, diceva di Berlusconi), Gordimer ha sempre difeso l’idea della letteratura non come proiezione di sé, semplice autobiografia – “Non è di me che scrivo” – ma come la possibilità di “raggiungere universi che stanno oltre il mondo di cui disponiamo” (la sua avversione per i ghetti era così forte da convincerla a rifiutare un premio letterario riservato alle donne, perché “non esiste un premio per soli scrittori uomini”). Lo stesso compito, demolire distanze, rendere uguali, lo aveva ai suoi occhi l’istruzione, l’altro grande fronte sul quale Gordimer è stata sempre impegnata: “È il semi-analfabetismo il pericolo di oggi”, aveva detto a un’intervista al Fatto del 2010.
È morta in Sudafrica perché, diceva, “considererei un tradimento andarmene”. E perché aveva ancora molte speranze per il suo Paese, libero da neanche vent’anni. “Ho resistito alle difficoltà dell’apartheid, resisterò alla disillusione di oggi”.
(Artículo de Elisabetta Ambrosi, publicado en "Il Fatto Quotidiano el 15 de julio de 2014)
La sentencia de la Audiencia Nacional que absuelve a 19 de los 20 imputados por el asedio al Parlament de Cataluña el 15 de junio de 2011 tiene una importante carga ideológica, lo cual no es necesariamente negativo toda vez que los jueces se ven emplazados a resolver un conflicto que también es eminentemente político, y que se vincula con la libertad de expresión y de manifestación, de un lado, y con la existencia o no de cauces de participación que hagan injustificables las expansiones excesivas de los ciudadanos airados ante la ejecutoria de unas instituciones autonómicas, de otro.
La sentencia, redactada por el ponente Ramón Sáez Valcárcel, exconsejero del Consejo General del Poder Judicial por Izquierda Unida, detestado por los medios radicales de la extrema derecha, y apoyada por la magistrada Manuela Fernández de Prado, tuvo en cambio el voto particular del presidente de la sala penal, Fernando Grande-Marlaska. Y la argumentación que utiliza el ponente para descartar los delitos contra las instituciones del Estado, atentado y asociación ilícita, resulta francamente controvertible: además de ensalzar la libertad de expresión y de manifestación, asegura que "la democracia se sustenta en un debate público auténtico, en la crítica a quienes detentan [sic] el poder", y acto seguido manifiesta que "las conductas [de los imputados] estaban destinadas a reivindicar los derechos sociales y los servicios públicos frente a los recortes presupuestarios y a expresar el divorcio entre representantes y representados". En definitiva, "todos [los imputados] ejercieron el derecho fundamental de manifestación, sin que pueda imputárseles acto alguno que pudiera significar un exceso o abuso"€ Y más adelante, se contradice diciendo que "cuando los cauces de expresión se encuentran controlados por medios de comunicación privados [€] resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación" [..] ya que la realidad "pone de manifestó la invisibilidad de ciertas realidades dramáticas por la más absoluta imposibilidad de quienes las sufren para acceder a la opinión pública". La protesta sería, por tanto, "el único medio" por el que expresar y difundir sus opiniones.
La sentencia rezuma un inocultable aroma asambleario: los manifestantes, disconformes con el funcionamiento de la democracia parlamentaria, de la que se sienten divorciados, habrían estado legitimados para cometer "cierto exceso" [sic] encaminado a denotar dicha disconformidad, a "hacerse oír". Es muy difícil defender la juridicidad de esta tesis, cuando ya el sistema constitucional consagra las libertades de expresión y manifestación, lógicamente tasadas y en equilibrio con los demás derechos y libertades. Y, por decirlo más claro, es sencillamente inaceptable justificar actitudes cercanas o incursas a la violencia con el argumento de la mala calidad de la política democrática y la consiguiente necesidad de expresar una audible protesta.
En definitiva, los jueces tienen que efectuar una lectura "política" de unos hechos "políticos" que se dirimen en el proceso penal. Pero no están legitimados en modo alguno para elaborar y aplicar una teoría alternativa a la democracia parlamentaria para depurar el sistema o abrir nuevos cauces de representación.
Otra cosa es que quienes se extralimiten en la protesta tengan que ser encarcelados largos años como prevé nuestro exótico Código Penal y como pedía el fiscal. Es hora de correlacionar con sentido común los delitos y las penas „y eso debe hacerlo también el Parlamento, y cuanto antes„ pero no de que los jueces reinterpreten las leyes en un sentido constituyente. Porque la creatividad política no está ni puede estar en las estancias judiciales.
(Artículo de Antonio Papell, publicado en "Diario de Mallorca" el 11 de julio de 2014)
Los resultados de las últimas elecciones europeas han venido a confirmar una vez más la clara situación de rechazo y distanciamiento de los ciudadanos españoles respecto a una buena parte de la clase política, y especialmente a los dos grandes partidos, así como la consecuente frustración social al no verles intención de responder de una forma colectiva y contundente a sus principales preocupaciones, entre las que destaca el problema de la corrupción. El hecho mismo de que no se hiciese referencia alguna a la corrupción en el debate electoral entre los candidatos de los dos partidos mayoritarios es una buena muestra de que estos partidos siguen desoyendo a la ciudadanía, que en esta ocasión sí les ha hecho ver claramente en las urnas el evidente rechazo a su actitud.
Entre otros estudios y sondeos, en una reciente encuesta en el ámbito nacional encargada por Transparencia Internacional España sobre catorce medidas básicas contra la corrupción (publicados sus resultados en este periódico el pasado 1 de abril), se ha puesto de manifiesto la masiva voluntad de los ciudadanos de que se apliquen de forma urgente medidas de esta naturaleza (puntuaciones entre 8,6 y 9,6 sobre 10).
Creemos que ha llegado el momento de que los partidos respeten de verdad la voluntad de los ciudadanos y asuman un claro e inequívoco compromiso contra la corrupción, y consideren como una de sus más urgentes prioridades políticas la consecución de un amplio, claro y contundente pacto integral que permita combatir eficazmente esta extendida lacra social; ello es perfectamente plausible si hay una clara voluntad política al respecto, sobre todo de los dos partidos mayoritarios (que cada vez lo serán menos, si no cambian diametralmente su actitud en este terreno).
En este contexto, y tal como anticipábamos en el artículo publicado en este medio el pasado 7 de febrero, Transparencia Internacional España ha realizado recientemente una valoración del posicionamiento y nivel de compromiso de los principales partidos políticos españoles en relación con la corrupción, y también sobre el propio nivel de transparencia de estas organizaciones. A tal efecto se ha evaluado a las diez principales formaciones políticas: PP, PSOE, Izquierda Unida, UPD, PNV, Coalición Canaria, Esquerra Republicana, Convergència i Unió, Ciutadans y Equo. Esta valoración se ha basado en tres aspectos fundamentales:
1. Petición de la firma de un Compromiso por la transparencia y contra la corrupción, que finalmente han firmado individualmente y enviado a TI-España la generalidad de los Partidos. El hecho de que hayan coincidido los partidos en firmar un texto común por la transparencia y contra la corrupción, aunque sea puntualmente con vistas a las recientes elecciones europeas, es un hecho significativo y que quizá no tenga precedentes en este país; y en este sentido hay que entender que si los partidos han llegado a firmar individualmente y por separado un compromiso de este tipo, tienen ahora una obligación social de alcanzar un pacto o compromiso colectivo que sea amplio y con medidas concretas y contundentes como las que demandan los ciudadanos, y ello sin que se lo tenga que pedir la sociedad civil.
2. Una evaluación básica del nivel de transparencia de los partidos, en función de los diez indicadores propuestos por TI-España. El nivel de transparencia de los partidos ha sido en general bastante bajo (en su mayoría, inferior a 5 sobre 10), aunque al menos han mostrado una cierta mejora a partir del momento en que TI-España les envió una evaluación provisional. En todo caso no es muy edificante que la mayor parte de los partidos no publiquen informaciones tan básicas como sus presupuestos, los informes de fiscalización del Tribunal de Cuentas, el desglose de sus gastos e ingresos y sus bienes, o el detalle de sus gastos electorales.
3. Una consulta individualizada a los propios partidos sobre su posición electoral respecto a doce medidas contra la corrupción propuestas por TI-España, y si están en disposición de incluirlas en el programa de las próximas elecciones generales de 2015. El nivel general de acuerdo o aceptación de estas propuestas ha sido bastante alto por la generalidad de los partidos, lo cual introduce un elemento de esperanza, y, desde luego, de compromiso, de que los partidos opten finalmente por combatir de forma efectiva y con una serie de medidas contundentes la corrupción. Evidentemente, TI-España va a comprobar y propiciar en estos próximos meses que se puedan ir cumpliendo esos compromisos iniciales por parte de los partidos (información detallada sobre los resultados de esta triple valoración: http://www.transparencia.org.es).
Además de una verdadera metamorfosis o regeneración política de los partidos, resulta necesario en todo caso que se intensifique el incipiente frente social contra la corrupción, en el que ya participan activamente: la sociedad civil; los medios de comunicación; las fuerzas de seguridad; los jueces; puede unirse incluso la Jefatura del Estado (integridad, honestidad y transparencia son valores resaltados por el Rey), y, sobre todo, los ciudadanos, que cada vez son menos tolerantes con la corrupción y que van a tener ocasión de volver a demostrarlo en las próximas elecciones generales.
(Artículo de Jesús Lizcano, publicado en "El País" el 10 de julio de 2014)
Un tribunal de la Audiencia Nacional ha dado un salto peligroso en la línea de defensa de las acciones de “democracia directa” contra representantes de los ciudadanos elegidos en las urnas. Para ello absuelve a 19 de los 20 acusados de entorpecer el acceso del presidente de la Generalitat, Artur Mas, y de numerosos diputados al Parlamento de Cataluña el 15 de junio de 2011; en parte, por no considerar suficientemente acreditada la participación de los implicados pero, sobre todo, porque dos de los tres jueces consideran “obligado” admitir excesos en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación “si se quiere dotar de un mínimo de eficacia a la protesta y a la crítica”, lo que puede interpretarse como un aval a los actos de intimidación.
Sostienen tales jueces el delirante argumento de que el espacio público está “delimitado y controlado por los medios de comunicación, en manos privadas, o, pocos, de titularidad estatal pero gestionados con criterios partidistas”. ¿Qué tiene que ver esa palabrería con los golpes contra el coche del presidente de la Generalitat y el acoso a decenas de diputados; con tirarles líquidos a sus trajes; con pintarrajear a alguno de ellos; con acometerles físicamente en algún caso, y en otros de forma verbal? A dos de los tres miembros del tribunal les parece bien “ponerse delante de los diputados con los brazos abiertos o caminar detrás de ellos con los brazos en alto, al tiempo que se coreaban las consignas sobre el recorte presupuestario o la falta de legitimidad de la representación que ostentaban”, según escriben en su sentencia: lo consideran “conductas íntima e inequívocamente conectadas con el derecho a la protesta que allí se ejercitaba”.
Contraponer “democracia directa” a “democracia representativa” es la gran consigna populista que recorre Europa, animada, sobre todo, por movimientos extremistas. Resulta ridículo haber condenado a uno solo de los participantes —a una pena tan liviana como permanecer cuatro días localizado—, pero es mucho más inquietante justificar los excesos cometidos, como lo hacen los magistrados Ramón Sáez Valcárcel y Manuela Fernández Prado, de los que ha disentido Fernando Grande-Marlaska, para quien hay pruebas suficientes para condenar a una decena de implicados.
Los derechos de reunión y expresión son inherentes a la democracia. Nada hay que decir sobre una protesta contra los recortes del gasto social, si se hubiera producido de forma “pacífica”, como dice la Constitución. Tampoco hay reproche alguno que hacer a la mayoría de los manifestantes, que se abstuvieron de coacciones (y algunos trataron de contenerlas). Es cierto que las penas requeridas eran discutibles —la fiscalía pidió hasta cinco años de prisión— y que en su día se cuestionó la actuación de los Mossos d’Esquadra en esa jornada. Pero de ahí a justificar a una minoría intimidatoria va una distancia insalvable. Por ahí no se puede pasar.
(Editorial de "El País", publicado el 9 de julio de 2014)
Me pregunto si en la relación entre los partidos y el Estado no ocurre algo parecido a la relación entre la Iglesia y el Estado. Como bien sabemos, cuanto más avanzada está una sociedad, menos papel tiene en ella la religión. En las sociedades tradicionales, la religión cumple al menos cuatro funciones: explicar el origen del mundo, dar un sentido a la existencia, proporcionar un conjunto de normas sobre lo que está bien y lo que está mal y ayudar al hombre a ir franqueando las distintas etapas de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte.
En algunos países la religión todavía aspira a cumplir estas funciones. Ahí están el creacionismo y la sharia para probarlo. Pero en los países más civilizados, gracias a la separación Iglesia-Estado, la religión ha ido abandonando estas ambiciones y se conforma con ofrecer a sus fieles una visión del sentido de la vida y con acompañarlos a través de sus distintas etapas, dejando la explicación del origen del universo en manos de la ciencia y lo que se debe y no se debe hacer en las del derecho y la urbanidad. Cada cual es libre de pensar lo que quiera sobre la razón de su existencia y de casarse por el rito que prefiera, pero no puede impedir que se explique a los niños en las escuelas la teoría de la evolución ni obligar a nadie a lavarse las manos más o menos veces al día o a dejar de comer carne los viernes de Cuaresma.
De igual modo, en las sociedades con una democracia poco arraigada, muchas cosas dependen del partido al que se elige. Cuando el partido en el poder cambia, cambian también la ley de educación, la línea editorial de la televisión pública, el equilibrio entre la sanidad pública y privada y la orientación de órganos e instituciones que se supone que deben ser tan independientes como nuestro Tribunal Constitucional. Si el Gobierno dispone de una mayoría suficiente para ello, se siente con pleno derecho a modificar las leyes a su antojo: quien manda es él, no la ley. A nadie le parece mal que trate de favorecer a su partido y de perjudicar al adversario.
En cambio, en las sociedades políticamente más avanzadas, la convivencia se asienta sobre un espacio común en el que los partidos no pueden intervenir. Hay un juego de normas y de equilibrios institucionales que todos respetan, y si alguien trata de alterarlos se gana la inmediata repulsa de los demás. Los gobernantes han de utilizar el poder que se les concede para el bien de la comunidad, no el propio ni el del propio partido. Quien manda de verdad, quien rige los destinos de la sociedad, es la ley, no el gobernante de turno, que debe someterse a ella. El poder y la riqueza están separados, igual que la religión y el Estado. Entre los ciudadanos, la lealtad al sistema y a las normas que lo regulan está por encima de la lealtad a su partido —si son miembros de alguno— y a sus correligionarios. El mantenimiento de unas normas básicas de convivencia hace que el resultado de las elecciones no sea un asunto de vida o muerte para nadie, ni afecte a su capacidad de ganarse la vida honradamente.
¿Dónde está España, de acuerdo con este criterio? ¿Está la sociedad española suficientemente secularizada, desde el punto de vista político? Me temo que no, que estamos más cerca de las democracias poco arraigadas que de las democracias avanzadas. Aquí la separación partido-Estado es aún muy precaria. Aquí, la política se entiende como una guerra de trincheras en la que el que no está conmigo está contra mí, una discusión entre formas incompatibles del mundo, entre esencias ideológicas e identidades partidistas (en el sentido más literal de la expresión: la identidad de cada cual se funde con su adscripción partidista).
Aquí, cuando cambia el Gobierno no solo cambian los ministros y los secretarios de Estado, que sería lo normal, sino que cambian también todos los subsecretarios y los directores generales de la Administración central y muchos subdirectores generales y asesores. Cambian los embajadores, los agregados sectoriales de las embajadas, los presidentes y los consejeros de las empresas participadas por el Estado, aunque sean privadas, los directores de think tanks y centros de estudios. Cambia el equilibrio ideológico en el seno del Tribunal Constitucional y del Consejo del Poder Judicial. Cambian los responsables de instituciones independientes como el Banco de España o la Comisión Nacional del Mercado de Valores, arrasando espacios en los que no deberían tener cabida las ideologías. Aquí es como si cada equipo de fútbol, al jugar en su campo, pudiera nombrar al árbitro. Es cierto que no todos los partidos son iguales. Un ejemplo: en 2004, el Gobierno elaboró un estatuto para garantizar la independencia de la televisión pública, pero al llegar al poder en 2011 el nuevo Gobierno lo reformó para poder nombrar a quien quisiera y poner Televisión Española a su servicio.
En este clima, nada es visto con mayor desconfianza que ir por libre, pensar lo mismo que unos en unas cosas y lo mismo que los otros en otras. Los que se atreven a hacerlo son vistos con desconfianza por todos. Gustan las personas de una pieza. La transversalidad —menuda palabra, por cierto— está mal vista: los transversales son en realidad o unos tibios o unos chaqueteros, si no son ambas cosas a la vez. La conjura de los extremos que nos condujo a la Guerra Civil se ha convertido hoy en la conjura de los opuestos, que no quieren que nadie ande por ahí sin adscripción. El deporte nacional es averiguar si tal es de la cuerda de fulano o de zutano, clasificar, etiquetar. Si es de unos ya no puede ser de los otros.
En el fondo esta actitud huele a sacristía. Es una herencia de un pasado en el que el poder, como se podía leer en las monedas, se ejercía por la gracia de Dios. Aquí las ideas se profesan, se comulga con ellas. Fuera del partido —el que sea— no hay salvación. Las ideas propias son casi siempre una forma de herejía. La política es sectaria en el peor sentido del término: niega cualquier atisbo de razón al otro. “No cree en Dios, pero cree todavía en la gramática”, dijo Nietzsche, burlándose de no recuerdo quién. Según las encuestas, aquí ya no creemos mucho en Dios, pero seguimos defendiendo religiosamente a los nuestros.
Los partidos políticos son imprescindibles en toda democracia, y sin militantes no hay partido que se sostenga. Pero no es bueno que los partidos —igual que la religión— invadan esferas de la vida pública que no les corresponden. La justicia, la Administración, la educación no deben politizarse. Sin instituciones independientes, la democracia pierde calidad. Si alguna vez nos decidimos a reformar el sistema político, cosa cada vez más necesaria, este es uno de los aspectos que conviene abordar. En momentos como ahora en que todo vuelve a estar en cuestión, tener espacios públicos fuera del alcance de la lucha partidista proporciona estabilidad. Necesitamos una mayor separación partido-Estado.
(Artículo de Carles Casajuana, publicado en "El País" el 7 de julio de 2014)
Tradicionalmente, cuando se planteaba la discusión acerca de esa específica violencia política que se manifiesta en forma de altercados callejeros, destrozos de mobiliario urbano, ataques a sucursales bancarias o de partidos y otros incidentes similares, siempre surgía quien, llegada una cierta altura del debate, la contraponía a la violencia estructural del sistema. Según este argumento, el capitalismo es un modo de producción basado en la explotación de los individuos y, en su fase imperialista, en la de los pueblos, lo que hace que para ese régimen económico la violencia no represente un elemento accidental sino constituyente de su propia esencia.
La argumentación, todo hay que decirlo, en algunos momentos podía tener la apariencia de transcurrir en un plano superestructural o, si se prefiere formularlo con otros términos, de contraponer magnitudes por completo heterogéneas. La realidad de una de ellas no parecía ofrecer dudas: de determinadas manifestaciones de violencia política, como, pongamos por caso, los actos vandálicos llevados a cabo por grupos de encapuchados en el centro de una ciudad solemos tener noticia a través de las imágenes que nos ofrecen profusamente los medios de comunicación. En cambio, la supuesta explotación denunciada por los críticos de la violencia estructural no siempre resultaba tan evidente.
Hasta tal punto ese dispositivo básico del sistema quedaba oculto tras las apariencias en las épocas de bonanza que no faltaban los que llegaban a poner en duda que la presunta explotación fuera tanta o incluso que fuera tal, y con argumentos atendibles. En efecto, ella no parecía constituir un obstáculo para que amplios sectores de trabajadores llevasen existencias más o menos plácidas y confortables, adquiriesen sus viviendas en propiedad o afrontasen el pago mensual de su alquiler sin mayores problemas, pudiesen dar estudios superiores a sus hijos, mantener una actividad laboral estable y sostenida hasta su jubilación, y así sucesivamente.
Con toda probabilidad, una de las cosas más significativas que ha ocurrido en los últimos años ha sido que aquella difusa violencia estructural ha ido concretándose y adoptando unas aristas tan afiladas como hirientes. El resultado es que la propia expresión “violencia estructural”, que en algún momento pudo sonar a abstracción casi vacía —cuando no a polvorienta épica política— ha devenido la que mejor cumple hoy la función de describir realidades perfectamente identificables y de una extrema dureza. Los trazos mayores que describen el actual estado de cosas están en la cabeza —cuando no en la retina— de todos.
Así, no hay forma humana de relativizar la tragedia, también personal, de los que se han visto expulsados del mercado de trabajo o, tal vez peor aún, de quienes, como los jóvenes, no vislumbran la menor posibilidad de incorporarse a él por vez primera. Por otra parte, los salarios de los que tienen un empleo han sufrido una drástica reducción, rebautizada por los patrocinadores de los recortes como “devaluación interna”. Además, los trabajadores de mayor edad se han visto sustituidos por otros, más jóvenes, precarios y peor pagados. Por si todo esto fuera poco, la vivienda en propiedad ha dejado de ser una meta alcanzable por amplios sectores de la población para convertirse en el origen de las desdichas de muchas familias, desahuciadas y condenadas a penar de por vida con su deuda a cuestas, reclamada de manera inmisericorde por las entidades bancarias. Ni siquiera, en fin, el acceso al trabajo es ya garantía de nada: la figura del trabajador pobre, que a pesar de tener unos ingresos más o menos regulares no consigue satisfacer las necesidades básicas de su familia, ha irrumpido, muchos temen que para quedarse, en el escenario de nuestra realidad.
No se trata de presentar el extenso catálogo de males que en este momento asuelan a nuestra sociedad sino de resaltar cómo basta con la mención de algunos de ellos para comprender el generalizado cambio en nuestra percepción de la violencia estructural, que ha pasado a aparecer de manera creciente y generalizada como una amenaza inmediata. Los múltiples matices de la amenaza acaso podrían quedar resumidos en un solo trazo: la exclusión ha ampliado su radio de acción y ya no se cierne, como hasta ahora tendía a darse por supuesto, solo sobre sectores marginados. Muchos de quienes antaño se creían a salvo de ella empiezan ahora a verse a sí mismos como vulnerables.
Dudo mucho que sea posible interpretar adecuadamente lo que nos está sucediendo sin hacer referencia a este registro subjetivo tan generalizado, a este profundo malestar colectivo, que constituye el obligado marco de inteligibilidad en nuestros días. Ello no equivale, claro está, a dar por buena cualquier respuesta al mismo que se pueda ofrecer, como suelen hacer quienes, con calculada ambigüedad, utilizan como sinónimos “contextualizar” con “justificar”. Es más, probablemente nuestra mayor dificultad en la hora actual sea la de ser capaces de diferenciar las respuestas tan comprensibles como inútiles (cuando no directamente contraproducentes) de aquellas otras que puedan dirigir el hirviente magma de la desesperación de tantos hacia donde hay, en efecto, más posibilidades de acabar con las causas que la han hecho posible.
Lo que está fuera de toda duda en cambio es que buena parte de las maneras heredadas de abordar estos asuntos ha dejado de resultarnos de utilidad. El viejo principio según el cual la política se sustancia en el establecimiento de las prioridades sociales adquiere en este instante una apremiante actualidad. En el fondo, los mejores pensadores de cada época han sido aquellos que han sido capaces de percibir la necesidad de alterar el orden heredado de lo que se tenía por importante. Así, por no remontarnos demasiado atrás en el tiempo, Richard Rorty advirtió en los setenta acerca de la prioridad de la democracia sobre la filosofía y poco después, ya en los ochenta, el filósofo británico Derek Parfit sostenía que el yo no es lo que importa, subrayando con ello que la problemática de la identidad personal, tan importante para un nutrido grupo de teóricos contemporáneos, había dejado de estar en primer plano.
Hoy podríamos afirmar cosas parecidas, pero por muy diferentes motivos. Desde luego que Parfit fue premonitorio al señalar que el yo no importa porque han dejado de urgir asuntos que hasta hace poco eran tenidos por cruciales, como la constitución de la propia identidad, o dirimir cuál de los múltiples yoes que somos o hemos sido es el fundamental. Pero resultaría de todo punto inconsecuente que alguien aceptara con naturalidad lo anterior y, a continuación, considerara que nada hay más apremiante en el presente que reivindicar el ser de un pueblo (sea este el pueblo que sea, obviamente) o sostuviera que el problema fundamental de una determinada comunidad es el de su reconocimiento (puro hegelianismo identitario, a fin de cuentas).
No pretendo plantear una cuestión académica ni, menos aún, puramente especulativa. Por el contrario, me agradaría ser capaz de arrojar algo de luz sobre aquello que nos está pasando en la actualidad. Así, las fuerzas y partidos que movilizan a la ciudadanía (o se suman a sus movilizaciones más o menos espontáneas) con el argumento de que resulta inaplazable que aquella se pueda pronunciar directamente sobre determinados asuntos, convirtiendo con sus prisas dicha reivindicación en la prioridad absoluta de su política, deberían rendir cuentas por aquello que, en ese mismo gesto, están dejando de lado. Porque de ser cierta la sumaria descripción de nuestra realidad que en la primera parte de este papel se presentaba, con lo que en estos momentos nos las estaríamos viendo sería con un problema, sencillamente dramático, de supervivencia para mucha gente. Tiene delito que, frente a esto, haya quien parezca sostener, parafraseando a Rorty, la prioridad de la independencia sobre la pobreza, o de la forma de Estado sobre la miseria generalizada.
(Artículo de Manuel Cruz, publicado en "El País" el 3 de julio de 2014)
Únicamente conozco a un broker que actúe en Wall Street. Se trata de un antiguo compañero de colegio que ya en la infancia apuntaba maneras. Era abierto, decidido y, a la que te descuidabas, te devolvía un lápiz tras haberle prestado una pluma estilográfica. El otro día me lo encontré por la calle y estuvimos charlando un rato. Estaba contento porque los negocios le iban bien. Le pregunté si se reproducían las condiciones —propicias para él, por cierto— que dieron lugar al colapso financiero de hace algunos años. Me contestó que no sólo se reproducían sino que dentro de no mucho el colapso sería mayor. Los especuladores, empezando por él mismo, campaban a su aire, sin freno, y sus ganancias eran fabulosas. A su alrededor las burbujas fomentadas por la especulación crecían sin cesar, aunque, como es lógico, nadie pensaba acabar atrapado por ellas.
Mi antiguo compañero de colegio era feliz: todo volvía a producirse, corregido y aumentado, ante un mundo ciego y sordo, o, lo que era todavía más eficaz, cómplice. En definitiva, de creer sus palabras, la codicia seguía creando fuertes lazos de complicidad entre el engañador y el engañado, parecidos a los de los colegiales que intercambiaban lápices y plumas estilográficas. Claro que él no hablaba de codicia sino de interés y de provecho.
Y creo que no le falta razón. No tengo conocimientos suficientes para saber, o profetizar, si se avecina un nuevo colapso, pero sí tengo la sospecha de que no se ha generado un aprendizaje profundo en relación con lo sucedido estos últimos años. No se ha eliminado el huevo de la serpiente, ya que dicha eliminación concernía, además de a la economía y a la política, al espíritu, o, si se teme esa palabra, a la mentalidad. No ha habido catarsis, no se ha hecho limpieza, y las nuevas turbulencias pueden presentarse sin que se hayan construido diques de contención que las detengan.
A este respecto es muy interesante —incluso literariamente— escuchar el relato sobre el fin de la crisis que muchos políticos y financieros están contando. Es en cierto modo simétrico al del inicio de la crisis, e inevitablemente recuerda las narraciones tejidas en torno al absurdo. La crisis estalló inexplicablemente, y bastaría recurrir a las hemerotecas para comprobar la maravillada candidez de los dirigentes políticos y económicos: nadie podía prever nada porque —como los grandes fenómenos diabólicos y divinos, o como el absurdo— todo era imprevisible. Inopinadamente la peste se apoderó de la ciudad. Ahora se declara que la peste ya ha sido vencida, si bien es cierto que dejando tras de sí un reguero de cadáveres. Es magnífico ver a los banqueros proclamar el triunfo sobre la peste, ajenos ellos por completo a la instalación de la epidemia. También es aleccionador comprobar el triunfalismo de Rajoy o Montoro, aunque en sus caras se insinúe todavía un rictus de espanto, como si no estuviesen muy seguros de los augurios, o simplemente tuvieran dificultades a la hora de jugar su nuevo papel en la representación teatral.
Sin embargo, con mayor o menor eficacia, la representación funciona. Los espectadores —es decir, los ciudadanos— empiezan a aceptar que la peste se está desvaneciendo, y tienen tantas ganas de que esto suceda que están olvidando ya las causas del contagio que afectó a la comunidad. Si hacemos caso de la lógica expuesta por mi antiguo compañero de colegio, el entero ciclo va a repetirse de nuevo porque otra vez van a funcionar férreamente los lazos de la codicia: los especuladores, como corresponde a su papel en la función, buscarán la complicidad de los ciudadanos para la obtención de unos beneficios que, aunque a la larga sean catastróficos, a corto plazo brillan con luz propia.
La repetición del ciclo, de producirse, implicaría una ausencia total de aprendizaje con respecto a lo que hemos denominado crisis. Si tuviésemos la voluntad de aprender deberíamos ir, creo, más allá de las explicaciones económicas y políticas para preguntarnos sobre una determinada interpretación de la existencia. Dicho directamente: mientras la vida sea entendida como un objeto de rapiña, de saqueo, cualquier otra consideración se antoja secundaria. Y esta parece ser la ideología dominante en estos primeros lustros del siglo XXI en los que el utilitarismo y el pragmatismo se ven acompañados por una exaltación permanente de la posesión inmediata de las cosas (y de las personas). La existencia está ahí para ser tomada, para ser consumida, y no para llegar a un compromiso con ella. Más importante que el contrato social del que hablaron los ilustrados es el contrato existencial, del que carecemos y que supondría entender la vida como un sutil juego de equilibrios entre deseo y respeto, entre posesión y contención.
Cuando en la tragedia griega los poetas luchaban contra la desmesura y el desequilibrio, poniéndolos precisamente en escena, era porque partían de la honda convicción de que el hombre no puede ser libre si está atenazado por la hybris. Como supo ver muy bien Esquilo, no puede haber libertad si las fuerzas dominantes son la desmesura y el desequilibrio. Por importante que sea la urna para la democracia todavía más importante es la capacidad de mediación y de regulación: entre los individuos, entre los poderes, entre el hombre y su entorno. No obstante, el capitalismo que, globalizado, se asienta en el mundo tras la caída del muro de Berlín, hace ahora 25 años, es una auténtica civilización de la hybris y, en consecuencia, si aún son válidas las enseñanzas de Esquilo —y pienso que lo son—, un sistemático antídoto contra la democracia. La perpetua invitación a la codicia y al fast food vital significan un continuo sabotaje al ejercicio de la libertad.
Por eso es alarmante —no para él, claro— el pronóstico de mi compañero de infancia, el actual broker de Wall Street, cuando supone que las circunstancias van a repetirse porque los hombres están predispuestos a que se repitan. Indicaría que estamos atrapados en esa civilización de la hybris que no contempla otro camino que el del saqueo vital y la posesión inmediata de las cosas. Prisioneros de ese sortilegio, lo normal es que marcháramos de crisis en crisis, de nuevo riquismo en nuevo riquismo, con asombrosas irrupciones de la peste en la ciudad y no menos asombrosas desapariciones de esa misma peste. Eso sí, con visionarios, con augures, con magos, vestidos de ministros o de banqueros, abriendo o cerrando las puertas del porvenir. Y sin posibilidad de aprender.
Lo contrario sería aprender. Pero eso entrañaría un nuevo concepto de educación que desborda, con mucho, el marco de las escuelas y las universidades para afectar, directamente, a la mente del hombre. Al comprobar los estragos violentos de la Revolución Francesa, un revolucionario como Friedrich Schiller escribió un breve y valiosísimo libro, Cartas sobre la educación estética de la humanidad. En él se afirmaba que ningún cambio era posible, por espectacular que fuera en su efecto exterior, si no conlleva una modificación de la sensibilidad. Fue, en cierto modo, una profecía con respecto a las revoluciones que estaban por venir, especialmente las que tuvieron lugar en el siglo XX.
Aprender sería aprender a desarticular la civilización de la hybris. Educar al hombre en un nuevo contrato existencial, con sus derechos y sus deberes, en que la vida, lejos de ser un objeto de saqueo, fuese un sujeto de armonía. Claro que eso implicaría hacer una verdadera revolución espiritual, algo más delicado que cualquier revolución de otro tipo. La próxima vez que me encuentre con mi antiguo compañero de colegio voy a preguntarle qué opina al respecto. Quizá ría porque no lo entienda; quizá se asuste porque lo entienda demasiado.
(Artículo de Rafael Argullol, publicado en "El País" el 2 de julio de 2014)
Mil setecientas causas abiertas por corrupción. Todo el enjambre de delitos que enumera el Código Penal desfila por los legajos judiciales: prevaricación, soborno, cohecho, malversación de caudales públicos, blanqueo de capitales, fraude, tráfico de influencias, estafa, levantamiento de bienes. El sursuncorda. Apenas queda político presumiblemente limpio de polvo y paja. Ninguna sigla, salvo las que aún no rozaron la epidermis del poder, permanece sin mácula. De los empresarios y del ciudadano corriente se habla menos, pero también. Tododiós bajo sospecha. La sociedad entera chapotea en el lodazal. ¡Que levante la mano quien aún no haya recibido una citación judicial!: o le daremos la medalla del incorruptible o le descubriremos algún cadáver embalsamado en su armario.
Es lo que tienen las crisis: nos arrancan el pijama, destapan nuestras vergüenzas y nos muestran en el espejo la imagen descompuesta -legañas en los ojos, pelos como escarpias, barba como lija o cutis sin maquillaje- de la resaca que sigue a la orgía. Cuando la bolsa de valores se desploma y las empresas quiebran, la gente pierde la compostura. Durante el crac del 29, los especuladores se arrojaban al vacío desde los balcones de Wall Street. En nuestra Gran Recesión, más civilizada como corresponde a un tiempo nuevo, los usufructuarios del poder prefieren la ignominia al suicidio. Y algunos, muy pocos -Bárcenas, Díaz Ferrán y una docena más-, son sacrificados para demostrar que el sistema funciona. En un Estado de derecho, proclaman entre rejas aquellos huesos insignes, quien las hace, las paga. Lo cual no es del todo exacto.
La crisis puso al descubierto el estercolero, pero no lo engendró. El lazarillo de Tormes no nació entre los escombros de Lehman Brothers. Incluso me atrevo a formular la premisa, difícilmente demostrable -lo sé-, de que la corrupción ha disminuido en este último y atroz sexenio de vacas flacas. Mi presunción se basa en la constatación de sendos efectos colaterales de la crisis: el drástico recorte de la inversión en obra civil y la supresión de las ofertas públicas de empleo. En esos predios, ahora tierra quemada, pastoreaban muchos corruptos. Pero aquel bazar de bicocas, donde abrevaban partidos y particulares, y aquel servicio de empleo, tremendamente eficaz para quien contase con padrino, cerraron sus puertas. El negocio declina. De hecho, la mayoría de los casos que atiborran los juzgados vienen del pasado. De la época del pelotazo fácil, el dinero abundante y el nepotismo bien visto. Estallan ahora, pero ni la Gürtel ni Baltar son frutos de la crisis.
Lo que sí ha cambiado radicalmente es la apreciación ciudadana. De la tolerancia, cuando no de la complicidad, el ciudadano ha pasado a la intransigencia y la indignación. Los zarpazos de la crisis explican -y justifican- la metamorfosis. Despojado del trabajo o de la vivienda, con serias dificultades para llegar a fin de mes o abonar los plazos de la hipoteca, preocupado por su pensión en el alero o por el negro futuro de sus hijos, víctima de los recortes en sanidad y educación, asiste con perplejidad al escandaloso espectáculo que se desarrolla ante sus ojos.
Cuando ese ciudadano ya cree haberlo visto todo -el trasiego de millones hacia las cuentas suizas o los globos de la hija de la ministra, los edificantes diálogos telefónicos de la Pokémon o los manejos del príncipe consorte-, jueces y fiscales irrumpen en el escenario para acaparar también su minuto de gloria. Y se desmorona el último reducto que le quedaba al sufrido ciudadano.
¿Alguien puede sorprenderse de que, en esa tesitura, el ciudadano extienda un manto de desconfianza y escepticismo generalizado sobre los políticos, los partidos y las instituciones del Estado? ¿O de que busque asidero en opciones que cuestionan el sistema?
(Artículo de Fernando Salgado, publicado en "La Voz de Galicia" el 1 de julio de 2014)
On June 25th, in the eastern Libyan city of Benghazi, the lawyer and democracy activist Salwa Bugaighis was killed, bringing despair to those who knew her. Bugaighis, a bright, funny, courageous woman, fifty years old, was fighting for a democratic, open society. Along with her husband, Issam, and her sister Iman, she was at the forefront of the uprising against Muammar Qaddafi; later, she sat on the hastily declared transitional council that sought to bring order to the excited anarchy that followed Qaddafi’s fall.
As that anarchy turned to bedlam, Bugaighis worked to reconcile Libya’s feuding groups—even as her life was threatened, and as other critics of the militias were murdered. She had been spending time abroad, because of such threats, but came home for the elections.Yesterday, just after she returned from voting in parliamentary elections, gunmen surprised her at her house and shot her to death. Issam, who was abducted in the incident, is still missing. A Libyan friend of Bugaighis told me, “I am shocked beyond words. Sometimes I think that we just fucked up by removing Qaddafi—that I would rather live under a dictator and not worry about the safety of my family.”
Every revolution begins with the hope of a better life—however the revolutionaries interpret that phrase. But in the ugliest conflicts the fighters can become so degraded by violence that killing for professed ideals—usually God, fatherland, or some mixture of the two—comes to be an end in itself, a perverse validation of purpose. I kill, therefore I am. Over the years, I have spent a great deal of time with people who joined revolutions in the belief that their efforts, even their sacrifice, might bring about a better life for all. Many of them have been tortured, thrown in prison, gunned down, stabbed—in some cases by other would-be revolutionaries.
It has been nearly three years since Muammar Qaddafi’s regime collapsed, after months of fitful combat between his militias and a patchwork army of students, shopkeepers, and jihadis who gathered to depose him. Like the other protest movements of the Arab Spring, the Libyan uprising was inspired by the ouster of the Tunisian dictator Ben Ali, and by the overthrow of Hosni Mubarak, in Egypt. Most of those revolts did not end well. Just as Egypt’s revolution has been hijacked by the same military that upheld Mubarak’s corrupt power, Libya’s revolution, too, has come asunder. Ever since Qaddafi died—run to ground, in October of 2011, by a mob of fighters who stabbed, beat, and shot him—Libya has degenerated into murderous chaos, with dozens of armed militia groups competing for turf and power, and a central government too weak to impose the rule of law.
As the revolution was just gathering force, Bugaighis’s brother-in-law, a businessman named Mustafa Gheriani, had recently returned to Benghazi after years of émigré life in Michigan. He was cautiously optimistic, but also fretful. “The people here are looking to the West, not to some kind of socialist or other extreme system—that’s what we had here before,” he told me. “But, if they become disappointed with the West, they may become easy prey for extremists.” Gheriani said that the new Libyan state would be led not by angry mobs or by religious extremists but by “Western-educated intellectuals,” like him. It was his version of a better life, and even then it was hard to imagine it coming true. As I wrote in 2011, “Whether this was wishful thinking, of which there has been a great deal here in recent weeks, was uncertain. After forty-two years of Muammar Qaddafi—his cruelty, his megalomaniacal presumptions of leadership in Africa and the Arab world, his oracular ramblings—Libyans didn’t know what their country was, much less what it would be.”
They still don’t. But with the murder of Salwa Bugaighis they may now have a better, and sadder, idea.
(Artículo de Jon Lee Anderson, publicado en "The New Yorker" el 27 de junnio de 2014)
La lectura del auto del juez Castro sobre el caso Urdangarin, o incluso de los simples extractos periodísticos que lo resumen, conduce irremediablemente a la conclusión de que todo este episodio de saqueo manifiesto de las arcas públicas en diversas instituciones pivota en torno de la posición privilegiada de su principal urdidor, Iñaki Urdangarin, quien explota su matrimonio con la hija del Rey para abrir puertas a su ambición, a veces con la ayuda impagable, consciente o inconsciente, del propio monarca. Además, la infanta, una mujer culta y con su propia e intensa vida laboral, fue testigo privilegiado del escándalo, se benefició del producto de aquellas operaciones „¿de dónde, si no, salió el dinero para comprar la lujosa mansión de Pedralbes?„ y manejó a su antojo los fondos obtenidos mediante un vulgar tráfico de influencias. En otras palabras, la ciudadanía, la que contempla con expresión perpleja la sucesión de escándalos dinerarios que nos embarga, considera que la infanta Cristina es parte indisociable de la trama que explotó indecentemente su cercanía al Rey para enriquecerse.
Así las cosas, a nadie le puede sorprender que el juez instructor, un honrado funcionario público que ha consumido cuatro años en la confección del sumario resistiendo toda clase de presiones con gran dignidad, haya llegado al término de sus investigaciones a la imputación de 16 personas, entre ellas la infanta Cristina y su consorte, Iñaki Urdangarin, así como el socio de éste, Diego Torres, y su esposa, junto a las autoridades de diversas instituciones que facilitaron a los anteriores el botín de unos seis millones de euros por unos trabajos que no valían ni la tercera parte.
La acusación que el auto formula concretamente contra la Infanta „dos delitos fiscales y uno de blanqueo„ está relacionada con la sociedad Aizoon, propiedad de los duques de Palma al 50%, en la que se ingresaron importantes cantidades procedentes de las entidades "sin ánimo de lucro" con las que se efectuaban los negocios de la pareja Torres-Urdangarin. La Infanta invirtió tales recursos en atenciones particulares, y de ahí el juez extrajo su principal responsabilidad, sin que Hacienda ni el fiscal ni el abogado del Estado le formulen reclamación alguna. Por esta razón, podría librarse de ir al banquillo por fraude fiscal en virtud de la doctrina Botín (no cabe la imputación si no hay reclamación de los perjudicados), pero no por el referido delito de blanqueo, en el que la figura del perjudicado es más imprecisa y cabría entonces aplicar la doctrina Atutxa, según la cual basta para la imputación una acusación, que en este caso es ejercida por Manos Limpias.
Obviamente, la imputación no es aún, ni de lejos, una condena. Pero parece de justicia que la Infanta, omnipresente en el caso, haya de participar como "sospechosa" en la vista oral que debe servir para esclarecer públicamente el caso y atribuir la culpabilidad o la inocencia a los imputados. Por eso se entiende mal que el ministerio fiscal se haya erigido en este caso en defensor a ultranza de la inocencia de la Infanta. Ya se sabe que al fiscal le corresponde defender la legalidad, pero será muy difícil que la ciudadanía entienda esta actitud.
Significativamente, la abdicación de don Juan Carlos y la llegada de Felipe VI, quien en todo momento ha explicitado su repulsa contra lo que es y representa este escándalo, han restado carga política a un proceso que sólo entronca con el pasado de la monarquía pero que es ajeno, y con beligerancia, a quienes hoy personifican la institución en esta nueva etapa.
(Artículo de Antonio Papell, publicado en "Diario de Mallorca" el 27 de junio de 2014)
Hay días aciagos. Días en los que uno mete la mano en la actualidad y la saca llena de porquería. Ayer fue uno de ellos. Cuando nos asomábamos a los manejos de UGT de Andalucía, en un episodio de facturas infladas y desvergüenzas, se difundió el auto del juez Castro, con duras palabras de imputación de la infanta Cristina. Cuando no habíamos leído sus 160 folios, se confirmó que Magdalena Álvarez se había visto obligada a dimitir en el Banco Europeo de Inversiones. Y cuando tratábamos de digerir estas noticias, se supo que Willy Meyer, cabeza de lista de la Izquierda Plural, también dimitía por un oscuro asunto de un plan de pensiones sobre una sicav de eurodiputados montada en Luxemburgo para evadir impuestos.
En pocas horas la ola de corrupción o el delito económico lo salpicó todo: las más altas instituciones, el sindicalismo, un gobierno regional y la representación europea. Todo ello, sin contar al delegado del Gobierno en Murcia por un pelotazo urbanístico, los sobornos de Vendex en Galicia, con políticos del PP, PSOE y BNG implicados, o la contratación masiva de empleados en el Tribunal de Cuentas de familiares de altos cargos. Y todo esto es de un día.
Acudo en auxilio de mi repetido ejercicio imaginario: si esto lo lee un extranjero que llegase ayer a nuestro país, obtendría la conclusión de que ha entrado en la cueva de Alí Babá repleta de ladrones. Sé que todos los casos son distintos. Sé que la imputación de la infanta no es una condena; que la escandalosa financiación de UGT aún se está investigando; que lo del Tribunal de Cuentas puede no ser corrupción; que lo de Galicia no es nuevo, o que el señor Meyer merece elogios por su rápida reacción.
Pero la conclusión es la misma: este país ha vivido en un saco de podredumbre económica que no ha dejado nada sano y todo bajo sospecha. Las defensas que se aducen, que van desde el desconocimiento al desmentido, carecen de credibilidad después de todas las corrupciones que hemos conocido y, sobre todo, de las que siguen en limbo judicial, en instrucciones eternas y en juicios que nunca llegan.
Lo siento por las personas implicadas. Lo lamento por las instituciones perjudicadas. Pero, si ayer fue el día de las noticias, hoy es el día de la demanda irritada: esto no puede seguir así. La sociedad ya no tolera más (no debiera tolerar) el abuso de privilegios. No es admisible que no quede un palmo de la geografía nacional libre de delitos económicos. Y, desde luego, clama al cielo que, mientras los más débiles hacen cuentas de unos míseros euros que les serán perdonados con la reforma fiscal, haya parlamentarios que burlan al fisco nada menos que con una sicav. No hay mejor manera de desmoralizar al país.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 26 de junio de 2014)
La fluidez con que se desarrollan los fenómenos de amiguismo y nepotismo en España no debe llevarnos a restar importancia a la cota alcanzada por el Tribunal de Cuentas, que a veces parece una agencia de colocación de familiares de cargos, antiguos altos cargos y sindicalistas con relevancia interna, según la investigación publicada por EL PAÍS. Que 100 de sus 700 empleados tengan vínculos de ese tipo puede que no sea ilegal, pero constituye un elocuente resultado de las oposiciones “libres y abiertas” con que, oficialmente, se cubren las plazas disponibles.
El Tribunal de Cuentas, que es ajeno a la justicia, es el órgano que lleva a cabo la fiscalización de los miles de millones de euros gastados por la Administración. Sus doce consejeros son designados a propuesta de los partidos políticos, sobre todo los que han venido alternándose en el poder del Estado. Y su soporte técnico son los empleados con los que cuenta, respecto de los cuales el presidente del Tribunal, Ramón Álvarez de Miranda, niega irregularidades en la contratación y asegura que el sistema de oposición para acceder al mismo es idéntico para toda la función pública.
Sin embargo, no faltan los antecedentes significativos. Ya en diciembre de 2012, el Supremo echó abajo dos designaciones de altos cargos del Tribunal de Cuentas, y en 2009 anuló el nombramiento de la hermana de un consejero como subdirectora. El Supremo puso en evidencia una manera de hacer que consiste en deteriorar la independencia de las instituciones de control por el procedimiento de llenarlas de familiares o amigos. Pueden ser discutibles los criterios para proveer al Tribunal de Cuentas de personal cualificado, pero lo es todavía más que la vía familiar sea la fuente de alimentación del 14% de la plantilla. No se puede jugar con la credibilidad del control de cuentas de la Administración ni vivir en la complacencia de que un órgano semejante es capaz de garantizarlo.
El Tribunal de Cuentas ha perdido la oportunidad de ejercer un papel de referencia económica de la democracia. Su fracaso respecto a la financiación irregular de los partidos y de la corrupción política constituye un ejemplo evidente de su escasa utilidad, no solo por el lento modo de funcionamiento, sino por las trabas legales a las que se ha visto sometido. El PSOE pide “información” y el PP cree que el presidente del organismo “lo aclarará”: reaccionan como si se sintieran ajenos, pese a que siete consejeros del Tribunal fueron nombrados a propuesta del PP y cinco del PSOE (uno de ellos consensuado con IU) durante la última renovación, realizada en 2012.
En vez de aparentar sorpresa, los partidos tienen la oportunidad de actuar ahora de forma mucho más eficiente: llevar a cabo una investigación parlamentaria y rehacer el órgano fiscalizador sobre bases de independencia y eficacia dignas de tal nombre. Todo lo demás es ilusionismo.
(Editorial publicado por "El País" el 25 de junio de 2014)
Dos comisiones especiales de las Cortes de Aragón investigan desde esta semana la gestión de los años oscuros de Caja Inmaculada y de las posibles irregularidades en la gestión del polígono logístico Plaza. En un difícil equilibrio se busca acotar la dimensión político-administrativa de los problemas que han llevado tanto a la entidad financiera como a la sociedad pública a una situación límite, sin interferir en los diversos procedimientos judiciales abiertos contra las anteriores cúpulas directivas.
Como era de esperar ninguno de los declarantes acudió al parlamento con la intención de inmolarse, responsabilizándose de los presuntos excesos, sino más bien a defenderse y/o justificarse. Especialmente significativa fue la comparecencia del primer consejo de administración de la sociedad pública Plaza. Todos sus miembros aseguraron que disponían de información para tomar sus decisiones, pero cuando fueron preguntados por los aspectos concretos más controvertidos incurrieron en contradicciones y se reveló que esa información era insuficiente. La declaración de los consejeros, nombrados por los socios de Plaza (Gobierno de Aragón, Ayuntamiento de Zaragoza, Ibercaja y CAI), puso de manifiesto la inoperancia de estos órganos cuando las sociedades públicas alcanzan un volumen de gestión y de recursos inaprensible para quienes compatibilizan los sillones de consejos de administración con otras funciones públicas. Es difícil determinar las conclusiones a las que llegará la comisión de investigación, pero queda claro que los consejos formados por políticos desbordados de trabajo o superados técnicamente por la complejidad de los asuntos tratados, sirven de poco. Sobre todo cuando descansan su confianza en equipos de gestión viciados, caso de CAI, o liderados por presuntos corruptos, como es el caso de Plaza.
Pero además de la dudosa suficiencia de los consejos de administración con mayoría estrictamente política, un juez ha considerado esta semana que estos órganos de gestión son subsidiariamente responsables cuando se produce una presunta irregularidad delictiva. Ocurrió apenas unas horas después de la evasiva comparecencia del primer consejo de administración de Plaza en las Cortes aragonesas. El juzgado de instrucción número 12 de Zaragoza entiende que hay indicios suficientes para imputar en pleno a un consejo de administración posterior, de los años 2008 y 2009, atribuyéndoles a sus miembros un presunto delito de prevaricación por las decisiones que adoptaron para construir un apartadero ferroviario en el polígono. Esto es, el juez considera que pudieron adoptar mancomunadamente una decisión lesiva para los intereses de la sociedad pública. Desde luego que parece difícil que 18 personas de tan distinta adscripción se pongan de acuerdo para hacer algo ilegal, como aseguró el viernes uno de los imputados, el vicealcalde Fernando Gimeno, máxime después de examinar las actas del consejo y los informes técnicos que justifican y amparan ampliamente las decisiones presuntamente ilegales. Pero no es menos cierto que la gestión de una empresa del volumen de Plaza requiere de consejos muy profesionalizados, solventes y tutelados.
Los imputados por el denominado caso apartadero, entre ellos cuatro consejeros o exconsejeros de la DGA, tres aforados que habrían de ser investigados en el TSJA si la instrucción prospera valoran pedir la nulidad del auto, así como el resto de miembros creen que si el juez ha tomado esta decisión es porque no ha contado con toda la información suficiente. Es muy posible, pero cada día que pasa está más claro que en Plaza se produjo un exceso de confianza en una cúpula técnica que hoy está imputada, junto a los máximos responsables en Aragón de la constructora Acciona encargada de las obras. Y ni eso se reconoció ante la comisión parlamentaria. Y algo parecido ocurre en la CAI, cuando se constata que las dos direcciones generales de la caja entre 2000 y 2009 tomaron decisiones unilaterales y personalistas sin contar con las advertencias de los técnicos. Como Plaza, CAI tenía un consejo de administración donde además de la entidad fundadora, concurrían representantes institucionales que, por lo visto, tampoco se enteraban de nada. Al menos eso se deduce de las palabras del último director de la entidad, Luis Miguel Carrasco, que aseguró ante los integrantes de la comisión de investigación que hubo años de gran relajación en la gestión y en los órganos de control, que no tenían la capacidad suficiente para valorar el riesgo que se asumía.
Por las Cortes aún deben desfilar en las próximas semanas personas que pueden aportar testimonios esclarecedores respecto de la gestión en CAI o en Plaza, aludidos en algunos casos como responsables de los desmanes. De momento, y a la espera de otras conclusiones, esta semana se ha constatado una, y bien grave: los consejos de administración que se limitan a la representación y no tienen medios o interés de entrar en la gestión, son una rémora. Algunos de sus miembros deberían avergonzarse de haber participado como meros comparsas de tanto desmán y tener el orgullo de devolver al menos las dietas que cobraron, puesto que el agujero, inconmensurable, ya no se puede tapar.
(Artículo de Jaime Armengol, publicado en "El Periódico de Aragón" el 22 de junio de 2014)
Basta comparar la imagen tétrica de las Cortes franquistas ante las que Juan Carlos I fue proclamado rey de España y la alegre y normal de las Cortes Generales democráticas que recibieron ayer el juramento de Felipe VI como nuevo jefe del Estado, para captar la inmensa distancia que, a favor del actual, existe entre aquel país y este país. En un discurso sencillamente impecable lo dijo con toda claridad el nuevo rey: los transcurridos desde entonces han sido «los mejores años de nuestra historia contemporánea».
La grave crisis que sufrimos y la más terrible de sus lacras -el paro de varios millones de personas-, han oscurecido momentánea, aunque inevitablemente, esa verdad: que, se mire por donde se mire, y pese a las muchas cosas que hay que reformar, todo es mejor hoy que cuando se produjo la restauración monárquica en España. Hoy gozamos de concordia civil, de un Estado democrático y de derecho que entonces no existía, de un sistema de bienestar que a la altura de 1977 nadie podía siquiera imaginar y de un modelo de reconocimiento de nuestra pluralidad territorial que resiste la comparación con cualquiera de los existentes en el mundo.
La sanidad, la educación, las infraestructuras, la calidad de vida en pueblos y ciudades, la igualdad entre hombres y mujeres, todo ha progresado de una forma tan espectacular e incontestable, que solo el túnel oscuro en que nos ha metido una crisis despiadada impide ver a millones de españoles, sobre todo a los más jóvenes, lo que cualquier extranjero constata sin ningún género de dudas: que España ha experimentado en cuatro décadas no solo un cambio superior a todos los que se habían producido previamente a lo largo de su historia, sino que es difícil encontrar un país que haya vivido en Europa un proceso de modernización política, económica, social y cultural tan acelerado y positivo.
Solo los monárquicos más obtusos pensarán, claro, que esa modernización se debe solo o fundamentalmente al papel jugado por el rey Juan Carlos en los cuarenta últimos años. Pero solo los republicanos más recalcitrantes negarán al rey que anteayer dejó de serlo el impulso inicial que permitió un cambio de país para el que el propio rey jamás fue luego un obstáculo, sino todo lo contrario.
Con la monarquía parlamentaria de la Constitución de 1978 le ha ido a España mejor que con cualquiera de las previas monarquías o repúblicas. Esa es la pura y desnuda realidad.
Felipe VI tiene ahora ante sí el desafío de ser un monarca renovado para un tiempo nuevo, por decirlo con sus propias palabras. Será suficiente para ello con que cumpla sus funciones con el acierto de su padre, que ha sabido estar siempre en su sitio, y que evite sus errores en el ámbito privado, es decir, los que han hecho necesaria la sustitución que ayer tuvo lugar en la jefatura del Estado. Desde aquí le deseamos, por el bien de todos, mucha suerte.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 20 de junio de 2014)
Basta comparar la imagen tétrica de las Cortes franquistas ante las que Juan Carlos I fue proclamado rey de España y la alegre y normal de las Cortes Generales democráticas que recibieron ayer el juramento de Felipe VI como nuevo jefe del Estado, para captar la inmensa distancia que, a favor del actual, existe entre aquel país y este país. En un discurso sencillamente impecable lo dijo con toda claridad el nuevo rey: los transcurridos desde entonces han sido «los mejores años de nuestra historia contemporánea».
La grave crisis que sufrimos y la más terrible de sus lacras -el paro de varios millones de personas-, han oscurecido momentánea, aunque inevitablemente, esa verdad: que, se mire por donde se mire, y pese a las muchas cosas que hay que reformar, todo es mejor hoy que cuando se produjo la restauración monárquica en España. Hoy gozamos de concordia civil, de un Estado democrático y de derecho que entonces no existía, de un sistema de bienestar que a la altura de 1977 nadie podía siquiera imaginar y de un modelo de reconocimiento de nuestra pluralidad territorial que resiste la comparación con cualquiera de los existentes en el mundo.
La sanidad, la educación, las infraestructuras, la calidad de vida en pueblos y ciudades, la igualdad entre hombres y mujeres, todo ha progresado de una forma tan espectacular e incontestable, que solo el túnel oscuro en que nos ha metido una crisis despiadada impide ver a millones de españoles, sobre todo a los más jóvenes, lo que cualquier extranjero constata sin ningún género de dudas: que España ha experimentado en cuatro décadas no solo un cambio superior a todos los que se habían producido previamente a lo largo de su historia, sino que es difícil encontrar un país que haya vivido en Europa un proceso de modernización política, económica, social y cultural tan acelerado y positivo.
Solo los monárquicos más obtusos pensarán, claro, que esa modernización se debe solo o fundamentalmente al papel jugado por el rey Juan Carlos en los cuarenta últimos años. Pero solo los republicanos más recalcitrantes negarán al rey que anteayer dejó de serlo el impulso inicial que permitió un cambio de país para el que el propio rey jamás fue luego un obstáculo, sino todo lo contrario.
Con la monarquía parlamentaria de la Constitución de 1978 le ha ido a España mejor que con cualquiera de las previas monarquías o repúblicas. Esa es la pura y desnuda realidad.
Felipe VI tiene ahora ante sí el desafío de ser un monarca renovado para un tiempo nuevo, por decirlo con sus propias palabras. Será suficiente para ello con que cumpla sus funciones con el acierto de su padre, que ha sabido estar siempre en su sitio, y que evite sus errores en el ámbito privado, es decir, los que han hecho necesaria la sustitución que ayer tuvo lugar en la jefatura del Estado. Desde aquí le deseamos, por el bien de todos, mucha suerte.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia el 20 de junio de 2014)
Entre ayer y hoy el cambio de rey en España se habrá formalizado mediante una serie de actos jurídicos regulados en la Constitución. Ninguno de estos actos es superfluo; todos tienen un profundo significado que refleja bien que nuestro Estado se basa en dos principios fundamentales: primero, la soberanía reside en el pueblo, titular del poder constituyente al establecer una Constitución, y, segundo, todos los poderes constituidos —emanados de esta Constitución— están sujetos al derecho, que es la expresión de la voluntad popular. Es decir, son aquellos principios revolucionarios que establecieron, entre otros, Locke, Rousseau, Kant y Sieyès hace ya varios siglos.
Partiendo de estas bases, la Corona es uno de estos poderes constituidos, en concreto es el órgano que desempeña las funciones propias de la Jefatura del Estado y el titular de dicho órgano es el rey. Por tanto, el rey no es el soberano —como tampoco lo son las Cortes Generales o cualquier otro órgano constitucional—, aunque a veces, impropiamente, se le llame así. El soberano únicamente es el pueblo.
Primera cuestión: ¿quién designa al Rey? Lo designa el pueblo según el procedimiento que, en su función de poder constituyente, ha establecido en la Constitución y, por tanto, no lo designa su antecesor que no puede cambiarla. En nuestro caso, Felipe VI no debe su condición de rey a Juan Carlos I, sino a la Constitución, sólo está sujeto a ésta y no a su padre, el cual previamente ha abdicado de forma voluntaria mediante una ley orgánica aprobada por los dos órganos que representan al pueblo español, el Congreso y el Senado. Esta ley garantiza que el procedimiento sucesorio es el adecuado. Justo en el momento de su entrada en vigor mediante su publicación en el BOE —exactamente hoy 19 de junio a las cero horas— Felipe VI ha accedido a la condición de rey.
Los actos que se celebran hoy no son, por tanto, actos de coronación —tal como se dice, pues Felipe VI es ya rey—, sino de proclamación y jura. La proclamación ante las Cortes Generales —no por las Cortes Generales— es simplemente un requisito para dar publicidad, de forma solemne, al hecho sucesorio. El juramento tiene un sentido más profundo. El nuevo rey acata la Constitución y declara fidelidad a la misma; en definitiva, reconoce que su posición constitucional y sus funciones provienen de la voluntad del pueblo. Si no jurara, las Cortes le deberían inhabilitar.
Después están la pompa y el boato, muy limitados por cierto, y justificados en que el nuevo rey es símbolo de la unidad y permanencia del Estado. Pero lo fundamental es que el origen y el control de todo el proceso está en el pueblo y sometido a la Constitución. Por tanto, el significado de todos estos actos, aparentemente formales, responden a lo expresado por Jellinek hace más de un siglo al referirse a la constitución de la Francia revolucionaria de 1791: “Se trata de una República con jefe de Estado hereditario”.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 19 de junio de 2014)
El veterano reportero Gay Talese, uno de los artífices del nuevo periodismo, ha acabado por convertirse en un oráculo del viejo. Acudimos a él para leer o escuchar cosas esenciales del oficio que, sin embargo, parecen haberse olvidado. Talese, del que ahora se publica "Los hijos", un libro sobre sus orígenes italoamericanos, acostumbra a hablar con propiedad. Su consejo a los jóvenes reporteros es que intenten ofrecer una perspectiva distinta de la realidad, en vez de dedicarse todos a hacer lo mismo y correr detrás de los poderosos para al final tragarse la propaganda del Gobierno de turno.
La prensa, en cierta medida, está pagando con descrédito un exceso de contemplación, connivencia y subordinación al poder. En ello, como es natural, han tenido que ver ocasionalmente los intereses de algunos editores. Lógicamente, ese camino errático no siempre ayuda a a los lectores a comprender mejor la realidad. Lo peor es que el cambio tecnológico y el llamado periodismo ciudadano no ofrecen mejores expectativas, sino todo lo contrario, por distancia, selección y falta de jerarquización de las historias publicadas. Abundancia no suele significar calidad.
Para no disgustar a sus fuentes, muchas veces políticas y por lo general interesadas, el periodista está dispuesto a comprar, con mayor frecuencia de lo deseable, mercancía averiada. Como explica Talese: a creer la basura que le cuentan y darle forma en un artículo. Así, de ese modo, piensa, le volverán a contar cosas. Obviamente, el asunto se convierte en una mecánica disparatada y banal de la información que el lector inteligente acaba pillando.
La dependencia del político, ahora ya ni directamente suya como interlocutor, sino a través de los numerosos gabinetes de prensa, ha hecho un gran daño a la credibilidad de los periódicos. Del poder es necesario desconfiar, sólo así se mantiene independiente el periodismo.
(Artículo de Luis M. Alonso, publicado en "Diario de Mallorca" el 18 de junio de 2014)
Cuando se habla de la Edad de plata de la cultura española no siempre se repara en el ámbito del pensamiento filosófico (más allá de la inevitable y justa referencia a Ortega y Gasset). Pocos países pueden ofrecer un nivel filosófico comparable al creado por el grupo forjado en torno al pensador madrileño. Entre ellos ocupa un lugar eminente Julián Marías junto a Gaos, Zubiri, García Morente, Rodríguez Huéscar y Garagorri, entre otros. También recibió Marías el magisterio de Martin Heidegger y Gabriel Marcel. Mi grado de adhesión a sus ideas y a las realidades que estima es elevadísimo: el cristianismo, la filosofía de Ortega, el amor a la libertad (no diré «liberalismo» para evitar posibles equívocos, pues la palabra también se ha prostituido como decía Ortega de la palabra «democracia»), la idea de España (y, por lo tanto, de América),…
Si no estoy equivocado, su principal contribución filosófica consiste en la elaboración de una metafísica de la persona según la razón vital. La metafísica de la vida humana de Ortega es profundamente personalista. La reducción del hombre a lo físico y químico, en suma, a lo material, entraña su deshumanización. También es muy fértil su teoría moral centrada no tanto en el deber y la prohibición como en la idea de lo mejor. La moral no consiste sino en la permanente voluntad de realizar «lo mejor». Esta concepción de la moral se encuentra, tal vez, muy vinculada a la filosofía de los valores de Scheler y Hartmann, pues lo mejor tiene de suyo una condición valiosa. Siempre recuerdo esa afirmación suya, tan verdadera, de que los dos mayores errores morales del siglo XX habían sido la aceptación social del aborto y la generalización del consumo de drogas.
Casi toda su labor filosófica se desarrolló al margen de la Universidad española, pero fue profesor y conferenciante en muchas universidades europeas y americanas. Fue miembro de la Real Academia Española y del Consejo Internacional Pontificio para la Cultura creado por Juan Pablo II. Recibió en 1996 el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades y en 2002 el Premio Internacional Menéndez Pelayo. Se escribe, en cierto modo, como se es. Y su estilo es limpio y claro.
Bajo el título «Una vida presente» publicó a finales de los ochenta sus Memorias. De ellas ha escrito su autor: «Mis Memorias han consistido sobre todo en hacer explícita, hasta donde es posible, una vida; y digo hasta donde es posible porque la vida humana es siempre arcana, recóndita, misteriosa, no ya para los demás sino para uno mismo. La mía, después de escribir estas páginas, cuya tensión dramática creo que es perceptible, es un poco menos oculta, más clara, mejor poseída, más mía, y por tanto más verdadera». Y las termina con la declaración de su esperanza en la inmortalidad personal y en la resurrección de la carne, que son imprescindibles para ser verdaderamente quien se es. La suya ha sido una vida larga, lograda, fecunda, que comenzó hace ahora cien años, y siempre presidida por un indeclinable amor a la verdad.
(Artículo de Ignacio Sánchez Cámara, publicado en "ABC" el 17 de junio de 2014)
Julián Marías, español eminente, estudió Filosofía durante los años de la Segunda República. Entre sus profesores, José Ortega y Gasset y Xavier Zubiri fueron los que mayor influencia ejercieron en su vocación. Terminó la carrera pocos días antes de que Franco diese un cruel golpe de Estado. La Guerra Civil marcó para siempre su vida.
Fiel a la República, fue un colaborador aplicado del líder socialista y ugetista Julián Besteiro, con el que estuvo hasta el final, incluso cuando este buscó articular ingenuamente una incruenta paz pactada con las autoridades franquistas a través del Consejo Nacional de Defensa del coronel Casado. Marías pasó por la cárcel y sufrió la persecución académica de una universidad que había decaído en la neoescolástica más tradicionalista. Su tesis sobre el padre Gratry fue suspendida y no se le permitió dar clases en la universidad española. En su “exilio interior”, tuvo que ganarse la vida con traducciones y con algunas lecciones en entidades que, como Aula Nueva, funcionaban al margen del régimen. Con Ortega, fundó en 1948 el Instituto de Humanidades, pero su maestro clausuró la iniciativa sólo dos cursos después porque se dio cuenta de las dificultades que su labor encontraba.
El éxito de algunos de los primeros libros de Marías, Historia de la Filosofía (1941) e Introducción a la filosofía (1947), junto a su vinculación discipular a la figura de Ortega, lo convirtieron en una referencia internacional. A partir de finales de los cincuenta, su labor como intelectual fue intensa y eficaz en la prensa, tanto por la crítica —no siempre velada— al régimen como por la construcción del ambiente intelectual y político, de consenso, que hizo posible la transición a la democracia, en la que también desempeñó un papel destacado como senador real y orientador de algunos de los principales debates, por ejemplo, el de la configuración territorial del Estado a partir de las ideas autonomistas de Ortega.
Algunas de sus obras, El método histórico de las generaciones (1949), La estructura social (1955) y Antropología metafísica. La estructura empírica de la vida humana (1970), marcaron el tono y el nivel de su filosofía, siempre sobre la base orteguiana. Su catolicismo acendrado y una visión política conservadora, junto a su enfoque clásico de la filosofía, hicieron que buena parte de los miembros de las generaciones nacidas a la vida pública durante el franquismo y la Transición se alejasen de su magisterio al tiempo que llegaban los merecidos reconocimientos institucionales.
(Artículo de Javier Zamora, publicado en "El País" el 17 de junio de 2014)
Dos de las actividades más difíciles de realizar en política son el control de los tiempos —cuándo hacer o dejar de hacer algo— y el delicado ajuste entre estabilidad y cambio; o sea, promover reformas sin remover las bases sobre las que se sustentan las instituciones y transita la política “normal”. En las últimas décadas hemos insistido tanto en la dimensión de la estabilidad, en los “ahora no toca” y en la inmutabilidad del edificio constitucional, que es hasta casi natural que demos paso a lo contrario, a las propuestas de ponerlo todo en cuestión. El cambio ha sido reprimido durante tanto tiempo que ahora nos está estallando en la cara ignorando los mecanismos de frenada. La ley del péndulo.
El “cambio”, cambiar, son las palabras más sexis de la vida política, aunque su semántica nunca esté clara. Vivimos en una sociedad sujeta al paroxismo de la novedad, algo que promueven activamente los medios de comunicación y de lo que nos hemos contagiado todos. Pero, ¿qué de lo que se nos vende como nuevo lo es en realidad? No, desde luego, la disputa entre Monarquía y República, ya centenaria en nuestro país, o la eclosión de los nacionalismos con su vuelta a las fronteras y al calorcito de los vínculos primarios de una supuesta comunidad originaria perdida en la historia. Más banderas y emociones, más ocasiones para discrepar, más fracturas en nombre de lo aparentemente soterrado. El pasado se erige como la fuente de los conflictos del presente cuando lo que en realidad necesitamos son soluciones de futuro. Nos sobra retórica y nos faltan ideas. Destruir, separar y descalificar es lo fácil; construir y consensuar, lo difícil. Y eso es lo que lamentablemente no se otea en el horizonte.
La política de nuestros días se ha dado la vuelta como un calcetín. Ya no puede regular por sí sola la vida de un país; ni los Estados son lo que eran, ni las ideologías tradicionales nos sirven para orientarnos en un mundo radicalmente transformado. Pero en vez de indagar en ello nos seguimos aferrando a los arquetipos, señal inequívoca de que el desconcierto y las emociones se están imponiendo. El resultado obvio es el populismo, la aparición de orates que hablan en nombre del “pueblo” y señalan al culpable de sus muchos males, siempre alguna élite perversa o un Estado opresor. La dialéctica del amo y el esclavo en clave del siglo XXI. Una nueva vuelta de tuerca en la infantilización de la política.
Nos sobran líderes impecables a los que se les llena la boca hablando de “justicia” o del destino de patrias insatisfechas y nos faltan políticos honestos dispuestos a resolver los verdaderos problemas de la gente. Menos metafísica y más política. De la de verdad, la que se sabe contingente, valora sus limitaciones y aun así no renuncia a ser valiente y a emprender los cambios necesarios sin prescindir de un paracaídas, de ese valor que ahora parece en desuso, una mínima estabilidad institucional.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 13 de junio de 2014)
Señor presidente, señoras y señores diputados. Estamos aquí convocados, en representación de todos los ciudadanos, para debatir sobre la abdicación del Rey Juan Carlos I. Una abdicación que es una de las formas de sucesión a la Corona recogida en nuestra Constitución. Estamos en una sesión parlamentaria que trae causa directa de la Constitución, concretamente de su artículo 57.5 en el que se encomienda a una ley orgánica la resolución de las abdicaciones. Una ley que debe ser aprobada en estas Cámaras.
Examinemos, siquiera brevemente, el carácter de esa ley, repito una ley obligada por la Constitución. Resulta evidente que se trata de una norma en la que esta Cámara se limita a aceptar formalmente una decisión que es solo del Rey, a la que a través de una ley se otorga efectos legales.
Permítanme que me haga retóricamente algunas preguntas ¿Podría esta Cámara no hacer esta ley? No, no podría. Tiene que hacerla porque así lo establece la Constitución. Y una segunda pregunta ¿Puede esta Cámara votar no a una ley que recoge la voluntad expresada libremente por el Rey?
O dicho de otra manera ¿Qué significaría un voto negativo a esta ley? Pues, o bien, esta Cámara entiende que la abdicación no estaba bien formulada por parte del Rey, lo que no es el caso, o que este Congreso no autoriza la abdicación del Rey, lo que entre otras cosas, comportaría el dislate de que esta Cámara le dijera al Rey que debe seguir siéndolo aunque no quiera.
En resumen: la Constitución nos mandata para hacer esta ley y, mi juicio no cabe otra posibilidad que votarla afirmativamente si la voluntad libre del Rey de abdicar está correctamente acreditada.
Una segunda reflexión: En la ley que hoy debatimos debemos decidir sobre la abdicación, y solamente sobre la abdicación. La sucesión del Rey, está regulada en el artículo 57.1 de la Constitución. No es eso lo que nos trae hoy aquí. Es obvio que en esta Cámara se puede discutir todo, pero a la hora de votar debe quedar claro aquello a lo que estamos diciendo sí o no.
No vamos a votar la sucesión del Rey Juan Carlos I por su hijo el Príncipe de Asturias. No. Eso ya lo votamos. Lo votamos aquí en esta Cámara en 1978 y lo ratificó ampliamente por referéndum el pueblo español cuando aprobamos la Constitución. La sucesión del Rey está directamente regulada en la Constitución. Su materialización es pura y sencillamente el cumplimiento de nuestra Carta Magna.
Tercera reflexión. La española es una monarquía parlamentaria. Porque nuestra constitución sólo reconoce una soberanía: la soberanía popular. No existen una soberanía real y otra popular. No. La soberanía nacional reside en el pueblo español del que dimanan todos los poderes del Estado. Así reza el artículo segundo de la Constitución.
Es decir, en España hay un Rey, pero los españoles no somos súbditos sino ciudadanos de pleno derecho. De esa soberanía que reside en el pueblo español dimanan todos los poderes del Estado; también la Corona, cuyas funciones y competencias están tasadas y explicitadas en la Constitución que ha sido refrendada por los ciudadanos.
Con estas breves reflexiones ya podría avanzar algunas de las razones del sí de mi grupo: se trataría con nuestro voto afirmativo, ante todo, de cumplir la Constitución, que contribuimos a elaborar, votamos y que defendemos. Se trataría de cumplir la ley, que como he tenido ocasión de expresar en esta tribuna es ineludible, insoslayable para el Congreso de los Diputados en un Estado de democrático de derecho como es el nuestro. Votaremos sí porque es cumplir con la ley, con la Constitución.
Pero hay algo más. Con este voto positivo los socialistas queremos reafirmar nuestra fidelidad al acuerdo constitucional, aquel consenso que los socialistas aceptamos, diría más, ayudamos decisivamente a construir y que nos permitió sacar adelante la Constitución de 1978 y con ella iniciar el camino de paz, libertad, convivencia y progreso que nos ha traído hasta aquí.
Lo dijo magistralmente mi compañero Luis Gómez Llorente en el debate constitucional, aquí mismo, en esta Cámara. Cito textualmente:
“Si democráticamente se establece la Monarquía, en tanto sea constitucional, nos consideramos compatibles con ella”.
Lo explicó cabalmente Luis Gómez Llorente cuando dijo, vuelvo a citar textualmente
“Los socialistas no ocultamos nuestra preferencia republicana, incluso aquí y ahora, pero sobrados ejemplos hay de que el socialismo, en la oposición y en el poder, no es incompatible con la Monarquía cuando esta institución cumple con el más escrupuloso respeto a la soberanía popular, y a la voluntad de reformas, y aún transformaciones que la mayoría del pueblo desee en cada momento, ya sea en el terreno político o económico”.
Lo enmarcó cuando añadió, vuelto, por tercera y última vez, a citar a Luis Gómez Llorente:
“Si en la actualidad, el Partido Socialista no se empeña como causa central y prioritaria de su hacer en cambiar la forma de gobierno, es en tanto, en cuanto puede albergar razonables esperanzas en que sean compatibles la Corona y la democracia. En que la Monarquía se asiente y se imbrique como pieza de una Constitución que sea susceptible de un uso alternativo por los gobiernos de derecha o de izquierda que el pueblo determine a través del voto y que viabilice la autonomía de las nacionalidades y las regiones diferenciadas que integran el Estado”.
Y, señorías, treinta y cinco años después, los socialistas constatamos que aquellas esperanzas no se han visto defraudadas. España en estos treinta y cinco años ha tenido monarquía y democracia; en España en estos treinta y cinco años ha gobernado la derecha y la izquierda; en España en estos treinta y cinco años hemos sido capaces de llevar a cabo el proceso más profundo de descentralización política y administrativa de nuestra historia.
Treinta y cinco años después los socialistas seguimos sin ocultar nuestra preferencia republicana, pero nos seguimos sintiendo compatibles con la Monarquía Parlamentaria.
En resumen. El PS es un partido que tiene 135 años, que cumple sus acuerdos, que no va a romper el consenso constitucional y que si un día estima pertinente que ese consenso se revise, para sustituirlo por otro, lo propondrá a través de los cauces pactados, por los cauces legales.
Nadie nos va a sacar del cumplimiento de la Constitución. Tampoco a la hora de abordar sus reformas. Todas las propuestas de reforma son posibles; todas merecen una discusión. Pero su aprobación debe seguir los cauces que esta Cámara estableció y que los españoles ratificaron.
Hoy, pues, nuestro voto positivo es también una ratificación del consenso alcanzado durante nuestra transición sobre la forma política del Estado. Es un voto positivo al consenso y, sobre todo, a la convivencia que ese consenso nos ha permitido.
Es, así mismo, un ejercicio de coherencia política. Estos días me he preguntado que habría hecho el gobierno de Felipe Gonzalez o de José Luis Rodríguez Zapatero si la abdicación se hubiera planteado durante su mandato. Y no tengo duda alguna. Habría traído una ley orgánica a las Cortes Generales y habría solicitado el sí en su tramitación. Pues bien, hoy en la oposición vamos a hacer lo mismo que habríamos hecho si estuviéramos gobernando.
Esa y no otra es la forma en la que entendemos los socialistas la responsabilidad y la coherencia en la acción política. En los temas de Estado, y este lo es, nos comportamos de la misma manera estemos en el gobierno o estemos en la oposición. De la misma manera.
No quiero, sin embargo, dejar de apuntar aquí que el reconocimiento del carácter libérrimo de la decisión de abdicar del Rey Juan Carlos I no impide que mi grupo parlamentario exprese su opinión más allá del respeto con el que siempre nos hemos manifestado en relación con las decisiones del Rey.
Y quiero dejar claro que a mi grupo le parece bien la decisión del Rey.
Que compartimos las razones con las que en su discurso a los españoles el Rey justificó su decisión de abdicar. En particular, me gustaría señalar aquí el reconocimiento que en el discurso del Rey del pasado 2 de Junio se hace a las serias cicatrices que la crisis está dejando en nuestro tejido social, el balance autocrítico que, según el Rey, la crisis nos ha obligado a hacer de nuestros errores y a la necesidad de corregir esos errores con las transformaciones y reformas necesarias.
Como compartimos con el Rey Juan Carlos que el Príncipe de Asturias tiene la madurez, la preparación y el sentido de la responsabilidad necesaria para asumir con plenas garantías la Jefatura del Estado y abrir una nueva etapa en España.
Creo, así mismo, que este es el momento para hacer un balance, siquiera somero, del reinado de Juan Carlos I. En los últimos días una idea se ha reiterado en todos los medios: la de que este reinado ha coincidido con el período más largo de paz, de libertad y de progreso de nuestra historia.
Y es cierto. Para esa historia queda ya el decisivo papel del Rey en nuestra transición democrática, su contribución a la estabilidad política y social que hemos vivido en estos años, su respeto hacia las distintas opciones políticas que conviven en nuestro país. Es algo que los socialistas hoy aquí queremos expresamente agradecer al Rey Juan Carlos.
Es cierto, pues, que podríamos inscribir este acto únicamente dentro de la normalidad constitucional. Sin embargo, el pleno que estamos celebrando hoy aquí es un acto de una enorme trascendencia histórica y, también política. Lo apunté de alguna manera antes, al comentar el último discurso del Rey.
No se trata, únicamente, de un relevo generacional. Debería ser algo más. Debería significar la apertura de un tiempo nuevo. Y digo debería porque es evidente que el que así se produzca, el que de verdad este cambio propicie un tiempo nuevo, de diálogo y de renovación institucional, exige el esfuerzo de todos, no solo del nuevo Rey. Y, en particular, de los grupos políticos representados en esta Cámara.
Porque este cambio en la Jefatura del Estado se produce en un momento extraordinariamente difícil para España y, sobre todo, para muchos españoles.
Me refiero a los millones de trabajadoras y trabajadores sin empleo, pienso en los jóvenes que no tienen otra alternativa que abandonar nuestro país para encontrar un futuro, hablo de las familias con dificultades para atender las necesidades de los más débiles, de sus hijos y sus mayores. Todos ellos nos reclaman que se abra un tiempo nuevo en nuestro país.
Como he reiterado aquí en varias ocasiones, España vive tres crisis simultáneas- una social a la que acabo de referirme, una política cuya principal expresión es la desconfianza hacia las instituciones y una crisis territorial- tres crisis que exigen cambios, entre otros cambios constitucionales. Que exigen no un nuevo proceso constituyente sino una reforma constitucional.
Reformas, con consenso, pero reformas al fin y al cabo. Para mejorar el funcionamiento de los partidos políticos; para cambiar nuestro sistema electoral. Reformas también para recoger en nuestra Constitución los avances sociales que en estas décadas se han producido y consolidarlos.
Reformas, en fin, para abordar nuestros problemas territoriales, el funcionamiento de nuestro Estado Autonómico y hacerlo en una dirección federal. Son reformas que en estos momentos creemos inaplazables e imprescindibles.
El debate que hoy celebramos, la abdicación del Rey Juan Carlos I y la proclamación en los próximos días del nuevo Rey Felipe VI deberían servir, pues, para abrir paso a un tiempo de cambios y reformas, pactadas, consensuadas, cambios institucionales, también constitucionales. No deberíamos desperdiciar ni la oportunidad política que hoy se nos abre ni el impulso asociado a la llegada de un nuevo rey.
Y así quiero terminar. Deseándole al príncipe de Asturias lo mejor para su reinado; garantizándole el respeto y la lealtad del grupo socialista y, ofreciéndole nuestra colaboración para abrir ese tiempo nuevo que nuestro país necesita.
Mi grupo votará sí a la abdicación. Para cumplir con la Constitución, para ser fieles al consenso que permitió su aprobación y como expresión de la voluntad de colaborar para abrir un tiempo nuevo, que nos permita hacer frente a la crisis social, política y territorial por la que atraviesa nuestro país, España.
Palacio del Congreso de los Diputados, 11 de junio de 2014.
Cuando en el debate público se proponen o invocan cuestiones, conceptos, trascendentes —por ejemplo, República—, sin que paralelamente se oigan o análisis rigurosos o ideas sustantivas, hay serias razones para preocuparse. A la política —a toda política— hay que exigirle cuando menos seriedad, y desde luego, sentido del Estado y sentido de la historia: ignorar la historia del propio país —nuestra circunstancia más inmediata y urgente— es como carecer de derechos civiles. Más precisamente: para estar responsablemente en la vida pública española, en el debate nacional, hay que leer —conocer, estudiar— obligatoriamente a Cánovas, Ortega y Azaña. A Cánovas, como creador del Estado español contemporáneo; a Ortega, para plantearse España como preocupación histórica, como problema; a Azaña, para entender España ante todo como un problema de democracia.
Ortega y Azaña nos son particularmente cercanos. El Ortega de Vieja y nueva política, de España invertebrada (1921), el Ortega de la Asociación al Servicio de la República, pensaba que en España no había emoción nacional, que España era pura provincia, que la gran reforma que había que hacer era ésta: edificar una verdadera vida nacional, hacer una España nacional. Azaña entendía (Tres generaciones del Ateneo, 1930) que el Estado español contemporáneo era un Estado “inerme”, una “entelequia” que no iba más allá de las personas que lo dirigían. De ahí su gran ambición política: rehacer el Estado, construir un Estado nuevo, fuerte y verdaderamente nacional, como instrumento de la gran reforma —la misma tesis que Ortega— que España, en su opinión, necesitaba.
Ortega creyó hasta tarde que en España —un país al que creía “bajo el arco en ruina”— había que hacer la experiencia monárquica. Azaña entendió desde 1923, desde el golpe de Estado de Primo de Rivera, que desde el momento en que Alfonso XIII aceptó la dictadura, democracia en España había pasado a ser sinónimo de cambio de régimen, y a identificarse con República. La visión nacional de Ortega terminaría por bascular —por breve tiempo y por razones más profundas: por su idea de la política como instrumento de vertebración nacional, y su concepto de nación como un proyecto colectivo de vida en común— hacia posiciones, con todo, complementarias. En noviembre de 1930, en el artículo más resonante de la historia del periodismo político español, El error Berenguer, lo dejó dramáticamente claro: “¡Españoles —escribió—, vuestro Estado no existe! ¡ Reconstruidlo!”.
Todo lo cual no significa sino esto: o la República es igual a renacionalización del Estado o no es nada. Traída por hombres seriamente ocupados en su país —Azaña, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Prieto… (que luego errasen, incluso gravemente, si se quiere, es otra cuestión)—, la Segunda República fue lo contrario de un movimiento de protesta callejero. Azaña, el político que encarnó el régimen republicano, fue un hombre de profundo sentido de lo español. En Azaña no alentó otra preocupación que España, su atraso moral y material, la anemia de su vida pública, la ausencia de ideales nacionales. La República era, para él, la encarnación del ser nacional, el sistema que al devolver las libertades a los españoles (en las que incluía las libertades de sus pueblos históricos y en primer lugar de Cataluña, pero sobre dos principios incuestionables: unidad constitucional y preeminencia del Estado), devolvería a España la dignidad nacional. Con inmensas dificultades y con errores indudables, Azaña y sus colaboradores plantearon la reforma agraria, y el reparto de tierras para los campesinos; reformaron el Ejército; quisieron limitar la influencia de la Iglesia y promover una educación laica; e iniciaron la rectificación del centralismo del Estado mediante la concesión de la autonomía a Cataluña (1932) y la aceptación, con reservas y extraordinaria prudencia, del principio de autonomía para las regiones. Esto es, pensaron y vivieron la República como un gran proyecto nacional (la rectificación de la República que Ortega exigió en diciembre de 1931 nació, precisamente, de que desde su perspectiva, la República, “tal vez sin culpa de nadie”, había derivado en poco más que un comité revolucionario. Ortega iba a reclamar lo que siempre había reclamado: hacer de España una verdadera nación, lo que ahora llamó “la nacionalización de la República”).
Por eso que dijera más arriba que la República o es un gran proyecto nacional o no es nada. Con un problema añadido: que la democracia de 1978 fue ya, y lo sustancial de ella sigue plenamente vigente (democracia constitucional, Monarquía parlamentaria, Estado social de derecho, Estado de las autonomías con nacionalidades y regiones), fue ya, repito, un gran proyecto histórico. La democracia de 1978 fue nada menos que la respuesta al gran problema político de la España contemporánea, al problema de la democracia que obsesionara a Azaña, problema materializado en el gravísimo ciclo de cambios de estado y de régimen que jalonó la historia del país en el siglo XX: Monarquía alfonsina, dictadura de Primo de Rivera, Segunda Répública, levantamiento militar de 1936, Guerra Civil, dictadura de Franco. El restablecimiento de la democracia en España, la Transición, fue posible, como se sabe, por muchas razones: por los cambios económicos y sociales que España experimentó desde los años sesenta; por el contexto internacional; por la necesidad de la nueva Monarquía (Juan Carlos I) de dotarse de legitimidad propia y democrática; por la voluntad de la oposición antifranquista y del reformismo del régimen franquista de impulsar un nuevo comienzo colectivo en el país. Con el rey Juan Carlos al frente del Estado, España se transformó, de forma inesperada y sorprendente (lo que no quiere decir que el proceso no tuviera limitaciones, contradicciones y muy graves problemas), en una democracia plena y progresiva. Se acertó plenamente, sin duda, en el hombre, Suárez, y en el procedimiento, una reforma desde la legalidad anterior.
Ello había requerido un cambio histórico esencial, extraordinario: nada menos que la reinvención de la democracia. Junto a muchos otros hechos decisivos (la ruptura de Don Juan de Borbón con el régimen de Franco; la lucha clandestina de la oposición; la rebelión de los estudiantes; las huelgas obreras; la aparición de ETA; los problemas con la Iglesia), la reinvención de la democracia fue la gran obra histórica, la gran hazaña, del pensamiento liberal y democrático español (que supo construirse bajo, y contra, el franquismo, pequeños pero admirables ámbitos de libertad: publicaciones, círculos y centros de estudios políticos y sociales, etcétera). Por resumir: desde los años sesenta, el pensamiento español no haría ya metafísica del ser de España, como habían hecho y con indudable acierto la generación del 98 y tras ellos Ortega, Azaña, los hombres de la generación del 14 y los intelectuales que prolongaron sus ideas y pensamiento. El pensamiento español —parte del mismo, obviamente—, esto es, la ciencia política, la sociología, el derecho, el pensamiento económico, la propia historiografía, iba a hacer ahora algo verdaderamente sustantivo: proporcionar los instrumentos de análisis para la reconstrucción de la democracia en España tras la dictadura de Franco. Desde entonces, democracia no iba a ser igual a República. Democracia era igual a partidos políticos, elecciones, sufragio universal, autonomía para las regiones, reconocimiento de la realidad particular de Cataluña, País Vasco y Galicia, sindicatos libres, europeísmo, libertades y derechos fundamentales (de prensa, huelga, reunión, manifestación, opinión), Estado de bienestar, economía de mercado y amplio acceso a todos los niveles de la educación.
El cambio tuvo mucho de paradójico. Para la democracia, la Monarquía fue en España, en 1931, el problema; y en 1975, la solución. El historiador Hobsbawm pudo decir con razón en 2011 que la Monarquía había sido un marco solvente para el liberalismo y la democracia en lugares como Holanda, Bélgica, Gran Bretaña y, añadía, como España. Por eso que reabrir la cuestión Monarquía-República parezca, ante todo, un error. Peor aún: un error innecesario.
(Artículo de Juan Pablo Fusi, publicado en "El País" el 11 de junio de 2014)
En los últimos tiempos, muchos opinaban que el rey Juan Carlos debía retirarse y dar paso a su hijo. Tras la abdicación, otros, quizá los mismos, o bien consideran que debe celebrarse un referéndum sobre la alternativa Monarquía / República como forma de Estado, o bien sostienen que el futuro Felipe VI debe ser capaz de solucionar todos los problemas de nuestro país. Antes de que nos machaquen el cerebro con tan geniales ideas quizá deberíamos aclarar otras más fundamentales. Veamos.
En España la Monarquía no es una forma de Estado. Tal como dice el artículo 1 de la Constitución (CE) “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”: ésta es nuestra forma de Estado. Las formas de Estado se determinan por dos factores: quién es el titular originario del poder —quién es el sujeto de la soberanía— y cuál es el modo de ejercerlo. En nuestra Constitución el titular de la soberanía es el pueblo español —el poder constituyente— y el poder se ejerce de acuerdo con los principios del Estado de derecho, establecidos en el artículo 9 CE, y desarrollados en el resto de la Constitución y del ordenamiento jurídico.
En otras épocas la Monarquía fue una forma de Estado, ya que el rey o bien era el sujeto único de la soberanía —en el Estado absoluto—, o bien compartía esta soberanía con el Parlamento. Esto último sucedía en las monarquías constitucionales del liberalismo moderado europeo, entre ellas las nuestras. En estos supuestos, República y Monarquía eran términos opuestos: la primera era democrática y la segunda, no. La proclamación de la República el 14 de abril de 1931 significó el triunfo de la democracia en España porque la Monarquía no era democrática.
Sin embargo, la Monarquía parlamentaria como “forma política” de Estado, según la define en España el artículo 1.3 CE, es algo muy distinto. No es una forma de Estado, sino de Gobierno. Para configurarla debemos combinar tres componentes: los poderes del rey, sus funciones y el contexto institucional en el que opera.
Vayamos a lo primero: los poderes. El rey (o reina), titular de la Corona, un órgano constitucional, ejerce de jefe del Estado con una característica esencial: no tiene poderes políticos sustantivos, sino sólo poderes formales, es decir, no puede imponer su voluntad a nadie, con lo cual, en lógica correspondencia, de sus actos políticos son responsables quienes los refrendan, en general, el presidente del Gobierno. Por tanto, la Corona no tiene Poder Legislativo, ni Poder Ejecutivo, ni Poder Judicial, es decir, no puede dictar ni leyes, ni reglamentos, ni actos administrativos ni sentencias. En un Estado de derecho esto implica no tener poder.
Ahora bien, en segundo lugar, como jefe del Estado, además de estos poderes formales sin contenido sustancial, el Rey ejerce también funciones relacionales de un mayor calado. Por un lado, según el artículo 56.1 CE, es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado: de ahí derivan sus facultades de relación con otros Estados de la comunidad internacional. Cuando una autoridad de otro país habla con el Rey está tratando con la más alta representación permanente del Estado español, no con un gobernante cuyo mandato es circunstancial, pues deriva de unas elecciones.
Por otro lado, ejerce también la muy importante función interna de reinar: “el rey no gobierna, pero reina”, solía decir el profesor Jiménez de Parga, matizando significativamente la conocida frase de “el rey reina, pero no gobierna”. Reinar es, pues, importante: consiste en ejercer la función arbitral y moderadora en el funcionamiento regular de las instituciones que al Rey le asigna el artículo 56.1, dado que es el único órgano constitucional que puede ejercer tal función debido a su posición neutral, no dependiente de elecciones ni de partidos.
Pero ¿qué significa arbitrar y moderar? El británico Bagehot, en la segunda mitad del siglo XIX, decía que significa “advertir, animar y ser consultado” por los representantes de las demás instituciones. Tomás y Valiente puso al día esta fórmula clásica refiriéndose a la actual Corona española: “El Rey, en el ejercicio de su función arbitral, puede (…) escuchar, consultar, informarse; puede, después, recomendar, sugerir, instar, aconsejar, moderar. No puede decidir por sí solo [pero sí conjugar éstos y otros verbos] con discreción y prudencia”. Por tanto, junto a poderes simplemente formales, la Corona tiene también importantes facultades relacionales imprecisas, pero efectivas.
Vistos estos poderes y funciones, analicemos, en tercer lugar, la posición de la Corona en el contexto de nuestra forma de gobierno parlamentaria. Tal forma de gobierno se define por dos características: primera, una relación de confianza entre el Parlamento y el Gobierno; segunda, la responsabilidad política del Gobierno ante el Parlamento. Veamos ambas.
Por un lado, los ciudadanos eligen mediante sufragio a los diputados del Congreso que, por mayoría, designan a un presidente del Gobierno, el cual escoge su Consejo de Ministros. Por otro lado, este presidente es políticamente responsable ante quienes le han elegido y, en consecuencia, los diputados, por mayoría, pueden destituirlo. Lo relevante, a nuestros efectos, es que el Rey no interfiere para nada en estos procesos: los protagonistas son los ciudadanos que votan, los diputados que eligen o destituyen al presidente y éste que designa al Gobierno. El Rey se limita a ejercer actos formales sin condicionar su contenido.
Llegamos, por tanto, a la conclusión. ¿Qué es nuestra Monarquía parlamentaria? Una forma de gobierno parlamentaria, como podría ser una República, con una Jefatura del Estado monárquica. Es decir, un Gobierno elegido indirectamente por los ciudadanos y un Rey que, en cambio, accede al cargo de forma mecánica por sucesión hereditaria. La combinación de ambos elementos no sería democrática si el Rey tuviera poderes. Pero como no es así, la fórmula resultante es perfectamente democrática: el poder sólo reside en el pueblo.
¿Cuál es la diferencia entre una República democrática y una Monarquía democrática? Que en la República el jefe del Estado es elegido —directa o indirectamente— por el pueblo: en unos Estados tiene muchos poderes, como es el caso de los sistemas presidenciales (por ejemplo, EE UU), en otros algo menos (como en Francia), en unos terceros apenas nada (como en Italia o Alemania). En las monarquías parlamentarias el jefe del Estado no es elegido por el pueblo, pero no tiene poderes. Por ello nuestra Monarquía parlamentaria no es menos democrática que una República con el mismo carácter. Como también son democráticas las monarquías sueca, danesa, noruega o británica. Se puede desear que España se convierta en República, pero no en nombre de la democracia: la Monarquía parlamentaria ya es democrática.
De este extenso planteamiento deducimos con facilidad la incógnita que plantea el interrogante del título: ¿Es importante la abdicación del Rey? No hay una respuesta taxativa. Por un lado, al carecer de poderes políticos, al nuevo Rey no se le puede pedir que resuelva él solo los arduos problemas del presente que son responsabilidad de las instituciones políticas y de los partidos que las dirigen. Pero, por otro lado, el Rey ejerce en nuestro sistema constitucional amplias funciones relacionales y de su autoridad —de su auctoritas, ese viejo concepto romano— dependerá un ejercicio eficaz de las mismas.
Éste será el primer reto de Felipe VI: ganarse la auctoritas, que no es tener poder, sino suscitar confianza. Juan Carlos I la obtuvo impulsando la democracia en la Transición, derrotando a los golpistas y actuando después de acuerdo con la Constitución. El todavía príncipe Felipe se encuentra en circunstancias muy distintas, menos épicas aunque también complicadas. En los próximos meses debe demostrarnos que es capaz de navegar con discreción entre los escollos mediante las sutiles funciones que tiene asignadas.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 10 de junio de 2014)
Hubo un tiempo en el que el debate político e intelectual entre la monarquía y la república era, en España, y fuera de ella, mucho más que una polémica sobre la forma de gobierno.
Las monarquías se identificaban con lo que aquí se llamaron con razón los obstáculos tradicionales: un ejército intervencionista y reaccionario, un catolicismo integrista y metomentodo, los grandes propietarios de tierras y dinero y, en su defensa, un sistema político oligárquico y cerrado, absolutamente impermeable a la democracia, la libertad y los derechos. Frente a ese mundo conservador a machamartillo, heredado en gran medida del Antiguo Régimen, las repúblicas representaban un paso de gigante hacia la modernización: la separación entre la Iglesia y el Estado, la subordinación de los militares al Gobierno, las reformas económicas y sociales y la apertura de un proceso de cambio que condujese a la democracia y al reconocimiento de las libertades sin las que aquella es una cruel caricatura.
Sí, hubo un tiempo en que las cosas fueron de ese modo, pero, en Europa ya no lo son desde hace mucho. En Europa hay hoy repúblicas que constituyen una vergüenza para la libertad (Rusia por ejemplo) y monarquías democráticamente ejemplares (el Reino Unido). Es más, en la mayoría de los países de lo que antes se denominaba la Europa Occidental el que un Estado sea monárquico o republicano resulta por completo irrelevante desde del punto de la calidad democrática del régimen político. Y es que entre como se gobierna una monarquía parlamentaria y una república parlamentaria las diferencias no tienen jamás nada que ver con el tipo de jefatura del Estado.
La historia de la II República española y de la monarquía parlamentaria que se inauguró en 1978 desautoriza también, de un modo radical, la afirmación de que los regímenes monárquicos son menos democráticos que los republicanos. Y es que, sea cual sea el criterio del que se eche mano para comparar ambas experiencias, la de 1978 supera muy de largo, en todos los terrenos, a la de 1931.
Por eso, siendo obvio que tan legítimo es ser monárquico como ser republicano (¡hasta ahí podíamos llegar!), y aceptado, además, como principio, que la república se compadece mejor que la monarquía, desde el punto de vista del los principios, con la democracia, no hay ni una sola razón para suponer que los problemas que afectan a nuestro actual sistema político serían más fáciles de resolver a corto o medio plazo si se proclamase en España una república.
Pretenderlo, siempre que se respeten para ello los procedimientos previstos en la Constitución, es, sin duda, un derecho de libertad indiscutible, pero no lo es engañar a la gente sobre lo que ese cambio supondría para el país: desde el punto de vista de la calidad democrática, absolutamente nada.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 6 de junio de 2014)
La Monarquía parece una afrenta a los principios democráticos. ¿Cómo puede nacer una persona con más privilegios que los demás? ¿No debemos ser meritocráticos y democráticos en todo? Tal razonamiento parece conducir a la República como única forma de Estado justificable. Por ello, en estos últimos días muchos ciudadanos se preguntan: ¿por qué no cambiar nuestra forma de Estado? De forma paralela, la autodeterminación de Cataluña o el País Vasco tiene una apelación emocional y lógica obvia: “Queremos elegir nuestro destino”. Muchos ciudadanos, especialmente en Cataluña, se preguntan: ¿por qué no?
Es cierto que en España hay mucho que reformar. Muchas instituciones, incluso las más sagradas, están podridas. Los mismos partidos que se llenan la boca hablando del respeto a las instituciones las ultrajan cada día nombrando a personas corruptas y sin competencia para las magistraturas más elevadas, desviando recursos de formación, empleo o de desarrollo a su bolsillo, protegiendo a criminales reconocidos. Los ciudadanos, particularmente los más jóvenes, tienen la sensación, que creo justificada, de que siempre pagan los mismos y de que el sistema los excluye. En las últimas elecciones europeas los ciudadanos han mandado un mensaje inequívoco: las cosas tienen que cambiar.
Pero, compartiendo el enfado general que sienten los ciudadanos, creo que la deriva republicana e identitaria que está tomando este enfado lleva a un callejón sin salida, conduciendo las energías de los ciudadanos en direcciones improductivas, y haciéndoles ignorar lo que realmente requiere su urgente atención. En España hay que reformarlo todo, instituciones económicas, políticas y sistema educativo, en profundidad, pero en mi opinión no es necesario ni productivo para ello alterar los dos pilares clave del consenso constitucional: la Monarquía y la unidad de España.
Un país como España es un compromiso histórico de muchos para vivir juntos. No es una bandera, un himno, una emoción. Son muchas banderas, himnos y emociones, no solo para cada pueblo, sino para cada ciudadano. Contrariamente a lo que imaginan los nacionalismos identitarios que ponen al volk, el pueblo, como centro de referencia de todas las cosas, cada uno tenemos muchas identidades a la vez y elegimos una en cada momento según el contexto, como el economista Amartya Sen ha argumentado con elocuencia en su libro Identity and violence. Por ejemplo, dependiendo del contexto, yo soy vallisoletano, español, europeo, castellano, economista, discípulo de Gary Becker y de Sherwin Rosen, europeísta, utrechtense, de “la London” (LSE), positivista, madridista (aunque delbosquista y antimourinhista), liberal, demócrata, de clase media, pro-Almodóvar (y por tanto, antiboyerista), bergmaniano (de Ingrid, no de Ingmar) y muchísimas cosas más.
Al leer mi lista, el lector tendrá diferentes reacciones emocionales: simpatía (“qué bien, un liberal, como yo”), disgusto (“qué horror, es del Madrid, yo que creía que era del Barça”), incluso enfado (“será tonto el tío, mira que no darse cuenta de que Almodóvar es un fraude y Boyero la fuente de toda sabiduría”). Nadie se puede “identificar” emocionalmente con todas estas identidades, pero nadie, seguramente, sentirá disgusto por todas —incluso el politólogo posmoderno, bergmaniano (sector Ingmar), arabista / antieuropeísta, seguidor del Barça (sector Laporta) estará dispuesto a tomar conmigo con rabia y vehemencia la bandera común del antimourinhismo—. En fin, que ni yo, ni nadie, tiene una identidad, sino muchas, y todas conviven. Como dice Sen, el “solitarismo” identitario no solo es moralmente peligroso, sino descriptivamente erróneo.
La posición opuesta que argumenta que solo una identidad importa, y a una identidad corresponde un pueblo y un Estado, es el origen de una tragedia histórica. El final de la I Guerra Mundial se articuló alrededor de los Catorce puntos de la declaración del presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, al Congreso en enero de 1918. El principio conductor de estos puntos era la autodeterminación de los pueblos y la construcción de Estados que reflejaran las naciones. El error de este principio lo hemos visto a lo largo de la historia de los últimos 100 años de forma repetida, desde la “unificación” de todos los alemanes, incluidos por ejemplo los de Austria y Sudetes en Checoslovaquia, en 1938, hasta la protección por Vladímir Putin de los “pobrecitos” indefensos rusohablantes de Ucrania Oriental. Imaginen el caos que provocaría la aplicación de este principio en India, donde hay 29 lenguas con más de 1 millón de personas que las hablan, 22 de las cuales son oficiales, miles de castas y múltiples religiones.
Lo contrario a estos principios identitarios es el proyecto europeo que intentamos construir desde 1951, y el proyecto de España que tratamos de construir desde 1978. Se trata de dejar a un lado las identidades exclusivas y emocionales, basadas en el orgullo de ser alemán o español, o castellano, o la historia única de los andaluces o la identidad histórica de los asturianos, o catalanes, o vascos; y ser, simplemente, ciudadanos, partícipes en una serie de derechos y obligaciones comunes, en un área de libertad individual y de libre comercio y circulación, española y europea. Porque identidades fuertes, con soporte histórico, les guste o no a catalanes y vascos, en España hay muchas y todas con derechos históricos y sustento emocional. El “yo más” no es una reacción infantil, es que la historia e identidad histórica de Asturias, de Andalucía (el Reino de Granada), de Canarias o de Aragón (eso sí fue un reino, al contrario que otros) tienen, desde el punto de vista del que las siente, la misma legitimidad emocional e histórica que la suya.
El peligro de un proceso en el que se cuestionen los fundamentos mismos del Estado, la Monarquía y la unidad de España, es que tal proceso abre la veda para que todas estas emociones se lancen a una abierta competencia (yo más) que solo puede terminar en el “¡Viva Cartagena!”, la exclusión de los “traidores” y la división de familias y amigos en sus identitarias “solitaristas”.
Este proceso desintegrador, en un caso extremo, pero desgraciadamente no imposible —vista la historia de nuestros pueblos—, es descrito de una forma bellísima por el reciente libro de Antonio Muñoz Molina La noche de los tiempos. El libro narra cómo de un día a otro, en el verano de 1936, la ciudad universitaria de Madrid pasa de ser un oasis de tranquilidad para el estudio y la reflexión a un monumento a la salvajada y el odio, con fusilamientos diarios de los diferentes. El libro nos recuerda lo delicado de los arreglos informales e instituciones que ahora, en algunos países, en los últimos tres siglos (y en España solo en los últimos 40 años), han conseguido el progreso económico y la libertad de los hombres, y que está de nuevo, como ha estado siempre, amenazado por populistas, bolivarianos, absolutistas y radicales de todo signo (nacionalistas de derecha —FN— y neocomunistas de izquierda).
Lo contrario a este proceso disgregador es reconocer las limitaciones de cualquier arreglo humano, que para eso es humano. Nunca vamos a estar del todo cómodos, siempre vamos a tener que aceptar muchas imperfecciones. Pero España solo ha pasado unas pocas cortas décadas como democracia constitucional en toda su historia. Se trata de aceptar las limitaciones de lo que tenemos, de la Monarquía y de nuestra imperfecta democracia, para, trabajando de forma aumentada y progresiva, conseguir ir hacia un Estado más democrático, seguramente plurinacional, imperfecto también, sí, pero que permita a los ciudadanos realizar sus aspiraciones como personas. Por ello, las enormes y profundas reformas que nuestro país requiere, y sin las que la población se verá abocada a elegir la ruptura bolivariana o nacional, deben de partir de la sólida base del consenso de 1978, articulado en torno a la unidad de España y la Monarquía constitucional.
Y el príncipe Felipe, la Monarquía, es un símbolo de esta unión imperfecta de las Españas, bajo la que aceptamos unas reglas comunes que permitan a los ciudadanos vivir su vida en libertad. Por eso, desde la esperanza, el posibilismo reformista y regeneracionista, y el deseo de lo mejor para nuestro país, debemos desear (y yo le deseo) a don Felipe de Borbón y Grecia un largo y próspero reinado.
(Artículo de Luis Garicano, publicado en "El País" el 5 de junio de 2014)
A diferencia de su abuelo Alfonso XIII, que fue el último en enterarse de que la caída de su dictador Primo de Rivera iba a arrastrarle también a él, el rey Juan Carlos I se ha anticipado con la abdicación a los efectos devastadores que la crisis vigente está teniendo sobre las instituciones creadas al amparo de la Constitución de 1978, incluida la Monarquía. Muchos piensan que el retiro del Rey llega demasiado tarde, que ha malgastado con conductas nada ejemplares y a veces escandalosas el enorme capital de reconocimiento y afecto popular acumulados durante la Transición y en la noche del 23-F. Es probable que así sea, pero este hombre de 76 años y resquebrajada salud ha sabido sacar de las encuestas de opinión, que le incluyen en el suspenso universal asignado a toda la clase política, la conclusión de que debía ceder el paso a su heredero.
El próximo rey Felipe VI ha manifestado en repetidas ocasiones que la continuidad de la Monarquía está condicionada a su utilidad y en definitiva a la voluntad de la nación, que en este caso se expresará a través de sus representantes en las Cortes Generales. El 90% de los diputados y los senadores están adscritos a grupos parlamentarios que ya han anticipado su voto favorable. Mientras tanto miles de españoles se han echado a la calle para pedir un referéndum ya. La democracia es un sistema de leyes y la celebración de ese referéndum hoy se compadece mal con los preceptos constitucionales. Pero nuestros representantes políticos saben también que su apoyo masivo a la institución monárquica no refleja el estado real de la opinión pública y que la reforma constitucional que los ciudadanos piden a gritos deberá incluir algún tipo de pronunciamiento sobre esta cuestión.
A diferencia de su padre, que recibió del dictador un poder omnímodo al que renunció en aras de la construcción de una democracia, el nuevo Rey hereda un rol de representación que ya venía desempeñando parcialmente en nombre de su padre, unas funciones moderadoras algo etéreas que don Juan Carlos ejerció con una modélica neutralidad política, y una comandancia en jefe de las Fuerzas Armadas que no debería llevarle nunca a una situación límite como la del 23-F.
El reconocimiento popular que necesita conseguir en el corto plazo no podrá asentarse, pues, sobre gestas épicas como la transformación de una dictadura en una democracia o la paralización de un golpe de Estado en pleno desarrollo. Por lo demás, empieza su reinado en medio de la más grave crisis institucional y económica de esta democracia tan reciente, con unos políticos ensimismados e incapaces de dar respuesta a las exigencias ciudadanas, pero nadie espera de él que resuelva los graves problemas de nuestra vida pública. Seguramente basta con que cumpla dos exigencias más prosaicas que se echaron de menos durante el mandato de su padre y que hoy resultan imprescindibles: transparencia (en las cuentas, pero también en las agendas) y ejemplaridad. Esa es la legitimidad de ejercicio que podría convencer a ciudadanos tan poco monárquicos de que la Monarquía aún puede ser útil.
(Artículo de Jesús Ceberio, publicado en "El País" el 4 de junio de 2014)
La abdicación del rey Juan Carlos I cierra el mejor y más fructífero periodo de la monarquía constitucional en España. El primer rey de la misma dinastía borbónica que juró marchar el primero por la senda constitucional, Fernando VII, resultó muy pronto un rey perjuro. Su hija acabó sus días en el trono cuando aún no había cumplido cuarenta años expulsada, como imposible señora, por sus propios partidarios. El nieto de Isabel, Alfonso XIII, salió entre coplas de las gentes echadas un buen día de abril a la calle, como resultado, por cierto, de unas elecciones municipales.
La duración del reinado de Juan Carlos I ha roto esa especie de maleficio que ha llevado a España al primer lugar de la clasificación de reyes depuestos. La razón consiste en que, por vez primera en nuestra muy asendereada historia, la monarquía se ha reconciliado definitivamente con la democracia, y no porque desde el origen Juan Carlos haya sido un rey demócrata sino porque la Constitución de 1978 relegó al olvido una constante de las constituciones españolas del siglo XIX: que el Rey era, con las Cortes, soberano.
Liquidada la soberanía regia, convertidos pues todos los españoles en único sujeto de soberanía, España entró en un proceso de construcción de un Estado democrático que procedió a una profunda distribución del poder territorial con el desarrollo de las autonomías regionales. Dicho de otro modo, entró en un proceso del que las crisis son como una segunda naturaleza: no hay ejemplos en que las democracias se hayan prolongado durante décadas sin experimentar crisis profundas; la española, por sus frágiles bases en una desdichada historia, no podía ser menos, como ya en 1981 se puso de manifiesto.
Pero es propio también de las democracias, y solo de ellas, encontrar soluciones para las crisis que de manera intermitente amenazan sus fundamentos. En esta capacidad de encontrar caminos de salida a sus crisis, las democracias gozan de clara superioridad sobre las dictaduras o los estados totalitarios que, simplemente, se descomponen y acaban por hundirse. Por los recursos de que dispone, si no es asaltada desde el interior o desde el exterior por ejércitos rebeldes o conquistadores, las democracias acaban encontrando el camino para salir de sus crisis... hasta la siguiente.
Lo que sufrimos en España no es, como tanto se repite, el agotamiento de un supuesto “régimen” inventado en 1978. Lo que realmente sufrimos al menos desde hace una década, cuando se hizo evidente la necesidad de reformar la Constitución y las leyes que han dado origen al sistema de partidos, es la parálisis de los partidos políticos para abordar esa reforma. Pues si, en efecto, la democracia es el único sistema de poder que sufre crisis en la misma medida en que es capaz de superarlas, también es cierto que por su propia naturaleza toda democracia exige reformar y renovar sus cimientos y sus prácticas si quiere enfrentar los nuevos retos que plantea el paso del tiempo y la aparición de nuevos problemas y nuevas generaciones.
No se ha procedido a esas reformas y ahora solo queda, al parecer, decretar la muerte del llamado régimen del 78. Pues no; lo que queda por hacer es que las instituciones construidas durante estos años y los agentes que las administran recuperen la iniciativa perdida por completo desde que estalló la crisis económica, social y política en la que seguimos sumergidos. Instrumentos para recuperarla no faltan, lo que se necesita es ponerlos en acción, tomar decisiones, impulsar un profundo programa de reformas que eviten, por una vez en nuestra secular manía de tejer y destejer, partir de nuevo de cero, pensar que se puede edificar un futuro sobre un paisaje calcinado.
Por un azar, en el que no falta un elemento de virtud, de fuerza, esa renovación comienza por la cabeza institucional de nuestra forma de Estado. No es el mejor de los augurios posibles que haya ocurrido la semana después de unas elecciones en principio europeas pero suficientes para poner en estado de ebullición a un sistema de partidos que sus dirigentes habían creído eterno. Pero si esas elecciones, o su resultado, despiertan el alma adormecida de los dos exgrandes partidos y les induce a promover y consensuar con otras fuerzas políticas las reformas necesarias, la abdicación del rey habrá sido el último acto de un largo y fecundo servicio, no ya a la Corona, sino a la democracia, que es, al cabo, lo que más importa.
(Artículo de Santos Juliá, publicado en "El País" el 3 de junio de 2014)
Me acerco a todos vosotros esta mañana a través de este mensaje para transmitiros, con singular emoción, una importante decisión y las razones que me mueven a tomarla.
En mi proclamación como Rey, hace ya cerca de cuatro décadas, asumí el firme compromiso de servir a los intereses generales de España, con el afán de que llegaran a ser los ciudadanos los protagonistas de su propio destino y nuestra Nación una democracia moderna, plenamente integrada en Europa.
Me propuse encabezar entonces la ilusionante tarea nacional que permitió a los ciudadanos elegir a sus legítimos representantes y llevar a cabo esa gran y positiva transformación de España que tanto necesitábamos.
Hoy, cuando vuelvo atrás la mirada, no puedo sino sentir orgullo y gratitud hacia vosotros.
Orgullo, por lo mucho y bueno que entre todos hemos conseguido en estos años.
Y gratitud, por el apoyo que me habéis dado para hacer de mi reinado, iniciado en plena juventud y en momentos de grandes incertidumbres y dificultades, un largo período de paz, libertad, estabilidad y progreso.
Fiel al anhelo político de mi padre, el Conde de Barcelona, de quien heredé el legado histórico de la monarquía española, he querido ser Rey de todos los españoles. Me he sentido identificado y comprometido con vuestras aspiraciones, he gozado con vuestros éxitos y he sufrido cuando el dolor o la frustración os han embargado.
La larga y profunda crisis económica que padecemos ha dejado serias cicatrices en el tejido social pero también nos está señalando un camino de futuro cargado de esperanza.
Estos difíciles años nos han permitido hacer un balance autocrítico de nuestros errores y de nuestras limitaciones como sociedad.
Y, como contrapeso, también han reavivado la conciencia orgullosa de lo que hemos sabido y sabemos hacer y de lo que hemos sido y somos: una gran nación.
Todo ello ha despertado en nosotros un impulso de renovación, de superación, de corregir errores y abrir camino a un futuro decididamente mejor.
En la forja de ese futuro, una nueva generación reclama con justa causa el papel protagonista, el mismo que correspondió en una coyuntura crucial de nuestra historia a la generación a la que yo pertenezco.
Hoy merece pasar a la primera línea una generación más joven, con nuevas energías, decidida a emprender con determinación las transformaciones y reformas que la coyuntura actual está demandando y a afrontar con renovada intensidad y dedicación los desafíos del mañana.
Mi única ambición ha sido y seguirá siendo siempre contribuir a lograr el bienestar y el progreso en libertad de todos los españoles.
Quiero lo mejor para España, a la que he dedicado mi vida entera y a cuyo servicio he puesto todas mis capacidades, mi ilusión y mi trabajo.
Mi hijo Felipe, heredero de la Corona, encarna la estabilidad, que es seña de identidad de la institución monárquica.
Cuando el pasado enero cumplí setenta y seis años consideré llegado el momento de preparar en unos meses el relevo para dejar paso a quien se encuentra en inmejorables condiciones de asegurar esa estabilidad.
El Príncipe de Asturias tiene la madurez, la preparación y el sentido de la responsabilidad necesarios para asumir con plenas garantías la Jefatura del Estado y abrir una nueva etapa de esperanza en la que se combinen la experiencia adquirida y el impulso de una nueva generación. Contará para ello, estoy seguro, con el apoyo que siempre tendrá de la Princesa Letizia.
Por todo ello, guiado por el convencimiento de prestar el mejor servicio a los españoles y una vez recuperado tanto físicamente como en mi actividad institucional, he decidido poner fin a mi reinado y abdicar la Corona de España, de manera que por el Gobierno y las Cortes Generales se provea a la efectividad de la sucesión conforme a las previsiones constitucionales.
Así acabo de comunicárselo oficialmente esta mañana al Presidente del Gobierno.
Deseo expresar mi gratitud al pueblo español, a todas las personas que han encarnado los poderes y las instituciones del Estado durante mi reinado y a cuantos me han ayudado con generosidad y lealtad a cumplir mis funciones.
Y mi gratitud a la Reina, cuya colaboración y generoso apoyo no me han faltado nunca.
Guardo y guardaré siempre a España en lo más hondo de mi corazón.
El principio de cuanto más, mejor, resulta aplicable, sin duda, en muchas esferas de la vida, pues los humanos somos seres complejos y, por ello, tan esencialmente diferentes que una variada oferta de bienes y servicios tiende a producir mayor confort. ¡Que se lo digan si no a los habitantes de los países comunistas, que estaban obligados a comprar en las costrosas tiendas estatales!
La aplicación del citado principio a la política me parece, sin embargo, extremadamente peligrosa. Por eso, no deja de sorprenderme la alegría con que algunos han acogido la fragmentación electoral que se ha producido tras las últimas elecciones europeas, calificándola de inmediato de gran avance democrático. Pues una cosa es afirmar que tal fragmentación es explicable, o incluso que está justificada, por múltiples motivos que están bien a la vista, y otra muy distinta proclamar que mejora la calidad de nuestra democracia.
El argumento es peregrino, pues llevada a su extremo, tal lógica conduciría a un resultado completamente absurdo: que el Congreso de los Diputados o el Parlamento de Galicia más democráticos que cabría imaginar serían aquellos en los que hubiera tantas fuerzas representadas como escaños.
En realidad, la democracia y su principio vertebral (el de la representación) tienen como una de sus funciones esenciales reducir de forma drástica la inmensa variedad de visiones del mundo que existen en una sociedad -en realidad, tantas como las personas que la habitan- con el lógico objetivo de convertir esa variedad en funcional. Y es que las elecciones no solo deben producir representación, sino también Gobierno, lo que exige que exista la posibilidad de gobernar.
La gobernabilidad es, de hecho, la primera e indispensable condición de un buen Gobierno, que, siendo estable, puede ser malo y aún muy malo, pero que sin estabilidad es nefasto por definición.
No hay más que comparar el funcionamiento de los sistemas parlamentarios europeos posteriores a la Segunda Guerra Mundial y los hiperfragmentados del período de entreguerras para llegar a la conclusión de que el alto número de partidos presentes en las instituciones se traduce, casi sin excepciones, en una ingobernabilidad que suele ser la madre de muchísimas desgracias.
El espectacular cambio que España ha experimentado en todos los planos en los treinta últimos años no habría sido posible sin la alta estabilidad gubernamental de la que hemos disfrutado. Es verdad, claro, que esa estabilidad ha producido no pocas excrecencias (concentración del poder, corrupción y autismo social en los partidos), pero contra lo que hay que luchar es contra ellas y no contra la estabilidad. Eso sería tan estúpido y tan irresponsable como dejar que, con el agua sucia, el niño se nos fuera también por el desagüe.
(Artículo de Roberto Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 28 de mayo de 2014)
Sería difícil no aceptar que el resultado de las elecciones europeas refleja con claridad la rebelión de Europa ante la pretensión de unidireccionalidad del centro derecha hegemónico, que ha afrontado la gravísima crisis económica, provocada por el estallido del sistema financiero, con drásticas recetas que han sumido en la miseria a países enteros y han cortado de raíz las expectativas de prosperidad de la periferia. La ciudadanía de la Unión ha respondido a este 12% de paro y a la gran desregulación laboral, elementos que atemorizan a la clase trabajadora y la alejan de la idea del bienestar, con la apelación a los populismos, que se han impuesto claramente en países como Francia o el Reino Unido y se han extendido peligrosamente por el conjunto de la UE, llegando incluso a la propia Alemania.
En España, esta irritación hacia el sistema establecido se ha manifestado en forma de abierta deserción de los votantes de los partido tradicionales, PP y PSOE, que siguieron las consignas impuestas desde Bruselas y Berlín y han de asumir la paternidad de la situación actual, de paro insoportable, precariedad en el empleo, nulas expectativas para la juventud, extendidas situaciones de pobreza, etc. Con respecto a las elecciones de 2009, el PP y el PSOE han perdido 2,6 millones de votos cada uno, alrededor de 16 puntos porcentuales en cada caso. Y de representar el 82% del electorado, han pasado a un escuálido 49%. No estamos, en definitiva, ante un tropiezo de las grandes formaciones sino ante una crisis del modelo, por más que nuestra situación no sea tan dramática como la de los franceses, que han otorgado por primera vez la victoria electoral a la extrema derecha.
Ésta es la huella más evidente de la rebelión de los ciudadanos contra el establishment, cuya repugnante corrupción „respondida con tibieza por quienes debían haberla erradicado con mano dura„ ha escandalizado a toda la gente honrada de este país. Pero hay otros síntomas elocuentes: una parte de los desertores del voto de los grandes partidos ha emigrado hacia parajes nuevos, y más de 1,2 millones de electores han apoyado a Podemos, un nuevo partido vinculado al 15M, aquel movimiento de protesta que se alzó contra el statu quo y que desorientó al sistema institucional establecido. De hecho, ni Izquierda Plural ni UPyD, con 1,5 y un millón de votos respectivamente, aunque claramente beneficiadas por el hundimiento de los actores del bipartidismo, se perfilan como opciones alternativas.
Caben diversas lecturas de los resultados complejos de este domingo, y los partidos no deberían refugiarse en la que más les favorece si quieren asumir realmente la realidad de la situación. El PSOE ha constatado que la actual cúpula surgida del congreso de Sevilla no es capaz de cortar la hemorragia que le conduce hacia la irrelevancia; las decisiones adoptadas ayer por Ferraz abren una vía de esperanza hacia la recuperación. Y el PP no debería dejar de ver que, pese a su victoria sobre el PSOE por medio millón de votos, está en franca minoría frente a una izquierda que, descontando a los partidos periféricos, le saca dos millones largos de sufragios; y ello significa que la sociedad no está dispuesta a transigir con este modelo social desregulado e insolidario que, con el pretexto de la crisis, se ha abatido sobre este país. Quizá los fracasos sean más estimulantes que los razonamientos y faciliten a los derrotados del domingo encontrar el camino de la verdad.
(Artículo de Antonio Papell, publicado en "Diario de Mallorca" el 27 de mayo de 2014)
El título de este post se lo debo al escritor judío Joseph Roth (1894-1939), uno de los grandes de la literatura en alemán en el exilio. En diciembre de 1932 abandonó Berlín tras decir a un amigo: "Ha llegado el momento de irnos. Quemarán nuestros libros pensando en nosotros. Tenemos que marcharnos para que sólo prendan fuego a los libros". Sabido es que la bestia nazi quemó los libros y a los propietarios que se quedaron.
Desde París y en los pocos años de vida que le quedaron, Roth escribió numerosos artículos contra la Alemania nazi y el nacionalismo. En uno de ellos afirmaba que era posible decir que el patriotismo había asesinado a Europa. El patriotismo es particularismo. Quien ama a su nación o a su patria por encima de todo -provocatoriamente sostenía- revoca la solidaridad europea. Pregonaba que la cultura europea es mucho más antigua que las naciones que la integran: Grecia, Roma, el Renacimiento, la Revolución francesa... Todos ellos han moldeado Europa. Ninguna de esas fuerzas conoció las fronteras nacionales: "El estúpido amor por el terruño mata el amor por la tierra". Un compatriota, el dramaturgo Franz Grillparzer (1791-1872), ya había exclamado: "De la humanidad a la bestialidad pasando por la nacionalidad". Y más tarde Pau Casals (1876-1973) habría de preguntarse: "El amor por el propio país es algo espléndido, pero ¿por qué el amor ha de pararse en la frontera?"
Los artículos de Roth en el exilio están publicados por Acantilado bajo el título La filial del infierno en la tierra. Escritos desde la emigración. Las fronteras que Roth y Casals, entre otros, consideran absurdas son las que -con vallas o muros, con cuchillas o sin ellas- pretenden cerrar el paso a millares de personas, condenados de la tierra, que huyen del hambre o la persecución política, a quienes no se les reconoce el ius migrandi que el jurista-teólogo Francisco de Vitoria defendió ya en el siglo XVI.
¿En qué se ha convertido nuestra Europa? Una Europa que decidió poner en común conocimientos, recursos, destinos, que a lo largo de 60 años ha construido una zona de estabilidad, democracia y desarrollo sostenible. Una Europa culturalmente diversa que ensalzaba la tolerancia y las libertades individuales, esa Europa erige ahora barreras ante quienes son perseguidos o escapan de la miseria. Quienes -desfallecidos y habiendo dejado en la mar numerosos cuerpos de compañeros de fatiga- arriban a Lampedusa o a las costas mediterráneas españolas, podrían, si sus menguadas fuerzas se lo permitieran, desplegar una pancarta que leyera: "¿Qué raza de hombres es ésta o qué nación tan bárbara que permite un trato semejante prohibiendo que nos acerquemos a sus costas?" (Virgilio, Eneida).
Reza un texto de la Unión Europea que ésta se compromete a compartir sus logros y valores con países y pueblos allende sus fronteras. Hora es de que la UE se comprometa a compartir valores y logros de este lado de la valla. Odiseo/Ulises, maltrecho, desembarca en la acogedora costa feacia y exclama: "Llego aquí huyendo de las amenazas de Poseidón. Es merecedor de respeto, incluso para los inmortales dioses, el hombre que se presenta errabundo". Nausicaa, hija del rey de los feacios: "Este es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerlo pues todos los forasteros y pobres son de Zeus y un exiguo don que les haga le es grato". (Homero, Odisea).
La Unión Europea debería incorporar a sus señas de identidad que todos los forasteros y pobres son de Zeus y proporcionarles -en nombre de la justicia universal- al menos un don, por exiguo que sea, que les haga gratos. Sé que hoy en día pintan bastos para la inmigración y que la ley de la hospitalidad, sagrada en la cultura mediterránea (José Angel Valente: La cultura mediterránea y los náufragos de la miseria, EL PAIS, 20-11-1996), ha dejado de serlo. De ahí que, para concluir este post, no me quede más recurso que un poema de José Agustín Goytisolo: "Érase una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos, y había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas esas cosas había una vez, cuando yo soñaba un mundo al revés".
(Artículo de Emilio Menéndez del Valle, publicado en "The Huffington Post" el 23 de mayo de 2014)
Cari Cittadini,
ci accingiamo ad eleggere il nuovo Parlamento dell'Unione Europea. Quest'anno la nostra voce conterà più che in passato: per la prima volta la potremo impiegare per influire significativamente sulla scelta di chi guiderà la Commissione Europea verso il futuro. Allo stesso tempo, i nuovi membri del Parlamento Europeo avranno una responsabilità crescente nell'ambito del processo di formazione delle leggi. Ciò che faranno sarà importante per tutti noi e per ciascuno di noi europei.
Siamo in larga maggioranza consapevoli dei vantaggi, concreti e quotidiani, che ci vengono dall'appartenenza all'Unione Europea. Oggi sono dati per scontati le libertà e i diritti fondamentali. Non dovrebbero essere considerati come acquisiti una volta per tutte. Essi devono essere invece costantemente riaffermati e difesi.
Ormai da tempo si è affermato uno stile di vita europeo al quale la maggior parte di noi non intende rinunciare. Essere cittadini europei significa oggi poter vivere, lavorare ed esercitare un'attività imprenditoriale dovunque, all'interno dei confini dell'Unione. Significa poter viaggiare senza controlli alle frontiere e, spesso, senza neppure la necessità di dover cambiar moneta. Significa poter studiare a Varsavia, Roma, Berlino ed in qualsiasi altra città in Europa. Significa poter esprimere il proprio punto di vista liberamente, sempre e dovunque. Essere europei significa, in definitiva, essere liberi.
Essere europei significa anche vivere al sicuro. Possiamo fare affidamento su un insieme comune di norme e sul rispetto di standard ambientali, sociali e di sicurezza alimentare comuni. I vincoli della solidarietà europea sono così forti che possiamo fare affidamento su uno sforzo comune per contrastare gli effetti della crisi economica e finanziaria. Combattere la disoccupazione e ristabilire le condizioni per una crescita sostenibile costituiscono il nostro obbiettivo comune. Lavorando ed interagendo gli uni con gli altri acquisiamo infatti la capacità di plasmare insieme il nostro comune destino.
Nata dalle tenebre della più tragica delle guerre, l'integrazione europea è stata, sin dagli albori, un progetto di pace. Lo è ancora. La violazione dell'integrità territoriale dell'Ucraina ci richiama all'urgente bisogno di dar vita ad un sempre più stretto coordinamento europeo, ad esempio nei settori della politica estera, di difesa e dell'energia.
Libertà e prosperità, pace e diritti umani: questo è l'Europa. Ed è perciò che andare a votare merita il nostro tempo ed il nostro sforzo. Con il nostro voto possiamo davvero influire sull'evoluzione delle politiche europee.
Per questi motivi, il 25 Maggio, votate! Votate per l'Europa!
(Artículo de Giorgio Napolitano, Joachim Gauck y Bronislaw Komorowski, publicado en "Corriere della Sera" el 21 de mayo de 2014)
Hay una belleza en el gesto del que dice no, con calma y firmeza, o a veces con furia, el que dice no al enemigo o al déspota que quiere subyugarlo y también el que dice no a quienes esperaban y confiaban en que dijera sí, a los cercanos, los suyos, los que se sentirán dolidos por su inesperada negativa, incluso traicionados, los que tal vez después de haberlo nombrado hijo predilecto deciden degradarlo a hijo pródigo. Hay un no heroico que conduce con seguridad al cautiverio y a la muerte, y ese es un no que no puede exigírsele a nadie, porque nadie está en condiciones de exigir lo que no sabe si él mismo haría, aunque hay seres humanos lo bastante mezquinos para juzgar con dureza a quienes han sufrido mucho más que ellos.
Una de las ventajas menos celebradas de la democracia es que excluye la necesidad del heroísmo en la vida pública. Decir no en una tiranía acarrea la desgracia inmediata, y no solo para quien decide no seguir la corriente, sino para todos los que lo rodean. Los regímenes totalitarios han sido siempre grandes creyentes en la culpabilidad por parentesco, por contagio. Si a un ciudadano soviético lo acusaban de conspirador o de enemigo del pueblo las consecuencias las pagaba ecuánimemente toda su familia. En un libro que trata de la heroicidad de decir no, y de decir no pudiendo fácilmente haber dicho sí, el historiador alemán Joachim Fest contaba el acoso a que sus hermanos y él mismo se vieron sometidos cuando su padre, un director de escuela que militaba en el Partido Católico de Centro, se negó a jurar lealtad al régimen de Hitler. Hay formas sutiles de integridad que solo conocen quienes las han vivido. En Alemania, cuenta Fest, muchas personas contrarias a los nazis tomaban la precaución, al salir a la calle, de llevar las dos manos ocupadas con algo, y así tenían una excusa para no levantar el brazo en el saludo obligatorio. Su padre, el digno católico conservador que no cedía ni un milímetro, se negaba también a secundar esa astucia, y salía con las manos libres. Ir por la calle con las manos en los bolsillos puede ser un gesto de heroísmo.
Hay un no secreto y formidable en ese momento en que Borís Pasternak y Vasili Grossman deciden, cada uno, escribir una novela que por contar la verdad sobre el horror de las vidas destrozadas por la tiranía soviética correrán el peligro seguro de no ser publicadas, y además de que sus autores acaben en la cárcel. La integridad de experiencia que exige la creación de una obra de arte es incompatible con cualquier arreglo o cualquier deferencia hacia los censores. En 1973, en la siniestra postrimería franquista, Juan Marsé vislumbró la que iba a ser su novela más radical hasta entonces, más poderosa, más sombría, más cercana al corazón de su memoria infantil y su conciencia política, Si te dicen que caí. Y porque esa novela le importaba tanto decidió escribirla, contaba años después, como si el franquismo no existiera, con una libertad de espíritu que no aceptaba rebajarse a la mínima concesión, porque hacer eso habría sido infamar lo más noble que tenía.
El no empieza siendo muy poco, una sílaba dicha en solitario, o ni siquiera eso, un gesto de la cabeza, y a veces puede derivar en revuelta colectiva, pero siempre preserva su irreductible semilla individual, porque hay una parte de la conciencia que ha de mantenerse en guardia contra las coacciones de lo colectivo y de lo unánime, y porque el ciudadano digno se negará siempre a disolverse en una masa. Durante la huelga de los trabajadores de la basura, en Memphis, en la primavera de 1968, cada huelguista llevaba a las manifestaciones una pancarta idéntica, pero individual, que reclamaba, incluso en la lucha colectiva, la singularidad de cada persona solitaria: estremece ver en las fotos en blanco y negro a esos hombres dignamente vestidos a pesar de su pobreza y exigiendo entre todos la dignidad de cada uno: “I am a man”. Ella sola, sin pancarta, con sus gafas, con su ancha sonrisa, con las manos de trabajadora quietas sobre el regazo, Rosa Parks dijo que no cuando le exigieron que cediera su asiento en el autobús a un pasajero blanco, y esa tersa negativa fue mucho más poderosa porque una persona sola, una mujer, se había atrevido a ejercerla. Por supuesto que Rosa Parks, en contra de muchas leyendas, era una militante concienzuda, que tuvo una larga carrera de activismo político antes y después de aquel día. Pero la belleza plena de su gesto está en esa soledad tan frágil, en su fortaleza misteriosa. Es admirable el negador airado, a la manera de Thomas Bernhard, pero no hay menos mérito en los disidentes sigilosos. En plena epidemia de fervor evangélico, en la diminuta Amherst, en medio de una familia religiosa, Emily Dickinson elige decir que no: “Algunos observan el sábado yendo a la iglesia / yo lo observo quedándome en casa”.
La democracia vuelve en gran medida innecesario el heroísmo, pero no le ahorra al disidente las incomodidades o los disgustos de llevar la contraria, más todavía en estos tiempos en los que cunde tan jovialmente lo que Jaron Lanier ha llamado “maoísmo digital”, la súbita agresividad colectiva contra una sola persona. El que está solo y da la cara siempre es vulnerable: en el anonimato de Internet se pueden disfrutar como nunca los viejos placeres del ultraje unánime y el linchamiento.
Pero las cosas pueden ser todavía más banales. Es humanamente comprensible que uno baje la cabeza por miedo a la policía, pero en las democracias mucha gente que podría y debería hablar dice que sí en vez de decir no por miedo a no estar de moda. Un director de cine que no se atrevía a defender el trabajo intelectual contra los desafueros de la piratería me dijo una vez, más bien patéticamente: “Tío, es que es muy duro que te digan que ya no eres guay”. Alguien observó que muchos directores, actores y guionistas de Hollywood secundaron la caza de brujas del senador McCarthy no porque temieran perder la libertad, sino porque temían perder sus piscinas. En una democracia uno calla y otorga por seguir siendo guay, o cool, o por tener muchos más likes en Facebook, o para que lo contraten para dar pregones en fiestas patronales. El cantante Raimon, de quien algunos aprendimos cuando éramos muy jóvenes a decir no con gallardía y alegría, llevaba ya años pagando un precio muy alto en su tierra de origen por negarse a las unanimidades forzosas de la identidad, hijo pródigo nunca asimilado por los expendedores de títulos de hijo predilecto. En Valencia lo acusaban de vendido a Cataluña, pero ahora parece que en Cataluña lo acusan de traición por negarse educadamente a secundar el fervor obligatorio por la independencia. Hay que ser de un solo sitio, y además hay que serlo de una sola manera. A lo que Raimon dice no no es a la independencia, sino a la aquiescencia, a la astucia discreta de la conformidad. No se puede pedir menos a un escritor o a un artista en una democracia.
(Artículo de Antonio Muñoz Molina, publicado en "El País" el 17 de mayo de 2014)
Comenzaré por aclarar qué entiendo por ser independiente, circunstancia que no consiste en carecer de ideología, sino en defender la propia más allá de la identificación mayor o menor con un partido. El independiente ni está sujeto a la disciplina nacida de la militancia partidista ni forma sus juicios sobre la base de las simpatías que siente por unos o por otros.
Sobra decir que ser independiente ni es mejor ni peor que militar, aunque sí da lugar a un comportamiento muy distinto. El militante opina que los presuntos corruptos de su credo que ocupan un cargo no deben dimitir al estar amparados por la presunción de inocencia, pero cree que deben hacerlo los de las fuerzas políticas restantes. Es solo un ejemplo, pero, como la actitud resulta siempre igual, podría multiplicarse ad infinitum.
Pues bien, lo peculiar de la España encanallada en que hoy vivimos -la que explica que puedan pensarse siquiera las cosas que algunos han escrito tras el asesinato de una dirigente del PP- no es que haya quien opta por militar o simpatizar a cal y canto y quien prefiere mantenerse en el peligroso trapecio de la independencia: tal expresión de las sociedades pluralistas es generalizada. Lo que nos distingue de otras democracias es el empeño de todos los partidos en negar la posibilidad de que haya personas independientes, que dicen lo que dicen porque eso es sencillamente lo que piensan y no porque lo hagan con la intención de favorecer a unos y/o perjudicar a los otros, o al revés.
Aquí si uno sostiene que ve síntomas de recuperación económica, porque esa, errada o no, es su opinión, automáticamente es catalogado como simpatizante del PP, mientras que, si mantiene sinceramente lo contrario, pasa a serlo sin duda de un partido de la oposición. Aquí ya no es posible que lo que se expresa sobre esto o sobre lo otro sea juzgado por el peso o la racionalidad de los argumentos con que quienes lo hacen defienden sus respectivas posiciones: todo, sin excepciones, se pasa mecánicamente por el tamiz de las simpatías de partido, de modo que incluso los que legítimamente no están en eso, acaban apareciendo como los peones de brega de una u otra sigla.
Pasa, al fin, como con lo de ser o no nacionalista. Los que sí lo son se niegan a aceptar que algunos no comparten tal pulsión y en cuanto critican a este o a aquel nacionalismo regional, se les adjudica de inmediato el papel de españolistas agazapados e irredentos.
Por eso España está asfixiada cada vez más por el sectarismo y el duelo a garrotazos: porque incluso los que intentamos huir de las trincheras somos ubicados en una de ellas y muy frecuentemente en dos trincheras contrapuestas: los troyanos se empeñan en demostrar que estás con los tirios y estos que estás con los troyanos. Una pena. Una desgracia.
(Artículo de Roberto Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 16 de mayo de 2014)
Cuando los nacionalistas catalanes dicen que los constitucionalistas carecemos de un relato alternativo que ofrecer a la sociedad catalana apuntan a un problema real. No tiene solución fácil, porque lo que los nacionalistas ignoran es que parte de nuestro antinacionalismo reside precisamente en no dar la lata con identidades colectivas o épicas comunes. Los Estados liberales que abrazan el pluralismo privatizan la identidad de sus ciudadanos: proporcionan el marco legal y las provisiones sociales para que cada uno se monte el relato personal que le apetezca. Esta ausencia de relato comunitario es más acusada en España como consecuencia de nuestra reciente historia política. Los españoles tenemos dificultades para sostener una idea sustantiva de España, algo que ahora echamos en falta para oponer a la orgía identitaria del independentismo. Si, por ejemplo, uno lee a los intelectuales españoles que mejor han rebatido el nacionalismo vasco y catalán (Savater, Juaristi, Espada, Azúa, Ovejero, et al.) ve que su rechazo se fundamenta antes en el desprecio intelectual y moral que les merece el nacionalismo que en una defensa sustantiva de España. (Compárese con los intelectuales franceses, siempre con su punta de chovinismo). Los entiendo, porque a mí me pasa lo mismo, al igual, como sospecho, que a muchos españoles. Sobre esto quiero hablar.
Los nacidos en democracia fuimos educados en una visión escéptica de las naciones. Al menos, de la nación española. No digo que el nacionalismo español no exista; digo que no lo he conocido. Supe por mis mesurados maestros que la batalla de Covadonga, de no ser fantasía, no pasó de reyerta; que el Cid fue un mercenario; la Conquista, una hazaña discutible; y la Guerra de la Independencia, una buena bronca por una mala causa. Una educación descreída, avergonzada del franquismo y encarada hacia Europa, que nos persuadió de que las identidades nacionales pertenecían al pasado.
Sin embargo, en otros lugares se recorría el camino inverso. Si en Madrid era posible discutir el alcance de la unión dinástica de los Reyes Católicos, en Barcelona se celebraba sin empacho el milenario de la nación catalana. De esa doble moral abundan los signos. Muy sintomáticamente no hay en España un museo de historia de España y sí lo hay —nada que objetar— de Cataluña. La perfunctoria presencia de la élite capitalina el 12 de octubre (un coñazo, ya lo dijo Rajoy) poco se puede comparar a la seriedad que requiere postrarse ante Rafael Casanova cada 11 de septiembre. Esto era hasta cierto punto esperable, pero faltó un equilibrio. De la España esencial del casticismo franquista hemos pasado a España, esa cosa que no sabemos si existe. En Cataluña y Euskadi, en cambio, una especie de derecho de crédito devengado durante la dictadura faculta a sus nacionalismos a empapuzar de identidad a la ciudadanía.
Así, mientras unos quitábamos importancia a nociones como identidad o nación (en el sentido que le dan los nacionalistas, posiblemente el único atribuible) otros inflaban su significado. Parece dudoso que un club de agnósticos pueda aplacar una oleada de conversiones religiosas. Si deseamos evitar una humillante descomposición étnica es necesario rescatar una España positiva, ni esencial ni meramente jurídica. El reto acucia a las nuevas generaciones de la izquierda española, que deben asumir que ni España, ni sus símbolos, ni la lengua española son un invento de Franco. Por si fuera de ayuda a españoles desafectos, ofrezco aquí la solución que me he dado a mí mismo para hacer compatible mi idea de España con una vivencia no nacionalista, sin reducirla tampoco a mero marco legal. Bastó cambiar de vocabulario: en lugar de identidad, tradición, y en lugar de nación, valor.
Identidad es concepto problemático. Pide, en buena lógica, ser excluyente. Prefiero pensar que España, sin ser mi identidad, es mi tradición. Aquello que, gracias al azar combinado del nacimiento y la geografía, me ha sido dado y de lo que soy custodio: Cervantes, Alhambra, Machado, Pla, la Torre de Hércules y el páramo de Masa; playas, sierras y olivares; nuestras guerras civiles. La tradición pone las cosas en su sitio: no es que yo pertenezca a España, como querrían los apóstoles de la identidad, es que España me pertenece. La idea de tradición aporta otra ventaja: es fácil pensarla como ampliable. La catedral de Reims también es mía. Por tanto, redefino: España no es mi tradición, sino su parte troncal, con frondoso ramaje hacia Europa y América. No entiendo que haya quien, habiendo recibido el mismo patrimonio, lo desdeñe.
La idea de nación es todavía más problemática. No discuto los sentimientos nacionales de nadie, pero yo prefiero ver España como un valor. Podemos discutir eternamente cuántas naciones hay en España o si es verdadera nación. O podemos asumir algo más sencillo: que es una realidad hecha y derecha (al igual que Cataluña, sobre la que tampoco se precisa saber si es o no nación: es realidad y punto). No basta, claro. La URSS era una realidad, y eso no la hacía apetecible. España, en cambio, tanto como Cataluña, es una realidad valiosa. Y en este punto creo que si muchos catalanes desafectos se liberan de su conciencia postiza de pueblo oprimido podrán descubrir en su propia vida esta verdad: familia, amigos y amores, paisajes, cultura y empresas, un mundo de potencialidades que solo se presentan viviendo juntos. Y porque es valiosa, es digna de preservación, con mejoras y sin poda de lo que nos fue dado (tradición es dar de generación en generación). Reducir España, ese vasto legado, a un partido o líder político al que tenemos rabia es pueril.
Sumados ambos conceptos, España es una tradición valiosa. Ello permite deshacer ciertos sofismas. Uno, pretender ser independentista, pero no nacionalista. Es una conjetura endeble que revela mala conciencia. La posibilidad de ser independentista no nacionalista es teóricamente aceptable si se vive esclavizado por un poder represor. No es el caso. Alguien nacido en el vasto mundo de la cultura española, en la España inclusiva de la Constitución de 1978, que ha podido educarse en su lengua catalana, gallega o vasca, y añadir el disfrute de la española, solo puede llegar a la conclusión de que no le interesa ser español asumiendo que España es un desvalor, un perjuicio; y solo se piensa así validando el discurso victimista típico del nacionalismo.
No nos engañemos: en un Estado inclusivo y democrático como el nuestro nadie se hace independentista sin asimilar antes premisas nacionalistas. Igualmente ingenuo es pensar que tras la independencia se podrá seguir disfrutando de España sin pertenecer al Estado español, porque el juego y disfrute de su tradición cultural solo se maximiza viviendo en una misma unidad política. Así, todos hemos disfrutado más de nuestra herencia europea cediendo estatalidad a Bruselas. Al cabo nuestro antinacionalismo es solo eso: preferir cuartos grandes y aireados donde se multiplican las posibilidades.
Ignoro si quedamos suficientes españoles para preservar a España de nuestro letal sectarismo. El fallo multiorgánico que aqueja al Estado puede ser signo de regeneración o derribo, alba u ocaso. Con el pesimismo de la inteligencia pienso lo segundo. En tal caso, nos meteremos las manos en los bolsillos, como en fecha más desgraciada hizo Chaves Nogales, y cada uno volverá a su pueblo. Será triste, pero no trágico. Nuestro antinacionalismo consiste también en saber que, siendo valiosa, España no es lo más importante de nuestras vidas. Pero con el optimismo de la voluntad me esfuerzo en creer lo primero. En tal caso, no solo harán falta mejores instituciones, partidos más honestos, nuevas turbinas económicas; también hará falta revalorizar nuestra condición de españoles (algo distinto y más razonable que sentirse orgulloso de ser español). Estamos a tiempo de convencer a muchos catalanes de que España es un valor (no lo haremos limitándonos a invocar la salida de la Unión Europea) y no el lastre que les han vendido. De paso, echaremos un cable a los catalanes que sí valoran ser españoles. Desde posiciones incómodas pelean por preservar la herencia de todos.
(Articulo de Juan Claudio de Ramón, publicado en "El País" el 15 de mayo de 2014)
Muchas cosas, y muy graves, están pasando en la Ucrania suroriental. Se está viviendo una preguerra civil, con serios sufrimientos por parte de la población, y se corre el riesgo de otra guerra internacional europea, catástrofe que por fortuna iba haciéndose rara. Pero lo que se vuelve a demostrar, y lo que me interesa aquí, es lo inadecuado de la fórmula nacional para resolver la convivencia en sociedades complejas.
La Gran Guerra, con cuyo centenario coincidimos, proporcionó el mejor ejemplo en el siglo XX. Cuando el angélico presidente Wilson vino a Europa, con el prestigio de haber pesado decisivamente en la derrota austro-germana, traía en la cartera sus célebres Catorce puntos, donde proponía resolver los problemas europeos sustituyendo los imperios multiétnicos por Estados culturalmente homogéneos. La conferencia de paz de París, consiguientemente, creó una decena de Estados nuevos y añadió o restó territorios a los existentes —según, ay, que hubieran apoyado a vencedores o vencidos en el conflicto. Pese a la buena voluntad de sus creadores, a la Sociedad de Naciones y a las cláusulas de protección de minorías, la fórmula fue un desastre: los nuevos mini-Estados eran inevitablemente multiétnicos —y ahora, al ser nacionales, maltrataban de verdad a sus minorías—, surgieron agravios, clamores por territorios irredentos, y, al final, se abrió el camino a los fascismos. No escarmentados, hace solo un cuarto de siglo, al disolverse Yugoslavia y la URSS, volvimos a crear Estados nuevos (esta vez una veintena), siempre en busca de la homogeneidad cultural. Y ahí se inscribe el actual lío ucranio.
Claro que ahora hay una novedad: ya no se trata de procesos independentistas, sino de anexiones a una potencia vecina, pues Crimea se ha separado de Ucrania para unirse a Rusia. Pero no todo es expansionismo de Putin, ni basta con pararle los pies. Que Crimea fuera antaño rusa y que una gran mayoría de su población haya votado a favor de Rusia son datos a tomar muy en cuenta. Y ahora las provincias de Donetsk y Lugansk quieren seguir ese camino. Olvidemos, por el momento, los provocadores y el dinero enviados por Putin y supongamos que queremos resolver la cuestión civilizadamente, en una mesa de negociación. ¿Cuál podría ser la solución?
El problema es que el Derecho Internacional avala dos principios incompatibles entre sí: el derecho a la autodeterminación de los pueblos y el respeto a la integridad de los Estados existentes. El primero, proclamado en la Carta de las Naciones Unidas, en dos resoluciones de su Asamblea General y en varios pactos internacionales de las últimas décadas, es el que invocan, por supuesto, independentistas escoceses o catalanes. Y es un criterio que a todo demócrata le inspira, a primera vista, más simpatía que un rígido respeto a las fronteras existentes; porque no es fácil explicar por qué debemos impedir que pertenezca a un Estado un territorio en el que el 90% de sus habitantes desean ser independientes o pertenecer a otro.
Pero está también establecido, como explican José M. Ruiz Soroa y Alberto Basaguren (en La secesión en España, editado por Joseba Arregui, 2014), que la autodeterminación solo se refiere a los pueblos “dependientes”, es decir, a quienes se hallan en situación colonial o bajo invasión militar. La Declaración de Viena de 1993 es muy clara: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación”, y negárselo constituye “una violación de los derechos humanos”; pero esto no significa avalar acciones encaminadas “a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial o la unidad política de Estados soberanos e independientes que […]estén dotados de un Gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción de ningún tipo”. Es decir, que de la autodeterminación no se deriva que minorías nacionales territorializadas existentes hoy dentro de un Estado tengan derecho a la independencia política; solo lo tendrán aquellas que carezcan de instituciones democráticas o sean tratadas de forma discriminatoria.
Aceptada esta distinción (y aun sabiendo que todo independentista proclamará a su pueblo “dependiente” e invocará este principio), parece claro el significado del derecho de autodeterminación y la situación en que debe hallarse un pueblo para ser titular del mismo. Pero eso no resuelve el asunto, porque lo verdaderamente insoluble es la definición del “pueblo” en sí, es decir, la definición del demos que tiene derecho a autodeterminarse. ¿Por qué han de ser las provincias de la Ucrania actual, por ejemplo, las que puedan decidir su futuro por medio de un referéndum y no sus comarcas o municipios? Cualquier comunidad humana puede proclamarse “pueblo” o “nación” y sobrarán intelectuales que encuentren argumentos históricos, lingüísticos, religiosos o raciales para apoyar esa tesis. El problema es político, prejurídico. Como escribió Robert Dahl, “la democracia puede decidirlo casi todo, menos la amplitud del demos concreto que la practica, porque ese es un dato previo al inicio del proceso democrático. Unos afirmarán que el pueblo X es distinto al pueblo Y; otros, que el pueblo X es parte del más amplio pueblo Y. ¿Cómo se puede resolver este debate? Votando. Pero ¿quiénes votarán? Si son sólo los ciudadanos de X puede salir una cosa y si son todos los de Y, otra”.
Viniendo a nuestro entorno, para un nacionalista vasco o catalán es indiscutible que Euskadi o Cataluña tienen derecho a decidir su futuro. Pero un españolista les opondrá que quien debe decidir es España, porque a nadie se le puede amputar una parte de su territorio sin consultarle. Contrarréplica: eso es partir del indemostrable prejuicio de que nosotros somos parte de una nación, España, cuando la única nación es la nuestra, integrada contra su voluntad en el Estado español. Algo de razón tienen ambos. Porque todo nacionalista parte, sí, de un prejuicio: que las naciones existen; pero cada cual cree solo en la suya. Según la lógica democrático-nacional, el futuro de Euskadi deben decidirlo los vascos; pero la misma lógica exigiría que el futuro de Álava se decidiera por los alaveses (en el caso de que en un hipotético referéndum vasco globalmente favorable a la independencia salieran en Álava resultados españolistas). No, nos diría el patriota vasco, porque Álava forma parte de Euskadi, que decide como un todo. Lo mismo que le objetaría a él un españolista en relación con Euskadi.
Una vez atribuido el derecho de decidir a las regiones o provincias, cabría hacer lo mismo con los municipios. ¿Con qué derecho, en nombre de qué principio, obligaremos a mantenerse en España al municipio Z, que votó, pese a formar parte de una provincia proespañola, abrumadoramente por la independencia? Y quien dice municipio dice barrios o familias. ¿Dónde está el límite? Llevado a su extremo, el principio democrático del consentimiento acaba disolviendo el Estado en comunidades cada vez más pequeñas y solo se detendría al llegar al individuo, que podría decidir si quiere pertenecer al Estado en que ha nacido, afiliarse a otro o declararse independiente. Sería como proclamar el derecho a renegociar diariamente el contrato social. La democracia, si no quiere conducir al absurdo, no puede incluir el derecho de los miembros de una sociedad a separarse de ella y crear entidades soberanas.
La única solución es superar el modelo organizativo del Estado-nación. Es decir, reconocer que el demos, el sujeto soberano, no tiene por qué coincidir con un etnos, una comunidad culturalmente integrada. Europa, cuyas elecciones celebramos ahora, es un demos, pero todavía no un etnos (Enrique Barón, La era del federalismo, en prensa). Tampoco lo es Estados Unidos, un país sin un origen racial o lingüístico común. “La ciudadanía democrática”, escribe Habermas, “no necesita estar enraizada en la identidad nacional de un pueblo”, sino socializar a todos sus ciudadanos en una cultura política común (y atribuirles los mismos derechos y deberes). En cuanto a la pertenencia a una minoría, acostumbrémonos a ello, porque nuestras sociedades son y serán cada vez menos homogéneas culturalmente. Disfrutemos de la variedad cultural. Pertenecer a una minoría, siempre que no reciba trato discriminatorio, no es ninguna desgracia.
(Artículo de José Álvarez Junco, publicado en "El País" el 14 de mayo de 2014)
El Congreso de los Diputados está examinando las medidas anticorrupción del Gobierno: la Ley de Transparencia, la de Financiación de Partidos, el proyecto de Ley reguladora del ejercicio de altos cargos y la reforma del Código Penal. Para ello han comparecido distintos expertos, entre ellos el Fiscal General del Estado, quién ha efectuado su diagnóstico: precariedad de medios, una legislación “manifiestamente insuficiente, enrevesada y con penas no acordes con la gravedad”, investigaciones tan lentas que rebasan “toda una década”, prescripciones que conducen al archivo de responsabilidades, absoluciones inesperadas, condenas que no llevan aparejadas la recuperación del dinero público, indultos y lentitud en la ejecución de sentencias.
Si el diagnóstico es demoledor la realidad lo es aún más: según el Consejo General del Poder Judicial en 2013 existían 1.661 causas abiertas por temas de corrupción con aproximadamente 500 personas imputadas (20 encarceladas), si bien sólo uno de los 150 imputados por el caso Gürtel, uno de los 144 del caso ERE Andalucía, nadie por el caso Palau y tampoco nadie por el caso Mercurio. La mayoría, además, siguen ocupando cargos públicos retribuidos. Según la UE en su informe del 3 de febrero de 2014 en el caso español están en el punto de mira los siguientes peligros: financiación de los partidos políticos, corrupción local/regional, conflictos de intereses, contratación pública y gestión del urbanismo. Se trata de peligros corrupto-génicos identificados por la experiencia dañosa previa: sabemos que lo son porque hemos sufrido sus consecuencias y los vemos, por tanto, por el retrovisor. Frente a ellos se recomiendan estrategias de prevención como las abordadas por el Gobierno, aunque la principal de ellas —un aparato judicial eficiente— está lejos de darse, como constata el Fiscal General, probablemente por falta de voluntad política.
Sin embargo, y aún si dispusiéramos de un sistema preventivo eficiente, ¿por qué es tan difícil reducir la corrupción? Porque la prevención de peligros de corrupción mediante las medidas apuntadas por el Gobierno no es suficiente (en nuestro caso tampoco efectiva), puesto que la corrupción en España es estructural, no es algo casual ni incidental: es una forma de gestionar la cosa pública. Nos hallamos por tanto ante el reto de luchar contra la corrupción no sólo cómo peligro, reprimiendo la comisión de delitos y favoreciendo la prevención, sino también reestructurando la forma de gobernar. La misma UE en su reciente informe, ya citado, insta a España a abordar los riesgos, no sólo los peligros de corrupción: “[las iniciativas emprendidas por el Gobierno español]… deberán complementarse con un planteamiento coherente basado en el riesgo que vaya más allá de medidas puramente legislativas para abordar la corrupción de forma global”.
Así, además de los peligros de corrupción conocidos, nos enfrentamos a riesgos no por menos conocidos de menor envergadura: la captura del regulador, monedas virtuales, tráfico de datos, manipulaciones en la economía tarifaria, promoción de oligopolios, alteración de concesiones, apropiación de bienes comunes, son formatos corrupto-génicos de gran poder destructor por cuanto, implicando a un sinfín de agentes públicos y privados y dañando las estructuras básicas del modelo económico, generan grandes beneficios a élites extractoras como las descritas por el economista César Molinas.
Sin embargo, el modelo planteado por el Gobierno pasa de largo ante estos factores e insiste en el tratamiento de la corrupción sólo como peligro, ojeando por el retrovisor a la luz de lo sucedido hasta ahora, ignorando la gobernanza del riesgo, que permite otear por el parabrisas mediante estrategias que abordan el contexto y el conjunto de actores implicados, tanto públicos como privados. Así, el diseño de organismos de colaboración público-privados, de implicación del conjunto de agentes mediante modelos de transparencia, de auto-declaración de actividades, de simetría informativa, de lucha contra los oligopolios y de co-creación ciudadana demuestran altos niveles de efectividad.
Es preciso pasar de un tratamiento penal (necesario, no suficiente) hasta ahora ineficiente (como se ve) a un nuevo diseño institucional anticorrupción. Es necesario avanzar desde una perspectiva de prevención de peligros hasta una de gobernanza de riesgos. Es indispensable pasar de un Estado reactivo, obsoleto y carcomido por los aparatos de los partidos políticos en alianza con actores económicos meramente especulativos, a un Estado proactivo, moderno, capaz de ejecutar una clara innovación institucional, con democracia interna, listas abiertas y transparencia en la financiación de partidos, sindicatos y patronales, que permita situar la corrupción en niveles comprensibles aunque nunca aceptables. Frente al nepotismo hay que implantar la gestión del talento en el sector público, frente al clientelismo hay que favorecer la compra pública innovadora, frente a la información asimétrica que beneficia a unos pocos hay que generar la suficiente transparencia para favorecer la legítima competencia, frente a los oligopolios hay que extender el auténtico libre mercado. Para todo ello hay que evolucionar desde la prevención del peligro de corrupción hacia la gobernanza del riesgo de la misma.
(Artículo de Ramon-Jordi Moles i Plaza, publicado en "El País" el 12 de mayo de 2014)
Hablar del futuro es un empeño siempre arriesgado y, en el caso de un filósofo, contrario a las normas clásicas del oficio. Pensar filosóficamente es renunciar a la bola de cristal del adivino y al don de la profecía, para ceñirse a la interpretación del presente, lo cual ya supone una tarea bastante ardua. Por tanto, abandono desde el comienzo la pretensión de vislumbrar el porvenir y diseñar los parámetros de los acontecimientos que ocurrirán en él. Les confieso de inmediato que no sé lo que va a pasar. Pero lo importante es qué podemos hacer, sobre todo en nuestra Europa trabajosamente compartida.
La Unión Europea nació como un acuerdo económico tras la II Guerra Mundial para acelerar la recuperación de los países que la habían padecido e impedir la posibilidad de un nuevo conflicto bélico semejante. Después el proyecto se hizo más ambicioso, constituyéndose en la alianza de naciones democráticas que comparten principios y protegen derechos semejantes. Para quienes habíamos vivido durante décadas bajo dictaduras longevas que adormecían políticamente a nuestros países, combinando la represión feroz de las libertades cívicas con un proteccionismo económico rentabilizado por oligarquías, Europa era la promesa no de la felicidad social sino de la normalidad política. Más adelante, incorporados ya a la Unión Europea, recibimos imprescindibles beneficios pero también aprendimos, cada vez más dolorosamente, que la normalidad política no equivale automáticamente a la felicidad ni la justicia social, tan solo nos hace responsables de buscarlas. Fue como lo de aquel bisabuelo irlandés de Mark Twain que emigró a Estados Unidos porque le habían dicho que allí las calles estaban pavimentadas con oro; al llegar se enteró de que las calles no estaban pavimentadas con oro, de que muchas de ellas ni siquiera tenían pavimento y que, ay, tenía que pavimentarlas él.
Salir de una dictadura tiene muchas ventajas, pero nos escamotea la figura del autócrata como culpable último de todos los males: la tentación de algunos es convertir la impotencia política en rutina también en democracia, buscando nuevos responsables para ella, llámense mercados, banqueros sin escrúpulos, multinacionales, etcétera. Porque al entrar en la añorada Europa, después de no pocos esfuerzos, descubrimos un inconveniente inesperado para nuestros orgullos colectivos que con cierta malicia había señalado George Santayana: “Lo más difícil de asumir en las uniones internacionales es que implican ser gobernados en parte por extranjeros”.
La Europa actual, que se prepara para unas elecciones presumiblemente trascendentes en mayo, afronta como reto de fondo —más allá de esas urgencias puntuales de disensión o agravio entre países deudores y países acreedores que con razón ahora tanto nos preocupan— el esbozo imprescindible de en qué debe consistir la ciudadanía democrática. Porque existen identidades colectivas prepolíticas que son obstáculos para el desarrollo de la ciudadanía. Durante sus inicios en la modernidad, la democracia tuvo que enfrentarse a las identidades genealógicas de reyes y aristócratas, así como a las confesiones religiosas que pretendían definir al país (“la católica España”, “la piadosa Italia”, etcétera); hoy, la democracia europea tiene que vencer el enquistamiento nacionalista, tanto de los euroescépticos de Inglaterra, Holanda, Dinamarca o Francia como de los separatistas en Cataluña o Escocia que pretenden deshacer sus Estados multiculturales respectivos. Aunque estos separatistas se proclamen favorables a Europa, en realidad pretenden estrechar aún más el filtro de la identidad nacional como requisito para disfrutar de derechos cívicos, excluyendo de ellos a parte de sus hasta ahora compatriotas con el pretexto de crear nuevos Estados identitarios.
En todos esos casos siempre se trata de la maldición reaccionaria de la identidad predeterminada, es decir, de la veneración proclamada de las raíces: porque esas raíces, sean étnicas o religiosas, están siempre ancladas en el pasado mientras que la concepción progresista exige, por el contrario, que nuestras verdaderas y venideras raíces estén en el futuro, en aquello hacia lo que vamos juntos y no en eso de lo que venimos por separado.
La ciudadanía por la que merece la pena luchar es aquella según la cual el individuo obtiene derecho a la participación política, la protección social y los servicios básicos con abstracción de cualquiera de sus determinaciones previas genealógicas, étnicas, culturales, de género, etcétera, solo por el compromiso de aceptar las leyes. Quien acepte este fundamento común de ciudadanía, está luego en libertad de elegir sus identidades sucesivas y revocables en materia política, religiosa, cultural, erótica, etcétera. La ley compartida y la renuncia al privilegio de ser nada predeterminado le autorizará después a ser diferente a cualquiera de los demás a partir de ella. Por ahora, esta concepción ciudadana solo la garantizan los Estados democráticos realmente existentes (aunque a veces con preocupantes restricciones), por lo que los separatistas que piden una Europa “no estatista” encarnan en realidad la reacción del Antiguo Régimen contra ella. Quizá mañana pueda llegar a tener un alcance realmente cosmopolita, como anhelan quienes exigen instituciones de justicia universal y la defensa sin fronteras ni ventajismos de los derechos humanos.
Para este propósito, la educación es una pieza fundamental en el asentamiento de la ciudadanía. El aprendizaje de destrezas técnicas y conocimientos científicos es imprescindible, claro, pero también la formación humanista que permite el ejercicio pleno de las capacidades cívicas en el terreno político y social. Es muy alarmante que en nuestros países, con el pretexto de recortes económicos impuestos por una visión paralizadora de la austeridad presupuestaria, la educación pública se haya visto seriamente mermada y sobre todo en sus aspectos humanísticos —literatura, filosofía, historia, educación cívica…— considerados como superfluos y prescindibles, cuando no francamente inútiles por no rentables. Pero hay otras formas de rentabilidad aún más necesarias, las que buscan desarrollar esa riqueza no bancaria de la preparación para una ciudadanía que conozca las razones de la solidaridad, así como los motivos fundados tanto para obedecer como para rebelarse en la necesaria intervención frente a los acontecimientos sociales.
Se dice, a menudo con razón, que los políticos electos desconocen o no se ocupan de los problemas de los ciudadanos que les eligieron, obsesionados con sus luchas sectarias y con mantenerse en el poder a toda costa; pero también podría hablarse del desconocimiento irresponsable por parte de los propios ciudadanos de los problemas de la política, que debe conciliar intereses divergentes y beneficios comunes a veces difícilmente compatibles. Por eso es no solo aconsejable sino necesaria alguna forma de educación específica sobre los requisitos y las obligaciones de la ciudadanía, una asignatura boicoteada en España por los sectores clericales más oscurantistas. Resulta suicida consentir una política que solo permite hablar a los poderes de la macroeconomía y la especulación financiera, mientras condena al resto de los ciudadanos a una resignación acrítica o a una protesta desordenada y populista. Existen más ciudadanos que quieren ser escuchados precisamente como ciudadanos informados y no sencillamente como revoltosos vocingleros. La Unión Europea no puede desdeñar esas voces.
Permítanme, para terminar, una evocación histórica ejemplar. Durante toda la tarde de su trágica colisión, al Titanic llegaron desde otros barcos numerosos avisos de que había peligrosos bloques de hielo flotantes en las aguas que navegaba. Pero el operador de radio del buque las ignoró y no se las comunicó al capitán, porque estaba demasiado ocupado recibiendo y enviando mensajes de los pasajeros de primera clase. Ya sabemos cual fue el resultado de atender solo a estos privilegiados e ignorar las justificadas voces de alarma. No volvamos a cometer el mismo error con esta nave Europa en que viajamos juntos los ciudadanos de nuestras democracias.
(Artículo de Fernando Savater, publicado en "El País" el 11 de mayo de 2014)
La muerte, ayer en Madrid, del profesor Manuel Jiménez de Parga (Granada, 1929) ha sorprendido a muchos, tal era el entusiasmo, vigor y capacidad de trabajo demostrados a lo largo de sus 85 años de fructífera vida.
La vocación primera de Jiménez de Parga fue el estudio y la universidad, pero su vida profesional también se proyectó en otros ámbitos, como el periodismo de opinión, el servicio al Estado, la abogacía y la política, todos ellos difícilmente separables y que configuraron en conjunto su singular personalidad. Además, por encima de todo era una buena persona, alguien con quien se podía contar siempre para cualquier causa digna, sobre todo si se trataba de defender la justicia, la libertad y la igualdad.
Los que fuimos sus alumnos en la Universidad de Barcelona a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta no olvidaremos nunca sus clases y su ejemplo como demócrata en aquellos años difíciles. Años en los que muy pocos tenían valor suficiente para superar el miedo, la base que sostenía la dictadura franquista. Quizás su principal legado consista en que fue un intelectual que nunca tuvo miedo a expresar lo que pensaba, incomodara o no al poder, y fuera este poder de carácter político, económico o social. Lo que se debía hacer se hacía. Con buenas maneras, con elegancia y, sobre todo, con fundamento. Pero no se lo pensaba dos veces, al coste que fuera.
Dentro del aula, Jiménez de Parga explicaba —nada menos que Derecho Político— como si en el exterior hubiera libertad. Nos enseñaba con total naturalidad los principios del Estado de derecho, las ideas políticas a lo largo de la historia y los sistemas de gobierno de aquellos países que él denominaba “grandes democracias con tradición democrática”: Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Todo ello para irnos acostumbrando a lo que tarde o temprano vendría. Sus frecuentes alusiones a la penosa situación política española arrancaban con frecuencia los aplausos de los alumnos.
Naturalmente, esta actitud desafiante, insólita en aquellos tiempos, inquietaba a las autoridades, que le perjudicaron tanto como pudieron pero sin lograr que se callara. Sería demasiado largo dar cuenta de lo vivido junto a él en aquellos años. Colaborador habitual de La Vanguardia, por orden de Manuel Fraga Iribarne, entonces titular de Información —para llamar a este ministerio de alguna manera— tuvo que renunciar a firmar con su nombre y adoptó el seudónimo de Secondat, en alusión a Montesquieu, que ha mantenido después en otras épocas. Precisamente la editorial Iustel le acaba de publicar en estos días el libro Los 500 brevetes de Secondat, en el que recoge sus colaboraciones en El Mundo durante los cuatro últimos años. Son reflexiones de madurez, un auténtico testamento, el destilado último de las ideas y actitudes de toda una vida.
En aquellos años de la Barcelona predemocrática, su seminario de Derecho Político fue un hervidero de agitación democrática. Escogió a sus colaboradores —entre los que cabe destacar a Jordi Solé Tura, José Antonio González Casanova e Isidre Molas, inicio de una larga y amplia escuela— sin mirar su color político, es más, sabiendo que este no era el que podía complacer ni a las autoridades ni a buena parte de sus clientes. Pero lo que se debía hacer se hacía, y punto. Su despacho de abogado también fue un centro en el que se tramaban las conspiraciones más diversas, un lugar de acogida y defensa de todos los antifranquistas, una especie de club al que acudían cuantos periodistas extranjeros buscaban informarse sobre España. Políticamente independiente, se relacionaba con todas las fuerzas políticas y en aquellos veinte años barceloneses fue, en sí mismo, una especie de grupo de presión democrático, que preparaba el terreno al futuro que se avecinaba.
Con la democracia vinieron los honores: diputado constituyente por UCD, ministro de Trabajo, embajador ante la OIT. Pero políticamente Jiménez de Parga no fue cómodo para nadie, era demasiado independiente y demasiado académico. Volvió a la cátedra, esta vez en la Universidad Complutense, al despacho de abogado y a las colaboraciones de prensa. Más tarde, su vocación de servicio público encontró acomodo durante unos años en el Consejo de Estado y después, por designación del último Gobierno de Felipe González, fue designado magistrado del Tribunal Constitucional, que llegó a presidir. En estos cometidos pudo volcar todos sus conocimientos, aprendidos en los libros y en la experiencia forense, y demostró ser un jurista de Estado, es decir, todo lo contrario de un leguleyo. Más que la letra de la ley, le importaba el buen sentido del derecho, de los valores profundos que encierra el ordenamiento jurídico.
Buena parte de su tiempo lo ocupó la vida pública y profesional. Pero también fue feliz en la privada. Hace casi dos años falleció su esposa, Elisa Maseda, que como escritora firmaba Elisa Lamas, un golpe moral que nunca consiguió superar, tan imprescindible fue en su vida. Tuvo siete hijos y veintiún nietos, su refugio en estos últimos dos años de soledad. Además, infinidad de amigos, en su ciudad natal, en Barcelona y en Madrid. Como en todo buen universitario, la curiosidad por el saber fue su gran impulso vital. Y entre todos los saberes, uno fue el dominante: el derecho junto a la política, lo que él seguía denominando derecho político. En definitiva, una vida larga y plena, una vida con sentido, siempre en el filo de la navaja. Vivir es arriesgarse, tituló sus memorias. En efecto, se arriesgó siempre y vivió con plenitud.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 8 de mayo de 2014)
La España institucional no puede desconocer el profundo deseo de la juventud de renovar este país y recuperar la eficiencia de su sistema político. Frente a los mensajes reiterados de desesperanza, de “generación perdida” o de descalificación total de lo existente, el retrato reflejado por el estudio de Metroscopia para EL PAÍS muestra una generación deseosa de modernizar —sin romper— y de enderezar lo que se ha torcido, en coherencia con los bajos niveles de conflictividad social que se registran y con el posicionamiento de la mayoría de la población en las corrientes centrales de la democracia o entre los que no se identifican ideológicamente con nadie.
Cualquier proyecto de solución tiene que partir de las críticas generalizadas reflejadas por el sondeo: el 83% considera que su país no se preocupa de los jóvenes, el 64% es consciente de que vivirá peor que sus padres. Una gran mayoría cree en el sistema democrático existente (pero no en los que lo pilotan) y confía en las empresas (pero no en la economía especulativa). Al tiempo, apuntan lo que les gustaría: no precisamente los dirigentes actuales, sino personas capaces de recuperar el tipo de liderazgo de Adolfo Suárez o de Felipe González, a quienes pocos de ellos conocieron en el ejercicio de la política, pero del que sus mayores les han transmitido una buena imagen. Todo ello sin perder de vista que dos tercios creen que sin el Rey no habría habido transición a la democracia, y que cuando se produzca la sucesión, esta se consumará con toda normalidad.
Hay valores muy consolidados: el europeísmo, España como marca, el sistema de comunidades autónomas; pero expresan también la necesidad de acabar con la falta de ejemplaridad y de transparencia. No quieren otro sistema económico, sino más control político sobre el existente, al que se ha dejado, creen, una libertad cercana al descontrol.
Dice mucho del pesimismo sobre su país que una parte de los jóvenes españoles quisieran ser estadounidenses, alemanes, británicos, franceses, suizos o escandinavos, si no hubieran nacido en España y tuvieran la posibilidad de escoger donde hacerlo. Pero también de que el mundo exterior no les da miedo, hasta el punto de que un tercio cuenta con la emigración como posible salida: el mismo camino que ya tomaron parte de sus abuelos, aunque los jóvenes de hoy temen menos porque cuentan con mejor preparación y una mentalidad abierta.
El grueso de la generación joven no se siente condenada ni lo da todo por perdido. Quiere que el sistema institucional resuelva problemas y, por cierto, uno de ellos es el envejecimiento de la pirámide de población, que hace recaer en cada vez menos jóvenes la solidaridad entre generaciones. Pero lo primero, lo más importante, es recuperar el capital político del respeto al pluralismo, la negociación y el pacto, desperdiciado en peleas cainitas durante los últimos decenios.
(Editorial de "El País", publicado el día 6 de mayo de 2014)
No hay error mayor que creer que las elecciones supuestamente lejanas, o las más cercanas, no tienen trascendencia. Así, las cotas más bajas de participación suelen darse en las europeas y en las autonómicas, cuando se celebran en fecha distinta a las municipales, como sucede en Cataluña, Euskadi, Galicia y Andalucía. La ciudadanía tiende a creer que lo que pase en Europa le es ajeno cuando casi tres cuartas partes del presupuesto que le afecta personalmente se decide en realidad en Bruselas. Y en esta ocasión, con un gobierno europeo dotado de mayores competencias, la consulta es todavía mas relevante. Atentos pues a darle la espalda a estos comicios: piensen si quieren un presidente ejecutivo de Europa conservador o socialdemócrata.
La campaña ha estado fría hasta ahora y Rajoy ha contribuido a ello esperando hasta el final para nombrar a su candidato, Miguel Arias Cañete, al que envía al Europarlamento camino de acceder a un comisariado, o cartera ministerial, de ese gobierno cuyo presidente elegiremos. O Junker o Schultz, según las posibilidades que otorgan las encuestas. Campaña fría, o mejor helada, que PP y PSOE aspiran a estimular con un debate cara a cara entre Arias Cañete y Elena Valenciano. Por lo que se lleva negociado hasta ahora, esos debates los coproduciría la Academia de Televisión y una cadena, y ya hay fecha para el primero, o quizás único, el 13 de mayo, martes. Sin supersticiones.
Los ciudadanos nos jugamos mucho en estas elecciones, acaso más de lo que imaginamos, pero los partidos también. El PP quiere ganar, aunque baje, y Mariano Rajoy, que es en realidad el candidato aunque haya delegado en Arias Cañete, sufrirá un correctivo si no queda en primer lugar. El PSOE quiere superar al PP para anunciar que su travesía del desierto ya va terminando. Mas no quiere quedar por debajo de Esquerra Republicana porque eso prefiguraría los resultados futuros en Cataluña. Ciudadanos se juega el ascenso a primera división y Vox su existencia. IU y UPyD, aun sin hacer nada, tienen su avance asegurado. Son los recogedores del voto que sueltan PSOE y PP.
Pero es Europa la que debe salir reforzada de esta cita electoral para recuperar su fortaleza. Demasiados partidos antieuropeístas buscando escaños, especialmente en el Reino Unido, y demasiada ultraderecha partidaria de recuperar competencias para limitar, si no liquidar, la UE. Los peligrosos acontecimientos en la Ucrania prorrusa han servido para poner de manifiesto de nuevo la falta de liderazgo europeo. Todas las invitaciones del presidente Obama para adoptar una postura más firme frente al expansionismo y el desafío de Putin, han sido respondidas con tibieza o disimulo por Bruselas. Europa perdió una gran posibilidad de tener grandes líderes al frente cuando vetó a Tony Blair por su participación en la ilegal guerra de Irak junto a Georges Bush y los que se tragaron lo de las armas de destrucción masiva en poder de Sadam Hussein, entre ellos el meritorio Aznar. O cuando Felipe González declinó la invitación que le formulaban varios dirigentes europeos para encabezar el gobierno europeo. En su lugar eligieron a Van Rompuy. Y en la cartera de Exteriores el eficiente Javier Solana fue sustituido por la señora Catherine Ashton, que suele explicar que ella los fines de semana descansa en su finca de la campiña británica y desconecta su movil. Alguna razón tenía el ex secretario de estado americano, Henry Kissinger, cuando ironizaba: «¿Europa? ¿Alguien puede darme su número de teléfono?»
Sólo una alta participación en las elecciones del próximo día 25 de mayo y un resultado contundente en favor del nuevo presidente, puede reconducir el estado de incertidumbre, o de debilidad, por el que atraviesa Europa. Son demasiado importantes esos comicios como para aplicar la errónea receta de que no van con nosotros. En 20 días nos jugamos el futuro de Europa, o sea, el nuestro.
(Artículo de Manuel Campo Vidal, publicado en "Diario de León" el 4 de mayo de 2014)
Escribir, escribir, aunque se haga la hora de comer, aunque se haga la hora de acostarse, aunque se haga la hora del gin-tonic. Escribir en medio de los suicidios (que han aumentado): de los accidentes de coche (que se han disparado); del consumo de ansiolíticos (que alcanza cifras desasosegantes). Escribir como el que toma el gobierno de un barco a la deriva. Recibir las olas de costado, surfear sobre los discursos vacíos acerca de Europa, entre las arengas huecas de la recuperación, por debajo las embestidas de la mediocridad reinante, de las acometidas del miedo, de los embates del conformismo.
Escribir como el que conduce un todoterreno por la selva. Atarse a la silla y no cejar, no renunciar, no entregarse al agotamiento provocado por la corrupción omnipresente; no renunciar a leer la letra pequeña de la podredumbre general, llámese Blesa, Rato, María Tardón, Ignacio González, Gürtel, Esperanza Aguirre; trátese de los cursos de formación no dados en Andalucía o en Madrid, del agotador caso de los ERE… Escribir y avanzar, mientras escribes, por las cloacas del Estado. No rendirse ante los sumarios de 1.000 folios, de 200 tomos, de 40 gigas de memoria. Preguntar por escrito cada día qué fue de los consejeros de Caja Madrid que representaban a UGT, a CC OO, al PSOE, a IU. Escribir como el que mea sobre la guarida del grillo, para que salga fuera y cante. Escribir para que nos expliquen qué hacían allí, cuánto cobraban, por cuánto los compraron, por qué cantidades se dejaron vender, que nos expliquen si han vuelto a sus organizaciones y cómo han sido recibidos en ellas.
Escribir también pese a la fiebre. Sentarse a la mesa y agarrarse al portátil como el que toma los mandos de una locomotora a punto de descarrilar. Escribir aunque se haga la hora de la horca. No dimitir, en suma, no callar.
(Artículo de Juan José Millás, publicado en "El País" el 2 de mayo de 2014)
Ayer celebramos el día de los trabajadores, el Primero de Mayo. Siempre ha sido una conmemoración reivindicativa y festiva a la vez. Su objetivo es recordar la lucha de la clase trabajadora por sus derechos y que esta marchara junta por las calles en un acto de unidad simbólica. Hoy no se sabe ya bien a quién se representa ni el significado específico que haya de tener. Lo único que está claro es que han cambiado radicalmente el signo y el sentido de la misma. Más que proclamarse allí la reivindicación de nuevos derechos, como era lo habitual, lo que se exige ahora es que no se pierdan los ya conquistados.
Lo cierto es que nos encontramos en una nueva fase del capitalismo que provoca una desigualdad rampante —la “sociedad del uno por ciento”— y una no menor impotencia a la hora de adoptar medidas políticas dirigidas a atajar lo que en buen marxista se llamarían “las nuevas contradicciones”. El vocabulario y los análisis tradicionales sobre los que trazábamos los mapas de las luchas sociales han perdido capacidad de orientación. Esto es una evidencia, pero parece que poco a poco se va moviendo algo en la dirección contraria, que empezamos a ver el fin de la hegemonía teórica del neoliberalismo.
Un ejemplo de esta nueva ilustración es, sin duda, la obra de Piketty, El capital en el siglo XXI, que ya ha sido de sobra comentada y se ha calificado como la más completa descripción de la lógica desigualitaria que acompaña hoy al capitalismo. Como análisis macro de teoría económica me parece casi imbatible y resalta la incompatibilidad sustancial entre desigualdad económica y lo que deberían ser los presupuestos igualitarios de un sistema democrático.
Hay otra perspectiva que tampoco es nada desdeñable, aunque no pueda presentarse con ningún aparataje empírico o estadístico. Precisamente porque penetra en los mecanismos más sutiles con los que opera hoy el poder. Me refiero a las reflexiones de Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio) sobre la forma en la que hemos interiorizado lo que antes se llamaba “explotación”. “La explotación de sí mismo es más eficiente que la ajena porque va unida a la idea de libertad”, nos dice. El énfasis sobre la motivación, la iniciativa, el proyecto, el emprendimiento, el afán competitivo... hace que los sujetos se “autoexploten” y a la vez puedan pensarse como “libres”. Y la coacción propia es más eficaz que la ajena porque uno no puede luchar contra sí mismo. Quien fracasa es doblemente fracasado porque se ve como culpable de su fracaso.
El corolario lógico de todo esto ha sido bien visto por A. Touraine al hablar de la “lógica post-social”. La ideología del emprendimiento y las medidas y reformas del mercado laboral tienden a restar fuerza a la lucha colectiva, a eliminar la red que siempre estuvo representada por sindicatos, partidos o proyectos comunes. Hay un vacío en el centro que antes ocupaba lo social y que se ha desintegrado al erigirse el sujeto en el pivote de lo colectivo. Aquí está el nudo gordiano, ahora solo falta saber cómo cortarlo.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 2 de mayo de 2014)
Cuando era niño en la tardía posguerra franquista se puso de moda por parte de los parientes malintencionados preguntarnos a los niños: ¿a quién quieres más, a tu papá o a tu mamá? Una trampa que te ponía en un brete, sembrando de paso la discordia entre tus progenitores, pues no te convenía menospreciar en público a ninguno de ambos. De modo que no te quedaba más remedio que contestar asegurando que no podías decidirte porque querías a los dos por igual.
Pues bien, ese recuerdo me asalta ahora constantemente cada vez que se discute en público sobre el celebérrimo derecho a decidir, reclamado con rotunda convicción por casi todos los actores de la cuestión catalana. ¿A quién quieres más, a España o a Cataluña? Nótese que no estamos hablando del derecho a preferir, que afecta a la libertad de conciencia, pues es evidente que todos los catalanes tienen derecho a sentirse más catalanistas que españolistas o viceversa. Ni tampoco del derecho a pronunciarse en público, que afecta a la libertad de expresión, pues también resulta obvio que todos los catalanes tienen derecho a declararse secesionistas o unionistas. Sino del derecho a decidir, es decir, del derecho a escoger una opción rechazando la otra para tratar de imponérsela a los demás. Lo cual ya es harina de otro costal.
¿De verdad el derecho a decidir es un derecho natural, como pretenden sus defensores y apologistas? Aquí voy a argumentar contra la naturalización del derecho a decidir que se ha venido imponiendo de un tiempo a esta parte, hasta el punto de que el Tribunal Constitucional acaba de hacerla suya por unanimidad, reconociéndola como políticamente legítima. Una legitimidad que se postula como evidente por sí misma, pero cuya carta de naturaleza me parece perfectamente cuestionable y quizás incluso rechazable, desde el punto de vista de la razón democrática y el sentido común ciudadano.
Pero antes de detallar mis argumentos empezaré por advertir que mi rechazo del derecho a decidir no me impide ser favorable a la famosa “consulta” secesionista, como ya he defendido en público en otras ocasiones. Lo cual no me plantea ninguna contradicción, pues si apoyo el referéndum de autodeterminación como mal menor, según el ejemplo de Quebec o de Escocia, es por puro pragmatismo político: un caso típico de que el fin, la coexistencia cívica, justifica los medios, por irracionales o ilegítimos que me parezcan. Dicho en términos weberianos, rechazo el derecho a decidir desde la ética de las convicciones, pero apoyo la consulta decisionista desde la ética de las consecuencias.
Bien, volvamos a mi alegato contra la naturalización del derecho a decidir. Ante todo, lo que sí resulta perfectamente legítimo es el derecho personal a decidir por uno mismo: esta es la base misma de la autonomía propia. Por eso, desde el punto de vista individual, está claro que todo ciudadano catalán tiene derecho privado a decidir qué quiere ser, si español o no. Esto es como permanecer en la fe católica o abjurar de su confesión. Pero debe quedar bien entendido que tener derecho a decidirse no quiere decir que se tenga el deber de decidirlo, pues también se tiene derecho a mantenerse indeciso. Es decir, el derecho individual a decidirse debe incluir no solo la opción ‘o/o’ (o catalán o español) sino también la opción ‘y/y’ (catalán y español). Se tiene derecho a querer tanto a mamá como a papá, según mi rancio ejemplo anterior.
A partir de aquí, elevo el nivel lógico de mi argumentación. Si bien se tiene derecho personal a decidir por uno mismo, no se tiene derecho a decidir por los demás. Una mujer tiene derecho a decidir si quiere ser madre o abortar, pero no puede decidir por las otras. Al revés, debe respetar escrupulosamente el derecho ajeno a que cada cual decida por su cuenta, sin imponer a los demás la propia decisión. O sea que el derecho a la libre decisión personal termina allí donde empieza el derecho de los otros a su propia decisión individual. Pues el derecho a decidir con autonomía debe respetar en justa reciprocidad la autonomía ajena: es la regla de oro kantiana o el principio liberal de J. S. Mill, que impide perjudicar a los demás. Es lo que ocurriría si Cataluña decidiera separarse perjudicando a los territorios que dependen de sus impuestos. Y para eso no hay derecho a decidir, como tampoco madres ni padres tienen derecho a decidir el abandono de los hijos a su cargo.
Así llegamos al tercer nivel lógico de la colectividad. Es verdad que se tiene derecho a tomar parte mediante el voto en la toma de decisiones colectivas, como principio básico del régimen democrático. Pero esa regla de la mayoría está sometida en las democracias constitucionales a dos restricciones inviolables: las decisiones mayoritarias deben respetar los derechos de las minorías, y no pueden anular, condicionar ni menoscabar los derechos fundamentales garantizados por la Constitución. Esta es la prueba del algodón que a mi juicio no supera el pretendido derecho a decidir. Dicho de otro modo: solo se tiene derecho a decidir colectivamente aquello que no perjudique los derechos privados inalienables. En particular, una mayoría de catalanes no tendría derecho a decidir por todos los catalanes, desposeyendo de su ciudadanía anterior a los que decidiesen personalmente seguir siendo españoles. Pues obligarles a catalanizarse violando su derecho individual a decidir significaría un primer paso hacia la limpieza étnica.
Este argumento de que ninguna mayoría electoral puede obstruir los derechos fundamentales garantizados por la Constitución es el que mueve a rechazar el anteproyecto de nueva ley del aborto que propone el ministro de Justicia porque viola el derecho de las mujeres a decidir personalmente sobre su propia maternidad. Y lo mismo ocurre con el derecho a decidir reclamado por los soberanistas que desean privar de su ciudadanía española a todos los catalanes. Pues salvadas todas las evidentes distancias, estamos ante un caso análogo a la imposibilidad democrática de que una mayoría electoral apruebe la pena de muerte.
En términos figurados, y hablando metafóricamente, si no resulta admisible el derecho a decidir la pena de muerte tampoco se puede aceptar el derecho a decidir la secesión, que supone la pena de muerte (o de amputación y escisión) de toda una comunidad cívica. Según el Corominas, la etimología del verbo decidir procede del latín decidere: cortar, escindir. De modo que el pretendido derecho a decidir equivale a arrogarse el falaz derecho de dividir Cataluña y a los catalanes en dos: o secesionistas o unionistas. Es el clásico ejemplo del juicio salomónico, que para decidir qué madre quería más a su hijo propuso dividir al infante por la mitad para repartirlo entre ambas.
Justo como pretenden los defensores del derecho a decidir, que terminarán por separar Cataluña en dos mitades como si fuera el niño del juicio de Salomón. Pero con efectos mucho más trágicos, pues una vez que el Tribunal Constitucional ha naturalizado y legitimado el derecho a decidir, no parece haber ya posible vuelta atrás. Cuando la flecha ha salido disparada del arco terminará por alcanzar su blanco. Es el destino fatal de todo dilema de elección trágica, como ya vieron Goethe, Nietzsche, Weber y Berlin, cuya decisión última resulta desgarradora y autodestructiva.
(Artículo de Enrique Gil Calvo, publicado en "El País" el 2 de mayo de 2014)
Meses atrás, un amigo ilustrado me preguntó si había leído el libro de Daron Acemoglu y James A. Robinson titulado Por qué fracasan los países. Mi respuesta fue negativa, añadiendo que desconocía la obra, lo que le produjo perplejidad y extrañeza. En sucesivas ocasiones que coincidimos me preguntaba si ya había leído el libro, lo que me obligaba a articular nuevas evasivas.
En una de las puntuales visitas a la librería de turno, me interesé por la obra y al ojearla comprobé que se trataba de un "ladrillo" de unas 600 páginas, de tipografía menuda, claramente incompatible para quienes, contra nuestra voluntad, tenemos escaso tiempo para leer y aún menos agudeza visual; la consecuencia fue inmediata al concluir "en otra ocasión", dejando el libro en el estante. En ese rápido ojeo, comprobé que en los créditos del libro se incluían encendidos elogios de una decena de premios Nobel de economía y una linajuda relación de gurús de la ciencia económica. Pasados unos días, recibí un ejemplar del libro, regalo de mi buen amigo, inquiriéndome para que lo leyera a fin de comentarlo. "Ya no tengo excusas", me dije.
Aprovechando los días de asueto que brinda la pasión y la Pascua, provisto de potentes gafas y tiempo por delante, he leído el libro y decidido escribir estas líneas a fin de realizar algunas reflexiones al socaire del mismo. Anticipo que si los autores me hubieran pedido mi parecer, les hubiera sugerido que, además del extenso tratado, escribieran una versión reducida, con no más de 250 páginas, de tipografía generosa, pensada en amateurs como yo debido a que la profundidad analítica del trabajo evidencia que va dirigida a profesionales del ramo.
De entrada, Acemoglu y Robinson desactivan consabidos argumentos utilizados, con sordina y reiteración, para justificar la desigualdad entre los países, concretamente los factores geográficos o climáticos (norte-sur, frío-calor, etc.), los de índole cultural (la ética del trabajo, la cultura del esfuerzo, el credo religioso, las tesis de Max Weber, etc.), o aquellos que se refieren a la hipótesis de la ignorancia como justificación insuperable. No es que no tengan relevancia, que por supuesto la tienen, sino que no son definitorias o determinantes. Comparto ese análisis que permite afirmar que ser habitante del trópico, o culturalmente latino y no hanseático, no es un estigma indeleble que nos condiciona sin remedio.
El análisis realmente brillante, y que más me han hecho reflexionar, es el relativo a la importancia de las Instituciones (nótese la mayúscula del vocablo) tanto las políticas, en el sentido más amplio del término, o sea las referidas a la "clase dirigente", y las de marcado carácter económico y especialmente el magnífico análisis diferencial entre aquellas que califican de extractivas o, por contraposición, las inclusivas. No me veo con capacidad para sintetizar en unos párrafos conceptos que han precisado de un extenso trabajo, cuya lectura aconsejo.
Y quiero anticipar que desde hace tiempo soy un descreído, un escéptico, que observo la realidad cotidiana y no doy crédito; un ciudadano que asume resignadamente la "carga de las instituciones" o el "dogal de vivir en sociedad". Hete ahí que Acemoglu y Robinson ahondan en la cuestión, mostrando que esa incredulidad no debe proyectarse sobre las Instituciones sino sobre quienes las gestionan o las agencian. Ese análisis me ha vivificado ya que siempre he sido un firme defensor del Estado, entendido no como el poder de unos sino como aglutinador de sinergias positivas y creativas de quienes viven en una sociedad que desean se desarrolle libre y responsablemente. En otras palabras, y sin caer en la nostalgia, el llamado "espíritu de la Transición" o los principios de la tolerancia exigente y reivindicativa.
Definitivamente, las Instituciones no solo son importantes sino que son determinantes para el devenir de un país (si bien me sumo a aquellos que creen que debemos revisar urgentemente "cuantas", "cuales" y "para qué"). Lo que debe preocuparnos, y ocuparnos, es quien las explota y que intereses subyacen en su modo de proceder. Lamento decir que la principal rémora que en la actualidad afecta a las Instituciones son quienes las agencian y especialmente los partidos políticos. El propio concepto de "tomar partido", tan importante en tiempos pretéritos y tan caduco en la actualidad, nos libera de mayor comentario; los partidos políticos mantienen una insufrible gresca que ni se comprende ni se comparte. Es indigerible el razonamiento de que el adversario lo hace todo mal, con simultánea llamada a la ciudadanía (mejor dicho a los votantes) para que plante a ese político y se sume a la leva dirigida a ocupar su lugar. ¿Acaso ese oponente es un auténtico y absoluto incompetente?, ¿Realmente fracasa en todo?, ¿Por qué cuando se produce el cambio de partido la realidad apenas varía? La ciudadanía está harta de descalificaciones, promesas incumplidas y contiendas cainitas; los ciudadanos desean que las Instituciones, que son mucho más trascendentes que lo partidos y sus puntuales intereses, sean inclusivas, que aporten, sumen, generen prosperidad y que ésta se reparta de manera aceptable y aceptada. Decisiones tan sensatas y sencillas como establecer listas abiertas, la elección directa de los cargos relevantes (alcalde, presidente), revisión del sistema electoral, etc., acompañado de la huida de superestructuras partidistas, es reivindicación permanente, sin respuesta.
En definitiva, y siguiendo el discurso de Acemoglu y Robinson, una sociedad potente, estructurada, madura, creativa y con un bagaje histórico relevante, exige que quienes estén al frente de las Instituciones, ya sean políticas, ya económicas, sean conscientes de la exigencia de la ciudadanía y tengan la consabida "altura de miras". Mientras ello no suceda, lamentablemente, el circulo vicioso que crean las Instituciones extractivas, y lo son por estar gobernadas por agentes miopes no porqué conceptualmente lo sean, únicamente fomentarán el fracaso como país, el desencuentro entre sus ciudadanos y situaciones en las que, habiendo vivido lo vivido, jamás creíamos que nos veríamos envueltos de nuevo.
No abandonemos, por descreimiento o escepticismo, las instituciones ya que en ello va nuestro futuro y el de quienes nos pueden pedir cuentas, las generaciones venideras; seamos firmes en exigir más gobernanza, más transparencia, más servicio a la ciudadanía, en definitiva más comportamientos inclusivos.
Agradezco al docto y jacobino amigo su insistencia en que leyera a Acemoglu y Robinson, animo a hacerlo a quienes me atiendan y retomo, con satisfacción, mi creencia en las Instituciones (siempre en mayúsculas) como motor de la prosperidad no sólo económica sino convivencial; eso sí, con mandatarios que muestren comportamientos inclusivos y olvido de los tics extractivos, exigencia que se torna innegociable.
(Artículo de Joan Buades, publicado en "Diario de Mallorca" el 29 de abril de 2014)
El aldabonazo del fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, sobre el estado de la lucha contra la corrupción debería hacer reaccionar a los líderes políticos. Es intolerable que no hayan convertido ese combate en una de sus grandes prioridades de verdad, dedicándole medios importantes y abordando reformas legales serias para agilizar los procedimientos y hacerlos desembocar en juicios y sentencias. Prueba de que no es una prioridad es la modificación propuesta por el Gobierno de Rajoy sobre financiación de los partidos, que se encuentra en el Parlamento simplemente en fase de “consulta” a expertos.
Pero el fiscal del Estado no se queda en la mera constatación de problemas legales y procedimentales. Además afirma que “las causas más complejas no las instruyen ni el juez ni el fiscal, sino que llegan precocinadas por la policía y la Agencia Tributaria”. Es decir, que la instrucción depende de dos de los más poderosos instrumentos del poder ejecutivo (Interior y Hacienda), frente a los cuales el fiscal y el juez tienen una “capacidad de filtraje crítico muy limitada”.
Si a ello se suman una legislación “insuficiente, enrevesada y con penas no acordes con la gravedad que se demanda por la ciudadanía”, las “prescripciones incomprensibles” y los “indultos a corruptos”, hay que convenir en que Torres-Dulce ha articulado una versión contemporánea del yo acuso. No están claras las razones de haberse callado durante dos años y medio, y esa es la parte de responsabilidad que le toca en el estado de alarma nacional que transmite a la ciudadanía, avisando ahora de que la sociedad está harta de la sensación de impunidad y de que puede deducir de ella una patente de corso para defraudar masivamente.
Es verdad que la Fiscalía Anticorrupción tiene limitado su campo de acción si carece de acceso a los bancos de datos de registros de la propiedad y mercantiles, de Seguridad Social y de Hacienda. Y de poco vale que el ministro de Justicia anunciara hace un año la voluntad de configurar una fiscalía con fuertes poderes de investigación, para decir ahora que le parece más conveniente confiar la instrucción a secciones de tres jueces. Titubeos y bandazos es lo que menos se necesita.
No faltan ideas contra la corrupción, sino voluntad demostrada de combatirla. Ni se reconocen responsabilidades por los casos Gürtel, Bárcenas, EREs de Andalucía y otros muchos, ni los instrumentos legales existentes producen apenas juicios y sentencias. En ese clima deletéreo, el goteo de datos sobre investigaciones de casos de corrupción que se alargan en el tiempo contribuye a alimentar un ambiente populista de rechazo de las instituciones, en vez de promover la disuasión de nuevas tentaciones corruptas.
En España no hay garantía de impunidad, pero todo lo referido a la corrupción afecta con saña al prestigio y a la legitimidad de la democracia. Y el que no quiera verlo está ciego.
(Editorial de "El País", publicado el 25 de abril de 2014)
En la próxima legislatura, el presidente del Gobierno de España será del PP o del PSOE. Y así seguirá siendo durante muchos años. Discúlpenme que comience este artículo con semejante obviedad, pero conviene recordar este tipo de cuestiones cuando todos los días se publican en los periódicos análisis que auguran el fin del bipartidismo, celebran con alborozo la hecatombe de las grandes partidos y anuncian poco menos que el advenimiento de una verdadera democracia que, al parecer, solo representan las fuerzas políticas minoritarias.
De obviedad en obviedad, me permito recordar también que si en España ha habido y habrá durante largo tiempo dos partidos políticos que se alternan en el poder con una cadencia más o menos regular, es porque así lo deciden libremente con su voto cada cuatro años una mayoría de ciudadanos a los que nadie coacciona para ello, y no porque lo impongan fuerzas malignas ni invasores extranjeros. Votantes estos, los de los partidos mayoritarios, que deben sentirse por lo visto avergonzados de lo que han hecho todos estos años. Y que, para algunos, tienen menor legitimidad democrática que aquellos que introducen en el sobre de votación la papeleta de algún partido con menos apoyos.
El PP y el PSOE, o más bien sus actuales dirigentes, han cometido errores garrafales. Quien considere que son suficientes para retirarles la confianza hará muy bien en optar en esta ocasión por otros partidos. Pero llamar así en general, como se hace desde determinados púlpitos, a votar a cualquier fuerza política menos al PP y al PSOE, como si solo un microcosmos parlamentario de pequeños partidos nos garantizara un futuro mejor, es, además de una irresponsabilidad, una tontería. Algo habrán hecho bien uno y otro para haberse ganado durante décadas, como volverán a hacer en las próximas elecciones, el favor de la mayoría de los que votan. El sistema electoral debe perfeccionarse para que cada partido reciba el porcentaje de escaños que le otorguen sus votantes. Pero cuestionar gratuitamente la calidad de nuestra democracia por el hecho de que existan dos grandes fuerzas, como si el modelo no se repitiera, con sus peculiaridades, en democracias como la británica, la norteamericana, la alemana o la francesa, por poner solo unos ejemplos, es un error.
La experiencia nos dice, por otra parte, que allí donde los partidos minoritarios han logrado alcanzar cuotas de poder en España, la situación no ha sido especialmente gozosa para los ciudadanos. Y que no solo han cometido en esos territorios los mismos errores que los grandes partidos, sino que han añadido algunos otros de cosecha propia. Que vote cada cual al partido que le plazca. Todos, al margen de su tamaño, merecen respeto. Culpar de todos los males de España a los dos grandes partidos y tratar de convertir en apestados a sus votantes es un acto no solo antidemocrático, sino también peligroso.
(Artículo de Gonzalo Bareño, publicado en "La Voz de Galicia" el 22 de abril de 2014)
Nos retrata bien una reciente encuesta de la Fundación BBVA. A la vez que nos permitimos ser los europeos más críticos con políticos e instituciones, somos los que menos nos molestamos en informarnos. Decimos odiar la corrupción, pero ni siquiera dejamos de votar a políticos corruptos. Cuando no desdeñamos la política, nos comportamos como forofos, más que como ciudadanos. Tal parece que nuestro enojo se deba a que la política ya no puede darnos el maná de consumo al que nos habíamos habituado. Queremos reformas, pero que duelan solo a los demás. Y puestos a elegir, ninguna opción política real satisface nuestros deseos. Tampoco es casual que nuestras respuestas a las crisis de 1957, 1973 o 2008 hayan sido del tipo “tarde, mal y nunca”, y eso que las instituciones eran bien distintas.
Por ello es superficial responsabilizar de la situación solo a los políticos, a las élites o las instituciones. Cambiarlas es costoso y no asegura nada. Y es erróneo exonerar a las masas. En realidad somos igual de “extractivas” que las élites: el fraude no campea solo en la fiscalidad de grandes fortunas, sino también en la economía sumergida y las prestaciones sociales. Además, las masas somos, probablemente, más “disipadoras”: nuestro mayor derroche, la sobreinversión en obras públicas, cuenta con apoyo general y, más que distribuir rentas, las dilapida. Semejante maniqueísmo entre masa y élite sería de esperar del votante común, pero no de los intelectuales. Se arriesgan a cometer un error similar al de la Generación del 98: despreciar los logros de la Restauración y hacer una tabla rasa institucional en la que se vuelven irrelevantes.
Ciertamente, la solución no es solo económica, pero la ruptura institucional está condenada a fracasar: la principal avería no está en la transmisión de nuestras preferencias, sino en su inconsistencia. Lo queremos todo sin aportar nada. En especial, lo queremos todo del Estado sin cooperar en su control y menos aún en su mantenimiento. En esas condiciones, incluso podrían fallar las reformas que lograsen aumentar la competencia entre partidos políticos. Como pone relieve el caso catalán, una mayor competencia política, en vez de generar más información y mejores decisiones, puede abundar en la propaganda y el populismo.
Necesitamos reformas que traten la raíz del problema. Deben aspirar a que nuestras preferencias como ciudadanos se hagan más racionales, compensando nuestra escasa disposición a informarnos y cooperar en el control de lo público. Para ello, hemos de reducir los costes de información ciudadana, de modo que nuestra educación cívica sea automática. Hagamos evidentes el pago de impuestos y el uso de los servicios públicos: menos cargas fiscales ocultas (IRPF “a devolver”, precios con IVA, seguridad social “a cargo de la empresa”) y menos secretismo sobre la eficacia relativa de los servicios públicos (publiquemos, por ejemplo, cuánto gana el licenciado de cada centro universitario). Hagamos inevitable el informarnos, como sucede en nuestras comunidades de vecinos. No son perfectas, pero ni despilfarran recursos ni atienden a afiliaciones políticas para castigar la corrupción de sus presidentes y administradores. Están gobernadas por españoles, pero opera en ellas la inmediatez e incluso, ante casos de fraude, el instinto de posesión. Cabe activar fuerzas similares en el plano público: por ejemplo, divulgar sueldos públicos y contribuciones fiscales reclutaría para el bien común esas inclinaciones naturales al cotilleo y la envidia que nunca nos hemos molestado en domesticar culturalmente.
Esa mejor conciencia de lo público homogeneizaría con Europa nuestras actuales preferencias, hoy más estatistas y contrarias a la competencia. Quizá así aceptemos introducir los incentivos individuales que aseguran el bienestar. Entre nosotros, han de ser más individuales que en aquellos países cuya cultura lleva a sus ciudadanos a vigilar que ninguno escurra el bulto en su aportación al bien común. Es un asunto clave, porque los fallos de acción colectiva no solo plagan la política, sino todo tipo de ámbitos, desde la educación a la empresa, desde las profesiones a los medios de comunicación. Necesitamos esos incentivos “compensatorios” de nuestros valores para ajustar mejor las retribuciones a las conductas.
El incentivo individual es la base de nuestros campeones, ya sean empresariales, deportivos o artísticos: esos españoles no triunfan porque abdiquen de sus valores, sino porque trabajan en contextos con reglas estables que les retribuyen por rendimiento. El modelo es aplicable a todo tipo de actividades; pero somos los ciudadanos los primeros que nos resistimos a adoptarlo. No solo las élites.
(Artículo de Benito Arruñada, publicado en "El País" el 13 de abril de 2014)
La nación es un enigma y el nacionalismo un enigma levantado sobre otro enigma. No es raro. Lo han repetido los mejores estudiosos del asunto: el nacionalismo no es el resultado de la nación, sino que, al revés, el nacionalismo se inventa la nación en nombre de la cual habla. Más exactamente, en los términos, adaptados, de Rodríguez Abascal, en Las fronteras del nacionalismo: un conjunto de individuos (los nacionalistas) sostienen que otro conjunto más numeroso es una nación y se proclama su portavoz. Se proclama tanto que, como si de un pater familias se tratase, incluso se considera en condiciones de sentenciar acerca de sus emparejamientos, por decirlo en fino: “(El mestizaje) será el fin de Cataluña (…). Para Cataluña es una cuestión de ser o no ser. A un vaso se le tira sal y la disuelve; se le tira un poco más, y también la disuelve, pero llega un momento en que ya no la disuelve” (La Vanguardia, 23-8-2004). La inspiración intelectual (“la pureza”) de Jordi Pujol no es conmovedoramente cívica, pero, como argumentaré, no puede ser otra si el nacionalismo quiere ser político.
El problema no es la retórica del nacionalismo, sino que todos, sin reparar, estamos presos de su andamiaje conceptual. No es que nos pasemos la vida discutiendo sobre naciones. Eso, como tal, no es malo. Hasta es razonable. Quizá resulte fatigoso y envilecedor intelectualmente, pero razonable: aunque Dios no exista, las religiones sí y deciden la vida —y la muerte— de muchas gentes. Por eso filósofos y científicos serios entretienen obras enteras en desmenuzar tediosas tesis teológicas. No acostumbran a ser sus mejores trabajos, porque todo se pega, pero es que, a su parecer, no les queda otra.
Con todo, me temo que, en nuestro caso, andamos en ello no para desactivar la ficción, sino porque nos enredamos en ella. Se observa muy pronto. Así hablamos de “el grupo catalán” o “los catalanes” para referirnos a los nacionalistas. Incluso muchos no dudan en calificar como “anticatalanes” a los críticos del nacionalismo.
Pero la cosa es más grave, porque, más allá de las escaramuzas diarias, sucede que buena parte de las reflexiones teóricas acerca de la idea de nación dan por bueno el relato de los nacionalistas. Basta con ver esa singularidad epistémica, también observada por Rodríguez Abascal, por la que los estudiosos de un grupo, a la hora de caracterizarlo, asumen el punto de vista —adoptan el uso de nación— del propio grupo o, más exactamente, de los nacionalistas: unos cuantos se ven como nación y los demás decimos que estamos ante una nación. Esto no va de suyo; en realidad, el relato en primera persona es, si acaso, lo que necesita explicación, no lo que explica. Ningún psiquiatra comparte las fantasías de su paciente esquizofrénico, aunque le salga a cuenta cobrarle el doble. Que muchas gentes crean en algo no dota a ese algo de fundamento: ahí están los OVNI y los dioses. Incluso quienes creen en marcianos no apelan a su propia creencia, a que ellos creen y son muchos, sino a razones y pruebas más o menos desquiciadas. (Algo que no deberíamos olvidar cuando se nos habla de “dar respuestas políticas” al reto secesionista: la verdadera respuesta política consiste en discutir las exigencias y sus supuestos, ver si son justas o cómo se han formado, que las preferencias (o hipotéticas demandas) no están más allá de valoraciones. Y no importa el número: muy probablemente, el 100% de los ricos está en contra de los impuestos).
El enigma de la nación, con todo, es solo el preámbulo de otro mayor: el nacionalismo como movimiento político, en especial ese extraño empeño en “extender la conciencia nacional”. Ese es el núcleo de su programa y el punto de partida de la madeja de paradojas a las que se enfrenta, al menos, mientras suscriba una idea voluntarista —no la citada de Pujol— de nación, según la cual existe una nación cuando un conjunto de individuos creen que son… una nación (o tiene voluntad de serlo). Porque la política nacionalista de extender la conciencia nacional solo tiene sentido bajo el supuesto de que los individuos no creen que son una nación y, eso, en virtud de la idea de nación, quiere decir que no constituyen una nación, que no existe la nación que el nacionalismo invoca. Vamos, que si se apuesta por el nacionalismo no hay nación. Y si, por otra parte, se sostiene que hay una nación, esto es, que los de por allí creen que son una nación, entonces lo que no tiene sentido es el nacionalismo, la extensión de la conciencia nacional.
La paradoja se puede intentar salvar por tres caminos: desvincular el nacionalismo de la extensión de la conciencia nacional; fundamentar la nación en algo distinto a la voluntad, en algo objetivo, en la lengua, la raza, en la etnia o la identidad; asumir que los individuos están alineados e ignoran cuál es su verdadera nación. La primera desactiva al nacionalismo. Las otras dos, que salvan al nacionalismo como movimiento político, nos devuelven a la idea de nación de Jordi Pujol.
La primera reduce al nacionalismo a un problema convencional de derechos. Los miembros de una comunidad política se pueden agrupar según distintos criterios: sexo, color de la piel, religión, nivel de renta, edad. Casi todos ellos dan pie a experiencias compartidas, pero de ahí no se deriva ninguna legitimidad especial como grupo. La justificación de su acción política común existe solo cuando, en virtud de sus rasgos, se ven privados de derechos, como sucedió con los movimientos de derechos civiles. En ese caso, su objetivo político atendible consiste en convertirse en ciudadanos como los demás, no en ciudadanos aparte. Si esa posibilidad se les niega, se justifica su ruptura con la comunidad política y sus decisiones. De ahí mismo arranca el reconocido derecho a la secesión (remedial seccesion) de territorios no ocupados: una violación persistente de derechos humanos básicos. La secesión no se sostiene en la simple voluntad de separarse, sino en ausencia de democracia o injusticia. Si hay democracia, no cabe la secesión. Más exactamente, la secesión hace imposible la democracia: si yo me marcho porque no me gusta lo que todos hemos decidido, no hay decisión verdaderamente democrática.
La segunda, cimentar la ciudadanía en la identidad, plantea muchas dudas acerca de la calidad moral del nacionalismo. La ciudadanía no está vinculada al cumplimiento de la ley, sino a un contenido esencial: se es ciudadano solo en la medida en que se comparten ciertos rasgos. Hay ciudadanos de primera, más puros y otros de peor calidad, en la medida que comparten menos rasgos que han de “integrarse” (sin estropear la pureza). De ahí se siguen con naturalidad la exclusión, la simple descalificación —como conciudadanos— de los discrepantes (“antipatriotas”) y cosas peores. Es la que asume Pujol, una idea inquietante, pero consistente.
La tercera posibilidad coloca al nacionalismo en la frontera de la contradicción: los individuos creen que son una nación, pero ignoran que lo creen o, en otra versión, niegan ser lo que verdaderamente quieren ser. Tendrían una suerte de “voluntad nacional inconsciente (o latente)” que los nacionalistas, al alentar la “conciencia nacional” y recordar al grupo que “constituye una nación”, intentarían recuperar. En principio, no es imposible que uno no sepa lo que realmente es o hasta que pretenda negarlo. En una película de Douglas Sirk, una hija de negra, con pinta de blanca, se empeña en ignorar su condición. Eso sí, para que ese guion tenga sentido hay que precisar cuál es la “verdadera identidad”, dotar de contenido a lo que no se quiere ser, pero se es. Se puede decir, por ejemplo, que mi propia lengua no es mi lengua propia, la verdadera: una idea absurda, pero inteligible. En todo caso, la operación no sale gratis. Cualquier intento de salvar esos desbarajustes requiere abandonar la retórica democrática o voluntarista y recalar en la nación étnica o identitaria: hay que precisar qué es lo que realmente se es o que es lo que se quiere que se sea (“es catalán todo aquel que vive y trabaja en Cataluña y quiere ser…. catalán”): la identidad genuina.
Como se ve, el nacionalismo, como movimiento político, tarde o temprano, se ve obligado a prescindir de toda decoración democrática o voluntarista. Vamos, lo de Pujol otra vez. El nacionalismo sin paradojas. El único camino. El de siempre.
(Artículo de Félix Ovejero, publicado en "El País" el 11 de abril de 2014)
La propuesta que nos hacen a todos los españoles -estrafalaria, extemporánea e inmadura- es convertir el Estado en una realidad inestable y difusa, que puede repartirse en porciones como los quesos cremosos. También nos piden que programemos nuestro trabajo y nuestra vida en un contexto político en el que es posible que cada territorio, cada generación, cada ideología o cada pueblo reescriban la historia común de forma periódica y desde el momento que más le convenga. E incluso se nos exige que aceptemos de grado ese sobresalto innecesario y estúpido que surge cuando nos preguntamos -¡toma metafísica!- si «somos ou non somos», si «imos ou quedamos», o si «estamos ou non estamos». Esa - «to be or not to be»- es la cuestión dominante en la política española. Y esa es la ramplonería intelectual y axiológica en la que nos hemos instalado.
Que esto se haga mediante un derecho a decidir ilimitado, en el que cada cual propone sus ocurrencias cuando y como quiera y al margen de cualquier procedimiento; o mediante la desobediencia civil y la proclama unilateral; o aceptando la legitimidad surgida de la violencia, es una cuestión instrumental. Porque lo verdaderamente importante, el fondo real del problema, es que el que no está a gusto se va, el que quiere regresar regresa, el que nos quiere hacer extranjeros nos hace, y a todo el mundo le es lícito mandar al cuerno a los que quedamos cuidando este jardín delicioso en el que hemos invertido el saber, las pasiones y los ahorros de tantos siglos de historia.
Lo que nos están diciendo es que si los catalanes quieren marchar, hay que facilitarles la maniobra. Y que cuando los vascos digan lo mismo, hay que ponerles un puente de plata. Y que si los madrileños, los andaluces o los cartageneros deciden lo mismo, a esta pobre España -que no es más que un error histórico que Mas y Junqueras quieren enmendar- no le va a quedar más remedio que convertirse en un espacio residual en nombre de la democracia. Por eso no puedo evitar que la cuestión catalana empiece a aburrirme. Que la apuesta por un lenguaje melifluo y un diálogo sin referentes me suene a monserga insoportable. Y que la reticencia que muestran el PP y el PSOE a un pacto de Estado que nos libre de tanta tortura psicológica y tanta cháchara me parezca una grave traición a la fidelidad institucional que los españoles les hemos mostrado durante 37 años.
¿Que cómo se hace? Pues diciendo que no. Que si hay que proteger el orden constitucional -que es lo mismo que nuestra libertad- se hará con todas las garantías y sin ningún complejo. Y que no se va a dejar que toda la política española, interior y exterior, siga presa de una ocurrencia organizada y propalada desde el poder y las instituciones del propio Estado, con la que ni el Gobierno ni la oposición pueden ser condescendientes.
(Artículo de Xose Luis Barreiro, publicado en "La Voz de Galicia" el 10 de abril de 2014)
Los representantes del Parlamento de Cataluña recibieron ayer el claro rechazo de una gran mayoría del Congreso respecto a la pretensión de organizar un referéndum con fecha y preguntas decididas unilateralmente, pero escucharon también algunas ofertas de diálogo. Aunque envuelto en un discurso muy firme sobre la defensa de los derechos de los españoles, catalanes incluidos, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, mencionó la capacidad del Parlamento catalán para llevar a las Cortes una iniciativa de reforma constitucional. La apuesta por esa vía fue distinta por parte del líder del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, que defendió una actualización de la Constitución desde la premisa de que hablaba en nombre de “socialistas”, no de “nacionalistas”, momento en el que mencionó al PSC como un argumento para despejar dudas sobre la posición de este partido.
Lo más positivo de la sesión fue el hecho de que el cierre de puertas al referéndum unilateral implica mantenerlas abiertas para un proceso de diálogo sobre el serio problema que existe en la relación entre Cataluña y el resto de España. Hay que lamentar que no estuviera presente el principal destinatario político del mensaje, que no es otro que el presidente de la Generalitat, Artur Mas, pieza clave en el choque de legitimidades entre el Parlamento catalán y el Parlamento español que los nacionalistas y los independentistas intentaron escenificar ante el Congreso de los Diputados.
Los nacionalistas habían llevado las cosas hasta un punto que los políticos responsables habrían debido evitar, y que se basa en dos relatos paralelos. Frente a la versión de la Cataluña oprimida o expoliada, que cuentan los promotores del referéndum unilateral, los líderes de las principales fuerzas rechazaron la veracidad de ese aserto: ”No es tolerable que en Cataluña se diga que España nos roba”, puntualizó Rubalcaba, mientras Rosa Díez, de UPyD, se mostró enfática al equiparar la hispanofobia del nacionalismo catalán a la eurofobia populista en otros países europeos.
El desencuentro entre las dos versiones estaba cantado; entre ese deseo mayoritario de los ciudadanos catalanes de ser convocados a una consulta, planteado por los partidos que promueven el referéndum, y la rotunda negativa de Rajoy a aceptarlo, porque es anticonstitucional que se ponga en juego un derecho fundamental de todos los españoles. O en la versión de Rubalcaba, porque no puede aceptarse un voto para marcharse, pudiendo hablar y votar juntos.
En todo caso, queda clara la ruptura de una parte de la política catalana con el consenso constitucional, en el que participó en su día. Del consenso se descuelgan los nacionalistas, cuyo representante dijo que “Cataluña ha iniciado un camino sin retorno”. La portavoz de ERC dejó muy claro que el referéndum perseguido es para la independencia; y el de ICV, más bien a la defensiva, sostuvo que el Gobierno es prisionero del anticatalanismo sembrado en otro tiempo y trató de sostener que votar no significa predeterminar un resultado.
Lo que los grandes partidos hicieron ayer es aprovechar la salida diseñada por el Tribunal Constitucional. Solo hay una soberanía, la del pueblo español en su conjunto, pero la Constitución no es un muro impenetrable, sino un cauce para que se exprese la voluntad popular. Por esa senda hay que explorar las soluciones. No, desde luego, por la que contribuya a dividir a los catalanes entre nacionalistas y no nacionalistas, ni a separar a los catalanes del resto de los españoles. Dialogar sobre la forma de resolver los desacuerdos es lo más sensato para impedir una división de España incierta, peligrosa y, a la postre, estéril.
(Editorial de "El País", publicado el 9 de abril de 2014)
La democracia y el Estado de derecho van de la mano. El señor Bouchard [primer ministro de Quebec] dice que el acceso a la soberanía es una cuestión puramente política pero no deja de inventar las reglas de derecho para justificar el procedimiento que piensa seguir. De hecho, no se trata de cuestiones puramente políticas en democracia. “El derecho es un ingrediente esencial en la vida política de una democracia; en caso contrario se va hacía la anarquía”. La cita es del libro de Stéphane Dion, La política de la claridad, que recoge los parlamentos y conferencias del político quebequés en su campaña por la no secesión de Quebec. Uno de los ejes del pensamiento de Dion al propósito es el de la indiscutible primacía del derecho en la democracia, una idea que sostiene apoyándose en autores tan clásicos como Montesquieu, Tocqueville y Rousseau.
Me ha venido a la mente la cita de este político que anduvo por Barcelona hace unas semanas, invitado por Federalistes d'Esquerres, a raíz de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la declaración de soberanía del Parlamento de Cataluña, una sentencia que ha merecido más elogios que críticas tanto por el contenido como por la forma. El contenido es equilibrado y oportuno. La discreción y la unanimidad de los magistrados que han dictado la sentencia es encomiable tratándose de una cuestión compleja cuya discusión ha tendido hasta ahora a potenciar más enfrentamientos que consensos.
Todos los puntos de la sentencia abonan el supuesto de que no hay democracia sin Estado de derecho. Se empieza por la afirmación del carácter jurídico, y no meramente político, de la declaración de soberanía del Parlamento catalán. Opinan los magistrados que la declaración no es solo la expresión de una aspiración política, sino que incita a un diálogo y negociación con los poderes públicos y, literalmente, “acuerda iniciar el proceso para hacer efectivo el ejercicio del derecho a decidir”, de donde pueden derivar actuaciones no estrictamente políticas. Es el carácter jurídico de la declaración soberanista lo que justifica que el Alto Tribunal admita la impugnación presentada y entre a considerar las dos cuestiones en disputa: el reconocimiento de Cataluña como sujeto soberano y el derecho a decidir.
No puede extrañar a nadie la resolución del primer punto dada la rotundidad con que la Constitución proclama que la soberanía nacional reside en el pueblo español y la indisoluble unidad de la nación española. Lo que ha hecho más interesante la sentencia es su aceptación del “derecho a decidir” y los principios que lo acompañan en la citada declaración dado que “no aparece proclamado como una manifestación de un derecho a la autodeterminación no reconocido en la Constitución, o como una atribución de soberanía no reconocida en ella, sino como una aspiración política a la que solo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional con respeto a los principios de legitimidad democrática, pluralismo, y legalidad, expresamente proclamados en la Declaración en estrecha relación con el derecho a decidir”.
Así pues, no sería inconstitucional una consulta siempre y cuando discurriera por los cauces constitucionales y no amparándose únicamente en una supuesta “legitimidad democrática” liberada de las ataduras normativas que emanan de la Carta Magna. Sólo ajustándose a la legalidad constitucional es posible salvaguardar el principio democrático de atención a la voluntad popular, insistentemente reclamado por los soberanistas en alusión al apoyo masivo que la propuesta está teniendo. Democracia, por supuesto, pero sin salirse del marco normativo que indica las reglas del procedimiento democrático.
Desde mi juicio de no experta en Derecho Constitucional, pienso que el acierto de la sentencia radica en no extraer el llamado “derecho a decidir” de la discusión pública, sino al contrario, centrar en él la negociación que debería emprenderse desde ahora. Para hacerlo bien, hay que empezar por descartar lo que Francisco Laporta ha llamado la “objeción democrática” a una Constitución que se acordó hace años, cuando las generaciones más jóvenes no habían nacido y ante una realidad social y política que está exigiendo hacer frente a nuevos retos. Ninguno de ellos es ilegítimo, viene a decir la sentencia, el proceso puede ponerse en marcha, pero dialogando desde el principio, no a partir de interpretaciones o decisiones de parte. La rigidez constitucional y la voluntad popular mayoritaria no tienen que ser incompatibles.
La sentencia ha sido celebrada como una llamada de apertura al diálogo y un rechazo a las propuestas unilaterales vengan del lado que vengan. El Tribunal Constitucional ha dado ejemplo de unanimidad, lo que significa que todos los magistrados han sabido ceder y hacer concesiones, presupuesto imprescindible del diálogo. Pronto se verá hasta qué punto las partes en litigio están dispuestas a poner el contador a cero y reiniciar el proceso, como consiguió Dion que se hiciera en Quebec y es lo que parece propiciar la sentencia. Si ambas partes siguen inflexibles en el supuesto de que la interpretación de la Constitución les corresponde en exclusiva, no hay nada que discutir. Mientras unos y otros se resistan a abandonar sus posturas iniciales, no habrá diálogo, sino dos monólogos en paralelo que no llegarán a encontrarse.
(Artículo de Victoria Camps, publicado en "El País" el 8 de abril de 2014)
Este cronista viene predicando desde hace mucho tiempo que Cataluña se nos va. Lo predica inútilmente, por cierto. Nadie del poder político central se ha tomado en serio la amenaza separatista. Y, si lo ha tomado en serio, no supo cómo reaccionar. Hoy, la verdad visible, la verdad tangible, es que la semilla independentista ha germinado. Estos son los ingredientes de la inquietante situación: más de un 70 % de los ciudadanos de Cataluña identifican consulta con democracia y creen que negarla cercena sus libertades como pueblo; el deseo de independencia quizá no sea mayoritario, pero es muy notable, y en los ámbitos juveniles, claramente dominante, y los partidos están desbordados por la presión de los soberanistas. El congreso de la llamada Asamblea Nacional Catalana de este fin de semana se ha salido de todos los cauces y se ha convertido en fuerza motriz con una fecha decidida: el 23 de abril del 2015, declaración unilateral de independencia.
Esta hoja de ruta podrá parecer irreal e irrealizable a la mayoría de la sociedad española. A mí también me lo parecería si el independentismo fuese un movimiento estrictamente racional. Pero no lo es. Cada día veo más empresarios dispuestos a perder la cuota de mercado española, porque la consideran el precio a pagar por la meta soñada. El señor Grifols, uno de los empresarios globales de la industria farmacéutica, le acaba de decir a Artur Mas que no se arrugue. Hay clima para convertir el próximo 9 de noviembre en un grito que recuerde la plaza Independencia de Kiev. Y, para cerrar el clima, los partidos políticos que todavía defienden la idea de España son minoritarios; el PP y el PSC están en franco descenso y Ciudadanos no tiene fuerza para actuar de contrapeso.
Ese es el cuadro que se divisa cuando el Congreso de los Diputados se dispone a echar abajo la solicitud de que se traspase a Cataluña la potestad de convocar consultas. Será una victoria aplastante del Estado: más del 80 % del Parlamento contra menos del 20 %. Ya veo los titulares de parte de la prensa. Ya oigo las declaraciones patrióticas sobre esa soberanía nacional que no se puede repartir. Ya escucho encendidos elogios a los discursos de Rajoy y Rubalcaba, que seguramente serán brillantes y llenos de sentido de Estado. ¿Y qué? Artur Mas ha dejado dicho por adelantado que un no del Congreso «no frenará la voluntad de Cataluña». Y, personalmente, tengo bastante claro que ese rechazo mayoritario será utilizado para atizar más el odio a España. Por tanto, asistiré con interés a cuanto se diga durante el día de hoy, pero estoy lejos de albergar una mínima esperanza. Deseo ardientemente equivocarme, pero veo un horizonte de insumisión.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 8 se abril de 2014)
El libro de Pilar Urbano, que entrecomilla conversaciones entre Suárez y el Rey en las que nadie más estaba presente y que por supuesto no fueron grabadas, es una interpretación libre e imaginativa, a mi juicio errónea e insidiosa, de unos hechos que son de sobras conocidos y que la periodista trae otra vez con gran aporte bibliográfico, que prueba por cierto que hay poco nuevo bajo el sol.
Que Suárez presentó la dimisión acosado por sus conmilitones, que le presionaron hasta extremos que rozaron la indignidad, por sus adversarios políticos, por el poder económico e incluso por el propio Rey, que pensaba que su ciclo había acabado, es cosa sabida y nunca negada. También lo es que el conspirador Alfonso Armada, un megalómano con pretensiones mesiánicas, pretendió redimir a este país poniéndose al frente de un gobierno de concentración, mientras estaba siendo estrechamente vigilado por el gobierno Suárez, que desconfiaba de él. Pero de ahí a insinuar que el Rey estuviese detrás de una intentona golpista auspiciada por Armada para impulsar una salida inconstitucional al desgaste de Suárez hay una gran distancia, que no se puede recorrer sin incurrir en deshonestidad intelectual.
Los libros, en este país, suscitan por desgracia escasos revuelos, y éste hubiera pasado sin pena ni gloria si algunos medios no hubieran retorcido con gran alarde lo que a todas luces pretende ser, y así se ha interpretado, una deslegitimación de la jefatura del Estado, que según esta versión habría sido condescendiente con el golpismo blando del general Armada, y que sólo habría combatido la cuartelada del 23F cuando se vio que estaba condenada al fracaso. Conviene señalar, sin embargo, que el medio que ha dado alas a esta infame fabulación es el que ha defendido hasta hace poco que los atentados del 11M de 2004 fueron obra de ETA, una descabellada "teoría de la conspiración" que ha terminado arrasada por la propia realidad.
Este país, recién salido de una crisis y con graves problemas de identidad y de modelo de futuro, no está para muchos trotes, y no parece oportuno someterlo ahora a los shocks de unas revelaciones tremendistas y falaces tendentes a socavar las escasas certezas que aún nos tienen en pie. Por fortuna, aquellos episodios fundacionales, que nos pertenecen a todos, resisten el embate de los desaprensivos.
(Artículo de Antonio Papell, publicado en "Diario de Mallorca" el 7 de abril de 2014)
Se insiste en que la crisis existencial que padece España puede hallar remedio en la adopción del federalismo como regla de convivencia. Estoy de acuerdo. Diré más: dada nuestra historia (y nuestra geografía) es razonable pensar que el federalismo es la forma natural de comunidad política en España. Bajo un presupuesto: ha de tratarse de auténtico federalismo. Esto último no queda claro oyendo a los partidos que se dicen federalistas. Y es que un problema mayor de la democracia es el frecuente recurso de los políticos a lo que Habermas llama un uso estratégico del lenguaje; un uso que, por contraposición a su uso primario, orientado al entendimiento, altera arbitrariamente los significados aceptados de las palabras, para, de este modo y dicho sea en castizo, dar gato por liebre. Así sucede, en mi opinión, con el discurso de la solución federal, lo que no impide que apostemos por ella, si sus partidarios nos persuaden de su recta intención. La almendra del malentendido ya la ha dado Joaquim Coll en una acertada síntesis: no es lo mismo federalizar España que federar Cataluña a España. No parece ocioso el ejercicio de reiterar algunas ideas básicas.
Salgamos antes al paso de la objeción que sostiene que España ya es un Estado federal. Si lo es, resulta muy imperfecto. Veamos el porqué. Como doctrina, el federalismo reposa en una serie de dualismos. Uno instaura una doble lista de competencias: de la federación y de los entes federados. Este reparto no obedece únicamente a razones identitarias; también a la idea de que unas responsabilidades se ejercen mejor en la distancia, y otras se benefician de la proximidad. Como es sabido, esa doble lista existe entre nosotros (artículos 148 y 149 de la Constitución), pero los constituyentes, pudiendo optar por un reparto nítido e inalterable, lo prefirieron mudable a conveniencia. El traspaso de competencias debidas al Estado, que no renuncia, sin embargo, a legislar parcialmente sobre lo traspasado, asegura una bronca competencial que impide considerar a España un Estado federal exitoso.
Otro dualismo, fundamental, distingue dos principios ordenadores de la convivencia: el ciudadano y el territorial. El primero cifra la autonomía y la igualdad ante la ley: gracias a él, el ciudadano se relaciona directamente con el Estado y con otros ciudadanos. El segundo es un pacto con la historia —la razón de ser del federalismo es en última instancia histórica—, esto es, un compromiso con la existencia de instancias intermedias de Gobierno o identidades culturales solapadas que se estiman y se quieren preservar. El primer principio suele depositarse en una cámara donde están representados los ciudadanos, el segundo en otra donde dirimen sus asuntos los territorios. El problema en España es considerable: en rigor, no tenemos ni una cosa ni la otra. Un Senado sin competencias no puede desempeñar su función de Cámara territorial. Esa función la cumple de manera clandestina el Congreso. Al hacer de la provincia la circunscripción electoral, los constituyentes llevaron al teórico foro ciudadano la discusión territorial (no por nada ahí negocian nacionalistas vascos y catalanes con el Gobierno central), hurtando a los españoles su representación en tanto que individuos (¿acaso sabe alguien quién es el diputado de su provincia?). Reformemos el Senado, pero no olvidemos reformar el Congreso para introducir distritos electorales más pequeños que acerquen el ciudadano a su diputado. De lo contrario acabaremos no con una, sino con dos Cámaras territoriales.
Pero esto son menudencias técnicas al lado del auténtico problema: convenido que nuestro Estado no es verdaderamente federal, lo siguiente es admitir que buena parte de nuestros federalistas no son verdaderos federalistas. No me refiero a Federalistes d’Esquerres, capitaneados por Manuel Cruz, cuyos múltiples oficios a favor de la convivencia y contra la ruptura hemos de agradecer todos los españoles. Me refiero más bien a los socialistas catalanes. En primer lugar, hace sospechar su uso recurrente del concepto de blindaje. El federalismo ni blinda ni crea zonas de excepción. Pondré un ejemplo. En Estados Unidos, cuna del federalismo, el derecho de familia es competencia exclusiva de los Estados. En consecuencia, el Estado de California puede prohibir el matrimonio homosexual. Así lo hizo (se aprobó en referéndum). Pero si un tribunal federal dictamina que esa prohibición vulnera la Constitución americana —que es lo que ocurrió—, no hay nada que el legislador californiano pueda oponer. Lo acata: eso es federalismo. Otro ejemplo: en Canadá no existe un Ministerio federal de Educación, porque esta es competencia rigurosa de las provincias. Eso les garantiza una amplia autonomía, ejemplificada en que ni siquiera los años de escolaridad obligatoria son parejos en todas ellas. Pero esa autonomía ni es total ni está blindada. El Gobierno de Quebec no puede, por ejemplo, suprimir en su provincia la enseñanza pública en inglés, dado que la Constitución canadiense reconoce el derecho de los padres a la educación de sus hijos en la lengua oficial de su preferencia si esta ha sido su lengua materna o de instrucción. Así funciona un Estado federal. Y es que el federalismo es un compromiso veraz entre lo propio y lo común. El socialismo catalán es firme valedor de lo propio y tibio, muy tibio, abogado de lo común. El federalismo que propone puede proporcionar herramientas que mejoren el diseño institucional de nuestra convivencia, pero no puede curar las disonancias cognitivas. Porque la entraña de la contradicción socialista, que atenaza su discurso, es esta: no querer la ruptura, pero sentir parálisis a la hora de abrazar los símbolos de la unión. Invocar un supuesto patriotismo de las personas, afectar desdén por las banderas, pero luego patentizar en los actos públicos que la única bandera que se oculta es la española, es una conducta curiosa en un federalista.
Un federalista no habría de dudar a la hora de saberse catalán y español, y en el mismo momento en que esa dualidad estuviera amenazada, salir a la calle con una bandera en cada mano. Ese ha sido uno de los mensajes que el canadiense Stéphane Dion, un federalista cabal, ha dejado en su reciente paso por España. Sin la doble y desacomplejada reivindicación, la de ser español y la de ser catalán, no se puede salir del marco mental nacionalista. Cuando un partido no falta a su cita el 11 de septiembre para poner flores a la estatua de Rafael Casanova, héroe improbable y mártir imposible de 1714, en una ceremonia de añejo nacionalismo romántico, pero siente temor de salir a la calle el 6 de diciembre para festejar una Constitución moderna, democrática e inclusiva como la de 1978, es hora de hacer examen de conciencia… federal.
He dicho antes que el federalismo es posiblemente la forma natural de comunidad política en España. Con ello quiero decir que tanto el centralismo como la ruptura son aberrantes. Pero, ante todo, federar es unir, y no hay unión sin tramas en común, y lo común está cifrado en los símbolos. Tras siglos de convivencia, hay en España densas tramas de elementos comunes que necesitan ser puestas en valor si cualquier proyecto federalista ha de prosperar. Déjense los federalistas fotografiar con la bandera constitucional española, participen en los actos que festejan la Constitución más exitosa de nuestra historia, defiendan la presencia equilibrada de la lengua española en las escuelas, sacúdanse los complejos y su federalismo resultará creíble y viable. Verán, además, lo rápido que surgen aliados y recuperan el terreno perdido.
En España somos muchos los que sentimos una firme y afectuosa lealtad a los rasgos propios de Cataluña. Pero necesitamos saber que al otro lado hay federalistas que no se avergüenzan de ser españoles. El PSC ha sido valiente posicionándose contra un discurso hegemónico asfixiante. Ahora toca combatir esa hegemonía abogando resueltamente por lo común. Sé que no es fácil: 40 años después, los españoles, incluso los nacidos en democracia, tenemos dificultades para sostener una idea sustantiva de España sin ver el espantajo franquista. Aprender a revalorizar nuestra condición de españoles y rescatar los símbolos de España de las manos muertas del dictador es una empresa posible y necesaria; posible sin caer en la tentación nacionalista y necesaria si cualquier proyecto para España, federal o no, ha de tener futuro.Qué es la corrupción? Aunque parezca mentira, no está del todo claro. Ni siquiera cuando hablamos de corrupción política. Los expertos en el asunto manejan definiciones que admiten muchas dudas: para los partidarios de una visión amplia, se trata de abusos que contravienen la moral vigente con el fin de obtener beneficios particulares; para los que prefieren concretar más, son actos que violan la ley e implican el enriquecimiento de los corruptos. Pero, ¿qué ocurre cuando las costumbres aceptan que los responsables públicos rebañen algún botín? ¿No hay entonces corrupción? ¿Y si las leyes no previeran ciertos casos de saqueo? Cualquier definición cojea.
De todas formas, lo que parece probado es que la corrupción afecta de manera directa al funcionamiento de las instituciones políticas y, con especial saña, al de los regímenes democráticos, más transparentes. La abundancia de corruptelas acaba con la igualdad entre los ciudadanos, erosiona la eficacia de Gobiernos y Administraciones y degrada las condiciones que permiten el crecimiento económico sano. Aunque el mayor daño que ocasiona a las democracias reside en el deterioro de su legitimidad. Es decir, provoca eso que llamamos desafección, un distanciamiento casi insalvable entre la ciudadanía y las élites políticas que pone en peligro la cohesión comunitaria y desemboca en un escepticismo abstencionista, obstáculo para el progreso del sistema representativo.
Estos efectos han barrido España en la última década. Las encuestas nacionales y europeas lo muestran de un modo contundente: en torno al 90% de los españoles piensan en la actualidad que la corrupción es uno de los principales problemas del país y que contamina todos los niveles de Gobierno. Algunos de sus mejores conocedores, como Manuel Villoria y Fernando Jiménez, opinan con acierto que esta percepción se ha agudizado porque ahora se persigue mejor a los delincuentes y porque el bombardeo de noticias sobre procesos judiciales extiende la desconfianza y refuerza viejos prejuicios. Eso sí, aquí la corrupción no se vincula con el crimen organizado y casi nadie confiesa haber pagado sobornos. Pero las impresiones sobre la putrefacción política resultan desoladoras.
En una célebre tipología, el politólogo norteamericano Arnold J. Heidenheimer hablaba de corrupción de varios colores: la blanca, tolerada por la sociedad y por las élites; la gris, envuelta en discrepancias y ambigüedades; y la negra, que se cree inaceptable y por tanto punible. La mera observación nos dice que un mismo comportamiento, blanco durante mucho tiempo, puede teñirse de gris en un momento dado y más tarde ennegrecerse; o al revés. Y eso es lo que ha ocurrido en España: ciertos hábitos, como las donaciones empresariales a los partidos o los repartos partidistas en las cajas de ahorros, se han oscurecido de repente, para desconcierto de quienes los frecuentaban. Aun así, sigue habiendo zonas bastante blancas o apenas grisáceas, como el nepotismo y las prácticas clientelares, producto de una cultura política que hunde sus raíces en el siglo XIX, si no antes. La recomendación engrasa todavía demasiadas decisiones.
El hartazgo de la opinión pública, motivado por una mezcla endiablada de penalidades económicas y escándalos continuos, exige medidas para castigar a los culpables y prevenir recaídas. Debemos aprovechar la oportunidad para mejorar la calidad de las instituciones democráticas y volver a legitimarlas. Incluso los estudios más benévolos —como el de la Unión Europea publicado en febrero— señalan con precisión dónde están los problemas: en los políticos más que en los funcionarios, en la financiación de los partidos, en los gastos y contrataciones de las Administraciones regionales y locales y en sus competencias urbanísticas, pervertidas por la locura inmobiliaria. Y no solo entre los corruptos, sino también entre los corruptores que les rodean.
Además de aplaudir a los jueces valientes que persiguen a los poderosos corrompidos, parece pues urgente abordar al menos unas cuantas tareas: taponar los circuitos irregulares por los cuales se financian los partidos, fortalecer los mecanismos independientes de control sobre comunidades y Ayuntamientos, y arrebatar a estos últimos la capacidad para recalificar terrenos y disparar su valor de un día para otro. Y, claro está, sacar a los imputados de las listas electorales, como pedía el movimiento 15-M: botarlos en vez de votarlos. Han de multiplicarse las presiones para que estos cambios se produzcan, porque, en caso contrario, corremos el riesgo de que las corrupciones que hoy indignan a los españoles logren atravesar la crisis y pierdan sus tintes más oscuros para ser consentidas de nuevo. De que lo negro se vuelva gris.
En 1995, cuando se vivía la anterior oleada de escándalos, Javier Pradera volcaba algunas de estas ideas en un magnífico texto sobre los partidos políticos —organizaciones opacas y proclives a incumplir las normas que ellas mismas aprueban— y recomendaba democratizar sus entrañas (La maquinaria de la democracia. Los partidos en el sistema político español, Claves de Razón Práctica, 58, 16-27). Veinte años más tarde, su diagnóstico sigue en pie, pero el mal ha crecido. La tramposa prosperidad del periodo 1995-2007 incrementó las ocasiones para delinquir y, al mismo tiempo, blanqueó las ilegalidades. Que no pase otra vez.
(Artículo de Javier Moreno, publicado en "El País" el 2 de abril de 2014)
Los resultados de la encuesta realizada por Metroscopia para Transparencia Internacional España sobre la corrupción ponen de manifiesto la voluntad ciudadana de que los partidos políticos mejoren su nivel de transparencia y cambien de forma clara, urgente y efectiva su actitud respecto de la corrupción, introduciendo reformas muy concretas y directas en el marco legal, institucional y educativo.
Existe, además, un clamor social para que los partidos políticos lleguen a un amplio acuerdo o pacto general contra la corrupción que, a la luz de los datos obtenidos, cabe entender que debería cumplir al menos cuatro condiciones: que sea un pacto por y para los ciudadanos, sin padrinazgo político alguno, y que responda a su firme voluntad y claro deseo de que los actuales partidos lo alcancen cuanto antes; que cuente con todos los partidos sin excepción, ya que la ciudadanía no parece proclive a admitir nuevos pretextos, de esta o aquella formación, para descolgarse de la iniciativa; que cuente con la participación activa de personas e instituciones independientes de la sociedad civil; y que haya total transparencia en el proceso de convocatoria, participación, información sobre los avances en los trabajos y sobre los resultados finales del pacto.
En las anteriores elecciones europeas de 2009, los partidos políticos apenas hicieron referencia a la corrupción en sus programas electorales; la situación social es ahora muy distinta y los partidos parecen obligados a evidenciar una actitud beligerante respecto a la corrupción. Y, teniendo en cuenta el estado de ánimo ciudadano que recoge la encuesta, cabe esperar que los ciudadanos tengan en cuenta la actitud en esta materia de los partidos a la hora de decidir su voto.
En este contexto, Transparencia Internacional España ha enviado a los 10 principales partidos españoles tres documentos: Una propuesta para que suscriban un compromiso por la transparencia y contra la corrupción; el resultado de una evaluación provisional del nivel de transparencia de cada uno de ellos (en base a 10 criterios concretos), con el fin de que la puedan revisar e incluso mejorar ampliando la información que hasta ahora hacen pública; y un cuestionario en el que se recogen 12 medidas específicas que Transparencia Internacional España entiende necesarias para combatir la corrupción, solicitando que los partidos se pronuncien sobre su posible inclusión en sus respectivos programas electorales. Cabe esperar que los partidos respondan positivamente.
(Artículo de Jesús Lizcano, publicado en "El País" el 1 de abril de 2014)
La imagen de cientos de manifestantes, radicales o no, poniendo parte de una ciudad patas arriba (sea Madrid, Barcelona o cualquier otra) es sencillamente inadmisible en una sociedad plenamente democrática. ¿Qué sucedería si quemar contenedores, destrozar escaparates y portales, arrasar marquesinas y cabinas y, en el colmo de los colmos, patear a los policías nacionales que tratan de evitar que los que se tapan la cara con un antifaz o una capucha se lleven por delante todo lo que encuentran a su paso, se convirtiese en la forma habitual de protestar? Es sencillo: que la convivencia social sería imposible, y la vida de todos, un infierno.
Las sociedades democráticas -y la española lo es, sin duda alguna- se definen porque en ellas todas las reivindicaciones que no amparan la violencia, incluso las más necias (esa majadería de que no se pague la deuda, por ejemplo), pueden defenderse de una forma pacífica, ejerciendo el derecho de manifestación reconocido por la Constitución.
Por eso, si las escenas de Madrid de hace unos días -como otras previas en lugares más cercanos-, nos ponen los pelos como escarpias, el escándalo es mayor todavía al comprobar que los radicales, o los manifestantes que han perdido el control de sus actos, pueden producir graves daños materiales y humanos con sus animaladas y salirse luego de rositas, sabiendo que al final nadie pagará por las lesiones y los destrozos producidos.
Las consecuencias de ello son no solo vergonzosas, sino absolutamente injustas. A cualquiera en España que cometa un delito contra la propiedad o las personas se le persigue con toda la fuerza de la ley, salvo que el autor sea un manifestante, pues este tiene, al parecer, patente de corso para tapar todos sus excesos con las reivindicaciones que lo llevan a la calle.
Ocurre, sin embargo, que, aun en el caso de que todas esas reivindicaciones estuvieran cargadas de razón (lo que, contra lo que afirman los demagogos, está lejos de suceder), esa razón desaparece cuando se defiende a pedradas y palastrazos o provocando incendios en medio de la calle. Además, y dado que en las calles no florecen las piedras y los palos, y menos los cócteles molotov, hay que suponer que quienes los utilizan contra la policía van con ellos a las manifestaciones, lo que da buena idea de los fines non santos que persiguen.
La experiencia demuestra de una forma concluyente que el mejor caldo de cultivo de la violencia es la impunidad. En España hay mucha gente que las está pasando canutas, lo que explica que las protestas en la calle sean frecuentes. Deberían ser, en todo caso, sus organizadores los primeros interesados en que aquellas no degeneren en violencia, pues la violencia se lo lleva todo por delante: también, por supuesto, las reivindicaciones de los manifestantes.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 28 de marzo de 2014)
Cuando un alumno comienza la carrera de Derecho se le suele enseñar que una de las funciones del Derecho no es tanto alcanzar la justicia, un término demasiado absoluto y siempre de difícil concreción, sino establecer la paz, es decir, hacer que las relaciones de convivencia entre las personas y los grupos sean las más justas posibles de acuerdo con los principios de libertad e igualdad, o de “igual libertad” en los términos más precisos que emplea Rawls. De la justicia a la convivencia justa, de la mayúscula hemos pasado a la minúscula.
En esta dirección se expresaba Hans Kelsen, probablemente el jurista más respetado del siglo XX, en las dos últimas líneas de su conocido ensayo Qué es la justicia: “En definitiva, mi justicia”, decía Kelsen, “es la de la libertad, la de la paz; la de la democracia, la de la tolerancia”. Un sano y realista ejercicio de escepticismo para hacer posibles valores tan sublimes.
Los jueces son los últimos depositarios de estos valores en un sistema democrático. Así lo hemos convenido y a ello debemos atenernos porque los pactos deben cumplirse y toda democracia nace de un pacto originario al que denominamos Constitución. ¿Cómo llevan a cabo los jueces su labor para que surja este efecto pacificador del Derecho? Actuando dentro de sus funciones con arreglo al principio de independencia judicial, que básicamente significa ser independiente de todos los poderes excepto de uno, del Derecho, del ordenamiento jurídico, del cual, como paradoja, son absolutamente dependientes. El juez, así, está sometido al Derecho y solo al Derecho.
Si actúa de esta manera y lo explica en sentencias bien razonadas, convincentes en su argumentación y sus conclusiones, es decir, en la exposición de los hechos, en sus fundamentos jurídicos y en su fallo, el efecto pacificador suele ser inmediato. Del barullo, hasta del guirigay, inherente al debate político, normalmente de trazo grueso y de un partidismo muchas veces irracional, se pasa a la claridad, a la comprensión completa de un problema, al camino a seguir para encontrarle una salida razonable. En definitiva a la paz, al efecto pacificador del Derecho del que antes hablábamos.
Esto me parece que es lo que sucederá tras la excelente sentencia sobre la resolución del Parlamento de Cataluña de 23 de enero de 2013 por la que se aprueba la Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña. Pienso que el TC, tan injustamente tratado por unos y otros, ha estado a la altura de las circunstancias a pesar de la fuerte presión ambiental en materia tan delicada.
Tres eran las cuestiones a debate: primera, si el acto parlamentario a enjuiciar tenía carácter jurídico —y, por tanto, era susceptible de control jurisdiccional o bien era una simple propuesta política formulada dentro del amplísimo marco de la libertad de expresión; solo susceptible del control político, en este caso, al ser un acto parlamentario, del control ejercido por los electores en los comicios siguientes. Segunda, si el pueblo de Cataluña era un sujeto político y jurídico soberano. Tercera, si el término “derecho a decidir” utilizado en la declaración era contrario al texto constitucional. Vamos a comentar brevemente lo que la sentencia dice sobre tales cuestiones.
La primera era decisiva: si el acto parlamentario impugnado no hubiera podido ser sometido a enjuiciamiento por el TC, el asunto se hubiera dado por concluido y no se habría entrado en las cuestiones de fondo. Pero el Tribunal se inclina, con buen criterio, por considerarlo un acto de naturaleza jurídica al no tratarse de un acto de trámite sino de un acto definitivo, que expresa la voluntad institucional de la cámara catalana y que, además, es capaz de producir efectos jurídicos por dos razones: a), porque impide discurrir de forma legítima por el cauce de diálogo institucional con el Estado y con las instituciones comunitarias e internacionales que propone el principio cuarto, al conferir al Parlamento atribuciones propias de la soberanía, y no de la autonomía; y b), porque el carácter asertivo de la resolución impugnada (“acuerda iniciar el proceso para hacer efectivo el ejercicio del derecho a decidir”) reclama el cumplimiento de unas actuaciones concretas susceptibles de control parlamentario, según el reglamento de la cámara catalana. En conclusión, la resolución impugnada tiene y produce efectos de carácter jurídico.
Despejada esta cuestión previa, la sentencia entra en las otras dos. Respecto al principio de soberanía la discusión es fútil, ya que choca frontalmente con los artículos 1.2 y 2 de la Constitución. En efecto, el principio primero de la declaración impugnada dice así: “El pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano”. El artículo 1.2 CE establece que “la soberanía nacional reside en el pueblo español" y el artículo 2 establece la unidad de la nación española. Dejando al margen opiniones políticas perfectamente respetables al respecto, según el Derecho el pueblo de Cataluña es un sujeto jurídico creado por el Estatuto catalán y un poder constituido no puede convertirse nunca en constituyente. Se trata de algo tan elemental que nadie con mínimos conocimientos jurídicos puede ponerlo en duda.
Más interesante es la última cuestión, el llamado “derecho a decidir” en la declaración. Ahí el Tribunal podría haber tomado partido en una dirección: considerar que la indudable inconstitucionalidad del principio relativo a la soberanía de Cataluña contaminaba al resto de la declaración y toda ella era inconstitucional. Pero el Tribunal no hace eso, sino que da un generoso quiebro y considera que, de acuerdo con el principio de conservación de las normas, y este acto parlamentario es una norma, el resto de principios permiten una interpretación conforme a la Constitución. Así, interpretados de forma sistemática, los demás principios se limitan a inspirar un proceso hacia un “derecho a decidir” —se entrecomilla en el texto— que no excluye seguir los cauces constitucionales que permitan traducir la voluntad política en realidad jurídica, especialmente el principio de diálogo (“se dialogará y negociará con el Estado español”) y el principio de legalidad (“se utilizarán todos los marcos legales existentes”).
En este punto del, repito, entrecomillado “derecho a decidir”, se centra el meollo de la cuestión. Sobre el mismo se recalcan dos cuestiones obvias pero importantes para aclarar la posición del Tribunal: no es el derecho de autodeterminación ni tampoco es el resultado de una atribución de soberanía. Pero se añade que se trata de “una aspiración política a la que solo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional”. Además de unas puntualizaciones sobre los principios de legitimidad democrática, diálogo y legalidad, recogidos en la declaración, la sentencia muestra su apertura al establecer, repitiendo vieja doctrina propia, que la primacía de la Constitución no exige una adhesión positiva a la misma porque nuestra democracia no es una “democracia militante”, pero sí exige un deber de lealtad constitucional.
Y en este punto, ya al final de la sentencia, da una salida al callejón en que se encuentra la Generalitat. Dice así el TC: “(…) si la Asamblea Legislativa de una Comunidad Autónoma, que tiene reconocida por la Constitución iniciativa de reforma constitucional (arts. 87.2 y 166 CE), formulase una propuesta en tal sentido, el Parlamento español deberá entrar a considerarla”. Ahí el TC, al modo del Tribunal Supremo del Canadá, da una lección de Derecho Constitucional. Viene a decir: la Constitución no es un muro impenetrable, es un cauce para que se exprese la voluntad popular. Pero este cauce, estos procedimientos, deben ser legales porque democracia y Estado de derecho son dos conceptos intrínsecamente unidos. El error es desviarse de la legalidad, error inaceptable porque que es desviarse de la democracia.
Un asunto complicado resuelto mediante una sentencia abierta y clara que restablece la paz jurídica.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 27 de marzo de 2014)
No sé si quizá salvado el caso de la madre Teresa de Calcuta, pero me temo que, con esa excepción y pocas más, ninguno de los grandes personajes de la historia, ni siquiera los más grandes (Lincoln, Churchill, Mandela, Gandhi) resistirían un exhaustivo escrutinio de sus vidas y sus obras. Basta con leer algunas de las muchas biografías publicadas sobre ellos para comprobar que, como en todo ser humano, también en ellos, lo grande y heroico va unido con frecuencia a lo mezquino, a lo inconfesable y, en ocasiones, a lo abiertamente despreciable.
Y eso, entre otras razones, porque nuestros juicios sobre el pasado se realizan con demasiada frecuencia desde los valores del presente, lo que da lugar a resultados paradójicos, cuando no sencillamente pintorescos. En uno de los varios congresos conmemorativos del 200 aniversario de la Constitución de Cádiz en los que tuve el gusto de participar se criticó sin el más mínimo reparo a los impulsores de la Pepa y de la primera España moderna y liberal porque, ¡en 1812!, no eran feministas. ¡Inenarrable!
Sin embargo, la conciencia de que detrás de todo gran hombre o toda gran mujer hay, casi siempre, un armario de miserias, más grande o más pequeño, no ha impedido convertir los logros que impulsaron Lincoln (la abolición de la esclavitud), Churchill (la resistencia contra Hitler), Mandela (la lucha contra el apartheid) o Gandhi (la independencia de la India) como grandes hazañas de la historia, y a sus autores como símbolos que han servido a sus países respectivos -y ya al mundo- para personificar la unidad de sentimientos sin la que ninguna sociedad puede persistir.
Salvadas todas las distancias que sean del caso, la figura de Adolfo Suárez, agigantada a medida que hemos podido ir comprobando la grandeza de su obra, ha cobrado en España ese carácter de imagen de unidad y de concordia que se sobrepone y se escapa a la persona de carne y hueso que le sirve de soporte. Por eso, como otros tantos personajes que se convierten en símbolos colectivos, Suárez es hoy ya mucho más que sus virtudes y defectos, que los éxitos y los fracasos de los Gobiernos que dirigió y que el hombre de partido, primero de UCD y después del CDS. Es ya de todos, con independencia de ideologías y lugares.
¿Es eso malo? Algunos creen que sí, pues la mitificación, dicen, elimina los matices de la historia. Yo creo todo lo contrario: que en un país en el que casi todos los símbolos (que los hay) son de parte o de partido o son territoriales (locales o autonómicos), contar con símbolos comunes de los que poder sentirse legítimamente orgullosos constituye un elemento esencial de la construcción y mantenimiento de cualquier proyecto de convivencia colectiva. Suárez pertenece ya a todos los españoles. Ese será, al fin, el principal de sus legados: la concordia.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 26 de marzo de 2014)
Se ha dicho que la política es una profesión noble cuando se ejerce al servicio de los demás; y mezquina si se usa para el beneficio particular. A la vista de lo que hemos ido conociendo en los últimos meses, parece que ganan razón los que sostienen que la primera premisa ha caído en desuso. Porque nada más que mezquindad e intereses espurios aparecen cuando empiezan a levantarse las alfombras.
Si los jueces que investigan dentro de Galicia y fuera están algo en lo cierto, el panorama que nos presentan no puede ser más vergonzoso para la clase política, ni más desolador para quien se tenga por civilizado y demócrata.
Las grabaciones que se han ido conociendo en fechas recientes al levantarse en parte el secreto del sumario de la operación Pokémon muestran por sí solas el verdadero estado de necesidad que vive nuestra democracia. El espacio público, donde se gestiona en teoría el interés común, aparece colonizado por una multitud de indeseables que se dedican casi en exclusiva a sacar cada cual su tajada. Partidos políticos, organizaciones empresariales y sindicatos, órganos fundamentales para la sociedad, han traicionado su vocación y se dedican a exprimir en su provecho el dinero público. Los contratos de servicios y obras se disfrazan de legalidad, pero se diseñan para que quienes deciden adjudicarlos y quienes los obtienen irregularmente se enriquezcan a costa de los impuestos de todos.
Nada puede haber de sano en una sociedad en la que se han implantado como algo habitual y cotidiano el cohecho, el soborno, la prevaricación, la malversación, la falsedad y el tráfico de influencias. Donde los principios de igualdad y legalidad se subvierten a diario con tanta ligereza que ya ni se disimula en las conversaciones telefónicas, como ha venido a poner en evidencia el trabajo pertinaz de algunos jueces.
Aunque esté siendo tan criticada estos días, la Justicia hace a los países libres. Podemos achacarle muchos defectos y rémoras, porque los tiene, y de ellos el principal es, sin duda, los largos e inasumibles plazos con los que trabaja. Tanto, que por eso mismo en muchas ocasiones se vuelve injusta, irracional y extemporánea. Se hace necesario no solo exigir urgencia en estos casos, sino atender a la dotación de medios para instaurar definitivamente la justicia rápida, que es la única verdaderamente eficaz.
Pero, pese a ese defecto en los tiempos, no puede haber reproche en que saque a la luz las miserias que grupos corrompidos quieren ocultar. Al contrario. La Justicia ejerce su función cuando, en lugar de mirar para otro lado, pide explicaciones, registra dependencias oficiales y persigue los delitos. Como se ha visto, ha aparecido ante la opinión pública tal maraña de intereses que en un solo sumario se cuentan ya casi un centenar de imputados. Independientemente de cual sea el resultado final del proceso, tal cifra muestra a las claras la permeabilidad de buena parte de las corporaciones municipales al amaño y al complot.
Es cierto que las indagaciones en la fase de instrucción no predeterminan culpabilidad. Y que la palabra imputado ha adquirido un valor que la norma jurídica no le da. Pero ni una cosa ni otra son argumentos de peso suficiente para tratar de imponer el silencio. Todos los acusados tienen el derecho a defenderse. Y a la presunción de inocencia, que en nuestro ordenamiento jurídico no quiere decir otra cosa que la garantía de que cualquier acusación ha de ser probada. Pero no es posible soslayar el derecho de la sociedad a poner freno a las prácticas corruptas. Y a exigir responsabilidades a quienes las hayan perpetrado.
Por eso no se entiende que los grupos políticos se muestren indulgentes y persistan en amparar con su inacción a quienes han hecho gala de comportamientos incompatibles con la gestión pública. Basta ver la zozobra en que ha entrado la corporación compostelana, o la pérdida de credibilidad de otros alcaldes y concejales para entender cuál es la principal causa de desafección de la sociedad con la clase política.
Es la principal, pero no la única. Los ciudadanos no solo han sido las víctimas de recortes en ámbitos tan sensibles como la sanidad y la educación; no solo han padecido una drástica caída de su poder adquisitivo, sino que han añadido a ello más empobrecimiento, con subidas de impuestos exagerados, pese a todas las promesas que se habían hecho de aligerar la carga social.
No se ha aligerado, sin embargo -más allá de algún gesto insuficiente-, el enorme coste de una Administración llena de duplicidades, que sigue instalada por inercia en la práctica del derroche.
Como constata este periódico al observar la evolución del gasto de la Administración central en los dos últimos años, casi la mitad de los ajustes han recaído sobre cuatro políticas de gastos: fomento del empleo, prestaciones y subsidios de paro, infraestructuras e investigación. Y las comunidades autónomas han retirado fondos también de algunas de estas partidas, pero han añadido al cadalso del Estado de bienestar nada menos que reducciones en sanidad y educación. Justo donde más necesario es dedicar recursos para atender las carencias que la crisis ha generado en la población.
Mientras, el gasto superfluo se incrementa en toda España. Las comunidades autónomas mantienen costosas estructuras ineficaces. Las 38 diputaciones de régimen común distribuyen un presupuesto que se acerca a los 6.000 millones; es decir, al billón de las viejas pesetas. Y se producen duplicidades inexplicables, como once defensores del pueblo, doce consejos de cuentas, 132 oficinas autonómicas en el exterior, varios consejos consultivos a imitación del Consejo de Estado, cámaras sin función, como el Senado, y numerosos organismos que ejercen tareas redundantes con las del Estado.
Si de verdad se hubiese trabajado en la clarificación y simplificación de las Administraciones, haciéndolas complementarias, no solo se habría evitado un gasto inasumible, sino que se habría construido una función pública propia del siglo XXI. Solo la inacción, la falta de miras o los intereses electoralistas pueden explicar que se haya impuesto tan lenta velocidad de crucero en este capítulo de verdadero cambio estructural del país.
Embarcados ahora en la carrera para las europeas, es posible que de nuevo se le dé carpetazo a la racionalización de la Administración, puesto que las fuerzas políticas prefieren entregarse al populismo. Tanto, que ni siquiera se planteará en la campaña el verdadero debate sobre Europa, pese a que son muchos los que ven que el proyecto común, tal como está enfocado, va camino de un fracaso estrepitoso.
Quizá sea la obsesión por los resultados electorales lo que hace a los políticos huir de medidas racionales. De otro modo, resulta imposible entender por qué no actúan ante problemas tan visibles y constatables.
No se entiende en España, por ejemplo, que las televisiones autonómicas consuman en un solo año 928 millones de euros para emitir programaciones que se alejan ostensiblemente de su finalidad.
No se entiende que se puedan sostener gastos ingentes y proyectos megalómanos con cargo al erario mientras un cataclismo recorre la economía gallega y le hace perder gran parte de los pilares que la hicieron sostenible.
No se entiende que se regateen los euros en los servicios indispensables de la comunidad, y se empobrezcan los servicios sociales mientras asistimos a la demanda desesperada de miles de familias que no pueden atender mínimamente la alimentación y el cobijo.
No se entiende que las empresas se vean forzadas a encarar el peor de los escenarios posibles con sacrificios impensables, o incluso sean impelidas a la liquidación, por el cierre de los mercados y las obligaciones fiscales, mientras endeudados clubes de fútbol se saltan alegremente las imposiciones tributarias y se permiten reclamar trato de favor para una gestión quizá acreedora a la responsabilidad penal.
No se entiende por qué miles de jóvenes tienen que abandonar su tierra a la fuerza, por falta de expectativas.
No se entiende cómo se puede dejar a su suerte al sector primario gallego, con la pesca en conflicto, la agricultura diezmada y la riqueza forestal esperando la próxima oleada de incendios, mientras las medidas correctoras apenas pasan nunca de la fase de proyecto.
No se entiende cómo los ciudadanos llenan todos los días páginas informativas y programas de televisión con sus preocupaciones reales y los elegidos para atenderlas se dedican a convertir la sede parlamentaria en un indecoroso gallinero.
No se entiende que las ocupaciones de los representantes políticos se hayan alejado tanto de las reclamaciones de la gente de la calle.
Pero aún es tiempo de poner fin a la huida hacia delante.
Se requiere el coraje de cortar de raíz cualquier atisbo de corrupción y devolver la limpieza a los ámbitos políticos.
Se requiere la determinación de repensar el funcionamiento de la Administración y encauzarla hacia el dinamismo de la sociedad, en lugar de a coartar sus iniciativas.
Y se requiere abandonar el debate pueril basado en el menosprecio del rival y concentrar algún esfuerzo en la búsqueda de consensos para apoyar los sectores que son y serán durante muchos años el sostén de la economía gallega.
Se requiere, sobre todo, talla política y altura en los principios, que es lo que parece haber desaparecido de la escena.
Quizá aún tengan una oportunidad para recuperar la confianza los que creen que es posible, sano y provechoso vivir sin burocracia, sin juego sucio, sin confrontaciones irrelevantes y sin corrupción. Sería otra España, sería otra Galicia. Pero serían aquella España y aquella Galicia donde queremos vivir. Donde tenemos derecho a vivir. Y a ello siempre aspiraremos.
(Artículo de Santiago Rey, publicado en "La Voz de Galicia" el 25 de marzo de 2014)
No hay ninguna regla general que explique el éxito político de un líder. Algunos se fijan en su capacidad para lograr resultados palpables, otros en sus atributos carismáticos, en ese intangible que los hace especiales, en su gran capacidad de convicción o en otras virtudes varias. El caso de Suárez es atípico porque nada nos permitía atisbar en sus inicios todo lo que atesoraba. Visto desde la política de hoy, su trayectoria tuvo un efecto inverso a lo que suele ser la pauta en nuestros días. Ahora pasamos siempre de la ilusión por un nuevo liderazgo a la casi inmediata decepción. Con Suárez ocurrió lo contrario, nadie daba un duro por él -¡un hombre del régimen!- y se reveló como una auténtica mina. En realidad era un líder sin referentes, sin escuela democrática, se movía por instinto, por olfato y a golpe de una aparente improvisación. Y, sin embargo, enseguida resultó evidente que tenía un plan bien trazado al que se arrojó con sus rasgos personales más característicos, la audacia, la valentía, la flexibilidad y un cierto funambulismo lúcido, que moderaba también con grandes dosis de mesura estoica.
Volviendo a la pregunta inicial, lo que hizo especial a Suárez fue que era el hombre adecuado en el momento oportuno. Con el tiempo resultó evidente que estaba más dotado para situaciones excepcionales que para la “política normal”. Tenía poca capacidad como hombre de partido. De hecho, en ese grupo de notables que se integraron en la UCD, fue siempre un lobo solitario y nunca consiguió adaptarse de nuevo a la política democrática ya consolidada. Tampoco tenía especiales cualidades de comunicación pública, pero era imbatible en el cuerpo a cuerpo. Aun así supo sintonizar como ninguno con las demandas de la ciudadanía, que fue galvanizando adecuadamente e integrando en su hoja de ruta. En eso encajó como un guante en lo que Maquiavelo decía de los “fundadores de Repúblicas”, que buscaban crear un orden político compuesto de ciudadanos virtuosos y activos, y no un conjunto de súbditos meramente obedientes.
Poseía, sí, capacidad de liderazgo y capacidad de decisión y control de los tiempos, esos recursos tan escasos en nuestros días. Pero, sobre todo, una inmensa habilidad para generar consensos, para adicionar voluntades en la persecución de lo que él siempre consideró que era su destino, la implantación del régimen democrático. Decidir, consensuar, interés público por encima del interés partidista, sintonizar con la ciudadanía.. ¿Les suena a algo? Seguramente a todo aquello que hoy echamos en falta. Suárez está al inicio de un proceso que hoy da muestras de agotamiento y que ha caído, como bien dice Andrés Ortega, en un fallo multiorgánico. Precisamos un “nuevo comienzo”, como decía Maquiavelo que era imperativo para situaciones de “crisis de la República”. Si el acto de la Fundación es el “acto político por excelencia” (H. Arendt), el de la refundación no lo debe de ser menos. Hoy es obvio que nos faltan líderes de ese fuste, políticos y no meros gestores. Iniciar o reiniciar algo significa “actuar”, “llevar la iniciativa”, poner algo en marcha, cualidades todas de las que Suárez siempre hizo gala y que hoy se nos han desvanecido. Puede que su figura, con todas sus luces y sombras, todavía consiga hacer otra contribución a su patria, servir de ejemplo para impulsar ese “reseteo” del sistema democrático que tanto necesitamos.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 24 de marzo de 2014)
El barómetro del CIS de diciembre 2013 sitúa la corrupción como el segundo problema en la vida de los españoles. El primer problema es el paro, y el tercero la situación económica. Este dato chirría si lo comparamos con el del año 2007 „comienzo de la crisis„ en el que la corrupción ocupaba el lugar 17 entre los problemas más importantes que afectaban a los españoles. Este bandazo en la percepción de la corrupción invita a reflexionar sobre lo volubles que somos. Como decimos en Mallorca, la corrupción "nos ha ido bien" hasta que ha llegado la crisis y la recesión. Durante la bonanza no nos acechaba la desafección, éramos más permisivos con los ladrones de fondos públicos y hasta complacientes con sus fechorías.
Friedrich Schneider, profesor de Economía de la Universidad Johannes Kepler de Linz „Austria„ experto en materia de corrupción política, calcula que en España el coste anual de la corrupción oscila en torno al 1% del PIB „10.500 millones de euros„ por lo que concluye que todo ese dinero deja de financiar el Estado del Bienestar y acaba en los bolsillos de "unos pocos canallas que desarrollan actividades vinculadas al suelo y la obra pública", esta morcilla es mía. La cuestión es que esta lacra está muy integrada en la ética ciudadana y en la de las élites políticas. Lo de "élites" entiéndase como una metáfora o eufemismo. Quiero decir que este sustantivo no se puede adjetivar.
Todo lo anterior está íntimamente ligado a otro indicador: la defraudación fiscal. El pasado mes de enero el sindicato de técnicos de Hacienda (Gestha) y la Universidad Rovira y Virgili publicaban datos escalofriantes: "más de 253.000 millones de euros escapan en España al control del fisco". Su informe "El avance del fraude en España durante la crisis" retrata en 44 magníficas páginas cómo funciona este país. Vinculan la economía sumergida a varios factores: "el efecto arrastre provocado por el boom inmobiliario", la brutal tasa de desempleo que supone el 26% de la población activa a finales de 2012 y la cronificación del desempleo de alta duración, también la exponencial subida de impuestos y la excesiva presión fiscal sobre los que vivimos de una nómina. Mientras tanto, las grandes empresas soslayan la normativa impositiva y hacen tambalear la Agencia Tributaria (caso Cemex). El gobierno no es consciente de lo que implica el trato de favor fiscal y el mensaje que se envía a las clases medias que sustentamos la balanza tributaria del país. Por último aluden a "la dimensión moral sobre la que descansan los indicadores económicos".
El informe reincide en los ridículos objetivos de la lucha contra el fraude que cada año plantea el político de turno que gestiona la AEAT, conecta defraudación fiscal con corrupción y lo achaca a la falta de medios para perseguir el fraude a gran escala. Pero lo que más me ha interesado es su vertiente sociológica y sus valientes conclusiones. Denuncian que la permisividad institucional en la materia y la falta de dimisiones de políticos y empresarios de altas instituciones encausados por fraude fiscal, acarrean la pérdida de legitimidad y honorabilidad de estos representantes institucionales "trasladando el mensaje a los ciudadanos de que es normal que determinadas personas y grandes empresas tengan tratos de favor". Desde mi punto de vista este mensaje supone una invitación al resto de la sociedad a defraudar y alimentar la corrupción de una u otra clase, extendiendo la sensación de impunidad y de que "todo vale". Pero obviando que la derivada de esa conducta obliga a rebajar las pensiones, subsidios y ayudas sociales en su sentido más amplio, amenazando el Estado del bienestar.
Si este discurso no les parece deprimente, queda la reforma fiscal que planea el ministro más codicioso y confiscador de la historia tributaria reciente de España, Montoro, que va en la línea de alimentar el germen de la defraudación/corrupción comentada. Proyecta eliminar el impuesto sobre el patrimonio a las rentas más altas, el objeto de este impuesto no es la recaudación, sino el control de las grandes fortunas; bajar los tipos más altos del IRPF y los de una minoría de rentas muy bajas para enmascarar la anterior, subir el IBI y las cotizaciones sociales a cargo de trabajador y el IVA reducido del 10 al 21 por ciento. Es decir, incide y persevera en las políticas económicas que han llevado a España a una situación acuciante. Lo acaba de denunciar una institución tan poco sospechosa como el Fondo Monetario Internacional: que España es el país en el que la brecha de la desigualdad se ha acentuado más.
Si tiene alguna duda sobre lo anterior, dese una vuelta por las diferentes dependencias de los servicios sociales de su ayuntamiento, de su comunidad autónoma o piense en cómo les va a sus conocidos.
(Artículo de Fernando Toll-Messía, publicado en "Diario de Mallorca" el 21 de marzo de 2014)
La historia es tristemente conocida, porque es de las que hacen fijarse en el televisor: una niña de tres años de Puebla de Arganzón, en el Condado de Treviño, falleció después de una penosa peripecia muy publicada y muy discutida en los medios informativos. Como hay una investigación abierta, es prudente no establecer conclusiones definitivas que puedan atribuir el fallecimiento a la falta de cooperación entre Administraciones distintas. Pero sí se pueden establecer conclusiones provisionales. La fundamental dice que, si el Condado de Treviño no fuese una isla castellana en medio del territorio vasco de Álava, habrían enviado la ambulancia a recogerla y no habrían dicho a su madre que llamase a Miranda de Ebro. La investigación aportará matices y una mejor reconstrucción de los hechos, pero esa es la primera evidencia.
El suceso, en todo caso, pone una vez más de manifiesto, y de manifiesto escandaloso, las barreras que ha levantado el sistema autonómico. Algunas comunidades no funcionan con el sentido de pertenecer al mismo Estado, sino como naciones independientes y, encima, insolidarias. Lo saben muchos enfermos crónicos, que tropiezan con infinitas dificultades para continuar sus tratamientos en sus lugares de vacaciones. Ahora, los recortes presupuestarios han agravado el problema: como hay que ahorrar de donde sea, se limitan las prestaciones y parece una herejía prestar un servicio fuera de los límites de la región. Una vida importa poco ante la obsesión económica que domina los servicios públicos básicos. Un par de casos más como este, y el sistema autonómico empezará a ser repudiado.
Pero hay algo todavía peor: la reacción de algunos políticos del PNV, que impúdicamente aprovecharon la desgracia para recordar su reivindicación sobre el Condado de Treviño. «No tiene sentido que este enclave siga perteneciendo a Burgos», dijo el portavoz parlamentario Aitor Esteban. Y algo parecido en boca del diputado Emilio Olabarría: «Si Treviño estuviese integrado en Álava, no estaríamos hablando de esta desgracia». He aquí un aprovechamiento innoble de una tragedia. He aquí el máximo ejemplo de oportunismo político. He aquí la máxima muestra de cómo se anteponen las aspiraciones de partido o de expansión territorial a los derechos de la persona, empezando por el derecho más elemental, que es el de la vida. Y he aquí la vergonzosa traducción de la frialdad de algunos políticos que, puestos a perder, han perdido hasta la humanidad.
A esa tropa hay que decirle con toda vehemencia: no se trata de un territorio, coño; se trata de una niña que ha fallecido; se trata de saber por qué; se trata de que no vuelva a ocurrir; quítense las anteojeras de una puñetera vez.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 20 de marzo de 2014)
Las encuestas de opinión que se realizan en España suelen concluir que la corrupción es uno de los asuntos que más preocupan a los ciudadanos. Sin embargo, es necesario preguntarse qué entienden por corrupción aquellos que afirman sentirse alarmados por ella. Acotar el significado de las palabras ayuda a salir del mar de la confusión al que pueden conducirnos los demagogos. Hay dos acepciones en la definición de la Real Academia de la Lengua que podrían responder al objeto de la inquietud social. La que seguramente todos tienen en mente se refiere a la práctica en las organizaciones públicas consistente en la utilización de las funciones y medios de éstas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores. No obstante, corrupción es también ´vicio o abuso introducido en las cosas no materiales´.
Nos encaminamos ya al bicentenario de la publicación del genial artículo ´Vuelva usted mañana´ de Mariano José de Larra, que vio la luz en 1832. Si no lo han leído, háganlo. Es una ingeniosa crítica a las costumbres de la burocracia española en clave de humor. ¿Qué ha cambiado en todo este tiempo? El penúltimo de los capítulos bochornosos que se ha conocido es la publicación de la convocatoria de unas becas para aprender inglés en la web de la comunidad autónoma. Estaba destinada a los alumnos de ´1º d´AIXÒ´. Pero, si hacen un poco de memoria, seguro que se acuerdan del ´Matad Isern´, alcalde de Palma, que iba a asistir al acto conmemorativo del aniversario de la Constitución el pasado mes de diciembre. Asimismo, hemos podido leer perlas del estilo ´In l´efecte of the mentioned Decree, s´entén for Public Administration (...) l´Oficina of Defense of the Rights of the Minor jar sol·licitar-of it the ratification in l´entitat or the interested person´.
De los ejemplos anteriores podemos deducir que el sistema habitual de funcionamiento en el departamento que se encarga de la sede electrónica de la comunidad es el de escribir las cosas en un idioma para acto seguido pasar el texto por el traductor de Google o cualquier otro que utilicen y subirlo inmediatamente a la red. Así ´pot sol·licitar-lo´ es ´jar sol·licitar-of´, Mateu se convierte en Matad y la ESO se transforma en AIXÒ. Una no espera que se escriban los textos 3 veces en 3 idiomas, pero ¿sería demasiado pedir que alguien se leyera los escritos antes de publicarlos? Algo parecido debió ocurrir con el famoso informe ´Trepitja´ de la consellera Camps. La que escribe desconoce el número de funcionarios que se encargan de la web, o el número de asesores que ayudan a redactar las intervenciones parlamentarias. Y los idiomas que hablan cada uno de ellos. En todo caso, sospecha que no son pocos y que los costeamos entre todos. Así que por lo menos deberían conocer las dos lenguas oficiales y, desde luego, repasar los materiales antes de darlos por buenos.
Siempre hay justos en Sodoma. Y es un atropello generalizar. Porque también hay mucha gente que trabaja bien. En ese caso, cabe preguntarse qué es lo que falla en los sistemas de control. En quien dirige a esos equipos. Platón defendía el gobierno de los mejores, de los sabios. Aunque se refiere a una ciudad ideal con un talante poco democrático, tal vez se pueda buscar un término medio. Y es que alguien responsable de un departamento de educación debe reaccionar al leer informe ´Trepitja´ porque es evidente que hace referencia a la más importante evaluación educativa. ¿No es un vicio del sistema permitir que un encargado del ramo de cultura llame ´sa MoMa´ al museo de arte contemporáneo más importante del mundo? Es evidente que pudo ser un lapsus, pero aún no ha habido disculpa alguna. Desgraciadamente, el problema no es exclusivo de una administración o un partido político. También podemos recordar a alguna ex ministra disertando sobre bioética y seres vivos pero no seres humanos, ahora que tanto se habla del aborto. O a Pajín en el Ministerio de Sanidad. Por no hablar de los diputados que leen sus preguntas parlamentarias y que una se pregunta qué pasaría si les quitasen el papel.
Si usted tuviera un grave problema de salud y necesitara una operación a corazón abierto, probablemente pretendería estar en manos del mejor equipo de cirujanos. Y que éstos no estuvieran a las órdenes de un ingeniero de caminos, por muy preparado que esté. Entonces, ¿por qué no se exige a los gestores públicos no sólo capacitación sino capacitación en el área que ocupan? Es de imaginar que los funcionarios y asesores a su cargo trabajarían con más diligencia. La corrupción no consiste sólo en robar, recalificar terrenos donde hay intereses o cobrar comisiones. También en los vicios de la administración que no hemos conseguido cambiar en casi 200 años. Preocuparnos de la misma manera de ese tipo de corrupción sería un síntoma necesario de inteligencia social. Hoy diríamos ´Vuelva usted a volver mañana´. En nuestras manos está no dejar pasar otros dos siglos igual.
(Artículo de María Amengual, publicado en "Diario de Mallorca" el 19 de marzo de 2014)
Sufrimos la subcultura de la indecencia. Las encuestas del CIS dan el estado de ánimo ciudadano relativo a la corrupción. Sería oportunista quedarse solo con la relación entre políticos y prácticas corruptas. La crisis de valores alcanza al Estado. Quizá por el desmesurado tamaño que ocupa la política, articulada en instituciones y organizaciones. La corrupción está en el fútbol, sindicatos, empresas, en la economía sumergida, en profesiones liberales, en casi todo lo que se relaciona con el dinero como precio o compensación por un trabajo, o con el mercado laboral a la hora de acceder a un puesto en la Administración pública o a sus nóminas.
Hay intenciones que son como el lamento del culpable antes del propósito de enmienda por razones del guion, entre los que mandan y los que esperan un cambio ético y estético. Siempre que el momento lo exige, prometemos que habrá listas abiertas y cambios en las instituciones que representan al ciudadano o sostienen el sistema democrático pervertido de vicios crónicos. Me fijo en esos ayuntamientos a los que se les exige equilibrar ingresos y gastos. A los que algún día se les dotará de una fuente fiable de ingresos y se les recortará la infinita capacidad de fomento que les ha llevado a gastar en competencias ajenas, por necesidad de la ciudadanía o mayor gloria del alcalde.
Resulta insoportable comprobar que no solo no hay garantía de que los alcaldes sean cultos y decentes, es que muchos necesitan funcionarios del Estado (secretarios e interventores) amaestrados que les permitan obrar como conviene al regidor. De ahí que se den tres circunstancias: persecución del funcionario rebelde que informa o advierte negativamente los propósitos del alcalde; funcionario leal que reviste de santidad todo lo que se hace, por miedo a represalias, y funcionario interino colocado al servicio del alcalde.
Así se explican los conflictos entre políticos y funcionarios de carrera, con expedientes a estos e imputaciones judiciales a aquellos por no obrar conforme al informe emitido. La democracia tiene una cita municipal. Los ciudadanos necesitan seguridad jurídica en los ayuntamientos. El cambio para dar calidad democrática empieza ahí.
(Artículo de Pablo Mosquera, publicado en "La Voz de Galicia" el 17 de marzo de 2014)
Hace diez años, un día como hoy, España era un reguero de lágrimas; de lágrimas de dolor y de impotencia por 191 personas asesinadas en el más brutal asesinato colectivo que habíamos sufrido después de la Guerra Civil. Quienes hemos vivido aquella tragedia no podremos olvidar nunca la horrible estampa de cómo salían los heridos de los trenes reventados y cómo los cadáveres se alineaban en los andenes y al lado de las vías. Madrid olía a explosivos y a muerte. Sonaba a sirenas de ambulancia camino de las clínicas y los hospitales improvisados. Se conmovía por la sacudida del terror, porque nunca había visto tanta crueldad. De forma casi instantánea, una pregunta empezó a recorrer las calles y se expresó angustiada en la cívica manifestación que siguió a la matanza: «¿Quién ha sido?».
Hoy es el día de la memoria. Para recordar emocionados el enorme ejercicio de solidaridad de cientos, de miles de personas que se ofrecieron como voluntarias para ayudar en el rescate o donar su sangre. Para volver a leer las crónicas de aquellos jóvenes que no llegaron a la universidad, de los padres de familia que no llegaron a sus trabajos, de las madres que llamaban al teléfono móvil de sus hijos y solo encontraron silencio. Y también es el día para rememorar la enorme brecha política que aquellos atentados abrieron en este país. Las vidas son desdichadamente irrecuperables, como lo han sido las del millar de víctimas de ETA. Las heridas en la convivencia han tardado mucho en ser curadas.
Han tardado diez años. Solo ayer ha sido posible ver juntas a las asociaciones de víctimas del terrorismo en el mismo acto. Solo esta última semana los agitadores de la teoría de la conspiración aceptaron la verdad judicial sobre la autoría islamista. Solo estos últimos días, y por la documentada investigación de Fernando Reinares, se asumió que la planificación de la masacre había sido anterior a la guerra de Irak y a la convocatoria de elecciones del 2004. Antes se trató de deslegitimar esas elecciones y su resultado. Se dividió a la sociedad entre quienes veían la autoría intelectual en «lejanos desiertos y montañas» y quienes la veían muy cerca de aquí. Se fomentó también la división y a veces el odio entre familiares de las víctimas desde una politización indecente y partidista. Y determinadas terminales mediáticas manipularon la verdad con el único objetivo de mantener la primera versión del Gobierno de entonces.
Triste balance de este período histórico. Pasados estos diez años, me gustaría llevar una oración al funeral oficial que presidirán los reyes: ojalá nunca se vuelva a cometer un atentado terrorista; pero, si se cometiese, ojalá nunca veamos una explotación política similar.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 11 de marzo de 2014)
Se ha vuelto habitual en el discurso político convencional de nuestros días considerar que la democracia es una forma superior de organización política de nuestro mundo. Pero esa aceptación universal de la democracia se apoya en unos valores sobre los que no existe unanimidad.
Aunque la palabra democracia contiene en sí misma la idea de un demos que gobierna, existen muchas discrepancias sobre la forma de definir y presentar ese demos. Por tanto, no podemos pretender que para tener una definición precisa de la democracia baste con decir que es el gobierno del pueblo. Democracia es una palabra que se refiere al ejercicio del poder del pueblo sobre el pueblo. Sin embargo, si preguntamos quién gobierna en las democracias actuales, la respuesta sería: quienes ocupan una posición de autoridad sobre una comunidad política. Con semejante análisis, deberíamos distinguir entre democracia como Gobierno del pueblo y liberalismo como Gobierno de los oligarcas liberales. ¿Y en ese caso, qué significado tiene democracia en contraposición a liberalismo?
Podemos definir la democracia como la actividad colectiva, explícita y responsable de unos ciudadanos cuyo propósito es instituir unas condiciones de igualdad para que todos ellos puedan participar y tomar decisiones. El liberalismo, por el contrario, es la esfera política que permite que adquieran poder y se enriquezcan unos representantes y responsables políticos adscritos a unos valores liberales y capaces de perpetuar su modelo de autoridad por el bien de su propia protección social.
La concepción liberal de democracia se basa en la idea de libertad negativa que Isaiah Berlin describe como la respuesta a la pregunta “¿Cuál es el ámbito en el que se deja o se debe dejar al sujeto (que puede ser un individuo o un grupo de individuos) que haga o sea lo que es capaz de hacer o ser, sin interferencia de otras personas?”. Sin embargo, la concepción transformadora de la democracia se centra más en la política como forma cooperativa de vida y subraya la necesidad de acción pública. Por consiguiente, podemos dar una definición más precisa de democracia en relación con la acción pública, es decir, una acción emprendida por los ciudadanos y que pretende tener consecuencias cívicas.
Los liberales, a menudo, se mantienen al margen de la idea de una acción pública de los ciudadanos; en cambio, la concepción transformadora de la democracia no pueden dejar de subrayarla. En el ámbito de la democracia, hablar de deliberación y transformación es hablar de toma de decisiones y del acto de elegir por parte de los ciudadanos. Por eso, la democracia exige que partamos de un concepto de ciudadanía que incorpore los aspectos éticos y ontológicos de la idea de sociedad civil.
Como consecuencia, cualquier teoría democrática debe organizarse en torno al concepto de “sociedad civil”, y no necesariamente de “elecciones”. La sociedad civil ayuda a la democracia a encontrar en sí misma un ethos de libertad a través de las prácticas explícitas y transparentes de asociaciones e instituciones como clubes, organizaciones comunitarias, iglesias, etcétera, por lo que tiene una tendencia al pluralismo y la diversidad que permite aproximarse a una virtud cívica democrática. En otras palabras, para quienes aspiran a consolidar el espíritu de la virtud democrática, la sociedad civil parece el punto de partida perfecto.
Como consecuencia, el problema fundamental de la teoría democrática está relacionado con dos factores: por un lado, la legitimidad de la toma de decisiones colectiva, y por otro, el proceso democrático de control de la violencia en las esferas social y política. Aun teniendo esto en cuenta, por muy liberal que sea un Gobierno, sean cuales sean en teoría sus objetivos liberales, no debe monopolizar jamás el poder de coacción.
Las teorías de la democracia, en general, no están interesadas en recurrir a la no violencia como parámetro de decisión y actuación política. El perfil clásico de la teoría democrática liberal es conocido: la distinción entre dos esferas, la “pública” y la “privada”, o la distinción entre dos concepciones de libertad (negativa y positiva). Ahora bien, debería añadirse un principio normativo que ofrezca una diferenciación razonablemente precisa entre la autolimitación no violenta de la democracia y la delimitación violenta del poder democrático. Lo que aquí se sugiere es una especie de armonía democrática entre una serie de derechos sustantivos que forman parte esencial del proceso democrático y una autolimitación no violenta de la democracia. Desde luego, la conclusión puede ser que siempre es posible proteger una forma de Gobierno democrática contra sí misma por medios no violentos. Y, por tanto, el proceso de toma de decisiones colectiva debe atenerse a los principios democráticos de la no violencia.
Gandhi es un pensador político que presenta la idea de soberanía compartida como principio regulador de la democracia y, al mismo tiempo, como garantía de que existen formas de limitar el ejercicio abusivo del poder político. La soberanía compartida es un principio que solo tiene significado si incluye la referencia a la idea de responsabilidad.
La novedad fundamental que se encuentra en el enfoque que da el debate gandhiano a esta cuestión es que abandona la sempiterna noción de que las decisiones políticas derivan de la primacía de lo político para adoptar la idea de la superioridad de lo ético, hasta tal punto que la búsqueda de una vida moral le da a Gandhi un argumento en favor de la responsabilidad de los ciudadanos. De manera que lo que Gandhi cuestiona del Estado moderno no es solo la base de su legitimidad, sino su misma razón de existir.
El principio gandhiano de no violencia constituye, pues, una forma de poner en tela de juicio la violencia intrínsecamente asociada a los fundamentos de un orden soberano. La crítica que hace Gandhi de la política moderna le empuja a elaborar una concepción de lo político que no encuentra su máxima expresión ni en la “secularización de la política” ni en la “politización de la religión”, sino en la “ética de la solidaridad, que se enmarca en un contexto triangular de ética, política y religión. Este momento gandhiano en la política lleva sin duda a la posibilidad de una síntesis entre los dos conceptos de autonomía individual y acción no violenta. Y en ella podemos ver el auténtico giro a una nueva teoría democrática.
Durante el último medio siglo, la no violencia y la negociación han sido las características que han distinguido a las transiciones políticas a la democracia y los movimientos democráticos que han triunfado en todo el mundo.
Por eso la democracia no es nunca algo hecho. Es una tarea. Por eso la democracia no es ni la urna ni el partido en el poder. Es la capacidad política de la gente de ir a las urnas y pedir responsabilidades a los partidos políticos y a sus dirigentes. Solo si estamos convencidos de esta realidad podremos cambiar la democracia para que deje de ser una palabra hueca en nuestro discurso público y se convierta en el marco en el que sea posible consumar una vida política completa, capaz de sacar el máximo fruto de nuestro potencial y nuestra creatividad como seres humanos.
(Artículo de Ramin Jahanbegloo, publicado en "El País" el 6 de marzo de 2014)
Uno de los temas recurrentes en la teoría sobre la democracia es el de si posee o no valor epistémico, si garantiza que las decisiones colectivas sean las correctas,tanto en lo moral como en lo puramente técnico. El viejo asunto de la relación entre democracia y verdad, que se torna acuciante cuando los Gobiernos comienzan a mostrar sus limitaciones en la gestión de crisis profundas.
En los años treinta del siglo pasado la democracia liberal cayó en un descrédito profundo en la Europa continental por su aparente incompetencia en la gestión de la crisis de 1929 en unas sociedades de masas; fascismo y comunismo fundamentaron su atractivo juvenil en su eficacia. Y aunque nuestros sistemas están hoy más vacunados contra el simplismo populista, la duda vuelve: ¿es la democracia un sistema de Gobierno que lleva a decisiones acertadas, o es más bien el Gobierno de unos mediocres incompetentes que no dan una a derechas, como el borboteo popular rumorea?
Conviene de entrada recordar algo que, de puro sabido, se suele olvidar: la democracia es un sistema político diseñado para producir decisiones colectivas socialmente aceptables. No para producir las mejores o más acertadas decisiones (eso lo haría mejor un comité de sabios), sino para conseguir que la sociedad acepte las decisiones de sus gobernantes gracias a haber participado en su génesis. La democracia responde a las exigencias de autonomía e igualdad de las personas, para lo cual asume como presunción básica que cada individuo es el mejor juez de su propio interés a la hora de decidir. Una presunción que es empíricamente falsa: casi nadie es buen juez de su interés a largo plazo, ni tampoco de los medios adecuados para lograrlo. Y, sin embargo, la democracia la toma como axioma, lo que parece alejar este sistema de cualquier valor epistémico: malamente pueden producir decisiones correctas quienes no son buenos jueces de su interés.
Y hay más: porque el ciudadano no decide directamente las issues conflictivas, sino que elige a los representantes que lo harán por él. Y suponer que vaya a elegir a unos representantes sabios es una quimera. Si los sabios se postularan en las elecciones no saldrían electos, porque los comunes nunca identificarían al sabio, ni este estaría dispuesto a someterse al criterio de esa mayoría. Aunque esto es ficción, porque elige sí, pero solo entre los candidatos que los partidos han seleccionado mediante unos procesos muy opacos en los que la habilidad requerida es particular. La competencia del político no es la del sabio o técnico, es la del “carrerista” que sabe ascender en una organización mediante el uso de cualidades relacionales (carácter, tacto, pacto, intriga, compra de voluntades, etcétera) que solo de refilón tienen que ver con el saber o con la preparación intelectual o moral. Lo cual, en principio, y aunque pueda sonar a cínico, es positivo: se elige el tipo de personas adecuado para la gestión democrática, que es el tipo de los que saben… tratar y negociar. Un Parlamento no es una asamblea para consensuar la verdad científica o moral, sino una reunión de especialistas en patrocinar tanto sus intereses como los intereses de sus patrocinados (el alegado interés común) ante un tribunal en el que ellos mismos son los jueces.
Si estas características no alejaran ya bastante al Gobierno democrático de la decisión más correcta, sucede además que esos mismos políticos están sometidos a la distracción que supone su propio futuro. Actúan pensando tanto en los resultados como en la reelección, es decir, mirando las encuestas de opinión. Y además, sometidos a la exigencia de sincronizarse con una realidad acelerada que no da tiempo para mucha reflexión.
Dicho lo anterior, la desoladora conclusión debiera ser la de que las democracias son los peores sistemas para generar decisiones políticas correctas. Y no es así, son los mejores a medio plazo, la experiencia lo demuestra. Si no, hace tiempo que habrían naufragado pues no existe legitimidad más requerida que la eficacia. La cuestión intrigante es el por qué de ello, visto que ni el elector ni el elegido brillan por su competencia.
La respuesta parece estar, sencillamente, en la pluralidad de actores e instituciones en la sociedad y en la apertura del sistema a su interacción conjunta, por disonante y cacofónica que resulte a veces. No es el hecho de que haya sabios al mando lo que trae el acierto, sino el hecho de que haya muchas opiniones y muchos intereses interactuando de manera caótica. Desilusionante, pero el consenso no es creativo, el acierto nace del disenso y la discusión. Por algo Carl Schmitt, que aborrecía la democracia, la calificaba del Gobierno propio de la clase discutidora.
Lo relevante es, entonces, no cegar la discusión abierta de intereses y opiniones y, en este sentido, es tan importante para el sistema el mantener la capacidad de las instituciones reflexivas (las sabias) para generar opinión de alta calidad técnica y moral (para lo cual precisan de independencia, no de democracia sino de independencia), como la capacidad del público para discutirla desde su propia raíz con argumentos simplones (aunque a los medios sí se les debe pedir más competencia).
Lo correcto nace del caos exasperante de la discusión. Y también, por qué no decirlo, de no asustarse demasiado ante la complejidad cognitiva de los retos actuales de la sociedad ni ante el volumen inmenso del conocimiento disponible. Es cierto, todo ello se vuelve cada vez más inabarcable, pero las sociedades siempre han discurrido atajos cognitivos válidos para manejar el saber que producían. Mientras no cieguen la libre discusión, las democracias seguirán proveyendo decisiones de un nivel aceptable para el público siempre que, como decía Ralf Dahrendorf, este tampoco espere demasiado de ellas.
(Artículo de José María Ruiz Soroa, publicado en "El País" el 4 de marzo de 2014)
De una parte procuran una válvula de escape, llegar a casa y poner la televisión para alejarse de los problemas. De otra activan una vulgarización brutal de la opinión pública, la emergencia de opciones públicas degradadas y el encapsulamiento de los mensajes políticos hasta extremos de desatino colectivo. Todo lo más espurio y superficial se contagia. Ya no es solo banalidad televisiva o barullo tertuliano. Representa el desgaste de todos aquellos valores que una sociedad comparte en libertad y que tienen que ver con la estabilidad cohesiva, con los vínculos entre generaciones. En fin, con las virtudes públicas.
Las virtudes públicas significan ejemplaridad. Ahí es aplicable el principio del cristal roto. En una zona urbana en crisis, un cristal roto que no se repone con diligencia acaba por ir deteriorando más la cohesión y el equilibrio de la zona. Del mismo modo, el principio de tolerancia cero —fórmula tal vez antipática— significa que no atajar el delito menor contribuye a expandir la delincuencia mayor. Ambas tesis tienen su concreción en la vida actual de los partidos políticos, aunque la mayoría de sus protagonistas y seguidores sean de toda integridad, con vocación de contribuir al bien común. Pero lo que más se ve son las operaciones con facturas falsas. Es, a otra escala, el “con o sin IVA”.
Y el contagio de una opinión vulgar chabacana y tan voluble contribuye indirectamente al predominio de la desconfianza. Las alternativas son o la regeneración de la vida pública o una inmersión precipitada en las aguas turbias del populismo.
Nicolas Baverez, alumno y biógrafo de Aron y analista del declive francés, extrae las cuatro lecciones centrales de su maestro. El hombre está en la Historia sin que haya un principio por el que se pueda juzgarla en abstracto. Tampoco existe una ley que la rija, un principio determinista. Para entender la política hay que comparar sistemas y no partir de una esencia a priori. Del mismo modo, el maniqueísmo o la postura ideológica impiden asumir la complejidad y la incertidumbre que son propios del devenir histórico.
Es decir: España no es una nación de pícaros y de falsificadores de facturas, sino una sociedad democrática que en sus momentos bajos tiene unas propensiones que acaban por perjudicarla, dañan el bien público y, en lo que es el mundo de hoy, retraen la seguridad jurídica y desalientan la competitividad. Analógicas o digitales, las sociedades abiertas se benefician de una política virtuosa.
Comparar es de utilidad como cuando comenzamos a darnos cuenta de que la crisis del 98 no era específicamente hispánica y que tenía paralelismos en toda Europa. En mayor o menor medida, otros países europeos, especialmente en el sur, van acercándose a la necesaria catarsis para que virtudes públicas y privadas converjan más. Se legisla pero a la vez hace falta ejemplaridad. Si no es así, una sociedad se deshilacha por momentos.
Al contrario, de lo que se trata es de reconocer no solo la falibilidad de la política: también el voto es falible. Es el sistema de prueba y error por el que las democracias logran enderezar su transcurso. Esa es una de las mejores razones del pluralismo. La libertad de elegir es a la vez un valor moral.
Virtudes públicas y libertades son entidades que se complementan. De ella se nutre la vida de las instituciones y el debate en la plaza pública mientras que una sociedad de facturas falsas fomenta el irrespeto por la ley. En las sociedades clientelares, el bien público se reparte entre bastidores, como despojo de un saqueo. No es por casualidad que en las etapas de crecimiento la corrupción pública subleve menos que en fases de recesión. Así mismo, con las crisis económicas baja la confianza en los partidos, en la vida política y en la Unión Europea. He ahí un cometido prioritario para articular una opinión pública menos sujeta a tantos vaivenes. También generar opinión requiere virtudes públicas.
(Artículo de Valentí Puig, publicado en "El País" el 2 de marzo de 2014)
La narrativa dominante asegura que vivimos en una época postdemocrática. Esta denuncia se declina de diversas maneras: como primacía de los Ejecutivos frente a los Parlamentos, como distanciamiento de las élites respecto de los gobernados, como desplazamiento de los partidos hacia un centro que hace imposible las alternativas, como desconsideración de lo que realmente quiere la sociedad... Yo no lo veo así, ya lo siento. ¿No será que tenemos, más bien, una democracia abierta y una política endeble? La democracia es un espacio abierto donde, en principio, cualquiera puede hacer valer su opinión, que posibilita mil formas de presión, e incluso tenemos la posibilidad de echar a los Gobiernos. Esto funciona relativamente bien. En nuestras sociedades democráticas no faltan espacios abiertos de influencia y movilización, redes sociales, movimientos de protesta, manifestaciones, posibilidades de intervención y bloqueo.
Lo que no va tan bien es la política, es decir, la posibilidad de convertir esa amalgama plural de fuerzas en proyectos y transformaciones políticas, dar cauce y coherencia política a esas expresiones populares y configurar el espacio público de calidad donde todo ello se discuta, pondere y sintetice. Algo tiene que ver con esto el hecho de que para quienes actúan políticamente cada vez sea más difícil formular agendas alternativas. Estamos en una era postpolítica, de democracia sin política. Tenemos una sociedad irritada y un sistema político agitado, cuya interacción apenas produce nada nuevo, como tendríamos derecho a esperar dada la naturaleza de los problemas con los que tenemos que enfrentarnos.
Dicen los expertos que el retroceso de la participación electoral no viene acompañado por una falta de desinterés hacia el espacio público. La ciudadanía huye de las formas clásicas de organización, lo que es compatible con crecientes modalidades de compromiso individual, un activismo que no está ideológicamente articulado en un marco ideológico que le proporcione coherencia y totalidad, como podía ser el caso de las tradicionales ideologías omnicomprensivas.
El espacio digital ha abierto nuevas posibilidades de activismo político. Plataformas de movilización en torno a causas concretas —como Change o Avaaz— permiten ejercer un clicktivism concreto a favor de buenas causas que contrasta con las adscripciones ideológicas abstractas, objeto de una general incredulidad. Para amplios sectores de la población, la realidad representada por los partidos jerárquicos ya no resulta atractiva, mientras que la cultura virtual de la Red les permite articular cómodamente sus disposiciones políticas fluidas e intermitentes, e incluso situarse off line en cualquier momento.
No faltan tampoco ejemplos de activismo y “soberanía negativa” en el espacio físico, ahora también vinculados a la movilización digital: manifestaciones y performances que obtuvieron una cierta celebridad, como los foros alternativos con motivo de las cumbres mundiales; Occupy Wall Street, todo el movimiento en torno al 15-M, las plataformas contra los deshaucios, la paralización de la privatización de la sanidad en Madrid, la intervención de las acusaciones particulares en los procesos judiciales, la resistencia exitosa contra ciertas obras públicas e infraestructuras: desde Burgos hasta Stuttgart pasando por Nantes…
No pongo en cuestión la bondad de estas actuaciones de resistencia cívica o campañas on line; me limito a señalar que al no inscribirse en ningún marco político que les dé coherencia, pueden dar a entender que la buena política es una mera adición de conquistas sociales. No funciona la articulación de las demandas sociales en programas coherentes que compitan en una esfera pública de calidad; en definitiva, falla la construcción política e institucional de la democracia más allá de la emoción del momento, de la presión inmediata y la atención mediática.
A quien reivindica algo que le parece justo no tenemos por qué exigirle que lo acompañe de un programa político completo y una memoria económica, por supuesto. Pero el espacio público no se reduce a la mera agregación apolítica de preferencias incoherentes, agrupadas como si no hubiera ninguna prioridad entre ellas e incluso ciertas incompatibilidades. Alguien se debería ocupar de ordenar esas reivindicaciones con criterios políticos y gestionar democráticamente su posible incompatibilidad. Pero, ¿hay alguien ahí? Si la política (y los tan denostados partidos) sirve para algo es precisamente para integrar con una cierta coherencia y autorización democrática las múltiples demandas que surgen continuamente en el espacio de una sociedad abierta. Se bloquea la construcción de infraestructuras, que seguramente no deberían hacerse, o no de ese modo, pero seguimos sin saber qué debería hacerse en materia de infraestructuras; detenemos los desahucios —porque podíamos y debíamos hacerlo— pero eso no sirve sin más para incentivar el crédito y hacer una política de vivienda más justa; podemos parar la privatización de los hospitales públicos, pero eso no determina qué tipo de política sanitaria debe hacerse. La política cuya presencia echo en falta es la que comienza cuando se terminan las buenas razones de la sociedad, donde se acaba la tarea del soberano negativo y comienza la responsabilidad del soberano positivo.
Al hecho de que las demandas sociales estén desarticuladas se añade la circunstancia de que tales reivindicaciones son plurales, lógicamente, y en ocasiones incompatibles o contradictorias: unos quieren más impuestos y otros menos, unos software libre y otros protección de la intimidad y la propiedad, a unos les preocupa que haya menos libertades y a otros que haya demasiados emigrantes… Sin una valoración política es difícil saber cuándo se trata del bloqueo de reformas necesarias o de una protesta frente al abuso de los representantes. La protesta contra ciertas infraestructuras puede estar motivada por razones ecológicas, pero también por otras menos confesables como el célebre Not In My Back Yard (no en mi patio trasero) o por sentimientos xenófobos si lo que se va a construir es una mezquita. En cualquier caso, a quienes tienden a celebrar la espontaneidad social conviene recordarles que la sociedad no es el reino de las buenas intenciones. La legitimidad de la sociedad para criticar a sus representantes no quiere decir que quienes critican o protestan tengan necesariamente razón. El estatus de indignado, crítico o víctima no le convierte a uno en políticamente infalible.
Existe además otro fenómeno de resistencia social antipolítica que merecería una especial atención. Me refiero al hecho de que alrededor o en los extremos de los partidos se han configurado tea parties que se erigen como protectores de los valores, representantes de las víctimas, portavoces de la multitud o de alguna revolución pendiente. Desde estas trincheras apolíticas parecen dominarse las cosas con una claridad de la que no disponen quienes tratan habitualmente con el principio de realidad. La ira de esos grupos no se dirige tanto a los adversarios como a los propios cuando amagan con rebajar el nivel de lo políticamente innegociable. Extienden una mentalidad antipolítica porque no han entendido que la política comporta siempre ciertos compromisos y concesiones. Los sectores duros de los partidos marcan el paso de una manera que probablemente no les corresponde con criterios de representatividad y dificultan ciertas reformas para las que se requiere el acuerdo político con los adversarios.
Dicen las encuestas que la política se ha convertido en uno de nuestros principales problemas y yo me pregunto, para terminar, si en esta opinión se expresa una nostalgia por la política desaparecida, una crítica ante su mediocridad o más bien un desprecio antipolítico hacia algo cuya lógica no se acaba de entender. En cualquier caso, los ciudadanos tendríamos más autoridad con nuestras críticas si pusiéramos el mismo empeño en formarnos y comprometernos. Y tal vez entonces caigamos en la cuenta de que nos encontramos en la paradoja de que nadie confía a la política lo que solo la política podría resolver.
(Artículo de Daniel Innerarity, publicado en "El País" el 28 de febrero de 2014)
En la calificación habitual de los partidos políticos como “un mal necesario”, lo más claro es lo primero: los partidos son un mal. Desde que los partidos políticos emergieron en países institucionalmente estables en el siglo XIX, a menudo bajo el epíteto de “facciones”, han sido asociados con malas intenciones y con la creación de divisiones sociales a costa de amplios intereses colectivos. Hoy día, en casi todos los países democráticos, incluido España, las encuestas colocan persistentemente a los partidos en los últimos puestos en la escala de reputación social.
Lo segundo, que los partidos sean necesarios o inevitables, depende de si hay una alternativa mejor para las tareas que se supone tienen asignadas: básicamente, proponer políticas públicas socialmente eficientes y seleccionar las personas competentes que ocuparán los correspondientes cargos públicos. Pero en la medida en que la decisión sobre muchas políticas públicas ha ido pasando a manos de organizaciones internacionales y de órganos formados por expertos no-electos, y en tanto que los paquetes ideológicos partidarios han perdido eficacia, los partidos han ido quedando casi exclusivamente como maquinarias para la selección de cargos públicos. Cuando esta selección del personal político es endogámica, como ocurre en grado extremo en España, debido sobre todo a las listas electorales cerradas, la publicidad de las batallas por los cargos dentro de los partidos no hace más que reforzar la imagen de su impotencia política y alienar aún más a los ciudadanos expuestos a su contemplación en los medios.
La alternativa es, por supuesto, el gobierno de los expertos. En palabras de John M. Keynes, la buena gobernanza “debería ser un asunto de especialistas —como la odontología—, ¡sería estupendo que los economistas [y otros gobernantes] lograran verse a sí mismos como personas humildes y competentes, al nivel de los dentistas!”, soñaba el inglés hace casi un siglo. De hecho, actualmente el gobierno de los expertos basado en especialistas competentes ya existe —aunque la humildad no sea siempre su virtud más visible—. Tanto los Estados como la Unión Europea y la mayor parte de las instituciones globales, a pesar de, o en paralelo a sus credenciales democráticas, se apoyan en gran medida en órganos independientes de expertos no-electos para recibir consejo, tomar decisiones y ejecutar, supervisar y evaluar políticas públicas en los temas más importantes.
Los órganos de gobierno formados por expertos no-electos a nivel estatal incluyen, en particular, la Administración civil, así como numerosas agencias públicas cuyos directivos no dependen directamente de los resultados electorales o de la composición partidaria de los Gobiernos; los bancos centrales que desarrollan mandatos explícitos de política monetaria y financiera, actualmente con alta coordinación internacional; y los tribunales que aplican reglas de justicia. También en las principales organizaciones internacionales la competencia técnica claramente prevalece sobre la competición electoral. A todos los niveles institucionales, el reclutamiento de personal a través de los partidos ha sido en gran parte sustituido por procedimientos basados en criterios de independencia política, competencia técnica y conducta honesta, por los cuales los cargos públicos son también responsables de sus acciones.
No hay una explicación muy clara de por qué los partidos y los gobernantes de la mayor parte de los Estados han aceptado ceder poderes a las organizaciones internacionales y a otras instituciones formadas por expertos no-electos. Una hipótesis verosímil es que lo han hecho, en su propio interés de supervivencia, para reducir la agenda de temas a su cargo. Es un hecho que la mayor complejidad técnica de los asuntos públicos y el ámbito cada vez más amplio de los intercambios humanos supera la capacidad de los gobernantes estatales de ejercer ciertas formas tradicionales de control. Los partidos políticos de gobierno pueden percibir que correrían muy alto riesgo si se hicieran políticamente responsables de procesos y decisiones que se desarrollan fuera de su alcance. Dando las culpas —por ejemplo, de la crisis económica— a la Unión Europea o al Fondo Monetario Internacional, los partidos y los Gobiernos partidarios salen un poco menos mal parados que si tuvieran plena responsabilidad, por lo que aceptan que esa responsabilidad sea realmente transferida a esas organizaciones y a otros órganos independientes. Así, los políticos que compiten en elecciones eligen traspasar ciertos temas a jurisdicciones ajenas para poder concentrarse en unos pocos asuntos que creen que pueden controlar mejor.
La comparación de Keynes de los expertos con los dentistas puede ser bastante acertada, al fin y al cabo, ya que, como es bien sabido, durante mucho tiempo los dentistas hicieron muchos disparates, cometieron muchos errores y causaron mucho dolor a los pacientes, por lo que fueron objeto de un difundido temor y de numerosos chistes. Pero también es cierto que —como los economistas y otros científicos sociales— han mejorado mucho en sus conocimientos, mediante el aprendizaje por la experiencia y el uso de nuevos medios técnicos, para proveer servicios cada vez mejores. Una gran parte de la historia del progreso en el diseño y la aplicación de políticas públicas en los últimos decenios comporta la transferencia de áreas de decisión cada vez más amplias de los políticos a los expertos. En ese proceso, las convulsiones internas de los partidos, como las de los peces, muestran la larga agonía que sufren fuera del agua a la que estaban acostumbrados.
(Artículo de Josep M. Colomer, publicado en "El País" el 24 de febrero de 2014)
Esta es una situación de emergencia. Apenas podemos sostener el Estado social, las instituciones del Estado democrático están en declive. Luchemos, en fin, al menos, por mantener en pie el Estado de derecho. Esta es la conclusión, que resultó estremecedora, aunque incontestable, expuesta por uno de los participantes del seminario sobre reforma del Estado, cuya última sesión se ha celebrado recientemente. Fue un seminario en el que se mantuvo, con la activa participación de un nutrido grupo de catedráticos y profesores de universidad y funcionarios de altos cuerpos de la Administración, un interesante debate sobre la huella de la crisis económica en el Estado, y la singularidad del derecho y las ideas que emanan de esta situación de emergencia.
La impresión en ese seminario dirigido por el profesor Santiago Muñoz Machado no es halagüeña. Ha surgido una nueva relación entre el Estado —que parecía todopoderoso hace no tanto— y la sociedad. La intervención estatal y el espacio de lo público andan en retroceso por diversas causas: la privatización de la seguridad ciudadana o de la sanidad, la autorregulación, la sustitución de la ley por el contrato en todos los niveles, el desplazamiento de los tribunales en su función de resolver los conflictos en beneficio de otras alternativas de carácter privado, la redimensión a la baja del Estado prestacional, el desmoronamiento del garantismo en aras de la autoprotección, el desdén hacia las leyes y las sentencias, que se manifiesta explícitamente incluso por responsables de instituciones públicas, etcétera.
Deberíamos abrigar con prudencia lo que queda de un Estado seriamente menguado por las acuciantes exigencias de la Unión Europea sobre la estabilidad presupuestaria, y, sobre todo, por las condiciones de los acreedores privados en los mercados que no cesan de reclamar reformas en todos los campos. Al hilo de palabras mágicas como son racionalidad, racionalización o sostenibilidad financiera se han hecho muchas reformas a la carrera, con serio impacto en el Estado social y el Estado autónomo, de las cuales es aún pronto para estar seguros de su resultado. El Estado de derecho y el ordenamiento jurídico parecen ya seriamente dañados desde la Constitución hasta el peldaño más bajo.
Desde 2012 se han aprobado nada menos que una cincuentena de decretos leyes que el Congreso ha convalidado sin apenas discusión parlamentaria y solo muy pocos han iniciado su tramitación como leyes. ¿Dónde queda el parlamentarismo y la participación de las minorías y la confianza en la discusión con publicidad? Algunas de las leyes que se han aprobado con demasiadas prisas bien resultan de difícil lectura y comprensión o sencillamente se han modificado tres o cuatro veces nada más aprobarse. Todo ello indica una premura e inseguridad en su gestación muy lejanas de las supuestas verdades únicas que la invocación en las leyes de la racionalización financiera trata a veces de presentar como la única decisión posible.
El gobierno de la crisis se ha llevado sobre todo desde la Unión Europea, de donde procede el impulso para la súbita y trascendente reforma del artículo 135 de nuestra Constitución. La dirección de la política económica se ha centralizado fuertemente en una corriente hacia arriba. Hemos podido visualizar el poder de Bruselas mejor que en décadas de disquisiciones. No tenemos hoy más derecho constitucional económico que el europeo, pues conforme a él se toman las decisiones políticas básicas en esta materia. Sin embargo, seguimos sin tener una verdadera Constitución en Europa, aunque sea bajo la forma de tratados, dotada de un circuito democrático representativo, rendición de cuentas y subsiguiente responsabilidad política. Ha surgido, con la crisis, una organización económica mediante una tupida red de soft-law —de recomendaciones, memorandos y guías—, de complejos paquetes normativos en directivas y reglamentos, y de compromisos en relaciones intergubernamentales que no se recogen en la reforma de los tratados originarios. ¿Es ese un buen modelo desde la lógica del Estado de derecho y de otras razones o necesita revisarse? ¿Siquiera alguien se plantea el dilema?
Muy densas normas europeas regulan las nuevas políticas sin que pueda alejarse la sensación de constante improvisación y del apoderamiento de las decisiones en instituciones no representativas. ¿Quién nos gobierna? ¿Qué racionalidad tiene esa madeja de normas? Hemos cedido a Europa la coordinación presupuestaria y también la política monetaria, pero no el resto de las facultades que harían posible una verdadera dirección de la política económica. Mientras tanto, nuestros desapoderados Estados, desprovistos de sus tradicionales herramientas, permanecen inermes. Al tiempo, la desigualdad entre los Estados miembros es cada vez mayor: entre los que están o no en la eurozona, entre los firmantes o no del Tratado de Estabilidad, y, especialmente, entre los ricos y acreedores países del norte y los pobres y deudores vecinos del sur. ¿Qué queda de la idea de integración europea?
Si en Europa tenemos un derecho constitucional económico sin una Constitución, en España tenemos una vieja Constitución con cada vez menos derecho constitucional. La crisis económica ha descosido las costuras del traje y como una poderosa lupa nos ha permitido ver numerosos defectos. La mayor parte de las instituciones tienen hoy serios problemas de legitimidad democrática o de funcionamiento o de ambas cosas a la vez. No hay casa alguna —y tampoco la Constitución— que pueda habitarse dignamente sin reformas estructurales y algo de mantenimiento después de tanto tiempo. España no es diferente. Pero nos hemos obstinado en actuar de otra manera, diversa a la habitual en el resto de los países europeos con tradiciones democráticas, enrocándonos en la intangibilidad de la ley fundamental. Parapetarse tras la Constitución sin revisarla, sin renovarla y crear nuevos pactos generacionales que legitimen las decisiones es un lento suicidio. Es urgente generar diálogos y acuerdos lo más amplios posibles.
Qué duda cabe de que debemos tratar de salir de la crisis financiera y de empleo lo antes posible, pero convendría hacerlo sin haber destrozado en el camino todo el buen tejido de normas e instituciones del Estado logradas con un esfuerzo de décadas. Preservando el Estado social que permite nuestra convivencia pacífica y nos hace iguales, aunque sea con prestaciones más austeras. Manteniendo el Estado de derecho que nos hace respetar los derechos fundamentales de todos y vivir libres. El Estado de las autonomías, que obedece al pluralismo y las diferencias territoriales, pero busca la integración y la solidaridad entre todos los españoles sin agravios comparativos. Habrá que esperar a que el polvo que cubre nuestros ojos —la depresión que genera la crisis— se asiente para poder observar mejor la realidad y hacer un diagnóstico más preciso, pero la impresión general no es halagüeña. Algo estamos haciendo mal.
El respeto al Estado de derecho y a sus principios, la voluntad de compromiso constante entre todos los partidos que respetan las leyes y el marco constitucional, un ánimo decidido de participar activamente en la Unión Europea, el sitio donde nos gobiernan realmente, parecen fármacos de amplio espectro muy beneficiosos para nuestras enfermedades. Pero habría que impulsar y acometer lo antes que se pueda reformas constitucionales y legales convenientemente pactadas en todos los niveles de gobierno. No hay otra forma de salir de esta desorientación ciudadana, de la actual inseguridad jurídica y pérdida de la legitimidad democrática.
(Artículo de Javier García Roca y José Esteve Pardo, publicado en "El País" el 20 de febrero de 2014)
Al liderazgo en materia de paro (en cerrada competencia con Grecia) y desigualdad social (solo por detrás de Letonia) España suma ahora el de la corrupción política a tenor del reciente informe elaborado por la Comisión Europea, que por lo demás describe una pandemia continental de la que apenas se salvan los países escandinavos. El estudio confirma que la democracia no garantiza la honradez en la gestión pública a menos que se dote de instrumentos eficaces de rendición de cuentas. No es casual que los países nórdicos tengan desde hace décadas exigentes leyes de transparencia, en tanto que nuestro país ha sido una excepción ominosa hasta el pasado mes de diciembre, en que se aprobó una ley que entrará en vigor en un año (dos en el caso de Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, donde reside la mayoría de los escándalos).
La política española se ha convertido en un territorio fangoso donde cada partido trata de ocultar sus culpas pregonando las de su oponente. Y así ocurre desde hace más de 30 años, lo que ha impedido abordar de forma conjunta un fenómeno que desde la Casa del Rey corroe la pirámide institucional y alimenta el malestar ciudadano. Los políticos de la Transición consiguieron en circunstancias adversas y en un plazo récord de dos años transformar por consenso una dictadura militar en una democracia, pero en su lista de méritos hay un vacío clamoroso en materia de control de la tesorería de los partidos.
Después de 40 años de prohibición, cada partido trató de mejorar su tesorería sin mayores escrúpulos sobre los donantes, con un pacto implícito de no agresión. Fondos que compraban voluntades en los Ayuntamientos franquistas (concejales de grandes ciudades habían sido consejeros de empresas adjudicatarias de obras y servicios) se trasvasaron a los partidos para garantizar la continuidad de los contratos.
Habrían de pasar 10 años desde las primeras elecciones generales hasta que en 1987 se aprobó la primera ley de financiación de partidos, que habilitaba donaciones privadas hasta un límite anual de 10 millones de pesetas. Para entonces Alianza Popular había acumulado una deuda cuantiosa tras la campaña de Fraga y sus conmilitones franquistas para las elecciones de 1977, en las que obtuvieron 16 escaños, tres menos que la lista del PCE encabezada por Carrillo. El PSOE asumió préstamos impagables a resultas del referéndum de la OTAN de 1986, en el que los socialistas defendieron el sí en solitario sin financiación pública. UCD había desaparecido del escenario sin que nadie respondiera de su tesorería. Y lo mismo ocurrió con la aventura liberal apadrinada por CIU.
La proliferación de procesos electorales derivada del Estado de las autonomías aumentó la voracidad de los partidos, que lejos de concordar normas de transparencia y control público se blindaron tras el Código Penal como única herramienta para sancionar las conductas ilícitas. Esta estrategia ha derivado en el bochornoso espectáculo de políticos condenados en diversas instancias judiciales que rigen Ayuntamientos o se sientan en escaños parlamentarios.
En pleno escándalo Filesa de financiación ilegal del PSOE a través de empresas se produjo un singular debate en el que algunos socialistas trataron de minimizar el delito porque la recaudación iba destinada al partido y no al enriquecimiento personal. La pantalla de los partidos ha encarecido infinidad de contratos con comisiones de al menos un 3% sin desalentar por ello la codicia individual, como establecieron las condenas del presidente navarro Gabriel Urralburu y el director general de la Guardia Civil Luis Roldán o descubrimos día a día en los papeles de Bárcenas, el sumario de los ERE de Andalucía y la investigación de la trama Gürtel.
El efecto repetitivo (1.700 procedimientos judiciales en curso, 800 Ayuntamientos involucrados, miles de encausados) amenaza con banalizar una corrupción que ciertamente no es exclusiva de los políticos en un país con una economía sumergida del 25%. Pero a los partidos corresponde defender el interés público y fijar las normas para atajar esta metástasis que ha contaminado de mendacidad el discurso político. Aznar proclamaba que “el PP es incompatible con la corrupción” cuando Bárcenas recaudaba donaciones opacas y repartía sobresueldos. Rajoy elogió como modelo de Gobierno al de Jaume Matas, hoy condenado por sentencia firme, y arropado por dirigentes populares negó cualquier responsabilidad del PP en la red Gürtel. El pasado mes de agosto solemnizó en sede parlamentaria su desconocimiento de la actividad delictiva de Bárcenas, cuyo nombramiento como tesorero había sido un error. En línea con su jefe, Cospedal sostiene contra toda evidencia que Gürtel es una conspiración contra el PP, al que califica como el partido más transparente.
Ha tenido que cumplir 35 años la Constitución antes de que el Parlamento sancionara una Ley de Transparencia que no está entre las más avanzadas de Europa, como dijo Rajoy, pero constituye un gran avance. Zapatero había asumido este compromiso en su primer programa electoral, pero no aprobó el pertinente proyecto hasta julio de 2011, casualmente el mismo día en que anunciaba la disolución anticipada de las Cortes.
El preámbulo de la nueva ley hace una vigorosa defensa de la transparencia como pieza fundamental para recuperar la confianza de los ciudadanos. Impecable declaración de principios que casa mal con la anterior desidia. De inicio el texto no emana del artículo constitucional que consagra el derecho a la información, lo que le hubiera dotado de especial protección. Es cierto que del Rey abajo obliga a todas las instituciones que tienen financiación pública, pero establece excepciones extremadamente genéricas (“la política económica y monetaria”, “la protección del medio ambiente”) y consagra el silencio administrativo negativo, lo que exime a los interpelados de dar explicaciones. Por último, reserva al ministro de Hacienda el nombramiento del presidente del Consejo de Transparencia, que se convierte en un organismo gubernamental más. En todo caso abre una vía inédita a los ciudadanos para controlar la gestión pública en un tiempo en el que la tecnología digital permite procesar un volumen ingente de datos.
El informe europeo sobre corrupción critica el nulo amparo de los denunciantes en nuestro país. Fue un mal augurio que la primera denuncia pública se saldara sancionando al acusador. Alonso Puerta, primer teniente de alcalde de Madrid, fue expulsado del PSOE en 1981 por implicar a dos concejales socialistas en un soborno. La comisaria europea de Interior entiende que la denuncia interna, desde las empresas o desde los partidos, es con frecuencia el último recurso para destapar redes corruptas que han echado hondas raíces en la contratación pública. El caso Gürtel es una muestra.
A la corrupción endémica vinculada a la gestión urbanística, los contratos de recogida de basuras, las obras públicas y en general el delirio del ladrillo, se han incorporado otros sectores relacionados con la privatización de servicios públicos, específicamente la sanidad, que mueve cada año más de 70.000 millones de euros. La ruina de las cajas de ahorros ha tenido mucho que ver con el clientelismo político, del que no se libra la gran banca mediante la condonación de créditos, actividad que el Gobierno se dispone finalmente a prohibir. El Banco de España tiene cumplida información de este dossier que salvo orden judicial no comparte con los órganos fiscalizadores.
La gravedad del problema exige un acuerdo de todas las fuerzas políticas para crear instrumentos de escrutinio público con carácter preventivo. ¿Qué hay de la comisión independiente que el Parlamento acordó crear hace un año? El creciente abismo que separa a los ciudadanos de sus representantes exige correcciones profundas y urgentes, porque sin partidos no hay democracia viable. Manuel Azaña escribió en su diario del 11 de junio de 1933: “Mi temor más fuerte no es que la República se hunda, sino que se envilezca”. Desaparecidas las utopías totalitarias del siglo pasado, el principal desafío de la democracia hoy es evitar su envilecimiento.
(Artículo de Jesús Ceberio, publicado en "El País" el 19 de febrero de 2014)
El frecuente aireamiento de conductas que son reprobables y, cuando menos, impropias en quienes tienen representaciones públicas o son referencia social pueden inducir fácilmente a una conclusión pesimista sobre el estado del país. El problema no lo causa el mensajero que, de otra parte, ha hecho real la transparencia. La corrupción parece que haya minado el funcionamiento de partidos políticos y sindicatos. Las largas y prolijas instrucciones judiciales se han convertido lamentablemente en una especie de seriales que ponen al descubierto comportamientos y actitudes e incluso lenguaje que producen en los ciudadanos un lógico rechazo, con independencia del valor de las dádivas que se ofrecen o que se materializan. Paja y grano aparecen mezclados en las grabaciones telefónicas intervenidas judicialmente que dejan en el ambiente la impresión de que el clima en el que actúan las Administraciones públicas está viciado. Las instituciones parecen tocadas de algún modo en cuanto su prestigio social, incluida la Corona. El asunto no es baladí.
Lo que está sucediendo debe servir para sacar enseñanzas, como vacuna para preservar el futuro. Las instituciones no han perdido su razón de ser. La conclusión a deducir no es ponerlas en cuestión, trátese de partidos políticos, sindicatos o la monarquía por seguir con las citadas. Han de procurar limpiar lo corrompido como primera resolución para que el mal no se extienda y adoptar lo necesario para que no vuelva a ocurrir. Eso exige una reflexión. Algo tendrán que ver los responsables en la selección de las personas imputadas o en el sistema de funcionamiento de la organización respectiva. En el caso de la Corona han quedado en entredicho los asesores, si actúan realmente como tales, que no han sabido alertar a tiempo y con eficacia sobre una actividad improcedente del estatus que corresponde al esposo de una infanta.
Por necesarias que sean las medidas que traten de impedir conductas reprobables, lo fundamental va a residir en la vivencia de valores socialmente considerados. Si suceden los hechos denunciados es porque existe una cierta permisividad en la sociedad. Se ha manifestado en el origen de la crisis financiera. En el ámbito público habrá que reafirmar el valor del servicio al interés general frente al aprovechamiento de la oportunidad que ofrece el poder, grande o pequeño, en beneficio del interés personal. También el valor de la sobriedad, mucho más requerido en época de crisis, y la probidad y la competencia profesional deberían prevalecer sobre el compadreo o el servilismo. No pueden darse reglas rígidas, pero quienes tienen responsabilidades públicas, para evitar suspicacias y desanimar intentos espurios, han de imponerse una cierta autolimitación en cuanto a determinados usos sociales que serían irrelevantes cuando no se ostenta poder público de cualquier naturaleza. En estos momentos resulta conveniente para contribuir a una regeneración de la vida pública.
(Artículo de José Luis Meilán Gil, publicado en "La Voz de Galicia" el 17 de febrero de 2014)
En el principio, estuvo la sensibilidad. En la autobiografía de Rafael Lemkin (1900-1959), destaca la excepcional continuidad entre sus vivencias juveniles y el enorme esfuerzo teórico y personal que desarrolló hasta su muerte, buscando alzar una barrera jurídica eficaz contra las matanzas del siglo.
Lemkin es primero un niño judeo-lituano que pasa horas solitario viviendo “con el ritmo de la naturaleza”, se conmueve con la persecución de los cristianos en Quo vadis? y disfruta de la convivencia pacífica de grupos étnicos en su lugar natal, al este de Polonia, no lejos de los pogromos del Imperio ruso. Luego, a pesar de la conmoción provocada por los ejércitos que lo cruzan en la Gran Guerra y en la sucesiva sovieto-polaca, el esfuerzo de destrucción se centró en los ejércitos, no en la población civil. Distinción capital. De ahí el sobresalto que le provoca, ya en los años 20, saber que durante la guerra, los militares nacionalistas turcos exterminaron en Anatolia a cientos de miles de armenios. Para el joven Lemkin, el descubrimiento llega gracias a las declaraciones y a los documentos exhibidos en el proceso celebrado en Alemania contra un joven armenio que mató en la calle a Talaat Pashá, el ministro otomano que en abril de 1915 puso en marcha el asesinato de un pueblo.
El 22 de agosto de 1939, al dar instrucciones a sus generales para la invasión, Adolf Hitler asienta su proyecto de conquista y destrucción de Polonia sobre un antecedente bien concreto: “¿Quién se acuerda del aniquilamiento (Vernichtung) de los armenios? La sensibilidad de Lemkin ante el mismo episodio histórico, su sentido de la justicia, le lleva a una conclusión opuesta: al considerar la eliminación deliberada de cientos de miles de inocentes, “me di cuenta de que una ley contra este tipo de asesinatos raciales o religiosos debía ser adoptada por el mundo”. Había adivinado con antelación la lógica de Hitler, expuesta en la reunión de 1939: no era su objetivo mover unas fronteras, sino aniquilar físicamente al adversario “para conquistar el espacio vital que precisamos”. Análoga voluntad de exterminio aplicará a los judíos. Hitler y Lemkin coinciden al elegir como antecedente histórico a Gengis Khan.
Por reacción ante la tragedia armenia, el filólogo Lemkin cede paso al jurista. El resto de su vida se dedicará a dar consistencia conceptual y normativa al que en 1941 Churchill llamó “el crimen sin nombre”, confiando en difundir la conciencia generalizada de que no se trataba del problema específico del país donde suceden los hechos, dado que tales masacres premeditadas conciernen a toda la humanidad. Cada grupo nacional, racial, religioso o étnico forma parte del “cosmos humano” y su destrucción, total o parcial, afecta a todos: “Cuando una nación es destruida, no es la carga de un barco lo que es destruido, sino una parte sustancial de la humanidad, con una herencia espiritual que toda la humanidad comparte”.
El holocausto fue el crimen colectivo de mayor entidad en el siglo XX, la trágica prueba de esa necesidad. No el único. Por otra parte, de ceñirnos a la dimensión homicida de los crímenes contra la humanidad, será imposible percibir que los mismos resultan de unos antecedentes, de unas ideologías y de unos intereses asesinos, convergentes en el caso del nazismo, y que además el exterminio puede asumir otras dimensiones, tales como la cultura de un pueblo o la destrucción de sus elites. La gestación del concepto de genocidio requería aunar la precisión con la complejidad.
Convertido ya en jurista relevante dentro de su país, Lemkin abordó una primera sistematización de sus ideas al enviar un informe a la Conferencia de Unificación del Derecho Penal, celebrada en Madrid en 1933. Al percibir la carga en profundidad contenida en la ponencia, justo cuando Varsovia buscaba la amistad de Hitler, el ministerio polaco impidió su asistencia. En el texto, el tanteo terminológico es aun visible, si bien los contenidos resultan inequívocos. Lemkin habla de “barbarie” y de “vandalismo”. Ambos conceptos se encuentran asociados. El primero remite a “acciones exterminadoras” por motivos “políticos y religiosos” de variada índole: masacres, pogromos, “acciones emprendidas para arruinar la existencia económica de los miembros de una colectividad”. La última frase alude de forma críptica a un genocidio concreto, el decidido por Stalin contra Ucrania en 1932-33, tema aun hoy muy vivo, donde las brutales requisas de grano provocan millones de muerte por hambre, y de paso, según la pauta leninista de 1921, tiene lugar la eliminación de los intelectuales. No se trata, como en el Gran Salto Adelante maoista de un monumental error, sino de un designio de aniquilamiento. Es lo que individualizará al genocidio. De forma complementaria, el “vandalismo” anticipa la noción de genocidio cultural.
Tales delitos no son propuestos para castigar, sino para impedir que se produzcan mediante su tipificación en el Derecho Internacional, al tener conocimiento los posibles criminales de que su acción no quedaría impune. La misma propuesta formulará en 1942 Lemkin a Roosevelt para frenar el judeocidio de Hitler, “Paciencia”, respondió el presidente. De haber sido aprobada la iniciativa de Lemkin, las condenas de Nuremberg no se hubieran pronunciado sobre el terreno movedizo de normas establecidas ex post facto.
En 1939, una azarosa huida desde Varsovia a Estados Unidos le permitió emprender la campaña contra los crímenes nazis. Pudo entregarse a la investigación para comprobar su hipótesis de que las políticas de exterminio incluyen una sobreexplotación económica, con el fin de reemplazar a los pueblos sometidos por la raza dominante. Lo mismo que Hitler ordenaba realizar a sangre y fuego en agosto de 1939. En 1944 publica El poder del Eje en la Europa ocupada, que ve nacer el término “genocidio”, presente ya en las acusaciones de Nuremberg. Los ingleses lo rechazarán, ejerciendo una oposición permanente a su aprobación y regulación. “Nuevas concepciones exigen nuevos términos”, responde Lemkin. Genocidio es “la puesta en práctica de acciones coordinadas que tienden a la destrucción de los elementos decisivos de la vida de los grupos nacionales, con la finalidad de su aniquilamiento”.
De ahí el reconocimiento de las variantes religiosa, política, cultural, del genocidio; las dos últimas serán rechazadas con sello británico, en un ambiente donde las principales potencias parecían satisfechas con la sentencia de Nuremberg, que no utilizó el término. Lemkin tuvo que emplearse a fondo, en una interminable serie de contactos personales, para que en 1948 la Asamblea de la ONU aprobase la Convención contra el genocidio, y luego fuera ratificado país por país.
Distribuidas en varios centros, quedan veinte mil páginas inéditas de Lemkin, incluida una historia del genocidio y de los colonialismos genocidas, con acentos lascasianos, a partir de su visión del tratamiento del Este europeo por Hitler (o por Mussolini en Etiopía) como colonia de poblamiento para los conquistadores y de despoblación forzada para los autóctonos. Había sido el patrón aplicado por Hitler para la germanización de Polonia.
Todo confluía hacia la exigencia de una jurisdicción universal, esbozada como “interestatal” ya en 1933. La Convención contra el Genocidio hizo nacer el Tribunal Internacional de Justicia, de acuerdo con la idea lemkiana de que el ataque contra un grupo humano equivale a atentar contra la humanidad, y por ello la ley contra el genocidio debiera ser adoptada “por todas las naciones del mundo”. El genocidio, escribió en 1946, “debe ser considerado un crimen internacional”. En definitiva, implicaba un enfrentamiento “del mundo consigo mismo”.
El tiempo del holocausto había sido de terrible sufrimiento para Lemkin, con la muerte de sus padres en Auschwitz; más tarde, en plena guerra fría, aunque confirmara su vocación de soledad, peor fue el aislamiento padecido. En los años 50, apartado del puesto universitario en Yale, se consagró por entero a la lucha por su causa, hundiéndose en la pobreza. Un infarto puso fin a su vida en 1959. “Creer en una idea exige vivirla”, escribió y cumplió siguiendo a Tolstoi.
(Artículo de Antonio Elorza, publicado en "El País" el 14 de febrero de 2014)
El Gobierno había de enfrentarse con un problema sumamente incómodo, suscitado por la legislación española sobre la llamada justicia universal, que no es más que la posibilidad, consagrada por la ley orgánica del Poder Judicial vigente, de que nuestro sistema judicial persiga crímenes contra la humanidad „genocidio, terrorismo y torturas„ independientemente de la nacionalidad de sus autores y/o sus víctimas. En virtud de esta posibilidad, la Audiencia Nacional ha inculpado a la anterior cúpula del Estado chino por crímenes de lesa humanidad en Tíbet en los años ochenta y noventa de pasado siglo, y este mismo lunes el juez Ismael Moreno dictaba órdenes internacionales de detención contra el expresidente chino Jiang Zemin y contra el exprimer ministro Li Peng. Tales actuaciones han causado, como es natural, gran irritación en la cúpula del Estado chino, que ha exigido una rectificación y ha amenazado con represalias comerciales y de toda índole. China es, como se sabe, la primera potencia comercial del mundo y el segundo tenedor extranjero de deuda pública española.
Pues bien: este martes, el Congreso ha tomado en consideración una proposición de ley que, de plasmarse en norma, laminará absolutamente la justicia universal, que ya había sido podada en 2009 por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, que empezaba a ser consciente de los problemas diplomáticos que podía causar la pretensión de que nuestro país se convirtiera en el gran gendarme mundial en materia de derechos humanos. En aquella ocasión, cuando la Audiencia Nacional estaba claramente desbordada con catorce frentes internacionales abiertos, la reforma de la ley orgánica del Poder Judicial, que se hizo con el consenso del PP y de otras fuerzas políticas, se llevó a cabo con el objetivo de que la Justicia española sólo pudiese perseguir casos de genocidio y lesa humanidad "cuando existan víctimas de nacionalidad española, se contraste algún vínculo de conexión relevante con España o los presuntos responsables se encuentren en territorio español".
Ahora, el PP, sin encomendarse a nadie, ha dado una nueva y definitiva vuelta de tuerca. Los delitos de la llamada jurisdicción universal serán perseguibles siempre que los criminalmente responsables sean españoles o extranjeros con nacionalidad española con posterioridad a la comisión del hecho y solo si la víctima o la fiscalía han presentado una querella en los tribunales. Además, en el caso de delitos de desapariciones forzosas y torturas, será preciso que el presunto responsable sea español o que la víctima fuese española en el momento de los hechos y siempre que el imputado se encuentre en nuestro país. Finalmente, la proposición incluye una disposición transitoria que dispone que las causas que se encuentren en tramitación en el momento de la entrada en vigor de la ley queden sobreseídas "hasta que se acredite el cumplimiento de los requisitos establecidos".
Con esta redacción, la causa abierta contra los chinos se desvanecerá, pero también el caso Couso, por ejemplo. Y será imposible castigar a los inmigrantes que sometan a sus hijas a la ablación de clítoris, o perseguir delitos trasnacionales cometidos por el crimen organizado (trata de blancas, narcotráfico, etc.).
El partido gubernamental tiene cierta tendencia a pasarse de frenada en las reformas. En las de índole socioeconómica, ha arrasado por ejemplo los derechos laborales con el pretexto de la crisis. Y ha cancelado la universalidad de la asistencia sanitaria con el mismo argumento. Probablemente, había que acotar la justicia universal pero no se justifica su desmantelamiento, que lanza un mensaje de cobardía y sometimiento de nuestro país a las grandes potencias que deteriora esa "marca España" que con tanto celo se dice querer preservar.
(Artículo de Antonio Papell, publicado en el "Diario de Mallorca" el 13 de febrero de 2014)
El pasado 7 de febrero, a los 98 años, falleció Robert Dahl, sin duda uno de los grandes de la ciencia política contemporánea y probablemente el más ilustre representante de los estudios de teoría de la democracia de la segunda mitad del siglo XX. Como el también recientemente desaparecido Juan Linz, desarrolló el grueso de su carrera académica en el mismo departamento de la Universidad de Yale, desde donde irradió una extraordinaria influencia sobre la politología mundial. No es fácil resumir sus méritos, plasmados en más de dos docenas de libros y cientos de artículos.
Toda su obra gira en torno a una obsesión, dar cuenta de las características, ambivalencias y peligros de la democracia, sus muchas acepciones y las amenazas que siempre acechan a su realización plena. Su máximo logro puede que consistiera, sin embargo, en habernos proporcionado el método más completo y eficaz para emprender estos estudios con rigor científico sin tener que renunciar a un análisis eficaz de sus componentes normativos. Hasta que él entró en escena, los estudios de la democracia se escindían en dos enfoques separados que apenas se dejaban reconciliar. De un lado estaba toda la literatura de teoría o filosofía política, que abordaba el objeto desde un enfoque puramente normativo; y, de otro, los análisis empíricos que se concentraban en aspectos muy concretos del funcionamiento de los sistemas democráticos “realmente existentes”. Unos especulaban y otros hacían estudios de campo. Faltaba el engarce entre unos y otros, justo aquello que Dahl consiguió proporcionarnos a lo largo de un esfuerzo que le llevó toda una vida.
A estos efectos, su libro de 1961 Who governs (¿Quién gobierna?, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2010) fue absolutamente rompedor. El Times Literary Supplement lo consideró uno de los 100 libros más influyentes desde la II Guerra Mundial. Es un estudio de caso, la adopción de decisiones políticas en la ciudad americana de New Haven, que le permitió demostrar cómo la práctica política confirmaba el presupuesto teórico de que todos los grupos tienen la misma capacidad efectiva de hacerse oír e influir sobre las decisiones públicas, que el ejercicio de la democracia en los Estados Unidos era, en efecto, pluralista. Más adelante comenzaría a tener más dudas al constatar la dificultad de las democracias para cumplir su ideal, el gobierno del pueblo para el pueblo. Según nuestro autor el núcleo normativo de la democracia se encontraba en el principio de igualdad política, amenazado siempre por las interferencias del poder económico y las dificultades de instrumentalizar un sistema institucional y un conjunto de prácticas con capacidad de realizarlo. De ahí que prefiriera definir la democracia real como poliarquía, el “poder de los muchos”, que no equivale necesariamente al poder del pueblo.
Su libro de ese mismo título, aparecido en 1971, marcaría el comienzo de un esfuerzo por establecer un catálogo de cuáles son las condiciones procedimentales y culturales mínimas que nos permiten confirmar la realización del ideal democrático. Dado que ningún régimen político las cumple en su totalidad, ningún sistema puede presentarse como pleno, la democracia es un ideal permanentemente inacabado. Pero esa especificación de sus rasgos consustanciales sirvió para establecer un magnífico rasero capaz de facilitar la comparación entre sistemas políticos. En ese sentido Dahl realizó respecto a la democracia una contribución similar a la que su compañero de Harvard, el filósofo político John Rawls, hiciera respecto de la justicia. Con la diferencia de que aquí los rasgos teóricos se someten al contraste de implacables investigaciones empíricas, facilitando la aparición de innumerables estudios de campo que renovaron la ciencia política mundial.
Hace años, en 2001, fue nombrado doctor honoris causa por la universidad Complutense de Madrid, junto con otro grande de la teoría democrática, Giovanni Sartori, y el genial Albert Hirschman, a quien también perdimos hace poco más de un año. Mantenía el mismo porte de patricio de Nueva Inglaterra y sorprendió por esa modestia de la que solo son capaces los mejores. En público y en privado no dejó de llamar la atención sobre su máxima preocupación en esos momentos, el peligro que para la salud democrática significaban la globalización y la concentración del poder económico. Como siempre, resultó profético. Me temo que habrá que esperar mucho para encontrar otra figura de su talla humana e intelectual.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 11 de febrero de 2014)
Dicen las encuestas que el 96% de los españoles creen que la corrupción es generalizada. El 97% de los empresarios de este país aseguran que hay prácticas ilícitas en la Administración pública. Sin embargo, no sabemos cuántos de estos empresarios han pagado para conseguir beneficios y favores. No hay corrupto sin corruptor. Si nadie pagara, el corrupto dejaría de pedir. La corrupción es cara y arruina la confianza con los que nos deberían representar. Pone en peligro la propia democracia y favorece la deriva autoritaria en curso.
El Gobierno y los principales partidos no reaccionan ante este estado de opinión. Al revés, la resistencia a reconocer las tramas de corrupción que les invaden y el despliegue de todo tipo de recursos políticos y judiciales para minimizar los casos y enquistarlos en vez de clarificarlos consolidan la idea de que la corrupción es crónica.
Los medios contribuyen con una banalización de la corrupción que no siempre distingue el grano de la paja. Y si todos son iguales, los que salen ganando son los grandes corruptos.
La línea de defensa de la política es que la mayoría de los que se dedican a esto son gente honesta y los corruptos son unos pocos. Aunque fuera cierto, y en parte lo es, resulta absurdo parapetarse en esta posición cuando el partido del Gobierno está atrapado en una red de corrupción estructural (Gürtel) y en una práctica irregular en sus finanzas durante décadas (Bárcenas). Si son pocos, están muy bien situados para la caza mayor. La actitud defensiva es interpretada como una reacción corporativa: solidaridad de la casta extractiva.
Ahora las sospechas de corrupción masiva crecen también en el norte de Europa. Ya no basta el tópico de los católicos pecadores del Sur. Vivimos inmersos en una ideología que favorece el descrédito. Tanto discurso ideológico sobre la ineficiencia del servicio público ha sido un magnífico caldo de cultivo para la corrupción y para su percepción. Cuando, a falta de proyecto político, se convierten los instrumentos en fines, la moral decae.
Si la competitividad es el horizonte ideológico de nuestro tiempo, estamos una vez más, para decirlo al modo de Kant, tomando al hombre como medio y no como fin. Si entendemos que la política es un espacio de excepción en el que la moral no rige, porque su ley es el poder; si la economía es otro territorio de excepción, porque el único criterio es la cuenta de resultados, ya sea la personal o la de la compañía, ¿cómo podemos sorprendernos de que la corrupción se generalice?
La nula voluntad de afrontar la cuestión de la corrupción por parte de las instituciones solo tiene una explicación: conseguir que la ciudadanía la acepte como un dato de la realidad, aunque la desconfianza se haga crónica. Normalizar la corrupción para que deje de ser noticia. Había entendido que la normalización era una figura totalitaria.
(Artículo de Josep Ramoneda, publicado en "El País" el 9 de febrero de 2014)
Hace ya tiempo que los partidos políticos han dejado de representar a los ciudadanos; su distanciamiento y falta de credibilidad social es algo tan preocupante como urgente de resolver, y la actual sensación general de corrupción política propicia la desconfianza y la indignación, ampliando el divorcio entre los partidos y la sociedad. Muchos ciudadanos se sienten incluso secuestrados en el ejercicio de sus derechos por unas organizaciones que monopolizan el poder, controlando tanto el poder legislativo como todos y cada uno de los niveles de gobierno, así como la composición de las más altas instituciones del Estado. Esta partitocracia limita sustantivamente el ejercicio real de la democracia, y los ciudadanos tienen poco margen en la práctica para decidir sobre la marcha de la sociedad. Se hace necesario, en definitiva, un mayor equilibrio de poder entre los partidos políticos y la sociedad.
Son numerosos los estudios e instituciones que vienen evidenciando esta negativa sensación sobre los partidos y la corrupción. Según el último Barómetro del CIS la corrupción es el segundo motivo de preocupación de los españoles, y los políticos y los partidos alcanzan asimismo una destacada cuarta posición en el ranking, y con una clara tendencia al alza. Por otra parte, en el último Índice de Percepción de la Corrupción publicado por Transparencia Internacional, España ha sido el segundo país del mundo que más ha empeorado en su valoración relativa a la corrupción.
También en la última Encuesta Social Europea, los ciudadanos españoles reprueban claramente tanto a los partidos como a los propios políticos, calificándoles a ambos con la valoración más baja —con diferencia— entre todas las instituciones: 1,9 sobre 10. Y en el último Barómetro Global de la Corrupción, publicado por Transparencia Internacional, los partidos políticos obtienen en nuestro país la peor puntuación de todas las instituciones evaluadas, con una calificación de 4,4 sobre 5 (siendo 5 el máximo de corrupción). El mismo Consejo de Europa, a través del último informe del GRECO, ha sacado los colores a los partidos españoles en cuanto a su manifiestamente mejorable transparencia financiera. Además, nos hemos enterado ahora los ciudadanos, por el último informe del Tribunal de Cuentas, de que una buena parte de los partidos políticos españoles se encuentran desde hace años en situación de quiebra técnica, o lo que es lo mismo, tienen un patrimonio neto negativo, por haber ido gastando bastante más de lo que tenían.
Aunque no dudamos en principio de la honradez individual de la mayoría de los políticos y cargos públicos, es evidente que algo falla en el funcionamiento de los partidos y su relación con los ciudadanos. Y esta situación ha de cambiar.
Los partidos políticos no pueden ignorar esta clara situación de rechazo de la sociedad española, y los ciudadanos han de ser activos y contundentes exigiendo urgentemente a los partidos actuaciones claras e inequívocas por la transparencia y contra la corrupción. Y para ello los ciudadanos no estamos solos, nos acompañan en este empeño muchos aliados: un buen número de jueces realmente beligerantes contra la corrupción, unas fuerzas de seguridad (UCO y UDEF) eficaces y con personal altamente cualificado, unos medios de comunicación cada vez más activos e incisivos contra los corruptos, y unas organizaciones civiles, universidades, etcétera, cada vez más proactivas en combatir la corrupción. Quienes, por el contrario, se han quedado solos son los partidos políticos, y algo van a tener que hacer de forma urgente para salir de este importante atolladero social en el que se encuentran.
Dado que los partidos han sido incapaces de llegar a un pacto o compromiso colectivo contra la corrupción, es el momento de que los ciudadanos les exijamos a ellos este compromiso con la sociedad, y que controlemos si lo cumplen a través de nuestro voto en las elecciones, que es de las pocos instrumentos —por no decir el único— que tenemos para hacer algo que pueda influir sobre los partidos.
A la hora de decidir el voto en las próximas elecciones, los ciudadanos deberían exigir y valorar la actuación y el compromiso de cambio —si es que lo tienen— de unos y otros ante esta situación. Vamos a indicar algunos criterios, emanados de los seminarios contra la corrupción organizados por Transparencia Internacional España, para que los ciudadanos que lo deseen puedan evaluar la situación y expectativas de cada partido político en este terreno de la transparencia y la corrupción, y disponer así de un posible elemento de juicio más a la hora de decidir a qué partido político van a votar, y en definitiva qué papeleta (aunque sea cerrada) van a introducir en las urnas electorales.
Los primeros criterios de transparencia que se indican deberían cumplirse por los partidos ya en el momento de concurrir a las elecciones. Los segundos criterios deberían incluirlos, al menos, como compromisos contra la corrupción en sus respectivos programas electorales.
1) Transparencia de los partidos
Los partidos políticos deberían publicar en sus respectivas páginas web la siguiente información: 1) Cuentas anuales del partido (dos últimos ejercicios). 2) Fechas en las que ha remitido sus cuentas al Tribunal de Cuentas. 3) Último informe de fiscalización de las cuentas del partido emitido por el Tribunal de Cuentas. 4) Presupuestos anuales (dos últimos ejercicios) con la correspondiente liquidación presupuestaria. 5) Datos básicos de las entidades vinculadas al partido (fundaciones, asociaciones, etcétera). 6) Desglose (orgánico y geográfico) de los gastos e ingresos, así como de los bienes patrimoniales. 7) Declaración de la inexistencia en las listas electorales de procesados o investigados por corrupción. 8) Límites legalmente establecidos para sus gastos electorales. 9) Descripción del procedimiento de control y/o auditoría interna del partido. 10) Currículum o datos biográficos (al menos cinco líneas) de cada uno de los candidatos incluidos en las listas electorales.
2) Compromisos a incluir en los programas electorales
Los partidos deberían recoger en sus programas electorales una buena parte de los siguientes compromisos: 1) Reforma de la legislación electoral para desbloquear las listas cerradas de los partidos. 2) Publicación de la liquidación de gastos e ingresos electorales, en los tres meses siguientes a las elecciones. 3) Retención de toda subvención pública a los partidos políticos que no hayan remitido sus cuentas al Tribunal de Cuentas. 4) Cumplir estrictamente las recomendaciones sobre transparencia financiera del Consejo de Europa (GRECO). 5) Tipificación jurídica del delito de financiación ilegal de los partidos. 6) Prohibición legal de las donaciones de empresas (u otras personas jurídicas) a los partidos. 7) Prohibición legal de la condonación de deudas a los partidos por las entidades financieras. 8) Debate parlamentario anual sobre aquellos partidos políticos que estén en situación de quiebra técnica. 9) Ley de protección al denunciante de corrupción, fraude, abuso o despilfarro. 10) Cambiar la legislación para limitar los privilegios jurídicos y judiciales de los aforados. 11) Limitación al máximo de la concesión de indultos, excluyendo en todo caso los delitos por corrupción. 12) Introducción en los distintos niveles educativos de materias y contenidos éticos, de valores y contra la corrupción.
En todo caso, y al margen de que los ciudadanos puedan evaluar a los partidos según los anteriores criterios, Transparencia Internacional España va a tratar de colaborar en este control social divulgando en estos próximos meses la opinión de los ciudadanos sobre estos criterios, e informando sobre el nivel de su cumplimiento por los partidos que concurran a las próximas elecciones.
(Artículo de Jesús Lizcano, publicado en "El País" el 7 de febrero de 2014)
La Comisión Europea acaba de exhibir una cifra imponente (120.000 millones de euros) en concepto de coste anual de la corrupción a escala de la Unión. Esta conclusión no es el fruto de un verdadero trabajo de investigación propio, sino un cálculo a partir de otras fuentes (desde el grupo anticorrupción del Consejo de Europa a Transparencia Internacional). Aún con esas limitaciones, sin duda es una advertencia digna de tenerse en cuenta sobre las dudas que suscita la UE como espacio limpio para la actividad económica.
La Comisión hace bien en presionar a los Gobiernos y advertir a los ciudadanos de lo caro que les cuesta ese estado de cosas. Sugiere un lazo directo entre las dificultades de los sectores públicos para financiarse y el volumen de dinero que se pierde, principalmente por sobrecostes en contratos públicos; y da un toque de atención respecto a la pérdida de confianza ciudadana en los líderes políticos.
Más llamativo es que los europeos tengan la sensación de vivir en un ambiente de corrupción generalizado, sobre todo al sur de Europa (Grecia, Italia, España); sorprendentemente, también lo cree el 59% de los alemanes o el 61% de los holandeses, de manera que solo las opiniones públicas de unos pocos países (Dinamarca, Finlandia, Luxemburgo) escapan a la mancha de la sospecha sobre sí mismos.
La mayoría tiene la impresión de que esas prácticas han empeorado en los últimos años, sobre todo en España, donde lo cree el 77%. El dato contrasta con que muy pocos se consideran afectados ni conocedores de asunto concreto alguno, lo cual traduce el impacto de lo difundido a través de las redes. Tampoco hay novedad en los casos españoles que se mencionan, pero su inclusión ayuda poco a restablecer la buena reputación internacional de España.
Todo ello reafirma la necesidad de rectificar. El último Barómetro del CIS vuelve a recordar que la corrupción y el fraude constituyen la principal preocupación de los españoles, tras el paro. Una de las cuestiones a resolver es la financiación de la política, que para el 87% de los españoles no es suficientemente transparente ni está supervisada, según el estudio de la Comisión Europea. Hacen falta normas, pero, sobre todo, tiene que existir la voluntad de cumplirlas. Y para ello resulta indispensable contar con órganos profesionalizados de supervisión y control, capaces de fiscalizar las cuentas de la política y de servir de alerta temprana frente a los abusos.
(Editorial publicado en "El País", el 6 de febrero de 2014)
Analizando algunas de las reglas de la toma de decisiones públicas encontramos verdaderos agujeros negros donde se cuelan todo tipo de ilegalidades: ofertas de contratación falsas, licitaciones temerarias recuperadas a posteriori, inadecuada composición de órganos de decisión, priorización del interés político, decisiones urbanísticas sospechosas, privatización de servicios públicos, externalizaciones interesadas, puerta giratoria, incumplimiento sistemático de rendición de cuentas, alarmante déficit de auditorías, opacidad de datos públicos, doble contabilidad, facturas del cajón... Estas figuras instrumentales son estímulos para la tentación que acaban derivando en prácticas inadecuadas de los agentes decisores con el fin espurio de enriquecerse ilícitamente. La evidencia es incuestionable.
Debemos admitir que el poder es tan atractivo como adictivo, parece inagotable y ayuda a conseguir de forma indirecta e incontrolada lo que realmente anhelamos, el dinero. Pero tiene un componente psicológico adicional que otorga al cargo que lo ejerce el espejismo de una fuerza especial: aumenta la autoestima porque compensa frustraciones, convierte los deseos en órdenes, infunde sabiduría, otorga infalibilidad, y parece conferir una engañosa impunidad. Pero el poder, que suele ser insaciable, debe de estar limitado y contrapesado para que su ejercicio no sea autoritario y excesivo, y debe disponer de las reglas y controles adecuados para evitar estímulos en su abuso.
A diferencia de otras sociedades, hemos construido un espacio donde se han dado objetivamente las condiciones idóneas para que germinen dichos estímulos. Las noticias sobre incumplimientos legales, tráfico de influencias, normas elaboradas ad hoc, favoritismos, nepotismo, abusos de autoridad... no son más que los efectos de un proceso imparable de colonización política de las instituciones públicas que ha arraigado especialmente en Ayuntamientos y autonomías donde el clientelismo ha sustituido a la profesionalidad y donde el juego de poder entre partidos, sindicatos y algunas empresas ha traspasado con más frecuencia de la deseada los límites de la legalidad y la decencia.
El fraude y la corrupción no dejan de ser una estafa colectiva consentida donde unos pocos ganan y el resto siempre pierde. Sin pretender ser exhaustivo destacaré tres motivos que han contribuido a ello: la falta de control institucional, la falta de voluntad política en asumir y potenciar dichos controles y la indolencia social.
El control institucional ha sido claramente insuficiente y condescendiente con estos comportamientos. De las recientes leyes sobre transparencia, racionalización y sostenibilidad de la Administración local falta comprobar que no sean normas lampedusianas. En un país cuyo lema es hecha la ley, hecha la trampa cualquier medida que aumente los controles será de agradecer aunque ofrezca resultados insatisfactorios. Sin embargo, convendría reflexionar si los ilícitos no castigados son un estímulo para su reincidencia, y analizar si la maraña de instituciones públicas que se dedican al control institucional (Defensores, Cámaras de Cuentas, Intervenciones, Inspecciones...) alcanzan la eficacia a la que aspiran los ciudadanos. Hay pocas cosas tan negativas y demoledoras para una democracia como la comisión de lícitos en su nombre.
La falta de voluntad política para asumir responsabilidades o potenciar los controles recae sobre organizaciones que se han desautorizado a sí mismas para proponer nada sensato y coherente a la sociedad que no sea una transformación radical de sus estructuras, acciones y propuestas. La sociedad aspira a la ejemplaridad de sus representantes, a que la actividad política profesional se someta a las mismas reglas de responsabilidad y exigencia que el resto de las profesiones y a que la inhabilitación para cargo público sea más habitual en la práctica judicial. Mantener la impunidad y las prerrogativas de los cargos públicos electos es un excelente estímulo para vivir de la política sin rendir cuentas y sin cumplir con su función de servicio público.
La indolencia de la sociedad española podríamos achacarla, como explica Ortega en La España invertebrada, al tipo de visigodos que nos invadió, o explicarla por la falta de asimilación de algunos de los principios que inspiran las sociedades avanzadas (Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, artículo 15: “La sociedad tiene derecho de pedir cuentas a todo agente público sobre su administración”). Existen innumerables argumentos que podrían explicar cómo hemos llegado hasta aquí; incluso podríamos dar la razón a quienes piensan que tenemos mucho carácter para lo artístico, algo para lo industrial y nada para lo político.
Acemoglu y Robinson explican en Por qué fracasan las naciones que son las diferencias en sus instituciones económicas y políticas las que llegan a definir el éxito y la riqueza de un país. Según esta teoría, podríamos afirmar que el diseño institucional que nos hemos otorgado no ofrece los estándares de calidad democrática de los países de nuestro entorno porque no somos exigentes con nuestros gobernantes; nos hemos configurado como una sociedad civil incapaz de exigir y reaccionar; y para cerrar el círculo, no parece que la justicia ejerza su poder equilibrador. Triste panorama.
Como diría Einstein, si la intención es buscar una solución, hagámoslo con sencillez y firmeza, y dejemos la elegancia para el sastre.
(Artículo de Rafael Martín, publicado en "El País" el 4 de febrero de 2014)
El debate en torno al infortunado proyecto de ley de aborto y al malaventurado acuerdo del Parlamento de Cataluña pidiendo la transferencia de la competencia para convocar referendos, ha sacado de nuevo al primer plano de la actualidad el gran tema de la disciplina de voto. En mi opinión, la sustitución del sistema de plazos por el de indicaciones sería un grave error y la insistencia en el empeño de pedir lo que de antemano se sabe que no se obtendrá solo se explica si, como he dicho en otro lugar, lo que se quiere realmente no es el referéndum, sino la negativa a permitirlo. Pero el análisis de la institución ha de hacerse al margen del juicio sobre las razones por las que unos, en Barcelona, rompen la disciplina de voto y otros, en Madrid, piden que se les dispense de ella. Mejor decirlo así, para evitar las muchas y amargas implicaciones de la referencia habitual al “voto en conciencia”.
Hay muchas Constituciones que, como la nuestra, prohíben expresamente el mandato imperativo, pero este se entiende también implícitamente prohibido en las demás porque esta prohibición es la piedra clave de la democracia representativa, que no puede existir sin ella. Como el mandato parlamentario es producto de la elección popular, la prohibición afecta igualmente a electores y elegidos: ni aquellos pueden dar instrucciones vinculantes, ni si las dieran estarían estos obligados a seguirlas. Los miembros del Parlamento, cada uno de ellos, representa a la nación entera, no a su circunscripción, y la nación entera no podría expresar su voluntad a través del Parlamento si todos ellos no actuaran con plena libertad.
La transformación de los representantes en simples delegados o portavoces de sus electores sería el fin de la democracia representativa. Un peligro que a juicio de un famoso constitucionalista británico, James Bryce, nos amenazaba ya a comienzos del siglo XX por la creciente facilidad de comunicación directa entre los electores, la influencia de los medios, etcétera. Si ese peligro fuese el de la desaparición de la democracia en cualquiera de sus formas, o la sustitución de la democracia representativa por la directa, sus temores habrían estado infundados, pues ese cambio no se produjo entonces, ni parece que vaya a producirse ahora, pese a las redes sociales, los teléfonos móviles, etcétera. La democracia indirecta está asegurada porque el obstáculo que la directa no puede superar no es el de la imposibilidad de reunir en un solo espacio, real o virtual, el pueblo de un gran Estado, sino el de la resistencia (creciente en los hombres y mujeres de nuestro tiempo), a dejar de lado sus propios asuntos para dedicarse a los públicos. La democracia indirecta es consecuencia del principio de división social del trabajo.
No era ese, sin embargo, el peligro que veía Bryce y con él otros muchos estudiosos más o menos coetáneos. En rigor hay democracia indirecta siempre que los ciudadanos actúan a través de intermediarios, sea cual fuere la relación que entre unos y otros media. Los ciudadanos pueden actuar a través de representantes libres, pero también por ejemplo por compromisarios, como se hace al elegir al presidente de los Estados Unidos. Hubiera sido absurdo creer amenazada la democracia cuando esta comenzaba a implantarse y avanzar en muchos países europeos. Lo que se temía era el fin de la democracia representativa y desde esta perspectiva, no puede decirse que el temor careciese de fundamento.
Las democracias del presente están basadas en la idea de representación y son en consecuencia representativas, pero su práctica no se acomoda a la idea en la que se basan. Los partidos de notables (que también Bryce veía como piezas necesarias) han sido sustituidos por partidos de masas que alteran sustancialmente la relación entre electores y elegidos. Los representantes reciben su mandato de los electores, pero son elegidos como candidatos de un partido a cuyo programa han de adherirse y en cuyo marco han de actuar y seguramente es también el deseo de que el programa se realice el que determina en mayor o menor medida el voto de los electores. Se produce así una especie de desdoblamiento o bifurcación no solo en el destinatario del mandato, sino también en su naturaleza. Los electores otorgan formalmente su representación a personas concretas, pero materialmente también al partido que respalda sus candidaturas y tanto respecto de unos como de otros su mandato es representativo, no imperativo. Su voto no transforma el programa en un cuaderno de instrucciones que el partido haya de acatar y no pueda dejar de lado cuando lo crea necesario para tomar las decisiones que considere ineludibles o simplemente convenientes. La presente legislatura, pero también la anterior, nos han ofrecido abundantes y clamorosas pruebas de esta libertad.
Pero esa libertad requiere que el partido actúe como una unidad de decisión, y este requisito no es compatible con la plena libertad de los representantes individuales, quienes son libres en su relación con los electores, pero no en su relación con el partido, al que deben obediencia. La mediación del partido parece transformar así en imperativo el mandato que originariamente no lo era.
La compatibilidad de la disciplina de partido con la prohibición del mandato imperativo suele defenderse con argumentos teóricos y pragmáticos muy generalmente aceptados. El más común es el que parte de la evidencia de que el representante ha sido elegido como candidato de un partido con un determinado programa, no en razón solo de su persona o sus propuestas. Renegar de esa imagen pública con la que apareció ante los electores para recabar su plena libertad frente al partido, significaría, se dice, o bien que los engañó antes de votar, o que los traiciona después. Junto al anterior, se emplea otro derivado del principio democrático en su versión rousseauniana: el representante no pierde su libertad al seguir las instrucciones del partido porque estas provienen de instancias (órganos colectivos del partido, o especialmente grupo parlamentario) de las que forma parte y que deciden por mayoría. El argumento pragmático es, por último, el de que sin disciplina de partido es imposible o muy difícil una acción política eficaz (de Gobierno o de oposición).
Los argumentos teóricos son sólidos, pero no incontestables. El de la vinculación al programa del partido, desaparece cuando es el partido el que se apartó de él, o la disidencia versa sobre cuestiones no previstas en el programa, e incluso en las previstas, si no lo están con un grado tal de concreción que no quede resquicio alguno para la interpretación. Más cuestionable aún es el de la “autovinculación” a la voluntad de la mayoría: si esta sumisión no ha sido previamente autorizada por los electores, su legitimidad es dudosa y si lo ha sido, el único representante elegido es el partido y el individuo un portavoz sin voluntad propia. Estas debilidades no los destruyen, pero les restan fuerza y en la actualidad, la legitimidad del sistema de la democracia representativa se apoya en el argumento pragmático.
Este sí es incontestable, pero está en función de la eficacia que se pretenda y en las democracias parlamentarias europeas la disciplina de voto ha llegado hasta tal extremo que los debates parlamentarios se han ido vaciando de significado, o al menos han perdido el que originariamente era su razón de ser. La aprobación parlamentaria de las leyes es frecuentemente una simple formalización de decisiones tomadas fuera del Parlamento, cuya capacidad para controlar al Gobierno depende exclusivamente de la relación de fuerzas entre los partidos, no de las razones.
Esta “democracia de partidos” ha sido, sin embargo, la que más libertad y mayor igualdad ha dado a nuestras sociedades. Ni su menesterosidad teórica ni la transformación de los representantes elegidos por el pueblo en servidores de partido pueden hacerlo olvidar, ni serían razones suficientes para cambiarla mientras no hubiera otras. Pero tal vez ahora comience a haberlas.
Quizás ese temor sea exagerado, o no tenga razón de ser, sino en España. La democracia de partidos no es un fenómeno exclusivamente español, pero por razones en las que ahora no cabe entrar, se presenta entre nosotros de manera muy descarnada. En todo caso, no son exclusivamente españoles los retos a los que la democracia de partidos no puede responder con eficacia en su forma actual. Son muchos los países de la Unión Europea cuyos ciudadanos se sienten poco o nada representados por los órganos del poder, y en todos ellos se considera muy insuficiente la legitimidad democrática de sus decisiones. El remedio de estos males no puede venir de los Gobiernos ni de los jueces. Es tarea propia de los Parlamentos, que no podrán llevarla a cabo fácilmente mientras estén agarrotados por la disciplina de partido, que en consecuencia habría que eliminar o reducir en aras precisamente de la eficacia de la acción política. Seguramente no basta suprimirla para revitalizarlos, ni me hago muchas ilusiones sobre la posibilidad de que los partidos renuncien a ella, pero creo que vale la pena debatir la cuestión.
(Artículo de Francisco Rubio Llorente, publicado en "El País" el 28 de enero de 2014)
En una democracia representativa como es (o aparenta serlo) la española, el político representa al ciudadano y es el medio del que se sirve este último para conseguir sus objetivos de mejora en sus condiciones de vida y gestión de sus intereses, que son los del Estado del que forma parte. Pero...
Desgraciadamente, esto hoy en día es una quimera, y el político, que debe ser una solución a los problemas del ciudadano, es actualmente, en sí mismo, el problema, como así reflejan las últimas encuestas aparecidas en los distintos medios de comunicación.
¿Por qué? Porque el político ha eliminado de su diccionario particular una serie de palabras que han de ser la base de su comportamiento, ciertamente unos políticos más que otros y unas palabras más que otras, pero, en general, su abandono está generalizándose cada vez más. Estas palabras son: "responsabilidad", "respeto", "honestidad" y, la que considero esencial en la vida política, "prioridad". Son términos que también han de ser fundamentales en la vida de cualquier ciudadano, que, desgraciadamente, también olvida con frecuencia; tengamos presente que, a fin de cuentas, ¿qué es un político? Pues ni más ni menos que un ciudadano que, temporalmente, está ejerciendo una labor pública.
Ahora bien, quiero ahora centrarme en el político, que hoy en día, en nuestro país, es poco o nada responsable: ¿quién dimite aquí tras una reprobable actuación en la vida pública? ¡Nadie! Se pueden construir aeropuertos sin aviones, tomar decisiones inapropiadas, mentir deliberadamente..., pero el verbo "dimitir" tampoco figura en su diccionario. Tampoco es respetuoso con el adversario político, al que menosprecia y con el que evita siempre que puede el consenso (en Oviedo, concretamente, se ha llegado a un acuerdo sobre los presupuestos entre PP e IU y algunos se han llevado las manos a la cabeza, cuando sería, si se pensase en el ciudadano, lo normal, como ocurre, por ejemplo, en Alemania, con frecuentes coaliciones entre partidos separados ideológicamente); pero tampoco lo es con el ciudadano de a pie, al que falta al respeto mintiéndole, engañándole e incumpliendo las promesas que le hizo en campaña electoral. ¿Es honesto? Tenemos que pensar que una gran mayoría lo es, pero los escándalos de corrupción que asuelan nuestro país de Norte a Sur, como bien reflejan los medios de comunicación en los últimos tiempos, transmiten al ciudadano una visión generalizada, aunque tal vez injusta, de la "clase política" (por cierto, expresión que refleja fielmente la distancia, cada vez mayor, entre políticos y ciudadanos).
Pero, como decía anteriormente, creo que la palabra fundamental en la gestión política es "prioridad" ("anterioridad de una cosa respecto de otra, en el tiempo o en el espacio", RAE). Sí, porque el político debe ser consciente de lo que es básico para el ciudadano, de lo que es prioritario para su vida diaria: la educación, la sanidad y la justicia, sobre todo la social. Y debe actuar como lo haría en la gestión de su casa, en su ámbito familiar y privado, porque el espacio que gestiona el político (la ciudad, la comunidad o el país) también es nuestra casa, y posiblemente no haríamos en nuestra casa lo que hacemos cuanto tenemos una responsabilidad política. Ante una situación de apuro, ¿qué sería prioritario en una casa, pintar el pasillo o dar de comer a nuestra familia?, ¿sacar a una persona atrapada en un incendio o apagar el fuego? Cualquiera con un mínimo de sentido común sabría lo que es prioritario y lo que haría en primer lugar. Es prioritario, por ejemplo, que un pensionista, mucho más con las pensiones que se cobran en nuestro país, pueda llegar a fin de mes y a los servicios asistenciales más elementales, cosa cada vez más difícil. Recientemente, un familiar cercano, pensionista, recibía, como todos los años, una carta del Ministerio del ramo firmada por la directora general de la Seguridad Social (también se adjunta otro escrito de la propia Ministra en el mismo sentido) en la que aquélla "se complace en informar" y "le es grato comunicar" al interfecto la... ¡revalorización de su pensión mensual!, cifrada en el 1,71%. Lógicamente, el susodicho pensionista, preso de una enorme "alegría", informó de tan "jubilosa" noticia a toda su familia, a la que, por descontado, invitó el mismo día de autos a una jugosa mariscada en uno de los más afamados restaurantes de la villa... En fin, dejémonos de sarcasmos: ¿no hay que tener mucho "morro" (perdón) para enviar una carta (por cierto, alto coste el de el envío de estas cartas) en la que se expresa "complacencia" ante semejante subida? Esto podría ser asumido por el ciudadano en tiempos de penurias económicas si el dinero público fuese gestionado adecuadamente, pero..., ¿lo es? ¡No!, y de ello hay innumerables ejemplos, como cuando se pagan dietas por "desplazamiento" y "alojamiento" a políticos que viven o tienen propiedades inmobiliarias en la misma ciudad en la que está su lugar de trabajo o de actividad política (Congreso, Diputación, etcétera), o como cuando se realizan obras y se crean infraestructuras con la sola la intención de fotografiarse con la placa de la inauguración y para mayor gloria del político de turno, y sirva como ejemplo negativo lo que hace unos meses se vivió en nuestros propios lares cuando la asociación "Sendas de Asturias" presentaba un estudio sobre el despilfarro que supuso la construcción de instalaciones, museos, aulas de interpretación, etcétera, en Asturias, hoy en día sin ningún uso o en total abandono y que supusieron al erario público la escalofriante cifra de ¡1.250 millones de euros! Algunas de estas instalaciones ya ni existen en la actualidad, como es el caso de la llamada "Casa de los encuentros", derribada recientemente. Dinero tirado, literalmente, a la basura, que habría servido para mitigar las penurias de muchos ciudadanos... si se supiera lo que es prioritario, como lo es también, por ejemplo, mantener a los jóvenes formados en las universidades de nuestro país (en ellos está el futuro) para que sus capacidades sean productivas aquí y no en lugares lejanos donde aprovechan su buen hacer en beneficio propio, siendo otro caso de despilfarro.
Alumnos de un colegio público sin profesor o pintar las farolas de una calle. ¿Qué es prioritario? Seguro que el lector tendrá la respuesta, seguro que certera, a esta cuestión. Asistimos estos días a los incidentes en torno al barrio del Gamonal, en Burgos, donde el término "prioridad" se ha mencionado reiteradamente. Es cierto que hay una promesa electoral (¡tantas veces se incumplen!), pero tal vez en los momentos actuales, y en base a la situación económica del momento, hay otras prioridades: comer, acudir a los servicios sanitarios, ir a la escuela, etcétera, que son vitales frente a un bulevar o un aparcamiento, sin los cuales se puede vivir y esperar a tiempos de bonanza. ¡Ojo!, con esto no quiero decir que se actúe como lo han hecho algunos grupos minoritarios, demasiado afectos a métodos violentos, o como han actuado algunas formaciones políticas, que sólo ven en estas situaciones un rédito político. No, así no; Gandhi consiguió muchos de sus objetivos con una actitud de "no violencia".
En conclusión, analice el político, en el ejercicio de su actividad pública, lo que es verdaderamente prioritario (seguro que los ciudadanos se lo reconocerán), saber que lo prioritario es el bienestar de los ciudadanos y no ganar unas elecciones, lo que hará que sus conciudadanos vivan con dignidad y con sus principales necesidades cubiertas... a la espera de que, si vienen tiempos mejores, también puedan disfrutar de autopistas, aeropuertos, grandes bulevares, etcétera, donde desgraciadamente en los últimos tiempos ha habido intereses "oscuros" o meras intenciones "faraónicas" o "megalómanas". Y recuerde, por último, el político que su actividad es un servicio público, de servicio a los ciudadanos, cuyas prioridades deben ser atendidas en primerísimo lugar y con la mayor prontitud.
Decía el escritor de viajes Richard Ford, en el siglo XVIII y en uno de sus escritos sobre lo que veía en los caminos de España, que los arrieros, que los frecuentaban por entonces, eran personas nobles, honestas y cumplidoras, frente a las gentes "principales", que lo dejaban todo "para mañana". Ahora, gentes también "principales", los políticos, dejan muchas cosas "para mañana", no todo, pero desgraciadamente lo que más dejan es lo prioritario, mientras que agilizan enormemente aquello que no es prioritario. ¿Era necesario o urgente el aeropuerto de Castellón? ¿Y crear una "embajada" de una Comunidad Autónoma en el extranjero? ¿Y conceder avales económicos o dinero en efectivo a entidades deportivas que no lo merecían? ¿Y...? ¿Y...? ¡Son tantos los ejemplos!
(Artículo de Javier Gómez Carmona, publicado en "La Nueva España" el 24 de enero de 2014)
Las preguntas del improbable referéndum de Cataluña vienen a decir: si no quieres caldo, tres tazas. Tal como se ha esbozado la consulta, parece que las alternativas políticas disponibles sean: o Estado español independiente y soberano, o Estado catalán no-se-sabe-muy-bien-qué, o Estado catalán independiente y soberano. Parece como si en el mundo no hubiera ni pudiera haber más forma de organización política que el Estado. Pero precisamente “el Estado” —es decir, la forma específica de organización política que se define por el monopolio del poder sobre la población en un territorio con fronteras bien fijadas— ya no existe y es un proyecto inviable.
La idea de Estado surgió de la ambición de los monarcas absolutistas de aplastar todas las instituciones sociales y de ámbito local e imponer un solo foco de poder soberano en un cierto territorio. Naturalmente, el problema principal fue cuál era el territorio sobre el que ese centro de poder podía consumar el aplastamiento y mantener su control. La alternativa antimonárquica fue cambiar el sujeto de la soberanía a favor de una imaginaria comunidad homogénea y compacta llamada nación, de modo que la monarquía absoluta sería sustituida por el Estado nacional. Pero el exclusivismo interno y la confrontación externa son esenciales a toda forma genuinamente estatal.
En realidad la forma Estado se ha tratado de construir básicamente en Europa occidental en un periodo histórico bastante catastrófico que empezó solo unos 300 años atrás. En ese periodo, más que en cualquier otro, la afirmación de distintos centros de soberanía nacional en Europa llevó a continuas guerras de fronteras, cada vez más frecuentes y letales, hasta culminar en la matanza sin precedentes de la II Guerra Mundial. En cambio, la mayor parte de América del Norte, Rusia y Asia han sido ajenas al modelo europeo occidental de Estados soberanos, ya que la población de esos continentes ha sido históricamente incorporada a amplios imperios y federaciones.
Por su parte, en muchas de las antiguas colonias europeas en África, el mundo árabe y América Latina, los intentos de construir Estados soberanos con fronteras cerradas al estilo de las antiguas metrópolis han provocado también numerosos conflictos violentos y fracasado en gran medida, ya que en muchos casos no se ha llegado a establecer un verdadero monopolio interno de la violencia ni una efectiva soberanía exterior.
Actualmente, incluso donde tuvo lugar la experiencia original de la forma Estado, el modelo ha perdido relevancia, ya que muchas de las tareas tradicionales de los Estados están ahora en manos de la Unión Europea. Como consecuencia, el Estado español, como los demás miembros de la UE y de la zona euro, así como de la OTAN y de diversas instituciones globales, ya no son, de hecho, Estados soberanos. Todos han cedido o perdido en mayor o menor medida las competencias exclusivas para la toma de decisiones sobre políticas públicas en las que se quiso fundamentar tradicionalmente el monopolio de la violencia legítima, incluidas la defensa, la seguridad, el control de las fronteras, la moneda y la política fiscal y financiera.
Si los Estados tradicionales en Europa ya no son soberanos, menos viable es todavía la creación de un nuevo ente soberano dentro de la Unión, como, por ejemplo, un Estado catalán. En una visita a Boston hace apenas año y medio, el presidente Artur Mas —sin duda impresionado por el bienestar, el desarrollo de la investigación científica y las universidades y quizá hasta por la belleza del paisaje— dijo que quería que Catalunya fuera como Massachusetts. Cabría notar, por cierto, que la balanza fiscal de Massachusetts con el Gobierno federal de Estados Unidos es tan o más negativa que la de Cataluña con el Gobierno central de España.
Pero la principal diferencia está, por supuesto, en que el marco institucional estadounidense es mucho más nítido y estable que el europeo y mucho más consensual que el español actual. En ese marco, ni en Massachusetts, ni en ningún otro lugar de Estados Unidos, a nadie se le ocurre —al menos desde la mortífera guerra civil del siglo XIX— reivindicar la soberanía de los Estados ni organizar movimientos de secesión.
De hecho el concepto de “‘soberanía” es uno de los conceptos más obsoletos en la política europea actual. En Europa una democracia más o menos eficiente solo podrá sobrevivir si abarca un conjunto de Gobiernos a múltiples niveles en el que los poderes estén divididos y compartidos, de modo que ninguno de ellos pueda pretender una soberanía real y efectiva.
En ese modelo, las competencias de cada nivel de Gobierno —local, regional, estatal, europeo— deberían estar claramente definidas y no ser objeto de permanentes litigios e interpretaciones; cada nivel de gobierno debería tener capacidad de recaudar los impuestos y recursos necesarios para financiar sus servicios; la redistribución territorial de recursos podría aplicarse sobre todo a nivel europeo y con objeto de que las diferencias de renta entre territorios se redujeran como un acordeón, pero sin darle la vuelta al calcetín; las comunidades autónomas españolas podrían participar, junto a los Estados, en el Consejo de Ministros de la UE, como lo hacen los territorios alemanes y austriacos e incluso las naciones británicas; y el inglés sería —como ya lo va siendo— la lengua franca de todos los europeos, incluidos, naturalmente, los españoles tan orgullosos de la trasatlántica hispanidad.
Este tipo de soluciones institucionales son lo contrario de la soberanía. Afortunadamente, la exclusión, la opresión y la cerrazón que son esenciales en todo Estado que afirma su soberanía frente a todos los demás poderes internos y externos, están siendo sustituidas en Europa y en el mundo por la diversidad, la apertura, la interdependencia y los intercambios de amplia escala.
Permítaseme resumirlo mediante una paráfrasis histórica. En los años setenta, el jefe del Partido Comunista de España explicó que se había convertido sinceramente a la democracia porque después de la experiencia del franquismo, “dictadura, ni del proletariado”. Pues bien: muchos que hemos vivido en este país durante varias décadas y también sabemos de la peripecia anterior podríamos decir: después de la experiencia de España, Estado, ni de Cataluña. La Unión Europea, primero; y los Estados, cuanto menos soberanos, mejor.
(Artículo de Josep M. Colomer, publicado en "El País" el día 22 de enero de 2014)
Cuando se reclama la reforma electoral para alcanzar una mayor proporcionalidad y más pluralismo en la representación política siempre se argumenta que ello perjudica la gobernabilidad, porque dificulta la formación de mayorías de gobierno. Parece que si no se obtiene mayoría absoluta surge el caos, pero que si se consigue todo va a ir sobre ruedas. Sin embargo, los grandes partidos en España son autistas. ¡Para qué llegar a consensos teniendo mayoría absoluta! Lo que podría entenderse como una victoria de la democracia (la aprobación de las decisiones por mayoría absoluta) se transforma en un déficit democrático (la falta de deliberación y de acuerdos entre mayoría y minorías). El dominio de las instituciones por el partido ganador incrementa la tentación del ordeno y mando, y esto se traduce en gobernar a golpe de decreto ley y en leyes, incluso orgánicas, aprobadas de manera exprés, imponiendo los criterios proyectados por el Gobierno, sin apenas concesiones a la oposición.
El desorden técnico jurídico, resultado de una acelerada improvisación, es de tal calibre que el propio Gobierno pide autorización a las Cortes para que le permitan refundir los textos legales que atropelladamente aprueba casi cada viernes por decreto ley. El colmo es que ha enviado a las Cortes un proyecto de ley para que un solo acto legislativo lo autorice a hacer de una tacada ocho refundiciones legales (decretos legislativos) sobre materias tan importantes como mercado de valores, Seguridad Social, Estatuto de los Trabajadores, Estatuto del Empleado Público o ley del Suelo. Parece que se olvida que la función de un Parlamento es hacer leyes, no legisladores.
Esta idea mesiánica de que la mayoría absoluta legitima para gobernar con orejeras y de que un Ejecutivo fuerte es el que va a lo suyo y no pierde el tiempo en dialogar con los demás acaba volviéndose contra el que la practica. El Gobierno, gestor de la mayoría absoluta, es incapaz de reconocer que las orejeras le hacen dar palos de ciego y que sus improvisadas medidas no son verdades indiscutibles. Por el camino del autismo le salen críticos desde sus propias filas, como los empresarios de la CEOE a cuenta del penúltimo decreto ley o como algunos significados parlamentarios y barones regionales del PP en relación con los cambios en materia del aborto.
Lo más llamativo es que las "mayorías absolutas incontestables" son ahora contestadas en la calle por movimientos sociales, cuyos integrantes no sólo ejercen sus derechos de libertad de expresión y de manifestación, sino que muchos de ellos cuestionan también la propia legitimidad surgida de las urnas y, últimamente, con esporádicos brotes de violencia que, lejos de ser condenados con claridad, se les da tácita o expresa justificación, como complemento indispensable para que la protesta fructifique.
La crisis política es mucho más profunda y grave que la crisis económica y, si no se quiere ver así, los incendios sociales la iluminarán a los ojos de todo el mundo. No hay nada peor para una sociedad que considerar que los políticos electos no la representan y que, por tanto, cualquier acto social de enfrentamiento con el poder es ejercicio directo de la soberanía popular y que, en consecuencia, es de por sí legítimo. Frente a la impunidad y la corrupción labrada desde el poder y desde un ejercicio autoritario de la mayoría absoluta, surge la no menos tenebrosa amenaza de la violencia purificadora consentida por parte del pueblo. De ello deben tomar nota aquellos gobernantes que siempre están más dispuestos a la carga policial que al diálogo, pero también los líderes políticos y sociales y los ciudadanos en general que, fruto del hartazgo y de la impotencia, tienen la tentación de considerar la quema de neumáticos o de mobiliario urbano un ejercicio de democracia directa.
Sólo faltaba que el "derecho a decidir", al margen de la Constitución y del Estado de derecho que ella establece, lo reivindique no sólo el Parlamento de Cataluña, sino también un barrio de Burgos o de Oviedo.
(Artículo de Francisco J. Bastida, publicado en "La Nueva España" el 19 de enero de 2014)
Sabiéndolo o sin saberlo, el Parlamento de Cataluña acaba de firmar la sentencia de muerte del delirio independentista del nacionalismo catalán. Si allí se hubiera proyectado ayer una película norteamericana (Lo que el viento se llevó, La gran estafa o Duelo al sol, por citar tres filmes cuyos títulos irían como anillo al dedo a la cuestión), tras la votación parlamentaria hubiera salido en pantalla el ya célebre The End («te en», decíamos de niños, cuando el inglés era aún una rareza para los escolares españoles).
La cuestión podría parecerle difícil de entender a quienes desconocen las complejidades constitucionales del asunto, pero cabe explicarlo de una forma comprensible para todos. El Parlamento catalán solicitó ayer que las Cortes transfieran a Cataluña la competencia para convocar un referendo consultivo sobre la independencia. Una solicitud, y este es el primer dato esencial a retener, que supone un reconocimiento expreso de lo que sabe todo el mundo: que la Generalitat carece de la competencia para convocar esa consulta por su cuenta. Se acepta así, de forma pública y solemne, que el Gobierno catalán no puede convocar un referendo de autodeterminación, razón por la cual pide que le permita hacerlo a quien, según nuestra Constitución, tiene ese poder.
Para que tal petición pudiera prosperar sería necesario que las Cortes aprobasen una ley orgánica de transferencia de competencias, lo que, como también es público y notorio, no va a suceder en ningún caso, pues a ello se oponen, además de otros pequeños grupos, el PSOE y el PP. Por tanto, y este es el segundo dato que les ruego que retengan, cuando dentro de unos días las Cortes rechacen con una mayoría abrumadora la petición del Parlamento catalán, toda esta locura debería terminarse de una vez.
Debería terminarse, sí, tras asumir unos, con la mayor solemnidad, que no pueden hacer lo que quieren, si el Estado no se lo autoriza; y manifestar otros, con solemnidad idéntica, que el Estado no dará la autorización que se le pide.
La conclusión final del razonamiento previo es evidente: o Mas y quienes lo apoyan renuncian a un referendo que han admitido que no pueden convocar, o deciden seguir adelante, poniéndose, por tanto, fuera de la ley.
Ahora, ya con todas las cartas boca arriba, no cabe seguir con los faroles: o se acepta jugar limpio (lo que significa renunciar al referendo) o se trata de hacer trampas, lo que en cualquier mesa de juego resulta inadmisible y da lugar a la expulsión del jugador.
Mas ha perdido la partida. Y con su derrota, que es la de un iluminado irresponsable, ha dejado a CiU hecha unos zorros, ha roto la convivencia en Cataluña y la ha enfrentado con el resto del país. Ese, para desgracia de todos, es hoy su trágico legado. Pero podría, si él se empeña, ser peor.
(Artículo de Roberto Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 17 de enero de 2014)
Andamos estos días los constitucionalistas muy ocupados atendiendo a los medios de comunicación que nos interrogan sobre si consideramos imprescindible una reforma constitucional para lograr, como ha pedido el Rey, una "actualización de los acuerdos de convivencia". Preguntarle a un constitucionalista si hace falta reformar la Constitución es como preguntarle a un cirujano plástico si la cara de una persona de treinta y cinco años puede mejorarse, así que mi respuesta automática es: por supuesto que sí. No cabe duda de que hay bastantes apartados que necesitan modernizarse para que la Constitución pueda mantener su lozanía y seguir siendo fiel a sí misma. Por ejemplo, habría que hacer una referencia a la Unión Europea en un lugar de honor y no de refilón como está ahora en el artículo 135; acabar con la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona; garantizar la independencia del Consejo General del Poder Judicial; suprimir toda la grasa de los artículos sobre la creación de las Comunidades Autónomas, normas de derecho transitorio ya sin ninguna función; desarrollar la definición del Senado como "cámara de representación territorial" y mejorar otras arrugas parecidas.
Si, avanzando un paso más, me animara a dar mi personal opinión de ciudadano con ciertas convicciones políticas, saliendo del papel del especialista que solo quiere resaltar la belleza del paciente, entonces iría a un cambio mucho más profundo de la Constitución de 1978, que podría ilustrar con comparaciones, como dicen que se suele hacer en la cirugía estética: me gustaría una república laica, como la francesa; una democracia participativa como la suiza, un Estado social como el sueco...
Sin embargo, pensándolo mejor y diciendo —con Paul Valéry— que yo no soy siempre de mi misma opinión, me parece que hay una tercera perspectiva más adecuada para contestar a la pregunta de moda para todos los que nos dedicamos al Derecho Constitucional, evitando tanto partir del análisis técnico de la Ley Fundamental, como de las convicciones personales de cada uno. Consiste en localizar los problemas de España y pensar si cambiar la Constitución puede ayudar a resolverlos. Y el primer problema español —si las encuestas de opinión no mienten— es el paro, para el que me temo que pocas recetas podemos ofrecer los constitucionalistas, más allá de las que ya contienen nuestra Constitución económica: derecho a elegir profesión y a una remuneración suficiente, libertad de empresa, seguridad social, negociación colectiva, etc. Quizás podríamos pensar en incluir el derecho a una renta básica universal o alguna propuesta similar, pero se trata de una medida que puede adoptarse perfectamente por ley y que, además, está lejos de contar con el consenso de los economistas y de los partidos.
Precisamente, observo en algunas propuestas de reforma constitucional cierto olvido de la diferencia —que ha explicado con claridad ejemplar Ralf Dahrendorf— entre la política constitucional, que debe ser hecha por consenso porque fija las reglas de un sistema político democrático, y la política ordinaria, donde es suficiente la mayoría. La Constitución tiene que ser un marco jurídico que permita gobernar tanto a la derecha como a la izquierda. Ese marco común se logró en 1978 y no creo que sea razón para alterarlo que las leyes ordinarias reflejen hoy más la ideología de un lado que del otro. Por eso, me parecen erróneas las críticas —por más que vengan de constitucionalistas de prestigio— que consideran que la Constitución, antaño progresista, ha devenido hoy conservadora: si fuera cierto que el sistema político español lleva muchos años virado a la derecha, será culpa de los gobiernos, especialmente de los llamados socialistas, pero no del texto constitucional. Con él, Izquierda Unida podría gobernar perfectamente, como demuestra que en tiempos no tan lejanos buena parte del vibrante discurso de Julio Anguita se apoyaba en exigir el cumplimiento de la Constitución.
Tampoco me parece que haya que cambiar la Constitución para combatir la corrupción, el segundo problema español, según el último Barómetro del CIS. Todas las propuestas normativas que he leído para luchar contra ella tienen perfecta cabida en la legislación ordinaria: castigar con más dureza la prevaricación, reforzar las competencias del Tribunal de Cuentas, incrementar la transparencia de las instituciones, prohibir los indultos, etc. De todas ellas, la medida que pienso que puede ser más eficaz en estos momentos es una que no es tanto sustantiva, como organizativa: que el Gobierno atienda la petición que le hicieron los jueces decanos el pasado mes de diciembre —y este mes de enero han repetido 200 fiscales en su ámbito— de incrementar los medios para tramitar con celeridad los 1.700 sumarios abiertos en España por casos de corrupción. Si acaso, se le puede añadir la siempre reclamada y nunca conseguida medida de reforzar la independencia de los fiscales. Y desde luego, usar el voto ciudadano para echar de las instituciones a los partidos poco colaboradores en la lucha contra esta plaga.
El tercer problema de España y, sin duda, su gran problema político actual, es la voluntad independentista del Gobierno catalán y de parte de la sociedad catalana. Como han dicho los padres constitucionales Miguel Herrero de Miñón y Miquel Roca, se trata de un problema político que solo puede resolverse en ese campo, para buscar luego su encaje jurídico. Desde luego, si el Gobierno central aceptara el reto independentista, como en su momento hicieron Canadá y el Reino Unido, creo que la Constitución no sería obstáculo para realizar el referéndum, como he defendido aquí en otra ocasión con más detenimiento. Si, por el contrario, la Generalitat avanzara en su desafío y convocara por su cuenta y riesgo una "consulta", la Constitución también ofrece herramientas para impedirlo: impugnación de la convocatoria ante el Constitucional, lo que automáticamente supone su suspensión y, si la Generalitat se empecinara en celebrarlo, uso de las medidas coactivas que permite el artículo 155 de la Constitución. Si esa es una opción capaz de resolver el problema, cosa que dudo, dependerá mucho más de factores políticos, sociales y económicos externos a la Norma Fundamental que de ella misma.
En medio, cabe imaginar que en algún momento pueda conseguirse un pacto para encajar las aspiraciones catalanistas en el Estado español. Entonces sí que creo que sería indispensable reformar la Constitución y no buscar una forzada mutación constitucional, como se pretendió en 2006 con el Estatut, con el desafortunado desenlace que todos conocemos. No acabo de estar seguro de que en ese caso la mejor fórmula sea el Estado federal por dos razones: porque en un momento en que las Comunidades no andan sobradas de prestigio, la sociedad española no parece inclinada a darle más competencias, más bien al contrario; y porque supone repartir café para todos cuando solo unos pocos lo quieren. En mi opinión, la vía que habría que explorar sería la de buscar un encaje constitucional específico para Cataluña.
Algo de eso había ya en el texto original de la Constitución de 1978 cuando ofrecía dos soluciones para dos problemas: una autonomía muy amplia para integrar a las nacionalidades y una más reducida para organizar a las regiones. Esta lógica de la dualidad fue luego mutada en los Acuerdos Autonómicos de 1981 en una lógica de la homogeneidad. Pasqual Maragall intentó en la década del 2000 lo que el mismo consideró una vuelta a los orígenes, aunque por la vía inadecuada de aprobar un Estatuto poco respetuoso con la Constitución. Ahora el PSC ha propuesto introducir en la Constitución una nueva disposición adicional que señale esa posición especial de Cataluña; pero hasta el propio Rubalcaba ha rechazado esa propuesta con unas prisas que más parecen responder a una estrategia interna y electoral que a considerarla una salida equivocada al laberinto catalán.
Históricamente siempre ha habido poderosas fuerzas que se han negado a que se singularizara Cataluña en la Constitución: desde Ortega y Gasset con sus brillantes discursos en 1931 hasta los poderes fácticos en 1978. Y ahora, me temo que igualmente habrá mucha gente en contra, incluidos amigos míos que considerarán un dislate que un andaluz pueda estar a favor de atribuir privilegios a Cataluña. Lógicamente no pretendo eso, sino que la Constitución reconozca una voluntad de autogobierno y unos hechos diferenciales que Andalucía no tiene. Si Navarra, el País Vasco y Canarias tienen sus propias disposiciones adicionales ¿tan disparatado sería una para Cataluña?
(Artículo de Agustín Ruiz Robledo, publicado en "El País" el 16 de enero de 2014)
Por qué no hacen bien las cosas los Gobiernos? Esta es una pregunta clave para los que estudiamos las sociedades modernas. Si hacer las cosas bien genera más riqueza y empleo, ¿por qué hacerlas mal?
A grandes rasgos, existen tres explicaciones. La primera es que a los Gobiernos no les queda más remedio. Por ejemplo, reformar la universidad española supone enfrentarse con los beneficiarios del caos actual. Un Gobierno puede carecer de fuerzas para vencer esa resistencia. La segunda explicación es que los Gobiernos no saben qué hacer. Una nueva regulación financiera es complejísima. Incluso los mejores expertos pueden ser incapaces de predecir sus consecuencias. Las cosas salen mal porque es difícil hacerlas bien. La tercera explicación es que los Gobiernos no quieren hacer las cosas bien. Liberalizar mercados puede perjudicar los intereses personales de un ministro. Una reforma fiscal puede castigar a los grupos económicos que apoyan a un partido.
En el mundo real cuesta distinguir entre estas tres hipótesis. Si un Gobierno toma una mala decisión, ¿es que no puede, no sabe o no quiere hacerlo mejor? Casi siempre existen indicios a favor de cada hipótesis. Además, normalmente, las tres razones influyen. Por ello, para aprender cómo se determinan las políticas, lo que podemos hacer es buscar casos donde estemos razonablemente seguros de que solo uno de los tres factores impera. Así, identificamos el motivo detrás de una mala decisión y podemos diseñar mecanismos para evitar su repetición.
Tristemente, en España, uno no tiene que buscar mucho para encontrar esta identificación. La política de nombramientos en instituciones del actual Gobierno solo se explica desde la voluntad de no querer hacer las cosas bien. Desde la presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores a los consejeros de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia pasando por los miembros del Consejo de Seguridad Nuclear y muchos otros, hemos asistido a nombramientos que desafían la credulidad.
¿Por qué estos nombramientos solo se explican por el deseo de no querer hacer las cosas bien? Nombrar a personas independientes y competentes, lejos de generar rechazo, hubiera sido aplaudido dentro y fuera de España. Por tanto, la primera explicación, las imposibilidades políticas, no se sostiene. La segunda explicación, no saber qué hacer, tampoco es plausible. La evidencia de que la buena selección de directivos públicos incrementa el bienestar es abrumadora. Nuestros gobernantes la conocen de sobra y la Unión Europea nos la recuerda constantemente. Por eliminación, nos queda la tercera explicación: el no querer hacerlo bien.
La siguiente pregunta es inmediata. ¿Qué gana el Gobierno con tales nombramientos? Dos cosas. La primera, controlar las instituciones. Una Comisión Nacional del Mercado de Valores o una Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia vigorosas pueden cercenar la libertad de actuación futura del Gobierno. A nuestros políticos esta idea no les gusta por dos razones. Primero, porque esta libertad es muy valiosa para ellos en una economía pequeña e intervencionista como la española. El reciente sainete de la subasta de electricidad ilustra este argumento.
Segundo, porque la mayoría de los políticos españoles nunca ha interiorizado el espíritu del Estado de derecho y la idea de controles y contrapesos. Mientras que formalmente proclaman su adhesión a tales principios, nuestros políticos piensan que las normas, como en el viejo pase foral, se acatan, pero no se cumplen. ¿Europa nos pide una Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal? No pasa nada. Como el Gobierno no cree que tal autoridad sea buena idea, escribe una norma que, formalmente, satisface los requerimientos de Bruselas para luego desvirtuarla en los detalles normativos, en retrasos en su implementación y en los nombramientos de sus gestores.
En una interpretación capciosa de la Constitución, estas arbitrariedades se disfrazan de actos políticos legitimados por las urnas. Y para evitar sorpresas inesperadas, las arbitrariedades se escudan en un Consejo General del Poder Judicial seleccionado por los políticos para generar una magistratura temerosa de controlar al Ejecutivo.
La segunda ganancia del Gobierno es recompensar a los colaboradores de los partidos políticos. Los dirigentes de los mismos comprenden que necesitan palos (la amenaza de salirse de la lista electoral) y zanahorias (los cargos a repartir) para asegurar la dócil cooperación de todos. Estas designaciones son el pegamento que sostiene un ecosistema de políticos profesionales que raramente han alcanzado la excelencia en el mundo privado. Las sinecuras de los organismos públicos son el Estado de bienestar de nuestros políticos.
Este sistema sobrevive por la ausencia de una fiscalización efectiva de la actuación pública. Los jueces no osan trazar la frontera entre la arbitrariedad y la discrecionalidad de los poderes ejecutivos y legislativos. Los medios de comunicación prestan poca atención a la buena gobernanza, sobre todo si los pecados son “de los míos”. La sociedad civil, invertebrada, raramente combate las inmunidades del poder.
En resumen: la selección de directivos en nuestras instituciones no es un accidente. Es una respuesta estructural dados los incentivos existentes. Los Gobiernos no quieren ser controlados, unos políticos de mala calidad necesitan de salidas económicas personales y los mecanismos de control no operan.
En los ejemplos anteriores me he referido al Gobierno actual por ser quien, respaldado por una mayoría absoluta, toma hoy las decisiones. Pero el análisis, al ser estructural, no se limita al PP. El PSOE, Izquierda Unida, CiU y PNV han participado con alegría en el sistema por décadas. Las organizaciones empresariales y los sindicatos mayoritarios también han sabido acomodarse al reparto de cargos.
Más en concreto: aunque los socialistas ahora protesten, cuando estuvieron en el poder actuaron igual o peor. Como hemos visto recientemente con el Consejo General del Poder Judicial, a la hora de la verdad, populares y socialistas se reparten cargos sin rubor. Los socialistas saben que, eventualmente, regresarán al poder y tienen tan poco interés en quedar fiscalizados como los populares. Y, mientras tanto, hay que contentar a muchos.
Las razones que han llevado a esta situación se encuentran en la economía política de la Transición a la democracia. Unos partidos nuevos y débiles necesitaban afianzarse y las instituciones del franquismo, renovarse. Colocar a los “nuestros” cumplía, así, una doble misión. Con el argumento de la democratización de las instituciones, tal actuación era fácilmente vendible a una sociedad que, acostumbrada a ser ignorada, tampoco exigía mucho.
Los males del sistema se incrementaron con el tiempo. Al modernizarse la economía española, las alternativas a las carreras administrativas y jurídicas, los caladeros de nuestras élites políticas, se multiplicaban. Al mismo tiempo, las reforzadas burocracias de los partidos iban expulsando a aquellas personas más capaces o, más comúnmente, impidiendo su promoción en la organización. Ambas fuerzas llevaron a un desplome de la calidad media de los políticos. La burbuja inmobiliaria agudizó el proceso. Por un lado, la burbuja multiplicó las rentas que los políticos podían extraer del sistema. Por otro, la aparente prosperidad anestesiaba a la sociedad frente a los abusos.
El reto es romper el sistema actual. La regeneración institucional de nuestra democracia es fundamental para una expansión sólida de la economía. Nuestra clase política va a emplear la excusa del magro crecimiento que probablemente tengamos en los próximos años para cantar victoria. Armados con tal argumento y con la garantía implícita del Banco Central Europeo para refinanciar nuestra deuda, cesará todo esfuerzo reformista. Ante la falta de voluntad de la mayoría de los partidos, la sociedad civil, con su movilización política, legal y mediática, tendrá que liderar el esfuerzo de quebrar el deterioro de las instituciones y restaurar el Estado de derecho en España.
(Artículo de Jesús Fernández Villaverde, publicado en "El País" el 13 de enero de 2014)
El actual problema de España es que no se atisba proyecto de futuro, no se sabe hacia dónde va. El Gobierno promulga leyes sectarias a plazo fijo, hasta que venga una nueva mayoría; y las medidas económicas y fiscales responden más a impulsos por evitar el precipicio o por seguir las consignas europeas del momento que a una planificación con capacidad para establecer un nuevo modelo productivo. En otras palabras, se gobierna para una parte de la ciudadanía y se gestiona de forma improvisada buscando evitar el mal mayor. No hay horizonte a la vista, un punto de llegada después de la alocada carrera en la que nos metimos durante los años de la supuesta bonanza. La tarea del presente no consiste, pues, en trabajar para el futuro, sino en defendernos de las consecuencias de ese pasado inmediato que nos tiene hipotecado el porvenir.
Eso vale para casi todo, pero es más flagrante en lo relativo a las cuestiones de ética pública. Si nos damos cuenta, la mayoría de los escándalos que nos saludan a diario son anteriores a la crisis, todos se fraguaron durante el clima de impunidad y golferío que imperó en aquellos años. Lo terrible del caso es que nos han estallado como una bomba de acción retardada, el daño lo ha provocado después del momento en el que fuera colocada. Y las consecuencias saltan a la vista: se acrecienta la desafección, impera el pesimismo, se nos oscurece el futuro. Somos como esos personajes de novela a los que les retorna algún acontecimiento oscuro de su pasado para tomarse su venganza en el presente y acaban siendo devorados por él.
Es obvio que no podemos seguir así, que necesitamos procesarlos para que no nos sigan arrastrando por la pendiente. Se impone un nuevo comienzo y poder volver a confiar en nuestros políticos y en nuestras instituciones. ¿Pero cómo se hace eso? La etapa de la Transición no nos sirve de mucha ayuda. Allí las condiciones del cambio fueron la renovación (casi) completa de la clase política, la amnistía y el “olvido” de lo anterior. Un verdadero borrón y cuenta nueva. Ahora sabemos, por el contrario, que el presupuesto para el cambio solo puede hacerse desde el “recuerdo” activo y la consiguiente purga de lo que ahora nos acongoja, y con prácticamente los mismos dirigentes y partidos que entonces nos gobernaban. Una nueva clase política no se improvisa de un día para otro.
Difícil lo tenemos cuando nadie se da por aludido con los escándalos o se anuncian indultos para corruptos condenados. O cuando la política cotidiana se ve sacudida casi a diario por cada pequeño avance judicial, que abunda en la desmoralización colectiva. Para pasar página necesitamos una catarsis que nos permita liberarnos de ese peso. Un nuevo campo de juego, nuevas actitudes radicales compartidas por todos. Sin ellas seguiremos condenados a conducir con el espejo retrovisor, sin esperanza, de espaldas al futuro.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 10 de enero de 2014)
La corrupción es el segundo problema de los españoles, por encima de la situación económica. Lo que me planteo es por qué nos sorprende esta noticia. Si la encuesta del CIS se hiciera hoy, la preocupación seguramente sería mayor por lo que estamos viendo: una infanta de España imputada, un juicio en Valencia de un dirigente del PP y las secuelas de todos los escándalos que siguen abiertos. Ahí están Bárcenas, la Gürtel, el registro de la sede del PP, los ERE falsos de Andalucía, la financiación de UGT, los episodios de Galicia? ¿Para qué seguir la relación, si está en la memoria de todos? Un altísimo porcentaje de la información política española la protagonizan la corrupción, los jueces que la investigan y los propios corruptos, muchos de los cuales esperan tranquilamente en sus casas el lentísimo avance de las investigaciones.
Ayer, al término de la reunión del comité ejecutivo del PP, se le preguntó por este asunto a su secretaria general, y Dolores de Cospedal señaló que una de las formas de combatir la imagen de corrupción generalizada es agilizar la actuación de la Justicia. Tiene toda la razón, pero el partido gobernante no puede desentenderse de las medidas concretas. ¿Por qué digo esto? Porque hace poco tiempo, antes de la Navidad, los jueces han pedido medios de apoyo, precisamente para investigar con más eficacia los casos de corrupción. ¿Alguien tiene noticia de que el Gobierno haya tomado nota de la solicitud o se haya comprometido por lo menos a estudiarla? Yo, desde luego, no. Y así vemos cómo un solo hombre, José Castro, se tiene que tomar nueve meses para imputar a la infanta. Vemos cómo Pablo Ruz tiene que encargarse en solitario de la Gürtel, de Bárcenas, de los pagos en B del PP y no sé cuántos casos más que lleva en su juzgado de instrucción. Y vemos cómo la jueza Alaya tiene que destripar también en soledad los dineros de los ERE, los dispendios sindicales y todo ese entorno donde se mezcla la política, el fraude y el sindicalismo.
Es evidente que así las instrucciones se hacen eternas, pueden durar diez o más años sin llegar a juicio y en la sociedad cunde una peligrosa sensación de impunidad de cuantos se dedican o se han dedicado a robar. ¿Y qué hace el poder político? Recrearnos cada poco tiempo con la idea de un pacto inútil o con la iniciativa de hacer un código ético. Eso es todo. Prueben a atender las demandas de los jueces. Prueben a darles los instrumentos de apoyo que piden. Pero háganlo. Si no lo hacen, será legítimo preguntar a quién beneficia su pasividad. Y será legítimo responder: a ellos mismos. Si no hay justicia, está más garantizada la impunidad. Eso es lo que piensa el ciudadano español.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 9 de enero de 2014)
Como se esperaba, el juez Castro decidió ayer la imputación de la infanta Cristina por presunto delito fiscal y de lavado de capitales, y la ha llamado a declarar el próximo día 8 de marzo. Culmina así la pieza separada 25 del caso Palma Arena, la que trata del presunto desvío de fondos públicos a través del entramado Nóos.
Como es conocido, el fiscal anticorrupción, en una pirueta sin precedentes, ya rechazó esa segunda imputación antes de que fuera decidida por el juez, y también se opondrá el abogado del Estado. Tan sólo Manos Limpias, acusación privada, ha pedido la imputación, que sin embargo evita que el asunto se cierre en medio de un monumental escándalo judicial.
El juez ha investigado el manejo de los fondos de la sociedad común Aizoon „utilizados indistintamente por la infanta y por el duque de Palma„, que habría gestionado un millón procedente del Instituto Nóos, sociedad utilizada por Urdangarin y Torres para desviar más de cinco millones de euros de dinero público en actividades "sin ánimo de lucro". Hubiera sido insólito y sorprendente que, en estas condiciones, la esposa del principal inculpado, que compartía cuentas y gastos con su cónyuge, no hubiera sido siquiera llamada a declarar en el procedimiento abierto.
Naturalmente, la inculpación de la infanta Cristina no es ni de lejos una condena, aunque si no es revocada obligará a la hija del Rey a realizar el embarazoso paseíllo mallorquín. Pero en el tratamiento sin privilegios de este miembro de la Familia Real se cifraba nada menos que el principio esencial de la igualdad de todos ante la ley, que el propio jefe del Estado invocó en 2011, en uno de sus discursos de Nochebuena.
El juez Castro, que ya vio rechazada insólitamente una primera imputación a la infanta al prosperar un recurso ante la Audiencia Provincial, se habrá pertrechado de buenos y abundantes argumentos para esta segunda, que se ha practicado de acuerdo con las recomendaciones de la propia Audiencia. Castro sabe perfectamente que el auto se recurrirá „al menos lo hará la defensa de la infanta, en manos del bufete de Miquel Roca„, y de que el resultado del recurso es incierto, puesto que de nuevo está a merced de un complicado juego de presiones e influencias.
No es retórico decir que la Justicia y la Institución Monárquica salen reforzadas de esta decisión judicial, que siquiera momentáneamente aleja las sospechas insidiosas de un trato de favor. La Corona está en horas bajas, según acreditan cumplidamente las encuestas, entre otras razones porque se la achaca responsabilidad in vigilando en los manejos del yerno del monarca, y sólo le faltaría ahora beneficiarse de un trato singular de la Justicia, distinto del que recibiría cualquier otro mortal en las mismas circunstancias.
El caso no ha acabado, y es posible que la Familia Real tenga que soportar aún tragos amargos hasta que se produzca el desenlace penal del escándalo. En cualquier caso, sería muy saludable para el atribulado sistema político que, en lo sucesivo, todos los actores de esta tragedia gestionasen su papel de acuerdo con los grandes principios éticos del Estado de Derecho.
(Artículo de Antonio Papell, publicado en "Diario de Mallorca" el 8 de enero de 2013)
Cuando parecía que la aventura secesionista emprendida por Artur Mas estaba a punto de naufragar, hundida por sus propias desavenencias internas, resulta que el president ha logrado alcanzar por sorpresa un acuerdo in extremis sobre la consulta refrendataria que le permite ganar un año más de tiempo, aplazando de momento hasta 2015 el anunciado fracaso de su liderazgo político. Ha sido todo un golpe de efecto mediático, representado además con una cuidada puesta en escena en medio de la escalada de la tensión generada por el dramático simposio de España contra Catalunya,que deja descolocados a los dos grandes partidos responsables de la gobernación del Estado. De modo que, se mire por donde se quiera, hoy la secesión de Cataluña parece una opción bastante más creíble de lo que se suponía hasta ahora.
Lo cual plantea inquietantes enigmas culturales, entre los que destaca la súbita conversión de los catalanes al nacionalismo étnico, victimista y antiespañol. ¿Cómo es posible que el pueblo más culto, moderno e ilustrado de la península Ibérica haya caído en semejante regresión irracional? Algunos podrían pensar que tal ensoñación ilusoria solo resulta explicable por la eficaz propaganda de unas élites políticas que explotan la credulidad del pueblo catalán para desviar la atención de su propia ejecutoria neoliberal. Pero con esta interpretación regresamos al punto de partida, pues sigue sin entenderse cómo la población española más escolarizada y de mayor desarrollo cívico haya podido caer víctima de tanta manipulación. Y en seguida surge como precedente lo que una historiadora catalana (Rosa Sala Rose) llamó “el misterioso caso alemán”: ¿cómo se entiende que el pueblo más avanzado de Europa inventase el nacionalismo völkisch? Al decir esto, no pretendo recurrir a la llamada “banalización del nazismo”, pues de ninguna forma cabe pensar que el catalanismo pudiera caer nunca en la criminalidad nazi. Pero sí deseo subrayar la flagrante contradicción que existe entre una sociedad vanguardista que en lo material y lo cultural siempre ha estado a la cabeza de España, como es la catalana, y una ideología política tan regresiva e involucionista como es el nacionalismo völkisch: un caso típico de lo que Jeffrey Herf llamó modernismo reaccionario.
Y la explicación que me parece más plausible del enigma catalán es la misma que la del misterioso caso alemán: el factor responsable del hecho diferencial catalán y alemán es el modelo de familia troncal (también genuino de la comunidad foral vasconavarra), basada en la autoridad paterna y el reparto desigual de la herencia en beneficio del primogénito con exclusión del igualitarismo fraterno. Pues, tal como ha argumentado el demógrafo histórico Emmanuel Todd, este tipo de familia da lugar a una antropología política basada en el diferencialismo particularista y el autoritarismo jerárquico, típicos del nacionalismo völkisch. Y esto explica tanto la insolidaridad de la Alemania de Merkel con el resto de la Unión Europea como la negativa de los catalanes a compartir la caja común española del igualitario café para todos.
Pues bien, esta interpretación basada en el tipo cultural de familia troncal también permite explicar que, a la hora de plantear su demanda de secesión, las élites catalanas la formulen como un divorcio unilateral y contencioso, en lugar de inspirarse en el divorcio de mutuo acuerdo. Es lo que se ha denominado impropiamente la deslealtad del soberanismo catalán en su propuesta de consulta secesionista, pues en lugar de pactar la pregunta (y las reglas del referéndum) con el Gobierno central, como se ha hecho por ejemplo en el caso escocés, se ha preferido imponerlo unilateralmente por anticipado, sin consultarlo con la otra parte afectada, según la fórmula anunciada el pasado 12 de diciembre. Esta deslealtad unilateral, que revela su contenciosa premeditación, es la que obligó al PSC a retirarse de la consulta del derecho a decidir.
Ahora bien, exigir un divorcio contencioso sin buscar el mutuo acuerdo genera importantes consecuencias perversas, pues obliga a la otra parte a responder también en términos igualmente conflictivos y contenciosos. ¿O es que Artur Mas y Oriol Junqueras esperaban que Rajoy y Rubalcaba se comportasen como mansos cristianos, caritativamente dispuestos a poner la otra mejilla para que se la sigan abofeteando? Por tanto, a partir de esta demanda contenciosa de divorcio unilateral, solo cabe esperar que entre Barcelona y Madrid se desate la guerra de los Rose; y no me refiero ahora a la historiadora catalano-germana antes citada sino a la película del mismo título de Danny DeVito (1989), en la que el conflictivo divorcio entre Michael Douglas y Kathleen Turner concluye con la autodestrucción mutua de la casa común. Y ese mismo es el destino que cabe esperar de la guerra política, cultural y jurídica que a partir de ahora se va a desencadenar entre Barcelona y Madrid, concluyendo probablemente como el rosario de la aurora.
Para redondear el argumento, resulta evidente que esta decisión de optar por el divorcio contencioso, siempre cargado de riesgos para ambas partes, en lugar de preferir el mucho más razonable divorcio de mutuo acuerdo, se ha adoptado para crear un artificial clima de polarización política que exacerbe las pasiones etnocéntricas del nosotros contra ellos y ellos contra nosotros. Con lo cual se espera favorecer el voto secesionista emocionalmente irracional en detrimento del mucho más razonable voto económico, que desaconsejaría un divorcio contencioso por ser mutuamente empobrecedor para ambas partes.
Todo ello con la pasividad del Gobierno central, que se ha limitado a seguir el juego del secesionismo contencioso al no hacer nada por reconducirlo hacia el mutuo acuerdo. Y de esta forma se produce una nueva vuelta de tuerca en el creciente deterioro y regresiva degradación del patriotismo constitucional, si entendemos por ello el mayoritario apoyo ciudadano a los principios constitucionales de igualdad ante la ley y respeto a su imperio legal. Un patriotismo constitucional que impone la regla de oro de respetar los derechos de las demás partes como condición a priori para poder ejercer los propios.
Es la regla de oro que está violando el secesionismo contencioso catalán, al no respetar como debiera los derechos del resto de españoles. Pero si lo hacen así es porque consideran que sus propios derechos fueron violados en 2010, cuando el Tribunal Constitucional anuló a instancia del PP unos artículos del nuevo Estatut aprobado por todos los catalanes; artículos que sin embargo fueron respetados en otras reformas estatutarias como la andaluza o la valenciana. Y este maltrato diferencial es el que más ha perjudicado al patriotismo constitucional hasta deslegitimarlo a juicio de buena parte de los catalanes, que ya no dudan en tratar de ejercer de facto sus propios derechos contenciosa y unilateralmente.
(Artículo de Enrique Gil Calvo, publicado en "El País" el 31 de diciembre de 2013)
Que un producto de primera necesidad, la luz eléctrica, suba un 11,5 % en el 2014 después de que el ministro de Industria asegurara lo contrario es un escandalazo que debería provocar la dimisión de quien demuestra ser, o un absoluto incapaz, o un redomado mentiroso.
Esa subida de precios, brutal en un país que atraviese una crisis económica durísima, afectará de manera especial a los cientos de miles de personas que no pueden pagar ya sus recibos. Supondrá, además, un motivo de empobrecimiento adicional para una clase media que ha visto cómo su nivel de vida, conseguido con durísimos esfuerzos, ha caído desde el 2008 de una forma estrepitosa. Y añadirá grandes dificultades a muchas empresas que, dependientes de la energía eléctrica para producir sus bienes y servicios, deberán asumir un sobrecoste insoportable en una época en que gran parte de las que todavía resisten lo hacen a duras penas y bastantes con la amenaza permanente de cerrar.
Pero, sobre los daños generales que se derivarán de una subida que es ya tan tradicional como los Reyes -aunque unos ponen y la otra nos saquea los bolsillos- existe en el precio de la luz un factor adicional, que convierte a los consumidores en los parias de un mercado que carece por completo de aquello que constituye su negocio: claridad. Pues pocas cosas hay más herméticas que el proceso que lleva a la fijación del precio de la electricidad para los consumidores.
Cuando uno entra en una tienda y se lleva un kilo de chuletas o en un concesionario y compra un automóvil, sabe, con una razonable precisión, por qué cuesta lo que cuesta y por qué paga lo que paga.
¿Hay alguien en España que sepa interpretar un recibo de la luz? Seguro que no, por la sencillísima razón de que esos recibos están diseñados para que nadie los entienda y no pueda así reaccionar al tener conocimiento de que lo que paga por la luz es bastante más de lo que esa luz cuesta en el mercado. Más, sí, porque en nuestros recibos -que, para lo que nos sirven, podían redactarse en japonés- figuran unos llamados peajes, que incluyen los llamados costes fijos del sistema, además de los incentivos a las energías renovables y al carbón, la moratoria nuclear o el funcionamiento de la Comisión Nacional de la Energía. Sí, sí, todo eso paga usted, al pagar su recibo de la luz, para gran alegría de los benefactores de la humanidad que se están llenando los bolsillos con las energías renovables.
Tal cosa es una estafa escandalosa, aunque, conociendo este país, siempre podría ser peor: podría ser que en el recibo de la luz abonásemos también un peaje específico para pagar los sueldazos de los expresidentes del Gobierno (González y Aznar) o de los exministros de Economía (Salgado y Solbes) que se sientan en los consejos de administración de las eléctricas.
(Artículo de Roberto L. Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 20 de diciembre de 2013)
Las sucesivas detenciones e imputaciones de personas relacionadas con el desarrollo de la Plataforma Logística de Zaragoza (Plaza) dejan en evidencia el fracaso de un modelo que hoy se derrumba bajo el peso de las sospechas. Las investigaciones de la Fiscalía han puesto luz sobre un cúmulo de prácticas presuntamente irregulares, cuya extensión e intensidad sobrepasa cualquier cálculo previo. Y el proceso está lejos de llegar a su fin.
EVIDENCIAS APLASTANTES
Ya van doce imputados. Ocho de ellos tienen que ver con obras llevadas a cabo por la UTE Acciona-López Navarro, sobre las cuales se acumulan evidencias relativas a supuestos sobrecostes en diversas contratas, el endosamiento a Plaza de facturas correspondientes a trabajos realizados en beneficio de algún directivo y un peloteo de encargos por el que la citada UTE acabó pagando un estudio técnico sobre taludes a la guardería infantil propiedad de las hijas del exgerente de la plataforma, Ricardo García Becerril. Pesa sobre esta aparente trama tal carga de prueba, que sólo un ejercicio de ingenuidad extrema permitiría concluir que allí no pasó nada.
Cada día surgen nuevas derivadas que van más allá de la UTE. El último informe de la UDEF (unidad policial para delitos económicos y fiscales) recoge inexplicables pagos de diversas empresas a la guardería antes citada. Uno de ellos podría proceder de Agapito Iglesias, cuya constructora tuvo importantes encargos en Plaza.
RESPONSABILIDADES POLÍTICAS
Plaza empezó bien pero evolucionó de una forma tan tortuosa como opaca. El objetivo inicial se complicó con la aparición de nuevas subsociedades públicas destinadas a los más variados y absurdos fines. La dirección política del proyecto se dispersó en circunstancias poco claras. De hecho, altos cargos del propio Gobierno aragonés presidido por el socialista Marcelino Iglesias han sido imputados en relación con la construcción de una nave, entre ellos el viceconsejero de Obras Públicas, Carlos Escó.
Este escándalo exige explicaciones políticas, sobre todo por parte del PSOE. El PP ha abandonado su aparente indiferencia para tomar un papel más activo en el esclarecimiento de los hechos. Pero hace falta un debate público que aclare responsabilidades.
(Editorial de "El Periódico de Aragón", publicado el 19 de diciembre de 2013)
Según los últimos barómetros del CIS, uno de los problemas que más nos preocupan hoy a los ciudadanos, tras el paro, la corrupción y la crisis económica, es el de la política y los políticos. Nos preocupa más que el terrorismo, que la inseguridad ciudadana, que nuestro deficiente sistema educativo, que la sanidad, cada día más diezmada por los recortes. ¿Por qué está sucediendo esto?
La política exige a los que hacen de ella su modo de vida no pocos sacrificios. Muchos de nuestros políticos cobran sueldos demagógicamente bajos (un ministro gana poco más que un directivo medio en una gran empresa), trabajan muchas horas y están sometidos a un permanente escrutinio público y a las críticas más feroces, con frecuencia totalmente inmerecidas. ¿Por qué les estamos perdiendo el respeto, justo ahora que la crisis económica está agudizando las tensiones sociales y más les necesitamos para mediar y resolver los conflictos que surgen?
La respuesta obvia es que les estamos perdiendo el respeto porque primero se lo han perdido muchos de ellos (no todos, por supuesto). Que les vemos como un problema porque con su incapacidad para sacarnos de verdad de la crisis, con los escándalos en los que están implicados y con sus acusaciones cruzadas de financiarse ilegalmente y de amparar en sus filas a granujas y delincuentes, se han convertido en un problema. Hay buenas razones para sospechar que el partido que gobierna ha vivido instalado durante muchos años en la mentira de la financiación ilegal. ¿Cómo no les vamos a ver como un problema?
Les estamos perdiendo el respeto porque ellos mismos se lo pierden cada vez que, para no tener que asumir responsabilidades, se esconden en los múltiples recovecos de nuestro deficiente sistema judicial, cuando ponen en entredicho a toda la clase política con el no es verdad, pero tú más con el que suelen reaccionar cuando son acusados de corrupción (sin darse cuenta de que, como cualquier niño mínimamente avispado aprende enseguida, dos excusas son siempre menos convincentes que una sola); cuando se cambian cromos para cubrirse, cuando se valen de los privilegios de su posición —aforamiento, etcétera— para no responder por sus actos. Debería ocurrir lo contrario. Deberían ser ellos mismos los que mostraran con orgullo que una de las grandezas de su profesión es la responsabilidad que deben asumir no solo por sus actos criminales cuando los cometen, como cualquier hijo de vecino, sino por todos los actos propios o de sus subordinados susceptibles de poner en tela de juicio su competencia, su credibilidad o su honorabilidad. Pero muchos solo se acuerdan de esta responsabilidad cuando se trata del adversario.
Los diputados al Congreso —la encarnación de la soberanía, los políticos por antonomasia— se pierden el respeto a sí mismos cada vez que ocupan su escaño sin reclamar que lo abandone la diputada Andrea Fabra, que alcanzó fama merced a aquel edificante “que se jodan” dirigido a los parados. ¿Cómo no advierten que la presencia de esta señora en el hemiciclo empaña toda su labor? Es algo que debería ofender a todos, pero sobre todo a los miembros de su partido.
El descrédito de los políticos es muy peligroso. Como escribió Jaume Perich, los que creen que todos los políticos son iguales acaban conformándose con los peores. No hace falta recordar lo que ocurrió en Italia tras la profunda crisis de confianza en los políticos de los años noventa: 20 años de berlusconismo. Además, es tremendamente injusto para muchos que, día tras día, dan lo mejor de sí mismos sin apenas compensaciones.
Posiblemente, sin la crisis económica nuestros políticos no estarían tan desacreditados. La crisis ha roto un contrato básico entre gobernantes y ciudadanos: a cambio de los privilegios del poder, los gobernantes deben proporcionarnos seguridad y prosperidad. Si cumplen con su parte, estamos dispuestos a perdonarles muchas cosas, como se ha visto en pasadas elecciones. Pero hoy que la prosperidad brilla por su ausencia, no les perdonamos nada. Además, la globalización de la economía ha dejado a los gobernantes poco menos que inermes ante la crisis. Para rematar, los políticos son el único colectivo que se autorregula, con unas reglas del juego que, en los partidos, protegen demasiado a las cúpulas y, en el Congreso, protegen demasiado al Gobierno. El resultado es que, en el seno de los partidos, hay muy poco debate; y el que hay en el Congreso suena a menudo a tongo.
Sin duda, en este descrédito de la política hay un poco de ingenuidad por nuestra parte. A menudo, esperamos demasiado de ellos. Muchos políticos van a lo suyo, como casi todo el mundo. Cuando sus intereses personales coinciden con los de su partido, defienden los de su partido, y cuando los de su partido coinciden con los generales, defienden los intereses generales. Con encomiables excepciones —y las hay en abundancia—, esto es así y es humano que así sea. Lo que hay que hacer es asumirlo y establecer normas y crear instituciones que impidan que sus intereses personales prevalezcan sobre los generales. Es una cuestión de vigilancia y de transparencia, de limitaciones y de contrapesos. También los empresarios van a lo suyo, por ejemplo, y ello no obsta para que, en una economía bien regulada, cumplan una función social ejemplar.
Con frecuencia creemos que los políticos, y en particular los gobernantes, están más capacitados que el resto de los ciudadanos para ejercer el poder. Ello puede ser cierto, si hay suerte —y a veces la hay—, o no serlo. Para lo que sin duda están más capacitados que el resto de los ciudadanos es para alcanzar el poder y conservarlo, y por eso están ahí. Pero no es lo mismo, lógicamente. Les debemos respeto por razón de sus cargos —un respeto que a veces aquí se les regatea, en detrimento de las instituciones—, pero son humanos y tienen tantas limitaciones como todos nosotros, y pensar lo contrario es más propio de una dictadura que de una democracia. Como escribió Montaigne hace más de cinco siglos, en vano se encaraman sobre unos zancos, pues aun con zancos tienen que andar sobre sus propias piernas, y en el trono más elevado del mundo siguen estando sentados sobre sus posaderas. Tenerlo presente nos puede ahorrar muchos desengaños.
En un cuento de Lydia Davies (City Employment), el narrador sostiene que el Ayuntamiento de Nueva York contrata a tipos que se comportan como locos para que los neoyorquinos puedan sentirse cuerdos. De igual modo, a veces parece que algunos políticos solo están ahí para que los ciudadanos nos podamos sentir honrados. Sin embargo, pese a sus carencias y defectos, hoy les necesitamos más que nunca. La erosión de las instituciones y el desgaste del sistema —en casi todos los frentes— exigen políticos de fuste, con imaginación y valentía. Tienen ocasión de redimirse, de mostrar la grandeza de su profesión. Ojalá estén a la altura.
(Artículo de Carles Casajuana, publicado en "El País" el 18 de diciembre de 2013)
Hay un modo de despilfarro del que no se habla casi en España y que, sin embargo, es tan dañino económica como moralmente. Yo diría que es aún más perverso que ese absurdo tirar el dinero en las ocurrencias públicas y privadas que tanto se denuncian y discuten. Por supuesto que hacer obras estúpidas y caras utilizando dinero público es una notoria indecencia. Espero que lo hayamos aprendido. Pero el despilfarro que quiero aquí señalar horada también la estima personal y la riqueza más profunda de la comunidad, y por eso seguramente es una perversión más honda y lesiva que enterrar recursos en construcciones, eventos y mordidas. Cuando en estas cosas se acaba el dinero, aparece ante el público toda la osadía y la desvergüenza de los responsables como un panorama de ruinas y causas criminales. Pero el otro despilfarro es peor, porque no depende solo del dinero, sino de la ausencia de pautas de cooperación y del triunfo del sectarismo político y la intolerancia; entre sus pliegues vuelve a adivinarse el viejo cainismo hispano. Y aunque sus consecuencias no son tan espectaculares como aquellas, minan, sin embargo, en silencio la moral de nuestra sociedad, y desbaratan los hilos de la cooperación colectiva en asuntos de demasiada importancia.
Siempre que hay en España unas elecciones, de cualquier ámbito que sea, se producen cambios numerosos y drásticos en parte —y no poco importante— del personal que presta sus servicios en la Administración Pública. Los nuevos mandarines proceden inmediatamente a nombrar en subdirecciones, vocalías, cargos de confianza, consejos y figuras parecidas, a funcionarios o profesionales que pertenecen a sus partidos, círculos o simpatías. En definitiva, gentes de la propia persuasión, de la propia cuerda. Lo que resulta de ello es que la mayoría de aquellos que desempeñaban tales funciones pasan ahora a habitar un espacio profesionalmente incierto. Se trata de cientos, acaso de miles, de profesionales de alta formación, cuya potencial aportación a la fuente de la riqueza social se ignora, se despilfarra.
Se ve a especialistas internacionales en protección del medio ambiente fichar por empresas privadas o asociaciones profesionales ¡extranjeras! Se ve a diplomáticos de larga experiencia vegetar en los pasillos del ministerio. Se ve a técnicos muy cualificados en derecho fiscal e inspección tributaria ser desahuciados fríamente de sus posiciones pretextando que no son de fiar. Todos ellos acabarán Dios sabe dónde, en la empresa privada o en la pura inacción, pasando los días mano sobre mano. A veces se sabe que algunos de esos funcionarios son condenados a tener su mesa vacía de expediente alguno y dejar transcurrir la jornada mirando tristemente la oquedad de su tiempo de trabajo.
No estoy exagerando. Para muestra basta un botón. Estos días, un alto funcionario de la Administración del Estado, Jaime Nicolás Muñiz, se ha visto obligado a denunciar al ministro del Interior por practicar con él eso que se llama mobbing [acoso]. Ha estado meses y meses sentado en una mesa sin que le fuera encomendado asunto alguno. Aquí lo que puede parecer una anécdota resulta ser también una categoría: su formación es envidiable para cualquier país, tanto por lo que respecta a su experiencia como servidor público como por lo que respecta a su cultura y su formación. Y parece ante todo un administrador público, no un político de partido o confesión alguna. Un funcionario a lo Weber en el más estricto sentido de la palabra. Un ejemplo de los muchos que podrían traerse aquí. Pues bien, todo ese conocimiento se desperdicia miserablemente. Su sueldo —nada bajo— se le sigue pagando, sin embargo, con rigor; por supuesto, con cargo al contribuyente. Como a tantos otros. Doble despilfarro, pues, y una herida honda en la estima moral no solo suya, sino de muchos otros servidores públicos que temen así ser usados y tirados por el primer fanático que siguiendo uno u otro de los azarosos y a veces no tan dignos caminos que acaban en una cartera ministerial haya alcanzado alguna de las esferas del mandarinato político.
En la España del XIX, los vaivenes incesantes de la política provocaban periódicamente una simple expulsión de funcionarios que los precipitaba en un desierto profesional que tenía incluso nombre y estatus jurídico: la cesantía. Los cesantes constituyeron una más de las manifestaciones de la inmadurez del Estado liberal en España. Cuando cambiaba el Gobierno cambiaba toda la Administración, y aquellos a los que les tocaba cesar malvivían anhelando el siguiente cambio ministerial. Galdós los retrató en todo su amargo desamparo en su novela Miau. Ramón Villaamil, empleado público innovador que se había propuesto nada menos que incorporar al sistema fiscal español el income tax [impuesto sobre la renta] solo puede dedicar su tiempo a impetrar el favor o la generosidad de los nuevos favoritos. A lo mejor vale la pena releer sus fatigas para descubrir la razón de que lo de hoy recuerde a lo de ayer. Porque muchas carreras de servidores públicos que están también hoy a merced del favor de los políticos. Sin duda, hemos mejorado mucho en garantías personales y profesionalidad de la función pública, pero hay demasiados políticos que no han aprendido todavía dónde pueden estar los límites de la arbitrariedad y del sectarismo.
A veces, este doble despilfarro me recuerda también aquellas subvenciones estúpidas que dio en conceder hace años la Comunidad Europea: se pagaba a los agricultores para que no sembraran sus campos. No hay que excluir que esta absurda política sea la responsable del abandono del campo español. Hoy se hace algo parecido con muchos funcionarios: son pagados, pero se les condena a no trabajar. Y tampoco hay que excluir que eso vaya ser responsable de la degradación de la Administración Pública. Y seguramente el despilfarro material no es lo peor: semejantes prácticas en el empleo público pueden acabar en un peligroso envilecimiento de los funcionarios mismos, que acabarán por sentirse obligados a desarrollar externamente conductas obsequiosas impropias de un profesional digno. Sí, digno, porque se trata también de un problema de dignidad.
El Partido Popular corre el riesgo de echar a perder por segunda vez la mejor oportunidad que ha tenido la derecha española contemporánea de articularse como un partido conservador a la altura de los tiempos. La primera fue con José María Aznar, cuyo retrato histórico —al contrario de lo que él mismo parece suponer— será previsiblemente insignificante y negativo. Y no solo porque después del logro de convivencia que supuso la Transición volviera a la intemperancia y el desdén. Lo será sobre todo porque impidió la formación de un partido que podía haber representado con toda dignidad y sin sectarismo al más importante segmento del moderno pensamiento conservador español. En lugar de hacer esto, interfirió su rumbo más fructífero y prometedor incrustando en sus nódulos la intolerancia de grupos políticos, religiosos y sociales cercanos a su obtusa personalidad, y propiciando en él sus actitudes intransigentes y sectarias.
En su segunda oportunidad, el partido parece haber aceptado esa parte de su legado sin beneficio alguno de inventario; esa ha sido su práctica cuando ha estado en la oposición, y muchos de sus actuales dirigentes parecen querer proseguir en el Gobierno con aquel temple agresivo y excluyente, con esa impronta autoritaria que no duda en relegar a cualquiera en aras de los intereses del partido. Con aquel autoritarismo anticuado que definió tantas veces a nuestra vieja derecha y que vuelve a estar demasiado presente en la práctica política de la actual. Aquí y allá, sigue hoy advirtiéndose en sus filas el fanatismo que habita en círculos religiosos intolerantes y en mentes políticas integristas. Y quizás una de sus manifestaciones más nocivas sea esa de darse, como si de un plan de trabajo deliberado se tratara, a la práctica de la exclusión y ninguneo de servidores públicos no afines, una práctica indeseable que está volviendo a producir entre nosotros un estúpido despilfarro económico y humano.
(Artículo de Francisco J. Laporta, publicado en "El País" el 16 de diciembre de 2013)
Cuenta Vargas Llosa en su última novela El héroe discreto que cuando Felícito Yanaqué preguntó al doctor Castro Pozo qué opinaba de él, este le contestó: que es usted un hombre ético, don Felícito. Ético hasta las uñas de los pies. Uno de los pocos que he conocido, la verdad.
Y sigue contando el autor que, intrigado ante la respuesta, don Felícito se preguntó qué querría decir eso de “un hombre ético”, y se prometió a sí mismo comprarse un diccionario un día de estos.
Haría bien el señor Yanaqué buscando la palabra en el diccionario, porque, aunque bien poca cosa podría aportarle, peor sería recurrir a la LOMCE, que ha eliminado aquella asignatura llamada “Ética”, con la que todos los grupos sociales estaban de acuerdo. Y lo estaban porque se proponía dar a conocer a todos los alumnos, con luz y taquígrafos, las propuestas y principios éticos que una sociedad democrática comparte, de modo que fuera posible en las clases estudiar, debatir sobre ellos y aprender a ejercitarse en la autonomía y la solidaridad, que les serán indispensables como personas y como ciudadanos.
Ciertamente, podría decirse que las gentes pueden ser morales con tal de tener una buena influencia familiar, como le ocurrió a don Felícito. Pero en sociedades pluralistas y complejas como las nuestras, las fuentes morales de inspiración para niños y jóvenes son las familias, los amigos, las escuelas, las redes, los medios de comunicación; y, como es evidente, nada asegura que todas las familias enseñen lo mejor moralmente, ni tampoco los demás agentes sociales. Por eso resulta indispensable en la educación formal una materia con el nombre de “Ética”, que ayude a reflexionar sobre los contenidos éticos compartidos a los que no podemos renunciar.
La cuestión no es menor. Y se extiende a la inmensa mayoría de planes de estudio de las carreras, en las que se prepara a los alumnos para ser profesionales, sea en las universidades, sea en las escuelas de diverso tipo. En bien pocas figura alguna asignatura que abra un espacio para aprender, reflexionar y debatir sobre la ética de la profesión.
Si alguien, intrigado, pregunta por qué es así, puede encontrarse con dos respuestas. Una es “no sabe, no contesta”. Otra, que la ética es tan importante para esa carrera que la han convertido en transversal, que todos los profesores enfocan sus materias desde una perspectiva ética. Evidentemente, esto no se lo cree nadie. En la vida cotidiana los profesores dan sus programas, si es que el tiempo les llega; y si en alguna ocasión se proponen un enfoque común, las más de las veces se demuestra que lo que es de todos no es de nadie, al menos en este país. Con lo cual la materia en cuestión se escapa entre los dedos de la presunta transversalidad.
Y esto es un sobrentendido, porque las matemáticas o la estructura financiera, por poner dos ejemplos, no desaparecen de los programas de estudios, convirtiéndose en transversales. Cosa que debería ocurrir si el grado de importancia de una materia es la que le permite el honor de convertirse en transversal, tanto en el caso de las dos materias mencionadas como en el de una infinidad más de las que componen los currículums en las instituciones académicas. Pero no es así, sino que, con toda lógica, cada una se estudia por separado y goza de un horario propio, aunque todas estén vinculadas entre sí, porque todos los saberes humanos lo están.
Por otra parte, como le oí decir a un colega, una sociedad demuestra que una materia le parece indispensable para la formación de un profesional cuando la incluye explícitamente en su plan de estudios.
Y si damos por bueno, como creo que así es, que un profesional no es solo un técnico, sino aquel que pone los conocimientos y las técnicas propias de su campo al servicio de los fines que dan sentido a su profesión, en el periodo de formación necesita aprender cuáles son esos fines, qué propuestas éticas son las más relevantes, qué excelencias del carácter es preciso desarrollar, y analizar en el aula casos concretos del ejercicio profesional, en diálogo con profesores y compañeros. Aprender todo esto requiere estudio, claro está, pero sin ese saber ético no puede haber profesionales de cuerpo entero.
Recuerdo las palabras de un querido compañero de una universidad politécnica: en muchas ocasiones, al leer el periódico y ver los desastres que se producen en puentes, bancos o empresas me pregunto qué profesionales estamos formando. Por su empeño decidido y por el de otros profesionales que se han batido el cobre en esta brega, en algunos ámbitos politécnicos se han incorporado la ética de la ingeniería, de la arquitectura o de la empresa; en el campo sanitario, la bioética y la ética de la enfermería; y las escuelas de negocios abren también espacios para la ética.
¿Esto garantiza que de estos estudios se sigan necesariamente buenas prácticas? Claro que no. Pero eso ocurre en todos los estudios, que los buenos conocimientos no se convierten en buenas prácticas si los profesionales no tienen la voluntad decidida de hacerlo.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 15 de diciembre de 2013)
¿De quién es lo público? La pregunta ofende, lo público es lo que es de todos. Pues no. ¿Se acuerdan de cuando se decía que “Hacienda somos todos”? ¡Nada de eso!, Hacienda es del ministro Montoro. Igual que la educación es del ministro Wert y la calle es del ministro Fernández Díaz, aunque este último ahora la comparta con las empresas de seguridad privada. La patrimonialización de lo público por parte los departamentos ministeriales comienza a ser algo a estudiar. Lo que es de todos o lo eliminan con los recortes, o lo enajenan, como una parte de la sanidad y la seguridad, o lo quieren para ellos solos, como también ocurre con la radio y televisión públicas.
Lo público es de ellos. Han confundido gestión con apropiación. Y esto no tiene nada que ver con la crisis, sino con un “talante”, con una determinada forma de gobernar en la que el mandato electoral se interpreta como un cheque en blanco para administrar lo común como si fuera su propio cortijo. Se han contagiado de eso a lo que Bourdieu se refería como la “nobleza de Estado”, la conversión del bien público en bien privado, “la cosa pública, en su cosa”.
¡Pobre Estado! Hasta ahora siempre pensábamos que estaba relativamente inmune a los vaivenes de los diferentes Gobiernos. En parte porque sus altos cuerpos de funcionarios constituían una formidable barrera frente a la politización de sus funciones. Eso ya es una mera presunción. No es lo que vemos en Hacienda, por ejemplo, donde el poder omnímodo del ministro le sirve para destituirlos cuando le conviene; o, y esto ya roza lo intolerable, se permite la libertad de amenazar a los medios que lo critican en un gesto que delata la intención de que estos deben asimismo plegarse a su voluntad. ¿Quieren apropiárselos también? Tampoco lo percibimos en el poder judicial, tan entregado en su gestión interna a la alianza con los partidos. Ay, estamos solos. El tecnocratismo autoritario de la primera parte de la legislatura se está convirtiendo en autoritarismo tout-court. ¡Esperemos que ahora no digan que Alemania es también responsable de todo esto!
Pero lo que de verdad irrita es que son incapaces de aprender. No parecen haberse enterado de que ya no somos dóciles ciudadanos dispuestos a tragar el reparto de cromos partidista en las instituciones del Estado, ni su prepotencia, ni su pretensión de arrogarse la representación exclusiva del interés nacional. No, la crisis nos ha hecho crecer. Y sabemos que lo público es más nuestro que suyo. Y que la aparente debilidad de la oposición o el freno de la recesión no les dan carta blanca. El colmo es que luego encima se dicen preocupados por la desafección ciudadana. Sí, nos toman por tontos.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 13 de diciembre de 2013)
La historia es una disciplina compleja y los historiadores un grupo diverso, que toman diferentes caminos y enfoques para aproximarse al material investigado y que pueden interpretar los acontecimientos del pasado, siempre a través de las fuentes disponibles, de forma diferente.
Una cosa, sin embargo, son los análisis y narraciones sobre la historia y otra muy diferente los usos y abusos que se hacen de ella. Las conmemoraciones históricas pagadas por las instituciones políticas suelen ser buenas pruebas de cómo puede utilizarse el pasado para justificar el presente. Los políticos lo hacen a menudo: deforman la historia para adaptarla a sus propios fines. Y lo pueden hacer escogiendo mitos o lugares comunes que explican sus argumentos o distorsionando las pruebas para llegar al fin deseado.
Esa tensión entre la investigación histórica y sus usos políticos ha salido claramente a la luz con toda la polémica sobre el simposio “España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014)”, organizado por el Centro de Historia de Cataluña, dependiente del Departamento de Presidencia de la Generalitat. Pese a lo bonita que puede resultar la celebración, no hay un hilo conductor que una aquel pasado de 1714 con el presente, como si la historia de España de los siglos XVIII, XIX y XX hubiera sido una lucha continua de España contra Cataluña y del “pueblo” catalán contra España para mantener sus libertades.
La historia proporciona abundantes ejemplos de lo contrario y si ampliamos el enfoque a una historia social, y no solo política e institucional, donde los obreros y campesinos, clases trabajadoras en general, se constituyen en el principal sujeto histórico, el objeto de estudio “España contra Cataluña” constituye una clara simplificación. Una historia que deje de concentrarse en las vidas y acciones de los dirigentes y preste atención, por el contrario, a amplios segmentos de la población y a las condiciones bajo las que vivían, que desplace el foco de interés desde las élites a las vidas, actividades y experiencias de la mayoría de la población, proporcionaría resultados distintos. No creo, por ejemplo, que la historia del anarquismo, tan presente en la Cataluña contemporánea, sus conflictos, luchas de clases y violencia, las ejecuciones en Montjuic, la organización de grupos de pistoleros por parte de la patronal, el terrorismo anarquista o el anticlericalismo, pueda interpretarse como una historia de España contra Cataluña.
Las declaraciones interesadas sobre la historia, ampliamente difundidas y manipuladas por medios de comunicación de diferente signo, contribuyen a articular una memoria popular sobre determinados hechos del pasado, hitos de la historia, que tiene poco que ver con el estudio cuidadoso de las pruebas disponibles.
Los historiadores debemos contribuir al debate, a la cultura y a la revisión y reconstrucción del pensamiento político y social. Debemos defender el análisis histórico como una herramienta crítica para sacar a la luz las partes ocultas del pasado, lo que otros no quieren recordar. Y aunque el conocimiento del pasado está limitado por las disputas entre historiadores, por los diferentes puntos de vista, por la tensión entre subjetividad y objetividad, lo que debe siempre evitarse es buscar los hechos más convenientes para apoyar las ideas favoritas de los gobernantes. Algo difícil de evitar cuando todo eso se hace y se organiza desde instituciones públicas orientadas por el poder político de turno, en vez desde congresos científicos independientes de ese poder.
Promover una buena educación sobre la historia parece a muchos irrelevante, pero, mientras tanto, las celebraciones oficiales siguen alimentando relatos míticos, simplificados, para consumo popular, a mayor gloria del poder. Por eso solo generan polémicas y fuertes disputas políticas y mediáticas los congresos de historiadores donde está en juego un relato en el que el pasado se hace presente, aunque solo en las partes que cumplen la función deseada. El resto de los congresos, como sabemos muy bien los historiadores, pasan, afortunadamente, visto lo visto, desapercibidos.
(Artículo de Julián Casanova, publicado en "El País" el 12 de diciembre de 2013)
Sectores diversos de Cataluña están escandalizados por la inminente celebración en Barcelona de un simposium titulado ´España contra Cataluña, una mirada histórica´, con el que se abren los fastos nacionalistas del tercer centenario de 1714 y cuyo sorprendente título es ya en sí mismo una burda tergiversación de la historia, impropia de profesores universitarios. El prestigioso Josep Fontana, que lo inaugurará, ya se desmarcó hace días del título y aseguró que a él le habían invitado a explicar la complejidad de los últimos trescientos años, y eso iba a hacer.
Las críticas, de momento, se han centrado como es lógico en el título del evento. Así por ejemplo, Antonio Elorza, en un certero artículo, expresó o siguiente: "Un Congreso que examinara el ´España contra Cataluña´ con interrogante y participación plural sería incluso necesario hoy. Planteado como está, atiende únicamente a la recomendación de un conocido demagogo: ´La comprensión es una base demasiado frágil para las masas; la única emoción que no vacila es el odio´".
Sin embargo, el director del Centro de Historia Contemporánea de Cataluña (CHCH) -un organismo del Departamento de la Presidencia de la Generalitat-, que organiza el simposio, Jaume Sobrequés , y el director del Instituto de Estudios Catalanes, Joan Domènec Ros, han asegurado al presentar el evento a la prensa que el título del congreso "no se discute", pues es "absolutamente adecuado" y muestra una "realidad indiscutible". Sobrequés, envalentonado, ha explicado que el simposio analizará la "animadversión" y el "expolio" contra Cataluña de sucesivos gobiernos españoles, democráticos o dictatoriales, en los últimos tres siglos.
Conviene saber que Sobrequés, un tránsfuga del PSC que representó a su partido en el parlamento de Cataluña durante dos legislaturas (1988-1995) y se dio de baja pocos meses antes de las autonómicas de 2010 para subirse al carro de CiU y respaldar su proyecto soberanista, ha publicado este año ´Cap a la llibertat. La llarga marxa de Catalunya cap a la independència´, una soflama semioficial e incendiaria en pro de la ruptura.
El planteamiento del simposio es descabellado, y no cabe aquí una argumentación extensa. Baste decir que los hechos de 1714, cuya conmemoración es fermento independentista, no fueron una confrontación entre Cataluña y el resto de España sino una guerra sucesoria internacional muy compleja; y quien quiera explorar lo sucedido puede recurrir, por ejemplo, a fuentes tan acreditadas como las de Jaume Vicens Vives ("Aproximación a la Historia de España") y/o Juan Reglá ("Historia de Cataluña").
La escritora Laura Freixas escribía el 5 de diciembre en ´La Vanguardia", en relación con este simposio y para descalificar las manipulaciones históricas, que ella misma, catalana por los cuatros costados nacida en 1958, creció "rodeada de familias catalanas de toda la vida que jamás alzaron la voz contra el franquismo y que hablaban castellano con sus hijos. Si quieren más detalles, lean las memorias de Esther Tusquets, ´Habíamos ganado la guerra´, excelente retrato de esos catalanes franquistas que ahora nos quieren hacer creer que no existieron".
Y la escritora concluye, en un rapto más de sentido común: "yo no soy independentista por muchas razones. Pero si lo fuera, el que un organismo dependiente de la Generalitat organice un curso como éste me haría saltar todas las alarmas, porque quien empieza mintiéndonos de forma tan burda, ¿adónde nos va a llevar?"
Por fortuna, muchos catalanes también lo han pensado. Y cada vez son más.
(Artículo de Antonio Papell, publicado en "Diario de Mallorca" el 11 de diciembre de 2013)
La casualidad ha querido que la ceremonia fúnebre oficial por Nelson Mandela coincidiera con el 65° aniversario de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El líder sudafricano vivió en carne propia la violación de aquellos derechos pero fue también el hombre que emancipó a la mayoría de su país y unió a blancos y negros. Madiba, como se le conocía familiarmente, recibió ayer el homenaje alegre y ruidoso de su gente que habían desafiado la lluvia torrencial para estar allí, en el estadio de Soweto. También allí Mandela mereció el elogio de una multitud de dignatarios y personalidades desplazados a Sudáfrica para decirle el último adiós. Se oyeron muchas palabras hermosas en aquel escenario, pero también hubo mucha hipocresía.
El presidente Obama, con su estupenda habilidad para los bellos discursos habló de Mandela como del icono mundial de la reconciliación y denunció a los dirigentes que se dicen solidarios con el líder sudafricano fallecido pero no toleran la disidencia en sus países. Escuchando sus palabras ahí estaban varios autócratas o dictadores de la peor especie, como el presidente equatoguineano Teodoro Obiang o el de Zimbabue, Robert Mugabe. Y entre los oradores tomó la palabra Li Yuanchao, el vicepresidente de China, país donde la pena de muerte es común y frecuente mientras la libertad de expresión, entre otras, está duramente recortada.
Ni siquiera el propio Obama escapó a las contradicciones que plantea la defensa teórica de los derechos humanos con la realidad. Se refirió a las penas de cárcel padecidas por Mandela durante largos años cuando bajo su administración no ha conseguido cerrar la vergüenza de Guantánamo.
Sin embargo, la conjunción vivida ayer en Soweto permite pensar que hay esperanza en un futuro mejor. Hace pocos años hubiera resultado impensable que un primer presidente negro de EEUU, un país que no abolió la segregación racial hasta 1964, despidiera al también primer presidente negro de Sudáfrica, al hombre que con su estatura moral había puesto fin al régimen del apartheid en 1994.
Y el espíritu de reconciliación que tantas veces fue implorado por el difunto líder se manifestó ayer en un gesto que excedía el protocolo de la ceremonia. Era el histórico apretón de manos entre Obama y el presidente cubano Raúl Castro.
(Editorial de "El Periódico de Aragón", publicado el 11 de diciembre de 2013)
En el Día de los Derechos Humanos se conmemora la aprobación por la Asamblea General de la histórica Declaración Universal de los Derechos Humanos. Este año se conmemora también el 20° aniversario de la adopción de una medida audaz en la lucha por hacer de esos derechos una realidad para todos: la aprobación por la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de la Declaración y Programa de Acción de Viena. Con la participación de más de 800 organizaciones no gubernamentales, instituciones nacionales, órganos creados en virtud de tratados y académicos, los Estados Miembros adoptaron una visión de largo alcance y crearon la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), cumpliendo así uno de los sueños más largamente acariciados de la comunidad internacional.
En sus dos decenios de existencia, cinco Altos Comisionados han encabezado con gran empeño la labor de las Naciones Unidas consistente en promover los derechos humanos en todo el mundo. Mediante un amplio conjunto de normas y mecanismos, el ACNUDH defiende a las víctimas, ejerce presiones sobre los Estados para que cumplan sus obligaciones, presta apoyo a los expertos y órganos de derechos humanos y, gracias a su presencia en 61 países, ayuda a los Estados a desarrollar su capacidad en materia de derechos humanos.
La promoción de los derechos humanos es uno de los objetivos básicos de las Naciones Unidos, y la Organización ha cumplido esta misión desde que fuera fundada. En ese entonces, al igual que ahora, la clave del éxito radica en la voluntad política de los Estados Miembros. En definitiva, son los Estados los que están obligados a proteger los derechos humanos y prevenir las violaciones al respecto a nivel nacional, así como de oponerse cuando los demás Estados no cumplen sus obligaciones. No siempre resulta fácil esta tarea, y en los últimos 20 años ha habido genocidio y muchas otras violaciones atroces y a gran escala de los derechos humanos internacionales y del derecho humanitario.
La nueva iniciativa, conocida como Plan de Acción “Los derechos primero”, tiene como principal objetivo mejorar la forma en que el sistema de las Naciones Unidas previene las catástrofes inminentes y reacciona ante ellas. El Plan busca asegurarse de que el sistema de las Naciones Unidas y todo su personal reconozcan el papel central que corresponde a los derechos humanos en las responsabilidades colectivas de la Organización. Por sobre todas las cosas, procura reforzar nuestras respuestas a los abusos generalizados y evitar que se produzcan esas situaciones, haciendo hincapié en la alerta temprana y la adopción de medidas basadas en los derechos.
En el Día de los Derechos Humanos, hago un llamamiento a los Estados a que cumplan las promesas que hicieron en la Conferencia de Viena. Reitero el compromiso asumido por la Secretaría, los fondos y programas de las Naciones Unidas de actuar con vigilancia y valentía en la lucha contra las violaciones de los derechos humanos. Por último, rindo homenaje a uno de los grandes símbolos de los derechos humanos de nuestra época: Nelson Mandela, cuya desaparición ha causado gran congoja en el mundo entero pero cuyo compromiso de toda la vida con la dignidad humana, la igualdad, la justicia y la compasión serán por siempre un motivo de inspiración para nuestra tarea de construcción de un mundo donde todas las personas disfruten de todos los derechos humanos.
(Declaración realizada con motivo del día 10 de diciembre de 2013)
Martin Luther King Jr. dijo en una ocasión: “Si un hombre no ha descubierto nada por lo que esté dispuesto a morir, no merece vivir”. Nelson Mandela fue un hombre que albergó toda su vida el ideal de una sociedad libre, un ideal con el que, como proclamó durante su juicio en Pretoria en abril de 1964, esperaba vivir, pero por el que, si era necesario, estaba dispuesto a morir.
Ha muerto como vivió siempre, como un espíritu libre. Mandela no mandó grandes ejércitos ni gobernó un vasto imperio. No hizo grandes hazañas científicas ni tuvo dotes artísticas. Pero los hombres, mujeres y niños de todo el mundo se dan hoy la mano para rendir tributo a este hombre valiente que llevó a su país a la democracia.
El que fue presidente de Sudáfrica deja un legado muy variado. A Mandela se le respeta en todo el planeta como símbolo de la no violencia y la paz. Sus principios de reconciliación y justicia no retributiva son una gran fuente de inspiración para los activistas de los derechos humanos y de la libertad en todo el mundo.
El talento genial de Mandela fue su capacidad para hacer que sus compatriotas blancos y negros aceptaran compartir un futuro común y pasaran la página de su trágico pasado del apartheid. Esa mezcla de compasión y pragmatismo es muy poco frecuente entre los líderes mundiales. El carisma de Mandela estaba en su fortaleza de carácter, en que siempre defendió lo que consideraba justo frente al Gobierno blanco autoritario de Sudáfrica, y en el poder de su humildad y su modestia.
La comparación con Mahatma Gandhi es inevitable. No solo porque Mandela dijo, en un artículo aparecido en la revista Time en enero de 2000, que había sido su inspiración, sino porque Gandhi vivió y luchó en Sudáfrica entre 1893 y 1914. Como Mandela medio siglo después, Gandhi experimentó el racismo de la clase dirigente blanca del país y organizó una lucha no violenta por los derechos de los indios en Sudáfrica.
Sin embargo, a diferencia de Gandhi, Mandela ejerció el poder, y eso entraña otros retos. Durante su presidencia, su visión de Sudáfrica era una sociedad cuyos logros sociales beneficiarían a blancos y negros. Su objetivo era construir y afianzar una sociedad democrática y multirracial en un país en el que los supremacistas blancos podían fomentar la violencia entre negros por los conflictos existentes entre el Congreso Nacional Africano y varios dirigentes zulúes.
Es extraordinario que, en una situación tan difícil, Mandela lograse consolidar las cualidades sociales y políticas que había perfeccionado, primero como activista del ANC, y después con autodisciplina, durante los años de cárcel. Su brillante estratagema de unir al país en torno a la selección nacional de rugby fue una manera de encontrar un elemento en común entre la minoría blanca temerosa y los sudafricanos de otras razas para quienes los Springboks eran un símbolo del apartheid.
Como Gandhi, Mandela fue un guía moral para sus compatriotas, y, al contrario que muchos otros políticos y activistas, les guio hacia el perdón. Solía decir: “Si existe el sueño de una bella Sudáfrica, existen caminos que llevan a esa meta. Dos de esos caminos son la bondad y el perdón”.
Mandela sabía que, para que el perdón significara algo, las víctimas y los culpables debían encontrar un lenguaje común y una idea común de futuro. Para construir ese lenguaje, mezcló la tradición africana del Ubuntu, la “humanidad hacia otros”, con el arte de la política.
Pero Nelson Mandela adquirió el espíritu del Ubuntu como el camino que uno debe seguir para conocer el perdón y otorgárselo a otros. Esa conciencia del Ubuntu surgió de sus 27 años de cárcel, tras los cuales declaró: “Al salir por la puerta hacia mi libertad supe que, si no dejaba atrás toda la ira, el odio y el resentimiento, seguiría siendo prisionero”.
Es una idea difícil para muchos de nosotros, que seguimos concibiendo la libertad y la justicia en relación con la violencia, la venganza y el castigo. Por eso, el triunfo de Mandela no reside solo en lo que consiguió en Sudáfrica —el Estado de derecho, la libertad de expresión y la celebración de elecciones libres y justas—, sino en su lección imperecedera para la posteridad: la de la confluencia perfecta de no violencia y política.
Mandela inspiró al mundo con su fe en la verdad y la justicia para toda la humanidad. Su vida fue el mensaje de la no violencia por encima del poder, intentar conciliar nuestras diferencias y vivir en armonía, respetando y amando incluso a nuestro enemigo. Hoy, Mandela pertenece no solo a Sudáfrica, sino al mundo entero.
(Artículo de Ramin Jahanbegloo, publicado en "El País" el 8 de diciembre de 2013)
El Parlamento catalán está inmerso desde hace días en el debate sobre los Presupuestos de 2014, un debate del que nos llega una información más bien escasa. Cuando presentó los presupuestos, Artur Mas lanzó un reto a los grupos que le criticaban por los excesivos recortes y la poca sensibilidad social. Les dijo: “Presenten unos Presupuestos que cumplan con el déficit y donde los números cuadren, y podremos empezar a discutir”. Como era de esperar, nadie le ha hecho caso. Las demandas parlamentarias suelen ser retórica de la mala. Pero es una lástima que sea así. Sería interesante que los grupos políticos se retrataran y mostraran sus propuestas alternativas a los presupuestos del Ejecutivo. Sería interesante que concretaran qué recortarían, qué eliminarían, quá partidas consideran intocables. No una declaración de generalidades pidiendo más inversión social o más impuestos, sino una propuesta rigurosa y realista, que no obviara los objetivos de déficit y que hiciera cuadrar los números, como sugería Mas.
Los datos de la última encuesta del CIS son demoledores. El 80% de los encuestados dice confiar poco, muy poco o nada en los políticos. A nadie se le oculta que recuperar la credibilidad debiera ser el objetivo fundamental de cualquier partido, especialmente los más grandes. ¿Lo están intentando? Siempre he pensado que la Ley de Presupuestos es la que mejor refleja la ideología de cada grupo político. Mucho más que otras leyes que, en principio, distinguen las posiciones progresistas de las conservadoras —aborto, matrimonios homosexuales, igualdad de la mujer—, leyes sin duda importantes, pero no las únicas que marcan la diferencia entre la derecha y la izquierda. Es cierto que la izquierda tiene en su haber el liderar cambios que han sido básicos para un mayor reconocimiento de los derechos de las personas y de la supresión de diferencias que discriminan. Pero cuando se le reprocha su debilidad ideológica en un ambiente neoliberal, hay que pensar por encima de todo en que su compromiso de fondo está con las cuestiones sociales más básicas: educación, sanidad, seguridad social, protección de los más vulnerables. Todo aquello en lo que se han venido cebando los recortes desde que empezó la crisis. Por eso tiene interés la pregunta: si es posible cumplir con el déficit sin poner en peligro la protección social, como creo que lo es, ¿cómo lo harían?
No hablo desde el escepticismo de quien piensa que las críticas a unos presupuestos poco sociales carecen de fundamento en tiempos de penuria. Todo lo contrario: estoy convencida de que hay bastantes partidas prescindibles en una Administración que no ha emprendido ni parece querer hacerlo reformas de fondo. Acabo de leer en sendos titulares de este periódico que el Parlamento catalán es la Cámara que más paga a los partidos políticos (gasta más que el Congreso y el Senado juntos), que Barcelona es el Ayuntamiento de España que más dinero destina a los partidos, y que los sueldos y las dietas de los altos cargos se mantienen en su estratosfera a pesar de los recortes que sufren los departamentos que ellos mismos administran.
En el ámbito de la filosofía política, hace años que se echa de menos una democracia más “deliberativa”. Deliberar no es negociar un acuerdo concreto. Antes de llegar a acuerdos hacen falta discusiones más básicas que pongan sobre la mesa distintas opciones, con argumentos a favor y en contra, que justifiquen las propuestas. En las democracias actuales no se delibera. Cada partido fija su posición, a ser posible distanciada de la del Gobierno, sin preocuparse mucho de razonarla. Volviendo al tema anterior, si cada grupo parlamentario se esforzara por presentar su proyecto de Presupuestos para 2014, en lugar de una lista de enmiendas que sistemáticamente son rechazadas, la ocasión para deliberar estaría servida, la ciudadanía podría comparar las opciones de unos y otros y tendría más argumentos y más motivos para, llegado el caso, decidir su voto.
No son operaciones de mercadotecnia las que devolverán la credibilidad a la política. Esta se consigue con hechos, no con propaganda. Hay una profesión que, desde hace tiempo, conserva el primer puesto en las encuestas por lo que hace a la confianza de los ciudadanos. Es la profesión sanitaria. No solo es una profesión altamente vocacional, que se ejerce con gusto, sino que no creo exagerar al decir que el sistema sanitario es el servicio público que ha conseguido ganarse un reconocimiento mayor de sus usuarios. Un reconocimiento que se mantiene a pesar de la crisis y de los recortes. La gente lo sabe, aunque quienes lo sostienen no aparezcan más que anecdóticamente en los medios de comunicación y no siempre para ser elogiados. Los políticos, en cambio, aparecen con profusión, sin conseguir mejorar su credibilidad.
La información rigurosa y la deliberación requieren tiempo y más discreción. Lanzar mensajes desde los gabinetes de comunicación sirve para hacer propaganda y provocar debates sin sustancia, para que los ciudadanos se sienten tratados sólo como electores, como espectadores o como encuestados. Por eso no se fían.
(Artículo de Victoria Camps, publicado en "El País" el 3 de diciembre de 2013)
Ciertos muertos merecen tener porvenir. Merecen proyectarse de manera destacada sobre el futuro. Son ancestros que siguen hablándonos y que son capaces de escucharnos. Siguen emitiendo luz sobre el acontecer presente, con sus escritos y con la memoria de su trayectoria. Joaquín Ruiz-Giménez, por ejemplo. Dejó tras de sí una obra cuya potencialidad no ha sido suficientemente reconocida, ni explorada, ni tenida en cuenta.
No está España sobrada de figuras prominentes y de referentes cívicos que ofrecer a las jóvenes generaciones como para silenciar a una figura como la de Ruiz-Giménez. De su noble lucha a favor de las libertades públicas y de una mayor igualdad social en nuestro país dan reiterado testimonio las páginas de la revista Cuadernos para el diálogo, de cuya fundación se cumple ahora el 50º aniversario. Ni está nuestro país sobrado de impulsos políticos, sociales y culturales orientados a la ejecución de cambios necesarios y al ejercicio de una intensa pedagogía democrática como los desarrollados desde las páginas de Cuadernos para el diálogo durante los 15 años de su existencia, de octubre de 1963 a finales de 1978. Se ha cumplido, además, este año el centenario del nacimiento de Ruiz-Giménez, acaecido en agosto de 1913 en Hoyo de Manzanares (Madrid).
La irrupción de Joaquín Ruiz-Giménez al frente de Cuadernos para el diálogo en el castigado y cerrado horizonte de la vida pública española, en el otoño de 1963, supuso la apertura de una importante rendija de esperanza en el espeso ambiente de opacidad de aquellos años. Ya en el primer número, en el texto de apertura que explicaba la razón de ser de la nueva publicación, aparecía de manera inequívoca el espíritu humanista y tolerante que la animaba y los propósitos ambiciosos de cambio político encaminado a “edificar una morada colectiva, integralmente humana” en la que cupieran todos los españoles, fueran de la ideología que fuera, tanto si eran de “esta amada y dura tierra nuestra” como de “allende las fronteras y los mares”, apelación significativa a los exiliados y emigrados.
El propio lenguaje de aquel texto era una brisa de aire fresco en la agostada España de la época: “Nacen estos sencillos Cuadernos para el diálogo con el honrado propósito de facilitar la comunicación de ideas y de sentimientos entre hombres de distintas generaciones, creencias y actitudes vitales, en torno a las concretas realidades y a los incitantes problemas religiosos, culturales, económicos, sociales, políticos (...) Se niegan a ser coto patrimonial de un grupo y, más aún, trinchera de un club ideológico o de una bandería de presión…”. Pocas líneas más adelante, la revista calificaba su propósito como “sugestiva empresa de transformar el silencio resentido, el monólogo narcisista o la polémica hiriente en alta y limpia comprensión de los hechos concretos y de las razones ajenas, y en fecunda invención o ensayo de nuevas fórmulas de convivencia”.
Joaquín Ruiz-Giménez fue un político e intelectual católico. Intelectual, en el sentido que adquiere esta palabra a partir del siglo XVIII, cuando a la identidad del intelectual como pensador o creador se agrega su acción para ejercer sobre la sociedad un magisterio debelador de las injusticias y crítico con el poder establecido. Ruiz-Giménez, catedrático de Universidad, exembajador y exministro de Educación, tras su fallido intento de reformar el régimen franquista desde dentro, siguió el camino de aquellos intelectuales que, especialmente en Francia, hicieron de la opinión pública un arma poderosa con la que obtener cambios políticos. Pareció atender aquella recomendación que Voltaire hiciera a D’Alambert: “Es la opinión la que gobierna el mundo y le corresponde a usted gobernar la opinión”. Y lo hizo a través de las páginas de la revista que fundó, empresa que se propuso, y lo logró, formar ciudadanos para la democracia.
Como católico, Ruiz-Giménez siguió una evolución muy interesante y, desde luego, muy singular en aquella España, uno de cuyos pilares era el nacionalcatolicismo, de tintes muy reaccionarios. Muy influenciado por el Concilio Vaticano II, se lanzó a una valiente actuación pública comprometida con los problemas de un país herido por los atropellos y la cerrazón de la dictadura. Era su condición de creyente la que nutría su compromiso de actuar pública y arriesgadamente para cambiar la realidad política y social de España. Él mismo lo confesó en alguna ocasión: “De no ser por mi fe, yo sería un burgués; para mí sería mucho más cómodo mantenerme alejado de todo compromiso y de toda lucha social y política”.
Convencido de que los cambios políticos se logran a partir de los cambios en la opinión pública; sabedor, sin embargo, de que una dictadura no es un régimen político basado en la opinión, sino en la imposición y la manipulación de los medios de expresión, creó Cuadernos para el diálogo, instrumento que a lo largo de 15 años generó aperturas del pensamiento crítico y de reflexión, frente al discurso oficial del régimen, inmovilista, cerrado, monolítico y alejado de las realidades de la sociedad.
Es oportuno recordar que en las páginas de Cuadernos para el diálogo puede encontrarse un afán por analizar y debatir críticamente, pero con ponderación y sin tremendismos, que puede seguir siendo un modelo a la hora de enfrentar los problemas actuales, el inquietante incremento presente de las desigualdades sociales y de las injusticias, y los malos modos de muchos responsables políticos. Allí no solo se exponían y defendían valores y principios democráticos que no pasan, sino que se acogían corrientes de pensamiento que con frecuencia no coincidían con la línea fundacional de la revista. Aquellos debates, rigurosos, respetuosos con las formas plurales de ver los problemas nacionales, siguen siendo un ejemplo para los actuales momentos en que, como ha señalado Muñoz Molina, “el eje de la vida política española no es el debate educado en las formas y riguroso en las ideas, sino el mitin político, en el que las formas son ásperas y con frecuencia brutales y las ideas no existen o quedan reducidas a consignas y exabruptos, y el adversario al guiñapo de una caricatura”.
Es cierto, sin embargo, que la España de 2013 es muy distinta a la España de los años sesenta y comienzos de los setenta del pasado siglo. Entonces éramos un país subdesarrollado (“en vías de desarrollo” lo calificaba el franquismo), con una renta per capita que no llegaba a los 500 dólares; y hoy, a pesar de los pesares, la renta per capita se aproxima a los 30.000 dólares (si bien en retroceso). Entonces vivíamos atenazados por una dictadura y hoy vivimos en una democracia, por imperfecta y deteriorada que esté —que lo está— y por mucho que se haya rebajado el nivel del debate político. Quiere decirse con todo ello que hoy estamos en condiciones y circunstancias, por sombrío que nos parezca el actual horizonte, notablemente mejores de las de aquellos años en que todo era más difícil.
Al releer determinados textos publicados en las páginas de Cuadernos para el diálogo encontramos, además de ese espíritu de buscar siempre puntos de encuentro con las posiciones opuestas, conceptos y propuestas que siguen siendo estimulantes. Por ejemplo, si releemos la Meditación sobre España. Fin de vacación. Los problemas políticos españoles a examen, que Ruiz- Giménez redactó durante las vacaciones del verano de 1967 en Palamós (localidad catalana en la que pasaba los veranos con su familia), encontramos reflexiones aplicables a nuestra inquietante realidad de hoy: “Tenemos el deber moral de dialogar con franqueza, sin prejuicios ni estrecheces de ánimo, con quienes tienen la responsabilidad más directa —pues la responsabilidad global es de todos los ciudadanos— de afrontar las cuestiones básicas de la realidad social y política y de poner en juego ideas, energías, esperanzas… en la fundamental empresa de reestructurar la convivencia civil sobre pilares de libertad, de justicia, de solidaridad, de amor… Una empresa que solo puede resultar fructífera si es auténticamente colectiva y radicalmente transformadora”. En ese largo texto, ambicioso y programático, como en otros muchos publicados en Cuadernos para el diálogo, Joaquín Ruiz-Giménez nos sigue hablando con palabras de ayer que hoy, cuando se hace imprescindible renovar la vida pública y abordar de otra manera la convivencia civil, siguen siendo necesarias.
(Artículo de Félix Santos, publicado en "El País" el 16 de noviembre de 2013)
Las tres crisis, la institucional, la económica y la de credibilidad se refuerzan entre sí. La crisis económica es, en parte, consecuencia del mal funcionamiento de muchas instituciones, y sin duda ha potenciado la crisis de credibilidad política. Crisis esta que, a su vez, refuerza la de algunas instituciones fundamentales, como la Corona, la justicia o el Estado de las autonomías.
Y bien, hay que señalar de inmediato que la reacción de la sociedad española muestra una notable capacidad, no solo de resistencia, sino también de vitalidad. Frente a las expectativas de casi todos (científicos sociales incluidos), el enorme malestar contra políticos y partidos no se ha traducido en alternativas antidemocráticas. En España no hay partidos de extrema derecha o xenófobos, que en no pocos países europeos cosechan hasta un 20% del electorado. Ni hay tampoco partidos anti-Europa, que florecen como hongos en no pocos sitios. Tal vez porque a los españoles nos ha costado mucho dolor el aprendizaje de la tolerancia y del acuerdo como bien democrático, el aprendizaje del rechazo a la violencia como instrumento político, ahora no estamos dispuestos a perder esos valores.
Más aún: puede sostenerse que la sociedad española apuesta muy mayoritariamente por un compromiso de regeneración democrática, pues le va en ello, no ya el bienestar, sino incluso su misma persistencia como nación. Y aunque los políticos sean el blanco central de las críticas, ese empeño tiene que ser encabezado por ellos, con el presidente del Gobierno y el líder de la oposición al frente, contando con el respaldo de la Jefatura del Estado. Todos deberán demostrar altura de miras y generosidad. La alternativa será otros políticos capaces de ello.
Tal compromiso de regeneración debe ser nacional en el sentido orteguiano de la palabra, es decir, debe contar con un amplio apoyo social y debe ser capaz, no solo de movilizar a la sociedad española, que ya lo está en cierto grado, sino también de darle norte y orientación. Ha de contar con el respaldo de la mayor parte de los partidos del arco parlamentario, pues debe modificar reglas y prácticas fundamentales de la política y de otro modo lo arreglado hoy sería objeto de reforma más tarde, y reformado de nuevo al llegar otra mayoría, como ocurre en no pocos campos de la política española. Debe ser, además, un compromiso público, anunciado y probablemente rubricado con solemnidad, pues es importante que se marque y visualice un antes y un después, un punto de inflexión claro en la deriva de deterioro democrático. Ha de ser, finalmente, un compromiso a medio y largo plazo, un proyecto sostenido en el tiempo con tesón y perseverancia, más de medio y largo plazo que de corto plazo. No arreglaremos el país en un santiamén, pues la democracia es un problema de cultura y de educación, y se mantiene día a día.
Inevitablemente, ese proyecto debe comprender reformas constitucionales de envergadura, en particular para abordar el tema catalán y vasco. Aunque resulta absurdo exigir que cada generación dé su visto bueno a la Constitución, en nuestro caso resulta razonable actualizarla tras más de 30 años de rodaje, y no conviene fetichizar su texto. La realidad es dinámica y también debe serlo su marco normativo. Pero hay amplísimo margen para medidas de regeneración democrática en el marco constitucional actual, medidas que probablemente se relegarían al abrirse la puerta de la reforma de la Constitución sin mediar las circunstancias oportunas.
Precisamente, el punto de partida debería ser un programa de medidas urgentes, acometiendo las reformas constitucionales cuando, superada la fase más dura de la crisis económica, se pueda abordar con rigor tan trascendente tarea. Ni eludir ni postergar: se trata de encontrar las condiciones adecuadas. En todo caso, podría avanzarse en ese camino con una iniciativa parlamentaria consensuada por la mayoría de los partidos, creando de inmediato un grupo de personas independientes y de alta reputación con el mandato de hacer una propuesta de reformas constitucionales, la cual sería sometida al tiempo a información pública para ir madurando y consensuando el debate.
El programa de medidas urgentes de regeneración y vitalización de la democracia debe comenzar, en definitiva, por las cuatro siguientes direcciones:
1. Ante todo, por lo que es hoy clamor dominante: tolerancia cero contra la corrupción en todas sus formas, ya la corrupción de alta o altísima intensidad (como la manifestada en el caso Bárcenas o en el de los ERE de Andalucía), ya de “baja” intensidad y que afecta a la misma ciudadanía. Pues la segunda es caldo de cultivo de la primera. Un verdadero compromiso ético que rechace tanto cobrar sin IVA o no pagar impuestos, como las donaciones y las subvenciones sin el debido control.
2. En segundo lugar, las élites públicas deben asumir (y casi exhibir) una ética de estricta austeridad en el manejo de los fondos públicos. En un momento en el que se están imponiendo sacrificios importantes a la sociedad española, las élites políticas y administrativas deben dar ejemplo de austeridad. Más aún que la incidencia en el gasto público, lo que importa es la relevancia simbólica que tienen los inflados equipos de asesores, la profusión de coches oficiales, los billetes de primera clase, las tarjetas de crédito…, todo lo que contribuye a esa sensación de “clase política” aparte. Sin duda, no se debe generalizar, y no son pocos los políticos (y, más aún, los funcionarios) de conducta intachable; pero una buena parte de quienes integran la clase política no ha interiorizado suficientemente la trascendencia que esto tiene. Y también la élite empresarial debería seguir la misma pauta.
3. En tercer lugar, es urgente revisar la ley de partidos políticos en un doble sentido. Por una parte, forzando a la democracia interna mediante mecanismos que rompan la actual dictadura de las secretarías generales, quizás obligando a elecciones primarias o fórmulas alternativas. Y de otra, exigiendo total y absoluta transparencia en su financiación mediante mecanismos rigurosos de rendición de cuentas y auditorías externas. Debe replantearse todo lo concerniente a las subvenciones a los partidos (al igual que a los sindicatos o a las organizaciones patronales)
4. Finalmente, hay que revisar la ley electoral y el sistema de listas cerradas y bloqueadas, no solo para asegurar una mejor representación reduciendo las condiciones de entrada, sino también para establecer una mayor conexión entre representantes y representados y una mayor independencia de los primeros, hoy reducidos casi a la condición de empleados del partido.
Los españoles supimos organizar la convivencia tras 40 años de dictadura para darle un potente impulso de prosperidad y libertad a nuestra sociedad. Gracias a ello hoy estamos en mejores condiciones que entonces, mejor educación, más riqueza, mejor capital humano, mejores infraestructuras. Frente a actividades pesimistas o tentaciones de impotencia, hay que poner en valor el capital de recursos humanos, materiales e institucionales que tenemos acumulado. Ahora lo que necesitamos es un liderazgo capaz de aunar las muchas fuerzas sociales que pugnan por darle un nuevo impulso a España.
(Artículo de José Luis García Delgado, publicado en "El País" el 13 de noviembre de 2013)
Hay una conducta peor que intentar deslegitimar al rival: deslegitimarse a uno mismo y a la institución en que uno se incardina o representa. Sucede esto cuando se utilizan los insultos, las amenazas y las gesticulaciones tabernarias en vez de los argumentos, las preguntas o las conclusiones, por más contundentes o radicales que puedan ser estos últimos.
Es exactamente eso lo que ha sucedido en el Parlament de Catalunya, en la comisión de investigación sobre la crisis de las cajas de ahorros, a cuenta de la comparecencia del expresidente de Bankia Rodrigo Rato. Aunque moralmente debiera acudir, Rato no tenía obligación jurídica; asistió voluntariamente a la sesión por el impacto social de la entidad que dirigía. Sin embargo, varios diputados correspondieron a su actitud con calificativos insultantes, desde el de pertenecer a una “élite carroñera” al de “gánster”. Destacó en tal delicadeza el portavoz de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP), David Fernández, quien aderezó los insultos blandiendo una sandalia mientras profería una pregunta abiertamente amenazadora.
Más que la persona de Rato, quien como cualquier otro compareciente tiene derecho a un trato no vejatorio, quien ha recibido de este incidente un daño difícilmente reparable es el prestigio del propio Parlamento catalán. La sede de la representación de la ciudadanía trabaja con discursos y normas; no con broncas ni gestos propios de riñas callejeras. Nunca debe convertirse en espacio ni altavoz de amenazas y matonerías. Llueve sobre mojado. El espectáculo de esta comisión parlamentaria forma parte de una secuencia de deterioro activo de las instituciones democráticas a cargo de prácticas inaceptables: primero fue rodear la Cámara y los empellones a los diputados; ahora, con los representantes de esas fuerzas dentro del hemiciclo, se trata de convertirlo en una suerte de demagógico tribunal popular.
Hay otros que también tienen responsabilidad en el suceso: quienes no han impedido sus excesos o no los han criticado con nitidez. Es el caso de la presidenta de la comisión, Dolors Montserrat (PP), y de los que emplean una condescendencia benevolente y comprensiva hacia CUP, también cuando esta comete abusos institucionales. El activismo de los de Fernández nutre de jóvenes los actos independentistas y canaliza algunos de los sentimientos de protesta que expresó el 15-M, que tanta preocupación despertó en el nacionalismo convergente. No es el Parlamento catalán el único lugar donde se suceden hechos preocupantes, en los que se comprueba el deterioro de las instituciones y la falta de consideración por parte de quienes más atentos debieran estar en su defensa. También en el Congreso de los Diputados se han oído expresiones de la zafiedad populista y de esa nefasta radicalidad polarizadora, tanto en boca de los unos como de los otros, incluida también la derecha más biempensante.
(Editorial de "El País", publicado el 13 de noviembre de 2013)
La reciente sentencia de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Del Río v. España, que declara contraria a los artículos 7 (principio de legalidad penal) y 5 (legalidad de la detención) del Tratado de Roma la llamada doctrina Parot,ha sido objeto de un recibimiento hostil por parte de nuestros políticos.
Todos nuestros políticos parecen lamentarla, aunque reconocen que el Estado español está obligado a cumplirla. La alegría con que fue recibida la susodicha doctrina y lo mucho que fue ensalzada no permitían esperar otra cosa. ¡Por fin!, parecían pensar sus defensores, ¡por encima de la tosca letra de la ley el Tribunal Supremo había encontrado un brillante modo de hacer justicia!
Justamente eso, que el Tribunal Supremo se había situado por encima de la ley, es lo que en definitiva afirma el Tribunal de Estrasburgo y, consecuentemente, ha anulado las resoluciones que afirman o toleran esa ilegitima doctrina.
Dicho de otro modo, lo que el Tribunal Europeo afirma por unanimidad es que la decisión que aplicó tal doctrina era (razonablemente) imprevisible, esto es, contraria a las exigencias materiales de legalidad, y que, por eso, la demandante de amparo estuvo detenida indebidamente desde el 3 de junio de 2008 hasta el 23 de octubre de 2013, en que ha sido puesta en libertad.
La irregularidad, es decir, la inconstitucionalidad, de esa detención es difícilmente discutible. Según el texto de la ley vigente cuando se cometieron los delitos por los que fue juzgada la demandante, una vez aplicados los límites legales a la duración de las penas impuestas (30 años o el triplo de la más grave), las demás penas debían dejarse de extinguir por el reo, esto es, considerarse extinguidas. Proyectar sobre ellas los beneficios penitenciarios fue tanto como hacer revivir, contra el texto expreso de la ley, unas penas que ya estaban muertas. Así se ha entendido y aplicado ese texto durante más de 100 años (desde 1870). Por eso lo único que cabía esperar razonablemente era que el Tribunal Supremo así lo declarase y no que, a posteriori, entendiese que la legislación vigente al tiempo de los hechos decía algo distinto de lo que efectivamente había dicho en ese tiempo.
Quienes combaten la sentencia no argumentan contra ella, seguramente porque es muy difícil hacerlo con éxito: la tesis defensiva del Estado español (que las reglas que determinan la duración legal de la pena impuesta son un mero problema de política criminal en la ejecución) es, a simple vista, indefendible. Por eso, en vez de argumentar, suelen remitir, a un relato que obedece a una lógica singular. La sentencia no se ha dictado por las razones que la avalan, sino por culpa de una astuta maniobra ¡cómo no! de Zapatero. Según ese relato, Zapatero en el curso de las negociaciones con ETA para que dejaran la lucha armada habría prometido que, si lo hacían, anularía la doctrina Parot; y, aunque no dejaron entonces la lucha armada, por lo que la supuesta promesa no tenía por qué cumplirse, al haberse acabado esa lucha, se sintió obligado a hacerla efectiva. Lo más curioso es cómo, pese a estar ya fuera del Gobierno y carecer de poder político, pudo llevar a cabo esa gesta. Parece imposible, pero el relato que justifica el rechazo de la sentencia tiene explicación para todo. Y es el siguiente: Zapatero propuso a Luis López Guerra como magistrado español para el Tribunal de Estrasburgo, ya con el fin de poder cumplir su imaginario compromiso; y este, con un portentoso poder de convicción, llegado el caso, engañó a los otros 16 magistrados para que anularan la tan celebrada doctrina Parot.
Los cuentos para niños relatan historias más creíbles. Pero, con esa historia inverosímil, en lugar de culpabilizar a quienes proclamaron, alentaron o dieron por buena una doctrina ilegítima se arroja una sombra de culpa sobre uno de los magistrados españoles —no ha sido el único— que, con toda justicia, la estimaron ilegítima.
Otra técnica no menos brillante que la anterior es, sencillamente, limitarse a decir que la sentencia es injusta. Esto, dicho por licenciados en Derecho, suena como una especie de herejía. Pues, ¿cuál hubiera sido a juicio de estos ilustres juristas una sentencia justa? ¿La que, constatada la vulneración de la legalidad, la hubiera dejado subsistente en aras de un ideal de justicia que convierte en justo lo contrario a derecho? ¿O la que hubiera negado la vulneración pese a su carácter evidente? Ciertamente, una ley posterior (el Código Penal de 1995) estableció una excepción a las reglas históricas de cómputo de la pena en hipótesis de delincuencia múltiple. Pero si el legislador no pudo prescribir que esa nueva regla rigiese para los hechos anteriores a su entrada en vigor, ¿cómo iban a poder hacerlo los jueces?
Da pena —y también vergüenza— que la búsqueda de rédito electoral haya prevalecido en la gran mayoría de nuestros políticos sobre la afirmación del Estado de derecho.
Cada vez que hablan de él a los políticos de cualquier signo se les llena la boca de grandes palabras; pero no hay que creerles. Cuando llega la hora de la verdad se pone de manifiesto que solo quieren un Estado de derecho a la carta, a la medida de sus conveniencias. Y como eso ni es ni puede ser, no componen una figura moral, sino un esperpento.
(Artículo de Tomás S. Vives, publicado en "El País" el 26 de octubre de 2013)
El arte de la política es el más difícil porque, entre otras cosas, tiene que lidiar con las pasiones humanas. Quizá por eso, y como decía el bueno de Hobbes, la política debe evitar que nos disolvamos entre sus impulsos y podamos sujetarlas a lo que la racionalidad nos dicte. Dichosos, pues, los pueblos bien gobernados porque en ellos aquellas se encauzarán hacia fines benéficos, y no hacia la insidia, la desconfianza y la disolución de los vínculos cooperativos. Ese no parece ser nuestro caso, donde las más bajas pasiones campan a sus anchas. Lo que solía ser un país protestón pero alegre se ha convertido en un país de agraviados y resentidos. El ejemplo más claro lo tenemos en algunos de nuestros presidentes de Comunidades Autónomas, en particular los de Cataluña y Madrid, cuando elevan sus quejas por la financiación autonómica. Esto suscita inmediatamente la reacción visceral de los otros más pobres. ¿Acaso Madrid no se beneficia de la capitalidad y de ser la sede de las grandes empresas, o Cataluña de haber sido la llave para la estabilidad de gobiernos del Estado a cambio de determinados beneficios económicos durante varios lustros? Unos y otros, como se corresponde con este mundo cuantificador y estadístico en el que vivimos, presentan sus argumentos con un largo pliego de datos. Mientras arde Roma, el Gobierno continúa tocando la lira de la crisis económica; sigue decidido a no decidir; ahora no toca.
Reconozco que me siento incompetente para dirimir quién tiene razón. Solo me creeré esos datos cuando vengan avalados por informes de observadores externos, no a instancia de parte interesada, y cuando se introduzcan en ellos consideraciones que vayan más allá de lo estrictamente numérico. Pero, en todo caso, lo que me preocupa es esta omnipresente política de la queja y la victimización, que nos tiene encerrados en un estado de ánimo que nos exige reparaciones retroactivas y en el que todos vamos de ofendidos. Es posible que la escasez provocada por la crisis sea la fuente de todo esto, de este espíritu de confrontación en el que parece que solo nos importa “quién obtiene qué, cuándo y cómo”, por reflejarlo con las palabras del conocido título de Burnham. La codicia de los mercados se traslada así al peseteo de las Comunidades, incluyendo entre ellas a los propios Estados, claro está. La magnanimidad, la generosidad, la solidaridad, todas esas grandes virtudes clásicas parecen que se han esfumado. Todo se rige por un baremo estrictamente económico y por el sentimiento del agravio.
Tomemos el ejemplo catalán. El discurso dominante en España en la respuesta al giro soberanista se ha caracterizado por quedarse exclusivamente en la advertencia sobre las consecuencias económicas de la independencia, que se quedará fuera de la UE, etc. Que yo sepa, nadie ha dicho que no queremos que Cataluña se vaya porque la amamos, que es lo que yo siento. Y que hacerle concesiones políticas no solo no me ofende, sino que considero que es imprescindible para poder seguir viviendo juntos. Frente a eso, el que seamos más o menos pobres no me importa. Hay valores que están por encima del puro cálculo económico o el ventajismo político, y el favorecer la convivencia a partir del respeto mutuo o los sentimientos compartidos, no el burdo trade-off económico, es uno de ellos. Y esto vale tanto para uno u otro lado del Ebro.
Pues no, todo indica que algo tan elemental se nos ha olvidado. Solo parecemos actuar con el sombrero del agravio. Lo malo de esta pasión es que suele acabar en resentimiento, una de las peores de todas ellas. En su Tiberio, el Dr. Marañón la supo teorizar con agudeza: “el resentido es siempre una persona sin generosidad, un ser mal dotado para el amor”, de poca calidad moral. Y, cabría añadir, incapaz de buscar la cooperación, defensivo, desconfiado. La verdad es que a pocos nos gustaría reconocernos en él, aunque sea ahora el rasgo más característico de nuestra vida pública. Nos falta grandeza, generosidad, ambición, capacidad para mirar al futuro sin complejos, la autoestima necesaria para emprender un proyecto colectivo. Hemos devenido en una suma de petits bourgeois, preocupados por el coche que se compra el vecino; o, lo que es peor, de petits patriotes. Justo cuando más falta nos hace adicionar voluntades, más nos fraccionamos. Y ahí los liderazgos, su ausencia, más bien, no solo no ayudan sino que contribuyen a profundizar en aquello que no debemos hacer. En vez de tender puentes se regocijan en el recelo mutuo.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 18 de octubre de 2013)
Cuando yo estudiaba la carrera se daba por sentado que quien deseaba trabajar por mejorar la sociedad debía ingresar en un partido político. Seguía pesando en el ambiente aquella idea hegeliana de que el mundo político se preocupa por los intereses universales y brega desde la solidaridad, mientras que la sociedad civil es el reino de los intereses particulares, el ámbito del egoísmo sin remedio. A fines de los setenta esta división del trabajo empezó a tambalearse y en nuestros días carece ya de sentido, porque una buena parte de la sociedad civil asume cada vez más un esperanzador protagonismo en la construcción del bien común; un protagonismo que es urgente potenciar.
Tal vez porque la política se limita hasta tal punto a buscar votos y conseguir ventajas que no le queda fuste para lanzar propuestas atractivas; tal vez porque la financiarización de la economía ha creado un mundo completamente inestable; tal vez porque el despilfarro, la mala gestión, la corrupción y la falta de unidad han socavado la credibilidad de lo político, lo cierto es que, desde distintos sectores, la sociedad civil viene movilizándose desde hace tiempo en los medios de comunicación, en intervenciones públicas, en las redes, en las calles, poniendo sobre el tapete a la vez críticas y propuestas realizables.
Afortunadamente, no es verdad que falten líderes, no es verdad que los intelectuales hayan desaparecido de la esfera pública, como han diagnosticado hasta la saciedad algunos agoreros. Lo que ocurre más bien, como decía José Luis Aranguren, es que se han democratizado, y crean foros y círculos de opinión, elaboran cuidadosos informes sobre problemas candentes y los transmiten a la esfera pública a través de todos los medios a su alcance. Una tarea ingente para analizar lo que nos pasa, detectar los puntos más débiles y lanzar propuestas constructivas. Una sociedad civil vibrante, en auténtica ebullición, capaz de superar la idea trasnochada de que el poder político se ocupa de los intereses universales, mientras que la sociedad civil se refugia en sus egoísmos particulares.
Por citar dos ejemplos nada más de asociaciones creadas en la última década, que conozco bien de cerca, el Círculo Cívico de Opinión elabora fundados informes sobre temas candentes y transmite sus resultados a la opinión pública, y el Foro + Democracia ha puesto a punto una propuesta de reforma de la Ley de Partidos Políticos, que ya está en la calle. Por fortuna, estos son nada más dos botones de muestra entre una ingente cantidad de grupos que hace oír su voz en la esfera pública, aportando sugerencias viables y argumentos.
Eso es, a fin de cuentas, lo propio de sociedades con cierta andadura democrática: que no haya unos pocos líderes, unos pocos intelectuales sobresalientes, sino el trabajo conjunto de personas y grupos plurales, generando una inteligencia colectiva, capaz de descubrir mundos ignotos. Si es verdad, como dicen los defensores de la mente extendida, que nuestra mente no se encierra en los límites del cuerpo, sino que la componen también datos y personas del entorno; si es verdad que la sinergia de inteligencias personales arroja propuestas más lúcidas, entonces hay que abandonar el fácil lamento de que faltan líderes e intelectuales y escuchar a quienes ya están hablando. El uso público de la razón es —como sabemos— el síntoma esperanzador de una sociedad en vías de ilustración.
Pero para que exista una conversación es preciso que alguien descuelgue el teléfono al otro lado del hilo, y los políticos parecen demasiado preocupados arreglando sus asuntos particulares como para ponerse al aparato. Parece que las tornas hayan cambiado desde hace algunas décadas, y que son ellos los que se ocupan de sus intereses personales y dejan a los ciudadanos lanzar discursos sobre los asuntos comunes. Mala cosa los monólogos, sean crispados o propositivos.
Son los diálogos los que permiten ir incorporando en las instituciones las propuestas más lúcidas y fundamentadas, las que pueden ayudarnos a salir del marasmo, y crear una sociedad justa. La forma política de esa sociedad sería la de una democracia deliberativa, en la que los representantes responden de sus acciones, de sus programas, y también tienen línea directa con los interlocutores más preocupados por el interés común que por los intereses partidarios. En este punto la reforma de los partidos políticos se hace imprescindible en lo que hace a su democracia interna, a la transparencia de su financiación o a la necesidad de debilitar el poder de los aparatos.
¿Cuál debería ser la dirección de esta efervescencia? La convicción de que otro mundo es, no solo posible, sino también necesario, porque el que tenemos no está a la altura de los seres humanos; la certeza, cada vez más asumida, de que lo que es necesario es posible y tiene que hacerse real, y el sentimiento de que para lograrlo es indispensable que la sociedad civil ejerza la responsabilidad que le corresponde. La buena noticia es que la está asumiendo y lo hará cada vez más.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 6 de octubre de 2013)
Imagínense ustedes algo fácil: que las elecciones del domingo en Alemania se hubieran celebrado en España. Añadan algo más fácil todavía: que los resultados hubieran sido los mismos, con amplia victoria de un partido, seguido a distancia por el otro gran aspirante. Como el ganador no alcanzó la mayoría absoluta, pero se quedó muy cerca, ¿qué estaría haciendo en este momento? Quizá estaría pensando en proponer un acuerdo a algún minoritario; pero lo que nunca se le pasaría por la cabeza sería ofrecer una coalición al otro gran partido con el que acaba de competir. Si se le ocurriera, el otro gran partido le diría que se las apañe como pueda, pero que no cuente con él. España se dispondría a ser gobernada en minoría, y para hacerlo más presentable inventarían la «geometría variable», como la ensayada por Zapatero.
En Alemania ocurre todo lo contrario. Al faltar un socio natural para completar la mayoría, el ganador no tiene inconveniente para ofrecer un acuerdo al segundo partido. Lo primero que hizo Angela Merkel nada más levantarse después de la noche de su triunfo fue coger el teléfono y llamar a Sigmar Gabriel, presidente del SPD, para ofrecerle un pacto. Dentro de una semana, más o menos, empezarán las negociaciones, pero el pueblo alemán ya ha dicho en las encuestas que desea ese acuerdo y nadie se atreve a pensar que no será posible. Los socialdemócratas, aunque conserven un mal recuerdo de su anterior coalición y de cómo Mérkel se apropió de sus éxitos, no podrán negarse a colaborar.
¿Por qué esta diferencia entre Alemania y España? Porque los alemanes han sido formados en la cultura del pacto y los españoles nos hemos habituado a la cultura de la confrontación. Los alemanes han sabido unirse en una gran coalición cada vez que la nación lo necesitaba desde los tiempos de Adenauer, y la oposición española siempre ha sentido como primera necesidad derribar al Gobierno y deteriorar a su presidente. Y, finalmente, los alemanes están diciendo que necesitan un Gobierno fuerte, mientras que aquí, cuando necesitábamos fortaleza ante el hundimiento de la economía, un miembro del actual Gabinete decía: «Si España se hunde, ya vendremos nosotros a salvarla».
Ese es el contraste entre nuestros dos países y esa es la nueva lección que Alemania se dispone a darnos. No quiero pensar que los políticos alemanes tienen más amor a su patria que los españoles. No quiero suponer que a los partidos españoles les importa más el interés propio que el interés general de la nación, al revés de lo que aparentan los alemanes. No quiero pensar ni suponer nada, pero hemos de reconocer que los alemanes dan envidia cuando tratan de trabajar juntos. Hasta parecen más patriotas.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 24 de septiembre de 2013)
Ayer murió Eduardo García de Enterría, de quien puede decirse sin que quepa ninguna duda que ha sido el iuspublicista español más importante, que una mayor influencia ha ejercido en nuestro Derecho, de la segunda mitad del pasado siglo. Los homenajes van a sucederse en los próximos días, como es natural, y poco puedo decir yo que no sea mucho mejor dicho, y con más conocimiento de causa, por quienes lo conocieron y trataron. Es el caso, por ejemplo, de Santiago Muñoz Machado, que ya ha publicado una hermosa semblanza personal que resalta rasgos bien conocidos de quien ha sido maestro de tantos juristas españoles que, a su vez, han tenido discípulos que, por su parte, han acabado también produciendo juristas de todo tipo, como por ejemplo quien esto escribe. En cierto modo, por así decirlo, yo me quedé ayer sin “bisabuelo académico”. Pero como señala Muñoz Machado, lo increíble del caso de García de Enterría es la enorme cantidad de gente que estamos en una situación parecida tal es lo increíblemente grande que es la cantidad de gente que de una manera u otra somos tributarios de sus enseñanzas: más de cien catedráticos de universidad, decenas y decenas de profesores… españoles y de otros países.
Eduardo García de Enterría ha hecho muchísimas cosas de las que las noticias sobre su vida que podemos encontrar en Internet no dan buena medida por ser demasiado breves y no incidir en su verdadera importancia. Pareciera de estos listados que hizo muchas cosas, sí, pero no sólo es que falten otras tantas, es que, además, es difícil aprehender su capital importancia de un listado tan parco en explicaciones. Fue García de Enterría un jurista de Estado a caballo entre la España de la dictadura de Franco y la de la incipiente democracia. Es el más visible representante de una generación de jóvenes juristas (la comúnmente llamada “Generación de la RAP” por lo mucho que publicaron en esa revista en torno a la que se nuclearon y que construyeron), que habían logrado ocupar importantes puestos en los cuerpos tradicionalmente importantes en la construcción jurídica de lo que es este país y que se pusieron a trabajar juntos, dentro de ese Estado, en un contexto muy particular en el que, por decirlo de alguna manera, a falta de un Estado de Derecho con libertades civiles se intentó (y se consiguió en gran medida) dotar al país de unas estructuras jurídicas homologables, en cuanto al trato de los ciudadanos en sus relaciones no políticas con el poder, más o menos, a lo que era habitual en Europa. El trabajo que ese grupo de juristas, en el que García de Enterría logró ejercer de amalgamador y convertirse en una suerte de primus inter pares, es muy difícil de sobrevalorar, por muchas que puedan ser las carencias concretas inevitables que se puedan detectar ahora y muy evidente que, dado el entorno en que se produce, la llegada de la democracia habría de ir acabando poco a poco con gran parte de esa obra, necesariamente actualizada por mucho que en su espíritu último haya resistido increíblemente bien a veces. Curiosamente, así como la Ley de la Jurisdicción Contenciosa de 1956 o la del Procedimiento Administrativo de 1958 han acabado por ser sustituidas por normas más nuevas tras años de democracia (en 1998 y 1992 respectivamente), la primera de estas grandes leyes, la Ley de Expropiación Fozosa de 1954, sigue vigente (y no hace mucho tuve ocasión de revisar críticamente si tenía sentido que así fuera, sin acabar de tener la tentación de sumarme al coro que clama por su sustitución por una nueva que reforme en su totalidad el sistema).
Sin embargo, por encima de todo, más allá de sus estudios más técnicos, García de Enterría será recordado, sobre todo, como el iuspublista que convirtió en moneda de circulación común entre nosotros, en esa España todavía franquista, que La lucha contra las inmunidades del poder había de centrar gran parte de la tarea de quienes nos dedicamos al Derecho público. Con la llegada de la democracia, García de Enterría ayudó de forma muy clara a que quedara claro que en un Estado de Derecho era imprescindible entender La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional debía ser su máximo intérprete a partir de la asunción de su absoluto valor normativo. Es cierto que no estamos hablando de ideas que fueran revolucionarias, ni mucho menos, en Europa. Pero también lo es que apostar firmemente por ellas en España no fue lo común siempre. García de Enterría ayudó decisivamente a que así fuera. La forma en que se ha consolidado un sistema de Estado de Derecho en nuestro país, en consecuencia, le debe mucho. No sólo a él sino también a las muchas personas que con él trabajaron. Muy probablemente el punto de llegada no habría sido muy distinto sin ese esfuerzo. Pero también se puede asegurar que habríamos tardado mucho más y lo habríamos hecho, a buen seguro, algo peor. Eso es un legado enorme, más en un campo como es el Derecho donde, para bien o para mal, las aportaciones individuales son más bien, por lo común (y por mucho que puedan padecer nuestras por lo general no bien dimensionadas vanidades), de una aleccionadora insignificancia. No tiene sentido ahora referenciar las numerosas obras en que García de Enterría fue construyendo su camino como jurista. Pero sí quizás mencionar que un elemento esencial de ese magisterio pasó por su Curso de Derecho Administrativo, escrito junto a Tomás-Ramón Fernández, que es el libro que durante generaciones, desde hace más de 30 años, prácticamente todos los estudiantes de Derecho administrativo españoles y de otros países han empleado para estudiar la asignatura como mínimo, cuando empezó a resultar manifiestamente excesivo para los actuales planes de estudio, como obra de consulta imprescindible o para preparar oposiciones. De ese legado queda también el discurso dictado para su entrada en la Academia Española de la Lengua (es bien cierto que García de Enterría, a diferencia de lo que nos ocurre a muchos juristas, como pueden sufrir a diario todos los que lean este blog, escribía ciertamente en un muy buen castellano), que con el título de La lengua de los derechos repasa las grandes transformaciones que sufre el lenguaje para acomodarse y explicar la nueva realidad de un Derecho moderno que nace hace como dos siglos y un poquito más, con la Revolución Francesa. En ese recorrido, García de Enterría aprovecha para explicar cómo el Derecho público sirve para controlar al poder y dar esferas de libertad y autonomía a los ciudadanos, a la vez que los hace partícipes de la cosa pública. Es una obra imprescindible para cualquier persona que quiera entender ese tránsito, en Europa y en España, a la modernidad jurídica. Además, tenemos la suerte de que podemos leerlo en la red, en la web de la propia Academia.
García de Enterría fue muchas más cosas: honrado por decenas de Universidades españolas y extranjeras por su magisterio, primer juez español en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos una vez España pasa a formar parte del órgano tras la dictadura y, también, actor de la vida pública en momentos extraordinariamente importantes. La famosa Comisión de Comunidades Autónomas que se pone en marcha en 1980 por el pacto de UCD y PSOE para “ordenar” y “contener” el proceso autonómico, cuyo informe tanto tiene que ver con la generalización de las CC.AA. a todo el territorio nacional y con la manera en que se realizó este proceso, fue presidida por García de Enterría. No hace mucho lo recordábamos, por ejemplo, al hilo de un trabajo de Tomás-Ramón Fernández sobre el reparto territorial del pode en España donde quedaba clara su importancia… y que a día de hoy los resultados de ese trabajo siguen dando que hablar, y mucho.
Sin embargo, y aquí doy una opinión muy personal que quizás algunos no compartan pero que sinceramente creo que debe ser referida, donde el magisterio de García de Enterría es más claro e indiscutible es en la manera en que “construyó escuela y Universidad”. Todos esos profesores y académicos, juristas y estudiosos, que hoy estamos tristes al conocer su muerte y que de una manera u otra nos sabemos parte de una manera de haber estudiado y vivido el Derecho público que tiene mucho que ver con él, en el fondo, formamos parte de una red impresionante que logró tejer, muy probablemente, debido a que en él concurrían unas excepcionales cualidades humanas que iban más allá de lo puramente intelectual. Sólo así se explica que en un país como el nuestro (por no hablar de nuestra Universidad), que suele funcionar como suele funcionar, fuera capaz de trabajar siempre en equipo para mejor provecho de todos, y del país, con la ya mencionada “Generación de la RAP” y así ir poniendo en pie un Estado, si no de Derecho, sí con cierto Derecho más o menos presentable. No da la sensación de que nunca García de Enterría tuviera problema alguno en compartir protagonismo o que pretendiera acaparar nada. Todo lo contrario. Y gran parte del éxito de ese proyecto compartido tiene muy probablemente que ver con eso. Otro tanto puede decirse de su impresionante escuela, con discípulos y discípulos de discípulos y discípulos de discípulos de discípulos. No parece que nunca García de Enterría haya caído a esos males tan habituales de cortar la hierba bajo los pies de quienes trabajaban con él por absurdos celos u otras obsesiones extravagantes sino que, al contrario, ha sido manifiesta su capacidad para rodearse de talento, ayudar a que floreciera y hacerlo dando muestras de una liberalidad enorme y poco común, dejando que se desarrollara a partir de las cualidades de cada cual. Esta parte de su obra es por ello particularmente notable, insisto, no tanto por su importancia para el Derecho español, que la tiene y muchísima (la influencia de García de Enterría, en parte gracias a esto, ha sido y es enorme, y se cuela en casi cualquier Facultad de Derecho pero también en casi cada organismo público), sino por cómo se construye. A mí me impresiona, sobre todo, por lo que demuestra sobre la inteligencia de García de Enterría en lo personal, su bonhomía y su gusto, sencillamente, por las cosas bien hechas y el trabajo intelectual honrado. Yo sólo tuve ocasión de comprobarlo en persona en una ocasión, cuando formó parte (fue el Presidente) del tribunal que evaluó mi tesis doctoral en 2003, hace ya diez años, pero fue más que suficiente para entender muchas cosas sobre la importancia esencial de ese tipo de intangibles sin los que no se explica una obra tan ingente e importante, en todos los sentidos, como la del Profesor Eduardo García de Enterría.
(Texto publicado en el blog jurídico de Andrés Boix Palop, el 17 de septiembre de 2013)
Puedo contar con bastante precisión la historia intelectual de Eduardo García de Enterría (Ramales de la Victoria, Cantabria, 1923) desde hace cuarenta años porque la he vivido, afortunadamente para mi formación como jurista, muy de cerca durante todo ese tiempo.
Me incorporé al terminar la carrera al grupo de fundadores del seminario que él dirigió, durante algunos cursos académicos, en el Instituto de Estudios Políticos, antecesor del actual Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Fue, como todas sus iniciativas académicas, un proyecto perdurable porque ha mantenido sus sesiones de modo ininterrumpido durante más de cuatro décadas, instalado, después de los años inaugurales, en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense. Contó con su asistencia personal hasta casi cumplir los noventa, que es la edad con la que falleció el pasado lunes.
Tantos años de fecunda compañía nos ha permitido leer las primeras ediciones de sus libros fundamentales a medida que los iba entregando a la imprenta. Antes de esos cuarenta años de vida intelectual comprometida, el profesor García de Enterría había obtenido brillantemente sus oposiciones a letrado del Consejo de Estado y su primera cátedra universitaria en la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid. Llegó a Madrid rodeado de sus primeros discípulos, tan caracterizados y brillantes: Alejandro Nieto, Ramón Martín Mateo, Sebastián y Lorenzo Martín-Retortillo, Ramón Parada y Tomás Ramón Fernández. Traía bajo el brazo algunas obras deslumbrantes (La Administración española, Dos estudios sobre la usucapión en derecho administrativo, Revolución Francesa y administración contemporánea…) y otras en preparación que germinaron después de ocupar la cátedra de la facultad complutense. Sus estudiantes seguimos entonces los apuntes de Derecho Administrativo de su cátedra, una joya ciclostilada, encuadernada con una modesta cartulina gris, donde estaban los primeros materiales de lo que luego sería el Curso de Derecho Administrativo que empezó a editar en 1974 con la colaboración de Tomás Ramón Fernández.
Mantuvo una presencia abrumadora como creador, publicando monografías, dirigiendo libros colectivos y participando sucesivamente con artículos importantes en diversas revistas, pero, principalmente, en las dos que él fundó, hasta completar una bibliografía personal de dimensiones, calidad e influencia impresionantes, que no ha llegado a cerrar hasta bien cerca de cumplir la edad nonagenaria con un ensayo sobre la jurisdicción contencioso administrativa, uno de sus temas recurrentes (Las transformaciones de la jurisdicción administrativa: de excepción singular a la plenitud jurisdiccional. ¿Un cambio de paradigma?, Cívitas, 2007). Cuando lo publicó se le oyó decir, sin poner ningún énfasis, que ya no volvería a escribir libros de derecho. Realmente lo decía por su edad, con la que siempre bromeaba, pero poco le quedaba ya que pudiera hacer para mejorar su obra inmensa: había establecido las bases para la defensa de los derechos individuales en una época de dictadura; acometió el estudio de la Constitución, cuando fue aprobada, para explicar las dimensiones del cambio jurídico que traía; abordó el análisis del impacto del derecho comunitario europeo, y estuvo presente, con su magnífica capacidad de escritor, en todos los temas relevantes para nuestra convivencia.
Cosechó en ese período reconocimientos incontables, doctorados honoris causa de las más importantes universidades europeas (Sorbona, Bolonia) y latinoamericanas; los premios más relevantes (Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 1984) y reconocimientos elevadísimos que, sin embargo, no hicieron nunca mella en su carácter sencillo, en su conversación cordial y lúcida, en su gusto por la relación directa con sus amigos y discípulos, los consagrados y los jóvenes que se iniciaban en las disciplinas que él dominaba. Mantuvo una cohesión admirable, alrededor de su persona, de la mayor parte de los profesores de Derecho Administrativo, que lo reconocieron como maestro y que se proclamaron con orgullo miembros de la “escuela del profesor García de Enterría”, título que sin más suponía un reconocimiento incuestionable. Es asombrosa la dimensión de esa escuela, de la que, sin necesidad de mayores indagaciones, puede decirse que no existe parangón, en el mundo del derecho, cualquiera que sea el país que se considere. Más de un centenar de catedráticos y varios de titulares de universidad, doctorandos y otros muchos juristas aprendieron a llamarlo maestro, con independencia de la relación directa que con él mantuvieran, porque les gustó secundar su ejemplo de profesor y jurista.
A ese curriculum ejemplar como hombre de leyes sumó García de Enterría su condición de intelectual y humanista completo, conocedor de la literatura clásica y atento a cualquier creador o ensayista contemporáneo, gran amante de la mejor poesía y acaparador insaciable de libros para su imponente biblioteca, de la que disfrutó en Madrid y en sus retiros de Potes, su pueblo amado, y en Arenas de San Pedro, el lugar donde nacieron probablemente sus grandes contribuciones. Quizá este último lugar fuera para García de Enterría la Torre de Quevedo, cuya poesía tanto admiró. Es fácil imaginarlo repitiendo, en Arenas de San Pedro, los primeros versos del formidable soneto quevediano: “Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”.
Tenemos sus discípulos y amigos la responsabilidad imponente de su herencia. Añado a la que me corresponde como jurista y universitario, la que deja en la Real Academia Española, donde su huella será perdurable, como en todas las instituciones a las que perteneció.
(Necrológica escrita por Santiago Muñoz Machado en "El País" de 18 de septiembre de 2013)
La corrupción se ha convertido en el principal factor de corrosión de la moral y de la confianza en los partidos políticos y las instituciones, y es ya el segundo problema que más preocupa a la ciudadanía después del paro, según el Centro de Investigaciones Sociológicas. A ello se refirió ayer, acertadamente el fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce. Especialmente preocupante es el dato de la memoria de la fiscalía según el cual se ha incrementado en un 23% los casos de prevaricación administrativa y en un 120% los de fraude por parte de una autoridad o un funcionario público, delitos que comportan un claro abuso de poder. Todo ello ayuda a entender que los políticos se hayan situado en el cuarto puesto de la lista de lo que más preocupa a los ciudadanos; con lo que, en lugar de ser parte de la solución, como debieran, son percibidos como parte del problema.
Atribuye el fiscal general el problema, en gran parte, al desencuentro entre la sociedad y la justicia, y señala las limitaciones del proceso penal a la hora de controlar la acción administrativa. Si se ha llegado hasta este punto es por la falta de mecanismos para prevenir la corrupción o para perseguirla en sus inicios. El hecho de que se estén investigando ahora casos que se iniciaron hace mucho tiempo y se prolongaron durante años con una gran cantidad de implicados indica que no han funcionado los mecanismos de control. Ni los ordinarios de procesos administrativos ni aquellos otros encargados de una función específica, como el Tribunal de Cuentas.
A la falta de mecanismos de control hay que añadir la escasez de recursos. La Fiscalía Anticorrupción dispone de medios para las causas más notorias, pero el 80% de los casos de corrupción van a parar a los juzgados ordinarios, que trabajan en condiciones de notable precariedad. Tampoco tienen la dimensión adecuada otros instrumentos de soporte de la justicia, como los destinados a combatir el fraude fiscal.
Para una sociedad tan afectada por la crisis, que ve cómo se recortan los servicios públicos, resulta descorazonador comprobar que muchos de los casos de delito por fraude fiscal que se investigan han prescrito, y que otros se saldan con penas mínimas por problemas en la instrucción. La dilación en los procesos, con una media de ocho años de tramitación en los casos de corrupción, no puede sino contribuir a la desconfianza en la capacidad del sistema judicial para hacer frente a esta situación.
La justicia tiene una gran responsabilidad en la lucha contra la corrupción; pero, para ejercerla, se necesita un poder judicial fuerte e independiente. Y si en los últimos años ha sufrido un creciente descrédito por los intentos de control partidista, ahora su credibilidad no se verá precisamente reforzada por una reforma que deja prácticamente en manos del Ejecutivo el gobierno de los jueces.
(Editorial del diario "El País", publicado el 17 de septiembre de 2013)
Hace algunos años, en el restaurante de un tren que atravesaba Escocia, coincidieron un matemático, un físico y un astrofísico. Al mirar por la ventana, este último mostró su sorpresa: “Vaya, en Escocia las ovejas son negras”. Inmediatamente, el físico matizó: “Bueno, querrás decir que en Escocia hay ovejas negras”. El matemático, callado hasta entonces, resolvió: “En rigor, lo único que podemos decir es que en Escocia hay al menos una oveja de cuyos lados uno es negro”.
Quizá sería mucho pedir a los ciudadanos la pulcritud neurótica del matemático de esta apócrifa historia, pero, sin duda, de hacerlo, mejoraría nuestra vida pública. Este verano, en Barcelona, cuatro majaderos —no eran más, pero, por definición, un solo pitido es infinitamente más ruidoso que el silencio de muchos— silbaron el himno español en los Mundiales de natación y al poco rato el número dos de Marca España se descolgaba en Twitter, el bar de borrachos, con un “catalanes de mierda” que acabó por costarle la destitución. A mitad de agosto, cuando aparecieron unas cuantas fotos de jóvenes del PP realizando el saludo romano, no tardaron en propagarse por los mismos bares consideraciones acerca de la condición fascista de la derecha que, en Cataluña, algunos extendían a todos los españoles. Con la misma calidad intelectual, esto es, ninguna, a partir del hecho más que probable de que un barcelonés esté ahora maltratando a su mujer, yo podría proclamar que todos los barceloneses (catalanes o españoles) somos unos bestias. Y así, poco a poco, se encanalla la vida civil. Frente a eso, no está de más acordarse de la famosa respuesta de Churchill cuando le preguntaron qué pensaba de los franceses: “Pues no sé, no los conozco a todos”.
El problema no es que las gentes enfilen por estas veredas. En realidad, los ciudadanos son bastante contenidos. Al día siguiente del 11-M no asomaron proclamas xenófobas. Que la sinrazón se embride, o prenda, depende en buena medida de los creadores de opinión, de los políticos en primer lugar. En algunos casos no hay nada que esperar. El nacionalismo, que aborda las relaciones políticas como enfrentamientos entre pueblos, asume como pauta narrativa la ontología tribal: con “presos vascos” se refiere a los asesinos de ETA, con “la justicia española” al Constitucional y con “la política española” a todo lo demás, desde los papeles de Bárcenas al más reciente desatino del alcalde de la última pedanía. En su caso, la falacia secundum quid, la generalización arbitraria, no es un error lógico, sino una estrategia programática. Por eso, en sus filas, las descalificaciones tribales no conducen a ceses o dimisiones sino a promociones. La lista es larga.
Con todo, se puede entender que los razonamientos tabernarios se dén entre políticos profesionales. Es deprimente, pero explicable. Otra cosa es cuando se dan entre personas obligadas a pulir conceptos, como es el caso de esa imprecisa fauna conocida como “intelectuales”. Cuando ello sucede, la primera tentación en el gremio es deslindar para desmarcarse. No han faltado los que, después de un “por favor, no confundan, que no somos todos iguales”, han achacado el basureo a unos literatos ayunos de toda teoría social pero siempre dispuestos a sentenciar. Y, desde luego, no faltan ejemplos de poetas que la acaban liando. Hay quien sostiene que el desorden de fronteras que derivó en la II Guerra Mundial comenzó cuando D’Annunzio y sus 120 legionarios ocuparon la ciudad adriática de Fiume. Los poetas falangistas contribuyeron no poco a calentar la cabeza a la ciudadanía en nuestra guerra civil. Poetas falangistas y de otras filias, como nos contó de la mejor manera Andrés Trapiello en Las armas y las letras.
Todo eso es verdad, pero no toda la verdad. Es cierto que el juicio político, práctico, no puede prescindir del buen conocimiento social, si es que existe, pero, ciertamente, no se agota en él; requiere algunas cosas más, entre ellas un talento para integrar resultados de distintas disciplinas que no parecen estar al alcance de algunos especialistas que confunden sus imprescindibles y parciales teorías con la realidad. La miopía del especialista, que ignora y hasta se enorgullece de ignorar lo que no cabe en su guion, es responsable de no menos desastres que los calentones logorreicos de los poetas. La incapacidad para mirar más allá de las inevitables anteojeras de la abstracción científica conduce, en la práctica, a la pérdida de todo sentido de la realidad y, ante las propuestas y conjeturas de no pocos especialistas, uno acaba por añorar la insulsa prudencia de los futbolistas.
Ejemplos no faltan. Mas Colell, consejero de Economía de la Generalitat de Cataluña, es un economista de primera, reconocido entre los mejores y autor de importantes trabajos que, todo sea dicho, poco tienen que ver con la economía pública. Pues bien, no hace mucho, declaraba estar “dispuesto a ceder mucha soberanía a Bruselas, mucha, más de la que estoy dispuesto a ceder, en estos momentos, a Madrid. Conozco a Europa muy bien y sé que respetan la diversidad. Mi identidad, mi manera de ser, el ser catalán no estará nunca en cuestión, pero no puedo decir lo mismo del Gobierno español”. En apenas 20 palabras hay desatinos conceptuales (soberanía catalana), falsedades empíricas (ningún país de la UE ha dado tanta protección a las lenguas minoritarias como España: pregunten a Merkel por el bajo alemán) y bobadas desbocadamente reaccionarias que harían descoyuntarse de risa al mismísimo Heiddeger (“el ser catalán”). No se trata de discrepancias razonables sino de auténticos despropósitos que descalifican a cualquier académico y que, seguramente, Mas Colell se guardaría de repetir en un departamento universitario, aunque no tiene problemas en arrojarlas a un público dispuesto a jaleárselas y que, además, se sentirá confirmado en sus delirios porque las escucha en boca de un “sabio”. Un ejemplo superlativo de irresponsabilidad. No se puede por la mañana explicar el teorema de Arrow en clase y por la tarde hablar en nombre del “ser catalán”.
No faltan quienes tiran por lo derecho y apuestan por la venalidad del gremio, incluso en el sentido más ramplón del diagnóstico. Cuesta poco comprar voluntades intelectuales. La inseguridad material y la vanidad, tan comunes entre los que andamos entre papeles y en empeños solitarios, se bastarían para explicar la extendida disposición de la cofradía a regalar los oídos de los poderes o de la turba. Explicarían, también, omisiones y silencios. Y las diversas formas de hacerse el loco, despistados a sabiendas, que tampoco faltan quienes, afinados en sus quehaceres, cuando tercian en las cosas públicas ofrecen una sensación parecida a la que describía Gil de Biedma a cuenta de cierto hispanista: “Uno de esos seres cultos, sensibles y elaboradamente tontos. Tienen presbicia intelectual: no ven jamás lo obvio, solo lo remoto y traído por los pelos. Carece de sentido común”.
Con todo, me cuesta creer que las sinecuras, que existen, se basten para explicar cómo personas competentes dejan pasar a su lado la corriente de las necedades, sin decir esta boca es mía o, lo que es peor, alentando gregariamente los peores tópicos. La cosa es más grave. Hay algo que es previo en esa incapacidad para mantener la cabeza fría y resistirse a las rehalas de los pastores de pueblos: hay una dimisión del uso de los propios talentos. Una dejación que es una irresponsabilidad. Somos responsables de lo que creemos y también de por qué creemos lo que creemos. Estamos obligados a escuchar la información y los argumentos contrarios a nuestras opiniones, a hacer explícitos los principios, a estar alerta ante nuestros prejuicios, a precisar los conceptos y, sobre todo, a decir que no cuando es que no. Sin mentir ni mentirnos. Se trata, sencillamente, de tomarnos en serio. Los mejores filósofos contemporáneos, recuperando a algunos clásicos, llaman a eso “virtudes epistémicas”. Bajo ese concepto, que agavilla una serie de imperativos con los que tenemos que enfrentarnos al empeño reflexivo, se incluye, además del afán de verdad y de imparcialidad, el coraje intelectual, entre otras cosas, para despegarse de los nuestros cuando hace falta y decirles que por ahí no seguimos. Cesare Pavese lo decía de otro manera: “Se necesitan cojones duros”. La expresión no era ajustada ni siquiera en su tiempo, como nos los recordaron, entre otras muchas, Simone Weil o Hannah Arendt, pero el concepto resulta más vigente que nunca. El oficio de vivir, el oficio de pensar, que no es el de hooligan ni el de cheerleader.
(Artículo de Félix Ovejero, publicado en "El País" el 12 de septiembre de 2013)
“El G20 apenas ha aportado nada a la lucha contra el desempleo y la desigualdad social”, afirmaba el corresponsal de EL PAÍS (edición 6-9-2013). Mala noticia para la economía y para la democracia. Para la economía, porque —si no se avanza en este terreno— son poco creíbles los pronósticos apresuradamente optimistas de algunos expertos económicos y de ciertos dirigentes políticos. Sin atacar de frente la cuestión del desempleo y sin reducirlo a tasas soportables, cuesta reconocer la existencia de avances positivos en la superación de la crisis. Tanto más cuanto que se nos advierte por parte de los expertos que el capitalismo actual no permite esperar que tasas de crecimiento económico relativamente apreciables produzcan un aumento significativo del empleo, a diferencia de lo que ocurría en las recuperaciones posteriores a otras crisis precedentes.
Pero la cuestión no es solamente grave para la economía. Lo es también para la política democrática. Si el derecho al trabajo está cada vez menos asegurado, se fragilizan las bases imprescindibles para consolidar y perfeccionar el sistema democrático. Reducir una parte creciente de la población a la condición de trabajador temporal y precario; condenar a muerte laboral prematura a los parados de larga duración o retrasar la incorporación de los más jóvenes a una actividad laboral mínimamente satisfactoria son recetas no solo para un desastre económico y social, sino para la erosión de la confianza ciudadana en un sistema político cuya objetivo sería convertir a todos sus miembros en protagonistas en la toma de decisiones colectivas, en lugar de condenarlos a ser comparsas pasivos y desilusionados de las decisiones de otros.
Lo que se afirma del derecho al trabajo vale también para los demás derechos sociales inscritos en las constituciones de las democracias contemporáneas. Por ejemplo, el derecho a la educación, a la salud, a la vivienda o a la pensión. Cualquier retroceso en la efectividad de tales derechos equivale a una “desdemocratización” del sistema político hasta poner en riesgo su misma continuidad. Aceptados a regañadientes en su momento por los sectores dominantes, los derechos sociales fueron relegados a menudo a una posición subalterna en una jerarquía de derechos donde contaban con protección mucho más débil que los derechos civiles y políticos: así ocurre, por ejemplo, en la Constitución española de 1978.
A esta visión subsidiaria de los derechos sociales y de los bienes que protegen se le añade ahora la tendencia más o menos confesada a convertirlos en producto mercantil. Desde la premisa de que no hay recursos públicos para asegurarlos, se tiende a confiar su provisión a la iniciativa privada que los ofrece como mercancía. Llevada a su extremo, la deriva hacia una privatización de la educación, de la salud o de las pensiones conduce a una situación en la que la efectividad de los derechos sociales solo alcanzaría a quienes pudieran pagarla de su bolsillo. Lo cual significaría en último término que los ciudadanos dejarían de ser titulares de derechos para convertirse en consumidores de bienes o servicios mercantiles.
Esta deriva amparada en el pretexto de la crisis tiene efectos deletéreos para la misma democracia. Porque —según se ha afirmado con justeza— los derechos sociales no pueden ser contemplados como una consecuencia de los derechos civiles y políticos, sino que constituyen la condición de posibilidad de la existencia efectiva de tales derechos civiles y políticos y, con ella, de la permanencia misma de la democracia.
¿Es imaginable que trabajadores precarios, parados de larga duración, jóvenes instalados en el limbo de los ni-ni o jubilados con escuálidas pensiones de supervivencia se empeñen confiadamente en el ejercicio y, si es necesario, en la reivindicación de sus libertades fundamentales y en la participación ciudadana? Salvo para una minoría esforzada, lo previsible es que se vayan situando al margen o en contra de instituciones democráticas que no sienten como propias al comprobar que a ellos les toca pagar los costes de muchos errores y desatinos políticos, mientras que una minoría conserva o aumenta sus privilegios.
Parece, pues, un contrasentido lamentar el escaso vigor de nuestras democracias si al mismo tiempo se defienden políticas socioeconómicas que socavan el alcance y la efectividad de los derechos sociales. Y así ocurre en buena parte de las democracias de nuestro entorno donde la alarma —sincera o hipócrita— por la pérdida de confianza democrática se presenta como compatible con las llamadas “políticas de austeridad”, cuyo efecto inmediato ha sido la laminación de derechos sociales y, con ella, un crecimiento de la desigualdad certificado de manera fehaciente por instituciones internacionales como la OCDE o el FMI.
A los cinco años de esta crisis sin precedentes, fracaso económico y retroceso democrático no pueden desvincularse. Por esta razón, dar un salto adelante en calidad democrática exige replantear a fondo el modelo económico dominante. Como algunos señalan desde hace tiempo, parece llegada la hora de revisar el dogma fracasado de “crecer primero para redistribuir después” e intentar una alternativa más equitativa: “redistribuir primero para crecer más y mejor”. Una redistribución que conllevaría el relativo fortalecimiento de los derechos sociales y, con ellos, la garantía efectiva de los derechos civiles y políticos. Porque las políticas socioeconómicas adoptadas no pueden ser indisociables del progreso democrático que tanto se reclama.
(Artículo de Josep M. Vallés, publicado en "El País" el 11 de septiembre de 2013)
Cuando la corrupción política deja de ser un hecho anecdótico y se manifiesta como un fenómeno frecuente, debería hacernos reflexionar sobre sus causas. Los españoles no somos diferentes a cualquier otro ciudadano europeo; pero España puede ser diferente en su entramado institucional, que hace posible que las desviaciones del poder sean más frecuentes. Reflexionar sobre ello es imprescindible, en estos momentos, si no queremos que se convierta en un remolino que arrastre a toda la sociedad española.
Cualquier organización tiene que tener unos mecanismos de control implícitos, que hagan que todos sus miembros tengan que rendir cuentas a alguien, y sean responsables de todos sus actos. Esto es lo que sucede en los Estados democráticos, en los que el Poder Ejecutivo tiene que rendir cuentas ante el legislativo y las conductas delictivas se sustancian en los tribunales de justicia; siendo un elemento esencial la rendición de cuentas. Cuando las faltas o delitos cometidas por un político no tienen la sanción correspondiente, ni se obliga a la rendición de cuentas, se acaba pervirtiendo todo el sistema.
A mi juicio, los márgenes de impunidad que permite la legislación española son mucho mayores que las de otros países, dando patente de corso, a algunos, para aprovecharse de los bienes de todos para su provecho particular. Y esto es lo que explicaría nuestro mayor índice de corrupción.
El primer hecho que llama la atención, a cualquier observador, es que un alcalde pueda dar una licencia de obra en un suelo no urbanizable, incluso con informes técnicos en contra, sin que luego tenga ninguna consecuencia para él; a pesar de que el Ayuntamiento puede verse obligado a indemnizar al titular de la licencia, si un juez obliga a reponer la legalidad urbanística. En los casos más escandalosos, se le condena a inhabilitación para ejercer cargo público, lo que puede suceder cuando ya no está en la corporación. Estos hechos son sumamente graves, ya que es difícil de creer que un cargo público vulnere la legalidad flagrantemente a cambio de nada, aunque las verdaderas causas sean difíciles de demostrar.
También es chocante que un cargo público no presente las cuentas, o lo haga con notables carencias y errores, sin que tampoco tenga ninguna consecuencia. Ahora a los Ayuntamientos que no presentan las cuentas se les deja de pagar subvenciones estatales; pero, me pregunto, qué culpa tienen los ciudadanos de la mala actuación de sus alcaldes. ¿No sería más lógico imponer una multa al responsable de ese incumplimiento? Si un elemento esencial de la democracia es la rendición de cuentas, deberíamos tomarnos mucho más en serio este problema.
Otra perversión del sistema es que un cargo público pueda gastar por encima del presupuesto aprobado, dejando una deuda oculta para el futuro, sin que le pase absolutamente nada. La aprobación del presupuesto es un mecanismo democrático que permite limitar la actuación de los responsables públicos, hasta las cuantías, y con los fines, que deciden los representantes de los ciudadanos. Su extralimitación es sumamente grave; y compromete nuestro propio patrimonio particular, puesto que, al final, deberemos de pagarlo entre todos. Sería lógico que el infractor respondiera personalmente de las cantidades no autorizadas.
Un hecho más difuso, aunque igualmente grave, es contratar personal, al margen de cualquier procedimiento basado en el mérito y la capacidad. Muchas veces ignoramos que el personal interino o laboral, en la Administración, se convierte, normalmente, en personal fijo de por vida. La contratación de una persona que no tiene la capacidad suficiente tiene dos efectos: para el organismo público, que siempre tendrá una rémora con una persona incapaz de ejercer sus funciones; y para el interesado, que va a recibir un sueldo, de por vida, muy superior al que podría aspirar.
La corrupción es un cáncer en el interior de un país: rompe la confianza en las instituciones, deslegitima el sistema político y hace que cunda el mal ejemplo entre los ciudadanos, incitando la vulneración de la ley.
Además de combatir los casos individuales de corrupción, es fundamental que corrijamos las causas que los permiten; ya que, en caso contrario, entraremos en una espiral que llevará a la desafección de los ciudadanos hacia las instituciones y la política, y a generar un clima de podredumbre en la vida nacional.
(Artículo de Francisco López Peña, publicado en "El País" el 28 de agosto de 2013)
Todos los finales de agosto tengo la misma sensación: todo se va a estropear, porque los políticos vuelven a sus puestos. Ayer han vuelto, y se acabó la bonanza. Con ellos fuera de cobertura, la prima de riesgo había caído a niveles razonables, el empleo no se había deteriorado más, la gente hablaba de señales de recuperación y las tormentas políticas eran menores. Rajoy hacía paseíllos por Ribadumia sin nadie que lo increpara, Rubalcaba aparecía rodeado de verde, que serena mucho los ánimos, y Cayo Lara estaba perdido. Se podía hablar de tranquilidad: un mes de tranquilidad después de once meses de platos rotos.
Pero se acabó. Han vuelto y se empezó a escuchar un ruido que sugiere dos recuerdos: en parte, un patio de colegio en hora de recreo; en la otra parte, una junta de vecinos pendencieros. La política tiene mucho de eso: de patio de colegio y de pendencia de vecindad mal avenida. Y yo pregunto: ¿está el país para eso? ¿Está el país para que sus grandes representantes, sean del partido que sean, quieran empezar el curso a base de golpes al adversario? Creo que no. Dentro de poco más de dos semanas se habrá celebrado la Diada, y de ella saldrá un nuevo impulso secesionista. Antes de un mes habrán empezado los primeros despidos en la hostelería, y se pondrá un paréntesis a los meses continuados de descenso del paro. La izquierda anunció ayer un otoño caliente y se notan las ansias de agitar la calle. Y la derecha gobernante sigue desorientada por Bárcenas, en medio de rumores de crisis de gobierno.
Es el vértigo de septiembre, este año más cierto que en años anteriores, por el deterioro institucional, los indicios de quiebra (por lo menos agotamiento) del sistema, los riesgos de desintegración nacional y la incertidumbre de la sociedad. Para remate del cuadro, el presidente del Gobierno, tan paseante y tan callado, ha preparado una agenda internacional que le llevará a recorrer medio mundo y que, efectivamente, parece una huida: hay que estar fuera, cuanto más lejos mejor, para evitar las sesiones de control y las interpelaciones que prepara la oposición. Mejor en Sebastopol que en Ribadumia, y que toree Soraya. Dudo que esa sea la intención real de un hombre tan responsable como Rajoy, pero lo parece, qué le vamos a hacer.
¿Qué quiero decir con todo esto? Que pasaron las vacaciones oficiales, pero nada ha cambiado. Hoy mismo se reunirá la Diputación Permanente del Congreso para tirarse piedras dialécticas y estratégicas por Bárcenas. Los problemas reales del país pueden esperar. Ya vienen solos. El curso que asoma va a ser igualito que el curso anterior. Mientras la calle aguante. Es decir, mientras no suene como rebeldía el adormecido cabreo social.
(Artículo de Fernando Ónega, publicado en "La Voz de Galicia" el 27 de agosto de 2013)
En la recámara populista aparece la bala de mercurio cuando las mayorías silenciosas dan por supuesto que todos los políticos son iguales, corruptos, desconectados del sentir de la calle, ineficaces, aprovechados y sumisos a los intereses de partido. Las crisis económicas multiplican la letalidad de la bala de mercurio, como están experimentando los Gobiernos de la Unión Europea y la certidumbre de Derecho que sostiene las sociedades abiertas.
Para las próximas elecciones al Parlamento Europeo, tiene probabilidades un escenario de crujidos sociales y fragmentación política. Todo va a sumarse: la crisis del euro, las tentativas de fragmentación territorial, Norte contra Sur, la psicosis antigermánica, los mercados laborales, el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional, los particularismos, la banca en general, el recelo ante políticas inmigratorias angelicales, la tesis de que la Unión Europea no sirve para nada. La tan desgraciada escenificación de la troika como hombres de traje oscuro que desembarcan en un país soberano para exigir que cuadre las cuentas es un ejemplo consistente de cómo se le cede ventaja al populismo. En fin, el factor decisivo será si las nuevas precariedades de la clase media alteran el sentido de un voto que ha sido garantía de estabilidad y alternancia entre centro-derecha y centro-izquierda.
La urgencia fundamental de los grandes partidos para sobrevivir al oleaje populista ya es recuperar ese voto, seducirlo, convencerlo, fidelizarlo de nuevo, después de tantas ráfagas de viento. Dar garantía de estabilidad, generar confianza. En la vida política también se rectifica tras los escarmientos. Un voto masivo para la antipolítica obligaría a los partidos de mayor asentamiento a buscar una mejor capilaridad con los cambios sociales y con las nuevas dinámicas de la comunicación, con las jóvenes generaciones que se ven relegadas de la vida pública por un sistema de partidos poco permeable.
Una vez más, la crisis puede convertirse en oportunidad creativa si la política acierta a reformularse con claridad y precisión. Cuanto más tarden los partidos políticos en regenerarse mayor será la efusión populista.
Un quehacer imperativo es distinguir, con hechos, entre el oportunismo y la política pragmática. En 1815, en la Francia posterior a los Cien Días de Napoleón y de la derrota de Waterloo, un sagaz librero parisino tuvo la iniciativa de editar un Diccionario de veletas. La circunstancia política daba para mucho porque en pocos años se habían producido una docena de cambios drásticos de régimen. El poder había pasado de unas manos a otras con frecuencia de vértigo y por eso el Diccionario de veletas fue un éxito, porque pasando de unas a otras manos el poder, con frecuencia iba a parar a las mismas manos, pero con distintos collares.
La acomodación no es un talante infrecuente en la política. La adaptación camaleónica a la realidad es mucho más fácil, sin duda, cuando se carece de convicciones articuladas, de sentido moral de lo público. Por la misma razón, la retórica populista se sirve de la antipolítica para desmarcarse en virtud de la naturaleza abusiva del efecto demagógico. Desde esta posición, todos los políticos son iguales y ya no valen la derecha ni la izquierda. Aquel Diccionario de veletas tuvo un grosor notable, con personajes centrales de tanta versatilidad como Talleyrand. No es un rasgo accidental de nuestros días que ni siquiera aparezca un Talleyrand, capaz de pasar de obispo a regicida, de Napoleón a la restauración monárquica, sin parpadear. ¿Fue veleta o tuvo, más allá del cinismo y la corrupción, un sentido de Estado? Fue un gran amoral muy eficaz. A su modo, sirvió a Francia y cobró de todas partes.
El político está obligado a saber hacia dónde soplan los vientos. Lo llamamos instinto político. Pero eso no significa que deba irse acomodando a todos los vientos ni, especialmente, a varias corrientes de aire a la vez.
El efecto veleta suele dar buenos resultados a largo plazo, pero a la larga lo que cuentan son la constancia y la coherencia, porque no todos los políticos son lo mismo. Para no salirnos de Francia, la distancia moral entre De Gaulle y Mitterrand es la que va del Ártico al Antártico. De modo equiparable, el trecho italiano entre De Gasperi y Berlusconi también es muy ilustrativo. Compárese a Maura con Lerroux.
En cualquier ámbito electoral, el populismo avala una indiscriminación del voto de castigo. Será como votar casi por retrovisor, desde un presente al que no se le ve futuro. El populismo tiene opciones para el triunfo efímero de la retórica, retórica sin sustancia. El demagogo populista se postula como la mejor de las conexiones con la voz de la calle, mientras los partidos al uso pierden credibilidad, en un deterioro al que no se le ve tope. Solo con ejemplaridad se podría contrarrestar la suposición de que todos los políticos son iguales. Por lo menos, como dice la fórmula orwelliana, unos son más iguales que otros.
(Artículo de Valentí Puig, publicado en "El País" el 22 de agosto de 2013)
El clima institucional de nuestro país está gravemente deteriorado por lo que se percibe como un síndrome de corrupción generalizada. Así lo revelan los indicadores del CIS que, tras la publicación en febrero pasado de los llamados papeles de Bárcenas, cayeron entre un 20% (el indicador de confianza política) y un 30% (el de situación política actual), esperándose una nueva caída análoga para los de este último mes, tras la confesión judicial del antiguo tesorero del partido en el poder. Sin embargo, si atendemos al ranking de la corrupción global que viene publicando Transparencia Internacional, advertiremos que nuestra posición relativa no es tan mala como podría parecer, comparada con los países de nuestro entorno. Es probable que nuestros datos empeoren cuando se publiquen los de 2013, pero según el Índice de percepción de la corrupción de 2012, España se sitúa con 65 puntos en la posición 30ª del ranking mundial, mucho más cerca de Francia (posición 22ª con 71 puntos) que de Italia (posición 72ª con 42 puntos), aunque a gran distancia todavía de los europeos del norte que lideran la clasificación, encabezada por Dinamarca y Finlandia (con 90 puntos).
¿A qué se debe esta benévola imagen comparada de nuestro país, cuando según la prensa doméstica nuestra corrupción resulta desmesurada? La explicación es muy simple. La metodología usada por Transparencia Internacional recurre a encuestas que investigan sobre todo la práctica del soborno, que es relativamente frecuente en las sociedades emergentes o en los Estados fallidos, pero muy baja en nuestro país. Y para evitar ese sesgo que infravalora la corrupción española habría que distinguir dos clases de corruptelas distintas entre sí. Por una parte está la microcorrupción de los sobornos a empleados públicos, que en nuestro país son muy infrecuentes. Una excepción fue el caso Guateque, una trama de concesión de licencias exprés a locales comerciales que fue denunciada hace seis años en el Ayuntamiento de Madrid, con más de 100 imputados de los que 28 fueron finalmente procesados, siendo solo seis de ellos funcionarios o técnicos municipales.
Y luego está la macrocorrupción propiamente dicha, las tramas de cohecho con las autoridades públicas para la obtención de grandes contratos de obras y servicios, así como de infraestructuras urbanas. Es el caso de las redes clientelares como Gürtel o Filesa, así como todo el historial de cohechos revelado por la confesión de Bárcenas. Pero es preciso señalar que en esta corrupción a escala macro no intervienen los funcionarios, sino aquellos políticos de partido con capacidad para decidir (concejales, alcaldes, consejeros, ministros) y otros cargos de libre designación que forman parte de sus redes de confianza, así como por supuesto los empresarios corruptores y otros intermediarios especuladores o comisionistas. Y debe subrayarse que todos ellos, aunque ocupen cargos públicos electos, actúan en exclusiva defensa de intereses de parte, ya sea movidos por el afán de lucro que caracteriza a los intereses privados o por el afán de poder que caracteriza a los partidos políticos aunque digan defender el interés general.
Pero por extendida que esté, colonizando grandes áreas de las Administraciones públicas, esta macrocorrupción está muy localizada en las altas esferas del poder empresarial y político, sin que afecte para nada al grueso de los cuerpos de funcionarios y demás servidores públicos. De modo que, contra el estereotipo de PIGS con que nos descalifican los nórdicos, muy bien podría sostenerse justamente al contrario que España es un modelo de integridad pública, dado que la corrupción sólo contamina a las cúpulas de los partidos políticos y los grupos empresariales, siendo un coto privado de la casta dirigente y las hoy llamadas élites extractivas. Y así viene a corroborarlo el nuevo Barómetro Global de la Corrupción 2013 que acaba de hacer público Transparencia Internacional, que evalúa el impacto de la corrupción sobre diferentes sectores institucionales en una muestra de países seleccionados, entre los que figura España. Y de sus datos se deduce que la corrupción española, por comparación con nuestro entorno europeo, afecta sobre todo a los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), pero no en absoluto a los servicios públicos (educación y sanidad) ni a los cuerpos de funcionarios, cuyas cifras de integridad o falta de corrupción son equiparables a las de los países nórdicos, con apreciable ventaja sobre Italia o incluso Francia.
En suma, lo que caracteriza a nuestros servidores públicos no es la corrupción, sino la moral cívica, que les hace anteponer la defensa de los derechos de los ciudadanos a los que prestan servicios por delante de sus propios intereses personales. Nuestros docentes, nuestro personal sanitario, los funcionarios de nuestras Administraciones públicas, no están en venta: ni se venden al mejor postor ni, por tanto, aceptan sobornos. En cambio, los ejecutivos financieros o los empresarios privados sí se venden al mejor postor, y los políticos de partido (o de sindicato) también están en venta, a juzgar por la muy elevada corrupción privada y partidista. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué hay en los intereses privados y partidistas que les permite caer en la corrupción? Sin duda lo hacen porque el fin justifica los medios: en el amor, como en la guerra, todo vale. El amor al poder y la riqueza, pero también la guerra comercial (es decir, la competencia de mercado) y la guerra política (es decir, la lucha por el poder). En la doble contabilidad de Bárcenas, los empresarios donantes se hacen corruptores para adquirir ventaja sobre sus competidores, y los políticos receptores se dejan corromper para adquirir mayor ventaja sobre los partidos rivales.
El problema es que en estos tiempos en que se nos impone por miedo a la crisis el neoliberalismo anglosajón (Escila) o el ordoliberalismo alemán (Caribdis), el imperativo categórico es la sacrosanta competitividad privada. Los neoliberales nos impulsan a privatizar lo público para ganar rentabilidad económica y los ordoliberales nos exigen ajustar el déficit público para ganar racionalidad administrativa. Pero en ambos casos el objetivo es el mismo: la competitividad. Es la nueva regla de oro que también se impone a los servicios públicos, obligados a competir en un mercado libre donde todo se compra y se vende al mejor postor, lo que en la práctica conduce a la corrupción por la vía de la venalidad. Es el destino al que parece conducirnos la liberalización de lo público, cuya moral cívica de servicio al público es sustituida y suplantada por la nueva moral lucrativa de servicio al cliente privado. El problema es que con ello se pueda perder también la integridad pública, en la medida en que parezca un coste deficitario. Pues ese y no otro es el dilema de nuestro tiempo: competitividad venal o integridad de oficio. Se aceptan apuestas.
(Artículo de Enrique Gil Calvo, publicado en "El País" el 12 de agosto de 2013)
Hay artículos que nadie quisiera jamás tener que escribir y este es, desde luego, uno de ellos. Por eso, porque esta columna, inolvidable para mí, trata de la mayor tragedia que se ha producido en Galicia en muchos años, comenzaré por lo que siento indispensable: solidarizarme, en mi nombre y en el de todos los que hacemos este periódico, empezando por su editor y su equipo directivo, con los muchos miles de personas que han pasado en segundos de estar felices esperando la llegada de un ser querido (del padre, del hijo, del hermano, del amigo) a hundirse en el infierno de una pérdida sencillamente irreparable.
Tras llegar a mi casa ayer, ya de madrugada, después de seguir en directo durante tres largas horas la sobrecogedora evolución de la catástrofe en el programa que dirige y conduce Fernanda Tabarés, del que todos los presentes salimos espantados, me encontré a mis hijas -ya en pijama en lugar de con los vestidos con los que habían previsto salir a divertirse en la fiesta grande de Santiago- y a Marga, mi mujer, noqueadas por una desgracia que, de tan inesperada, resulta muy difícil de aceptar. Ellas llevaban horas sintiendo las sirenas que transportaban a los heridos al hospital clínico de Santiago, situado a medio kilómetro de casa, y sentían la terrible tragedia como propia, al igual que miles de santiagueses, cientos de miles de gallegos y millones de españoles.
Pensé entonces, mientras tratábamos de consolarnos mutuamente, que la vida -tan hermosa, tan fascinante, tan plena de oportunidades y aventuras- es también, demasiadas veces, una inmensa ruleta rusa en la que nos vemos obligados a jugar sin haberlo decidido previamente. ¿Por qué me ha tocado a mí?, pensarán con desesperación todos los que han perdido a alguien querido en el accidente ferroviario o todos los que esperan con angustia la recuperación de los que en él resultaron malheridos? ¿Qué he hecho yo y que han hecho los que me han arrebatado para merecer este castigo?
Es una de esas durísimas preguntas que tienen solo una respuesta: ninguno de los que han muerto o resultado heridos han hecho algo distinto a lo que hacen a diario un millón y medio de españoles y decenas de millones de personas a lo largo y ancho del planeta: coger un tren con la plena seguridad de que iban a llegar a su destino. Lo hubieran hecho de no haberse cruzado en su camino la desgracia, siempre injusta por completamente inmerecida, siempre pavorosa por absolutamente imprevisible.
Por ello nos hemos quedado sin palabras. Y por ello solo podemos confiar en que los que se han ido descansen en paz, en que todos los heridos se recuperen cuanto antes y en que todos los que han perdido a un ser querido recuperen con el tiempo la serenidad para poder seguir adelante. Que así sea.
(Artículo de Roberto Blanco Valdés, publicado en "La Voz de Galicia" el 26 de julio de 2013)
El otro día me invitaron a dar una charla en el País Vasco sobre transparencia y corrupción. Como ya he escrito mucho sobre el primer tema, me centraré un poco más en el segundo, especialmente en la importancia de la transparencia como herramienta para combatir la corrupción o, para ser más exactos, para prevenirla y sancionarla.
No está de más recordar que siendo la transparencia un valor fundamental en una democracia avanzada, el derecho a la información pública (más allá de que esté literalmente reconocido o no como tal en un texto constitucional) es un derecho democrático fundamental. La democracia no se reduce a un procedimiento de gobierno y menos todavía a un procedimiento electoral cada cuatro años, como parecen preferir nuestros representantes. La democracia es también y sobre todo un sistema de derechos. En particular, el derecho a la información pública permite que el ciudadano alcance una comprensión ilustrada de lo que ocurre en su país en un momento dado. Comprensión es imprescindible para entender los problemas institucionales y para intentar corregirlos. Y lo cierto es que en España las disfuncionalidades son tantas que casi puede considerarse el funcionamiento normal de las instituciones la excepción y no la regla general. El esfuerzo de la propaganda política por convencernos de lo contrario es enorme, pero no hay más que abrir los ojos y ver lo que tenemos delante de nuestras narices, aunque esto requiera, como ya advirtiera Orwell, una lucha constante. Por poner un ejemplo reciente, cabe referirse al nombramiento de un magistrado del Tribunal Constitucional propuesto por el Gobierno por su proximidad al PP gracias al voto de calidad del ex presidente saliente (nombrado a propuesta del PSOE) conocido por su complacencia con el establishment en este y en cargos anteriores.
Pues bien, a estas alturas ya sabemos que no podemos esperar demasiado de una Ley de Transparencia «otorgada» ya sea a nivel estatal o a nivel autonómico en un país donde la cultura reinante es la de la opacidad. Puede suceder perfectamente que terminemos con muchas leyes de transparencia sin haber avanzado nada en la práctica de la transparencia. En España es frecuente que las leyes se incumplan, o por lo menos que se incumplan por los que tienen el poder de hacerlo, que es precisamente a los que más interesaría controlar. Porque hay que tener claro que no basta con garantizar derechos democráticos por escrito, aunque sea en una ley o en un texto fundamental. Los derechos deben de ser realmente efectivos y estar realmente a disposición de los ciudadanos.
A mi juicio con el proyecto de Ley de Transparencia que entró en el Congreso no pasaba esto y tampoco confío mucho en que vaya a pasar tras la promesa gubernamental de modificar el proyecto. No podemos confundir declaraciones con hechos. Recordando los requisitos que un grupo de expertos considerábamos esenciales para tomarnos en serio el proyecto (reconocimiento como derecho fundamental, órgano independiente de supervisión, procedimiento sencillo y ágil para atender las demandas de los ciudadanos, extensión subjetiva del ámbito de aplicación de la ley, reducción de los límites al derecho, establecimiento de un régimen efectivo de incentivos positivos y negativos para favorecer su cumplimiento) parece que la mayoría no van a ser tenidos en cuenta. En conclusión, no es realista esperar que esta la ley suponga el giro copernicano que este país necesita para eliminar la cultura de la opacidad de los políticos, de los gestores públicos y hasta de los empleados públicos. No se aprecia la ambición de la ley antitabaco o de la ley de Seguridad Vial, leyes que sí tenían el objetivo claro de provocar un cambio cultural en los colectivos de fumadores y de conductores. Y lo han conseguido, sin duda, aunque para eso han tenido que imponer incentivos bastante «agresivos», tales como la pérdida de los puntos del carnet de conducir o la prohibición general de fumar en espacios cerrados.
No hay nada parecido en el proyecto de Ley de Transparencia, que por no establecer, no establece ni las sanciones por incumplimiento. Compárese, por ejemplo, con la Ley de Transparencia chilena que establece para los superiores y directivos de los organismos públicos que incumplan las obligaciones de transparencia (no para los «curritos») sanciones de reducción de sus salarios de entre el 30 y el 50%. Y es que si somos honestos tendremos que darnos cuenta de que la transparencia produce horror a nuestros políticos y gestores públicos por la sencilla razón de que ya no podrían seguir haciendo las cosas como hasta ahora, en la oscuridad y entre bambalinas, que es donde se manejan estupendamente. El problema es que probablemente no saben ya hacerlas de otra manera. Además en España hasta los funcionarios tienen miedo de la transparencia porque piensan –probablemente con razón– que es mucho más fácil que les sancionen por exceso de transparencia que por defecto. En cuanto a las responsabilidades políticas por falta de transparencia mejor no hablar. Ni están ni se las espera.
Por el contrario, la ciudadanía y la sociedad civil están clamando por una mayor transparencia (o sencillamente por algo de transparencia) ya que la gente percibe correctamente que su falta tiene mucho que ver con la corrupción. No solo con la corrupción más burda, tipo Bárcenas o Urdangarin (hay tantos casos que cada uno puede elegir el suyo favorito) sino también con la corrupción light, es decir, con el despilfarro y la mala gestión del dinero público, quizá menos vistosa pero no menos dañina para los intereses generales y absolutamente generalizada a todos los niveles.
Es importante destacar que la corrupción en España está muy conectada con el (mal) uso del dinero público, lo que es llamativo dado que su gestión, al menos formalmente, se encuentra muy regulada. No solo eso, hay muchísimas obligaciones de transparencia en la Ley de Contratos del sector público, en la normativa de subvenciones, en las normas que regulan el acceso al empleo público…
Y sin embargo la corrupción está muy relacionada con la contratación pública, las subvenciones y el empleo público, por no hablar de la regulación o las ventajas más generales que puede proporcionar la proximidad al Poder.
¿Qué ocurre entonces? Sencillamente que las leyes se incumplen sin que pase nada, o, en el mejor de los casos, se cumplen solo formalmente. Está muy extendida la idea de que cumplidos los requisitos formales ya no es exigible responsabilidad jurídica alguna a nadie por el resultado final, por desastroso o delictivo que sea. Además como sabemos, las responsabilidades políticas no se exigen nunca. Y las jurídicas son difíciles de delimitar y de exigir cuando el procedimiento es formalmente correcto. De esta forma, los requisitos formales, incluidos los relativos a la transparencia, se perciben como obstáculos a salvar para que el expediente quede presentable, especialmente si hay que presentarlo en un Juzgado.
El caso es que muchos de estos requisitos han sido introducidos por exigencia de la normativa comunitaria pero no parece que haya calado la idea de que responden a una finalidad: la de evitar el despilfarro, el amiguismo, las comisiones ilegales, las revolving door, las adjudicaciones amañadas, la prevaricación, el cohecho o cualquier otra forma de corrupción. De la misma forma no ha calado tampoco la idea de que la transparencia es esencial para el buen funcionamiento de los partidos, las instituciones, los «agentes sociales» y hasta las empresas por lo menos en sus relaciones con los gestores públicos, dado que la opacidad es terreno abonado para el «capitalismo castizo».
Pero no se nos puede olvidar que, en palabras de Victoria Camps, cuando hay corrupción existe la complicidad del grupo político y también la de toda la sociedad. Si nuestros políticos pueden permitirse ser poco transparentes, generando amplias zonas de sombra donde la corrupción campa a sus anchas es porque los ciudadanos se lo hemos consentido. Hay que tener presente que la transparencia es lo que permite garantizar o y reforzar el deber de vigilancia de las instituciones por parte de los ciudadanos para prevenir o sancionar la corrupción, dado que los controles internos han sido desmontados o no han funcionado.
Los ciudadanos tienen que exigir transparencia ya, con o sin ley. La exigencia activa de transparencia permite desarrollar su capacidad de crítica y de autonomía moral, liberándolos de hábitos obsoletos de dependencia y de deferencia respecto a los líderes políticos. Nos toca ya alcanzar la mayoría de edad en este ámbito como en tantos otros. Resulta que, en democracia, los Reyes Magos somos nosotros y nadie nos va a traer más derechos ni más transparencia que la que seamos capaces de obtener desde la sociedad civil mediante la exigencia de información, la crítica constante y la exigencia de responsabilidades.
En definitiva, no preguntes lo que la transparencia puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por la transparencia.
(Artículo de Elisa de la Nuez, publicado en "El Mundo" el 19 de julio de 2013)
El descubrimiento de que el Partido Popular colocó a uno de sus militantes, Francisco Pérez de los Cobos, como magistrado del Constitucional en diciembre de 2010 —y presidente del tribunal desde el 19 de junio pasado— agrava la crisis de credibilidad de las instituciones. Varias de ellas se encuentran afectadas por problemas partidistas, pero la sociedad tiene que fiarse, al menos, de la imparcialidad e independencia del intérprete máximo de la Constitución, encargado de resolver asuntos tan controvertidos como el proceso soberanista de Cataluña, la reforma laboral o la legislación del aborto, además de la garantía de los derechos y libertades. Por eso, esta vez se ha llegado demasiado lejos.
La militancia de Pérez de los Cobos fue mantenida en secreto durante dos años y medio: hasta ayer, en que fue revelada por este periódico tras aparecer en un listado del caso Bárcenas. El hoy presidente del Constitucional ocultó su afiliación al PP durante la sesión del Senado dedicada a escuchar a los candidatos al alto tribunal, previa al nombramiento. Presentarse ante los representantes de los ciudadanos como “un modesto profesor universitario”, y omitir su pertenencia a un partido político, suena a laguna mental inexplicable, si no a burla. Los senadores que le examinaron tampoco se ganaron el sueldo: pero el jurista, por serlo, conocía mejor que sus auditores que ese dato no era menor.
Pérez de los Cobos pagó la cuota de afiliado por lo menos hasta 2011. El interesado y sus pares quitan trascendencia a ese hecho, alegando que no está prohibido ser magistrado del Constitucional y militante político. El texto de la Constitución no es tan evidente: el artículo 159,4 dice que la condición de miembro del alto tribunal es incompatible “con el desempeño de funciones directivas en un partido político o en un sindicato y con el empleo al servicio de los mismos”, y agrega: “En lo demás, los miembros del Tribunal Constitucional tendrán las incompatibilidades propias de los miembros del Poder Judicial”. Que, según el 127 de la Constitución, tienen prohibida la pertenencia a partidos y sindicatos “mientras se hallen en activo”. En apoyo de la tesis de la compatibilidad, el alto tribunal recuerda la existencia de un auto de 1988 en el que —a propósito de rechazar una recusación—, se mencionaba que la ley del Tribunal Constitucional “no impide que los magistrados de este tribunal puedan pertenecer a partidos políticos”.
Dejemos a los juristas que discutan cómo debe interpretarse el juego de las normas. Lo que necesitan los ciudadanos es confiar, precisamente, en la independencia e imparcialidad de los intérpretes. Eso es lo que ha quedado cuestionado. No se trata de despojar a los magistrados de toda afinidad ideológica, sino de extremar el rigor y ofrecer, en caso de duda, la interpretación más favorable a la imparcialidad. La disciplina partidista está reñida con la magistratura constitucional, mucho más si la duda recae en quien ha obtenido la presidencia del tribunal.
Otras personas con vinculaciones políticas son o han sido magistrados del Constitucional. Por ejemplo, Andrés Ollero, actual magistrado, fue diputado del PP durante 17 años y abandonó el partido antes de ser elegido miembro del Constitucional. Su colega Pérez de los Cobos, por el contrario, ocultó la condición de afiliado. Nadie discute sus méritos profesionales, sino la falta de rigor —para no hablar de la falta de sentido común— manifestada por la omisión de la militancia. Su autoridad para mantenerse al frente del Constitucional queda cuestionada. Él mismo debería ser el primero en extraer las debidas consecuencias.
(Editorial de "El País", publicado el 19 de julio de 2013)
Cualquiera que, desde España, haya observado el reciente proceso de primarias chileno habrá sentido envidia de nuestros primos andinos: unas elecciones primarias abiertas a la sociedad, muchos candidatos —hasta cuatro en la coalición de izquierdas—, con claras diferencias ideológicas y de programa y unos líderes con una formación mucho más alta, de media, que la de nuestros políticos ¿Lograremos los españoles algún día tener la misma suerte que los chilenos?
Hasta ahora, en España las primarias han sido siempre de tipo mixto, es decir, muy controladas por los aparatos y con participación limitada a militantes y simpatizantes, pero la profunda crisis de gobernanza que atraviesa España exige unas primarias realmente abiertas en los grandes partidos que permitan la entrada de candidatos autónomos y la participación de todos los ciudadanos.
Ese tipo de primarias, a la americana, serían positivas por cuatro razones. En primer lugar, como estrategia de reflote in extremis de los dos grandes partidos. En segundo lugar, como mecanismo imprescindible de recambio de las élites, en un contexto de urgentísima regeneración democrática. En tercer lugar, como arma para la lucha contra el cáncer de la corrupción en España. Y, finalmente, como reclamo necesario para que los mejores, the best and the brightest, vuelvan a sentirse atraídos por la política.
En las elecciones de 2008, aupados por el boom que ellos mismos habían generado, los dos grandes partidos, PP y PSOE, lograron de manera conjunta un récord de porcentaje de voto: el 84% del total. Las últimas encuestas no les dan más del 50%. Una parte de ese castigo está explicado por la crisis económica. Pero no todo. La ola democratizadora global y las exigencias de mayor transparencia son un elemento intrínseco e inevitable de la era de la información. Cuanto antes entiendan los grandes partidos en España esa realidad, antes recuperarán la confianza de los ciudadanos.
Es cierto que las primarias conllevan algunos riesgos importantes para el establishment, precisamente por su carácter genuinamente democratizador y aperturista. Existe el riesgo de que emerja un líder poderoso externo con capacidad para remodelar el aparato a su conveniencia. También aumentan los riesgos de división interna y las lealtades con la oligarquía política dominante se vuelven menos importantes.
Como explica el profesor Carles Boix, el resultado es que los partidos se convierten en partidos cesta, más plurales, más dinámicos y más sensibles a las demandas democráticas de los ciudadanos que los tradicionales partidos organización. Por eso a los dirigentes de los grandes partidos les cuesta tanto dar el paso. Algo comprensible. ¡Está en juego su trabajo!
El PSOE, que perdió cuatro millones de votos en las últimas elecciones y sigue muy débil en las encuestas, se ha comprometido a celebrar unas primarias abiertas en las próximas elecciones generales. Aunque podría haber aprovechado la oportunidad en Andalucía para mandar un mensaje claro a los ciudadanos de su compromiso con la renovación, es una buena noticia. Los riesgos del inmovilismo son mucho más grandes que los de la apertura.
Las primarias favorecen la renovación de nuestra élite política. La fórmula que ha existido en España desde la Transición —un sistema proporcional corregido con listas cerradas y sin primarias— tuvo su justificación histórica. Favoreció el establecimiento de unos partidos fuertes, con una sólida base social. La debilidad del proceso democratizador y la experiencia de la Segunda República justificaban ese sistema.
Pero, como defienden los 100 firmantes del Manifiesto para una reforma integral de la Ley de Partidos ese arreglo ha dejado de servir a los intereses del país porque ha generado una clase política de baja calidad, demasiado opaca y endogámica.
Las primarias permiten el acceso a líderes independientes, no adscritos a ningún partido. En Chile, por ejemplo, el profesor de Harvard y exministro de Finanzas Andrés Velasco, se presentó a las elecciones de manera independiente (sin financiación de ningún partido) y aunque perdió contra la popular Bachelet para liderar la Concertación, defendió una candidatura innovadora, de corte liberal y reformista y muy crítica con el establishment.
¿Cómo pueden contribuir las primarias a reducir la corrupción en España? Ampliar el abanico de opciones internas en los partidos podría compensar, en parte, la falta de mecanismos que nuestro sistema electoral ofrece para luchar contra la corrupción. Como ha señalado en estas páginas Víctor Lapuente, del Quality of Government Institute, los sistemas mayoritarios de listas abiertas, como el americano, permiten a los votantes castigar directamente a los candidatos corruptos.
En sistemas proporcionales (en los que se vota a partidos y no a individuos), como el nuestro, eso no es posible. En otros países con sistemas proporcionales las barreras de entrada al Parlamento suelen ser más bajas, lo que facilita la entrada de nuevos partidos, buena para la regeneración. Las primarias podrían compensar esos problemas y abrir la puerta a opciones realmente nuevas, sin ataduras a las redes de favores y obligaciones internas creadas.
Finalmente, las primarias podrían ser un mecanismo muy útil para atraer de nuevo a la política a jóvenes brillantes que, por las razones expuestas, han perdido el interés en los partidos. El sistema ha favorecido la reproducción de unas élites políticas en las que la fidelidad al partido ha resultado ser mas importante que los méritos profesionales o académicos adquiridos. De hecho, el nivel de formación de los consejos ministros en España ha empeorado de forma progresiva, de manera inversamente proporcional a las exigencias intelectuales del cargo.
¿Recuerdan el primer Gobierno de Felipe? Estaba plagado de gente brillante y bien preparada que había demostrado su valía fuera del mundo de la política: Maravall, Solana, Almunia, Boyer, Solchaga, Lluch, Serra, De la Quadra, Barón… Les sugiero que se paren un momento a compararlos con las alternativas que se vislumbran hoy dentro del PSOE o el PP.
Es evidente que esos líderes no estaban allí gracias a las primarias. La enorme ilusión generada por el cambio democrático era suficiente para atraer a los mejores. Ahora, el reto reformista es tan o más grande que entonces, pero las dinámicas de los partidos ya no ilusionan a los mejores. Por eso son necesarias las primarias.
De nuevo, la comparación con Chile es, cuando menos, preocupante. En el Gobierno de Piñera hay seis doctores por las mejores universidades del mundo. En España no hay ninguno. Eso no quiere decir que un equipo de PhD de Economía de MIT hubiera evitado la crisis en España. Pero sí pienso que un Consejo de Ministros con seis doctores estaría mejor preparado y sería más independiente que el que tenemos para decidir sobre las complejas reformas financieras, tributarias o constitucionales que necesita el país.
La historia de nuestra crisis nos demuestra que la politización excesiva de las instituciones no solo contribuyó a inflar la burbuja, sino también a posponer reformas que eran a todas luces necesarias. Los principales responsables económicos de los últimos Gobiernos del PSOE y PP (ministros relevantes y presidentes del Banco de España) no eran los mejor preparados y actuaron condicionados por sus ataduras políticas como refleja Íñigo de Barrón, en su reciente libro, El hundimiento de la banca.
España se enfrenta a un enorme reto histórico de reforma que requiere recuperar la confianza de los ciudadanos en la política y a los mejores políticos al frente para llevar adelante las reformas. Es un reto tan grande como el de la Transición. Las primarias no solucionarán todos nuestros problemas, pero ayudarán a regenerar nuestra élite política, a reducir la corrupción y, a base de mayor competencia, a estimular la calidad e independencia de nuestros políticos. Son un mecanismo necesario para que el cansino blues del establishment —expresión que tomo prestada de Rodríguez, el protagonista de Searching for suggar man— empiece pronto a cambiar.
(Artículo de Antonio Roldán, publicado en "El País" el 18 de julio de 2013)
Da vent’anni vivo all’estero e sono abituata ai sorrisi ironici quando, nella conversazione, salta fuori la politica italiana, Berlusconi, i bunga bunga e il resto del triste folklore intriso di kitch e di fiera cialtroneria che caratterizza la politica del nostro paese.
Ma l’uscita dell’analfabeta Calderoli sulla ministra Kyenge non ha fatto ridere nessuno, né a Parigi, né altrove. Ero a cena con una storica americana, esperta del colonialismo italiano in Africa, e con due altri colleghi accademici francesi. Ho raccontato l’evento, pensando che nessuno l’avesse notato sui giornali stranieri (che l’hanno riportato in massa) e invece tutti erano al corrente della dichiarazione indecente di Calderoli.
Perché, mentre Berlusconi con la sua corte dei miracoli è un’eccezione tutta italiana, il problema del razzismo e dei partiti nazionalisti e xenofobi attraversa tutta l’Europa, dal civilissimo nord, dove imperversano in paesini come la Danimarca partiti come il Dansk Folkparty, o dalla Francia del Front National.
Dunque, in un contesto europeo di questo tipo, le immonde cazzate del Calderoli semplicemente non possono essere dette. Soprattutto sull’Africa. Soprattutto da un esponente di un paese che ha fatto colonie in Africa, violentando e sgozzando donne di colore al grido di Faccetta Nera.
Le parole contano in politica perché la politica, dai tempi dei sofisti è parola. E’ una parola che ha uno statuto speciale, che in filosofia si definisce performativo: ossia, il discorso politico “realizza” ciò che dice semplicemente dicendolo. Se Charles De Gaulle dice da Radio Londra “Je suis la France”, ebbene, De Gaulle diventa la Francia. E’ per questo che il linguaggio è così importante in politica e i limiti di ciò che si può dire e non dire sono limiti anche di ciò che si può fare e non fare.
Se ci fossero state leggi in Italia per evitare all’orda leghista di esprimersi nei termini in cui si è espressa negli ultimi vent’anni (come esistono per esempio in Francia, in cui Calderoli non si sarebbe già ovviamente dimesso, ma sarebbe in galera), la gente certe cose semplicemente non le avrebbe più dette, e non dicendole avrebbe anche agito diversamente.
Non si tratta di politically correct: si tratta di politica. La politica, è linguaggio: le leggi, i trattati, le dichiarazioni di guerra, i discorsi alle folle, tutto questo non è altro che linguaggio. Chi non sa usare il linguaggio, non deve essere in politica. Chi lo usa in modo improprio è escluso immediatamente dal discorso politico.
Nessuno in Europa può prendere sul serio la parola di uno Stato che ha tra i suoi rappresentanti un vice-presidente del Senato che si esprime come un criminale. E quelli che rispondono che sono strumentalizzazioni di dettagli per non vedere i problemi veri, non sanno cos’è la politica: intere crisi internazionali sono state salvate dalle parole appropriate, interi movimenti sono nati dalla parola. Mandate i vostri figli su You Tube ad ascoltare il discorso di Martin Luther King, I have a dream e spiegate loro così che cos’è la politica.
La politica è parola. Chi non sa usare la parola è fuori dalla politica.Hace unas semanas tuve ocasión de participar en un debate ciudadano en el Club Pollença, bajo el sugestivo título "Pensar Pollença al segle XXI". Uno de los contertulios señaló como uno de los objetivos que los ciudadanos pudiéramos ser actores de una "vida decente". Me llamó la atención tal concepto, lo que me condujo a intentar definir en qué consiste que los ciudadanos, con nuestros problemas e inquietudes, podamos tener la posibilidad de una "vida decente", individual, familiar y colectivamente.
En el recién publicado libro Cap a on anam? Els ciutadans de les Balears (Fundació Gadeso, mayo 2013), los autores nos planteamos como horizonte deseable "una sociedad cohesionada, en nuestro caso la balear, que tenga la voluntad y la capacidad de garantizar a sus ciudadanos el acceso a un bienestar sostenido y sostenible, desde la libertad y autonomía personal, mediante un acceso equitativo a los recursos disponibles, reduciendo las desigualdades y evitando la exclusión". Esta definición, un tanto compleja pero coincidente con la posibilidad real de vivir y convivir decentemente, se la hace suya el Consejo de Europa en 2002 como objetivo de la Europa de los Ciudadanos. Por desgracia tal objetivo europeo, diseñado entre otros por Delors, poco tiene que ver con la Europa que nos desconstruyen los actuales mandatarios.
La pregunta del millón: ¿cómo superar la actual crisis (económica, social, cívica y política) garantizando unos mínimos parámetros básicos que nos posibiliten vivir y convivir "decentemente" en una sociedad cohesionada? Primero, que se de la posibilidad real (más allá de promesas electorales y augurios de expertos) de una estabilidad laboral y profesional. Segundo, tener acceso equitativo a unos servicios públicos de calidad. Y finalmente, poder contar con perspectivas razonables de futuro, individuales, familiares y colectivas. Sin la posibilidad de acceder a los tres parámetros descritos, no hay posibilidad real de acceder a una vida decente.
Pero la realidad que sufrimos está muy lejos, en algunos casos en las antípodas, de una "vida decente". Estamos instalados, también en nuestra comunidad en un modelo socioeconómico que consolida el trabajo temporal, precario y de baja calidad. Los servicios públicos básicos (educación, sanidad y servicios sociales) sufren brutales recortes que afectan principalmente a las personas y familias más vulnerables pero que incluso alcanzan a las clases medias. Finalmente el nivel de confianza y de perspectiva de que tal situación se modifique es bajo.
Nuestros líderes, Rajoy y Bauzá (no coincide el FMI), nos auguran una próxima salida del pozo, mientras nuestra economía real sigue al pairo. La reactivación de los créditos a las PYMES sigue siendo una asignatura pendiente, mientras el presidente del BCE recuerda que "en España la diferencia de costes entre créditos a las pymes y grandes empresas es el doble que en Francia". El consumo, instrumento básico de reactivación económica, sigue durmiendo el sueño de los injustos.
Pero hay más. Suponiendo que la tendencia negativa esté cambiando (conseller de Economía) y que los datos macroeconómicos mejoren, ¿cómo repercutirán tales mejoras en la vida cotidiana de la ciudadanía? Si no se modifican las políticas dominantes en Europa, España y en nuestra comunidad, lo probable es unos ciudadanos estarán mejor y la mayoría menos mal. Es posible que recuperemos algunas prestaciones (¡faltaría más!) pero con una educación y una sanidad básicamente privatizadas, se producirá un descenso del paro formal pero instalados en la inestabilidad. Mientras los paradigmas dominantes no cambien (lo útil es lo privado, lo público es ineficaz y estimula el abuso; el valor máximo es el individuo, la meritocracia individual, es la única garantía de éxito; la igualdad de oportunidades crea individuos escasamente productivos y competitivos?), la posibilidad de una vida decente personal, familiar y colectiva, en una sociedad cohesionada seguirá siendo una utopía.
Pero, ¿es una simple utopía? No se trata de soñar con un mundo angélico, "igualitarista", sin problemas ni conflictos. Se trata de ir construyendo entre todos una sociedad realmente democrática donde no se regala nada a nadie, pero que posibilita el acceso en igualdad de oportunidades a los recursos materiales e inmateriales, con la finalidad de que los ciudadanos (no súbditos) podamos acceder a un bienestar razonable, presente y futuro. Renunciar a tales objetivos sería aceptar como inevitable una vida personal y familiar instalada en la indecencia colectiva. El futuro nunca está escrito, pero sólo si los ciudadanos no renunciamos a ser actores y no sujetos pasivos. Por tanto, el problema no es sólo cuando saldremos del pozo, sino también cómo, en qué condiciones, saldremos de él. Democracia, vida decente y cohesión social, deben ir de la mano.
(Artículo de Antonio Tarabini, publicado en "Diario de Mallorca" el 15 de julio de 2013)
Concha García Campoy, periodista, falleció ayer a los 54 años como consecuencia de un fallo hepático. Llevaba tiempo luchando contra la leucemia, y el pasado marzo se sometió a un trasplante de sangre del cordón umbilical.
Cuando yo la conocí, en el otoño de 1982, era una joven periodista que me había invitado con otros compañeros a participar en un debate cultural en Radio Popular de Ibiza. Aquel día me produjo, por su talento y su talante, un verdadero deslumbramiento. Pude comprobar en seguida que no andaba errado por la coincidencia con Victoriano Fernández Asís, viejo y astuto maestro del periodismo, en que efectivamente habíamos asistido a un descubrimiento. Pero sería en la misma tarde de aquel día cuando, invitados a su casa de la isla por el poeta Antonio Colinas, corroboré conversando con ella hasta qué punto la cultura y la sensibilidad completaban el perfil que ya había percibido.
No pasó mucho tiempo entre aquel encuentro y la aparición de su rostro en los renovados telediarios de TVE de los años ochenta. Con su capacidad comunicativa, su voz, su porte y sobrado olfato periodístico lograría gran popularidad en aquellos informativos, una etapa en su periplo por muy diversos medios. La credibilidad que transmitía aquella profesional todoterreno era hija de su autenticidad. A la inteligencia y al rigor en la preparación de sus proyectos unía siempre la buena disposición de su ánimo, la ilusión y el entusiasmo que ponía en todo empeño.
Sus dotes le permitían brillar en la información política, social o cultural, en la entrevista o el debate. Pero también era una ciudadana ejemplar y su atención a todo lo que pasaba trascendía la curiosidad periodística y los objetivos de su trabajo para asumir las preocupaciones con auténtica solidaridad. Y con igual éxito en la pantalla que en el receptor y hasta en la prensa escrita, en la que anduvo menos. No es poco privilegio para cualquier medio de información, y para sus oyentes y espectadores por supuesto, contar con alguien que en medio de una sociedad crispada impone la lucidez de las buenas maneras. Para tales habilidades es necesario ser leal y generosa, y ella lo era sobremanera: con su trabajo, sus equipos, sus amigos y su familia.
Luchadora desde sus modestos orígenes familiares, por los que sentía verdadero orgullo, fue siempre una hija y una hermana atenta y casi diría que devota. Su trabajo intenso y apasionado en el mundo de la información no restó jamás espacio para la atención de sus hijos.
De todo eso pudimos hablar en los últimos días de su vida en los que, quién nos lo iba a decir a nosotros, coincidimos los dos en Valencia, mientras se recuperaba ella con tanta esperanza de su desgraciada enfermedad. Con esperanza, sí, pero sobre todo con confianza en no tener que abandonar la vida tan temprano. Y en ese proceso volvió a ser única: espantaba a la muerte con su alegría. No conozco a nadie que haya luchado con tanta entereza por la vida como a esta amiga leal. Me quedo con su reciente mirada luminosa puesta en el mediterráneo mientras recordábamos momentos dichosos que nos tocó vivir juntos. Y espero que la luz de esa mirada sea el consuelo de su marido, de su madre, de sus hijos y de todos aquellos que la quisieron. Entre quienes trabajaron con ella o la trataron sé que habita el dolor. Si nos ha dejado no será porque le faltara empeño en seguir con nosotros. Era pura vida.
(Artículo de Fernando G. Delgado, publicado en "El País" el 11 de julio de 2013)
En los primeros años de la transición, la clase política gozaba de gran prestigio entre los ciudadanos porque la actividad política se veía entonces como un verdadero servicio al país. Actualmente, la excesiva y esterilizadora profesionalización que se ha instaurado en los partidos, unida a un perverso mecanismo de selección inversa de las élites políticas, hace que los militantes estén más volcados en progresar dentro de su respectiva organización que en servir el interés general. Muchos de ellos son conscientes que tras más de treinta años de democracia se ha impuesto un rígido y excluyente Estado de partidos, que se traduce, entre otras graves disfunciones, en que a cada político en particular le importe más lo que piensa la organización política de la que depende su carrera que la opinión o los intereses de los votantes.
Son numerosas las voces que acusan a la sociedad civil de estar adormecida y de poseer una escasa capacidad de reacción. No les falta razón. Pero desde hace poco tiempo parece haber despertado. Casi simultáneamente -lo cual revela que estamos ante una necesidad verdaderamente sentida- han salido a la palestra dos movimientos ciudadanos independientes entre sí que propugnan la reforma de la legislación sobre los partidos políticos con el fin de que su funcionamiento sea verdaderamente democrático, como ordena la Constitución. Es un paso que hay que aplaudir. Pero se necesita algo más ambicioso y general: dignificar la actividad política. Con el ánimo de contribuir a esa deseada e indispensable regeneración de la vida democrática proponemos al debate social el siguiente decálogo, formado por principios que entendemos como una base común para afrontar una de las grandes tareas que España tiene pendientes:
1º.- El Estado democrático de derecho, regido por una verdadera división de poderes, es el único marco para resolver los problemas de una sociedad moderna.
2º.- Las instituciones del Estado están al servicio del interés general, han de ser fuertes y deben estar por encima de los legítimos intereses particulares de los partidos.
3º.- Sin los partidos políticos no hay democracia: representan a los ciudadanos, vertebran la opinión pública y canalizan la participación ciudadana. Su funcionamiento ha de ser plenamente democrático, su financiación absolutamente transparente y su gestión de acuerdo con los principios de diligencia profesional, honradez y lealtad representativa.
4º.- Las organizaciones ciudadanas son un cauce indispensable para alcanzar objetivos sociales, pero no deben pretender asumir más representatividad que aquélla que se ajusta a su naturaleza y objetivos.
5º.- Los políticos son los gestores de los intereses colectivos por lo cual han de estar personal y profesionalmente a la altura de sus responsabilidades.
6º.- La actividad política, que es abierta y voluntaria y representa en sí misma un privilegio, no puede concebirse como una profesión que asegure un medio de vida permanente, sino como un modo de servir temporalmente a los ciudadanos.
7º.- La limitación de los mandatos es imprescindible para la transparencia política y para la renovación constante de las élites políticas, las ideas y los ideales.
8º.- La actividad política debe ejercerse con sujeción a las más estrictas reglas de la ética y del respeto a la legalidad, manteniendo en todo momento un comportamiento ejemplar tanto en lo público como en lo privado.
9º.- La corrupción produce un daño social que puede llegar a ser irreparable y debe ser perseguida y condenada sin titubeos ni excepciones.
10º.- La actividad política ejercida de acuerdo con estos principios debe asegurar a los que se dediquen a ella una remuneración digna.
Nuestra política nacional se parece cada día más a una pura crónica de tribunales. Son tantos los casos de corrupción, hay tanto sumario abierto, que cualquier novedad en los más destacados de ellos acaba monopolizando los titulares. El resultado es una creciente judicialización de la política, que ha trasladado la atención desde lo que debería ser su foco natural, el Parlamento, a los juzgados. Incluso el poder ejecutivo encuentra dificultades para que los ministros alcancen alguna visibilidad frente a los omnipresentes jueces. La mayoría de nuestros ciudadanos los conocen ya más que a muchos ministros. ¿No son más populares la juez Alaya, Ruz, Silva o Castro, por mencionar a algunos de los que ahora están en el candelero, que muchos miembros del Gobierno? Con la diferencia, además, de que su omnipresencia se ve potenciada por la necesidad de acompañar su acción a través de imágenes. Conocemos su instrucción y les ponemos cara, los “personalizamos”. El sombrero de Gómez Bermúdez o la inevitable maletita de Alaya se han convertido ya en iconos de nuestra vida pública.
Una de las consecuencias de este protagonismo judicial es que el tempo de la política democrática, tradicionalmente lineal, está dando paso al predominio de un tempo cíclico. En democracia el tiempo se mide por la continua sucesión de legislaturas, que avanzan una detrás de otra y en las que los ritmos de lo político se sujetan generalmente a las iniciativas de los actores políticos. Ahora toda la política ha comenzando a seguir otros ritmos, los propios de los sumarios judiciales. Todo avance en una instrucción vuelve a reverdecer cada uno de los casos, que irrumpen una y otra vez en el escenario de la política siguiendo su propia lógica, siempre ajena a los momentos electorales y sin verse afectada por las estrategias de los partidos. Para horror de estos, retornan, con tozuda obstinación, al centro de la atención mediática. Y el hecho de que nuestra vida procesal no se caracterice precisamente por la celeridad, hace que cada uno de los casos se hayan convertido en parte de nuestra cotidianeidad, que no consigamos desprendernos de ellos en años. Por seguir con un ejemplo cercano, el caso de los ERE de Andalucía reproduce, implacable, el ritmo de las estaciones, tan bien representadas por las imágenes de los diferentes modelos de temporada de su jueza titular.
Como ya sabemos, allí donde impera una judicialización de la política se produce de forma casi inevitable una politización de lo judicial. La lectura que se hace de sus autos se enfrenta casi al instante a una crítica de tipo político, como acaba de ocurrir con la juez Alaya, a la que se adscriben intereses torticeros en sus nuevas imputaciones. Pero, sobre todo, el haber elegido el momento más dañino posible para hacerlo público, dos días después de abrirse la sucesión de Griñán. No tengo elementos para pensar que haya algo de razón en esto. Como hemos dicho, política y sumarios judiciales siguen tempos distintos. Pero, en todo caso, el escándalo de los ERE no es una invención, como tampoco lo es el caso Bárcenas, cuya primera instrucción fue calificada al momento como una “causa general contra el partido popular”. Y si los jueces se sobrepasaran en sus actuaciones, en nuestro sistema judicial hay las suficientes garantías como para buscarles enmienda. Lo acabamos de ver en el caso Blesa. No, aquí no reside el problema. Se puede criticar a los jueces por esta o aquella actuación, pero que se haga mediante razones jurídicas, no políticas. Las actuaciones judiciales no son una forma de oposición paralela a la que caracteriza al tradicional juego democrático; del mismo modo que no pueden verse como meras “opiniones” que se emiten frente a un caso; ni su intencionalidad es subvertir los intereses de un determinado partido. Es inevitable pensar que la atención que muchos de estos jueces acaparan no vaya a influir en darle a sus casos un giro u otro, pero su acción estará siempre limitada por las disciplinas de la racionalidad jurídica.
Si el mundo judicial capta tanto interés político no es por un capricho de los jueces, sino por el objeto enjuiciado. En un país donde hay más de un millar de sumarios abiertos por corrupción, el protagonismo de los jueces es ridículo comparado con lo que verdaderamente importa, la propia responsabilidad de los políticos en este desaguisado, y en la carencia por parte de los partidos de verdaderos protocolos de actuación y asunción de responsabilidades políticas cada vez que salta un escándalo. Si ellos limpiaran su casa, no tendrían por qué temer que otros tuvieran que hacerlo.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 5 de julio de 2013)
Se debate en el Congreso un proyecto de Ley de Transparencia. Que esta iniciativa haya llegado ahora y no antes es la consecuencia de una tormenta perfecta de crisis económica e institucional y esfuerzos sumados reclamándola por parte de organizaciones no gubernamentales, periodistas, académicos, pero, sobre todo, de los ciudadanos, cristalizada en pancartas que pudimos ver entre los lemas del 15-M y contrastadas en los resultados de las encuestas.
Se ha demostrado, así, cómo la sociedad, movilizada, puede fijar la agenda política (ejemplificado en la genial viñeta de El Roto, “perdido el esplendor, echaron manos de los focos…”). Y, también, que el de la transparencia es un tema al margen de las ideologías, o, si se quiere, perteneciente a una compartida: la democracia. Estamos, pues, en un momento fundacional en que es responsabilidad de todos, y no solo de los parlamentarios, hacer aportaciones al debate público.
¿Es el derecho de acceso a la información pública? Ha sido una de las cuestiones más debatidas en todo el proceso de tramitación de la ley. Especialistas en transparencia, organizaciones no gubernamentales, periodistas y muchos de los que participaron en la consulta pública así lo han defendido. También ha sido la crítica fundamental de los partidos que han presentado enmienda a la totalidad. La Constitución española fue de las primeras en referirse a este derecho, pero lo hizo, no entre los derechos fundamentales, sino en un artículo referido solo al poder ejecutivo, lo que ha condicionado el debate jurídico.
No obstante, los derechos fundamentales han de ser leídos en su momento histórico e interpretados de conformidad con los tratados internacionales y no cabe duda de que el derecho es hoy percibido como un contenido clave de la libertad de información y así ha sido reconocido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. ¿Acaso hay información más crucial para la opinión pública que la relativa a cómo se gestionan los asuntos públicos y cómo se gasta el dinero público?
El debate no es solo teórico ya que los derechos fundamentales tienen una especial protección (se desarrollan por ley orgánica, se garantizan por el recurso de amparo). Optar por esta interpretación sería, además, lo más coherente, por cuanto, fruto de la presión social y a golpe de escándalos, los principales partidos han convenido en aplicar la ley también a la Casa del Rey, a los partidos políticos, los sindicatos o las organizaciones empresariales, que, evidentemente, no forman parte del Poder Ejecutivo, pero la transparencia de cuyo funcionamiento y cuentas demanda una sociedad que percibe su derecho a la información como fundamental.
Una disposición adicional “técnica” arroja una sombra decisiva para la efectividad del derecho de los ciudadanos. En su actual redacción, la ley se aplicaría solo a la información que se encuentre depositada en los archivos de oficina o gestión, los de utilización “diaria”. El resto de la información se regiría por sus normas propias, que difieren en el ámbito estatal y autonómico. Esta previsión carece de todo sentido y daría origen a una disparidad injustificada en la amplitud del derecho de los ciudadanos ante cada Administración, e incluso ante una misma Administración. Esperemos que desaparezca.
Entre los límites que toda Ley de Transparencia debe contemplar se encuentra la protección de datos. La regulación de sus relaciones con el acceso a la información, que en el anteproyecto era convincente, quedó alterada en el proyecto tras la asunción por el Gobierno de la redacción propuesta de la Agencia de Protección de Datos. Entre otros, porque se ha establecido para este supuesto un criterio de distinción a la hora de obtener o no la información en función del interés concreto para el que el ciudadano pide la información o su condición o no de investigador, lo que supone un torpedo contra la línea de flotación de un derecho que, como derecho de ciudadanía al servicio de la participación y el control, no exige motivación ni acreditación de interés alguno, como reconoce el propio proyecto con carácter general...
El aspecto más positivo del proyecto es, en mi opinión, la regulación de la publicidad activa. En el tercer milenio, los ciudadanos esperan poder acceder a la información pública más relevante a golpe de clic. En los países que han apostado por ella, el porcentaje de información conocida a través de Internet es abrumador respecto a las casi marginales solicitudes individualizadas.
El punto fuerte de este proyecto es el detallar la obligación de publicar toda la información sobre proyectos normativos, planes y su evaluación, presupuestos y su ejecución, contratos, convenios, subvenciones, cuentas públicas, retribuciones e indemnizaciones de altos cargos, etcétera. Aún podrían incorporarse por vía de enmiendas información sobre las agendas de los altos cargos, sus currículos, el patrimonio público, etcétera. El resto de informaciones podrá solicitarse individualizadamente, a través de un procedimiento que me parece bien regulado, con un plazo razonablemente breve de respuesta.
Finalmente, una sombra que parece que se va despejando es la necesidad de garantizar que los ciudadanos podrán acudir a un órgano realmente independiente y especializado que pueda de forma gratuita y rápida resolver las reclamaciones contra denegaciones de información y denunciar incumplimientos en materia de publicidad activa. La vicepresidenta del Gobierno anunció en el debate de totalidad un cambio en el proyecto para crear un Consejo de la Transparencia que responda a estas características. Muchos habíamos enfatizado su necesidad para la efectividad de la ley. Bienvenido sea, pues.
(Artículo de Emilio Guichot, publicado en "El País" el 5 de julio de 2013)
Empecé a trabajar para la Administración del Estado, como funcionario técnico, cuando la presidencia del Gobierno tenía su domicilio en Castellana. Entre los despachos del sótano, donde estaba ubicado el mío, el más espacioso era el del jefe del gabinete para la Reforma Administrativa. El órgano había sido creado años antes de que yo llegara y en mi época el jefe era Eduardo Gorrochategui, un alto funcionario (TAC) respetado por su inmenso conocimiento de la administración pública.
Era habitual que los técnicos del lugar acudiéramos a su despacho para consultarle cada vez que recibíamos encargos del ministro o del subsecretario para elaborar planes o proyectos de normas que regularan la reestructuración de los ministerios, o de algún organismo concreto para que cambiaran sus atribuciones, establecieran las fórmulas de colaboración interadministrativa, clarificaran las competencias, mejoraran la eficacia, redujeran gastos o acometieran reformas de semejante intención. Gorrochategui abandonaba un momento su mesa de trabajo abría con parsimonia uno de sus cajones, repasaba las carpetas, verticalmente ordenadas, hurgaba en ellas y extraía, finalmente, con dos dedos algunos papeles que entregaba solícito al desconcertado compañero con una única advertencia: “Haz una copia y no me los pierdas; este es el texto que te piden”. Cualquier norma que nos encargaran para reformar, desde lo más obvio a lo inimaginable, aguardaba en el archivador de Gorrochategui.
No siempre habían sido utilizados antes esos borradores. Pero si llegaban a aprobarse en alguna ocasión como normas, pronto volvían a ser útiles porque la situación que se había querido corregir desmejoraba y se pudría al poco tiempo y reclamaba otra vez reparaciones que el ministro o el subsecretario de turno solicitaban a los sabios funcionarios del sótano, que terminaban recalando en la fuente de metal del jefe del gabinete para la Reforma Administrativa.
Como los ministros o subsecretarios eran siempre nuevos, solo los funcionarios sabíamos que los papeles eran los mismos. Pero ellos los presentaban ante la opinión pública como ocurrencias que nunca antes habían tenido lugar.
Cuando abandonamos Castellana, 3, y nos trasladamos con Suárez al recinto de La Moncloa, se debió acabar perdiendo el archivador de Eduardo Gorrochategui. Él también nos abandonó y no sé si sus sucesores cuidaron de la herencia.
En los días presentes, sin embargo, me parece que alguien ha encontrado, en algún lugar del complejo presidencial, un gran baúl con aquellas joyas y lo ha celebrado como el hallazgo merece. Todos los papeles que guardaba, puestos juntos, pueden iluminar la mayor reforma administrativa que hayan conocido los tiempos.
El viernes 21 de junio el Consejo de Ministros aprobó un plan con medidas dirigidas a reducir el gasto de los organismos públicos, suprimir algunos de ellos, racionalizar y unificar el régimen de las entidades públicas (léase el preámbulo de la Ley de Entidades Estatales Autónomas de 1958 para perder cualquier ilusión sobre la novedad de la medida), clarificar el ejercicio de las competencias para que sus titulares no se atropellen al ejercerlas (el problema estaba regulado ya en la Ley de Procedimiento de 1958), mejorar la coordinación interadministrativa, intensificar la cooperación, propiciar la contratación conjunta de los suministros que las Administraciones precisan, etcétera. Es decir, las reformas administrativas de toda la vida de Dios. Algunas, fáciles de llevar a efecto y otras, de complicada ejecución. Todas, no obstante, de corto recorrido y reversibles porque afectan a estructuras que se autoimpulsan, como los tentempiés, para retornar a la posición original después de haber sido zarandeadas. ¿Cambiará la nueva reforma las leyes de la física?
El plan de reformas tendrá enfrente los mismos obstáculos de siempre, aunque muy incrementados. Ahora no se trata solamente de superar la fragilidad de los cambios y la tendencia de la burocracia a reproducir los mismos vicios inmediatamente después de concluida cualquier operación de saneamiento, sino también las prescripciones de una Constitución rígida que no va a ser modificada y cuyo texto, sin embargo, así como el de los estatutos de autonomía que se han dictado a su amparo, opone obstáculos insalvables a algunas de las medidas reformistas.
Es verdad que muchas instituciones plantadas en las comunidades autónomas imitando la organización estatal constituyen desmesuras sin sentido, pero no bastan las simples recomendaciones para cambiar la situación. También ha demostrado la experiencia de casi 35 años que el reparto de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas está plagado de situaciones poco operativas, cuando no absurdas. Pero ni se puede ni se debería intentar modificar esta situación por la vía de reformas administrativas que impliquen de hecho un cambio constitucional. Marcaré solo algunos ejemplos para ilustrar estas aseveraciones.
Uno de los laudables objetivos de la reforma es aclarar la legislación vigente, codificándola, de modo que sea más fácil de conocer y aplicar. Pero el problema más serio de nuestro ordenamiento jurídico no es la abundancia de normas y su presentación desintegrada (problemas fáciles de resolver con una buena base de datos electrónica), sino la imprecisión respecto de los límites de las potestades legislativas estatales y autonómicas. No sabemos, hoy día, realmente cuándo una competencia sea exclusiva ni qué significa que lo sea.
También pretende la reforma fortalecer la igualdad básica de los derechos de todos los españoles, de conformidad con lo establecido en el artículo 149.1.1ª de la Constitución. Es cierto que este artículo podría justificar mantener estructuras o servicios estatales para asegurar la uniformidad de las condiciones de vida de los españoles, tanto por lo que respecta a los derechos económicos como a los derechos sociales, pero el Tribunal Constitucional ha dicho en incontables ocasiones que tal interpretación es inaceptable. Para alcanzar la realización de los buenos propósitos del plan de reformas habría que conseguir que la jurisprudencia constitucional cambiara.
En otro orden de consideraciones, es seguro que sobran, por innecesarios, muchos tribunales de cuentas, defensores del pueblo, consejos consultivos, televisiones y otros despilfarros autonómicos. Pero los contemplan los estatutos de autonomía en una parte significativa de los casos. Nada impide que se supriman. Pero tampoco, si los estatutos no se reforman, que vuelvan a crearse cuando cambien los Gobiernos y alguno lo decida; por ejemplo, para volver a parecerse a Cataluña, que los tiene en su Estatuto y no los piensa eliminar.
En fin, muchas de las medidas contempladas en el plan de reformas dicen inspirarse en el principio “una Administración, una competencia”. Pero ese principio no existe en la Constitución, que más bien consagró su opuesto: el reparto de competencias en régimen de compartición o concurrencia y, como complemento, el “principio de cooperación”. Las consecuencias sobre algunas de las reformas proyectadas son palmarias; por ejemplo: el legislador estatal no tiene competencias plenas para fijar las atribuciones de los Ayuntamientos o las Diputaciones; la jurisprudencia constitucional ha repetido hasta el aburrimiento que el régimen local es “bifronte”, en el sentido de que su regulación la han de compartir el legislador estatal y los autonómicos. Por consiguiente, la aplicación en el ámbito local del principio “una Administración, una competencia” solo es posible si los legisladores autonómicos lo asumen. Si no, seguiremos como estamos; es decir, la mayor parte de las competencias de los Ayuntamientos recaen sobre materias compartidas con otras instancias territoriales y con las propias comunidades autónomas. Es, me parece, inevitable.
El panorama con el que tiene que enfrentarse el programa de reformas no es, por consiguiente, nada sencillo. No me cabe duda de que con buena voluntad y predisposición al acuerdo se puede avanzar y, también, que mediante modificaciones legislativas algunos problemas podrán aliviarse. Ojalá que incluso se llegue a ahorrar un poco. Pero sería muy grave aspirar a que una reforma administrativa pudiera suplir la reforma constitucional que nuestras decaídas instituciones reclaman. Convendría enfrentarse a lo que está pasando con medidas del nivel y la fuerza jurídica adecuados. Es peligroso dejar pasar el tiempo ante una situación que nos está abrasando.
Buena suerte, en todo caso.
(Artículo de Santiago Muñoz Machado, publicado en "El País" el 4 de julio de 2013)
Nelson Mandela, el político más admirable de estos tiempos revueltos, agoniza en un hospital de Pretoria y es probable que cuando se publique este artículo ya haya fallecido, pocas semanas antes de cumplir 95 años y reverenciado en el mundo entero. Por una vez podremos estar seguros de que todos los elogios que lluevan sobre su tumba serán justos, pues el estadista sudafricano transformó la historia de su país de una manera que nadie creía concebible y demostró, con su inteligencia, destreza, honestidad y valentía, que en el campo de la política a veces los milagros son posibles.
Todo aquello se gestó, antes que en la historia, en la soledad de una conciencia, en la desolada prisión de Robben Island, donde Mandela llegó en 1964, a cumplir una pena de trabajos forzados a perpetuidad. Las condiciones en que el régimen del apartheid tenía a sus prisioneros políticos en aquella isla rodeada de remolinos y tiburones, frente a Ciudad del Cabo, eran atroces. Una celda tan minúscula que parecía un nicho o el cubil de una fiera, una estera de paja, un potaje de maíz tres veces al día, mudez obligatoria, media hora de visitas cada seis meses y el derecho de recibir y escribir sólo dos cartas por año, en las que no debía mencionarse nunca la política ni la actualidad. En ese aislamiento, ascetismo y soledad transcurrieron los primeros nueve años de los veintisiete que pasó Mandela en Robben Island.
En vez de suicidarse o enloquecerse, como muchos compañeros de prisión, en esos nueve años Mandela meditó, revisó sus propias ideas e ideales, hizo una autocrítica radical de sus convicciones y alcanzó aquella serenidad y sabiduría que a partir de entonces guiarían todas sus iniciativas políticas. Aunque nunca había compartido las tesis de los resistentes que proponían una “África para los africanos” y querían echar al mar a todos los blancos de la Unión Sudafricana, en su partido, el African National Congress, Mandela, al igual que Sisulu y Tambo, los dirigentes más moderados, estaba convencido de que el régimen racista y totalitario sólo sería derrotado mediante acciones armadas, sabotajes y otras formas de violencia, y para ello formó un grupo de comandos activistas llamado Umkhonto we Sizwe, que enviaba a adiestrarse a jóvenes militantes a Cuba, China Popular, Corea del Norte y Alemania Oriental.
Debió de tomarle mucho tiempo —meses, años— convencerse de que toda esa concepción de la lucha contra la opresión y el racismo en África del Sur era errónea e ineficaz y que había que renunciar a la violencia y optar por métodos pacíficos, es decir, buscar una negociación con los dirigentes de la minoría blanca —un 12% del país que explotaba y discriminaba de manera inicua al 88% restante—, a la que había que persuadir de que permaneciera en el país porque la convivencia entre las dos comunidades era posible y necesaria, cuando Sudáfrica fuera una democracia gobernada por la mayoría negra.
En aquella época, fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, pensar semejante cosa era un juego mental desprovisto de toda realidad. La brutalidad irracional con que se reprimía a la mayoría negra y los esporádicos actos de terror con que los resistentes respondían a la violencia del Estado, habían creado un clima de rencor y odio que presagiaba para el país, tarde o temprano, un desenlace cataclísmico. La libertad sólo podría significar la desaparición o el exilio para la minoría blanca, en especial los afrikáners, los verdaderos dueños del poder. Maravilla pensar que Mandela, perfectamente consciente de las vertiginosas dificultades que encontraría en el camino que se había trazado, lo emprendiera, y, más todavía, que perseverara en él sin sucumbir a la desmoralización un solo momento, y veinte años más tarde, consiguiera aquel sueño imposible: una transición pacífica del apartheid a la libertad, y que el grueso de la comunidad blanca permaneciera en un país junto a los millones de negros y mulatos sudafricanos que, persuadidos por su ejemplo y sus razones, habían olvidado los agravios y crímenes del pasado y perdonado.
Habría que ir a la Biblia, a aquellas historias ejemplares del catecismo que nos contaban de niños, para tratar de entender el poder de convicción, la paciencia, la voluntad de acero y el heroísmo de que debió hacer gala Nelson Mandela todos aquellos años para ir convenciendo, primero a sus propios compañeros de Robben Island, luego a sus correligionarios del Congreso Nacional Africano y, por último, a los propios gobernantes y a la minoría blanca, de que no era imposible que la razón reemplazara al miedo y al prejuicio, que una transición sin violencia era algo realizable y que ella sentaría las bases de una convivencia humana que reemplazaría al sistema cruel y discriminatorio que por siglos había padecido Sudáfrica. Yo creo que Nelson Mandela es todavía más digno de reconocimiento por este trabajo lentísimo, hercúleo, interminable, que fue contagiando poco a poco sus ideas y convicciones al conjunto de sus compatriotas, que por los extraordinarios servicios que prestaría después, desde el Gobierno, a sus conciudadanos y a la cultura democrática.
Hay que recordar que quien se echó sobre los hombros esta soberbia empresa era un prisionero político, que, hasta el año 1973, en que se atenuaron las condiciones de carcelería en Robben Island, vivía poco menos que confinado en una minúscula celda y con apenas unos pocos minutos al día para cambiar palabras con los otros presos, casi privado de toda comunicación con el mundo exterior. Y, sin embargo, su tenacidad y su paciencia hicieron posible lo imposible. Mientras, desde la prisión ya menos inflexible de los años setenta, estudiaba y se recibía de abogado, sus ideas fueron rompiendo poco a poco las muy legítimas prevenciones que existían entre los negros y mulatos sudafricanos y siendo aceptadas sus tesis de que la lucha pacífica en pos de una negociación sería más eficaz y más pronta para alcanzar la liberación.
Pero fue todavía mucho más difícil convencer de todo aquello a la minoría que detentaba el poder y se creía con el derecho divino a ejercerlo con exclusividad y para siempre. Estos eran los supuestos de la filosofía del apartheid que había sido proclamada por su progenitor intelectual, el sociólogo Hendrik Verwoerd, en la Universidad de Stellenbosch, en 1948 y adoptada de modo casi unánime por los blancos en las elecciones de ese mismo año. ¿Cómo convencerlos de que estaban equivocados, que debían renunciar no sólo a semejantes ideas sino también al poder y resignarse a vivir en una sociedad gobernada por la mayoría negra? El esfuerzo duró muchos años pero, al final, como la gota persistente que horada la piedra, Mandela fue abriendo puertas en esa ciudadela de desconfianza y temor, y el mundo entero descubrió un día, estupefacto, que el líder del Congreso Nacional Africano salía a ratos de su prisión para ir a tomar civilizadamente el té de las cinco con quienes serían los dos últimos mandatarios del apartheid: Botha y De Klerk.
Cuando Mandela subió al poder su popularidad en Sudáfrica era indescriptible, y tan grande en la comunidad negra como en la blanca. (Yo recuerdo haber visto, en enero de 1998, en la Universidad de Stellenbosch, la cuna del apartheid, una pared llena de fotos de alumnos y profesores recibiendo la visita de Mandela con entusiasmo delirante). Ese tipo de devoción popular mitológica suele marear a sus beneficiarios y volverlos —Hitler, Stalin, Mao, Fidel Castro— demagogos y tiranos. Pero a Mandela no lo ensoberbeció; siguió siendo el hombre sencillo, austero y honesto de antaño y ante la sorpresa de todo el mundo se negó a permanecer en el poder, como sus compatriotas le pedían. Se retiró y fue a pasar sus últimos años en la aldea indígena de donde era oriunda su familia.
Mandela es el mejor ejemplo que tenemos —uno de los muy escasos en nuestros días— de que la política no es sólo ese quehacer sucio y mediocre que cree tanta gente, que sirve a los pillos para enriquecerse y a los vagos para sobrevivir sin hacer nada, sino una actividad que puede también mejorar la vida, reemplazar el fanatismo por la tolerancia, el odio por la solidaridad, la injusticia por la justicia, el egoísmo por el bien común, y que hay políticos, como el estadista sudafricano, que dejan su país, el mundo, mucho mejor de como lo encontraron.
(Artículo de Mario Vargas Llosa, publicado en "El País" el 30 de junio de 2013)
La reforma de cada viernes dánosla hoy, parecen reclamar con ojos suplicantes los asiduos a la rueda de prensa semanal que sigue a los consejos de ministros en La Moncloa. Todo va adquiriendo en el aula dispuesta de aquel complejo un aire de parvulario. Con la vicepresidenta para todo, Soraya Sáenz de Santamaría, encaramada en el estrado, acompañada según convenga por los titulares de los departamentos más afectados en cada ocasión. Algunas lecciones se exponen por primera vez, otras se repiten a medida que van pasando por las sucesivas vicisitudes e informes preceptivos hasta llegar a convertirse en auténticos proyectos de ley. El último caso es el del informe de la Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas (CORA), que formula más de 200 propuestas para “hacer unas Administraciones más austeras, más útiles y más eficaces”, según el presidente Rajoy.
Si nos fijáramos en ese cuento, correspondiente al viernes día 21, relativo a las Administraciones, iría quedando claro que este Gobierno se muestra muy activo en cuanto se refiere a las reformas de los demás, que se ha especializado en los “brindis al sol”. Porque mientras sigue sumando poderes y haciéndose con el control de las instituciones —Tribunal Supremo, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional, Agencias Reguladoras, etc.— hasta un punto que jamás alcanzó ninguno de sus predecesores, propugna el desmantelamiento controlado de las comunidades autónomas y de los Ayuntamientos. La prédica monclovita declara su propósito de acabar con las duplicidades y responde al principio de una competencia, una Administración. Pero la pequeña dificultad insuperable es que su puesta en práctica rebasa las atribuciones del proponente. La racionalidad y economía de las reformas pretendidas tiene el sonido de la lógica, pero requeriría que las Administraciones afectadas aceptaran la senda de renunciar a lo que les confieren sus Estatutos.
Esas renuncias las harían, por ejemplo, las comunidades autónomas a favor de las instituciones análogas de la Administración del Estado, que absorbería así los tribunales de Cuentas, los defensores del Pueblo, los consejos consultivos, los canales de radio y Televisión o las agencias de meteorología de que en su día se fueron dotando en un ejercicio de mimetismo, que replicaba el modelo estatal de referencia. La penuria presupuestaria y la exigencia de atenerse al déficit señalado para cada una de las autonomías en el Consejo de Política Fiscal y Financiera parecen haber adquirido una gran contundencia argumental, pero sería fatuo ignorar la capacidad de resistencia que pueden ofrecer. Así que el Gobierno, que parece inválido para emprender su propia racionalización y ofrecer ejemplaridad —Arantza Quiroga dice que la militancia está asqueada con el caso Bárcenas—, vuelve sus ojos hacia otras Administraciones, decidido a llevar a cabo la reforma… de los demás.
Porque nos acercamos al segundo aniversario de la investidura del presidente Mariano Rajoy y seguimos sin vicepresidente económico, una exigencia que afloró el mismo día en que se hizo pública la composición del Gabinete. Entonces se nos dijo que esa carencia quedaba resuelta habida cuenta de que la coordinación en ese ámbito se haría mediante la asunción de la presidencia de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos por el propio Rajoy. De nada ha servido que Bruselas reclamara con insistencia la unidad de mando y han debido transcurrir 18 meses para que se haya puesto el parche de incorporar a la vicepresidenta única, Soraya Sáenz de Santamaría, como miembro de la citada comisión, con la función de presidirla en ausencia de Rajoy. Dicen que el promotor de esa alteración ha sido el ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, Cristóbal Montoro, quien, convencido de que no será vicepresidente económico, ha buscado amparo en Sáenz de Santamaría frente a su competidor, el ministro Luis de Guindos. De este modo nos aproximamos al principio de otros tiempos, cuando imperaba la “unidad de poder y coordinación de funciones”.
En democracia, gobernar es delegar, pero el actual presidente prefiere concentrar todo el poder en un solo vértice, al modo en que algunos reyes lo hicieron en sus validos o privados como el duque de Lerma, el conde duque de Olivares o Manuel Godoy. Claro que la delegación de poder se basa en la confianza por encima del mérito o la capacidad. Y la delegación universal en Soraya Sáenz de Santamaría ofrece la ventaja de su irrelevancia en las filas del Partido Popular, lo cual impide que proyecte sombra alguna o que emprenda aventuras autónomas, se trata de un satélite sin luz propia que solo refleja la que recibe del presidente. Así que esta delegación mantiene el poder indiviso, ¿quién podría garantizar otro tanto?
(Artículo de Miguel Ángel Aguilar, publicado en "El País" el 25 de junio de 2013)
La vicepresidenta Soraya, de la que nadie duda que es la mujer más lista de un país en el que las mujeres son oficialmente mucho más listas y eficientes que los hombres, acaba de presentar su reforma de la Administración con un tinte de obviedad y de «el que dijere lo contrario miente» que en nada se compadece con el fondo del asunto. Porque, lejos de estar todo más claro que el agua, enseña una enfermiza manía de ver España desde Madrid, considerar que aquello es Estado y lo demás paisaje, y dar por sentado que siempre que hay duplicidad sobra lo que está en provincias. Y eso no puede funcionar.
Si el Tribunal de Cuentas no fuese la institución más ineficiente y peor gestionada de España, por ejemplo, podríamos pensar en suprimir los consejos de cuentas autonómicos. Pero si la reforma solo se justifica por el hecho de estar en Madrid y ser nacional, no vale. Si alguien supiese para qué sirve el Defensor del Pueblo, y si su actual titular no demostrase cada día que ella tampoco lo sabe, podríamos cuestionar los diecisiete valedores restantes. Pero si aquello es un florero carísimo y lejano, cuyo coste centralizado va a exceder el de todos los entes suprimidos, ¿por qué no suprimir el Defensor que está en Madrid y mantener los valedores próximos al pueblo?
¿No sería más racional suprimir el Senado y rebajar el Congreso a 250 diputados que reducir las Cámaras territoriales hasta asfixiarlas? ¿No sería mejor laminar toda la sección de Cultura y la mitad de Educación del Ministerio de Wert -donde se administra poco, se gasta mucho y se discurre demasiado- en vez de extenuar la educación de verdad que administran las autonomías? Los primeros efluvios de la reforma de Sáenz de Santamaría traen el mismo tufillo de los recortes, para que Madrid gane posibilidades que no le competen y las autonomías pierdan los medios que necesitan, o para dar a entender que la deuda de Cataluña nace de los tripartitos y de la pésima gestión de lo público, y la de Madrid la infundió el Espíritu Santo, a purísima mala leche, mientras los hombres y las mujeres de Estado lo hacían de maravilla y eran ejemplo a seguir por los aldeanos periféricos.
De la Administración local es mejor ni hablar, porque hasta los alcaldes del PP saben que su reforma es un timo centralizador, ineficiente y nada democrático, en el que se pierde la oportunidad que necesitamos para convertir la política municipal en una competencia exclusiva de las autonomías, llamada a organizarse, modernizarse y financiarse según las necesidades de cada territorio. Por eso temo que este proyecto de reforma -poco madurado, unilateral y centralista- acabe a medio gas y atrapado en sus propios lodos, que es donde embarrancan siempre los pésimos proyectos de reforma que hicieron o prometieron todos los Gobiernos desde hace treinta años.
(Artículo de Xosé Luis Barreiro, publicado en "La Voz de Galicia" el 24 de junio de 2013)
Estuve una semana en París y el fantasma de Hannah Arendt me salió al encuentro por todas partes. En tres cines del Barrio Latino exhibían la película que Margarethe von Trotta le ha dedicado y me gustó mucho verla. No es una gran película pero sí un buen testimonio sobre la recia personalidad de la autora de Los orígenes del totalitarismo, su lucidez y su insobornable independencia intelectual y política.
El film está casi totalmente centrado en el reportaje que Hannah Arendt escribió, a pedido suyo, para The New Yorker sobre el juicio al criminal nazi Adolf Eichmann que se celebró en Jerusalén en 1961, y el escándalo y la controversia que provocó, sobre todo al aparecer ese texto ampliado en un libro en 1963, donde la pensadora alemana desarrolla su teoría sobre “la banalidad del mal”. La actriz Barbara Sukowa hace una sutil interpretación de Arendt; la mayor flaqueza de la película es la fugaz y caricatural descripción que presenta del vínculo que unió a Hannah Arendt con Martin Heidegger, de quien fue primero discípula, luego amante eventual y al que, pese a la cercanía que aquel tuvo con el nazismo, profesó siempre una admiración sin reservas (al cumplir Heidegger 80 años le dedicó un largo y generoso ensayo).
Y, justamente, nada más salir del cine de ver esa película, descubrí que en el pequeño teatro de La Huchette, donde se siguen dando las dos primeras obras de Ionesco (La cantante calva y La lección) que vi en 1958, se representaba también la obra de un autor argentino, Mario Diament, Un informe sobre la banalidad del amor, subtitulada Historia de una pasión, y dedicada a las relaciones de Hannah Arendt y Heidegger.
¿Existió realmente una pasión entre la brillante muchacha judía que padeció persecuciones, pasó por un campo de concentración y debió exilarse en Estados Unidos para escapar a la muerte y el gran filósofo del ser, que aceptó ser rector de la Universidad de Friburgo bajo las leyes nazis y murió sin haber renunciado nunca a su carnet de militante del Partido Nacional Socialista? En la obra de Diament, sí, tuvieron una pasión compartida, duradera y traumática, que ni las atrocidades del Holocausto pudieron abolir del todo. La obra está bien hecha y los dos actores que encarnan a los protagonistas son magníficos —Maïa Guéritte y André Nerman—, pero en la realidad, al parecer, la pasión fue bastante asimétrica, más profunda y constante de parte de la discípula que del filósofo, en quien aparentemente tuvo un sesgo más superfluo y transitorio (la verdad es que sobre este asunto hay todavía más conjeturas y chismografías que verdades comprobadas).
En todo caso, estos episodios me llevaron a leer Eichmann en Jerusalén, que había dejado sin terminar la primera vez que lo tuve en las manos. Leído ahora, medio siglo después de su publicación, sorprende que ese denso, intenso y admirable ensayo pudiera provocar al aparecer ataques tan grotescos como los que recibió su autora (llegó a ser acusada de “pro nazi” y “anti judía” por algunos exaltados fanáticos que firmaron manifiestos para que fuera expulsada de la universidad norteamericana donde enseñaba). Pero no debería llamarnos demasiado la atención pues el siglo XX no fue sólo el de las grandes carnicerías humanas sino también el del fanatismo y la estupidez ideológica que las incitaron.
La rigurosa autopsia a que somete Hannah Arendt al teniente coronel SS Adolf Eichmann, hombre de confianza de Himmler y uno de los más destacados especialistas del régimen hitleriano en “el problema judío” —mejor dicho, en la exterminación de unos seis millones de judíos europeos—, a raíz de los documentos y testimonios que se exhibieron en el juicio, arroja unas conclusiones escalofriantes y válidas no sólo para el nazismo sino para todas las sociedades envilecidas por el servilismo y la cobardía que genera en la población un régimen totalitario. El espíritu romántico, congénito a Occidente, nunca se ha liberado del prejuicio de ver la fuente de la crueldad humana en personajes diabólicos y de grandeza terrorífica, movidos por el ideal degenerado de hacer sufrir a los demás y sembrar su entorno de devastación y de lágrimas. Nada de esto asoma siquiera en la personalidad de ese mediocre pobre diablo, fracasado en todo lo que emprende, inculto y tonto, que encuentra de pronto, dentro de la burocracia del nazismo, la oportunidad de ascender y disfrutar del poder. Es disciplinado más por negligencia que convicciones, un instinto de supervivencia abole en él la capacidad de pensar si hay en ello algún riesgo, y sabe obedecer y servir a su jefe con docilidad perruna cuando hace falta, poniéndose una venda moral que le permite ignorar las consecuencias de los actos que perpetra cada día (como despachar trenes cargados de hombres, mujeres, niños y ancianos de todas las ciudades europeas a los campos de trabajos forzados y las cámaras de gas). Con énfasis aseguró Eichmann en el juicio que nunca había matado a un judío con sus manos y seguramente no mintió.
Cualquiera que haya padecido una dictadura, incluso la más blanda, ha comprobado que el sostén más sólido de esos regímenes que anulan la libertad, la crítica, la información sin orejeras y hacen escarnio de los derechos humanos y la soberanía individual, son esos individuos sin cualidades, burócratas de oficio y de alma, que hacen mover las palancas de la corrupción y la violencia, de las torturas y los atropellos, de los robos y las desapariciones, mirando sin mirar, oyendo sin oír, actuando sin pensar, convertidos en autómatas vivientes que, de este modo, como le ocurrió a Adolf Eichmann, llegan a escalar las más altas posiciones. Invisibles, eficaces, desde esos escondites que son sus oficinas, esas mediocridades sin cara y sin nombre que pululan en todos los rodajes de una dictadura, son los responsables siempre de los peores sufrimientos y horrores que aquella produce, los agentes de ese mal que, a menudo, en vez de adornarse de la satánica munificencia de un Belcebú se oculta bajo la nimiedad de un oscuro funcionario.
Kafka ya lo identificó en esos invisibles personajes que juzgan y ejecutan a inocentes como K. por crímenes fantásticos e inexistentes, pero el gran mérito de Hannah Arendt es haber sacado de la literatura a ese hipócrita y darle el protagonismo que merece como secuaz indispensable de los verdugos y haberlo tipificado como el agente predilecto del mal en el universo totalitario.
Eichmann “no era ni un Yago ni un Macbeth”, dice Hannah Arendt, ni tampoco un estúpido. “Fue la pura ausencia de pensar —lo que no es poca cosa— lo que le permitió convertirse en uno de los más grandes criminales de su época. Esto es ‘banal’ y hasta cómico, pues, ni con la mejor voluntad del mundo se consiguió descubrir en Eichmann la menor hondura diabólica o demoníaca”. Lo terrible de Eichmann es que no era un hombre excepcional, sino uno común y corriente. Lo que significa que todo hombre común y corriente, en ciertas circunstancias (una dictadura hitleriana, por ejemplo), puede convertirse en un Eichmann.
Algo de esto había dicho años antes Georges Bataille, comentando el prontuario criminal del valeroso compañero de batalla de Juana de Arco al que se le descubrió más tarde que asesinaba niños en serie porque era un pervertido sexual: que, nos guste o no, en el fondo de todos nosotros, no sólo los “malos”, también los “buenos”, se esconde un pequeño Gilles de Rais.
(Artículo de Mario Vargas Llosa, publicado en "El País" el 16 de junio de 2013)
Había alguna persona medianamente informada en España, hace 10 años, que no supiera que la educación en nuestro país era deficiente, que la lentitud y la politización de la justicia eran un escándalo, que los partidos políticos gastaban más de lo que ingresaban legalmente, que muchos Ayuntamientos se estaban endeudando hasta las cejas para financiar proyectos faraónicos a costa de las generaciones futuras y que la gentileza de los notarios al señalar a los compradores de viviendas la cantidad que debía figurar en la escritura y la que se podía pagar aparte, en efectivo, era poco acorde con nuestra aspiración a ser considerados un país europeo serio?
En su Weekend de verano en Nueva York en 1954, ese Josep Pla que se calza una boina para hacerse el inocente y sorprendernos con su socarronería contempla el soberbio skyline de Manhattan con las luces de los rascacielos encendidas y se pregunta: “Y todo esto, ¿quién lo paga?”. La pregunta nos hace sonreír, pero a la vez nos mete de lleno en el meollo de la cuestión. Aquí debimos hacernos la misma pregunta. Esos aeropuertos, esas autopistas, esas campañas electorales, ¿quién los pagaba?
De repente, con la crisis económica mutando en crisis política, parece como si nos cayéramos del guindo y las implicaciones políticas y económicas de tanto derroche y de tantas ineficiencias y corruptelas fueran nuevas. Pero ahí estaban los informes Pisa, señalando tozudamente un año tras otro las carencias de nuestro sistema educativo. No era difícil sacar conclusiones sobre nuestro futuro. Ahí estaban esas antipáticas listas de las 100 mejores universidades del mundo en las que —¿cómo era posible?, qué desvergüenza, tenían que estar amañadas a la fuerza— no aparecía nunca ninguna española.
Muchas recalificaciones de terrenos olían mal. Todos lo sabíamos. Saltaba a la vista que los partidos políticos gastaban mucho dinero, igual que tantos Ayuntamientos y Gobiernos autónomos. Pero todos gastábamos más de lo que teníamos, de modo que no les íbamos a reprochar que hicieran lo mismo. Nos asombraba leer que los jueces dictaban sentencias sobre asuntos acaecidos 10 o 12 años antes. Nos preguntábamos por qué en los países de nuestro entorno un político corrupto o un estafador de altos vuelos podía ser enviado a la cárcel con una sentencia firme en cuestión de meses y aquí los procesos se eternizaban. Pero nos decíamos que lo mejor que se podía hacer con nuestra justicia era evitarla y no pensábamos más en ello.
Éramos conscientes de que un mercado laboral dual con contratos fijos sobreprotegidos y contratos basura sin protección de ningún tipo era, además de injusto, muy ineficiente. Sabíamos que un tsunamidemográfico amenazaba nuestro sistema de pensiones. Había que tener los ojos cerrados para no ver cómo la Administración creaba organismos, agencias, fundaciones y todo tipo de entes con el objeto de desarrollar actividades de naturaleza pública en régimen de derecho privado, para zafarse de las rigideces propias del derecho administrativo y para poder contratar a personas afines sin obstáculos legales. Sabíamos que el omnipresente ¿con IVA o sin IVA? era un cachondeo.
Pero un curioso velo nos impedía sacar las conclusiones lógicas de todo ello. Bastaba con hojear algún periódico con regularidad para comprender que la suma de todos estos factores hacía nuestra prosperidad insostenible. Ahora, cuando leemos Todo lo que era sólido, el esclarecedor ensayo de Muñoz Molina, o Qué hacer con España, con el agudo diagnóstico y las atrevidas propuestas de César Molina, o releemos los artículos de Javier Marías, que también nos lo advirtió, nos llevamos las manos a la cabeza. Pero en realidad, si lo pensamos bien, todos sabíamos lo que estaba ocurriendo.
Y, sin embargo, por una extraña razón —probablemente la misma que entonces nos impidió calibrar el alcance de lo que veíamos—, todavía nos resistimos a admitir que la mayoría de estas ineficiencias persisten y que, a menos que concentremos todas nuestras energías en corregirlas, nuestro futuro se presenta muy problemático. Parece como si todos estos cheques que nos presentan al cobro a la vez los hubiera firmado otro. Seguimos pensando que tiene que haber un error.
No queremos ver que no es únicamente un problema de deuda, de falta de crédito, de una errada política europea de austeridad, y que es mucho lo que podemos hacer si no queremos estar a merced de los vaivenes de la economía mundial. Que no es una cuestión de cifras y de recortes, sino de reformas largamente aplazadas. Que sin un esfuerzo masivo para mejorar nuestro capital humano mediante un sistema educativo que favorezca la innovación y sin un fomento decidido de la investigación, nos será muy difícil competir en el actual mercado globalizado. Que la exasperante lentitud de nuestra justicia es un pesado lastre, además de una lacra decimonónica. Que las disfuncionalidades del mercado de trabajo son poco compatibles con una economía próspera y competitiva. Que, a menos que reformemos muy en serio nuestras Administraciones —la central, las autónomas y las locales—, no le faltará una parte de razón al gracioso que decía que la única diferencia entre los funcionarios y los que no lo son es que los que no lo son trabajan para la Administración sin pasar examen de ingreso. Que la grave crisis de confianza en la clase política exige medidas para incrementar la democracia y la transparencia de nuestros partidos políticos —como están reclamando varios movimientos de la sociedad civil— y, en definitiva, que sin una mejora del funcionamiento de nuestras instituciones va a ser muy difícil que regresemos a la senda del crecimiento y de la prosperidad.
Soy de los que creen que tenemos reservas para hacer frente al descubierto, que nuestro activo en términos de creatividad, de dinamismo y de capacidad de superación compensa con creces el pesado lastre de este pasivo. Se trata de no dejarnos vencer por el fatalismo, de no resignarnos a la idea de que, en realidad, siempre fuimos un país cutre —ese viejo país ineficiente del conocido poema de Jaime Gil de Biedma— y que el esplendor del largo periodo expansivo anterior a la crisis fue un espejismo. Si hoy es posible obtener un pasaporte en media hora, ¿por qué no ha de ser posible crear una empresa y comenzar a contratar gente en menos de una semana? Si tenemos algunas de las mejores escuelas privadas de negocios, del mundo, ¿por qué no podemos tener una universidad pública del mismo nivel?
Es cierto: la suma de estas inercias supone una carga muy onerosa y su superación no es fácil. Hay que enfrentarse a poderosos intereses creados, vencer resistencias muy tenaces. Las reformas necesarias son complejas y los resultados pueden tardar años. Pero cuanto antes nos pongamos, sin engañarnos ni hacernos trampas en el solitario, más fácil será salir a flote. Todas las crisis pasan. Esta también pasará. Sería bueno que saliéramos de ella un poco mejor que como entramos.
(Artículo de Carles Casajuana, publicado en "El País" el 14 de junio de 2013)
La decisión del Gobierno griego de desmantelar su radiotelevisión pública, vuelve a poner de actualidad el debate sobre la importancia de los medios públicos de comunicación audiovisual en el contexto de las democracias europeas. No es sorprendente que haya sido precisamente el Gobierno griego y no el alemán, ni el francés, ni el italiano, ni el de Reino Unido, el que haya planteado ese desmantelamiento de un día para otro. Las denuncias de supuestos derroches de la televisión pública no nos son desconocidas en España. En el caso griego, el Gobierno de ese país ha anunciado su pretensión de volver a ponerla en funcionamiento, cuando sea posible, con unos recursos mucho más limitados que prevén incluso una reducción de tres cuartas partes de la plantilla actual (algunas fuentes hablan de una previsión de “adelgazamiento” de los 2.700 trabajadores actuales a la cifra de 700). Este anuncio no tranquiliza a quienes venimos denunciando las campañas de desprestigio de las televisiones públicas como síntoma del intento de debilitamiento de los cauces de información, comunicación y participación que son esenciales para el funcionamiento del propio sistema democrático.
Los países con democracias asentadas saben hasta qué punto es importante contar con modelos de radiotelevisión pública, fuertes y dotados de suficientes recursos, que sirvan además como un escaparate del propio país hacia el exterior. La BBC es considerada un estandarte del modelo de sociedad británico y forma parte de las instituciones más valoradas por los propios ciudadanos de ese país.
Para Alasdair Milne, ex director general de la BBC británica recientemente fallecido, “la televisión pública debe hacer que lo popular sea valioso y que lo valioso se haga popular”. En esta frase se resume la necesidad de que la programación televisiva deba ser pensada en términos de aprovechamiento educativo y cultural y en términos de rentabilidad social más que económica. La televisión pública británica ha fundamentado su fama en unos informativos independientes, suficientemente dotada de recursos, asentada en la experiencia y en el mantenimiento de la independencia de sus profesionales ante los intentos de presión de cualquier Gobierno; admirada por la calidad de su producción propia, la BBC fue además la primera radiotelevisión europea en realizar una fuerte inversión en su web y desde el primer momento puso su producción a disposición del sistema educativo británico. En la actualidad también produce miniseries especialmente diseñadas para esa misma plataforma web.
En España, la falta de perspectiva de los diferentes gobiernos ha hecho que la televisión pública haya sido utilizada de manera partidista y con una escasa visión de estado. Sin embargo, la televisión pública estatal ha creado una excelente cantera de profesionales que han producido a lo largo de su historia perlas de programación que han cumplido de forma ejemplar con la función de servicio público: informativos, concursos, adaptaciones de grandes obras literarias, series y miniseries de brillante producción, espacios de divulgación científica de altísimo nivel. El archivo histórico de nuestra televisión pública estatal guarda un banco de imágenes de inmenso valor para ser explotadas en el actual contexto digital. Ese es un capital de los españoles que ningún gobierno tiene derecho a dilapidar.
Cualquier televisión pública del siglo XXI debe ser pensada desde la perspectiva de las múltiples pantallas existentes y la correspondiente oferta de servicios para el desarrollo de un ocio inteligente. La televisión pública estatal española reúne recursos idóneos para desarrollar esa necesaria educación de la población en competencia comunicativa y tiene potencial para convertirse en una herramienta imprescindible que debería ser explotada al servicio de la educación. Es preciso reivindicar la inmensa rentabilidad social de los programas y servicios que RTVE ha prestado a través de su programación a lo largo de la historia y en el periodo más reciente a través de su plataforma web. Los Gobiernos de los países europeos con democracias más asentadas no han dudado en mantener el apoyo a sus televisiones públicas. El caso de Grecia nos recuerda que la miopía de los sucesivos Gobiernos españoles nos debe hacer estar en guardia para evitar tener que poner las barbas a remojar.
(Artículo de Agustín García Matilla, publicado en "El País" el 13 de junio de 2013)
Conversación real entre dos señoras mayores, cada una con su bolso bien agarradito sobre las piernas, en un autobús de Madrid: “Pues yo creo que o vamos a circunscripciones uninominales o no habrá forma de acabar con la partitocracia”. Réplica de su amiga: “Qué va, menudo lío, rehacerlo todo ahora; lo mejor siguen siendo las listas de partidos. Eso sí, que no estén bloqueadas y sean las de cremallera ésas para que haya más mujeres”. La otra vuelve a tomar la palabra y dice: “No tienes ni idea; mientras haya listas ya se encargarán los partidos de seguir controlándolo todo”. Por desgracia no pude seguir escuchando la conversación porque me bajé en la siguiente parada. Pero no dejé de pensar que en este país se ha venido gestando una revolución silenciosa consistente en que, primero, se habla más de política entre la gente corriente y, segundo, se ha producido a marchas aceleradas una sorprendente alfabetización en el conocimiento del funcionamiento de las instituciones. Otro tanto cabe decir de la economía. En restaurantes o conversaciones informales a uno no deja de sorprenderle cómo, entre excitados, indignados o como si tal cosa, la gente empieza a hablar de la prima de riesgo, el dislate de las políticas de austeridad o la balanza fiscal de Cataluña; y a veces con una fidelidad técnica asombrosa. Sería exagerado decir que se habla más de Krugman que de Mourinho, pero todo se andará.
Esto obedece, ¡qué duda cabe!, a que la crisis política y económica nos ha puesto las pilas. Los ciudadanos consumen más información y lo hacen con mayor atención y diligencia. Puede que estemos todavía lejos de lo que ocurre en países con más tradición democrática, pero desde luego no tiene nada que ver con la indiferencia, la displicencia y la simplificación con la que hasta ahora se venían tocando estos temas en conversaciones informales. De ciudadanos distraídos hemos pasado poco a poco a convertirnos en ciudadanos vigilantes, cada vez más atentos al tipo de conocimiento que se requiere para poder sustentar nuestra opinión. Lo que antes se despachaba con términos como “son todos unos chorizos” se formula ahora de forma más sutil: “¡Hay que ver cómo se lo montan las élites extractivas!”. Es hasta posible que muy pronto traslademos a la reforma de las instituciones ese deporte nacional consistente en que cada español sabe siempre mejor que el entrenador de su equipo la alineación que debe jugar en el próximo partido. La gente común, no solo los especialistas, los políticos de profesión o los tertulianos, habla ya abiertamente de cómo hayan de reformarse los partidos, la Administración, la organización territorial del Estado o el sistema electoral. Lo quieran o no nuestros gobernantes, en la calle ha comenzado ya un nuevo proceso constituyente. Y, ¡aviso a navegantes!, cuando este llegue querrán estar bien presentes en la deliberación pública.
Se dirá que muchas de esas opiniones no son más que una burda destilación del inmenso ruido que puebla nuestro espacio público, que la mayoría de ellas no están sustentadas sobre verdaderas razones. Que encajan en eso que Harry Frankfurt calificaba como bullshit, “chorradas” o “charlatanería”; o, lo que es lo mismo, que son opiniones montadas sobre prejuicios, frases hechas, o se apoyan sobre tics ideológicos y a partir de lo que leen o escuchan en los medios que consumen. Vivimos en una sociedad en la que todo el mundo tiene que tener una opinión sobre todo y muchas veces no gozamos del tiempo suficiente para meditarlas; o en algunos casos responden más a impulsos expresivos que al producto de una argumentación serena. Es posible que haya mucho de esto, aquí y en todas partes. Pero mi experiencia como persona que participa en los medios es que, aparte de los inevitables trolls, el grueso de las reacciones que recibo son de personas muy interesadas que saben bien sobre lo que hablan y hacen el esfuerzo de hacerse oír, de no renunciar a la crítica.
Hace un par de semanas se hicieron públicas un par de plataformas de intelectuales y profesionales sobre la necesidad de renovación de los partidos. Como otras del mismo tipo ya asentadas, sacaron a la luz el deseo de importantes sectores de la sociedad civil por hallar un hueco en el espacio público. Tengo para mí, sin embargo, que no son más que la punta de un inmenso iceberg compuesto de “gente corriente” que no renuncia a tener voz. Podrán sentir desapego hacia el sistema político, pero éste no les es ajeno. Y en cuanto tengan ocasión estarán ahí para ejercer de ciudadanos activos y hacerse escuchar.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 7 de junio de 2013)
Desde la sociedad civil resulta muy difícil asumir el proceso de negociaciones políticas por el que atraviesan las leyes en su tramitación parlamentaria. Para los poderes públicos también es difícil entender que la sociedad civil nunca se conforme con las mejoras que se le ofrecen en estos procesos de negociación.
El rol de la sociedad civil es el de hacer presión para conseguir subir el listón en la defensa de los derechos de las personas, defender los estándares más avanzados en distintas materias e intentar que estos se alcancen. Este rol no es siempre comprendido en España, hace unos meses el Tribunal Supremo decía que el rol de la sociedad civil no es el de controlar al Gobierno, que este papel corresponde únicamente al Congreso de los Diputados y condenaba a Access Info Europe a pagar 3000 euros en costas al no reconocer su derecho de acceso a la información sobre medidas anticorrupción en España.
La sociedad civil española representada por la Coalición Pro Acceso, una plataforma formada por 65 organizaciones, defiende desde 2006 los principios que consideran deberían definir la futura ley de transparencia, estos principios están íntegramente basados en los estándares internacionales más progresistas y de momento, a pesar de las mejoras anunciadas hoy en el Pleno del Congreso, el texto de la ley no cumple con estos principios.
Entre los cambios que se han confirmado hoy en la cámara de los diputados hay que destacar positivamente la inclusión de la Casa Real, partidos políticos, sindicatos, patronal, empresas que tengan una inversión de dinero público relevante, y el anuncio de la creación de un Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, un órgano que supuestamente será totalmente independiente y que no estará integrado en ningún ministerio.
Todos estos son cambios que a priori acercan al Gobierno a las posiciones del resto de partidos y que integran algunas de las propuestas que defiende la propia sociedad civil; pero no todas. Además de momento no se conocen los detalles de estos avances. Por eso debemos seguir insistiendo, el proceso no ha acabado.
Lo primero que debemos conseguir es que se publique el texto con los detalles de los nuevos cambios para entender el alcance de los mismos y leer bien la letra pequeña para no llevarnos sorpresas. En concreto es muy importante saber cómo funcionará el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, cómo definirán su independencia y cuál será su mandato y sus potestades.
También es nuestra obligación señalar que hay dos puntos muy importantes en los debemos insistir:
1.- El Gobierno ha reiterado que el derecho de acceso a la información no es un derecho fundamental pese a que los tribunales internacionales a los que está sometida España han sentenciado que sí. No es una mera cuestión formal, los derechos fundamentales prevalecen ante otros derechos y tienen mayores garantías procesales.
2.- En el debate no se ha tratado la enorme exclusión de información que conllevaría el artículo 15 de ser aprobado en su redacción actual. Excluye “la información que tenga carácter auxiliar o de apoyo como la contenida en notas, borradores, opiniones, resúmenes, comunicaciones e informes internos o entre órganos o entidades administrativas”, es decir que deja fuera el proceso de toma de decisiones y además altera la definición de información. Este hecho nos impediría firmar el convenio del Consejo de Europa sobre Acceso a Documentos Públicos, uno de los objetivos de esta ley.
La sociedad civil tiene como misión hacer de contrapeso frente a los poderes públicos, son expertos con los que hay que contar para tomar decisiones y a los que hay que consultar a la hora de aprobar textos legislativos ya que representan mecanismos de control alternativos al sistema tradicional; ese es precisamente su valor añadido. La sociedad normalmente va un paso por delante del derecho y tiene la responsabilidad y la labor de alzar la voz para que nuestros derechos sean reconocidos y respetados.
Con la ley de transparencia todavía hay mucho por hacer, primero queremos verla aprobada (con el mayor número de mejoras posible) y en vigor; después debemos seguir y monitorizar su implementación para asegurar que en la práctica también se respeta nuestro derecho. Y, en cualquier caso, siempre debemos intentar mejorarla.
(Artículo de Victoria Anderica, publicado en "eldiario.es" el 30 de mayo de 2013)
El Gobierno ha elegido la estrategia más adecuada para iniciar la elaboración parlamentaria de la Ley de Transparencia: un acuerdo básico entre cuatro importantes formaciones políticas que suman el 90,5% de los escaños del Congreso. Poner en marcha en solitario, apoyándose en su mayoría absoluta, una norma tan compleja como esta —que incluye, además, el derecho de acceso a la información y normas de buen gobierno— hubiera sido un error catastrófico para el fin perseguido de profundizar en la democracia, regenerar la vida política y recuperar la confianza ciudadana en las instituciones del Estado. Fuera del pacto provisional han quedado voces importantes, como la de la Izquierda Plural, pero es prometedor que los cuatro partidos de Gobierno (PP, PSOE, CiU y PNV) sustenten un principio de acuerdo para mejorar el proyecto. A partir de ahí, todo está por escribir, todo queda pendiente de los detalles, que es donde suele estar el diablo.
La música, a la espera de la letra, es sugestiva. Habrá menos excepciones de la regla general de la transparencia sobre el funcionamiento de las Administraciones públicas. Estarán sometidos a la norma la Casa del Rey, los partidos y los sindicatos, entre otros, y el seguimiento del cumplimiento de los preceptos ya no estará en manos del ministro de Hacienda de turno, sino de un organismo independiente. Son las grandes líneas directrices que han servido para el acuerdo de principio, pero que ahora se deberá desarrollar en un articulado creíble. De lo contrario, el Partido Popular se quedaría solo ante una iniciativa de crucial importancia; no solo porque España es uno de los pocos países europeos que no disponen de una Ley de Transparencia. También porque los casos de corrupción han convertido este proyecto en un paso trascendente para intentar poner coto a un corrosivo problema que parece enquistado en el sistema y para restituir credibilidad a la acción política.
Tras un año de comparecencias en el Congreso de los Diputados, se corre el riesgo de optar por una ley ómnibus que desemboque en un engendro impracticable: eso es lo que se debe evitar en la tarea que hay por delante. Quedan muchas lagunas: desde las excepciones que finalmente se contemplen a la transparencia hasta las funciones y sistema de elección del organismo independiente que dirima los casos. Gobierno y nacionalistas deberán explicar por qué las Administraciones locales y autónomas han de quedar fuera de su arbitrio, a pesar de su independencia, y despejar el temor a que se terminen dictando 17 normas distintas para evitar conflictos competenciales. El apartado relativo al buen gobierno es especialmente espinoso. Se han aumentado las penas para los malos gestores, lo que incluye la destitución de alcaldes, pero también quedan por delimitar las causas y quién tendrá la potestad de imponer sanciones, salvo que estas queden en el ámbito penal.
(Editorial de "El País", publicado el 31 de mayo de 2013)
La Encuesta de Población Activa del primer trimestre de 2013 nos trajo una cifra desoladora: 6,2 millones de parados en España. Tristemente, los distintos analistas —nacionales e internacionales— prevén que esta cifra continúe aumentando hasta superar los siete millones de parados.
En el extranjero se preguntan dos cosas sobre estos números. Primero, cómo puede sobrevivir una nación con un 27% de desempleo. Nuestra respuesta es que difícilmente, y que los españoles, especialmente los más jóvenes y las clases más desfavorecidas, viven en una situación límite que viola los principios más elementales de justicia social. La segunda pregunta es cómo hemos llegado a esta situación. La crisis en España ha sido muy grave, pero igualmente grave ha sido en muchos otros países cuyas tasas de desempleo han crecido mucho menos que las nuestras, mientras que este es el tercer ciclo consecutivo en 30 años en que el desempleo alcanza en España el 20%. Nuestra respuesta en este caso es que la crisis se ha cebado ferozmente en nuestro empleo por la estructura perversa del mercado de trabajo.
Y la clave de esta perversa estructura es la dualidad entre los trabajadores fijos y temporales. El muro en coste de despido entre los contratos fijos y los temporales hace que nuestra economía responda de manera mucho más aguda a las fluctuaciones cíclicas. Peor aún, la dualidad causa una menor inversión en educación y en formación por las empresas y por los empleados y sesga nuestra estructura productiva hacia sectores de menor valor añadido y menos proyección internacional. Desde el punto de vista social, los jóvenes atrapados en cadenas sin fin de contratos temporales y periodos de desempleo no pueden formar familias y aspirar a la autorrealización en el trabajo que toda persona merece.
Las reformas de los distintos Gobiernos de España en los últimos años no han eliminado este muro. Por ejemplo, el contrato de emprendedores, figura estrella de la reforma de 2012 (como había pocas modalidades, se añadió una más), bonifica a las pequeñas empresas por contratar a trabajadores con un periodo de prueba de un año sin indemnización por despido. El muro, desgraciadamente, permanece: a partir del segundo año, la indemnización sube a 20 o 33 días por año. En un mundo con altísima incertidumbre como el actual, poca estabilidad podemos esperar de tal contrato.
Un grupo de economistas, entre los que nos encontramos, presentó en el año 2010 una respuesta concreta y sencilla al problema de la dualidad. Se trata de eliminar casi todos los contratos temporales (excepto el de interinidad) y, a partir de ahora, considerar un contrato único para todas las nuevas contrataciones. Este contrato tendría indemnizaciones crecientes de despido por año trabajado. Las indemnizaciones empezarían, el primer año, con un nivel similar al de los contratos temporales actuales, y se incrementarían paulatinamente. De esta manera se eliminarían los muros brutales entre los fijos y los temporales, y se sustituirían por una suave rampa hacia la estabilidad.
Esta propuesta permite mantener la flexibilidad que sectores básicos de la economía española, como la hostelería y la restauración, precisan, ya que el primer año de contrato es similar a un contrato temporal. Pero elimina el enorme incentivo legal a hacer el despido antes de comprometerse de forma irreversible. Además, nuestra propuesta proponía mantener a los empleados que disfrutan de un contrato fijo en su contrato actual, para no inducir despidos repentinos.
Esta propuesta, bien recibida en muchos sectores y por casi todos los observadores internacionales, se ha encontrado con una oposición férrea de una curiosa coalición de PP, PSOE, CEOE y sindicatos. Pero más allá de la deliciosa ironía de ser capaz de unir a tirios y troyanos en defensa del maravilloso statu quo laboral (lo que nos hace sospechar que algo de razón debemos llevar), no se nos respondió con una evaluación de los efectos del contrato único sobre las empresas, sobre los trabajadores, la formación o la productividad.
En vez de tal respuesta sustantiva, se nos replicó que la propuesta era inconstitucional. La razón era que en nuestro documento inicial no había despido causal, simplemente una indemnización que depende de los años trabajados y no de la causa. Mientras que nosotros pensamos que el Tribunal Constitucional se equivoca al requerir causalidad en el despido (que, por otro lado, no exige en los despidos de personal de alta dirección), los promotores del contrato único respondimos a la realidad de esta jurisprudencia con una pequeña modificación: dos escalas de indemnización creciente en función de que el despido esté o no justificado.
Con esta trivial modificación, los juristas no piensan que la propuesta sea inconstitucional. Por ejemplo, José María Pérez Gómez, miembro del Cuerpo Superior de Letrados de la Administración de la Seguridad Social ha escrito: “No entendemos que sea incompatible establecer un único contrato de trabajo con una indemnización por despido creciente en función de su duración, con el mantenimiento de un elemento causal para aceptar la extinción de la relación laboral a instancias del empleador”. Sin embargo, la ministra de Empleo se aferra aún al espantapájaros de la anticonstitucionalidad a falta de cosas más sustantivas que decir.
Desgraciadamente, no es esta la única reforma que se rechaza con una referencia absurda a la Constitución. La reforma de la Universidad propuesta recientemente por una comisión de expertos nombrada por el propio Gobierno (de la que uno de nosotros fue miembro) sufrió un sabotaje interno por parte de quienes, sin argumentos de peso, se apoyaban en la supuesta inconstitucionalidad de cualquier cambio que acerque a nuestra Universidad a los modelos de éxito en casi todas las universidades extranjeras, con un órgano de gobierno compuesto por representantes de la comunidad universitaria y también de la sociedad que la paga, como antiguos alumnos, científicos de éxito, emprendedores, etcétera.
Que alguien pueda defender nuestro mercado de trabajo o nuestra Universidad nos resulta casi inconcebible (excepto, claro, si lo único que se busca es defender unas posiciones de privilegio). Pero más allá de estas consideraciones, el que las respuestas a las reformas se centren en formalismos decimonónicos revela un problema más serio y preocupante.
Nuestro sistema educativo, desde la primaria a la universidad, ha estado basado históricamente en la repetición memorística, en el conformismo intelectual y en el sonreír al profesor de turno. Nuestros gobernantes son mayormente opositores, es decir, expertos casi perfectos de este sistema.
Nuestra hipótesis es que nuestro sistema educativo selecciona no a aquellas personas más innovadoras y creativas, sino a aquellas otras inherentemente más conformistas con el sistema, más conservadoras en el sentido de no querer cambiar nada, más reacias a intentar nada nuevo. ¿Es la persona que, con 22 años, decide pasar una parte considerable de su juventud encerrada en su cuarto preparando unos temas para cantarlos mejor que nadie delante de un tribunal alguien dispuesto a cambiar España? ¿O será alguien que, en vez de analizar la evidencia empírica y las experiencias de otros países con sus reformas estructurales, simplemente diga que son inconstitucionales?
(Artículo de Jesús Fernádez-Villaverde y Luis Garicano, publicado en "El País" el 26 de mayo de 2013)
Es difícil encontrar un síntoma más claro de la decadencia que afecta hoy a la sociedad europea como la de la continua invocación de que se han perdido los valores fundamentales de esa misma sociedad. Una prédica esta que se encuentra en labios de ciudadanos corrientes, de políticos cultivados, de clérigos de toda laya y de profesores de ética o sociología. Y no solo conservadores —como era casi obligado—, sino también socialdemócratas y progresistas. Todos ellos insisten en que la raíz de nuestros males está en el abandono de unos valores (fuesen los de igualdad, equidad, justicia, satisfacción diferida de los deseos, responsabilidad individual o solidaridad comunitaria) que poseímos en un pasado venturoso. Pero resulta que, como nos enseña unánime la historia, evocar una “edad áurea” en la que “se tenían valores” es un dato recurrente en toda sociedad en decadencia: miren si no a la fase terminal del Imperio Romano, o a la monarquía católica del siglo XVII, por poner algún ejemplo. ¿Cuál era el paradigma de autocomprensión entonces, sino el de una crisis que solo se invertiría si se recuperaban unos valores que habían existido en un pasado feliz, aunque nadie sabía cómo obrar tal milagro si no era mediante su puro deseo?
Ahora bien, dejando de lado esta congruencia repetida entre la prédica de los valores perdidos y la decadencia de una sociedad, ¿qué hay de cierto en la idea básica? ¿Han perdido sus valores fundantes las sociedades occidentales y, en particular, la española? La respuesta es que sí, pero que ello es un resultado inevitable del éxito en la construcción de esas mismas sociedades, lo que significa que el proceso no es reversible. Aunque parece que se nos ha olvidado, la mejor teoría sociológica del siglo XX advirtió hace ya decenios que lo que llamamos sociedad occidental moderna (es decir, la sociedad capitalista) se había construido mediante el uso y consumo parasitarios de unos valores y estructuras sociales típicamente premodernos y tradicionales, en los que se había apoyado para poder desarrollar la sociedad individualista y universalista de mercado. Pero que, y este era el punto relevante, la sociedad capitalista no era capaz de reproducir esos mismos valores tradicionales y preburgueses en que había basado su triunfo. Por ejemplo, escribía Habermas en 1977 que “la llamada ética protestante, con su insistencia en la autodisciplina, el ethos secularizado de la profesión y la renuncia a la gratificación directa por la diferida se funda en tradiciones que no pueden ya regenerarse sobre la base de la sociedad burguesa. La cultura burguesa en su conjunto nunca pudo reproducirse a partir de su propio patrimonio, sino que siempre se vio obligada a complementarse en cuanto a motivos activos (valores) con imágenes tradicionalistas del mundo”. Y lo mismo decía Cornelius Castoriadis: que el capitalismo se desarrolló usando de manera irreversible una herencia histórica creada por épocas anteriores que luego se vio incapaz de reproducir.
En términos más sencillos, si gracias al uso de los valores tradicionales de la sociedad premoderna y de una “burguesía austera” llegamos a poner en planta una “sociedad de la satisfacción” que precisa para subsistir de un tipo antropológico de individuo enfocado al consumo inmediato y al diferimiento de los costes y responsabilidades de su acción (como decía Galbraith), sería un tanto ingenuo echar en falta al individuo virtuoso original. ¡A ese lo consumimos para crear el nuevo, y con el nuevo tendremos que lidiar!
Aunque también es cierto que no procede arrojar sobre nuestra propia cultura una culpa excesiva (hasta en la manía de culparnos por todo demostramos nuestro etnocentrismo los europeos), porque parece inevitable que todo cambio sustancial de modelo social implique utilizar unos valores que se perderán al arribar al nuevo modelo. Basta mirar en derredor para ver en el mundo procesos simétricos de consumo parasitario de valores fundacionales que nunca podrán recuperarse: China, o Asia más en general, muestran hoy cómo unas sociedades en desarrollo usan de unos valores tradicionales de impronta genéricamente confuciana (el equivalente funcional a nuestra ética protestante, Max Weber dixit) para despegar y crear una nueva sociedad que es manifiestamente incapaz de reproducirlos porque precisa de un individuo distinto para mantenerse.
Por otra parte, y para confundir aún más la cuestión, el paradigma decadente de la “vuelta a los valores” gusta de incurrir en la falacia típica del intelectualismo socrático: el obrar bien nace del saber bien, luego lo que hay que hacer es enseñar valores en la escuela, sea con asignaturas ad hoc sea con más horas de religión. Cuando en realidad deberíamos recordar que, como le decían los sofistas a Sócrates, la virtud no se aprende, sino que se adquiere por la práctica y el ejemplo. O, lo que es lo mismo, que la moral es sociogénica y cada sociedad tiene la moral común que le corresponde según su estructura y según los procesos que la sostienen. Ese es el orden lexicográfico entre mundo y valor, y no el contrario, nos guste o no. Así que... llorar menos por los valores perdidos y promover más la reforma del mundo. Ser menos decadentes, vamos.
(Artículo de José María Ruiz Soroa, publicado en "El País" el 21 de mayo de 2013)
"Las nuevas generaciones no entran en la política (…) advierten que son extrañas totalmente a los principios, a los usos, a las ideas y hasta al vocabulario de los que hoy rigen los organismos oficiales de la vida española. ¿Con qué derecho se va a pedir que lleven, que traspasen su energía, mucha o poca, a esos odres tan caducos, si es imposible toda comunidad de transmisión, si es imposible toda inteligencia?" Así, de forma radical, incluso más en otros pasajes, se expresaba José Ortega y Gasset en su famosa conferencia del 23 de marzo de 1914 en un abarrotado Teatro de la Comedia de Madrid, titulada Vieja y nueva política. Concluía: “La nueva política tiene que ser toda una actitud histórica”.
Mucho se invoca a Ortega y Gasset estos días. Y no solo porque el filósofo fuera a la raíz de las cosas, sino porque estamos ante otro cambio de época. Y porque están reapareciendo algunos de los problemas sempiternos de España. Aunque haya que releer ese texto, y otros instructivos de la época en toda Europa, no es que hayamos vuelto a 1914 y al distanciamiento entre una España “oficial” y otra “vital”. Esta España, esta Europa y este mundo, son muy diferentes. Mas sí se vuelve a plantear la necesidad de una transformación del sistema político, de una nueva política. Si de algo ha de servir la advertencia de 1914 —ante una restauración canovista que no supo renovarse—, es para acelerar el cambio, y no tener que esperar otra larga agonía de 17, 30 o hasta 64 años para resolver situaciones.
Hay varias razones de peso para acelerar la transformación de la política en España. La primera es que el actual sistema político no hizo sonar las alarmas cuando tenía que haberlo hecho, con fallos multiinstitucionales. Y cuando llegó el desastre económico fue incapaz de responder al reto de la crisis. El sistema no ha podido generar ni los nuevos proyectos nacionales que hubieran sido necesarios ya hace cinco años ni acuerdos políticos y sociales para llevarlos a cabo cuando la situación se empezó a torcer. Ahora son incluso más necesarios. A los que defienden que hay que resolver la economía antes que la política hay que decirles que hoy es justamente la política la que impide resolver la economía al dificultar esos acuerdos y reformas que liberen las energías creativas que existen en este país como nunca antes. Hay que renovar un sistema caduco en el que las fuerzas políticas y los interlocutores sociales se han apolillado. Para esas reformas hay que romper intereses creados contra los que chocan un Gobierno tras otro. Menos mal que muchas de estas reformas las impone “Europa”, que sigue siendo parte esencial de “la solución”.
Pero Europa no bastará. Se necesita que el sistema político funcione bien para llevar a cabo las reformas económicas que requiere este país, y para que la sociedad las comprenda y las acepte. El distanciamiento entre la ciudadanía y la clase política lo dificulta. Hay que poner los instrumentos y los procesos para superarlo.
Diversos baremos objetivos (The Economist, Freedom House) apuntan a este deterioro de la democracia, y no solo en España. Pues muchos de estos problemas los tienen otros países de nuestro entorno. El deterioro de la democracia en el mundo viene de hace tiempo y se ha agravado en estos penosos años para Europa. Hay una crisis de gobernación derivada de la pujanza de las “cuatro fuerzas dominantes” a escala global, como las llama Thierry Malleret: la interdependencia, la complejidad, la aceleración y la transparencia.
Este deterioro no marca un camino hacia una dictadura. El peligro es ir hacia una no-democracia, o en el mejor de los casos, a la posdemocracia, como lo llamó Colin Crouch ya en 2005, antes de la crisis. El peligro es que la democracia española degenere en un simulacro protagonizado por actores atrincherados en el sistema institucional que impide el paso de fuerzas renovadas. Esas fuerzas podrían canalizarse por los mismos partidos y sindicatos, pero sus estructuras lo impiden. Tienen que cambiarlas o les cambiarán.
En España, la Transición fue un éxito, dadas las circunstancias. No se trata de negarlo, sino de entender lo ocurrido, y de partir de que aquel éxito no agotó la necesidad de renovación de la democracia española. Es más, los propios elementos del éxito —el establecimiento de partidos políticos donde no los había; unas Administraciones locales y regionales que han transformado para bien hasta los pueblos más recónditos, etcétera— han llevado al bloqueo, al gripaje, del sistema. A veces se nos olvida que así funciona la dialéctica histórica (en su sentido hegeliano): los aciertos producen sus propias contradicciones que es necesario superar, también para adaptar el sistema político a una sociedad española que ha cambiado en profundidad.
La transformación del sistema político requiere, claro está, de una profunda renovación de la Constitución que fue fruto de un momento histórico. Un nuevo compromiso con la Constitución ha de implicar renovar algunas de sus partes, y hacerla menos rígida. Hay que adaptarla a la vinculación con la Unión Europea, que está alcanzado una intimidad insospechada. También hay que modificar el sistema electoral, la Ley de Partidos, el Estado de las Autonomías y tantas instituciones, incluidos los sindicatos y la patronal. No bastarán cambios en las leyes, por muy importantes que sean. La nueva política requiere nuevas reglas, sí, pero también lo que Ortega y Gasset llamaba “nuevos usos” para dejar atrás viejos “abusos” y evitar que, como Alien, vuelvan a resurgir, como ha ocurrido en el actual sistema, el caciquismo, forma extrema de clientelismo, y otros malos modos, como la corrupción, que, ingenuamente, creímos desterrados de la vida política española.
Se requiere también recuperar ese sentido de la política en democracia que es la relación y el control de los ciudadanos sobre el Estado y las élites que eligen para que les gobiernen en una sociedad ahora conectada y con una mayor capacidad de participación. Función central de la política en democracia es reconciliar economía y sociedad. Y no lo hemos logrado. Hay un desentendimiento de las élites con la suerte de los ciudadanos que choca a más de un observador de países con un sentido democrático más avanzado. En España sigue habiendo clase dominante antes que una clase dirigente. Cambiar esa situación, que dejó pendiente la Transición, es una verdadera tarea para estos tiempos, una tarea en la que han de entrar las nuevas generaciones. Pues, una vez más en la historia de España, será necesario para el cambio de política un cambio de generación.
Hasta aquí el porqué, y algunos apuntes sobre el qué de esta transformación. Pero también hay que responder al cómo, a una estrategia política para un cambio que tomará varios años —como varios años vamos a tardar en salir de la crisis económica y las dos cosas—, pero que hay que poner en marcha ya, so pena de que haya que llegar a una ruptura en vez de a una reforma. Esa es la lección de 1914 y de la “enorme gravedad de la situación”. Aunque en política no basta tener buenas ideas si no se sabe cómo llevarlas a cabo.
(Artículo de Andrés Ortega, publicado en "El País" el 15 de mayo de 2013)
Estamos no solo ante una crisis económica muy grave, sino ante serios retos de la democracia representativa. Estos se manifiestan en un crecimiento de partidos populistas y xenófobos, situados en la extrema derecha, y también en una creciente desafección hacia las instituciones democráticas nacionales y hacia la Unión Europea. Es necesario hoy, tanto en España como en Europa, pensar y hacer más, no solo sobre la economía, sino sobre la democracia.
La simple descripción es complicada. La confianza en las instituciones nacionales ha caído de forma dramática en un corto espacio de tiempo. Según datos de fines de 2012 (Eurobarómetro 78, diciembre de 2012), solo un 28% de los ciudadanos de los 27 países de la Unión Europea confía en sus Parlamentos; un 27% en sus Gobiernos. Esto significa una reducción de 15 puntos respecto de la confianza existente cinco años atrás. La confianza en la Unión Europea es un poco más elevada: la mantiene un 33% de los ciudadanos. Pero su colapso ha sido más grave: 25 puntos en esos cinco años.
Es cierto que esta crisis de confianza en las instituciones varía mucho en el seno de los 27 países. Así, un 68% de los suecos confía en su Parlamento; un 59% en su Gobierno. Los porcentajes son también elevados en Finlandia, Dinamarca, Holanda o Austria. Por el contrario, en Italia o España solo un 11% y un 9%, respectivamente, confía en sus Parlamentos; un 17% y un 11% en sus Gobiernos. En España, ante el clamor de “lo llaman democracia y no lo es” o “no nos representan”, la “política del avestruz” sería irresponsable.
Cabría también pensar que los problemas de la democracia no afectan a los países “virtuosos”. Si bien es verdad que sus ciudadanos son mucho más benevolentes hacia las instituciones democráticas, los problemas políticos son considerables. En particular, ha sido en estos países donde los partidos de extrema derecha han crecido de forma más considerable, arrojando sombras sobre el sistema político.
Sabemos que en Francia, el Frente Nacional tiene en estos momentos una intención de voto de un 11% (encuesta de Le Figaro); que en Reino Unido, el UKIP (United Kingdom Independence Party) atrae un 23% de la intención de voto (encuesta de la BBC). En Austria, un país que ha figurado como ejemplo de gestión de la crisis económica, la extrema derecha en su conjunto (el Partido Liberal —Freiheitliche Partei Österreichs— y la Unión por el Futuro —Bündnis Zukunft Österreich—) fue respaldada por un 29% en las elecciones de 2008. Hoy el Partido Liberal por sí solo tiene una intención de voto de un 27%. En Finlandia, otro ejemplo de “virtud”, el Partido de los Verdaderos Finlandeses (Perussuomalaiset) obtuvo un 19% de los votos en las elecciones de 2011, convirtiéndose en el tercer partido del país.
Es cierto que en otros dos países “virtuosos”, Holanda y Dinamarca, los apoyos de la extrema derecha se han reducido en las últimas elecciones. Pero en todos los casos, el apoyo electoral a la extrema derecha es superior al que tiene en Grecia el partido neonazi Aurora Dorada, que alcanza hoy el 10% de la intención de voto. Ni en Portugal ni en España han surgido partidos políticos de este corte.
Esta desafección, manifestada tanto en opiniones como en el auge de partidos racistas y antisistema, indica que la democracia representativa afronta en toda Europa problemas serios. Sin embargo, en la Unión Europea apenas se ha prestado atención a la democracia. Y tanto sus instituciones como sus políticas han contribuido a extender la sensación de que “no hay alternativa”. Si los ciudadanos entienden que tanto con el Gobierno como con la oposición la política será la misma, concluirán que “todos los políticos son iguales”, que “los políticos siempre mienten”: ofrecerán promesas diferentes pero luego las traicionarán para hacer lo mismo. Las elecciones serán en tal caso una pantomima: unos votos irrelevantes para las políticas subsiguientes.
Sin embargo, este diagnóstico facilita que ganen malos gobernantes, daña a la democracia y socava el apoyo a la UE. Debería resultar obvio que la protección de los derechos varía en sus países según quién gobierne, ya se trate de la despenalización del aborto, del matrimonio entre personas del mismo sexo, de la educación y de la sanidad públicas. Lo mismo sucede respecto de la igualdad. Hoy día los ingresos del 20% más rico de los españoles son 6,8 veces superiores a los del 20% más pobre (Eurostat, Statistics on income and living conditions, 2013). Somos el país con mayor desigualdad en el seno de la UE, el doble de la existente en Suecia, Dinamarca, Austria, Holanda o Bélgica. Esta desigualdad, por el contrario, se redujo sustancialmente en España a lo largo de la década de los ochenta. Los años en que ha gobernado la socialdemocracia en un país son una causa fundamental de que las diferencias en las condiciones de vida de los ciudadanos sean menores.
Ello es compatible con la eficacia económica en el seno de la UE. Ni la globalización ni la ortodoxia económica han uniformizado las políticas. Por poner ejemplos, Dinamarca, Suecia y Finlandia han sido los países que han cumplido de forma más rigurosa la regla de estabilidad presupuestaria desde 1999. A la vez, en estos países el gasto público representó en 2011 más de un 50% del PIB. Es decir, Gobiernos con economías muy competitivas alcanzaron un equilibrio fiscal mediante un gasto público y unos ingresos fiscales simultáneamente altos.
Por el contrario, el Programa de Estabilidad que acaba de presentar Rajoy prevé que el gasto público se reduzca hasta un 38% del PIB en 2015, y que la recaudación fiscal sea aún más anémica. Esa es una ingente diferencia política. Un Estado así no podrá cumplir con las obligaciones de atender a las necesidades de sus ciudadanos: esa atención dependerá de los medios económicos de que dispongan. Piénsese, sin embargo, que en España el desequilibrio presupuestario no se ha debido a un gasto público descontrolado, sino a unos ingresos fiscales anémicos que se derrumbaron seis puntos del PIB en cuatro años y son ahora nueve puntos inferiores al promedio de la UE. Sin embargo, en vez de reducir el fraude fiscal, la amnistía decretada por el Gobierno no ha incrementado la recaudación, simplemente ha legalizado a los defraudadores.
Si no caben en Europa devaluaciones de la moneda, “devaluaciones internas” pueden ser inevitables para recuperar competitividad, pero esta no se consigue solo con reducciones de los costes laborales, sino con una inversión pública que incremente la productividad de los factores, en una educación y formación adecuadas, en I+D+I, en infraestructuras. Las diferencias en el seno de la UE son ingentes. Si para un país como España, tan escasa de ahorro interno, atraer inversión exterior resulta esencial, sabemos que ello depende del equilibrio macroeconómico, de una fiscalidad predecible, de la estabilidad política. Ello no son rasgos de la izquierda o de la derecha. Sí lo son los niveles y los componentes del gasto y de los ingresos públicos. No, no todos los partidos son iguales.
La desesperanza con la política deriva en buena parte de que los políticos no hablan de en qué país querrían vivir al final del túnel, para que se entiendan sus políticas. Al revés de Rajoy, Felipe González no atribuyó la responsabilidad de políticas de ajuste a la UE o al FMI, no dijo nunca que él y los españoles carecían de elección. Dijo también que al final de un túnel que podía durar 10 años, su objetivo era un país que se respetara a sí mismo —es decir, que protegiera a sus ancianos, atendiera a las personas necesitadas, ofreciera oportunidades a sus jóvenes— y que por ello fuera respetado internacionalmente. Hoy, por el contrario, nadie indica dirección alguna. Así, con angustia y desconcierto, los ciudadanos piensan que en este sistema no hay alternativa y no saben qué les espera. Pero la necesaria desconfianza no puede derivar en ceguera.
(Artículo de José María Maravall, publicado en "El País" el 14 de mayo de 2013)
Ya tenemos un nuevo archisílabo de los cada vez más numerosos que le gusta coleccionar a Aurelio Arteta para denunciarlos: “desimputación”. Como la que han obtenido la Fiscalía General, la Abogacía del Estado y la Audiencia de Palma para la Casa del Rey. No entraré aquí a discutir los tecnicismos jurídicos de semejante veredicto performativo, porque no es mi oficio. Pero sí quiero prevenir contra los posibles daños colaterales de la dichosa desimputación.
Y entre ellos el que más me preocupa es el precedente que se ha sentado, que probablemente creará escuela. A partir de aquí es de temer que, siguiendo su mismo ejemplo, otros tribunales jurisdiccionales se sientan autorizados a desimputar a los demás imputados que se hallan en lista de espera (¡y son más de 2.175 los macroprocesos y otras causas de corrupción política y financiera que están en trámite!), afectando a autoridades públicas revestidas de comparable dignidad institucional: alcaldes, tesoreros de grandes partidos, etcétera. Y eso como posible forma de restablecer el principio de igualdad de todos los es-pañoles ante la ley: ¿Por qué no desimputarlos a todos por igual?
Sarcasmos al margen, lo cierto es que resulta sobremanera preocupante la creciente tolerancia con la corrupción que están demostrando nuestras élites políticas, económicas, civiles e institucionales. Decía Rosa Montero en una de sus últimas columnas que “otra de las consecuencias negativas de la crisis es que no solo nos empobrece económicamente sino también mentalmente, porque convierte la corrupción, la indignidad política y el dolor social en temas obsesivos, como si fueran la única realidad existente”. La entiendo, pero yo temo justamente lo contrario: que la crisis esté banalizando y normalizando la corrupción. Un ejemplo es la desimputación de marras, y otro aparentemente opuesto es el lleno absoluto que ovacionó a la Pantoja en la gala de celebración de su benigna sentencia condenatoria.
La misma acumulación de interminables procesos por corrupción está haciendo que se los vea como una competición deportiva entre nosotros y ellos: un duelo de esgrima entre el abogado Roca y el juez Castro, un combate de boxeo entre el juez Ruz y el PP (que se dice víctima de una conspiración judicial por el caso Gürtel) o una liga de fútbol entre el Gobierno y la oposición. De tal modo que si ganan los tuyos lo celebras como si Del Bosque hubiera vencido a Mourinho, y eso cualquiera que sea la imputación. No importa que se hayan cometido atentados contra el interés general (eso implica la corrupción), pues solo cuenta el enfrentamiento en un juego de poder que iguala moralmente a los contendientes. Pero no hay igualación posible, pues el héroe siempre debe ser el juez (y a veces el fiscal) que lucha del lado de la ley, siendo el villano todo imputado por indicios de haberla violado mientras no se demuestre lo contrario.
Y la normalidad con que se admiten las imputaciones de corrupción hacen olvidar la extraordinaria gravedad que supone que el partido en el poder acumule centenares de imputaciones de corrupción que afectan a su cúpula dirigente y a la presidencia del Gobierno. Lo que ha llegado a parecer una banalidad, cuando no debería ser así. Por el contrario, la corrupción política e institucional constituye nuestro primer problema nacional. Mucho peor que la crisis, que se resolverá entre 2015 y 2018 a pesar de la incompetencia del Gobierno, o que la independencia catalana, que abortará su despegue a pesar de la deslealtad del Gobierno autónomo. Pues en cambio la corrupción está tan arraigada en nuestra cultura política que no parece tener solución posible.
El presidente Rajoy sostiene que nuestro nivel de corrupción equivale al de nuestros vecinos europeos. Afirmación que demuestra su falta de información o veracidad. El índice de Transparency International de 2012 coloca a nuestro país con un aprobado (6,5 puntos), a la cola de Europa, solo por delante de Portugal (6,3) y las suspensas Italia (4,2) y Grecia (3,6), pero con gran retraso frente a las sobresalientes Dinamarca y Finlandia (9,0), Suecia (8,8), Noruega (8,5) u Holanda (8,4), y por detrás de las notables Alemania (7,9), Reino Unido (7,4) o Francia (7,1). Eso, antes de que estallara el caso Bárcenas, por lo que cabe esperar que el próximo índice rebaje a España a la altura de Italia o de Grecia. Esta es la causa de la prima de riesgo impuesta a los PIGS. Y mientras tanto el Congreso de Madrid debate reclamando un pacto inviable contra la condicionalidad de la troika, y el Parlamento de Barcelona se hace la víctima iniciando un sendero inviable hacia la independencia de Cataluña. Todo antes que asumir sus responsabilidades por las imputaciones de corrupción política.
(Artículo de Enrique Gil Calvo, publicado en "El País" el 13 de mayo de 2013)
Tan sólo unos años después de enfrentarse en dos guerras civiles durante la primera mitad del pasado siglo XX, los pueblos de Europa fueron capaces de ponerse de acuerdo para crear el germen de la actual Unión Europea.
Tras estas dos grandes guerras llamadas mundiales, pero especialmente europeas, empezó a tomarse conciencia de la necesidad de un acercamiento intraeuropeo, frente a la ola de nacionalismos que se extendía por Europa, con los más negros presagios.
Y un día como hoy, de hace sesenta y tres años, el 9 de mayo de 1950, una Declaración en favor del mutuo entendimiento entre vencedores y vencidos de estas cruentas guerras, va a cambiar por completo el rumbo de la Vieja Europa.
La Declaración pronunciada por Robert Shumann e inspirada en las ideas de Jean Monnet contenía los elementos básicos que más tarde y con un enfoque global va a permitir ir completando la Unión Europea actual: creación de un mercado común con libre circulación de mercancías, servicios, personas y capitales y, en el horizonte próximo, construir, con todas sus dimensiones, una Federación de Estados Europeos.
La Declaración de 9 de mayo de 1950 no se concibió como un fin en sí mismo, pues los estadistas europeos, al crear la primera comunidad --la CECA--, trataban de trazar una senda pragmática y gradual, por la cual caminar en pos de un horizonte más lejano y de mayor trascendencia: la unión política europea a través de su previa integración económica.
En la actualidad, cuando Europa sufre por doquier serios problemas económicos, afloran conflictos de intereses entre los EE.MM. debidas, en unos casos, al diferente ritmo que cada Estado quiere imprimir al proceso de integración, y, en otros, a la diferente gravedad de los problemas derivados del propio proceso de integración --choques asimétricos--, cuyas consecuencias pueden ser bien diferentes para unas economías u otras. En este segundo caso aparecen las divergencias de intereses entre los llamados países del Norte y del Sur.
Es evidente que un proceso de integración económica --y política y social-- como el que lleva a cabo la Unión Europea compromete cada vez más la soberanía nacional --moneda, hacienda y defensa, básicamente-- y los gobiernos y ciudadanos se sienten cada vez más desprovistos de sus antiguos ropajes. En ese nuevo escenario afloran viejas y tristes figuras que, dejados llevar por la posición más cómoda e individualista, podemos clasificar en dos apartados. El primero, formado por aquéllos que expresan su supuesta o real contrariedad de manera individual o grupal. Son los llamados, benévola y eufemísticamente, euroescépticos. Tratan de minar el proceso de integración porque, salvo en contadas y respetables excepciones, representan grupos de ignorantes o grupos de interés, que no contribuyen al necesario debate europeo con sus aportaciones. Todo es negado por ellos, nada reconocido.
El segundo grupo, más preocupante y organizado, es el integrado por aquellos que se manifiestan siempre de manera grupal. Son los nacionalistas y populistas que, en un escenario como el europeo que atraviesa lógicas y cíclicas dificultades, tratan de obtener ganancias con su discurso trasnochado y antediluviano a través del que reclutan, en muchos casos, a ignorantes y a algún que otro euroescéptico de corte nacionalista.
Se trata, en este segundo caso, de grupos con intereses predeterminados y tendenciosos que juegan con los intereses de algunos ciudadanos y sacan provecho de un discurso simple y monolítico, ajeno al tiempo y al espacio. Un discurso que alienta una emoción primaria --y cuasi tribal--, más allá de la solidaridad que debe primar sobre el egoísmo.
A pesar de agoreros y aguafiestas el logro de un espacio económico, social y político europeo en el que sea posible el reparto de los beneficios de la integración a todos los niveles y se minimicen los perjuicios no es una tarea imposible como se ha venido demostrando a lo largo de los sesenta y tres años de existencia de la Unión.
(Artículo de José María Casado, publicado en "Diario de Córdoba" el 9 de mayo de 2013)
Lo que va de siglo XXI le está sentando mal a España. El desplome de todos los indicadores económicos y sociales desde 2007 muestra que muchas cosas fallaban desde antes. Podrían diluirse las responsabilidades en el conjunto del país porque en una sociedad compleja ningún colectivo es autónomo, pero tienen más responsabilidad quienes tenían (y tienen) los datos para analizar la situación y los resortes para asignar recursos, y lo hicieron mal. No solo las élites políticas ahora en la picota; también tienen responsabilidades las empresariales, resguardadas de la opinión pública, y las sindicales, sumidas en la indiferencia tras contemplar pasivamente la destrucción de 2,5 millones de empleos en el sector privado.
La atención pública se dirige soliviantada a la política porque le corresponde marcar caminos, asignar los recursos públicos, fijar las reglas de la economía y orientar las inversiones privadas. Pero la política está paralizada. Sus élites piensan que si cambia la economía cambiará la percepción de la gente sobre todo lo demás, el mensaje desvela intención de seguir así y, quizá, menosprecio a los ciudadanos. Si a esto se une que la corrupción alcanza a las cúpulas de los partidos atrapando a sus máximos dirigentes, porque cualquier movimiento produciría reacciones que los desestabilizaría, el panorama es desolador. Los sindicatos y la patronal no están mejor.
Indicadores de esta parálisis aparecen todos los días, mostrando la impotencia para resolver los problemas y la querencia por refugiarse en burladeros. El comportamiento de algunos familiares del Rey se pretende soslayar con una ley de la Corona para guarecerlos en el futuro con algo parecido a la inmunidad parlamentaria. Se quiere ignorar “el problema de que la Corona solo es sostenible si quien la encarna, y su familia, es irreprochable” (J. M. Reverte). Una sucesión de filtraciones trasluce presión a la Audiencia y al juez de Palma. Otro ejemplo: ante la acumulación de políticos imputados de los que los partidos no pueden deshacerse, el ministro de Justicia propone endosar a los jueces la responsabilidad de dictar discrecionalmente su inhabilitación. Pero ¿qué haría cualquier partido si un juez pretendiera inhabilitar a uno de sus alcaldes? La reforma de los ayuntamientos se ha bloqueado por la resistencia de los concejales de todos los partidos.
Es preciso renovar las reglas de la política para hacer otra Política y otras políticas, para transmitir al país un proyecto de futuro. No hacen falta reformas grandilocuentes de la Constitución, sino desliar la maraña en que se ha convertido la política española. La Transición estableció instituciones, pero no reguló las cañerías de la política. Se definió entonces una política rígida (moción de censura constructiva o la imposible reforma de aspectos estructurales de la Constitución), basada en las cúpulas partidarias que atraparon la composición de las listas electorales y de los órganos relevantes (Tribunal Constitucional, de Cuentas, CGPJ, comisiones reguladoras de los mercados) y ahormaron los partidos a su comodidad (una temprana ley de financiación, 1978; congresos cada cuatro años, órganos de control de las ejecutivas masificados e inoperantes, etc.).
Con el tiempo, la política se ha degradado tanto que los partidos ignoran sus propias reglas cuando conviene a sus direcciones. Ejemplos: los estatutos del PP prevén que la junta directiva nacional, que controla a su ejecutiva, se reúna cada cuatro meses; entre sus dos últimas reuniones pasaron nueve. En el PSOE, el secretario general invita a un miembro del partido a asistir a su ejecutiva regularmente.
En los ochenta, la política se desbordó. Sin contrapesos administrativos se crearon 17 administraciones territoriales, miles de empresas y organismos, se desató un tifón legislativo autonómico, la política se ramificó por los resquicios de la sociedad (cajas de ahorro, control de las carreras de los altos funcionarios), se infiltró en la justicia. La política se ensimismó con su desmesura, y sin enterarse ha sido impotente para imponer a las élites económicas las reglas de transparencia, competencia y códigos éticos vigentes en otros países europeos. Ejemplos: las retribuciones de los consejeros del Ibex 35 en estos años, las obscenas retribuciones en empresas públicas y los acuerdos de tres empresas sobre precios en el mercado de carburantes. Lo más grave es que no ha conseguido impulsar a las empresas a invertir en sectores con futuro y en formación, y no por falta de recursos vertidos en ella, deglutidos por patronal y sindicatos.
Hay un amplio acuerdo en que estamos en una crisis institucional. El núcleo del sistema político son los partidos. La clave de cualquier renovación institucional pasa por una ley de partidos que regule su actividad interna, contrapese a sus cúpulas y permita seleccionar a sus dirigentes buscando apoyos en las bases de sus partidos no en las cúpulas. Es decir, todos los cargos internos y los candidatos a cargos representativos deben ser elegidos mediante elecciones internas, entre los afiliados, o primarias abiertas a los ciudadanos que deseen participar, no por cooptación. ¿Qué cambiaría esto? Que los parlamentarios, concejales y cargos internos no dependerían de los dirigentes para ser elegidos, sino de “sus bases”, alterando la lógica de la política española: los políticos elegidos por los afiliados o ciudadanos podrían exigir explicaciones a sus direcciones porque no dependerían de ellas para seguir en sus cargos. Por tanto, pedirían explicaciones sobre los casos de corrupción porque les iría el cargo en ello (no en callarse) y azuzarían a sus partidos a controlar a las élites económicas porque sus votantes, a cuyo voto deben el puesto, ven que su comportamiento es inaceptable. La ley electoral debe recoger que los candidatos sean elegidos por los afiliados o votantes del distrito electoral. La patronal y los sindicatos también deberían someterse a leyes que los democraticen.
La ley de partidos es imprescindible, pero insuficiente. La política tiene que salir de los espacios que ha invadido y autocontrolarse. Salir de la justicia, convirtiendo la carrera de jueces y fiscales en puramente profesional, desligando el CGPJ de los partidos y sometiendo a los funcionarios judiciales a las mismas incompatibilidades con la política que los militares. Debería salir de la carrera de los altos funcionarios, suprimiendo los cargos administrativos de libre designación, profesionalizar la función pública según el modelo de Gran Bretaña, donde la Administración es profesional, desligada de nombramientos de los políticos, hasta el nivel de subsecretario (Secretario Permanente) y hay incompatibilidades entre los funcionarios y la política. Esto paliaría otro problema, la colonización de la política por los funcionarios.
Los partidos deberían dejar de gravitar sobre los Tribunales Constitucional y de Cuentas, y los reguladores de los mercados. Sus miembros deberían ser elegidos por el Congreso y el Senado, pero el procedimiento no puede ser por lotes (como degenera cuando se eligen tres o cuatro) y se debe desincentivar que los partidos aparquen en ellos a políticos sobrantes. El modelo norteamericano, con mandatos vitalicios, o casi (hasta los 80 años), lleva a elecciones individuales en las que se sopesa la profesionalidad de los candidatos, al tiempo que garantizan la independencia de los elegidos. Sería lo único que obligaría a tocar la Constitución (artículo 159.3.) por la “vía rápida” para el Tribunal Constitucional.
Hay que reducir el número de cargos políticos: España no tiene capital humano para abastecer casi 2.000 escaños parlamentarios, 68.000 concejales y miles de puestos de consejeros, asesores, etc. Las retribuciones de los políticos deberían ser transparentes y homogéneas; que algunos las completen con dietas de comisiones a las que asisten por ocupar el cargo es vergonzoso. Pero los políticos deben tener seguridades ante el futuro: regular su desempleo, pensiones, etc., evitando que su intranquilidad les lleve a cometer abusos legales.
No hace falta una ley de la Corona, basta con que sus miembros mantengan la compostura y el Rey se la exija o extraiga consecuencias, y sus cuentas sean transparentes.
Una política con cúpulas más controladas, con contrapesos y más pequeña, reforzaría su liderazgo social. La política no puede despedir “el aroma a cafetines enmohecidos y a oscuros despachos de negocios” que describió el gran Marc Bloch (La extraña derrota) al analizar las causas del desastre francés de 1941. Aquí estamos atravesando el umbral de otro desastre.
(Artículo de José Antonio Gómez Yáñez, publicado en "El País" el 29 de abril de 2013)
El desbordamiento del desempleo en el primer trimestre de este año, con 6.202.700 parados en España, coloca al Gobierno en una posición crítica. No se trata solo de la magnitud estadística, alarmante y descorazonadora —237.400 parados más en el trimestre, 1,9 millones de hogares sin un solo miembro en activo, una tasa de paro entre los jóvenes de más del 57%—, sino de que en algún momento, y pronto, el Ejecutivo tendrá que declarar la bancarrota de una política económica incapaz de frenar el agravamiento de la recesión y el principal problema asociado a ella, el desempleo. El paro rompe la cohesión social, impide, como una inversión perversa de causa y efecto, que se recuperen el consumo y la inversión, destruye la estabilidad (más de 384.500 puestos de trabajo fijos se han evaporado en los últimos 12 meses) y causa fenómenos de regresión desconocidos hasta ahora, como un reagrupamiento de los hogares (han desaparecido más de 15.000 en el primer trimestre y más de 25.000 en el anterior) en torno a padres y abuelos para evitar la pobreza extrema.
Esta es la realidad que tiene delante el Gobierno, y cuanto más tarde en aceptarla más probabilidad existe de que le estalle en las manos. Aceptarla significa reconocer que el paro no es una tragedia coyuntural que pueda disolverse mágicamente en los próximos trimestres por el efecto de las reformas adoptadas, algunas desacertadas, otras incompletas y otras que han agravado el desempleo. Tiene el Ejecutivo suficiente capacidad prospectiva para saber que en los próximos trimestres continuará la destrucción de empleo, porque el sector industrial se encuentra en pleno deterioro, la construcción está casi parada y los repuntes en los servicios serán si acaso estacionales.
El desempleo no puede ser considerado ya como un efecto colateral, indeseado pero inevitable, de un plan quirúrgico de ajuste financiero. El equipo económico debe entender con toda claridad que incluso en el improbable caso de que se produjera una recuperación a principios de 2014, la economía tardaría quizá años en reabsorber los 6,2 millones de parados existentes, a los que quizá habría que sumar los millares de jóvenes que han optado por la emigración ante la evidencia de que el mercado laboral no los acepta.
El Gobierno insiste en que sus políticas están surtiendo efecto. Mezcla malas explicaciones —la mejora de la balanza comercial se explica por la recesión, no por efecto de decisiones oficiales— con una confianza algo pueril en el descenso de la prima de riesgo, un factor evidente de reducción de costes financieros públicos, pero sujeto a vicisitudes exteriores que el Ejecutivo no controla.
Las políticas indirectas, que proceden primero a estabilizar el coste de la deuda para ganar confianza en los mercados, pueden funcionar durante fases de recesión convencional y en países que no tienen a más de la cuarta parte de su población activa en paro. Pero la situación de la economía es excepcional. Si no se toman decisiones directas sobre el mercado laboral y se aplican políticas de demanda y creación de empleo, la ocupación, y con ella la economía pública y privada, se aproximan a toda velocidad a un colapso total.
Por estas razones, son cruciales las decisiones económicas que se adopten durante las próximas semanas. La primera prueba de fuego se pasará hoy; es una advertencia que procede también de las autoridades europeas, alarmadas por la magnitud de la crisis española. Si el anunciado paquete de medidas económicas es otro catálogo impreciso de liberalizaciones inconcreta o desregularizaciones a medio plazo, la recesión se mantendrá durante 2014 y el incremento de los conflictos sociales está garantizado.
(Editorial de "El País", publicado el 26 de abril de 2013.
El actual proyecto de ley en torno a la transparencia es uno de los instrumentos del combate por mejorar la calidad de nuestras democracias. Tiene su origen en aquel principio ilustrado según el cual la vida democrática debería desarrollarse, en expresión de Rousseau, “bajo los ojos del público”. Desde entonces las sociedades han evolucionado mucho, y aunque se han vuelto más complejos los problemas a los que se enfrentan y los sistemas de gobierno, las exigencias de publicidad no han disminuido, sino todo lo contrario. Vivimos en una “sociedad de la observación” que consiste en la imparable irrupción de las sociedades en la escena política. Los sistemas políticos son crecientemente, desde el ámbito doméstico hasta el espacio global, lugares públicamente vigilados.
Como en otras esferas de la vida, también en la política el hecho de saberse controlados mejora nuestro comportamiento o, al menos, disuade de cometer los errores que tienen su origen en el secreto y la opacidad. Nuestros espacios públicos conocen muchas expresiones de eso que se ha dado en llamar naming and shaming: el poder disuasor de la condena, la exposición pública, la denuncia y la vergüenza, que no es un poder omnímodo pero en muchas ocasiones disciplina los comportamientos.
Los sistemas políticos han institucionalizado diversas formas de control para permitir la vigilancia democrática. Los Parlamentos son una de dichas instituciones en la medida en que tiene entre sus tareas la de controlar la acción del Gobierno, pero quisiera subrayar la importancia de otros organismos controladores cuya funcionalidad no depende de una legitimación democrática directa, más aún, que se anquilosan precisamente cuando son manejados como si fueran una mera correa de transmisión de los partidos. Me refiero a los organismos reguladores o encargados del control jurisdiccional (especialmente el Tribunal Constitucional) o a las televisiones públicas, que han sido colonizados por los partidos políticos y así no pueden ejercer bien su función independiente. El bipartidismo expansivo genera muchas contradicciones, que no se corrigen por cierto con el multipartidismo, aunque este sea más respetuoso con la pluralidad real de la sociedad. Hace falta una cierta exterioridad con respecto al sistema político para que las funciones de control puedan ejercerse con verdadera imparcialidad e independencia.
Si acabo de subrayar la importancia de ser controlados, ahora desearía hacerlo sobre la necesidad de no ser controlados, es decir, sobre el empobrecimiento de la vida política cuando el principio de transparencia se absolutiza y convertimos la democracia en una “política en directo”, que se agota en una vigilancia constante e inmediata. Uno de los efectos derivados de la vigilancia extrema sobre los actores políticos es que les lleva a sobreproteger sus acciones y sus discursos.
Un ejemplo de ello es el hecho de que muchos políticos, sabiendo que sus menores actos y declaraciones son examinados y difundidos, tienden a encorsetar su comunicación. La democracia está hoy más empobrecida por los discursos que no dicen nada que por el ocultamiento expreso de información. Los políticos deben responder a la exigencia de veracidad, por supuesto, pero también a la de inteligibilidad. Y buena parte del desafecto ciudadano hacia la política se debe no a que los políticos falten a la verdad sino a que no dicen nada y sean tan previsibles.
El principio de transparencia no debe absolutizarse porque la vida política, aunque sea en una pequeña parte, requiere espacios de discreción, como ocurre por cierto con muchas profesiones, como los periodistas, a los que reconocemos el derecho de no revelar sus fuentes, sin lo que no podrían hacer bien su trabajo. No lo defiendo como un privilegio (generalmente las ausencias, los silencios o las ruedas de prensa sin preguntas son injustificables), sino como un espacio de reflexividad para hacer mejor el trabajo que la ciudadanía tiene el derecho de esperar de sus representantes.
Todos sabemos que determinados acuerdos serían imposibles sin ese espacio de deliberación, si hubieran sido retransmitidas en directo. Existe algo que podríamos denominar los beneficios diplomáticos de la intransparencia. Por supuesto que en este aspecto muchos procedimientos tradicionales están llamados a desaparecer, y quien a partir de ahora participe en un proceso diplomático ha de ser conscientes de que casi todo terminará por saberse. Pero también es cierto que la exigencia de una transparencia total podría paralizar la acción pública en no pocas ocasiones. Hay compromisos que no pueden alcanzarse con luz y taquígrafos, lo que suele provocar que los actores radicalicen sus posiciones. Un ejemplo reciente de ello es la exigencia planteada por el movimiento italiano Cinco Estrellas de que sus negociaciones con el Partido Democrático fueran retransmitidas por streaming. Todos entendimos en aquel momento que dicha exigencia significaba que no iba a haber acuerdo.
El principio de transparencia tiene tal estatuto indiscutible que se puede permitir el lujo de ser borroso e inconcreto. Por esta razón prefiero hablar de publicidad y justificación, que son principios más exigentes que el de transparencia. Mientras que la transparencia pretende una visibilidad continua, la publicidad es por definición limitada y delimitada. Si asistimos hoy perplejos o asustados a esa performance de rodear el Congreso o al acoso (escraches) que llevan la protesta legítima hasta los espacios privados tal vez sea porque reina una gran confusión a propósito de la distinción entre lo público y lo privado; hemos sembrado una idea de transparencia que da a entender una visibilidad continua sobre las personas en lugar de un principio de publicidad que es esencialmente limitado a los actos que tienen sentido político y en los espacios de dominio público, permitiendo así ámbitos de intimidad y vida privada, de secreto incluso.
Por otro lado, mientras que la transparencia suele contentarse con la puesta a disposición de los datos, la publicidad exige que esos datos sean configurados como información inteligible por la ciudadanía. La transparencia no presupone un acceso real a la información. Pero es una ilusión pensar que basta con que los datos sean públicos para que reine la verdad en política, los poderes se desnuden y la ciudadanía comprenda lo que realmente pasa. La transparencia es condición necesaria de la publicidad, pero no la garantiza.
Además de límites, la transparencia puede tener efectos perversos. No son pocos los que han advertido que Internet se puede convertir en un instrumento de opacidad: el aumento de los datos suministrados a los ciudadanos complica su trabajo de vigilancia. ¿Cómo puede la ciudadanía realizar bien esa tarea de control sobre el poder?
Es una ilusión pensar que podemos controlar el espacio público sin instituciones que medien, canalicen y representen la opinión pública y el interés general. Lo que ocurre hoy en día es que el descrédito de alguna de esas mediaciones nos ha seducido con la idea de que democratizar es desintermedializar; algunos se empeñan en criticar nuestras democracias imperfectas a partir del modelo de una democracia directa, articulada por los movimientos sociales espontáneos, desde el libre juego de la comunidad online y más allá de las limitaciones de la democracia representativa.
Las sociedades avanzadas reclaman con toda razón un mayor y más fácil acceso a la información. Pero la abundancia de datos no garantiza vigilancia democrática; para ello hace falta, además, movilizar comunidades de intérpretes capaces de darles un contexto, un sentido y una valoración crítica. Los partidos políticos (otra de nuestras instituciones que necesitan una renovación) son un instrumento imprescindible para reducir esa complejidad. En este trabajo de interpretación de la realidad también son inevitables los periodistas, cuyo trabajo no va a ser superfluo en la era de Internet sino todo lo contrario. Los periodistas están llamados a jugar un papel importante en esta mediación cognitiva para interesar a la gente, animar el debate público y descifrar la complejidad del mundo. Pero estoy defendiendo la necesidad cognitiva del sistema político y de los medios de comunicación y no a sus representantes, que, como todos, también son manifiestamente mejorables.
(Artículo de Daniel Innerarity, publicado en "El País" el 23 de abril de 2013)
Hoy se vota en el Congreso el proyecto de Ley de Protección de Deudores Hipotecarios elaborado por el Grupo Popular y que, aparte de recoger las modificaciones a que obliga la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la UE, refunde en teoría aunque de manera asimétrica elementos tomados de las propuestas que hay sobre la mesa: el decreto aprobado en diciembre por el Gobierno, la Iniciativa Legislativa Popular presentada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y algunas enmiendas de otros grupos, incluyendo la planteada por los socialistas sobre la base del decreto ley del Gobierno de Andalucía que incluye la posibilidad de expropiación temporal de viviendas sometidas a procedimiento de desahucio.
El debate tendría que tomar en consideración datos recientemente conocidos, como que el 90% de los casi 39.000 desahucios producidos en 2012 lo fueron de primera vivienda, lo que desautoriza algunos intentos de relativizar el problema diciendo que la mayoría eran segundas residencias. Es un dato que influye en la valoración del efecto de la dación en pago: una posibilidad que alivia el drama cuando se trata de segunda vivienda, pero no cuando es la única casa familiar.
Otro dato de interés es que de todas formas la banca admitió esa fórmula en más de un tercio de los desahucios de primeras viviendas, lo que cuestiona el argumento de que esa fórmula es inaplicable salvo subiendo los intereses de los créditos hipotecarios; pero el más llamativo es que de las 800.000 hipotecas concedidas en los años de la burbuja, no pasan del 4% las que presentan problemas de morosidad.
Si el 96% está al corriente del pago resulta exagerado decir que algunas de las medidas propuestas ponen en riesgo el sistema financiero. Así acotado el problema, hay condiciones para que las instituciones financieras asuman parte del coste de las iniciativas destinadas a evitar o atenuar el drama de tantas personas víctimas de una insolvencia sobrevenida no dolosa.
Defensores de la Iniciativa Legislativa Popular han lamentado estos días que se esté prestando más atención a la forma de popularizarla (los escraches) que a su contenido. De entrada, si desvía la atención de lo importante, razón de más para renunciar a esa forma de acción política. Pero además, en el contexto de la crisis política actual, es una práctica peligrosa.
El fiscal general del Estado, Eduardo Torres Dulce, ha declarado que no debe “criminalizarse” cualquier reunión o manifestación, y que la fiscalía solo analizará los escraches que tengan “trascendencia penal”; y que, en todo caso, hay que aplicar un criterio de proporcionalidad entre los derechos de reunión y manifestación y los de intimidad, privacidad y a la propia imagen. Por su parte, la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, ha indicado que se ha limitado a sancionar con multas a los promotores de concentraciones que no habían sido comunicadas a la autoridad, como exige la ley, y ello con independencia de que se hayan producido ante los domicilios de parlamentarios o en cualquier otro lugar.
El criterio del fiscal general es prudente, por más que en el Código Penal haya artículos que podrían tal vez aplicarse, como el 498, que contiene una referencia a quienes “coarten la libre manifestación de sus opiniones o emisión del voto” de los parlamentarios; o el 172, sobre el delito de coacciones, entre las que incluye el de quien sin estar autorizado “compeliere” a otro a hacer “lo que no quiere, sea justo o injusto”. También quiere ser prudente la delegada, pero deja de serlo al trivializar el problema como cuestión administrativa, ignorando lo singular de los escraches: que al producirse ante los domicilios (y las familias) de representantes de un partido concreto ejercen una presión injusta y de fuerte poder intimidatorio. Que los hijos de los señalados tengan que escuchar los gritos que califican de asesinos o criminales a sus padres no puede ser una acción política amparada por la libertad de expresión. Los defensores de esa forma de hacer política argumentan que comprenden que es molesto lo que hacen ante las casas de los diputados, pero que más lo es quedarse sin casa. Es un argumento retórico. Para ser válido habría que demostrar que lo uno justifica lo otro; también alegan que como los políticos no resuelven el problema, ni ellos tienen otra forma de hacerles escuchar sus razones, no tienen más remedio que actuar así. Es un argumento tan poco convincente como el de los piquetes informativos de las huelgas generales para justificar que obliguen a los tenderos a cerrar.
La equiparación de esta forma de presión con la practicada por las cuadrillas de acoso del entorno de ETA, insinuada por varios miembros del PP, resulta improcedente porque falta el elemento esencial del acoso etarra: la periódica intervención violenta de la banda dando credibilidad a las amenazas. Pero que determinados comportamientos no sean equiparables a los de ETA (o los nazis) no los convierte en democráticos. El objetivo reconocido por los impulsores de los escraches es presionar a los diputados del PP para que cambien su voto. Pero el efecto de esa presión no afecta solo a esos diputados, sino que condiciona también a los de los otros grupos, que no podrán dejar de pensar que si se sumaran a la propuesta del Gobierno, o incluso negociaran hacerlo si se admiten sus enmiendas, podrán ser también señalados y escrachados.
El problema no es, por tanto, solo de legalidad o no. Es un problema de democracia. Y por ello, los demás partidos, con independencia de su opinión sobre el proyecto de nueva Ley Hipotecaria, o del PP en general, están moralmente obligados a desmarcarse claramente de esa práctica. No de manera genérica y rutinaria, sino directa: diciendo que es un medio de acción política ilegítimo, no democrático. Y sin escapar del problema diciendo que el escrache es legítimo siempre que no implique coacción, hostigamiento, abuso o invasión de la intimidad. Porque esas características son consustanciales al escrache como método de presión. Y es esa forma de acción política, y no la causa invocada o las intenciones que mueven a los que la practican, lo que se cuestiona. También conviene recordar, frente a inercias muy arraigadas en algunos sectores, que iniciativas que pudieron ser legítimas frente a la dictadura dejaron de serlo en condiciones de democracia.
En la primavera de 2003, coincidiendo con el inicio de la guerra de Irak, miles de personas asediaron y ocuparon, o lo intentaron, numerosas sedes del PP a los gritos de asesinos y fascistas. Zapatero condenó esos ataques, aunque no llegó a hacer en aquel momento lo que bastantes de los suyos hubieran esperado: que declarase que el PP era un partido democrático que contaba con la legitimidad que le habían dado los españoles en las elecciones.
Pero unos años después, el 10 de noviembre de 2007, intentó decir eso mismo en la última jornada de la XVII Cumbre Iberoamericana, celebrada en Santiago de Chile. El entonces presidente venezolano Hugo Chávez había calificado a Aznar de fascista y Zapatero pidió la palabra para decir que si bien estaba “en las antípodas” de las ideas del expresidente, este fue “elegido por los españoles, y exijo, exijo...”. En este punto le interrumpió Chávez con nuevos denuestos contra Aznar que a su vez intentó atajar el Rey con su famoso: “¿Por qué no te callas?”.
El escrache es una práctica injusta, pero también peligrosa, como ha advertido Felipe González al hablar del deslizamiento hacia un “anarquismo disolvente”. Pues en el marco de la actual crisis política, caracterizada por el desprestigio de la política institucional, la pretensión de que es legítimo ignorar la ley o las sentencias, y el traslado a la calle (y a los medios) del sectarismo extremo que preside las relaciones entre partidos, dejar pasar como normal esta forma de acción política podría estimular ciertas dinámicas antidemocráticas.
Ya hay sectores que contraponen la legitimidad inmanente que atribuyen a la protesta radical, a la emanada de las urnas. Y ha dejado de ser inverosímil la extensión de esos métodos coactivos a cualquier colectivo y en relación a cualquier problema. Lo que ha dado alas para que una minoría imagine alardes como ese de convocar un asedio al Congreso de los Diputados hasta que acepte disolverse, dimita el Gobierno y caiga el régimen.
(Artículo de Patxo Unzueta, publicado en "El País" el 18 de abril de 2013)
Hoy se vota en el Congreso el proyecto de Ley de Protección de Deudores Hipotecarios elaborado por el Grupo Popular y que, aparte de recoger las modificaciones a que obliga la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la UE, refunde en teoría aunque de manera asimétrica elementos tomados de las propuestas que hay sobre la mesa: el decreto aprobado en diciembre por el Gobierno, la Iniciativa Legislativa Popular presentada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y algunas enmiendas de otros grupos, incluyendo la planteada por los socialistas sobre la base del decreto ley del Gobierno de Andalucía que incluye la posibilidad de expropiación temporal de viviendas sometidas a procedimiento de desahucio.
El debate tendría que tomar en consideración datos recientemente conocidos, como que el 90% de los casi 39.000 desahucios producidos en 2012 lo fueron de primera vivienda, lo que desautoriza algunos intentos de relativizar el problema diciendo que la mayoría eran segundas residencias. Es un dato que influye en la valoración del efecto de la dación en pago: una posibilidad que alivia el drama cuando se trata de segunda vivienda, pero no cuando es la única casa familiar.
Otro dato de interés es que de todas formas la banca admitió esa fórmula en más de un tercio de los desahucios de primeras viviendas, lo que cuestiona el argumento de que esa fórmula es inaplicable salvo subiendo los intereses de los créditos hipotecarios; pero el más llamativo es que de las 800.000 hipotecas concedidas en los años de la burbuja, no pasan del 4% las que presentan problemas de morosidad.
Si el 96% está al corriente del pago resulta exagerado decir que algunas de las medidas propuestas ponen en riesgo el sistema financiero. Así acotado el problema, hay condiciones para que las instituciones financieras asuman parte del coste de las iniciativas destinadas a evitar o atenuar el drama de tantas personas víctimas de una insolvencia sobrevenida no dolosa.
Defensores de la Iniciativa Legislativa Popular han lamentado estos días que se esté prestando más atención a la forma de popularizarla (los escraches) que a su contenido. De entrada, si desvía la atención de lo importante, razón de más para renunciar a esa forma de acción política. Pero además, en el contexto de la crisis política actual, es una práctica peligrosa.
El fiscal general del Estado, Eduardo Torres Dulce, ha declarado que no debe “criminalizarse” cualquier reunión o manifestación, y que la fiscalía solo analizará los escraches que tengan “trascendencia penal”; y que, en todo caso, hay que aplicar un criterio de proporcionalidad entre los derechos de reunión y manifestación y los de intimidad, privacidad y a la propia imagen. Por su parte, la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, ha indicado que se ha limitado a sancionar con multas a los promotores de concentraciones que no habían sido comunicadas a la autoridad, como exige la ley, y ello con independencia de que se hayan producido ante los domicilios de parlamentarios o en cualquier otro lugar.
El criterio del fiscal general es prudente, por más que en el Código Penal haya artículos que podrían tal vez aplicarse, como el 498, que contiene una referencia a quienes “coarten la libre manifestación de sus opiniones o emisión del voto” de los parlamentarios; o el 172, sobre el delito de coacciones, entre las que incluye el de quien sin estar autorizado “compeliere” a otro a hacer “lo que no quiere, sea justo o injusto”. También quiere ser prudente la delegada, pero deja de serlo al trivializar el problema como cuestión administrativa, ignorando lo singular de los escraches: que al producirse ante los domicilios (y las familias) de representantes de un partido concreto ejercen una presión injusta y de fuerte poder intimidatorio. Que los hijos de los señalados tengan que escuchar los gritos que califican de asesinos o criminales a sus padres no puede ser una acción política amparada por la libertad de expresión. Los defensores de esa forma de hacer política argumentan que comprenden que es molesto lo que hacen ante las casas de los diputados, pero que más lo es quedarse sin casa. Es un argumento retórico. Para ser válido habría que demostrar que lo uno justifica lo otro; también alegan que como los políticos no resuelven el problema, ni ellos tienen otra forma de hacerles escuchar sus razones, no tienen más remedio que actuar así. Es un argumento tan poco convincente como el de los piquetes informativos de las huelgas generales para justificar que obliguen a los tenderos a cerrar.
La equiparación de esta forma de presión con la practicada por las cuadrillas de acoso del entorno de ETA, insinuada por varios miembros del PP, resulta improcedente porque falta el elemento esencial del acoso etarra: la periódica intervención violenta de la banda dando credibilidad a las amenazas. Pero que determinados comportamientos no sean equiparables a los de ETA (o los nazis) no los convierte en democráticos. El objetivo reconocido por los impulsores de los escraches es presionar a los diputados del PP para que cambien su voto. Pero el efecto de esa presión no afecta solo a esos diputados, sino que condiciona también a los de los otros grupos, que no podrán dejar de pensar que si se sumaran a la propuesta del Gobierno, o incluso negociaran hacerlo si se admiten sus enmiendas, podrán ser también señalados y escrachados.
El problema no es, por tanto, solo de legalidad o no. Es un problema de democracia. Y por ello, los demás partidos, con independencia de su opinión sobre el proyecto de nueva Ley Hipotecaria, o del PP en general, están moralmente obligados a desmarcarse claramente de esa práctica. No de manera genérica y rutinaria, sino directa: diciendo que es un medio de acción política ilegítimo, no democrático. Y sin escapar del problema diciendo que el escrache es legítimo siempre que no implique coacción, hostigamiento, abuso o invasión de la intimidad. Porque esas características son consustanciales al escrache como método de presión. Y es esa forma de acción política, y no la causa invocada o las intenciones que mueven a los que la practican, lo que se cuestiona. También conviene recordar, frente a inercias muy arraigadas en algunos sectores, que iniciativas que pudieron ser legítimas frente a la dictadura dejaron de serlo en condiciones de democracia.
En la primavera de 2003, coincidiendo con el inicio de la guerra de Irak, miles de personas asediaron y ocuparon, o lo intentaron, numerosas sedes del PP a los gritos de asesinos y fascistas. Zapatero condenó esos ataques, aunque no llegó a hacer en aquel momento lo que bastantes de los suyos hubieran esperado: que declarase que el PP era un partido democrático que contaba con la legitimidad que le habían dado los españoles en las elecciones.
Pero unos años después, el 10 de noviembre de 2007, intentó decir eso mismo en la última jornada de la XVII Cumbre Iberoamericana, celebrada en Santiago de Chile. El entonces presidente venezolano Hugo Chávez había calificado a Aznar de fascista y Zapatero pidió la palabra para decir que si bien estaba “en las antípodas” de las ideas del expresidente, este fue “elegido por los españoles, y exijo, exijo...”. En este punto le interrumpió Chávez con nuevos denuestos contra Aznar que a su vez intentó atajar el Rey con su famoso: “¿Por qué no te callas?”.
El escrache es una práctica injusta, pero también peligrosa, como ha advertido Felipe González al hablar del deslizamiento hacia un “anarquismo disolvente”. Pues en el marco de la actual crisis política, caracterizada por el desprestigio de la política institucional, la pretensión de que es legítimo ignorar la ley o las sentencias, y el traslado a la calle (y a los medios) del sectarismo extremo que preside las relaciones entre partidos, dejar pasar como normal esta forma de acción política podría estimular ciertas dinámicas antidemocráticas.
Ya hay sectores que contraponen la legitimidad inmanente que atribuyen a la protesta radical, a la emanada de las urnas. Y ha dejado de ser inverosímil la extensión de esos métodos coactivos a cualquier colectivo y en relación a cualquier problema. Lo que ha dado alas para que una minoría imagine alardes como ese de convocar un asedio al Congreso de los Diputados hasta que acepte disolverse, dimita el Gobierno y caiga el régimen.
(Artículo de Patxo Unzueta, publicado en "El País" el 18 de abril de 2013)
Es casi natural criticar la democracia realmente existente, máxime en tiempos de crisis económica y angustia personal. Y es también casi natural que de esta crítica se pase, en una deriva instintiva, hacia la visión salvífica de una ciudadanía (un “pueblo” para los clásicos) más activa e implicada en su gobernación. Solo esa ciudadanía, en tanto en cuanto asumiese más personalmente su intervención en política, podría regenerar la democracia. Es una visión atractiva (las ideas bonitas son siempre tentadoras), pero probablemente incorrecta en todos los sentidos, el normativo y el descriptivo. Ni es necesaria la implicación ciudadana activa para el correcto funcionamiento de una democracia, ni por otra parte disponemos en España de reservas de ciudadanía como esa soñada.
Y es que, al final, resulta que no ha sido la desafección ciudadana la que ha causado la avería que ciertamente se constata hoy en nuestro sistema. Por eso, tampoco será la afección ciudadana la que la resuelva. Más bien parece que tanto el diagnóstico como la cura deben buscar en otro lado, en el lado de las instituciones políticas y sociales que sustentan el andamiaje político completo. Porque son las instituciones, esos difusos pero relevantes complejos funcionales de reglas y burocracias, esos entes que van desde la Monarquía hasta los municipios, pasando por la justicia o la Administración, las que exhiben aquí y ahora una distorsión elevada. Hasta el punto de que han dejado de ser funcionales para el armónico discurrir del sistema y se han convertido en problemas en sí mismos.
Si no, escuchen de qué hablamos un día sí y otro también: de que esta o aquella institución se tambalea, otra no cumple, aquella se ha corrompido, esta de aquí se ha vuelto sectaria… Los cojinetes invisibles sobre los que se desliza el sistema político (un entramado institucional que debería ser pluralista, contrapesado e independiente) chirrían hoy de tal forma en España que perdemos la mayor parte de la energía política de que disponemos en criticarlos / apuntalarlos: una disfunción peligrosísima.
Regenerar la democracia, por usar el verbo de moda, significa hoy regenerar las instituciones. Quizás también crear alguna nueva, es posible, pero sobre todo hay que conseguir que las instituciones ya tradicionales vuelvan a funcionar con mínima eficiencia. Y para ello no está de más una cierta reflexión sobre la relación entre instituciones y democracia; porque muchos de nuestros males derivan de ideas equivocadas sobre esa relación.
La idea (también bonita) de la extensión de la democracia y sus reglas a todas las instituciones político-sociales (la democracia extensiva) es un error de bulto. Cada institución responde y atiende a sus propios valores y fines, que no son en muchos casos los propios de la democracia sino otros diversos. La Administración, las Fuerzas Armadas, la Monarquía, la enseñanza o la justicia no deben organizarse según las reglas democráticas, sino sobre otras que atiendan al valor esencial a que responde cada una, como pueden ser los de competencia, jerarquía, autoridad, legalidad, etcétera.
Más aún, casi todas las instituciones operan correctamente solo si están un tanto alejadas y resguardadas del juego democrático inmediato. Por ejemplo, las instituciones de control y supervisión no pueden ser un calco del Parlamento, para eso sobran. No tenerlo en cuenta nos ha llevado a las averías actuales. La democracia no es una regla universal, sino que es un resultado, un output, de la interacción de instituciones que en sí mismas no tienen por qué ser todas democráticas.
Conviene también recordar que las instituciones no se cuidan ellas solas, ni pueden dejarse al albur del comportamiento de sus momentáneos ocupantes (algo evidente, pero en lo que no aprendemos nunca). Las instituciones exigen cuidado y respeto, tanto por parte de quienes las ocupan como de la opinión pública. No son armatostes de los que se podrá prescindir algún utópico día, sino el entramado mínimo de una política razonable. Exigirles transparencia y dación de cuentas es necesario, pero también es preciso un cierto sentido reverencial ante ellas. Hay que cuidarlas, hay que pensar institucionalmente.
Las instituciones tienden inexorablemente al crecimiento desordenado y al acaparamiento de burocracias y poder. Suelen disfrazar esa propensión invocando la autonomía o el autogobierno de cada función, pero más vale en este sentido ser fieles al principio inexorable que enseña cómo tratar al poder: con otros poderes. La pluralidad y el entrecruzamiento de instituciones es lo que garantiza que se mantengan en sus límites, no la buena voluntad de sus directores.
Lo que nos lleva a la disfunción institucional, madre de casi todas las demás: la que afecta a los partidos políticos, que de ser cauce de soluciones han pasado a ser fuente de problemas, porque su papel privilegiado les ha permitido (¡invocando la democracia!) ocupar, colonizar y averiar todo el entramado institucional. Sería bonito creer que basta para readaptarlos con exigirles democracia interna y transparencia externa, pero es de sospechar que esos remedios son insuficientes ya. Lo más probable es que la democracia exija hoy que los partidos políticos —todos— den un paso atrás. Que desocupen los espacios conquistados. Pero no lo van a hacer por sí mismos, como lo muestra que en el discurso actual que ellos practican la única institución no cuestionada es precisamente… la de los partidos políticos. Para ellos, es el mundo en su derredor el que falla, nunca se ven ellos mismos como la clave del problema.
Por eso, la cuestión hoy relevante rezaría así: ¿cuánto destrozo institucional es necesario para que los partidos tomen conciencia de su responsabilidad? ¿Será necesario que el sistema completo se hunda para que revisen sus prácticas? Pero si eso sucede, ¿será ya posible la revisión?
(Artículo de Jose María Ruiz Soroa, publicado en "El País" el 14 de abril de 2013)
Probablemente, la palabra que más se va a emplear hoy para describir a José Luis Sampedro es la de humanista; a mí no se me ocurre otra mejor. Sampedro fue un humanista casi arquetípico, alguien que respondía a la perfección al principio clásico: nada humano le fue ajeno. No es fácil conciliar espíritu crítico y tolerancia, inteligencia y respeto cómo él lo hizo. Como tampoco lo es ser fiel a unas convicciones y permitir que nuevos puntos de vista vengan a enriquecerlas. Hay personas para las que la erudición es poco más que el adorno de una existencia mezquina, y otras que gracias a su sabiduría mejoran la vida de los demás; José Luis Sampedro era de estas últimas.
La Economía fue el instrumento que eligió para actuar sobre la realidad, y siempre tuvo muy presente que el objeto de esta ciencia es el bienestar de los seres humanos. Algo que algunos economistas parecen haber olvidado. Sampedro fue un economista brillante, de una enorme solidez técnica, pero que trascendió los límites de su disciplina y que puso la ética por encima de cualquier otro requerimiento. Una exigencia moral que le llevó a plantar cara a la realidad en los muchos aspectos de esa realidad que no le gustaban. Y exigente fue también en su actividad creativa, que completa el perfil de humanista. Borges dijo que desconocemos los propósitos del universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos propósitos. José Luis Sampedro razonó con lucidez y obró con justicia. No sé si ayudó a los designios del universo, pero nadie puede poner en duda que fue muy valioso para sus semejantes.
(Artículo de Alfredo Pérez Rubalcaba, publicado en "El País" el 10 de abril de 2013)
Hace cerca de un siglo G. K. Chesterton se declaraba horrorizado por el escaso número de políticos que iban a la horca. Hoy nos repugna la pena de muerte, pero entendemos muy bien la ironía del escritor inglés. La entendemos tan bien que si sustituimos horca por cárcel la frase se convierte en un lugar común. También entendemos a Kissinger cuando decía con guasa que el problema de los políticos es que hay un 90% que echa a perder la reputación de todos los restantes.
¿Es esto lo que está ocurriendo? No lo creo. La gran mayoría de nuestros políticos son personas profundamente honradas que hacen su trabajo con gran dedicación y responsabilidad. Pero es indudable que tenemos un problema, y serio. No pasa semana que no aparezca un nuevo caso de corrupción. Los únicos partidos que no están implicados en ningún escándalo son los que no han gobernado nunca.
Entre las circunstancias que han hecho posible este lamentable estado de cosas rara vez se menciona una a mi juicio clave: la debilidad de la Administración autónoma y municipal. Es cierto que sin las ingentes cantidades de dinero generadas por la burbuja inmobiliaria muchos de los casos que hoy ocupan las páginas de los periódicos no se habrían producido. En la intersección entre los excesos en la construcción de viviendas e infraestructuras y la deficiente regulación de la financiación de los Ayuntamientos y de los partidos políticos se halla el punto más oscuro de nuestra historia democrática reciente. Pero, del mismo modo que pequeños dispositivos de seguridad bastan para prevenir un porcentaje significativo de robos, una Administración autónoma y local más profesional e independiente, al evitar la sensación de impunidad y descontrol, habría podido frenar una parte no desdeñable de los abusos cometidos.
No creo que sea por azar que en la Administración central del Estado, articulada en torno a grandes cuerpos de funcionarios de carrera con larga tradición y un fuerte espíritu corporativo, la corrupción sea considerablemente más baja que en autonomías y Ayuntamientos. El funcionario de carrera rara vez es corrupto. En un país como el nuestro, en el que hay tanta gente que cree que la honestidad debe ser una cualidad ajena, el funcionario de carrera suele formar parte de esta amplia mayoría de ciudadanos que —como decía Jaume Perich— no solo deben ser honrados sino que además tienen que aguantarse.
No hace falta haberse carcajeado con los episodios de la vieja serie británica de televisión Sí, ministro, ni haber leído Por qué fracasan las naciones, de Daron Acemoglu y James Robinson, para comprender que una Administración capaz e independiente, con altos funcionarios capaces de hacerse respetar, puede ser un instrumento tan útil para la defensa de los intereses de los ciudadanos como enojoso para los políticos que intentan aprovecharse de sus cargos. Un buen funcionario es, sin proponérselo, un guardián de la ley. Su mera presencia evita tentaciones. ¿De dónde saca la fuerza para parar los pies al superior o al político que va a cometer un abuso? De su vocación de servicio a los intereses generales y de su seguridad de que, en última instancia, su futuro profesional no depende de la persona a la que planta cara, sino de su reputación y de su intachable trayectoria.
¿Existe una Administración de este tipo en nuestras autonomías y Ayuntamientos, una Administración que haga pensar más en Max Weber que en la novela picaresca? En muchos casos, no. Las Administraciones autónomas, que al ser de nueva planta podrían haber resultado ejemplares, en vez de establecer departamentos fuertes integrados por funcionarios solventes capaces de defender los intereses generales se han poblado de estructuras caciquiles y de interinos contratados y asesores nombrados a dedo que, al no contar con ninguna seguridad en su empleo, carecen de fuerza para frenar los abusos de sus superiores, si no es que caen ellos mismos en la tentación de dejarse sobornar para asegurarse la vejez. Y en la Administración local nadie se ha preocupado hasta ahora de dotar a los funcionarios de la fuerza suficiente para hacer frente a los poderosos intereses inmobiliarios. Solo muy recientemente el Gobierno ha caído en la cuenta de la incongruencia que supone que los interventores y secretarios de Ayuntamiento dependan de los políticos a los que tienen que asistir y controlar y ha propuesto reforzar su independencia. La iniciativa en este sentido constituye un paso en la dirección adecuada. Pero cabe dudar de que sea suficiente.
Según cifras que leo en la prensa, pese a los recortes de los últimos años hay más de 200.000 interinos en las Administraciones autónomas. Súmese a ello a las personas contratadas por empresas, fundaciones y consorcios públicos de ámbito autonómico y los interinos y contratados que hay en los Ayuntamientos, que deben de ser muchos miles más. Dudo que nadie conozca la cifra exacta. Seguro que muchas de estas personas desempeñan su labor con responsabilidad y eficacia, pero el hecho de que su ingreso no se haya producido con publicidad y transparencia y que su permanencia esté sometida al arbitrio de sus superiores les convierte en vulnerables a las presiones políticas y hace muy difícil que se opongan a abusos y corruptelas. Al amparo de la libertad para nombrar interinos y asesores y someter a su control personal a las piezas clave de la burocracia a sus órdenes, los gerifaltes autonómicos y municipales de las dos últimas décadas han tejido unas redes clientelistas que hacen palidecer al caciquismo de hace un siglo.
El resultado está a la vista. En estos momentos no recuerdo ningún ministerio afectado por un escándalo de corrupción. En cambio, me vienen en un instante a la cabeza una larga lista de autonomías y Ayuntamientos carcomidos hasta la médula. La lección que cabe sacar de ello es obvia. Una de las cosas que cabe hacer para luchar contra la corrupción, hoy que el edificio político y legal construido en la Transición reclama reformas urgentes, es fortalecer la profesionalización y la independencia de los funcionarios, en particular los autonómicos y locales —sin resucitar privilegios ni alentar el corporativismo, por supuesto—, con el fin de que contribuyan a asegurar la solidez del sistema democrático, como lo hacen en los países de nuestro entorno.
El Estado de derecho requiere equilibrios y contrapesos. Una Administración fuerte y motivada es uno de ellos. Del mismo modo que ninguna democracia puede funcionar sin partidos políticos y que el papel de una prensa plural e independiente es crucial, una Administración integrada a todos los niveles por funcionarios que ingresen y hagan carrera por méritos profesionales y no por contactos personales o afinidades políticas, que sirvan a los ciudadanos y no a los partidos, es una barrera necesaria para que la corrupción no socave las instituciones.
(Artículo de Carles Casajuana, publicado en "El País" el 5 de abril de 2013)
El clientelismo, el nepotismo, la corrupción, la subvención desigual, la tolerancia urbanística, el contrato por financiar al partido, las recomendaciones variopintas, así como otras tropelías diversas, mayores o menores, constituyen todavía una parte no pequeña de nuestra cultura política. Una cultura que funciona ignorando la democracia, el comportamiento cívico y la justicia. Una cultura que hunde sus raíces en la historia, en la desconfianza ante el Estado y en la desigualdad excesiva. Una cultura que entre todos deberíamos desterrar con firmeza a través de la ley, la educación, el premio y el castigo.
¿Cómo fortalecer la educación cívica y la democracia desde las Administraciones públicas? La respuesta parece sencilla a ciertos gobernantes (respeto al ciudadano y transparencia), pero, aun así, entre lo dicho y lo hecho existen trechos excesivos. Por ejemplo, si un alcalde no rinde las cuentas en tiempo y forma de manera reiterada y sin explicación alguna, no solo incumple la ley, también ofende de forma grave al ciudadano contribuyente. Y si no se entienden estas cosas, la situación es todavía peor.
Pero el municipio es siempre escuela primaria de educación democrática y está en condiciones de ofrecer hoy, mediante su página web, abundante información y transparencia. Los municipios pueden ordenar sus ingresos en tributos propios (que pagan los vecinos), transferencias y subvenciones (que soportan las personas ajenas al mismo), los ingresos por deuda (que pagan las generaciones futuras), así como otros ingresos menores de origen diverso; mostrar el coste anual de la corporación y de los trabajadores públicos; el patrimonio de cada gobernante el entrar y al salir del concello; el coste de cada servicio prestado, así como su financiación; el importe de la deuda acumulada y de la carga financiera; las transferencias y subvenciones recibidas del Estado, comunidad autónoma y diputación provincial; la cuantía de los tipos impositivos y de sus modificaciones; las inversiones realizadas en el ejercicio y cómo se financian; los ingresos por enajenaciones patrimoniales; préstamos concedidos por el concello a los trabajadores públicos; la distribución de cargas y beneficios asociados a la gestión urbanística; las subvenciones y ayudas otorgadas, indicadores presupuestarios que facilitan su comprensión (esfuerzo fiscal, ahorro neto, saldo no financiero, remanente de tesorería, etcétera).
Pero la información económica no debe impedir el conocimiento vecinal de los acuerdos adoptados en los órganos correspondientes, a fin de verificar si los objetivos del proyecto prometido en el proceso electoral se logran parcialmente en cada ejercicio y en su totalidad al finalizar el mandato. Así es como la transparencia refuerza a la democracia.
(Artículo de Xaquín Álvarez Corbacho, publicado en "La Voz de Galicia" el 4 de abril de 2013)
Si según Karl Popper una sociedad abierta se caracteriza por ser “una asociación de individuos libres que respetan los derechos el uno del otro dentro del marco de la mutua protección proporcionada por el Estado y que logra, mediante la toma responsable y racional de decisiones, una vida más humana y rica para todos”, entonces España ha fracasado estrepitosamente.
Dejando de lado lo engorroso de la definición (incluida quizá la traducción del propio articulista), lo que ponen de manifiesto los últimos acontecimientos de presunta corrupción que han indignado hasta el límite a la opinión pública española (empezando con Iñaki Urdangarin, pasando por Amy Martin y Carlos Mulas y acabando con Luis Bárcenas) es que vivimos en un coto cerrado en el que los mayores enemigos de las sociedades abiertas, los Gobiernos, las partitocracias y las oligarquías económicas, han sabido sacar provecho de un viejo patrón organizativo de las sociedades mediterráneas llamado clientelismo, o caciquismo en su versión más castiza.
El clientelismo es, no nos engañemos, una variante o sucedáneo de la corrupción. Es una forma de organización social que se salta las fronteras geográficas, llamado rousfeti en Grecia y de la misma forma en Italia y Portugal, y une en un mismo destino a los países del sur de Europa y a los latinoamericanos. La principal consecuencia que el clientelismo tiene en la vida de los ciudadanos es que el acceso a determinados recursos es controlado por una serie de patrones, cuya condición viene determinada por tratarse de políticos, detentadores de poder económico o ambas cosas a la vez, que reparten dádivas a sus clientes a cambio de su apoyo. Es un fenómeno social con raíces profundas en nuestro país, heredado de los tiempos feudales en que una mayoría de la población campesina dependía de los latifundistas.
La longevidad del fenómeno clientelista en una sociedad como la española solo puede explicarse como una carencia de capital social (usando el término del sociólogo francés Pierre Bourdieu, referido a la suma de los recursos con los que cuenta cada individuo en virtud de sus relaciones personales) de una mayoría de la población que carece de acceso a los centros de poder mediante un mercado libre, unas instituciones políticas representativas o un sistema legal igual para todos. Al individuo sin capital social no le queda más remedio que conectarse a redes de influencia buscando un atajo que le permita saltarse las barreras sociales. Este atajo puede consistir en entrar a formar parte de un partido político o, si se ofrece la posibilidad, aprovechar las conexiones familiares que uno tiene a mano.
El clientelismo, en suma, vendría a ser una respuesta a la persistencia de tradicionales estructuras sociales jerárquicas que alienan al individuo y caracterizan a las sociedades cerradas. Esta cruda naturaleza de las desigualdades sociales se expresa incluso en Norteamérica, paradigma de las sociedades abiertas, con el famoso dicho It is not what you know, it is who you know (“No es lo que uno sabe, sino a quién conoce”) que en román paladino vendría a equivaler que un buen enchufe vale más que una carrera.
En las sociedades regidas por una lógica clientelista los niveles de protesta tienden a ser más bien escasos. El individuo acepta las situaciones injustas, tiende a desconfiar del Estado y de las instituciones y a buscar la solución individual renunciando a la lógica, la racionalidad o la aplicación de las leyes. La lógica clientelista salpica a la sociedad en su conjunto y no solamente a los políticos o los empresarios. De la misma forma que determinadas empresas que querían beneficiarse de subvenciones o fondos públicos se aliaron con uno de los “patronos”, por ejemplo Iñaki Urdangarin o Luis Bárcenas and company, para compartir juntos el botín, el resto de los ciudadanos también tratan de saltarse las reglas del sistema. Que tire la primera piedra, por ejemplo, quien no ha conocido a alguien en lista de espera que, tras ponerse en contacto con un familiar o un conocido, ha logrado ser operado antes, pasando por encima de aquellos que se encontraban por delante de él en la misma lista desde la absoluta comprensión de sus allegados.
Lo cierto es que la vida de las empresas y cualquier organización en nuestra sociedad depende en gran medida de sus relaciones con el Gobierno o los partidos políticos que han asumido muchas de las funciones de los patrones individuales en el pasado. De hecho, los partidos políticos que, no olvidemos, se financian en buena parte con el dinero de los ciudadanos, son la piedra angular del clientelismo. No dejan de ser el equivalente contemporáneo, en términos de movilidad social, de lo que era el clero y la milicia en tiempos pasados al estar en muchos casos integrados por personas de escasa formación que ven en la política una posibilidad de progreso social en ausencia de otro tipo de méritos.
No era este necesariamente el caso de Carlos Mulas y Irene Zoe Alameda. Muy al contrario, ambos tienen doctorados en universidades de prestigio y son beneficiarios directos del célebre cierre de clase weberiano, es decir, del afán de las clases privilegiadas de subir los requisitos para poder pertenecer a ellas que en España hoy día se traduce, debido al descrédito de la universidad local, a que las familias pudientes manden a estudiar a sus chicos a universidades de élite generalmente norteamericanas para seguir manteniendo las distancias sociales. Para qué engañarse, cualquiera mínimamente versado en el mundo académico norteamericano sabe que obtener un doctorado en una universidad de prestigio, sobre todo si se viene del extranjero, depende tanto de los méritos académicos como de la solvencia económica. Pero incluso teniendo en cuenta sus favorables circunstancias de partida, Mulas y Alameda entendieron que la pertenencia o proximidad a un partido era un camino mucho más corto de acceder a determinados puestos adjudicados por criterios más políticos que profesionales (como por ejemplo el de director de la sede del Instituto Cervantes en Estocolmo o el de asesor del FMI). En lo que su caso no se distingue en absoluto de muchos otros es en la lógica cínica (alguno de los artículos de Amy Martin versaba sobre el hambre en Somalia) y familiarista (enchufar a la mujer) típica de las maniobras clientelares.
La indignación creciente de la opinión pública española no es solo un suceso puntual como respuesta a unos acontecimientos de corrupción y nepotismo que se acumulan en tiempo de crisis acuciante. Es sobre todo una reacción de hartazgo y de decepción ante una realidad indubitable: España sigue siendo una sociedad cerrada y dual como siempre ha sido aunque de vez en cuando se den algunos Antonios Alcántara (el personaje de Imanol Arias en Cuéntame lo que pasó). Si alguna vez hubo un ascensor que permitía el ascenso (y se supone que la caída también) social de los individuos, este se averió hace mucho tiempo. España sigue pareciéndose al reino en el que, parafraseando a la reina del relato Alicia en el País de las Maravillas, da igual que uno corra lo más rápido que pueda, ya que hay muchas posibilidades de permanecer en el mismo lugar.
El viejo sueño de que la pertenencia a Europa impondría unos estándares en los que regiría la razón y la legalidad en nuestra sociedad parece haberse desvanecido. Ni siquiera la dictadura de la eficacia que parecía traer aparejada la globalización ha logrado alterar el sistema de relaciones que rige en nuestras instituciones. Desafortunadamente, como afirma el politólogo italiano Caciagli, el clientelismo tiene raíces profundas. Implica “un lenguaje, unos ritos, unos valores y símbolos, pautas de comportamiento y redes de relaciones aceptadas por una comunidad que comparte una mentalidad”. Se adapta bien a la mentalidad posmoderna siempre en búsqueda de soluciones flexibles orientadas a satisfacer las necesidades individuales, al declive de las ideologías, a la fuerza de lo local y a la personalización de la política. El cerrojo está bien echado y sus beneficiarios lo saben.
(Artículo de César García, publicado en "El País" el 28 de marzo de 2013)
Entre los cientos de causas abiertas en los juzgados españoles por corrupción hay una que sirve como paradigma del grado de depravación moral alcanzado en ciertos sectores de la política: el llamado caso Cooperación o caso Blasco, que se instruye en el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana por la presunta apropiación de subvenciones públicas destinadas al Tercer Mundo entre 2008 y 2011. Mediante un burdo montaje basado en la emisión de facturas hinchadas o simplemente falsas, admitidas en los expedientes administrativos por funcionarios sobornados que a su vez contaban con la aquiescencia de evaluadoras externas y auditoras bien remuneradas, algunos de los encausados se apoderaron de unos 6 millones de euros procedentes de nuestros impuestos, además de 177.000 euros de aportaciones voluntarias de los valencianos tras el terremoto de Haití. Todos estos fondos, que tenían que haber servido para la mejora de las condiciones de vida de los más necesitados del planeta, fueron desviados a distintas sociedades en España y Estados Unidos para ser empleados, entre otros usos, en la adquisición de tres pisos en Valencia, de una potente embarcación de 53 pies de eslora, de un Cadillac para circular por Miami y de dos apartamentos de lujo en Cayo Vizcaíno.
¿Quiénes pudieron cometer semejante tropelía? Según la Fiscalía Anticorrupción, que desde que conoció los primeros indicios realiza una labor admirable, el entramado delictivo tenía dos ejes fundamentales: Rafael Blasco, último conseller de Cooperación y Solidaridad de la Generalitat Valenciana, y un tipo que desde hace un año está encarcelado en Picassent. En torno a ellos dos funcionaba una maquinaria tosca pero bien engrasada que permitía que un puñado de ONG instrumentales resultaran adjudicatarias de subvenciones que acababan en manos de las empresas expedidoras de facturas falsas, repartiendo estas a continuación el dinero a los miembros de la banda. Como resultado de las investigaciones hay por ahora 31 imputados, siendo labor de los magistrados decidir quiénes son culpables y en qué grado. Eso sí, aunque en su día se haga justicia, la sospecha y el desprestigio han alcanzado al conjunto del sector de la cooperación y han provocado su ruina, incluidas las organizaciones que siempre han actuado desde la honestidad y la eficacia.
En primavera de 2012, cuando la juez ordenó las detenciones de los implicados y los medios de comunicación destaparon el caso, sentí la imperiosa necesidad de estar presente en el procedimiento judicial. Mi mujer y yo somos los delegados en Valencia de Familias sin Fronteras por la Infancia, ONG que financia varios orfanatos y escuelas de Primaria en Puerto Príncipe, y siendo testigos de que estos centros funcionan con presupuestos anuales que rondan los 30.000 euros nos resulta fácil inferir la cantidad de niños desvalidos a los que se podría haber proporcionado cuidados y educación con los seis millones malversados. Para más inri, el Gobierno valenciano había aprobado la construcción de un hospital en Haití tras el terremoto de enero de 2010, y el proyecto se frustró al descubrirse que la correspondiente subvención, de cuatro millones, también fue adjudicada a la trama. Y así, empujado por el hecho de que uno de nuestros hijos es haitiano —en acogimiento permanente— y por el recuerdo de sus siete primeros años de vida en un orfanato con serios trastornos de salud por falta de asistencia sanitaria, decidí renunciar a otros proyectos y solicitar mi personación como acusador popular. La juez tuvo a bien admitirme y, desde entonces, comparto la defensa jurídica con el abogado Alberto Domingo para tratar de ayudar al esclarecimiento de la verdad.
Tras la asistencia a las comparecencias de imputados y testigos y tras el estudio de los casi 20.000 folios que componen el sumario he alcanzado un buen número de conclusiones, pero hay dos que entiendo tienen suficiente relevancia social como para trasladarlas aquí. En primer lugar, la constatación de que a pesar de la indignación generalizada por la corrupción política y de la especial aversión que causa este caso en particular, los dos fiscales cuentan con muy escasos apoyos para llevar adelante la investigación. Parece indudable que España necesita una regeneración en sus instituciones, sí, pero esta no solo debería exigirse a través de manifestaciones y protestas, sino que hay que ejercerla desde dentro del sistema. Considero necesaria la implicación en estos asuntos de agentes independientes, ya sean profesionales, periodistas, jubilados, parados o estudiantes, personas capaces y dispuestas a dedicar sus conocimientos y su tiempo en coadyuvar en las indagaciones, gente interesada no en posibles réditos políticos —de esto ya hay de sobra— sino en el establecimiento de la justicia.
En segundo lugar, y esto es lo más lamentable, compruebo que sería más apropiado cambiar la denominación caso Cooperación por otra mucho más amplia. Me explico. Una parte significativa del sumario contiene conversaciones telefónicas y correos electrónicos entre los implicados, una ingente cantidad de información de primera mano que permite adoptar el punto de vista de cada uno de los miembros de la trama. Es entonces cuando uno se sorprende por el ambiente de impunidad en el que se movían, comprendiendo que, en realidad, para ellos aquello era un trabajo como otro cualquiera. A diferencia de quien delinque de cualquier otra forma para lucrarse, ellos rodeaban sus actos de una pasmosa normalidad, hasta tal punto estaban habituados a robar. De hecho eran un grupo de malhechores que acompañaron a Blasco en todas las consellerias que dirigió (Urbanismo, Sanidad, Bienestar Social...), recibiendo sus sociedades cuantiosas adjudicaciones a dedo, y en el año 2008, cuando su benefactor fue nombrado conseller de Cooperación, fundaron una ONG para continuar captando sus subvenciones fraudulentas. Qué mas da que esos fondos estuvieran destinados al Tercer Mundo. Para ellos era dinero público como cualquier otro. No reparaban en que su conducta podía acarrear muertes; ¿o quizás sí? Antes estamos nosotros que los negratas, se decían. Corrobora la tesis anterior lo nerviosos que se muestran con los cambios en el Gobierno autónomo de 2011, ansiosos por conocer el siguiente destino de Blasco para “montar otro chiringuito”.
Así, de un caso de corrupción nauseabundo pero en apariencia aislado se descubre una actividad delictiva bien asentada que nadie había denunciado ni investigado hasta ahora, lo que da a pensar que los sistemas de detección son ineficientes y que la mancha de corrupción que cubre los distintos niveles de la Administración en España es más extensa y profunda de lo que parece. Esto conduce a la convicción de que gran parte de esta crisis económica proviene de la corrupción, mucho más de lo que nos quieren hacer creer los partidos mayoritarios. Los casos que están apareciendo —más de 300 políticos imputados por ahora— no son más que la punta del iceberg, por lo que los grandes partidos carecen de la más elemental autoridad moral para conducir la reconstrucción que necesita el Estado ni para exigir sacrificios a la sociedad.
Pero acaso lo más llamativo del asunto no sea la falta de honestidad y el descaro de un amplio sector de la clase política sino su necedad, que puede ser aún más dañina. Sus cortas o desviadas inteligencias les impiden comprender que, superado un umbral para cubrir las necesidades cotidianas y vivir con una cierta comodidad, el dinero tiene una sola utilidad: la tranquilidad que puede aportar en previsión de las diferentes contingencias que puede deparar la vida. Pero cuando los ahorros se han conseguido delinquiendo no se obtiene este efecto sino el contrario, ya que en realidad, por mucho que quieran aparentar, son incapaces de disfrutar del dinero robado ni de la vida misma por temor a ser descubiertos. Algo muy habitual en tramas delictivas, pues cuando uno cae arrastra al resto.
Como apuntó Plutarco en su biografía del general tebano Pelópidas, algunos son dueños de sus riquezas y otros, los necios, simples esclavos de las mismas.
(Artículo de Antonio Penadés, publicado en "El País" el 21 de marzo de 2013)
Estamos saturados de invocaciones a la Ley de Transparencia como si en ella residiera el remedio instantáneo a todos los males de la política de nuestros días. Se diría que la ley resolverá de modo automático los abusos que degeneran y corrompen nuestro sistema y que han convertido a la clase política en la tercera preocupación de la ciudadanía, según las últimas encuestas disponibles del Centro de Investigaciones Sociológicas. Pero las leyes, por sí mismas, carecen de esa virtualidad. Es como cuando María Dolores de Cospedal, secretaria general del Partido Popular, dice que hay asuntos que hoy están judicializados y que se alegra mucho de que lo estén. Pero la cuestión a dilucidar es si el PP está facilitando la tarea de los jueces o por el contrario la obstaculiza en espera de que venza el plazo del actual instructor o caduque alguna norma y puedan salir todos indemnes como cuando el caso Naseiro.
Nuestra alegría también es grande por el proyecto de Ley de Transparencia que, según nos han repetido hasta la saciedad, ha sido iniciativa de este Gobierno en contraste con los anteriores. Iniciativa que, en forma de proyecto, llegó al Congreso, cuya Mesa acordó el 4 de septiembre pasado encomendar su aprobación con competencia legislativa plena a la Comisión Constitucional. Desde entonces hasta hoy se han encadenado 20 ampliaciones sucesivas, 20, del plazo para la presentación de enmiendas y se ha procedido a fijar una lista de ocho comparecencias, que se iniciaron en la sesión del 23 de enero y se concluyeron en la del 12 de febrero. En la lista figuraban el presidente del Tribunal de Cuentas, el director de la Agencia Española de Protección de Datos, dos representantes de Transparencia Internacional España, dos profesores de Derecho Administrativo, un profesor de derecho a la Información y la presidenta de la Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales (APRI). Esta última compareciente presenta el interés de su novedad porque APRI fue constituida en diciembre de 2007 y porque en su intervención dejó constancia de que representaba a los lobbistas profesionales, cuyo código de conducta, según texto facilitado, ya quisiera para sí la Cruz Roja o la ONG más desinteresada.
Declara la exposición de motivos de la Ley de Transparencia que tiene un triple alcance: incrementa y refuerza la transparencia en la actividad pública —que se articula a través de obligaciones de publicidad activa para todas las Administraciones y entidades públicas—, reconoce y garantiza el acceso a la información —regulado como un derecho de amplio ámbito subjetivo y objetivo— y establece las obligaciones de buen gobierno que deben cumplir los responsables públicos, así como las consecuencias jurídicas derivadas de su incumplimiento. Pero hete aquí que donde se ha considerado conveniente citar a los lobbistas, de cuya afinidad con las prevaricaciones y los abusos sería temerario dudar, se ha tenido buen cuidado en excluir a los periodistas y medios de comunicación, que trabajan en la dirección contraria para denunciarlos.
El tantas veces aquí mencionado proyecto de Ley de Transparencia constituye la obsesión dominante de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. Así lo probaría un somero estudio sobre sus respuestas en la rueda de prensa de los viernes después del Consejo de Ministros, porque casi en un 30% de las mismas se incorpora una referencia al citado proyecto, seguida, o precedida, de otra dedicada al famoso informe encomendado al Centro de Estudios Políticos y Constitucionales sobre la regeneración democrática. Claro que estos botes de humo y otros ingeniosos señuelos lanzados para despistar a los periodistas y favorecer la salida por la escalera de incendios forman parte del conocido método Ollendorf y de la dialéctica del “manzanas traigo”.
Sin embargo, la necesidad más acuciante e inaplazable no es la transparencia sino la opacidad. Porque se sabe que los miembros de la Junta Directiva Nacional del Partido Popular, en las reuniones de los lunes en la sede de Génova, se abstienen de hacer uso de la palabra. Todos temen que sus palabras puedan trascender, que se instrumentalicen en perjuicio del partido y que acaben dando idea de divisiones internas, cuyo coste quieren evitar. Es decir, que está instalada la desconfianza hacia los compañeros presentes, únicos que podrían protagonizar las filtraciones. El panóptico de Jeremy Bentham ya demostró que la transparencia absoluta es invivible. Cuando rescataron al que se ahogaba en una tinaja de perfume salió gritando ¡mierda! y ahora el grito del innombrable que se ahoga en la transparencia, coreado por los amedrentados en el silencio, es ¡opacidad! Qué ejemplo a seguir el del Cónclave y su jaula de Faraday.
(Artículo de Miguel Ángel Aguilar, publicado en "El País" el 12 de marzo de 2013)
A propósito del ensayo "Todo lo que era sólido", de Antonio Muñoz Molina.
Existe mucha enjundia en este ensayo, bastante más de la que suele haber en los textos breves. No se han dosificado las ideas. Cada uno de los lectores puede escoger el ejemplo que le interese (el nacionalismo, la izquierda, la transición, las libertades, los abusos políticos, la propaganda, la codicia, el narcisismo, la superioridad moral, el derroche…) y confrontarse con él: para sentirse identificado con las posiciones ideológicas o profesionales del escritor o para disentir de las mismas. No en vano es un libro que anima a pensar en cada una de sus páginas. Pero su vector dominante es la calidad de la democracia en España y la inquietud de Muñoz Molina (MM) porque su contenido no haya sido todo lo sobresaliente que anhelamos, o por el peligro de que la podamos perder a base de despreciarla por cotidiana.
MM, como todo intelectual comprometido, es un observador febril de la realidad. La primera perplejidad la pone en boca de Joseph Conrad, cuando este escribe: “Es extraordinario cómo pasamos por la vida con los ojos entrecerrados, los oídos entorpecidos, los pensamientos aletargados”. El autor se sobresalta al detenerse, mirar alrededor y darse cuenta de la profundidad de los cambios que acontecen desde que la crisis, en toda su magnitud multidisciplinar, se instaló entre nosotros: empobreciéndonos. Empobreciéndonos en lo económico, pero también en lo moral y en lo político. Cómo no nos dimos cuenta de ello hasta que llegamos a este límite, cómo no nos atronaba el ruido de las dificultades, qué veíamos, en qué estábamos pensando. Si nuestro oficio es mirar al mundo para poder contarlo, cómo es que no nos fijamos en lo que sucedía delante de nosotros. Cómo nos quedábamos en la superficie del delirio y no le arrancamos la máscara. ¿Por qué?, ¿por distracción?, ¿por irresponsabilidad?, ¿por ir cada uno a sus propios asuntos y demediar los espacios públicos, colectivos, los de todos?, ¿por la decisión, en el fondo asustada, de no aceptar la posibilidad del desastre, por la pura inercia de entender que las cosas eran mucho más sólidas de lo que en realidad son? Quizá porque avalamos las posiciones de algunos supuestos expertos (tecnócratas) que no lo eran sino en brujería, a los que creímos no porque comprendiéramos lo que nos decían sino porque no lo comprendíamos y porque la oscuridad de sus augurios y la seriedad sacerdotal con que los enunciaban nos sumían en una especie de paralizadora reverencia.
Lo primero que hemos de hacer ahora es evaluar el grosor del desastre y sus intangibles, descubrir lo que se nos había olvidado entre tanto oropel y tanta comunicación: que somos pobres, que vamos a serlo más todavía y durante mucho tiempo. Hemos pasado de nuevos ricos a nuevos pobres en un lustro. Comparativamente pobres, eso sí. Hay que advertirlo para no perder una vez más el sentido de las proporciones, pecado muy habitual en el mundo de los populismos simplistas. Por supuesto, mucho menos pobres que una vasta mayoría de la humanidad y mucho menos que nuestros abuelos y nuestros padres.
Cuando se extiende la escasez (de libertades, de servicios públicos esenciales, de cultura, de dinero…) es cuando el ciudadano se hace más consciente de lo que puede perder. En primer lugar una democracia imperfecta, pero la más libre y la más justa que ha conocido nuestro país, y superior en sus contenidos a aquellos paraísos utópicos y totalitarios que muchos soñamos en nuestra juventud. Al autor le sorprende la crítica exacerbada que se hace hoy a la transición desde posiciones teóricas de izquierda: no parece que haya nada que defender, nada que valga la pena conservar. La democracia española es presentada como poco más que una concesión de los herederos del franquismo, enquistados en ella. Lo que hasta hace poco había valido de mucho, de pronto no vale nada, no vale la pena. Es una democracia que solo despierta una lealtad apasionada cuando se ha perdido, una democracia en la que han ido creciendo nuestros hijos y en la que casi nadie recuerda ya el miedo a un golpe militar.
Pero también hay otras cosas fundamentales que perder, aquellas que de verdad hacen mejor la vida: el derecho a la educación y a la sanidad pública, el imperio de la ley, la garantía de seguir disponiendo de una vida decente en la vejez, etcétera. En la mayor parte del mundo solo los ricos o los muy ricos tienen acceso a tales derechos (que allí son privilegios), y sin embargo para nosotros han llegado a ser indiscutibles aunque no hace mucho más de 30 años que disfrutamos de ellos. Remata MM: “Lo que hoy es más indiscutible y más sólido, y nos importa más, mañana puede haber sucumbido a un desguace motivado por intereses económicos o designios políticos, o simplemente porque no hubo un número suficiente de personas capaces que tuvieran el coraje de defenderlo”.
Para ejercer este coraje hay que levantar la voz y denunciar la degradación de la vida cívica, aunque ello le convierta a uno en algo peor que un reaccionario: un aguafiestas. Cuántos abusos han quedado sin castigar por las capas sucesivas de pactos de silencio que se han ido acumulando en la vida pública española. Callar por conveniencia, callar por miedo, callar por cinismo, callar por militancia, callar por complicidad, callar por no distinguirse del grupo, callar por no disgustar a la familia, callar porque no parezca que vas en contra de los tiempos o por temor a no ser moderno. En definitiva, callar por no ser un aguafiestas. Frente a este silencio, Antonio Muñoz Molina ejerce en este ensayo su militancia con la enseñanza de la democracia de cada día. Porque entiende que el edificio de la misma está siempre a punto de derrumbarse si no se practica, porque hace falta una continua vigilancia para sostenerlo. Lo inaudito puede siempre suceder y lo que parecía inimaginable porque era infernal, se convierte en cotidiano. Las cosas se deterioran poco a poco y de pronto, en vez de continuar en ese estado que se ha vuelto tolerable, se hunden del todo, sin transición. Esta es la llamada de atención.
(Artículo de Joaquín Estefanía, publicado en "El País" el 2 de marzo de 2013)
La apatía intelectual a la hora de penetrar en el nuevo siglo impide a la vez discernir entre las viejas y las nuevas caras de la corrupción. Algo habrá que hacer porque la pregunta ahora mismo no es exactamente si hay algo que los mercados no puedan comprar. Lo que nos preguntamos hoy es si existe alguna cosa que la corrupción no pueda intoxicar. Desde luego, en la vida pública de España hay muchas cosas —muchos ciudadanos, políticos, jueces, diputados o periodistas— que la corrupción no podrá avasallar por mucho que digamos que todo tiene un precio.
La cuestión es cómo y dónde practicar los cortafuegos de la ley y del regeneracionismo político para que la corrupción no destruya más transparencia, inhiba las virtudes públicas y fomente antipolítica. Frente al maximalismo justiciero, una respuesta es el reformismo, la regeneración. La corrupción puede ser siempre la misma, pero hoy sobrepasa a menudo los medios con que cuenta el imperio de la ley. Es como aquellos contrabandistas gallegos que disponían —si es que todavía no disponen— de lanchas mucho más rápidas que las de la Guardia Civil. Un mundo financiero tan enrevesado, con sus algoritmos imparables y sus ladrones de guante blanco que transitan a la velocidad de la luz, dejaría anonadado al cirujano de hierro de Joaquín Costa. Los requerimientos morales del bien común y la codicia, tanto de núcleos de la economía especulativa como de políticos sin escrúpulos, han llegado a un contraste tan sobrecogedor que la tentación sería el derrotismo, un fracaso de la política y también de la inteligencia colectiva.
La corrupción se concreta hoy en un clic, en la instantaneidad de las finanzas globales. Alí Babá tendría hoy su tesoro en un off shore. Corromper hoy y facturar mañana. La política como puesta al día del infalible timo del tocomocho.
En su día nos tuvo entretenidos la corrupción en Italia. Ahora la tenemos en casa y no sabemos con qué dimensiones y hasta qué límites. Lo que marque la ley, indudablemente, pero por el instante estamos en la sombría plenitud de una fase de grandes sospechas y pocas imputaciones. Dar por sentado, suponer que siempre es y será así, considerar que todos los políticos son iguales es un daño colateral de la corrupción. En estos casos, la ejemplaridad no es tan solo un fin, también es un método. De las instituciones se requiere la transparencia que acaba por darles auctoritas. En otras circunstancias, Albert Camus hablaba de introducir el lenguaje de la moral en el ejercicio de la política. No es momento para elegías del desencanto, tan semejantes a la práctica de esconder la cabeza en la arena.
A fuerza de restarle credibilidad, ¿puede la corrupción acabar con el sistema democrático? Es la pregunta que se hacen no pocos ciudadanos. La respuesta más franca comienza a ser dubitativa, pero lo más probable es que, de efectuarse las rectificaciones ineludibles y reforzarse los controles con urgencia, la democracia en España logre incluso fortalecerse porque, ante un bochorno público como el que estamos viviendo, o pides que la tierra te trague, o echas mano del bisturí. Es un momento grave porque esas cosas acostumbran a fomentar los populismos que se hacen ventrílocuos de la voz del pueblo sin aportar ninguna solución. En paralelo, la hiperpolitización de la respuesta pública —y concretamente, judicial— a la corrupción conseguiría alterar con riesgo la añeja división entre los tres poderes que nutren la vitalidad democrática.
Cuantitativamente, la dimensión de la burbuja inmobiliaria —causa y efecto, a veces, de corrupción— es la que ha lastrado la economía y la que ha llevado a las actuales tasas de paro. Socialmente, el colchón de la economía sumergida explica por ahora la escasa conflictividad popular, aunque quedan largos meses por delante si es que los indicios de lentísima recuperación acaban por consolidarse. Es natural que la ciudadanía sume la metástasis de la corrupción a los desplomes económicos, pero tendría más lógica diferenciar entre ambos procesos. Ciertamente, puede haber más corrupción cuanto más corra el dinero y más si es dinero fácil. Pero, por ahora, el mal de la corrupción es político, institucional, sobre todo con relación a la gestión interna de los partidos políticos y a entornos descaradamente golfos, conspirativos y chulescos.
Descalificar a toda la clase política es desproporcionado e injusto. Ahora bien, quizá sea el momento de abandonar la cantinela retórica de la democracia interna y asumir deberes fundacionales de transparencia. Frente al partido jerarquizado, sería positivo evolucionar hacia el partido como red. El bisturí pudiera aplicarse, por ejemplo, a los costes de las campañas electorales, tan obsoletas en la era ciberespacial. Así, de forma siempre imperfecta pero hasta hoy no superada, los mecanismos de la sociedad abierta permiten airear los establos y abrir ventanales. Y en las aulas y en la aspiración a una sociedad meritocrática es donde muchas cosas acabarían por refundarse como bien común.
(Artículo de Valentí Puig, publicado en "El País" el 22 de febrero de 2013)
La historia contemporánea de España tiene algunos rasgos inquietantes. Uno de ellos es lo que podríamos llamar la tendencia a la degradación de los regímenes. Los grandes períodos de la historia contemporánea: el trienio liberal (1820-23), la regencia de María Cristina (1833-41), la regencia de Espartero (1841-43), la monarquía isabelina (1844-68), el sexenio democrático (1868-74), la Restauración (1875-1931), y la Segunda República (1931-39), comenzaron con grandes esperanzas y terminaron, como vulgarmente se dice, como el rosario de la aurora, es decir, con disensión y violencia. Excluyo el absolutismo y las dictaduras porque esos regímenes nacieron ya degradados.
El caso es que todos los períodos enumerados comenzaron apoyados por el entusiasmo popular y terminaron hundiéndose en la indiferencia y el odio, cuando no en la masacre. Esto explica el gran número de constituciones que jalonan la historia contemporánea de España, en número casi igual al de períodos considerados. Por eso podríamos decir que más que de períodos o reinados, habríamos de hablar de regímenes. El trienio constitucional (tan bien reflejado en La Fontana de Oro de Galdós), que inaugura la serie, bajo los auspicios de la Constitución de Cádiz, fue, una excepción en el sentido de que fue derribado por una fuerza exterior, la invasión francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis; pero lo cierto es que no hubo en la primavera de 1823 ni sombra de la heroica resistencia con que había sido recibida la invasión napoleónica quince años antes. Todos los demás regímenes cayeron por su propio peso, recibiendo un descabello militar las más de las veces, al que llegaron ya desfondados y agonizantes, desgarrados por las luchas y rivalidades internas.
Esta es una pregunta que yo me he hecho a menudo, y con la que he acosado a mis amigos juristas: ¿por qué tantas constituciones promulgadas, sin contar las nonatas? ¿No sería mejor imitar a los Estados Unidos, que no han tenido más que una constitución en toda su historia, y la han ido adaptando a los tiempos cambiantes por medio de enmiendas? La pregunta, en todo caso, es secundaria: la pluralidad de constituciones es un síntoma, no el problema en sí. El problema es la sorprendente rigidez de nuestros regímenes e instituciones, que parecen incapaces de renovarse sin trauma. En el caso de la Restauración, es difícil saber si fue la ausencia de sus dos grandes protagonistas (Cánovas y Sagasta) o la incapacidad de adaptarse a una España en pleno crecimiento económico y cambio social, pero el hecho es que desembocó primero en la dictadura de Primo de Rivera y luego se hundió dejando lugar a la Segunda República, que fue acogida con entusiasmo y ya sabemos por desgracia cómo terminó.
Vienen estas apresuradas disquisiciones históricas a cuento de la situación presente. Parece claro que lo que comenzó tan esperanzadoramente con la Transición a la Democracia, hace ahora tres decenios y medio, ha entrado en un callejón angosto al que nadie parece ver salida airosa e indolora. Al paulatino desarrollo del separatismo, que nadie parece saber cómo detener, se une otra lacra periódica, que es la corrupción generalizada, ante la que nuestros políticos sólo parecen saber responder con el “Yo no he sido” o el “Y tú más,” o con ocurrencias poco meditadas, en algún caso en abierta contradicción con la conducta anterior de la figura que las recomienda. Pocos parecen darse cuenta de que tanto el separatismo como la corrupción son endémicos al régimen por el que nos regimos, que el sistema de nombramiento (más que elección) de los cargos públicos que utilizamos conlleva aparejadas ambas cosas.
La ausencia de ideas serias y constructivas es alarmante; y es que la solución no puede venir de los políticos actuales, que son, para usar la frase trillada de un viejo pantera negra, “parte del problema y no parte de la solución”. La solución, una reforma profunda, tiene que venir de fuera del sistema. Lo mejor que pueden hacer nuestros políticos es declarar que estamos en una emergencia nacional y dejar paso a pensadores independientes que propongan soluciones. Debiera nombrarse una Comisión de Diagnóstico Político, compuesta de un número limitado de autoridades de prestigio que tuvieran la menor relación posible con el mundo político, salvo en lo relativo a su competencia científica, de los que al menos una quinta parte fueran extranjeros, y pedirles un informe sobre los defectos de nuestro sistema político y recomendaciones acerca de cómo poner remedio a la situación actual. Pese al problema que conlleva la publicidad y la atención de los medios, el nombramiento y composición de la Comisión debieran ser públicos, y la Comisión, aunque trabajara en paz y en reclusión, podría y debiera tratar de pulsar otras opiniones y hacer uso de todo tipo de encuestas. Naturalmente, las recomendaciones de la Comisión no serían vinculantes, pero marcarían una senda, darían legitimidad y otorgarían autoridad a unas reformas que sin duda suscitarían oposición y crítica muy cerradas, pero que quizá dieran la flexibilidad que falta a nuestras instituciones.
Existen algunos antecedentes, muy pocos, de este tipo de Comisión en nuestra historia. Pero la que fue quizá la más famosa, la Comisión del Patrón Oro de 1929 (cuyas recomendaciones no se siguieron, no puedo entrar en el porqué), es aún objeto de estudio en las Facultades de Economía, y marcó un hito en nuestra historia económica.
¿Tendrán nuestros políticos la grandeza de ánimo y la inteligencia de recurrir a una Comisión independiente como medida para flexibilizar nuestra inveterada rigidez política y sacarnos del atolladero en que estamos? ¿O seguirán pretendiendo que ellos saben más y que nuestras instituciones “gozan de buena salud”?
(Artículo de Gabriel Tortella, publicado en "El País" el 16 de febrero de 2013)
El Congreso norteamericano, bajo su mandato, decidió poner coto a los hombres de negocios que, con más o menos frecuencia, acudían al Parlamento a compartir sus puntos de vista sobre una u otra normativa. Para ello, alguien inventó un registro que permitiese contrastar quién representaba qué y cuánto cobraba por ello. Algo aparentemente sencillo, si bien entonces, y aún hoy, revolucionario. Gracias a la Federal Regulation of Lobbying Act (1946), el proceso de representación de los intereses económicos y sociales en los procesos legislativos sería el mismo pero, al menos formalmente, sometido a luz y taquígrafos.
Mucho ha llovido hasta llegar, en feliz expresión de Gutiérrez-Rubí, a nuestra “política vigilada”. “Una sociedad decepcionada, crítica y muy informada” que con el apoyo de tecnologías de la información y una cultura política que, si no mayor, sí al menos está más extendida, exige mayor transparencia y control sobre las instituciones y los responsables públicos. Hoy la legitimidad para gobernar que emana de las urnas se agota con rapidez, no solo cuando la eficacia de las políticas desaparece, sino cuando estas se realizan a la sombra y sin contar con la opinión, cada vez más exigente, de los administrados.
Con estas exigencias, no es que la corrupción cese pero, al menos, es más difícil de ocultar. Pero si han aumentado las dificultades para ocultar una noticia, también son más complejos los accesos a fuentes de información relevantes y mayor el peso de la economía y los intereses particulares en la conformación del interés general.
Tanto es así que todos nuestros partidos políticos llevan en su cartera de promesas una buena ley de transparencia, sea esto lo que fuere, y así como el Gobierno anterior, tras ocho años, llegó a aprobar un anteproyecto, el actual tramita ya un proyecto de Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno que, como toda norma que se precie, es tanto lo que incorpora como lo que deja fuera, y nada dice de esa actividad tan cotidiana en nuestras democracias como es la representación de intereses.
El Tratado de Lisboa buscó un justo equilibrio entre representación y participación y expone en su artículo 11 que las instituciones comunitarias “establecerán los cauces necesarios” para “mantener un diálogo abierto, transparente y regular con las asociaciones representativas y la sociedad civil”, además de comprometer “amplias consultas con las partes interesadas”.
La Comisión Europea, a través de la Iniciativa por la Transparencia (2006), definió la representación de intereses como “las actividades realizadas con el objetivo de influir en la formulación de políticas y los procesos de toma de decisiones”, y el Parlamento Europeo considera “un derecho fundamental que los representantes de la sociedad civil y las empresas tengan acceso a las instituciones para trasladar sus intereses, recabar información, defender su situación o solicitar cambios en la normativa que les afecta”.
Países como Alemania, Francia o Polonia o, fuera de la Unión, Canadá, Taiwán, Israel y, más recientemente, Chile, decidieron incorporar a sus ordenamientos algunas de las medidas aplicadas con éxito en el complicado entramado comunitario, que reconoce que los grupos de interés “desempeñan un papel esencial en el diálogo abierto y pluralista en que se basa un régimen democrático, y constituyen una importante fuente de información para los diputados en el marco del ejercicio de su mandato”. Bruselas presume hoy de un registro voluntario, común al Parlamento y la Comisión, en el que los representantes de intereses económicos y sociales facilitan algunos datos básicos de facturación y se comprometen con el cumplimiento de unas normas de conducta comunes y públicas. Actualmente, 5.496 organizaciones —sindicatos, patronales, ecologistas, organizaciones religiosas u ONG— hacen lobby en la Unión Europea y, gracias a este registro, participan en el proceso normativo de una forma abierta y transparente, pues todos podemos conocer quiénes son, qué intereses defienden y cuánto perciben por ello consultándolo, simplemente, desde nuestro ordenador.
España no puede permitirse el lujo de aplazar medidas que dignifiquen nuestra democracia. El proyecto de ley que tramita el Congreso es la norma adecuada, en el momento justo, para incorporar a la legislación y a las prácticas españolas las mejores experiencias comunitarias, también en materia de grupos de interés. Registro, código de conducta y acceso público a las agendas de los altos cargos son algunas de las propuestas a debate.
Pero, además, el Congreso debate si la Ley de Transparencia debe regular no solo Administraciones públicas sino también partidos políticos y sindicatos. ¿Como dejar fuera de esta ley la relación entre Administraciones y políticos y las empresas y organizaciones sociales que legítimamente pretenden participar en la mejora de la legislación y, por tanto, de nuestro ordenamiento jurídico y nuestra convivencia? Es precisamente sobre esta relación sobre la que hay que poner luz. Deben existir más cauces transparentes para, entre otros motivos, reducir los cauces que no lo son, para dificultar en lo posible prácticas tristemente extendidas y que solo pueden realizarse al amparo del anonimato.
Una ley no elimina por sí sola las malas prácticas, pero puede dificultarlas, aumentando los controles e incrementando las sanciones. Además, debe establecer cauces adecuados, públicos y conocidos e impedir que comportamientos legítimos queden bajo la misma sospecha de los que no lo son.
Un grupo de firmas de consultoría y despachos jurídicos, que no representamos intereses, pero trabajamos profesionalmente para quienes legítimamente sí lo hacen, queremos trasladar públicamente al Ministerio de la Presidencia y a los grupos parlamentarios nuestra propuesta de que nuestro ordenamiento jurídico recoja la misma definición que Comisión y Parlamento Europeo hacen de los grupos de interés y su función en la conformación de las políticas públicas, incorporando una mayor transparencia en procesos legislativos y de toma de decisiones.
La Comisión Constitucional del Congreso analiza estos días el texto propuesto por el Gobierno y escucha a representantes de la sociedad civil y expertos en cada una de las áreas que la norma pretende legislar, mejorando su redacción y alcance, incrementando los derechos ciudadanos y buscando un justo equilibrio entre las legítimas aspiraciones de acceso a la información pública y transparencia y las necesidades de protección de datos que las instituciones deben preservar. Previamente, el Gobierno ensayó un novedoso proceso de consulta abierta a todos los ciudadanos, proceso tradicionalmente reservado a los órganos consultivos del Estado. La falta de experiencia y, sobre todo, la falta de cultura política a la hora de “rendir cuentas” de los resultados de la consulta han generado más fustración que apoyo.
Lo podemos hacer mejor y necesitamos hacerlo mejor. Truman supo entender, en momentos tan difíciles o más que los actuales, que la democracia se alimenta de democracia, por lo que su vieja receta, al margen de consideraciones éticas sobre gobernantes y gobernados y en castiza expresión de Antonio Maura, “yo, para gobernar, no necesito más que luz y taquígrafos”, es hoy más necesaria que nunca.
(Artículo de Joan Navarro, Javier Cremades, Emilio Ontiveros, Jordi Sevilla y Carlos Solchaga, publicado en "El País" el 14 de febrero de 2013)
La lucha contra la corrupción política no es fácil; menos si lo hacemos con las manos atadas a la espalda. Cuando la corrupción se hace por sistémica insoportable, nos percatamos de que los mecanismos de respuesta no funcionan adecuadamente, pues, o no son asumidos por quienes deberían, o ponerlos en marcha, especialmente los judiciales, es tarea ímproba.
En cierta medida, pedimos peras al olmo. En efecto, implementar los mecanismos políticos y jurídicos de respuesta depende en buena media de aquellos que habitan los espacios donde se referencia la corrupción. Como ha señalado el Greco (Grupo de Estados contra la corrupción) en sus análisis sobre España, no falla tanto la legislación como su aplicación. Aquí, el déficit de medios personales y materiales es clamoroso. Así, por el Juzgado de Nules, tras cinco años instruyendo el caso Fabra, han pasado siete jueces y cuatro fiscales. Olvidado el entusiasmo institucional del 11-M, los jueces de instrucción de la Audiencia Nacional reclaman más auxilio pericial por parte del Ministerio de Hacienda y de la Intervención del Estado para evitar que se eternicen las causas. Dos muestras.
Se alzan voces que claman contra, en su opinión, breves plazos de prescripción. Salvo el delito fiscal que prescribe a los cinco años, la mayor parte de las infracciones que hoy nos aquejan prescriben entre 5 y 10 años. Tiempo, entiendo, más que suficiente. Dilatar los plazos sin poner medios es un brindis al sol. Lo que debemos preguntarnos es por qué Hacienda, la Intervención del Estado y las de las comunidades autónomas, al igual que los diversos Tribunales de Cuentas, van con tal retraso en la verificación ordinaria de las cuentas públicas y de las de los partidos políticos, lo que hace muchas previsiones inútiles. Debemos preguntar cuáles son sus planes de trabajo, si son realistas, si se cumplen y especialmente porqué sus recomendaciones y observaciones resultan reiteradamente incumplidas. En no poca medida cabe hablar de una cierta impunidad de facto; eso sin hablar del indulto regio.
La otra cuestión relevante es que los encausados apuran hasta las heces su cargo, enarbolando la sagrada presunción de inocencia. Interesadamente confunden dos cosas. La primera, la presunción de inocencia es un derecho fundamental que vale para el proceso, no fuera de él. Por eso la responsabilidad penal y la política son diversas.
Dicho esto, hay que ir un paso más allá: la precoz expulsión de quien aparezca como corrupto. Sin embargo, el político imputado, al son de quiméricas conspiraciones en su contra y contra la patria, se resiste a ello, se equipara al ciudadano común y se muestra más doliente que este. Si el ciudadano no se ve privado de sus derechos hasta que es condenado, pues es presumido inocente hasta ese momento, por qué, inquiere el encausado-político, él ha de verse privado de esa presunción y ser despojado de sus cargos. Por dos razones muy sencillas. La primera: es falsa esa pretendida igualdad. La función pública comporta prerrogativas y cargas para garantizar la limpieza de su ejercicio que no son necesarias en la vida común. O sea: en lo desigual no hay igualdad a proteger.
La segunda razón es esencialmente política. Cuando un político es encausado, se le genera un profundo conflicto de intereses: el ejercicio de su función se ve alterado por su legítimo derecho de defensa. Ya no puede prestar la atención y ponderación que el cargo le impone. Por ello, mientras se reforman las leyes, hay que esperar de nuestros políticos un paso al frente que dignificaría su actuación: políticamente es obligada la dimisión de los cargos electos, por más que no sea obligada aún legalmente, desde que se produce la imputación formal, esto es, desde el momento en que el juez de Instrucción le comunica el auto de imputación y le da conocimiento íntegro de las actuaciones.
Estas resoluciones judiciales de imputación, por lo que alcanzo a ver, están más que suficientemente motivadas, por encima de la media, e ilustran plenamente al interesado y a la ciudadanía por qué se atribuye indiciariamente un delito o un haz de delitos. En fin, la imputación satisface todos los derechos y garantías procesales. Cabe objetar que, en caso de absolución, un daño cuando menos honorífico se ha inferido al procesado. Puede ser. Pero no pasa de ser un inherente riesgo profesional, que el ejercicio sin tacha de la función pública evita.
También se aduce que un grupo político podría requerir a sus integrantes la dimisión y otros no; así, tal conducta sería perjudicial para los más cumplidores. Nada menos cierto. Una cualidad políticamente olvidada es la generosidad, hija como es de la inteligencia. El grupo político que no promueva la dimisión de sus imputados quedará ante la ciudadanía como un ventajista. Tal percepción cotiza muy a la baja en la actualidad y sería un primer, pequeño, pero primer, paso en la dirección de una regeneración política. El segundo paso, reitero, ha de ser la dotación de medios personales y materiales a la justicia; si no hubiera dinero, anúlense partidas superfluas, que aún hay muchas, sin perjudicar los derechos ciudadanos. La causa pública lo vale.
(Artículo de Joan J. Queralt, publicado en "El País" el 7 de febrero de 2013)
Estos son algunos de los serios problemas institucionales, económicos y políticos que están aflorando en España. Primero, el sector público es hoy demasiado grande para poder ser financiado con los ingresos fiscales procedentes de sus ciudadanos y empresas. Hay que luchar contra la evasión fiscal, al estar el IRPF excesivamente concentrado en los asalariados, pensionistas y autónomos y al ser la evasión del IVA todavía muy elevada.
En 2008, antes de la recesión, 18,65 millones de personas declararon por IRPF, pero solo 8.590 (el 0,046%) declararon ingresos superiores a 600.000 euros; 87.300 (el 0,47%) entre 150.000 y 600.000 euros y 677.000 (el 3,63%) entre 60.000 y 150.000 euros. Es decir, el 95,85% declaró rentas inferiores a 60.000 euros y solo el 4,15% declaró rentas superiores a 60.000 euros. En 2010, los declarantes de más de 600.000 euros cayeron a 5.189 y los de entre 150.000 y 600.000 euros a 67.744.
En 2012, la Comisión Europea ha estimado que la economía sumergida en España alcanzaba el 19,2% del PIB y otras estimaciones llegan el 25% del PIB. Esta contiene actividades productivas que evaden impuestos directos e indirectos, Seguridad Social, salarios mínimos, etcétera, contribuyendo a que nuestros ingresos por IVA sean el 5,4% del PIB frente al 7% de media de la UE.
A la sumergida hay que añadirle la ilícita, compuesta por actividades delictivas (terrorismo, contrabando de mujeres, niños, especies, órganos, drogas y armas, blanqueo de dinero, prostitución, consumo de drogas) financiadas con billetes en euros y dólares de alta denominación, cuyos propietarios no pueden ser detectados por ser al portador. Lamentablemente, en 2007, circulaban en España el 36% de todos los billetes de 500 y 200 euros de la Eurozona, cuando nuestro peso porcentual de su PIB total era del 11,9%.
Segundo, a esta corrupción privada hay que añadir la política o pública, que afecta a aquellos políticos, gobernantes y administradores públicos que abusan de su poder vendiendo bienes públicos por debajo de su valor o dando concesiones administrativas por encima de su valor, para obtener una ganancia privada o partidista.
El índice de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional (2012) clasifica a España en el puesto 30 detrás de Chipre y de Botsuana y por delante de Portugal, cuando la gran mayoría de los países de la Eurozona están entre los 22 primeros, salvo Italia (72).
Corrupción privada y pública atañen a la inspección fiscal, Policía, Guardia Civil y también a la justicia, que siendo mayoritariamente eficiente, es excesivamente lenta, haciendo que muchos delitos prescriban antes de llegar a la Audiencia o al Supremo, incentivando a muchos delincuentes extranjeros a residir en España.
Tercero, el sector público es grande y menos eficiente que en otros países europeos al solaparse en cuatro niveles distintos de Administraciones públicas y necesita cuanto antes una profunda reorganización de sus niveles y competencias.
En 2010, el 40% de nuestros 47 millones de habitantes residía en 33 municipios de más de 100.000 habitantes, ocupando solo el 1% del territorio nacional. El 52% vivía en 83 municipios de más de 50.000 habitantes y el 68% en 252 municipios de más de 20.000 habitantes, pero existen 8.114 ayuntamientos. Siendo 168 ayuntamientos los que hacen frente a la mayoría de las demandas económicas y sociales de los ciudadanos, son las comunidades autónomas las que concentran el mayor poder de gasto, y la Administración central quien concentra el mayor poder de ingreso.
También en 2010, el mayor gasto del Estado lo hacían las autonomías (35% del total y 16% del PIB), seguidas de la Seguridad Social (32% del total y 14% del PIB), de la Administración central (20% del total y 9% del PIB) y de los ayuntamientos (13% del total y 6% del PIB). El mayor ingreso lo recaudaba la Administración central (37% del total y 13% del PIB), seguida de la Seguridad Social (33% del total y 12% del PIB), las autonomías (19% del total y 7% del PIB) y los ayuntamientos (11% del total y 4% del PIB).
Esta asignación territorial de ingresos y gastos debe modificarse para que los servicios de las Administraciones públicas estén más cerca de las demandas de los ciudadanos y para que cada Administración, especialmente las autonómicas, intente mejorar sus propios ingresos fiscales recaudándolos de sus propios ciudadanos, en lugar de vivir solamente de las transferencias de la Administración central, sin recaudar incluso impuestos cedidos. Son los impuestos los que justifican una representación política y no al revés.
El número de empresas públicas, especialmente autonómicas y municipales, es desproporcionado y mayoritariamente en pérdidas, siendo algunas más un sistema de generación de nóminas y dietas, de colocación de políticos y de captura de rentas que un medio eficaz de enfrentar necesidades económicas. Han proliferado las televisiones autonómicas, financieramente insostenibles, perdiendo 1.600 millones en 2011.
Cuarto, en los partidos políticos ha comenzado a primar el interés partidista sobre el general. No han invertido recursos suficientes para mejorar la excelencia en aquellos factores de producción intangibles (educación, formación, investigación, desarrollo, innovación y tecnología) que generan ya la mayoría del crecimiento de las economías avanzadas. Muchos Gobiernos autónomos y locales han primado la inversión en bienes tangibles, como suelo, construcción y vivienda, porque, entre otras razones, podían llegar a generar una apropiación de rentas al ser contratadas o conceder sus permisos.
Durante más de dos siglos, las cajas de ahorro han sido fundamentales para financiar el desarrollo local, provincial y regional español, mientras sus obras sociales aportaban servicios públicos necesarios. La Ley de Órganos Rectores de las Cajas de 1985 intentó “democratizar” sus órganos de gobierno, obligando a que en sus asambleas estuviesen presentes representantes de corporaciones municipales y provinciales, impositores, empleados y la corporación fundadora. Finalmente, la mayoría de miembros de sus asambleas, consejos y obras sociales han terminado siendo políticos y representantes sindicales.
El resultado final es que de 46 cajas existentes en 2009, hoy solo quedan 11 bancos de cajas, 3 de ellos nacionalizados agrupando 12 cajas, y 2 cajas pequeñas. Excluyendo aquellas Cajas cuyos directores rechazaron determinados deseos de sus presidentes y consejos (logrando mantenerse en sus puestos) muchas han terminado quebrando, siendo fusionadas o compradas. Durante la burbuja, las cajas aumentaron un 25% sus sucursales y un 27% su personal, mientras los bancos los reducían en un 5%.
Quinto, en los interlocutores sociales, patronales y sindicatos, parte fundamental de la sociedad civil, también prima su interés corporativo. Han sido, en buena parte, responsables de nuestros desmesurados niveles de paro, al no ponerse de acuerdo, oponerse o impedir varias reformas laborales. España es líder de la UE con 6.000 convenios colectivos, mayoritariamente provinciales que, hasta la reciente reforma laboral, han provocado cierres masivos de pymes en cada recesión.
En lugar de organizarse a nivel sectorial y nacional, como en la mayoría de la UE, lo están también a nivel regional y provincial e incluso local, creando organizaciones excesivamente grandes y costosas para su actividad real. Además, cada uno recibe cientos de millones de euros anuales de subvenciones procedentes de la cuota de Formación Profesional y del Fondo Social Europeo, para facilitar la formación profesional continua.
A pesar de recibir elevadas subvenciones públicas, los sindicatos no publican todavía cuentas auditadas por auditores independientes y la CEOE por vez primera ha publicado este año las de 2011. En 2001, una inspección del FORCEM por el Fondo Social Europeo mostró que una parte de sus subvenciones no había sido invertida en formación profesional continua, exigiendo su devolución.
Para cambiar cuanto antes el rumbo de estas graves y nocivas tendencias, la débil sociedad civil española debe reorganizarse y los dos grandes partidos políticos deben promover, conjuntamente, cambios legislativos y constitucionales.
(Artículo de Guillermo de la Dehesa, publicado en "El País" el 2 de febrero de 2013)
El descubrimiento diario de casos de corrupción aumenta la desmoralización de un país como el nuestro, del que Ortega dijo con razón: “Los españoles. Ese pueblo que ha pasado de querer ser demasiado a demasiado no querer ser”. ¿Cómo cambiar la tendencia? ¿Cómo ilusionarse con querer ser en un país en el que actuar con justicia sea una obviedad?
En principio, la corrupción política se produce cuando intervienen tres actores: el pueblo, que mal que bien deposita su confianza en los representantes a través de elecciones libres; los representantes, que presuntamente van a gestionar los asuntos y dineros públicos con vistas al bien común; y un tercer actor que ofrece ganancias a los representantes si le favorecen de una forma especial, quebrantando la ley. En este juego se escurre dinero público hacia cloacas privadas, y actualmente en cantidades astronómicas; un dinero que no solo es de todos, sino que además después se reclama a ciudadanos que forman parte del pueblo, y son los engañados por los otros dos actores.
De donde se sigue no solo el robo de dinero, no solo la violación de la legalidad, no solo el sacrificio de las capas más desprotegidas, sino también la quiebra de la confianza, ese capital ético tan difícil de generar y tan difícil de reponer cuando se ha perdido.
Por si faltara poco, esta forma de corrupción es la que se entiende técnicamente como corrupción política. Pero en la realidad cotidiana, la corrupción se amplía a todas aquellas ocasiones en que una actividad, sea política, bancaria, judicial o sanitaria, ha dejado de perseguir la meta por la que cobra legitimidad social y solo beneficia a los intereses particulares de algunos de los actores en juego, que defraudan la confianza de los demás. La corrupción de las actividades sociales, cuando las metas que deberían perseguir se cambian por el bien individual y grupal, aumenta la desmoralización de la sociedad.
A ello se añaden los privilegios de la clase política y de la financiera, inadmisibles en una sociedad democrática, regida por el principio de igualdad. Los ciudadanos reaccionan indignados ante los privilegios de unas élites que se aseguran una vida espléndida con solo unos años de profesión, que gozan de retiros millonarios después de haber gestionado un banco de forma tan pésima que ha quebrado, un banco al que se ha inyectado dinero público. Después de haber llevado a un país a la ruina, sueldos elevados, buena colocación, coche oficial. El mundo del privilegio sin justificación posible no tiene sentido en una sociedad democrática.
No hace falta detallar casos de corrupción ni tampoco privilegios injustificados, porque se han ganado a pulso estar en los medios de comunicación y en las redes todos los días. Pero sí que urge forjar una ética pública que sirva de antídoto frente a la corrupción.
Algunas sugerencias nacidas de esa ética para ir reforzando el vigor de la justicia serían las siguientes: reducir el número de políticos a lo estrictamente necesario; ajustar su intervención en la economía a lo indispensable para asegurar un Estado de Justicia; desarrollar mecanismos institucionales para descubrir la corrupción y combatirla, empezando por la Ley de Transparencia; las leyes deberían ser pocas, claras y tendría que asegurarse su cumplimiento; exigir que los corruptos y quienes han gestionado mal el dinero público lo devuelvan y que no tengan que asumir las deudas el Estado o la comunidad autónoma correspondiente; eliminar los privilegios de cuantos hacen uso de fondos públicos y equipararlos al resto de los ciudadanos; impedir que los procesos judiciales consistan en manipular el derecho en vez de tratar de administrar justicia; aumentar el nivel de rechazo de la población hacia este tipo de prácticas, empezando por los puestos de mayor poder y responsabilidad, que deben ser ejemplares.
Y convertir todo esto en hábito, en costumbre, en lo que va de suyo porque es lo justo y lo que nos corresponde como seres humanos. Eso es lo que significa “ética pública”, incorporar en el êthos, en el carácter de las personas y de los pueblos esas formas de actuar, que son las propias de gentes cabales.
La ética no es el clavo ardiendo al que se recurre al final de un artículo o de una conferencia cuando ya no se sabe qué decir. Es el oxígeno imprescindible para respirar, y es lamentable que solo lo echemos de menos cuando nos falta. Hace años, en la preparación de un congreso, los organizadores de un determinado partido montaron una mesa de economía, otra de derecho y otra de ética. Las de economía y derecho ocuparon las grandes salas de la planta baja, la ética quedó en una salita reducida del primer piso: en la superestructura. Pero acabó desbordándose de militantes que decían: es por esos valores por lo que ingresé en el partido. Ojalá esto siguiera siendo así.
Porque la ética pública consiste en gestionar con responsabilidad los dineros y las aspiraciones públicas, haciendo de la justicia la virtud soberana de la vida compartida. Incorporarla es cosa de toda la sociedad, pero las élites políticas, económicas y mediáticas tienen mayor poder y, por tanto, mayor responsabilidad.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 23 de enero de 2013)
La corrupción aflige a todos los países, minando los progresos sociales y alimentando la desigualdad y la injusticia.
Cuando personas e instituciones corruptas roban unos fondos para el desarrollo que se necesitan desesperadamente, se están robando a los pobres y las personas vulnerables la educación, la sanidad y otros servicios esenciales.
Si bien la corrupción puede marginar a los pobres, no los silenciará. Este año, en el mundo árabe y en otras regiones del mundo, los ciudadanos de a pie han unido sus voces para denunciar la corrupción y exigir que los gobiernos combatan este delito contra la democracia. Sus protestas han desencadenado cambios en la escena internacional que apenas si podrían haberse imaginado solo unos cuantos meses antes.
Todos nosotros tenemos la responsabilidad de ponernos manos a la obra para combatir el cáncer de la corrupción.
Las Naciones Unidas están ayudando a los países a luchar contra la corrupción en el marco de su campaña general, a nivel de todo el sistema, destinada a contribuir a reforzar la democracia y la buena gobernanza.
La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción es un poderoso instrumento en esta lucha. Insto a todos los gobiernos que aún no la hayan ratificado a que lo hagan sin demora. Asimismo, exhorto a los gobiernos a que incluyan medidas de lucha contra la corrupción en todos los programas nacionales de apoyo al desarrollo sostenible.
El sector privado también puede salir enormemente beneficiado de la adopción de medidas eficaces contra la corrupción. La corrupción distorsiona los mercados, incrementa los costos para las empresas y, en última instancia, castiga a los consumidores. Las empresas pueden crear una economía mundial más transparente adoptando iniciativas de lucha contra la corrupción, incluida la labor del Pacto Mundial de las Naciones Unidas.
En este Día Internacional contra la Corrupción, comprometámonos a hacer la parte que nos corresponde tomando medidas enérgicas contra la corrupción, avergonzando a quienes la practican y engendrando una cultura que valore el comportamiento ético.
(Mensaje del Secretario General de la ONU, Ban Ki-Moon, el 9 de diciembre de 2011)
W. OPPENHEIMER - Londres - 19/05/2010, EL PAIS
Los primeros cadáveres contables en los armarios del laborismo británico fueron expuestos el martes por Jonathan Baume, secretario general de un sindicato de funcionarios que agrupa a más de 18.000 altos cargos. Baume reveló que varios mandarines, como se conoce a los funcionarios más poderosos, exigieron a sus superiores políticos instrucciones escritas sobre gastos que consideraban injustificados. Se trata de una protesta formal nada habitual, y significa que el funcionario cree que ese gasto tiene un objetivo político y no de gestión de Gobierno.
"Cuando un secretario permanente [máximo funcionario de carrera en cada ministerio] pide una carta de orientación a su ministro es porque cree que es una decisión grave que cree que no está bien", declaró Baume a la BBC. "Es tan poco habitual que algunos la comparan al botón nuclear. Cuando se da el caso tiende a ser por una decisión de un gasto elevado", añadió.
El primer ministro conservador, David Cameron, ha asegurado que sus ministros han encontrado algunos ejemplos de gastos "disparatados", y el secretario-jefe del Tesoro, el liberal-demócrata David Laws, declaró: "Estamos muy preocupados porque en los últimos meses ha habido muchos compromisos de gasto que algunos creen que no eran rentables". Sobre todo en estos tiempos de ajuste de las cuentas públicas.
La denuncia se produce cuando aún no hace una semana que los laboristas abandonaron el Gobierno. El antecesor de Laws, Liam Byrne, le dejó una nota de despedida que pretendía ser graciosa: "Me temo que no ha quedado ningún dinero en la caja".
La actividad parlamentaria tras las elecciones arrancó ayer con la reelección del conservador John Bercow como speaker o presidente de la Cámara. Tras delicadas negociaciones entre los partidos que integran la coalición, Cameron apareció por primera vez en el banco del Gobierno flanqueado por el viceprimer ministro y líder de los liberal-demócratas, Nick Clegg, y por el jefe del Foreign Office, William Hague.
En sus primeras palabras desde el banco del Gobierno, Cameron arrancó risas al subrayar que, con tantas caras nuevas, "muchos estamos sentados junto a gente con la que nunca nos habíamos sentado antes". Lo dijo sin darse cuenta de que parecía que se refería a su compañero de coalición, Nick Clegg.
A. M. - Palma de Mallorca - EL PAIS , 13/12/2009
Baleares marca índices muy negativos por causas judiciales abiertas por corrupción (un total de 14) y tiene una alta densidad de políticos imputados (40) entre el millón de habitantes. En las principales instituciones de Palma, Mallorca y Baleares, el voto decisivo está en manos de cargos públicos implicados que no han renunciado a su escaño. Ante esa situación, que se agrava con nuevos escándalos y más imputados cada semana, ayer al mediodía más de un millar de personas (otras fuentes indicaron que unas 2.000) se reunieron en el centro de Palma para protestar. Reclamaron honestidad y dimisiones. Un grupo acudió a chillar ante el histórico piso-palacete del ex presidente Jaume Matas, del PP, que está incurso en una causa por supuesto enriquecimiento ilícito.
La protesta ciudadana fue muy diversa, no había colectivos organizados, coincidían jóvenes, familias de media edad, conocidos ciudadanos de izquierdas y muchos jubilados. Un grupo de tambores animó el paseo.
DIEZ años de coalición PSOE-PAR en la DGA han reportado a esta Comunidad el periodo de mayor estabilidad política, pero también han contribuido al desarrollo de inercias generalmente reñidas con el buen gobierno: eso que algunos llaman calidad democrática para permitirse un margen de laxitud que no tiene cabida en la gestión pública. Síntoma inequívoco de este proceso es la falta de transparencia que por igual se manifiesta en el desprecio a la información parlamentaria o en el oscurantismo en torno a la cada vez más tupida red de empresas públicas. Otro es el silencio, la cruda inhibición ante evidencias que puedan comprometer o, simplemente, incomodar. Se prodiga sin reparar en que es la apuesta más segura para el que desconfía de sí mismo, pero mucho más difícil de manejar que la palabra porque hay silencios que hablan por sí mismos y algunos hasta son cómplices. Mal maneja la palabra quien considera que pagarse el chófer de un pretencioso coche oficial con fondos europeos destinados a ayudar a las mujeres maltratadas en asunto de otro partido en el que nadie debe inmiscuirse. Pero peor calla quien teniendo responsabilidades políticas directas en materia tan sensible guarda silencio intentando no otorgar. Mucho peor.
(Artículo de Ángel Gorri, publicado en “Heraldo de Aragón” el 29 de junio de 2009).
Los principios éticos y de conducta de los gobernantes.
En marzo de 2005 el Consejo de Ministros de España aprobó un código de buen gobierno aplicable fundamentalmente a los miembros del Gobierno y los altos cargos de
Más recientemente, Patxi López ha pedido a sus consejeros y colaboradores que gestionen los recursos públicos con austeridad y honradez extremas, reclamando a todos «bolsillos de cristal». Una metáfora ya utilizada por el famoso politólogo italiano Giovanni Sartori, que sostiene que la casa del poder debería ser siempre una casa de cristal en la gestión de los asuntos públicos (Sartori es uno de los más pertinaces fustigadores de Berlusconi, sobre el que publicó esta primavera «El sultanato», un libro realmente premonitorio).
Pero el cristal, utilizado como imagen de la transparencia, es también un material frágil. Así, en la última encuesta presentada por
Sobre el problema urbanístico el presidente del Gobierno de España ha declarado que «el crecimiento rápido en épocas de bonanza era muy difícil pararlo, toda la sociedad participa». Y añadía luego que «cuando en tantos ayuntamientos de España el suelo multiplicaba su valor por 20 y se convertía casi en petróleo?, vete tú a decirle a un pueblo que no construya más».
Estas afirmaciones del Presidente vienen a probar que, en cuestión de principios, no es lo mismo predicar que dar trigo. De cualquier modo, más allá de utópicos idealismos, lo cierto es que la corrupción ayuda frecuentemente a lubricar el sistema. Permite que funcione. Por ejemplo: se calcula que la economía sumergida supone en España el 25 por ciento del producto interior bruto (PIB).
En un libro reciente, «El negocio del poder», sus autores, los periodistas Federico Quevedo y Daniel Forcada, denuncian con detalle los privilegios, abusos y desmanes de cierta clase política española. Quevedo y Forcada ponen también de manifiesto que la corrupción viene siendo utilizada como un arma arrojadiza, principalmente entre los dos grandes partidos, primando los réditos electorales inmediatos en detrimento de una decidida voluntad política de enfrentarse a los casos de corrupción más flagrantes.
En definitiva, a pesar de proclamados códigos y principios, la separación entre lo público y lo privado aún sigue siendo muy lábil en España. Y, como sostiene Norberto Bobbio, la distinción entre el buen y el mal gobierno reposa precisamente sobre la contraposición entre interés común e interés particular, entre utilidad pública y utilidad privada.
(Artículo de Francisco Palacios, publicado en “
(Artículo de Ángel Garcés Sanagustín, profesor de Derecho Administrativo, publicado en “Heraldo de Aragón”, el 14 de junio de 2009).
La réinvention sans fin de l’Etat contemporain. Le sociologue Philippe Bezes se penche sur la rationalisation progressive de l’administration.
Comment pourrait-on prétendre gouverner les autres si l’on ne se gouvernait pas soi-même?, demande le sociologue Philippe Bezes, dans un livre dense et fascinant, où il tente de saisir non pas “l’Etat que réforme” mais celui “que l’on réforme”. A elle seule, du reste, cette question résume le paradoxe de l’Etat contemporain, engagé depuis les années 1960 dans un processus ininterrompu de réinvention.
Au fil des années, la réforme de l’administration est en effet devenue une véritable politique publique à part entière. La seule, peut-être, à avoir envahi avec une telle constance les programmes politiques, les rapportos administratifs en tout genre, les contrats passés par l’administration avec les cabinets de conseil et, finalement, le sens comun. Pour le dire avec les mots que Philippe Bezes emprunte à Michel Foucault, l’Etat est devenu “socieux” de lui-même. C’est peut-être là, d’ailleurs, sa principale singularité.
Au fil d’une enquête historique très fouillée, le sociologue identifie cinq configurations idéologiques et institutionnelles qui jalonent l’histoire du “souci de soi de l’Etat”: la rationalisation des choix budgétaires dans les années 1960, les réformes du rapport des usagers à l’administration des années 1980, la modernisation du service public à la fin de cette décennie et, enfin, la diffusion du “nouveau management public” dans les années 1990. En arrière-plan, c’est un schéma inspiré de Max Weber: la rationalisation progressive de l’exercice du pouvoir bureaucratique.
Une “rationalisation” qui, à lire Philippe Bezes, n’est pas dénuée d’ironie. En retournant contre lui-même son pouvoir réformateur, “l’Etat stratège” a aussi sapé les bases ideologiques sur lesquelles il fut fondé, notamment l’existence d’une fonction publique indépendante du pouvoir politique. Qui plus est, ce sont paradoxalement aujourd’hui des hauts fonctionnaires qui sont les promoteurs de la conception managériale de l’Etat, et plus des hommes politiques comme dans les années 1970, ou des consultants comme dans les années 1980. L’auteur connaît assez la sociologie des organisations pour ne pas se laisser impressionner par ce genre de paradoxes. Le “tournant Sarkozy”, sur lequel se conclut l’ouvrage –critique des corps de fonctionnaires, promotion de l’avancement au mérite, spoil system dans la haute fonction publique-, lui apparaît ainsi comme l’aboutissement du processus de réinvention de l’administration, plutôt que son inauguration.
Longtemps, l’Etat fut tenu par la sociologie française pour une institution figée. En décrivant les voies par lesquelles l’art de gouverner a choisi, au tournant de ce siècle, de se prendre pour son propre objet, Philippe Bezes montre, a contrario, que nous sommes peut-être au bord d’un changement radical du “référentiel” de l’action publique.
(Artículo de Gilles Bastin, publicado en Le Monde des Livres el 5 de junio de 2009).
ROSA MONTERO , EL PAÍS, 02/06/2009
Para qué nos vamos a engañar: a nadie le gusta ser criticado. Lo normal es que la bilis negra te coma las entrañas cuando alguien opina negativamente sobre ti. Los escritores solemos decir, muy píamente, que apreciamos la crítica constructiva, y que ansiamos encontrar a ese crítico verdaderamente bueno que nos ayude a mejorar nuestra escritura. Todo esto suena muy bien, pero es como aquel tópico que las actrices repetían en los años del destape: sólo me desnudo si lo exige el guión. Y luego rodaban una escena escribiendo a máquina con los pechos al aire. Quiero decir que se trata de una mentira muy gorda. Odiamos a los críticos incluso si son buenos. Es más, puede que a los buenos les tengamos aún una mayor inquina, porque seguramente atinan mejor con lo que más nos duele, con lo que hacemos peor.
Esta intolerancia hacia la crítica es algo ancestral. Hasta hace un siglo se dirimía a tiros o a sablazos en iracundos duelos. Como el del célebre actor Julián Romea, que en 1839 retó al crítico de teatro Ignacio Escobar por una mala reseña. Los dos eran pésimos tiradores y fallaron sus disparos; pero la bala perdida de Romea mató a uno de los padrinos. Una tragedia verdaderamente imbécil. Y es que hay algo muy tonto y muy niño en la incapacidad para aceptar que hablen mal de nosotros. Un defecto que padecemos todos, porque los críticos tampoco soportan ser criticados. Tomemos por ejemplo el guirigay Almodóvar-Boyero y sus airadas secuelas: blog del cineasta, comunicado de redacción. Como dijo la Defensora del Lector, yo creo que todo el mundo tiene el mismo derecho a criticar, al margen de que te gusten o no sus modos (tanto Boyero como Almodóvar tienen admiradores y detractores apasionados). Y, en cualquier caso, con la que está cayendo, ¿no es una bobería enfurruñarse tanto por algo tan pequeño?
EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, 30/05/2009 A. I. / M. N.
Después de bastantes meses evitándolo, el Gobierno de Aragón informará en sede parlamentaria por fin de la empresa pública Sodemasa, dependiente de la Consejería de Medio Ambiente y que está permanentemente en el ojo del huracán por la situación real de sus empleados. Lo hará una de las manos derechas del consejero Alfredo Boné. En concreto, el secretario general técnico Roque Vicente. A petición propia, acudirá a la comisión de Medio Ambiente para informar de la estructura organizativa de este organismo, así como para explicar su participación en el operativo contra los incendios.
Hasta ahora, el Ejecutivo autonómico había evitado dar informaciones, como le han reclamado continuamente los grupos de la oposición, que tienen sospechas sobre la política de personal así como sus atribuciones. En los últimos días ha vuelto a quedar patente tras conocer que algunos empleados ejercían labores que no les competían.
MUNICIPIOS VULNERABLES.
La multiplicación de los casos de corrupción evidencia graves deficiencias institucionales.
LA DETENCIÓN de la alcaldesa del municipio zaragozano de La Muela, elegida primero por el Centro Democrático y Social y después por el Partido Aragonés, vuelve a poner de manifiesto que el poder local se ha convertido en el más vulnerable a la corrupción, independientemente de la adscripción política de quien lo ejerza. Los delitos que el juez imputa a los responsables del Ayuntamiento de La Muela son los mismos que se vienen repitiendo en cada uno de los casos semejantes: blanqueo de dinero, cohecho y tráfico de influencias. Como también el mapa electoral recuerda al de los restantes municipios envueltos en prácticas ilegales: la alcaldesa lleva ininterrumpidamente en el poder más de dos décadas. E, incluso, las escenas posteriores a la detención parecen obedecer a un guión repetido sin variaciones: los detenidos por corrupción suelen contar con un alto grado de apoyo entre sus vecinos.
La amplitud del fenómeno, así como la reiteración de los esquemas políticos y sociológicos observados en cada caso, demuestran que la corrupción municipal tiene, sin duda, una causa necesaria en un afán de lucro que no repara en la licitud de los medios. Pero la causa suficiente habría que buscarla en las deficiencias del sistema institucional, incompetente para prevenir los abusos y sólo capaz de detectarlos y castigarlos por la vía penal cuando adquieren proporciones escandalosas. Y también para este punto existe un patrón de comportamiento que dicta la reacción de los grandes partidos, postergando la consideración de la corrupción municipal como lo que es: un grave problema institucional y no una sucesión de episodios aislados. Mientras que el PP ampara a sus militantes bajo sospecha y reclama el monopolio de la virtud cuando la corrupción afecta a los socialistas, el PSOE toma inmediatas medidas contra los encausados procedentes de sus filas. Pero ni uno ni otro, ni tampoco las restantes formaciones, parecen decididos a adoptar iniciativas políticas y parlamentarias que saneen y fortalezcan a los ayuntamientos.
La corrupción municipal se ha desarrollado al amparo de la burbuja inmobiliaria, pero también la ha retroalimentado. Los ayuntamientos vieron en las recalificaciones de terreno un instrumento para obtener recursos para las arcas municipales, supliendo las carencias a las que les condenaban los Presupuestos del Estado. Pero la zona gris en la que se desarrollaban estas prácticas fue dejando paso a la abierta ilegalidad, al cobrar protagonismo los intermediarios por cuenta propia y ajena entre los municipios y los promotores inmobiliarios. Del beneficio para los ayuntamientos y de la mejora de los servicios que prestan a los ciudadanos se pasó al enriquecimiento personal, transitando en muchos casos por la financiación de los partidos. La corrupción urbanística terminó por configurarse, así, como una coalición de intereses tejida a partir de un espejismo de prosperidad, pero imbatible mientras duró.
(Editorial del diario “El País”, publicado el día 23 de marzo de 2009).
Publicado el 29-01-2009 ,en Expansión por Oscar Cortés. Vicepresidente del Club Dirección Pública Esade Alumni
La elevada complejidad de la sociedad actual unida a un contexto marcado por la crisis económica presenta un escenario con elevada demanda de liderazgo en los diferentes ámbitos público, empresarial o social. Aunque abordar el concepto de liderazgo en lo público no es fácil, la Administración, como elemento clave en la provisión de valor público y bienestar social, también demanda líderes y equipos capaces de emprender procesos de reforma.
Mirando a la cúpula de las organizaciones públicas encontramos que los incentivos que encuentran los políticos para priorizar una reforma en el ámbito administrativo son muy débiles, especialmente porque su éxito es remoto en tiempo y posibilidades y la valoración del ciudadano va a ser muy baja cuando no nula.
De esta forma podríamos pensar en líderes en forma de directivos "ideales" que serían aquellos capaces de aglutinar al máximo nivel tres capacidades: formulación y diseño de políticas públicas, gestión interna para poner la maquinaria administrativa en marcha y consecución de un entorno que autorice, apoye, tolere o favorezca la implantación de la estrategia definida.
Por otra parte, las organizaciones en general, y las públicas en particular, están sometidas en estos tiempos a varios efectos concurrentes. Por una parte, el creciente valor de las personas y la proliferación de redes tenderán a deslocalizar el conocimiento y el poder. Por otra, se plantean nuevas demandas en el capítulo de las habilidades: escuchar, convencer, conversar, interactuar, cohesionar, ejemplificar, transparencia, inquietud y curiosidad permanente.
Es obvio que aglutinar en una o pocas personas todo lo anterior es un ideal que está lejos de existir. Podríamos, sin embargo, hablar de un óptimo en forma de liderazgo compartido y distribuido entre las diferentes personas que componen los equipos políticos y profesionales: líderes maestros, capaces de inculcar y fomentar la predisposición para que todos sepan qué aportar en un proyecto determinado; líderes que escuchen y generen cauces adecuados para la gestión del conocimiento como vía para estimular el aprendizaje organizativo; líderes que puedan producir micro-innovaciones en pequeñas actividades del día a día al servicio de los ciudadanos.
Líderes, a todos los niveles, capaces de llevarnos hacia una Administración pública inteligente en la sociedad del riesgo y del conocimiento que marca este comienzo del siglo XXI.
MUCHOS INFORMES, POCA INFORMACIÓN.
(Editorial de "Heraldo de Aragón", publicado el 6 de febrero de 2009)
La falta de transparencia, lejos de corregirse, se confirma como un preocupante estilo en el que parece instalado el Gobierno de Aragón. Pese a las reiteradas quejas de la oposición y de otras instancias para que haya información y claridad sobre los datos y funcionamiento de las empresas públicas, muy poco o nada se ha avanzado en este aspecto, y la promesa, reiterada por el presidente Iglesias en sus primeros discursos de investidura, de poner en marcha el Tribunal de Cuentas de Aragón ha quedado en eso, en un compromiso incumplido. Las trabas al necesario control y a la información sobre el uso y destino del dinero público se reprodujeron ayer, al inicio del periodo de Cortes de Aragón tras las largas vacaciones parlamentarias de invierno. Una proposición de ley del Partido Popular,que apoyó CHA, fue rechazada con los votos del PSOE, PAR e IU, que confirmó que su apoyo a los presupuestos municipales parece englobarse en un acuerdo político para todas las principales instituciones de Aragón. No se entiende qué motivo puede haber para rechazar que se aumente el control sobre las contrataciones externas para realizar unos informes, estudios y trabajos para los que el Gobierno aragonés ha presupuestado una cifra que supera los veinte millones de euros. La resistencia a aceptar normas básicas de buen gobierno daña la credibilidad de las instituciones y merma la confianza ciudadana.
Publicado el 25-01-2008 , por EXPANSIÓN.COM | Actualizado 19:01 h.
El Consejo de Ministros ha aprobado una oferta de empleo público (OEP) de 35.895 plazas para 2008, la mayor realizada en la historia de España, según asegura el Ministerio de Administraciones Públicas. De las plazas convocadas, 10.156 corresponden a puestos en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, y 5.648, a las Fuerzas Armadas.
La convocatoria de este año se centra también en servicios públicos esenciales como las unidades de atención al ciudadano, y de prestación directa de servicios, particularmente en los siguientes ámbitos: extranjería, entidades gestoras de la Seguridad Social, administración tributaria, empleo y seguridad laboral.
Otros sectores prioritarios de la OEP son tráfico y policía, políticas sociales (inmigración y vivienda, entre ellas), investigación, medio ambiente, instituciones penitenciarias, hacienda pública, lucha contra el fraude fiscal y control del gasto público, estadística, servicio exterior y seguridad del transporte.
El Gobierno asegura que también ha prestado una especial atención al apoyo al desarrollo de la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de Dependencia.
250.000 aspirantes
Según las previsiones del Ministerio de Administraciones Públicas, se espera que participen en el proceso de selección más de 250.000 aspirantes, que podrán conocer los pasos del proceso por Internet, correo electrónico y mensajes a teléfonos móviles.
La OEP de este año se adapta al nuevo marco jurídico establecido por la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público. Esta normativa establece una nueva clasificación del personal funcionario de carrera en grupos y subgrupos tanto para el acceso libre como en promoción interna. Igualmente se adapta a las normas de participación en tribunales y órganos de selección.
También presenta otras novedades importantes, como una atención especial a la integración de las personas con discapacidad en el empleo público, medidas para la reducir la temporalidad, el fomento de la promoción interna, en especial a los subgrupos A2, C1 y C2, y la aplicación de las políticas de igualdad. En cuanto al proceso de selección, las pruebas de este año serán menos memorísticas y más prácticas
EXPANSIÓN, Publicado el 16-01-2009 , por M. C. G. / Agencias
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, ha señalado que es necesario que el Gobierno tome medidas para afrontar la crisis económica ya que estamos ante una situación de crisis económica "muy grave". A su juicio, habría que reformar el sistema laboral heredado "de un régimen autoritario, autocrático y antiliberal como el franquismo", reforzar el sistema financiero y bajar los impuestos y replantear seriamente "la estructura y el tamaño de la Administración Pública Española".
Aguirre se pregunta si España puede permitirse "20 grandes administraciones (entre el Estado y las Comunidades autónomas) con extensas burocracias y con ejércitos de funcionarios para administrar competencias que están duplicadas" durante la celebración del Foro Madrid, que tuvo lugar este viernes en el municipio madrileño de Valdemoro.
Aguirre ha señalado que la situación es "muy grave", por lo que "es necesario que los políticos hablen con claridad" sobre la situación económica y donde aportó algunas medidas para ofrecer "esperanza" a los ciudadanos españoles.
No obstante, señala que es necesario que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero "arrime el hombro" y se pregunta si será necesario que algún político español o el propio presidente se queden sin trabajo para que se empiece a salir de la crisis. De este modo, defiende que "de las crisis no se sale gastando más, sino ahorrando más", y por tanto reduciendo el gasto de las administraciones públicas "al mínimo imprescindible".
Aguirre cree que "se tiene que acabar" el sistema laboral obsoleto heredado del franquismo que tiene España. "La experiencia demuestra que cuando llega una crisis, este país se convierte en una fábrica de parados. Mientras en el resto de países se han generado 50.000 empleos, en España se han perdido nada menos que 990.000". La presidenta regional afirma que se ha vivido un "espejismo" durante los últimos tiempos, señaló que es necesario que el país sea más productivo. "Los primeros que tenemos que aplicarnos esa receta somos nosotros mismos, quienes trabajamos en las administraciones públicas".
11/01/2009 PEPE Lasmarías El Periódico de Aragón
La política aragonesa se mueve más que el mercado futbolístico. Belloch ha metido en su gobierno a Jerónimo Blasco. Creo que es una buena incorporación para la ciudad, aunque al alcalde se le fue la mano al decir que era como contratar a Messi y que, si pudiera, ficharía a todo el equipo de la Expo. No sé con qué cuerpo se habrá quedado el resto de tenientes de alcalde.
Más sorprendente es el fichaje de Santiago Coello, hasta ahora responsable de la SEPI Aragonesa, por el empresario Agapito Iglesias. En este caso, parece que la salida de Coello de la DGA no ha sido del todo voluntaria, más bien le han animado a cambiar de aires. Es curiosa la situación, porque la DGA parece el equipo filial del grupo del constructor soriano. En dos años y medio han salido del Pignatelli Eduardo Bandrés, el responsable de prensa Luis Sol, y ahora Coello. Ya ven, el mercado laboral en las altas esferas está animado, y eso que faltan los cambios en las consejerías de la DGA. Tan entretenidos andan que esperemos que no olviden para que están ahí, gestionar bien lo público y favorecer las condiciones para crear empleo. Y no sólo para ellos, sino para todos los ciudadanos.
Periodista
LUIS R. AIZPEOLEA - Madrid - 05/01/2009, EL PAIS.
Todos los decretos que aprueben los ministerios deberán adjuntar un informe de "impacto normativo" que garantice que no generarán nuevas cargas administrativas o trámites burocráticos. La orden, que será aprobada este mismo mes por el Consejo de Ministros, se encuadra en el compromiso del Gobierno de reducir un 30% de la burocracia de la Administración durante esta legislatura, lo cual supondría al Estado un ahorro equivalente al 1% o el 1,5% del Producto Interior Bruto (PIB), según estimaciones de la Unión Europea. En euros, entre 10.000 y 15.000 millones.
Las nuevas medidas buscan mejorar la competitividad de las empresas
Las autonomías y el gran número de pequeñas sociedades complican el reto
La exigencia del nuevo informe se sumará a la de otros ya aprobados esta legislatura, sobre impacto autonómico y de género de las medidas que adoptan los departamentos ministeriales. En total, el plan de reducción de cargas burocráticas ha supuesto ya la adopción de 80 medidas desde el pasado verano. A ellas se sumarán otras 50, que serán aprobadas en febrero.
El compromiso que asumió el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en su investidura para reducir las cargas administrativas durante esta legislatura supera en un 5% a la exigencia de la Unión Europea a todas las administraciones de su ámbito.
La ministra de Administraciones Públicas, Elena Salgado, encargada de sacar adelante este reto, encuadra estas medidas en una "concepción moderna de la reforma de la Administración, que aprovecha las posibilidades que ofrece la sociedad de la información para reducir las cargas burocráticas". Según explica, "los beneficiarios son los ciudadanos, que verán simplificados sus trámites individuales, las gestiones de las empresas y de los profesionales. De este modo contribuimos al aumento de la productividad general".
Salgado no es nueva en estos quehaceres, pues participó en la reforma de la Administración que promovió el primer Gobierno de Felipe González, a comienzo de los años ochenta. Sin embargo, considera que el proyecto actual es claramente distinto: "En aquella ocasión se puso el énfasis en la seguridad jurídica de la reforma. Ahora, el énfasis está en que la Administración contribuya al aumento de la competitividad y de la productividad de las empresas".
El traslado de la estrategia europea de simplificación administrativa resulta singularmente relevante para España, según Salgado, porque la distribución de competencias entre las comunidades autónomas genera en ocasiones duplicidades normativas innecesarias. En el terreno empresarial, la simplificación administrativa tendrá aún más impacto porque priman las firmas de tamaño reducido.
El plan gubernamental define seis áreas prioritarias de actuación: el derecho de sociedades, la legislación fiscal, las estadísticas, la contratación pública, el medio ambiente y las relaciones laborales. Se centra en aquellos procedimientos que faciliten los trámites burocráticos de los ciudadanos, los de creación de empresas, los de liberación de recursos para el crecimiento de éstas, los de abaratamiento de costes y los de fomento de la inversión productiva.
La Administración General del Estado medirá el ahorro de la reforma por medio de un modelo de costes estándar. Aunque el plan ha sido diseñado sólo para ella, ha establecido mecanismos de colaboración con todas las comunidades autónomas y con la Federación Española de Municipios y Provincias, a fin de impulsar estas medidas de simplificación administrativa en sus ámbitos de competencia. El Ministerio de Administraciones Públicas tiene orden de coordinarse con los subsecretarios de los ministerios afectados para realizar el seguimiento del plan. También deberá informar periódicamente del desarrollo de éste al Consejo de Ministros, a través de la Comisión Delegada de Asuntos Económicos.
La avanzadilla de la reforma han sido 80 medidas de simplificación burocrática, aprobadas en los Consejos de Ministros del 27 de junio y 14 de agosto pasados. Entre ellas figuran la implementación de medios telemáticos, en sustitución del tradicional papel, con la interconexión electrónica de los sistemas de información de las administraciones públicas; la ventanilla única apuntada en el proyecto de transposición de directiva de servicios y la reducción de plazos en la tramitación de expedientes. Esas medidas afectaron a procedimientos de los ministerios de Economía y Hacienda, Interior, Trabajo e Inmigración, Industria, Turismo, Comercio y Administraciones Públicas, Sanidad y Consumo y Ciencia e Innovación.
La mayoría de las nuevas medidas entrarán en vigor en los próximos días. Así sucede, por ejemplo, con la aceleración de las devoluciones del IVA para empresas y autónomos que opten por recibirlas mensualmente en lugar de esperar a la devolución anual que rige actualmente para la mayoría de las empresas. O con las bajas de vehículos para desguaces, que ya pueden ser gestionadas de forma electrónica a través de los centros autorizados.
MIQUEL NOGUER - Barcelona - 04/01/2009
Pese a la galopante crisis económica, la consigna de ajustarse el cinturón parece no haber llegado a la Diputación de Barcelona. Como mínimo, a su departamento de personal. Los gastos en Recursos Humanos de la institución que asesora y colabora con los ayuntamientos de la provincia volverán a dispararse un 8,5% en 2009, pese a que el organismo prevé reducir su inversión en cerca del 26%. Los sueldos de los funcionarios de la diputación supondrán un desembolso de 150 millones de euros, 15 más que en 2008. Pero el gasto que realmente se dispara es el de los asesores y personal de confianza no funcionario. Este capítulo aumenta un 24%, lo que supone 10 veces la inflación acumulada hasta noviembre.
Si en 2008 la diputación presupuestó 2,54 millones para pagar a estos asesores, en su mayor parte personal de confianza de los partidos y que hacen labores de apoyo a los diputados provinciales, la partida aumenta hasta los 3,32 millones en 2009.
¿A qué viene tan espectacular subida en tiempos de crisis? Un portavoz de la diputación, que en abril pasado eligió al socialista Antoni Fogué como nuevo presidente tras relevar al hoy ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, ha asegurado a este periódico desconocer el motivo real del incremento. Aduce, además, que "el hecho de que se presupueste una cifra no implica necesariamente que ésta se vaya a gastar".
El mismo portavoz aclara que el organismo no prevé aumentar el número de asesores externos (46). "Hace ya años que el pleno de la diputación decidió limitar la cifra a 50. Si se quiere superar debería anularse el acuerdo y votar otro". Por lo tanto, si se mantiene la cifra de 46 personas a sueldo que hay en la actualidad, cada asesor de la diputación cuesta a los contribuyentes una media de 72.240 euros anuales.
El aumento del gasto en asesores en tiempos de crisis choca con los postulados keynesianos (estimular la inversión pública, más que inflar el gasto en funcionarios) que habitualmente defienden los partidos que Gobiernan en la diputación: PSC, Esquerra Republicana, Iniciativa-Esquerra Unida, que cuenta con el apoyo de CiU. Todos los grupos de la cámara provincial tienen asesores, pero lógicamente son los que gobiernan los que cuentan con más. El PP, en la oposición, tiene cuatro diputados provinciales de los 51 totales.
(Artículo publicado en el Heraldo de Aragón,sábado 2º de diciembre de 2008, pág.18)
El pasado mes de noviembre, la Asociación para
Los gastos de representación y su utilización deben considerar como valores de referencia la austeridad y la ejemplaridad. Permitir atender gastos inherentes a la dignidad del cargo o de la institución, sin convertirse en una suerte de salario en especie o cubrir gastos sin conexión alguna con el interés público. La cantidad debe estar ajustada a las necesidades de cada institución y su utilización sujeta a estrictos criterios de control, para alejar cualquier tentación de desviar los fondos a fines privados, ajenos al interés público.
Un Código de Buen Gobierno debe considerar, entre otras cuestiones, la finalidad y utilización de los gastos de representación de las instituciones públicas y la transparencia en su aprobación, justificación y posterior control.
Asociación para la Defensa de la Función Pública Aragonesa. Julio Guiral y Félix Gracia, presidente y secretario.
(Artículo de Pepe Lasmarías, publicado en “El Periódico de Aragón”, el 14 de diciembre de 2008).
Es la petición que hacía en las Cortes hace unos días
F. PEREGIL - Chicago - 14/12/2008
A las seis y cuarto de la mañana del pasado lunes, cuando dos agentes del FBI se presentaron en casa del gobernador Rod Blagojevich, conocido por Blago, para llevárselo esposado, éste les preguntó:
“En esa frase está definida toda su personalidad”, comenta Colin McMahon, director de la edición de fin de semana del Chicago Tribune. “Es la frase de un tipo que se considera impune, intocable, y que ve normal todo lo que ha hecho”.
En las escuchas interceptadas a Blago por el FBI se desvela cómo el gobernador planeaba presionar al grupo editorial de The Chicago Tribune —que se declaró esta semana en bancarrota—. Pretendía impedirle la venta de un estadio de béisbol, que ayudaría a saldar las deudas del grupo, si no se avenía a despedir a un miembro del equipo que redacta los editoriales del periódico.
Por el rascacielos donde se encuentra la sede de este periódico fundado en 1847, que tiene una tirada diaria de unos 500.000 ejemplares, ha pasado lo mejor y peor de la ciudad. Pasó Barack Obama antes de ganar las elecciones. “Era increíble la habilidad que tenía para esquivar las preguntas que no le interesaban; lo hacía de una forma tan, tan suave que sólo te dabas cuenta después de que en realidad no te había contestado a la pregunta”, señala McMahon.
Y pasó Blagojevich varias veces para reunirse con los 12 miembros del equipo editorial. “Se obsesionó con un compañero de los editoriales. Quería que lo despidieran. Pero los periodistas no sabíamos nada de eso. No sé si lo sabrían los dueños del periódico. Nosotros dimos la exclusiva de que el FBI lo iba a detener. Pero no teníamos ni idea del contenido de las escuchas”, añade McMahon.
El periódico se encuentra contra las cuerdas de la bancarrota, pero no parece rendirse ante la gran máquina de los demócratas, que gobiernan en esta ciudad de 8,7 millones de habitantes desde hace más de 80 años. “Esa máquina está basada en un sistema muy jerárquico, con una disciplina férrea y mucha lealtad en la cadena de mando”, indica un antiguo ayudante del gobernador Blagojevich, que prefiere preservar el anonimato. “En la cima de esa pirámide hay tres familias irlandesas. Una es la de Michael Madigon, que es presidente de la Cámara de Representantes en Illinois, otra la del alcalde Richard Daley, y otra la de Richard Mell, que es el suegro del gobernador”.
A veces, un simple periodista como Mike Royko (1932-1997), se enfrentaba a la máquina y se atrevía a publicar una biografía sobre el entonces alcalde de Chicago, Richard J. Daley (1902-1976), padre del actual edil. La biografía, publicada en 1972 y titulada The Boss (El Jefe) describía los hábitos de corrupción en Chicago.
El viejo Daley, presionó a más de 200 librerías para que no la vendieran. Pero 36 años después de su primera edición, el libro aún sigue destacado en las librerías. La máquina aún controla la ciudad. Y el Chicago Tribune, aún contra las cuerdas de la crisis económica, sigue haciéndose valer.
50 congresistas del Estado pretenden destituir a Blagojevich por corrupción
DAVID ALANDETE - Washington - 11/12/2008 , El PAIS
Después de que el FBI le detuviera y le acusara de haber intentado comerciar con el escaño del Senado que hasta hace poco ocupó el presidente electo de EE UU, Barack Obama, el gobernador de Illinois, el demócrata Rod Blagojevich, de 52 años, se enfrentaba ayer a una creciente presión de la clase política para que dimita.
El presidente electo ha sido de los primeros en reclamar la renuncia. El que será portavoz de la Casa Blanca, Robert Gibbs, aseguró ayer que Obama considera que Blagojevich debe retirarse de la política. "En las circunstancias actuales, es muy difícil para el gobernador cumplir con eficacia su trabajo de servir a los habitantes de Illinois", advirtió Gibbs, informa France Presse.
El Congreso estatal de Illinois, que se encuentra inactivo, se reunirá de urgencia el lunes para debatir las acusaciones de corrupción contra el gobernador. Cincuenta congresistas han firmado una solicitud formal para que sea destituido. La Cámara de Illinois ha anunciado que tratará de aprobar una convocatoria especial de elecciones a través de las cuales se elegiría al sucesor de Obama.
Las acusaciones contra Blagojevich pueden salpicar a otros políticos demócratas. El primero es Jesse Jackson Jr., miembro de la Cámara de Representantes por Illinois e hijo del conocido reverendo y activista de los derechos civiles. Las autoridades federales le identificaron ayer como el "candidato número cinco" del que hablaba el gobernador con un colaborador en una conversación telefónica grabada, según la cual este aspirante a ocupar el escaño de Obama le prometió recaudar 500.000 dólares (unos 384.000 euros) a cambio del puesto.
A primera hora de la mañana de ayer, Blagojevich salió de su casa, en el norte de la ciudad de Chicago, y se trasladó en coche hasta su despacho, sin hacer ningún comentario a las decenas de periodistas apostados ante su residencia. El martes, al revelar las acusaciones contra él, el fiscal Patrick Fitzgerald había confirmado que el gobernador tiene derecho a desempeñar su cargo.
"Todavía es el gobernador de Illinois, y sobre eso nosotros no tenemos de momento ningún tipo de control", dijo Fitzgerald tras anunciar que el FBI había arrestado a Blagojevich y a su jefe de gabinete, John Harris, de 46 años, por diversos cargos de corrupción, conspiración y por haber intentado enriquecerse con la venta del escaño de Obama. El gobernador está en libertad bajo fianza, a la espera de juicio.
El abogado de Blagojevich, Sheldon Sorosky, confirmó el martes a la agencia Associated Press que no entra en los planes de su defendido la dimisión inmediata. "Iremos a juicio", dijo. El gobernador mantiene su inocencia.
Técnicamente, Blagojevich aún podría elegir al sucesor de Obama en el Senado. Cuando un escaño de esa cámara queda vacante, es el gobernador, en el caso del Estado de Illinois, quien debe decidir quién lo ocupa.
Los últimos escándalos políticos, medioambientales y urbanísticos provocan que empresarios y analistas perciban un ambiente más corrupto en España. Así se extrae del último informe de la ONG Transparencia Internacional (TI), que ha elaborado una lista de 180 países y los ha ordenado en función de la percepción de la corrupción en cada uno de ellos. España cae tres puestos, hasta el 28, en una lista encabezada por Dinamarca, Suecia y Nueva Zelanda y cerrada por Somalia.
El 'Índice de Percepción de la Corrupción 2008' demuestra, según el presidente de la organización, Jesús Lizcano, que "hemos perdido tres puestos respecto al año pasado". De esta forma, España se sitúa en el puesto 28, junto a Qatar y San Vicente y las Granadinas, gracias a una puntuación de 6,5 sobre 10. Para hallar esta nota, TI se sirve de encuestas sobre empresarios y analistas del país y, según el profesor de la Universidad de Passau coordinador del análisis, Johann Graf Lambsdorff, el 'examen' se vincula con los ingresos provenientes de la inversión extranjera. Estimó que "una mejora de un punto en el índice de Percepción de la Corrupción incrementa el ingreso proveniente de la inversión extranjera del PIB en un 0,5%".
Desde 2004, España ha perdido medio punto en el índice anual, lo que podría implicar una merma en el capital llegado de otros países de en torno al 0,25%, sobre todo en el maltrecho sector de la construcción. No en vano, el miembro del Consejo de Dirección de TI Manuel Villoria achaca a los últimos escándalos urbanísticos y políticos, en su mayoría vinculados al 'ladrillo', este peor resultado. "Tenemos 140 alcaldes imputados o procesados y hemos visto cómo hay jueces implicados en escándalos como el 'caso Malaya'", explicó Villoria.
Buena posición
Pese al descenso, España goza de una buena posición y es uno de los países mejor valorados del sur de Europa. Observando sólo la UE, España ocupa el decimocuarto escalón, por delante de Portugal (6,1) y muy destacada respecto a Grecia (4,7) e Italia (4,8). Sin embargo, la referencia la marcan Dinamarca, Suecia y Nueva Zelanda, que comparten un 9,3 de nota.
Por otra parte, según el estudio, Estados unidos aparece junto a Japón en el puesto 18 (7,3), mientras China figura en el número 72 (3,6) y Rusia, muy retrasada, en el 147, con un 2,1 de puntuación en el ndice de Percepción de la Corrupción. Cierran la lista Iraq y Myanmar, ambos con un 1,3, y Somalia, el último país del ranking por culpa de una puntuación de 1.
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3 comentarios:
Esto es como la guerra de guerrillas, un hostigamiento permanente.
Muy bien. Guiral está en plena forma.
¿Pienso luego insisto?
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