lunes, 13 de mayo de 2013

INTEGRIDAD FRENTE A CORRUPCIÓN.



“La corrupción política e institucional constituye nuestro primer problema nacional”, afirma el sociólogo Enrique Gil Calvo en un artículo publicado hoy en “El País”. También el historiador aragonés Eloy Fernández Clemente, en un artículo publicado en “Heraldo de Aragón”, señala que la lucha total contra la corrupción ha de ser una prioridad de la acción política. 


Parece evidente que la percepción ciudadana del funcionamiento de las instituciones y de la vida pública y el análisis de los expertos señalan la corrupción como uno de los más graves problemas que sufre nuestro país, y, lógicamente, uno ha de preguntarse por las causas de semejante fenómeno, en una democracia donde está constitucionalmente establecido el imperio de la ley, hay libertad de información para que los medios de comunicación ejerzan su función de control e higiene democrática, y existe un poder judicial independiente encargado de asegurar el respeto de las leyes. ¿Qué está fallando? ¿El papel de los funcionarios públicos, que no se sienten comprometidos verdaderamente con la legalidad por encima de su carrera profesional? ¿El sentido moral de los ciudadanos, que han desistido en la tarea de control del poder y en la exigencia de integridad a los cargos públicos, reeligiendo en algunos casos a candidatos notoriamente corruptos?

 

Si el marco institucional necesario para que el respeto de la ley sea la pauta de la vida social y política de nuestro país existe, qué sucede para que la realidad nos descubra un desempeño de la actividad política, administrativa, económica y social alejada de la legalidad, dando lugar a una situación de corrupción extendida por el conjunto del país, ya sea Cataluña, Galicia, Andalucía, Valencia, Navarra o Aragón. En todos los niveles de gobierno, pero sobre todo en el ámbito municipal y autonómico, los fenómenos de corrupción que afloran son constantes.

 

Es evidente que las normas legales son insuficientes para asegurar el buen desempeño de la vida política, económica y social, cuando los valores éticos que llevan asociados dichas normas no están interiorizados por los responsables públicos, los funcionarios y los ciudadanos. Cuando falla la integridad de las personas. Cuando todos consideran que las normas vinculan a los demás, pero que pueden excepcionarse para él, o cuando la inaplicación de las normas sigue considerándose una opción posible por parte de los responsables políticos y los funcionarios públicos, como ocurre con el silencio administrativo premeditado en tantos casos, en los que la Administración decide no cumplir con su deber de resolución en un procedimiento administrativo, algo que está expresamente prohibido para los Tribunales y que debiera igualmente prohibirse para los órganos administrativos.

 

La integridad, es decir, la rectitud en el desempeño de las obligaciones propias de un cargo o función, es un requisito establecido en el Estatuto Básico del Empleado Público, en cuyo artículo 52 se enuncia el Código de Conducta de los empleados públicos en los términos siguientes: 

 

“Los empleados públicos deberán desempeñar con diligencia las tareas que tengan asignadas y velar por los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, y deberán actuar con arreglo a los siguientes principios: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez, promoción del entorno cultural y medioambiental, y respeto a la igualdad entre mujeres y hombres, que inspiran el Código de Conducta de los empleados públicos”. 

 

Es suficientemente elocuente de la ausencia de voluntad política real para proceder al reforzamiento de la ética o integridad de los empleados públicos el hecho de que este Código no haya tenido la mínima difusión, desarrollo o aplicación en el ámbito de las Administraciones Públicas, ni por los responsables políticos ni, también hay que señalarlo, por los sindicatos de la función pública, que tampoco han hecho de la ejemplaridad pública una línea de legitimación de los empleados públicos.

 

Pero el hecho de que los responsables de función pública se desentiendan de promover el respeto al Código de Conducta legalmente establecido no exime a los empleados públicos de ajustar su comportamiento y desempeño profesional a lo establecido en él, y de ahí la necesidad de una profunda reflexión por parte de los empleados públicos para asumir la actitud ética que les resulta exigible y que les otorga la condición de servidores públicos, noción muy superior a la de trabajadores por cuenta ajena de una entidad pública, ese reduccionismo empobrecedor que es el término “empleado público”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Los empleados públicos saben que lo único que cuenta es el “peloteo” al jefecillo de turno, que su vida profesional depende de ello, de estar dentro o fuera de ese clan que se la sopla el servicio público, el interés general, la honradez, la ley y el reglamento

Anónimo dijo...

Ojalá todo quedara en una percepción ciudadana el funcionamiento de las instituciones y pudiera recuperarse el principio de legalidad como principio básico en el funcionamiento de esta Admón, de esta función pública que nos toca sufrir.