lunes, 8 de julio de 2013

FUNCIÓN PÚBLICA CONTRA CORRUPCIÓN.



La corrupción sigue siendo una de las principales preocupaciones de los ciudadanos en España, como lo atestiguan los sondeos de opinión del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Es cierto que la corrupción no se circunscribe a un solo ámbito, sino que opera o se desarrolla en todos los espacios de la vida institucional, económica y social, pues todos ellos están necesariamente interconectados. Corruptores y corrompidos los hay en todos los ámbitos: unas veces es el político el que trata de corromper a los empresarios –solicitando favores-, y otras veces es el empresario el que trata de corromper al político o cargo institucional –ofreciéndolos-, hallando en unas y otras ocasiones la posible complicidad o participación de algún funcionario público.

Tenemos, por lo tanto, un triángulo formado por políticos, empresarios –o particulares, en sentido amplio- y funcionarios públicos, como actores o potenciales implicados en los fenómenos de la corrupción que afecta o toca a las instituciones públicas, ya sea con disposición ilícita de fondos públicos o con resoluciones injustas de procedimientos administrativos, para otorgar beneficios inmerecidos –otorgar trato de favor en el acceso a los servicios públicos- o evitar de forma arbitraria sanciones frente a actividades ilícitas –enervando el ejercicio de las potestades públicas de control y haciendo la vista gorda ante actividades irregulares o infracciones del ordenamiento jurídico-, entre otros posibles supuestos.

Son muchas las técnicas y fórmulas propuestas para prevenir y combatir la corrupción pública –y perseguir la privada-, pero en dichas estrategias es fundamental la implicación y compromiso expreso de los funcionarios públicos, pues quienes son responsables de la aplicación de las leyes en el conjunto de las Administraciones Públicas son los primeros agentes llamados a evitar la corrupción pública y a denunciarla en el caso de detectarla. No es posible confiar en que sea la labor de fiscales y jueces –meritoria en todo caso- la que acabe con la cultura de impunidad en la que han vivido tantos políticos y gestores de la cosa pública en los últimos años. Es necesario que la función pública pase a una actitud de intolerancia frente a la corrupción y el abuso del poder público.

Los políticos honrados –los que se declaran más ofendidos por los sucesos de corrupción y se indignan por la injusta generalización que viene a descalificar a toda la clase política-  tienen la oportunidad de promover eficaces reformas para atajar de forma contundente la corrupción en las Administraciones e instituciones públicas, mediante el establecimiento de mecanismos que permitan a los funcionarios públicos denunciar todo supuesto de corrupción que detecten en el ejercicio de sus competencias. No basta con que un interventor salve su responsabilidad en un procedimiento de fiscalización, alertando de una posible ilegalidad, sino que dicha advertencia ha de ser trasladada a un órgano especializado de control y lucha contra la corrupción, que hoy por hoy no existe en nuestras Administraciones.

No basta con reforzar los códigos éticos o de conducta en la función pública –aunque ello sea importante-, si los funcionarios públicos no están plenamente respaldados por el ordenamiento jurídico para actuar como verdaderos agentes anticorrupción. De ahí la importancia que hemos querido otorgar desde esta Asociación a la previsión que contiene la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción de 2003, cuyo artículo 8 prevé la posibilidad de establecer medidas y sistemas para facilitar que los funcionarios públicos denuncien todo acto de corrupción a las autoridades competentes cuando tengan conocimiento de ellos en el ejercicio de sus funciones.

Un dato alentador en la lucha contra la corrupción es que los ciudadanos, con independencia de su afinidad o militancia política, se muestran críticos con la actitud de los propios partidos frente a los casos de corrupción que les afectan. Ahora es necesario que ese rechazo se traduzca también en el comportamiento electoral, de manera que los votantes expulsen de la vida pública a los candidatos que no merecen la confianza ciudadana.

1 comentario:

Anónimo dijo...


¿Quién pone el cascabel al gato?