jueves, 4 de enero de 2018

NECESIDAD DE QUE LAS INSTITUCIONES PÚBLICAS CUENTEN CON UNA AGENDA DE PREVENCIÓN DE LA CORRUPCIÓN.



El problema de la corrupción pública reviste la suficiente entidad como para justificar que las instituciones públicas –en su totalidad- cuenten con una estrategia propia de prevención y lucha contra cualquiera de las modalidades en que dicha corrupción pueda concretarse, con el consiguiente sacrificio del interés general y consiguiente daño al buen funcionamiento de nuestra vida pública y al bienestar y cohesión de la sociedad. 

Desconocemos cualquier iniciativa o programa que, con la debida seriedad, trate de abordar tal problemática en el seno de la Administración Pública, más allá del impulso de normas que en ocasiones no constituyen sino una simple apariencia u operación de imagen sin compromiso real ni voluntad clara para hacer frente a todas aquellas prácticas y abusos que amenazan y menoscaban la correcta gestión de los intereses generales y de los recursos públicos aplicados a su realización.

Desde el año 2007, con la aprobación del Estatuto Básico del Empleado Público, las Administraciones Públicas cuentan con un código de conducta y la formulación de una serie de principios éticos que han de regir la conducta de los empleados públicos, figurando en primer lugar el desempeño de sus tareas con sujeción y observancia de la Constitución y del resto de normas que integran el ordenamiento jurídico. Dichos códigos legalmente proclamados apenas han tenido trascendencia práctica alguna en el seno de la Administración autonómica, ni en su difusión ni en la formulación de concretos códigos para las diferentes áreas de gestión pública –en la que debieran individualizarse los riesgos propios y las cautelas exigibles- ni en el control de su cumplimiento por parte de los respectivos órganos responsables.

Es evidente que el comportamiento ético de los miembros de una organización solo resulta posible cuando la propia organización actúa de manera coherente con los principios proclamados, y éstos no son una mera declaración formal de intenciones sin consecuencia práctica alguna, y por ello resulta difícilmente realizable el compromiso estricto con la legalidad cuando los responsables políticos no tienen inconveniente en desatender el cumplimiento de las normas, entendiendo que sobre ellas prima, en todo caso, la voluntad política o la actuación arbitraria en el ejercicio de las potestades administrativas.

La no remisión a las Cortes de Aragón del proyecto de ley de presupuestos en el plazo marcado en el Estatuto de Autonomía de Aragón, con el pretexto de que es preciso el previo acuerdo político para garantizar su aprobación, o la falta de respeto al régimen de selección del personal funcionario –con las consiguientes tasas de interinidad que degradan de manera grave la profesionalidad y la objetividad de la función pública-, o la abundante inaplicación de exigencias legales o manifiesta inactividad en desarrollos normativos de obligado impulso, generan un contexto en el que difícilmente los empleados públicos pueden dar cumplimiento a su deber ético de actuar conforme al ordenamiento jurídico, sin que ello les genere un conflicto con sus superiores jerárquicos.

Es necesario, por lo tanto, que nos dotemos de una agenda de prevención de la corrupción, en la que el impulso de códigos de conducta para los empleados públicos ocupe una posición destacada, para reforzar la importancia de los principios éticos en el desempeño profesional, pero dicha agenda debe incidir, de manera prioritaria, en el general deber de la organización pública de respeto al ordenamiento jurídico, en el que el primer obligado ha de ser el Gobierno de Aragón y, con él, el conjunto de los responsables políticos, en especial quienes asumen la labor de dirección de todo el aparato administrativo.

1 comentario:

Anónimo dijo...


La Universidad Autónoma de Barcelona elaborará una base de datos sobre la historia de la corrupción:

https://elpais.com/ccaa/2017/11/29/catalunya/1511972327_787699.html