lunes, 6 de junio de 2016

CONSTRUIR UN MARCO PARA LA PROFESIONALIDAD DE LA FUNCIÓN PÚBLICA.



Cualquier reflexión que se formule sobre la función pública necesaria o sobre el horizonte hacia el que deba orientarse el conjunto de nuestras Administraciones Públicas incidirá, sin duda, en la necesidad de reforzar la profesionalidad de los servidores públicos. Profesionalidad en el doble sentido de competencia –alta capacitación y formación continua para el perfeccionamiento constante- y de compromiso con el fin propio de la función pública, como es el servicio al interés general y la ejecución del programa político establecido por el Gobierno en el marco estricto de la legalidad.

La profesionalidad es tanto un empeño personal, una forma de ejercer la actividad propia de los puestos ocupados en cada momento, con dedicación y rendimiento, como un criterio de ordenación del conjunto de la función pública, estimulando y primando el mérito profesional de sus miembros por encima de otros elementos subjetivos y ajenos a su idoneidad o perfil profesional. Esa profesionalidad, como cualidad central de la función pública, debe presidir tanto el sistema de selección como las reglas de provisión de puestos de trabajo, y ha de traducirse también en la noción de “carrera profesional”, no entendiendo ésta como un mero incremento retributivo, sino como una progresión real en experiencia, habilidades y responsabilidad. La progresión profesional debe ser retribuida, y no al contrario, es decir, no puede identificarse la carrera profesional con el simple incremento de retribuciones complementarias, ligadas al cambio de puesto de trabajo o al transcurso del tiempo de permanencia en la función pública o en la realización de una concreta tarea.

Hay que trabajar prioritariamente en la definición de un marco de desarrollo de la profesionalidad de la función pública –que debe incluir también a la función directiva profesional que introdujo, por vez primera, el Estatuto Básico del Empleado Público, y que hasta la fecha no ha tenido desarrollo-, lo que ha de plasmarse en una revisión del modelo de selección de personal –reforzando la etapa formativa del periodo de prácticas, hoy relegada a una mera formalidad carente de contenido efectivo-, una definición de los “méritos profesionales” que han de contar en el procedimiento de provisión de puestos de trabajo, que ha de girar en torno al mecanismo de concurso de méritos, y una configuración totalmente nueva de la formación de los empleados públicos, estructurando dicha formación en programas concretos de especialización funcional dirigidos a las personas que se hallan en una concreta área de actividad o aspiran a acceder a la misma.

La profesionalidad, además, debiera reforzarse con un desarrollo decidido de la “ética profesional”, como ética aplicada al desempeño de la actividad funcionarial. La ética profesional ha de ser una ética interiorizada por el conjunto de los miembros de la función pública, que nos permita compartir una serie de valores y conductas en nuestra labor y en nuestras relaciones internas y externas. Justamente la ética profesional debiera ser la principal garantía de la profesionalidad del conjunto de los empleados públicos. La que justifica verdaderamente la actitud profesional de todos y cada uno de los servidores públicos, al margen de los incrementos retributivos que la progresión profesional pueda llevar aparejados. Se equivocan quienes identifican la carrera profesional como simple mejora retributiva, algo que parece latir en el Anteproyecto de Ley de Función Pública de Aragón.

La profesionalidad ha de ser una exigencia y aspiración permanente, una actitud personal y un elemento central de la política de recursos humanos de las Administraciones Públicas. Profesionalidad que se manifieste en el doble compromiso de eficacia y de legalidad, doble exigencia para la satisfacción del interés general y para el verdadero servicio a los ciudadanos.

Sería oportuno que se profundizase en la noción de profesionalidad para poder extraer las diferentes exigencias que su realización conlleva y revisar la ordenación de la función pública desde la óptica de su fortalecimiento.

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