La asociación se sustenta en su compromiso con los principios constitucionales que ordenan la función pública. Puede ser socio todo empleado público que comparta esta idea y los fines fijados en los estatutos. Para formar parte puedes dirigir tu petición a : asocfuncionpublica@yahoo.es. Hemos renunciado a subvenciones públicas y la cuota anual como socio es de 60 euros. Las reuniones de la Junta directiva son abiertas a todos los socios. El presidente actual es Julio Guiral.
La estrategia de los lazos ha sido, una vez más, un éxito del independentismo en la fractura de la sociedad catalana. Ciudadanos ha recorrido hoy Alella, un pueblo de 9.000 habitantes, para quitar lazos entre gritos de ¡fascistas! y ¡fuera, fuera!, y esta tarde se concentraba en Barcelona tras la agresión a una mujer por retirar lazos. El juez ha dictado orden de alejamiento contra el agresor, a pesar de que son vecinos en portales muy próximos. Dato simbólico: ella denunció ante la Policía y él ante los Mossos. Así va calando la división. Cuando Borrell mencionó la espiral de enfrentamiento civil, hubo escándalo como si violase la omertá de una sociedad pacífica. Pero ¿a qué apelaba Torra cuando reclamaba actuar "como un solo pueblo contra el fascismo" para frenar a la oposición a los lazos?
Hay quien ha querido restar importancia a los lazos como mera simbología, bajo la sagrada libertad de expresión, del legítimo sentimiento independentista. Esa clase de neutralidad, más o menos ingenua, más o menos equidistante, ha sido siempre determinante para los éxitos nacionalistas. La exhibición de los lazos no es precisamente sentimental. Su función es doble: la ocupación del espacio público y la consolidación del imaginario de los presos políticos. No caben ingenuidades con eso. Son dos objetivos corrosivos.
La ocupación del espacio público con los lazos amarillos —plazas sembradas, playas llenas de cruces, puentes plastificados— ha ido acompañada por una institucionalización desde la fachada de edificios públicos relevantes hasta las iglesias y centros culturales. Ahí no ha faltado Colau. En cientos de ayuntamientos, como Alella, cuelga con el lema "Libertad presos políticos". En Vic suena por megafonía oficial. Las instituciones se han volcado renunciando a su función: no representan a la sociedad, sino a una mitad y además contra la otra mitad. Aunque las urnas reflejen que existe división, el mensaje es la calle es nuestra. Un eslogan por cierto muy fraguista. Las actitudes fascistas, según la máxima orwelliana apócrifa, tienden a disfrazarse de antifascismo.
El mensaje de los presos políticos va unido a la estrategia de desacreditar a los tribunales españoles —la demanda manipulada contra Llarena opera ahí— y, en definitiva, desacreditar la democracia española como Estado de derecho. Resulta tan notoria la falsedad como eficaz. Y ha servido para la internacionalización, con propagandistas como Pep Guardiola. El lazo amarillo tiene una fuerte tradición en el mundo anglosajón (la popular canción She wore a yellow ribbon, que dio título al western aquí traducido La legión invencible, procede de la guerra civil inglesa y ha sido habitual entre las tropas estadounidenses o en crisis como la toma de rehenes en la embajada de Irán) y también los emplean numerosos movimientos democráticos en diversos países asiáticos, de China a Filipinas. La apuesta es ganadora. Se han utilizado ingentes recursos, con apoyo público, para amarillear Cataluña.
Esa estrategia de ocupación del espacio público va unida al mensaje fraudulento de un sol poble. Quien se opone, es anticatalán. Así se impone una mitad a la otra, demonizando a quienes quitan lazos, con los Mossos por momentos en funciones de policía política para amedrentarlos. Otras veces se blanquea ese acoso recordando que no es lo mismo poner lazos (mensaje positivo) que retirarlos (negativo). ¿Quizá quitar lazos puede ser quizá más parecido a pitar el himno español o al monarca e incluso quemar fotografías de éste? En todo caso, no cabría medir fuerzas. Los no independentistas nunca podrían competir en recursos o en apoyo público con quienes llenan Cataluña de lazos.
Es difícil descreer de la tesis expuesta por Jordi Amat en el libro colectivo Anatomía del procés: la tercera fase de éste ya no es de legitimación sino destructiva antes que constructiva, y consiste en degradar la calidad democrática del Estado español "y así poder romperlo una vez carcomido". La estrategia puigdemoníaca desplegada por su vicario Torra ha tenido éxito en esta guerra (sucia) de los lazos. Las cosas se están haciendo mal a conciencia. En esa estrategia, el secuestro del espacio público y el clima de hostilidad no son una sorpresa.
(Artículo de Teodoro León Gross, publicado en "El País" el 30 de agosto de 2018)
EXCEPCIÓN CON LAZOS.
Los lazos amarillos pueden acabar encendiendo la chispa que inflame la tensión social generada por la pretensión de imponer por vías de hecho el programa de la independencia a la mayoría de catalanes que lo rechaza. Es perfectamente legítimo que quien así lo quiera lleve un lazo como signo de protesta, pero colocarlos en plazas y avenidas no es un ejercicio de la libertad de expresión, como sostiene la Generalitat para justificar su parcialidad, sino el cumplimiento de las consignas que el Govern imparte a los ciudadanos encuadrados en organizaciones independentistas, de los que se sirve como si fueran fuerzas espontáneas para limitar la libertad de quienes disienten. A fin de presentarse como víctimas del Estado central, Torra y su Ejecutivo fingen ignorar que son ellos quienes ostentan el poder en Cataluña, y que es ese poder el que están usando con formas impropias en democracia, imponiendo una simbología política a quienes la rechazan e intentando amedrentarlos a través de las fuerzas policiales a su mando, a las que empujan a actuar de manera selectiva y arbitraria.
Las gruesas invocaciones al fascismo cercando a una pequeña nación son el recurso con el que Torra pretende desentenderse por elevación del grave problema entre catalanes que él mismo está creando con la excusa de los lazos. Lo que hoy está en juego en Cataluña no son batallas del pasado agitadas como señuelos emocionales para sentirse parte de la historia, sino asuntos políticos tan corrientes como que un Gobierno rinda cuentas de su gestión de orden público, sobre todo cuando parece más preocupado por asignar a conveniencia el papel de víctimas y culpables que por arbitrar soluciones capaces de conjurar los riesgos. El independentismo que gobierna la Generalitat no solo no las rinde, sino que, además, se ha preocupado de que no haya instancia institucional donde reclamárselas, al clausurar el Parlament por diferencias internas entre los partidos que apoyan la secesión e instalarse en una suerte de estado de excepción no declarado.
La Generalitat está arrojando a las calles asuntos con los que inflamar los ánimos de los ciudadanos, indiferente a los peligros de jugar con fuego con tal de alimentar su programa. De lo que se trata, por el contrario, es de reconducirlos a las instituciones y resolverlos mediante los procedimientos establecidos en las leyes, a fin de preservar la tranquilidad civil. La de Cataluña estará en peligro en tanto la Generalitat siga actuando como lo ha hecho hasta ahora. Su rechazo a participar en la Junta de Seguridad convocada por el ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, no esconde el deseo de preservar sus competencias en materia de orden público frente a ninguna intromisión del Estado central, sino la voluntad de seguir exacerbando la división entre catalanes de modo que la mayoría desista de sus derechos y se rinda a una imposición de la independencia. De igual manera, la anulación del control del Govern manteniendo cerrado el Parlament es un intento de perpetrar en la sombra este atropello. Pero ninguna de estas maniobras impedirá señalar a Torra y sus consellers como responsables si algo irreparable llega a ocurrir entre catalanes.
(Editorial de "El País", publicado el 29 de agosto de 2018)
TECHO DE GASTO Y SEPARACIÓN DE PODERES.
La Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (LOEPSF) de 2012 atribuye al Congreso y al Senado el poder de aprobar o rechazar conjuntamente los objetivos de estabilidad y deuda pública que le proponga el Gobierno; lo que se viene llamando popularmente “techo de gasto” o “senda de déficit”.
La previsión contenida en el artículo 15 de esa ley es, sin embargo, nula por violar el principio de separación de poderes, por desbordar el ámbito reservado a la ley orgánica e infringir el principio democrático esencial de la regla de la mayoría y las relaciones entre las Cámaras.
Separación de poderes y techo de gasto. Infringe la separación de poderes al atribuir a las dos Cámaras una participación, en un momento previo a la elaboración de los Presupuestos por el Gobierno, que pretende condicionar el poder de este último, en contra de una regla expresa de la Constitución que reserva en exclusiva al Ejecutivo (a diferencia de lo que ocurre con cualquier otra materia) su elaboración y su presentación tres meses antes de la expiración de los anteriores.
La Constitución, que ha considerado necesario dedicar un precepto específico a la Ley de Presupuestos, circunscribe el poder del Legislativo en materia de Presupuestos al “examen, enmienda y aprobación” del proyecto de ley de Presupuestos que ha de elaborar el Gobierno sin ningún condicionamiento previo por actos de aprobación de las Cámaras distintos a la ley orgánica.
La separación de poderes, tal y como la ha entendido la Constitución vigente, ha sido ignorada por la Ley de Estabilidad Presupuestaria al condicionar el poder del Ejecutivo por unos previos y simples acuerdos de las Cámaras, que nada tienen que ver con la aprobación de una ley orgánica, fijando la cifra concreta y máxima de déficit.
La reforma del artículo 135 de la Constitución atribuye, desde luego, a la ley orgánica la fijación del “déficit estructural máximo”. Pero solo atribuye tal poder a la ley orgánica misma, tramitada en la forma prevista en el artículo 81 de la Constitución, que exige mayoría absoluta, pero solo del Congreso. En su lugar, la Ley de Estabilidad Presupuestaria, ignorando esa previsión, no fija el déficit por sí misma, sino que defiere —delega— esa competencia a simples acuerdos del Congreso y del Senado de forma conjunta y paritaria; es decir dando al Senado una posición de igualdad y un poder de veto distinto al que le correspondería de acuerdo con la Constitución sobre las leyes orgánicas.
El Tribunal Constitucional, que ha tenido ocasión de pronunciarse en varias ocasiones sobre la constitucionalidad de la LOEPSF, no lo ha hecho sobre el artículo 15 porque nadie se lo ha pedido.
Sea como fuere, la inconstitucionalidad es evidente, porque si una ley orgánica aprobada en la forma prevista en el artículo 81 de la Constitución puede fijar el déficit estructural máximo a partir del cual se elaboran los presupuestos, eso mismo no pueden hacerlo simples acuerdos previos del Congreso y del Senado en una posición de igualdad.
El ámbito de la ley orgánica y la regla democrática de la mayoría. Las materias reservadas a la ley orgánica son limitadas. Solo puede regular aquellas expresamente previstas en la Constitución y solo puede hacerlo con carácter restrictivo. La razón es porque, como ha dicho el Tribunal Constitucional en repetidas sentencias, la regla de oro de la democracia es la de la mayoría simple y solo en casos de relevancia puede exigirse mayorías cualificadas.
La Constitución ha previsto en el nuevo artículo 135 que la ley orgánica fije, ella misma y directamente, el déficit estructural máximo, pero no que lo defiera o delegue al Congreso y al Senado en condiciones de paridad.
Al no establecer la LOEPSF por sí misma la concreta cifra del déficit estructural máximo, sino deferir —delegar— tal fijación a simples acuerdos de otros órganos constitucionales, no se ha circunscrito al objeto propio de la ley orgánica prevista en la Constitución, sino que trata de otra cosa para la que no está prevista el rango de ley orgánica.
Regulación de las relaciones entre Congreso y Senado. La relación entre las dos Cámaras está construida en la Constitución sobre la absoluta preeminencia del Congreso, dado que en caso de discrepancia entre las dos en el proceso legislativo es la voluntad final del Congreso la que se impone en casos de vetos o enmiendas del Senado a las leyes aprobadas por el Congreso.
El artículo 15 de la Ley de Estabilidad y Sostenibilidad sustituye la ley orgánica que, de acuerdo con el artículo 135 de la Constitución, tiene que fijar el límite de déficit, por dos simples acuerdos de cada una de las Cámaras (en posición, además, de igualdad entre ellas) de aprobación o rechazo de una propuesta del Gobierno. Simples acuerdos que limitarían la potestad del Gobierno para elaborar el presupuesto.
Al hacerlo así viola la Constitución, que establece cómo se aprueban las leyes orgánicas, exigiendo únicamente mayoría absoluta del Congreso y con aplicación de la preeminencia de la Cámara baja cuando el Senado vete o enmiende el texto aprobado por el Congreso.
En el caso de que el Congreso aprobase el acuerdo del Gobierno y el Senado lo rechazara, resultaría que —aun prescindiendo de la inconstitucionalidad de la exigencia de la aprobación de las Cámaras— las Cortes (el Legislativo) no se habrían pronunciado como tales. Por tanto, el Gobierno sería libre de hacer lo que quiera, puesto que las Cortes no le habrían puesto límite alguno: ni el sí, ni el no al techo de gasto. Y, pese a ello, el Gobierno sigue obligado a enviar a las Cortes la Ley de Presupuestos antes del 1 de octubre.
Solo una ley orgánica tramitada en debida forma que fije, ella misma, el límite de déficit constituiría un límite a la potestad del Gobierno de elaborar los Presupuestos.
Ello no quita que el Gobierno haya de tener en cuenta, en todo caso, la normativa europea y los compromisos de estabilidad y sostenibilidad adquiridos con la UE y, en especial, la reciente conformidad europea a la senda de déficit propuesta por España. También que en relación con el límite del déficit a que se refiere el artículo 135.2 de la Constitución, solo entra en vigor en 2020, de acuerdo con la adicional de la propia reforma constitucional de 2011.
En todo caso, no parece necesario ni conveniente proponer una ley que modifique el artículo 15 de la LOEPSF, ni siquiera para decir que la posición del Congreso prevalece, pues implicaría dar por supuesto que una ley puede introducir en el proceso de elaboración de la Constitución un límite al Ejecutivo consistente en simples acuerdos de ambas Cámaras que la Constitución no ha previsto: solo una ley orgánica puede fijar ella misma —solo por sí misma y directamente— la cifra del límite máximo de déficit estructural.
Mientras tal cosa no ocurra el Gobierno seguirá obligado a presentar directamente el proyecto de Presupuestos antes del 1 de octubre, aunque respetando los límites que la UE ha aceptado.
(Artículo de Tomas de la Quadra-Salcedo, publicado en "El País" el 27 de agosto de 2018)
AFORADOS
Algunos partidos políticos han llamado la atención sobre una modalidad procesal de nuestro derecho, el aforamiento, al ir conociéndose los casos de corrupción con implicados que ocupan cargos públicos. La Constitución prevé el aforamiento para los diputados, senadores y miembros del Gobierno en sus artículos 71.3 y 102, en tanto que la Ley Orgánica del Poder Judicial, en el artículo 57, amplía la lista a servidores públicos como presidentes y consejeros del Consejo de Estado y el Tribunal de Cuentas, o el Defensor del Pueblo, entre muchos otros. Ambas normas establecen que el enjuiciamiento de los aforados corresponderá al Tribunal Supremo o a los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas. Conviene subrayar, no obstante, que la determinación de tribunales específicos para determinados cargos no conlleva ninguna excepción de las leyes de fondo aplicables, especialmente el Código Penal, aunque sí reduce las posibilidades de recurrir en segunda instancia, salvo el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional para los inculpados ante el Supremo, y el de casación, ante el Supremo, contra las sentencias de los Tribunales Superiores de Justicia.
El cuestionamiento de la figura del aforamiento a raíz de algunas noticias recientes se ha basado, por lo general, en el hecho de que se considera un privilegio y, consecuentemente, debería ser derogado por afectar al derecho a la igualdad o al juez predeterminado por la ley. La propuesta, hasta donde se ha conocido por los medios, no distingue entre los aforamientos previstos por la Constitución, cuya supresión exigiría la reforma de la Carta Magna, y los fijados por la Ley Orgánica del Poder Judicial, para lo que bastaría una norma de rango equivalente.
El Tribunal Constitucional desmintió en la sentencia de 22 de julio de 1985 que el aforamiento fuera un privilegio, al recordar que su fundamento no responde a “un interés privado de sus titulares”, sino a “un interés general”. Desde el punto de vista de la función institucional del aforamiento, el Alto Tribunal sostuvo además, en esa misma sentencia, que “preserva un cierto equilibrio entre los poderes”, después de haber señalado en otro pronunciamiento, también de 1985, que “tal prerrogativa es imprescindible e irrenunciable”. Para concluir, en una sentencia de noviembre de 2016 el Tribunal Constitucional agregó el argumento de que “el aforamiento actúa como instrumento para la salvaguarda de la independencia institucional del Gobierno y de los parlamentarios (…)” En relación con estos últimos, el aforamiento difiere de la institución del suplicatorio, que se concibe como una garantía de la división de poderes por la que los tribunales no pueden someter a investigación a los parlamentarios sin autorización de las Cámaras elegidas por el voto de los ciudadanos.
Ciertamente, las afirmaciones del Tribunal Constitucional pueden ser reconsideradas, en la medida en que no todos los aforamientos tienen el mismo fundamento y las realidades a las que debe atender el derecho son siempre cambiantes. Una cosa parece fuera de duda, sin embargo, y es que el máximo intérprete de la Constitución ha desmentido reiteradamente que el aforamiento, como modalidad procesal, pueda ser considerado como el privilegio de unos cargos públicos. De igual manera, tampoco se puede sostener que la designación de determinados tribunales para entender de las causas seguidas contra esos cargos afecte a la garantía del juez predeterminado por la ley: son nada menos que la Constitución y una ley orgánica las que predeterminan qué tribunales juzgarán los casos en los que se vean incursos aforados.
Lo que sí es posible discutir, y quizá tenga sentido hacerlo, es si los aforamientos previstos en la Ley Orgánica del Poder Judicial tienen el mismo fundamento institucional que los establecidos en la Constitución. Sobre todo porque la razón inicial por la que se prevé la intervención de los Tribunales Supremo o Superiores de Justicia en las causas que afecten a aforados es la necesidad de dilucidar rápidamente la cuestión, desestimando inmediatamente aquellas que carezcan de mérito y evitar, de esta manera, el entorpecimiento que produciría un largo proceso en el que la máxima autoridad del Poder Judicial finalmente no considerara delictivos los hechos denunciados. El fundamento del aforamiento del presidente y demás miembros del Gobierno se basa en este propósito, puesto que el riesgo de perturbar indebidamente la acción gubernativa desde la justicia es mayor en un sistema que, como el nuestro, contempla la posibilidad de acción popular.
La institución del aforamiento de los miembros del Ejecutivo, por otro lado, no es una particularidad del derecho constitucional español. Seguramente no es una casualidad que la Constitución francesa prevea en su Título X un Tribunal de Justicia de la República, formado por doce parlamentarios y tres magistrados de la Corte de Casación, para el enjuiciamiento de la responsabilidad penal de los miembros del Gobierno, así como, en sus artículos 67 y 68, un Alto Tribunal de Justicia para el enjuiciamiento del presidente de la República por un incumplimiento de sus deberes manifiestamente incompatible con el ejercicio de su mandato. Se trata de una especial protección de cargos públicos particularmente expuestos en un sistema judicial que prevé, aunque de manera más limitada que en España, el derecho de cualquier persona que se sienta ofendida por la acción de un miembro del Gobierno en el ejercicio de sus funciones a denunciarlo ante una Comisión de Admisión.
Sea como fuere, del contexto en el que los aforamientos han adquirido una repentina actualidad parecería deducirse que su supresión contribuiría a luchar contra la corrupción, dando a entender que esta figura procesal está sirviendo de algún modo a la impunidad de los cargos públicos a los que se aplica. La experiencia demuestra lo contrario: no se han dado casos en los que los tribunales competentes para el enjuiciamiento de aforados hayan merecido críticas por favorecer a los inculpados. Tampoco se puede albergar certeza alguna acerca de que la eliminación de los aforamientos aumentara el efecto preventivo de las leyes penales, ni existe evidencia contrastada de que el aforamiento sea un factor criminógeno.
Por descontado, la modalidad procesal del aforamiento, como cualquier otra institución de nuestro ordenamiento, puede someterse a discusión, siempre a condición de que sean valorados cuidadosamente y sin prejuicios los fundamentos. En todo caso, convendría tener presente que los problemas que pueden suscitar los aforamientos establecidos en la Constitución son diferentes de los que presenta la lista de cargos fijada en la Ley Orgánica del Poder Judicial. Y también que una cosa es discutir la lista de aforados y otra distinta la pertinencia de la institución.
(Artículo de Enrique Bacigalupo, publicado en "El País" el 22 de agosto de 2018)
LA PRENSA LIBRE TE NECESITA
Es sabido que en 1787, el año en el que se aprobó la Constitución, Thomas Jefferson escribió a un amigo estas palabras: “Si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin un gobierno, no vacilaría ni un instante en preferir esto segundo”.
Era lo que pensaba antes de ser presidente, en cualquier caso. Veinte años después, después de aguantar el escrutinio de la prensa en la Casa Blanca, ya no estaba seguro de que fuera tan valiosa. “No se puede creer nada de lo que se ve en un periódico”, escribió. “La propia verdad se vuelve sospechosa al figurar en un vehículo tan contaminado”.
La incomodidad de Jefferson era, y sigue siendo, comprensible. Informar en una sociedad abierta es un empeño plagado de conflictos. Su malestar ilustra también lo necesario que es el derecho que él contribuyó a consagrar. Tal como los fundadores de este país pensaban, basados en sus propias experiencias, una población bien informada está mejor equipada para erradicar la corrupción y, a largo plazo, promover la libertad y la justicia.
“El debate público es una obligación política”, dictaminó el Tribunal Supremo en 1964. Ese debate debe ser “desinhibido, vigoroso y abierto”, y “puede llegar a incluir ataques vehementes, cáusticos e incluso desagradablemente ácidos contra el gobierno y las autoridades públicas”.
En 2018, algunos de los ataques más destructivos proceden de miembros de la administración. Criticar a los medios de comunicación por dar una importancia excesiva o demasiado escasa a una noticia o por ofrecer datos equivocados es perfectamente legítimo. Los periodistas y sus redactores jefes son humanos y cometen errores, y corregirlos es uno de los elementos cruciales de nuestro trabajo. Pero insistir en que las verdades que no nos gustan son “noticias falsas” es peligroso para la existencia de la democracia. Y llamar a los periodistas “los enemigos del pueblo” es peligroso, sin más.
Estos ataques contra la prensa son especialmente peligrosos para los periodistas que trabajan en países con un Estado de derecho más precario y, en Estados Unidos, para las publicaciones pequeñas, ya golpeadas por la crisis económica en el sector. A pesar de esa situación, los periodistas de esos medios siguen dedicándose a la difícil tarea de hacer preguntas y contar las historias que, sin ellos, no sabríamos. Un ejemplo es The San Luis Obispo Tribune, que escribió sobre la muerte de un recluso en una prisión que permaneció atado durante 46 horas. El reportaje obligó al condado a cambiar su tratamiento de los presos con enfermedades mentales.
En respuesta a un llamamiento llevado a cabo la semana pasada por The Boston Globe, The New York Times ha decidido unirse a cientos de periódicos, que abarcan desde diarios de grandes ciudades hasta pequeños semanarios locales, para recordar a los lectores el valor que tiene la prensa libre en Estados Unidos. Estos editoriales, de algunos de los cuales hemos publicado fragmentos en nytimes.com/opinion, son una defensa conjunta de una institución fundamental para nuestro país.
Por favor, suscríbanse a sus periódicos locales, si no lo han hecho ya. Elógienlos cuando crean que han hecho algo bien y critíquenlos cuando piensen que podrían hacerlo mejor. Estamos todos juntos en este empeño.
(Editorial del diario "The New York Times", publicado el 16 de agosto de 2018)
EL PRECIO DEL PLURALISMO.
Premisa número uno: un debate plural y abierto permite la expresión de distintos puntos de vista sobre un problema determinado, así como señalar aquellos asuntos que otros ignoran. Y, en definitiva, actúa como sistema de redistribución del poder.
Premisa número dos: es necesario que quienes participan del debate público como plataformas sean conscientes de su responsabilidad no solo para con la verdad (eso va de suyo), sino también respecto a la calidad de los argumentos que pasan el filtro.
Hay una tensión entre ambas premisas, por sí solas imprescindibles para el mantenimiento de una democracia saludable. Porque, además, el pluralismo es parte esencial de la construcción del filtro: la competición entre emisores permite que se pongan en cuestión entre ellos. O así debería suceder, porque si de este debate cruzado desaparece el criterio, lo que queda es ruido y trincheras. Un criterio que se consigue mejor con organizaciones bien estructuradas, con los recursos y los incentivos necesarios para servir a la audiencia.
De todos depende encontrar un equilibrio entre estos dos extremos, de manera que no tengamos un debate público concentrado en pocas manos, ni caótico y parcelado en cámaras de eco.
Depende de la oferta, y en especial de los nuevos medios. Más de una década después de su fundación, los gigantes de las redes (Facebook, YouTube, Twitter, Google) han comenzado a entender que su enorme poder como filtros de contenido para el mundo entero implica una responsabilidad editorial. Por eso, aunque tarde, han comenzado a sacar a algunas personas de sus plataformas que no construían pluralidad, sino que cavaban zanjas.
Pero también depende de la demanda: de que todos y cada uno de los que consumimos información dediquemos un mínimo de tiempo a cuestionarnos cada cosa que nos llega a los ojos. El “dónde, cuándo, quién, cómo, por qué” de los periodistas se convierte en el de la audiencia: de dónde viene cada pieza de información, cuándo, quién, cómo y por qué la produjo. A más variación deseemos, más necesario será este trabajo personal. Este pequeño esfuerzo es el precio a pagar por la pluralidad.EDUCAR EN VALORES CÍVICOS
El 17 de junio pasado llegó a Valencia el buque Aquarius con 630 inmigrantes a bordo, rescatados días antes en el Mediterráneo. Aunque el viaje era largo, otros puertos más próximos no se prestaron a recibirlos y fue el puerto valenciano el que lo hizo. Naturalmente, los comentarios de todo tipo inundaron las páginas de la prensa, las cadenas de radio y televisión y las redes sociales, desde los agoreros cansinos que insistieron, como siempre, en pronosticar un efecto llamada que acarrearía toda suerte de males, hasta el entusiasmo de una ciudadanía, orgullosa de saberse y sentirse solidaria.
Los tres poderes sociales —el ciudadano, el político y el económico— se unían para atender a los más vulnerables. Era el momento mágico de las sinergias entre las fuerzas sociales a favor de lo mejor que tenemos los seres humanos. Era un brote valioso de hospitalidad.
Claro que aquello era solo un comienzo, y a partir de ese punto debía empezar el proceso de organizar, discernir y, en su caso, llevar a cabo la integración, porque la acogida es un bien menor, cuando no se ha logrado resolver los problemas en los países de origen para que nadie se vea obligado a dejar su hogar, pero integrar a los recién llegados era todavía la asignatura pendiente.
Recuerdo la ingeniosa respuesta de un profesor latinoamericano a quien pregunté cómo no mejoraba la situación de su país, teniendo en cuenta la creatividad de sus gentes: “Es que”, me dijo, “tenemos muchas iniciativas, pero pocas acabativas”. Y tenía razón, pero no solo para su país, sino para muchos otros; entre ellos, España y esa precaria unión supranacional, que es la Unión Europea.
Los problemas políticos y económicos han venido poniéndole trabas desde el comienzo, pero hoy en día se han sumado las deficiencias éticas: la falta de acuerdo real en los valores de los que queremos vivir, que son los que constituyen nuestras señas éticas de identidad. Como diría José Luis Aranguren, nuestra moral vivida, además de nuestra moral pensada.
En la forja de esa moral es una pieza clave la educación, tanto formal como informal, tanto la que se plasma en currículos escolares y universitarios como la que se propaga a través de la vida cotidiana.
Porque las personas no nacen ciudadanas, sino que se hacen. La persona —recordaba Kant— lo es por la educación, es lo que la educación le hace ser. Y en este tiempo en que en España se debate sobre una reforma de la ley de educación, que venga a superar deficiencias de la LOMCE, es una buena noticia saber que una asignatura de “valores éticos y cívicos” va a formar parte de los planes de estudios escolares como un capítulo en la formación de todo el alumnado.
A fin de cuentas, hace años constaba una asignatura con el título “La vida moral y la reflexión ética”, que se ocupaba del conjunto de valores éticos compartidos en las sociedades pluralistas y democráticas, es decir, de su ética cívica, y de los proyectos que desde ella se han ido incorporando. Una asignatura que contaba con el apoyo de todos los grupos sociales.
Cuál sería el hilo conductor de esa materia no es difícil de imaginar: reflexionar sobre la superioridad de la libertad frente a la esclavitud, el adoctrinamiento y la manipulación; degustar el valor de la igualdad entre las personas, que tienen dignidad y no un simple precio, sea cual fuere su raza, religión, edad, género o su orientación sexual; respetar activamente, y no solo tolerar, las ideas de quienes piensan de forma distinta, pero moralmente aceptable; apreciar el diálogo como camino para resolver los conflictos, cuando están puestas las condiciones para que el diálogo sea auténtico, y tomar nota de que la apuesta por la justicia no es un mero consejo, sino la exigencia indeclinable que constituye el quicio de cualquier sociedad pluralista y democrática. Si la justicia falla, como valor y como virtud social, la sociedad está desquiciada. Con claro perjuicio para todos, pero sobre todo para los más vulnerables.
Contar con una materia semejante en el currículo escolar es imprescindible, entre otras razones, porque una sociedad demuestra qué materias considera indispensables para la formación cuando las incluye en un plan de estudios; en este caso, para ayudar a formar una buena ciudadanía, conocedora de sus derechos y de sus responsabilidades y capaz de vivirlos en la práctica.
La escuela y la universidad bien pueden vincularse con actividades que encarnen la moral pensada en la moral vivida como parte del currículo escolar. El trabajo conjunto con organizaciones cívicas solidarias se hace aquí imprescindible.
Es verdad que educamos en tiempos de incertidumbre, ignoramos qué habilidades y competencias científicas y técnicas serán las más adecuadas para encontrar un lugar en el mundo laboral, pero sí que sabemos que es desde los valores éticos mencionados desde los que debería orientarse el quehacer de las ciencias y las técnicas.
Por eso sería aconsejable introducir en el temario de la educación española una asignatura de ética en cada uno de los grados universitarios y en la formación profesional, de modo que los futuros profesionales tengan un espacio para reflexionar sobre las metas y valores de su actividad.
Naturalmente, la ética, que es “filosofía moral”, igual que hay filosofía de la ciencia o de la técnica, es una parte de la filosofía, ese saber de tan larga y acreditada historia que con ella empezó el conjunto de la sabiduría secularizada, al menos en Occidente.
Mantener la asignatura de filosofía como obligatoria en primero de bachillerato y aumentar su peso en segundo es una de las reivindicaciones, más que justificadas, de la Red Española de Filosofía, a las que hace unos días dedicó un espacio Juan Cruz en las páginas de este diario.
Pero en su calidad de ética para la Enseñanza Secundaria Obligatoria, con un alumnado más joven, es necesario potenciarla muy especialmente para que tome cuerpo en la vida social esa Declaración Universal de Derechos Humanos, que el 10 de diciembre cumplirá 70 años, y que tiene por base explícitamente la dignidad de las personas, la dignidad de todos los miembros de la familia humana.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 26 de julio de 2018)
¿VUELTA A LAS ANDADAS?
Tras un largo periodo de incubación de más de cuatro años, cuando todo indicaba que estaban ausentes las condiciones necesarias para un acuerdo exitoso, la Ponencia parlamentaria de Autogobierno aprobaba las Bases del nuevo 'Estatus Político' del País Vasco, con el exclusivo respaldo -en todo lo que de verdad importa- del PNV y EH Bildu (EHB).
Se trata de un embrión inviable, incapaz de prosperar, por las taras genéticas -políticas y jurídicas- con que ha sido concebido. Sus autores se empeñarán en hacernos creer lo contrario. Tratarán de obtener réditos políticos mientras, aparentemente, la gestación siga su curso; y también cuando fracase: la culpa será de quienes no respetan la voluntad de la sociedad vasca.
Las Bases acordadas reinciden en un error histórico que, sin excepción, ha terminado mal: pretender reformar el autogobierno desde el Estatuto, imponiéndoselo a la Constitución. Ejemplos más relevantes: proyecto de Estatuto de 1931 (Estella), proyecto de Estatuto Político (plan Ibarretxe), Estatuto de Cataluña (2006). No hay sistema democrático con Constitución codificada ni sistema federal en el que pueda prosperar pretensión semejante.
Dicen que la operación se fundamenta en los 'derechos históricos' del pueblo vasco: esos derechos que «como tal le hubieran podido corresponder en virtud de su historia» y a los que no ha renunciado al aceptar la autonomía (Disposición Adicional del Estatuto). Pero para que encaje necesitan coger esa Disposición cual rábano por las hojas: la despojan de lo que les estorba -la actualización de esos hipotéticos derechos solo podría realizarse «de acuerdo con lo que establezca el ordenamiento jurídico»-; deciden su contenido por su cuenta, sin más fundamento que su ideologizada interpretación de la historia -nuestra soberanía originaria-; e imponen la interpretación así obtenida como contenido indiscutible de la Disposición Adicional Primera de la Constitución -la que afirma el «amparo y respeto de los derechos históricos de los territorios forales»-, tras despojarla, también a ella, de lo que vuelve a estorbarles -su actualización habrá de realizarse «en el marco de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía»-. Invierten la relación entre Constitución y Estatuto, de forma que sea éste el que determine cómo hay que interpretar aquella, transformando esa disposición adicional en una puerta abierta a la vida -política- fuera del sistema. Necesitan una Constitución que se inmole a sí misma.
El PNV esgrimió su insatisfacción con esa Disposición Adicional -lo que tan bien analizó Javier Corcuera- como razón fundamental para propugnar la abstención en el referéndum sobre la Constitución; y ahora pretende que signifique lo que en su día consideraron que había sido rechazado. Curioso.
Las Bases acordadas por PNV y EHB nos retrotrae-n al plan Ibarretxe; constituyen un hipotético borrador previo de su proyecto de Estatuto Político. Salvo retoques puramente cosméticos, aquel proyecto de Ibarretxe es una plasmación difícilmente mejorable de lo que se pretende en las Bases ahora acordadas. No es necesaria ninguna Comisión técnica para elaborar, sobre ellas, el texto articulado. El trabajo ya está hecho. Por si no fuere suficiente con el contenido -derecho a decidir, sistema confederal en la distribución de competencias y en la resolución de conflictos, distinción entre ciudadanía y nacionalidad vasca, etc.- le han añadido la 'consulta habilitante', ya intentada por Ibarretxe. Una 'consulta' inadmisible políticamente, porque contamina el proceso de tramitación del proyecto, atribuyendo al proponente una ventaja que, sin ánimo de ofender, habría que calificar de 'chantajista': el respaldo del electorado que se busca trata de limitar, cuando no anular, la capacidad negociadora de la otra parte. ¿Es esa la idea de una negociación leal que tiene el PNV? Su inviabilidad jurídica ya fue expresamente establecida por el TC al anular la ley de la consulta.
Lo que proponen las Bases es un despropósito político hacia fuera y hacia dentro de la sociedad vasca.
Hacia fuera incurre en un gran error al considerar que el modelo del Concierto Económico -interpretado de forma interesada- es extensible al ámbito político -'Concierto político' como modelo confederal-. El modelo confederal no puede prosperar: no hay sistema similar en el mundo democrático por su inviabilidad práctica. En lugar de pretender extenderlo, tendrían que dedicar sus energías en no ponerlo en riesgo, porque se está extendiendo, crecientemente, la convicción de la necesaria racionalización de los efectos nocivos que -especialmente, el cálculo del Cupo- ha introducido en el conjunto de la financiación de las Comunidades Autónomas.
Hacia dentro envía un mensaje terrorífico a esa mitad de la sociedad vasca que, según muestran de forma tozuda los sondeos de opinión, no se define como 'nacionalista'; y, seguramente, a una parte de esa mitad que sí se define como tal, pero que está plena o parcialmente satisfecha con el Estatuto o que desea un desarrollo 'federal' del mismo. No sorprende que EHB pretenda construir una sociedad sin ellos, que los excluya. Parecía que el PNV posterior a la defenestración de Ibarretxe excluía esa pretensión. Ahora envían el mensaje de que también ese PNV, a la mínima oportunidad, tendrá la tentación de hacerlo; con EHB. ¿Quién se puede volver a fiar de sus palabras?
(Artículo de Alberto López Basaguren, publicado en "El Diario Vasco" el 22 de julio de 2018)
UN TRATO PARADÓJICO.
El politólogo Angelo Panebianco señalaba hace ya tiempo que por debajo de los arreglos de tipo federal que se han practicado en algunos países subyace una especie de trato apócrifo entre las élites políticas centrales y regionales: yo reconozco tu soberanía a cambio de que tú me entregues el poder omnímodo para controlar a mi población. Un pacto que no se distingue mucho del que existió, en el sistema de gobierno indirecto de las monarquías europeas, entre la corte y los poderes territoriales, según lo cuenta Charles Tilly. Lo que pasa es que en el pasado la homogeneidad cultural de las poblaciones concernidas era un hecho bruto ya dado que a nadie preocupaba, mientras que en la actualidad es un difícil objetivo a conseguir. Son tiempos de nacionalismo. El control que deseaban los poderes territoriales medievales era un poder de explotación de rentas y fiscal, el que desean los de ahora es (además) un poder ideológico para (re)crear sociedades homogéneas allí donde existen unas complejas, mestizas y plurales.
La institucionalidad realmente operante desde 1978, dijera lo que dijera la letra constitucional, obedeció en gran manera a este tipo de acuerdo, de manera que lo que ahora se plantea como solución a la crisis catalana no es sino llevarlo al extremo: entregar a Cataluña las competencias exclusivas y blindadas en materia lingüística, cultural y de enseñanza, de manera que su gobierno pueda llevar a cabo sin restricción alguna una política de cohesión identitaria de la sociedad, reformando en lo necesario a las personas que la componen para que se amolden al tipo nacional catalán predefinido por ese mismo gobierno. Un pacto profundamente antiliberal por cuanto entrega personas concretas de carne y hueso (los únicos sujetos morales relevantes) a cambio de relaciones de superioridad o lealtad entre entes ficticios meramente instrumentales. Las naciones son para las personas, no las personas para las naciones.
El profesor José Luis Villacañas exponía desde la teoría republicanista hace ya meses, de manera franca y desacomplejada, la necesidad de este concreto pacto para superar la crisis: “Cataluña alberga dos pueblos no suficientemente fusionados… Cataluña tiene derecho a disponer de instituciones que sean capaces de garantizar que esas dos poblaciones… se socialicen sobre la base de la cultura catalana. Y necesita garantías del Estado de que no va a imponerse una representación pública que amenace en su tierra a los que se sienten ante todo catalanes. A cambio, un compromiso de lealtad al Estado”. (El Mundo 19-10-2017).
Nuestros gobernantes en Madrid no lo dicen así de claro, pero la idea subyacente a cualquier profundización del arreglo constitucional es esa y no otra. Dicha eso sí con esos conceptos sonajero de cohesión y no segregación (subrogados a los franquistas hoy indecibles de unidad y homogeneidad), de lo que se trata es de garantizar que las políticas de nacionalización cultural puedan llevarse a cabo sin traba alguna. De reparto podrá discutirse en el tema de los dineros, pero en el de las personas no, esas todas para ti.
Es paradójico señalar que este tipo de arreglos transaccionales, aparte de su ilegitimidad moral, resulta que no tienen a la larga sino efectos deletéreos para con la misma estabilidad política que se supone deberían producir. Por un lado, porque desaniman precisamente a quienes son al final los sostenedores de la legitimidad del Estado, las masas poblacionales que en Cataluña se sienten también españolas y que se ven tratadas como moneda por su propio paladín; visto lo visto, parece que lo más razonable para un catalán es volverse nacionalista, su resistencia a la culturación exclusivista no le produce sino inconvenientes. Así se desorienta y desincentiva a esos cuya aparición en la calle se celebraba pocos meses ha.
Pero, además, entregar el control de la construcción identitaria de las personas a las instituciones de obediencia “solo catalana” lo único que garantiza a medio plazo es que la reclamación de secesión encuentre pronto mayor base social de apoyo, precisamente lo que le ha faltado en la intentona que ahora agoniza. Si no se hizo suficiente país como para triunfar en los cuarenta años pasados… se hará más con los instrumentos que el Estado nos entrega en su visión cortoplacista. La supuesta solución se revela al final como una ominosa predicción de que el futuro volverá a las andadas.
(Artículo de José María Ruiz Soroa, publicado en "El País" el 22 de julio de 2018)
ALTA TRAICIÓN
Definitivamente, el argumento de la novela El complot contra América de Philip Roth se ha hecho realidad con Trump. El presidente es un agente del enemigo, Hitler en la fantasía del novelista, Putin en la realidad. La última y definitiva prueba ha llegado de su propia mano, en la conferencia de prensa posterior al encuentro con el presidente ruso en Helsinki, en la que se ha mostrado servil e incluso sumiso con su homólogo al admitir una responsabilidad simétrica en las malas relaciones entre ambas potencias y, sobre todo, dar credibilidad a la palabra presidencial rusa en detrimento de los servicios secretos estadounidenses respecto a las comprobadas interferencias en las elecciones presidenciales.
No importa su improvisada rectificación, dirigida a apaciguar a los republicanos indignados ante el deterioro de la imagen de Estados Unidos y ante la victoria obtenida por Putin en Helsinki. Los 18 meses de presidencia trumpista significan el mayor desastre geopolítico que haya sufrido Washington en su historia al menos desde la guerra de Irak, pues se ha enajenado a sus aliados, ha minado y dividido las instituciones que había construido durante 70 años y ha proporcionado todas las ventajas imaginables a Moscú.
Poco o nada se sabe de la cumbre y es muy probable que su contenido sea preocupantemente nulo, sobre todo tratándose de dos potencias enfrentadas en tantos contenciosos. La falta de sustancia no esconde su valor como escaparate, especialmente del prestigio de Putin y de la vanidad de Trump. Pero pocos esperaban que fueran las explicaciones posteriores de Trump y luego su abrupto y chapucero desmentido los que se alcanzarían dimensión histórica.
Nunca se había visto una conferencia de prensa tan vergonzosa para la imagen de EE UU, con un desequilibrio de actitudes y de autoridad entre ambos mandatarios tan explícito. El bochornoso espectáculo es también un desastre para su protagonista, pues da alas al fiscal Mueller, el encargado de investigar las interferencias rusas, que ya ha mandado a los tribunales a 32 personas, 25 de ellas rusas, ha obtenido autoinculpaciones de tres colaboradores del presidente y no dudará en estrangularle judicialmente si tiene la oportunidad.
Nada de lo que Trump dice tiene que ver con la verdad. Solo con el poder, el suyo. Con frecuencia para amedrentar o debilitar a sus interlocutores, tal como ha hecho con Theresa May y Angela Merkel; o de forma más discreta con un representante del Gobierno español, en un reciente encuentro en el que se permitió desconsideradas y desfavorables valoraciones sobre la crisis catalana.
Trump ha sido ya tachado de traidor en su país. Tras la catástrofe de su semana europea, con descalificaciones y desplantes a diestro y siniestro, Gobiernos e instituciones, no hay muchas dudas de que también ha traicionado los valores y los intereses compartidos entre Estados Unidos y quienes han sido sus socios europeos de la OTAN y de la UE durante los últimos 70 años. Urge echar al agente de Moscú.
(Artículo de Lluís Bassets, publicado en "El País" el 19 de julio de 2018)
UNA FEA LEY DE DERECHOS HISTÓRICOS
Los boletines oficiales son periódicos indigestos donde gobiernos y parlamentos editan sin pausa leyes y normas, para que sean públicas y entren en vigor. Los ciudadanos tienen el higiénico hábito de no leerlos y por eso, los aragoneses, en general, se han librado de saber que sus diputados a Cortes, por mayoría, han alumbrado una ley sobre ciertos asuntos acerca de los cuales no era preciso legislar. Y lo han hecho de forma tal que, de hecho, parecen prescindir de la Constitución y el Estatuto de Autonomía.
No crea el lector que este juicio negativo es exagerado. Un ejemplo: la Ley de actualización de los derechos históricos de Aragón (8/2018, que así se llama la publicada el lunes), atribuye a Aragón una condición que no posee: la de territorio foral. Tener un derecho foral no basta para ser territorio foral,. No es un juego de palabras. Para serlo, hay que disponer de derecho foral ‘público’, o sea, referido a las instituciones políticas, y no solo a las relaciones personales. Lo tiene dicho y repetido el Tribunal Constitucional desde al menos 1988 y esta doctrina afecta también a Cataluña y a cualquier comunidad que no sea la navarra o la vasca. No hay duda jurídica sobre ello y eso significa que no debe legislarse sobre supuestos ‘derechos históricos’. Y, en todo caso, una ley autonómica no puede, como pretende hacer esta, enmendar y cambiar sin más lo que dice el Estatuto aragonés, ley orgánica aprobada por las Cortes españolas.
Otro ejemplo: según esta ley, pintoresca y gratuita, la bandera de Aragón no cede la precedencia a ninguna, incluida la de España. El modo en que se dispone es infantiloide y cobardón: se reserva a la bandera aragonesa no ‘lugar preferente’, ni ‘un’ lugar preferente, sino "el lugar preferente" en los edificios públicos de la Comunidad (art. 10). La española es relegada por omisión: no se la nombra. Y en la bandera oficial de Aragón, no tiene por qué figurar el escudo.
Peor que en el Sinaí
La naturaleza de lo que esta ley define como ‘derechos históricos’ aragoneses no es una futesa. Tal es su calidad y grado, que, se usen o no, se reclamen o se olviden, no pueden ser alterados o menguados en modo alguno, nunca y por ninguna clase de ley, española o europea (art. 4). Están por encima de todo, Jehová incluido: la llamada Ley de Dios dada a Moisés en el Sinaí en forma de Decálogo, la modificó la Iglesia: suprimió un mandamiento y desdobló otro. Los derechos de Aragón que esta ley define son más intangibles que las órdenes de Jehová, aunque nadie los ejerza o reivindique, pues son "anteriores a la Constitución española" y a la Unión Europea. No prescriben ni prescribirán. Qué cosa.
Historia de Aragón al gusto
Estos ejemplos –unos pocos– serían motivo de asombro y cavilación aun para un lector sin instrucción jurídica. Y más, si supiera que un letrado de las Cortes advirtió largamente de todo ello. En vano.
Es estupefaciente también el largo Preámbulo. Viola el buen sentido, contradice hechos probados y maltrata la sintaxis. Roza lo bufo decir que el reino de Aragón tuvo "siempre el máximo rango protocolario" (¿qué será eso?). Las Cortes no fueron "creadas" en el siglo XII, ni "sucesivas generaciones de aragoneses y aragonesas fueron construyendo una nación" (sic), cabeza de la "confederación" (sic) llamada Corona de Aragón.
Algunos asertos mueven a conmiseración intelectual. La frase "el derecho de Aragón es tan antiguo como Aragón mismo" puede predicarse de cualquier comunidad política, incluidas la romana y la bantú, porque ninguna vive sin derecho. No es cierto que el pueblo aragonés se caracterice por haber defendido "siempre" y "celosamente" sus fueros; ni que Aragón "encabezase el movimiento autonomista" en España antes de 1978; ni que el Justicia actual esté en el "núcleo de nuestro autogobierno constitucional" o simbolice la capacidad de "crear un sistema legal propio y completo" (nada menos), ni que el Justicia antiguo sea su "precedente directo". Y es risible considerar la "justicia social" como "principio tradicional" aragonés (art. 2 e), si bien no se dice desde qué siglo.
Esperemos que no estudien este texto en las escuelas: andamos husmeando tergiversaciones ajenas de la historia aragonesa, cuando las propias son monumentales.
Esta ley ociosa no es mala por nacionalista, que también, sino ante todo porque desbarra en su visión histórica, yerra en su letra jurídico y, para postre, no resuelve ninguna necesidad real. Cuanto toca estaba ya legislado: bandera, escudo, Justiciazgo, patrimonio, Cámara de Cuentas, lenguas, etc. Aporta, en cambio, un rancio olor nacionalista, inducido por un partido soberanista (CHA), que defiende la autodeterminación y a cuya iniciativa se han sumado, a izquierda y derecha, IU, PAR, Podemos y PSOE; este con más culpa, por su relevancia. Es una ley oportunista y se promulga en nombre del Rey, lo que tiene su guasa.
En fin: aunque Aragón se defina por su derecho, en su historia también se dieron no pocos contrafueros. Este es el último (por ahora).
(Artículo de Guillermo Fatás, publicado en "Heraldo de Aragón" el 15 de julio de 2018)
SALIR DE LA GRUTA
Doce niños son rescatados, felizmente, de una cueva tailandesa. En esos mismos días conozco, por fortuna, al chileno Mauricio Rojas, cuya historia personal me impresiona: antiguo militante del MIR, exiliado a Suecia tras el golpe de Pinochet, se integró en aquel país, fue elegido diputado y actuó durante años en el Parlamento sueco; hoy es asesor del nuevo presidente chileno Piñera, liberal conservador.
Relaciono ambos casos, no sé si por los pelos, con la evolución intelectual y vital de mi generación, la de los nacidos bajo el primer franquismo. No hemos vivido, pienso, un proceso gradual de aprendizaje, una tranquila acumulación de conocimientos, sino una sucesión de refugios en grutas, mundos mentales cerrados, en los que nos integramos con fe ciega durante años para, en cierto momento, tras dramáticas crisis personales, arrumbarlos y sustituirlos por otros.
Llamo mundos mentales cerrados a los propios de las sectas, círculos de elegidos, creyentes en la salvación colectiva, alimentados por ideologías globales, con respuestas para todo; comunidades que solo reciben su propia e interesada información y desconfían de cualquier aporte proveniente del exterior, al que creen hostil, y que castigan o excluyen a quien se obstina en plantear dudas o mantener opiniones propias.
¿Cómo se puede salir de este tipo de grutas mentales si desde ellas se carece, por definición, de acceso a toda información crítica? Es una operación, en principio, más difícil que la de Tailandia, pero de hecho ocurre y todos hemos conocido giros vitales de este tipo. Aunque también sabemos de gente que no ha cambiado nunca, que han sido fieles a una Iglesia, o a Trotski, toda su vida.
Lo primero que se necesita para liberarse de esas grutas es, desde luego, una cierta actitud rebelde, un individualismo, una propensión a la independencia personal más que a la lealtad incondicional hacia el grupo. Al decir esto halago a quienes protagonizan estas rebeldías, pero no en todo seré tan positivo. En nuestro caso, el primer mundo cerrado en que crecimos fue el nacionalcatolicismo, anclado en la condena de la modernidad por Pío IX, tan viva aún en los colegios de curas de la España de los años 1950. Las pruebas acumuladas por Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios, oídas en clase de filosofía, nos parecían irrefutables. Pero por algún lado llegaban objeciones, que no dejaban de rebullir en la cabeza de un chico de dieciocho años. Si Dios era tan bueno, ¿por qué existía el mal? ¿por qué era tan injusto el mundo? No bastaba referirse al demonio, porque Satanás mismo era, como todo, producto de la voluntad divina. ¿Por qué había el Supremo Hacedor consentido —o decidido libremente— que existiera Satanás?
Venía a continuación la pésima reacción del grupo ante el inquieto. Desconfiaban de inmediato, le excluían, no perdían el tiempo con él. Por mucho que lo intenté, nunca logré mantener un debate serio sobre el origen del mal en el mundo. Un par de curas me dijeron que era un muchacho interesante, con inquietudes, que teníamos que hablar largo y tendido. No encontraron el momento para hacerlo. Pero no todo deja en tan buen lugar la personalidad del disidente, no todo se debe a su espíritu crítico, insatisfecho con las explicaciones tranquilizadoras que apuntalan la visión del mundo dominante en su entorno. Existe también un lado menos honorable. Pocos prescinden del amparo de un grupo cerrado sin acogerse a otra autoridad o referencia moral fuerte. Mi decisión de no ir a misa un cierto domingo, por ejemplo, se reforzó al caer en la cuenta de que Ortega y Gasset no era católico; si Ortega, de quien había leído un par de libros y a quien creía una mente de prestigio universal e incontestable, no creía en ese Dios uno y trino cuya voz en la tierra era la Iglesia de Roma, alguna razón habría para no hacerlo. Un argumento de autoridad tan ingenuo como ese pesó tanto o más que cualquier planteamiento racional.
Durante años, o decenios, el mundo mental en el que nos refugiamos los miembros de mi generación universitaria renegados del franquismo fue una cultura contestataria cuyo soporte intelectual era básicamente marxista. Aquella nueva gruta nos proporcionó amigos, amores, apoyos ante cualquier conflicto personal; y, en el terreno intelectual, respuestas para todo. Cualquier frustración se debía a la dictadura, cuyos cimientos eran la explotación de la clase obrera y el amparo del imperialismo americano. Las multinacionales, oscuras y malignas regidoras del mundo, eran las responsables directas o indirectas de todos los males que afligían a la humanidad: hambres, guerras, analfabetismo, desajustes amorosos, extinción de especies, océanos ahogados en plástico; todo, bien explicado, era culpa del capitalismo depredador.
Tampoco fue fácil escapar de aquello. Ni fue muy distinto el mecanismo seguido. Todo empezó con algunas preguntas cruciales, como por qué la revolución proletaria había desembocado en los horrores del estalinismo. La psicopática personalidad de Stalin no bastaba como respuesta, pues era el propio sistema quien había confiado a un tipo como él, y sin control alguno, la máxima responsabilidad. Al planteamiento reiterado de aquellas objeciones siguió, de nuevo, un proceso duro, del que estuvieron ausentes, como en el anterior, los debates serios. Uno empezó a ser sospechoso en cuanto repitió sus dudas. Perdió amigos, dejó atrás amores, se oyó llamar traidor… Y tampoco bastó la mente crítica. Fue necesario ampararse en personalidades que uno creía autorizadas (Claudín, Semprún, en el caso español; Borges, Paz, Vargas Llosa, para los latinoamericanos). Solo entonces se entrevió la salida de la gruta.
La pregunta es por qué existen esas grutas, por qué tendemos a refugiarnos en ellas, cuál es el camino que nos permite encontrar la salida, y con cuánta frecuencia abandonamos una solo para refugiarnos en otra similar. Los casos de tránsito del marxismo al nacionalismo, por ejemplo, son notorios. O los de aquellos que no salen nunca de la gruta, ni aun cuando creen haberlo hecho, porque siguen aferrados a tópicos propios de aquella visión a la que un día fueron fieles.
Ocurre con las sectas, por antonomasia religiosas. Pero también con los grupos políticos, en general radicales, de derechas o de izquierdas, como nacionalismos o populismos: hablan únicamente entre ellos, leen su propia prensa, oyen su canal de televisión, no permiten que voces ajenas les cuestionen su visión del mundo. Lo tranquilizador es que exista una verdad, garantizada por una autoridad. Lo contrario, lo propio del espíritu libre, es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que la verdad es múltiple, que sus fragmentos viven dispersos, que hay que oír a todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender, a cambiar de opinión. Hace falta mucha fuerza para eso.
(Artículo de José Álvarez Junco, publicado en "El País" el 16 de julio de 2018)
OTRO MÉXICO
Este primero de julio de 2018 fue derrotado el México de las élites y el México de la desigualdad. El México neoliberal y el México de la guerra contra el narco. El México de la corrupción como modo de vida y el de las 200.000 muertes en dos sexenios. El México de Ayotzinapa y el de la Casa Blanca. El México que se obcecó con cerrar los ojos a la barbarie y el del miedo al cambio. El México de la desilusión y el del conformismo. El México de quienes defienden doce años de desastre como nuestra única normalidad posible.
Triunfó otro México. El México que despertó en la Revolución mexicana y quedó adormecido por casi 70 años de revolución institucionalizada. El México que, desde 1968, se batió por la democracia y el ensanchamiento de nuestra ciudadanía. El México de los movimientos sociales y el de los activistas por los derechos humanos. El México de los desfavorecidos, de los olvidados, de los invisibles. El México de los jóvenes que anhelan un futuro mejor.
Triunfó, también, la democracia: ese sistema que le permite a los ciudadanos elegir a sus gobernantes y castigar, con la fuerza del voto, a quienes los han traicionado. Fueron elecciones de decepción y de cólera: el voto de castigo a un sistema incapaz de mejorar las condiciones de vida de la mayoría. Y se transformaron, hoy, en elecciones de optimismo: ante el panorama que dejamos atrás, se trata del resultado más sensato. Tras las decepciones del Brexit, Estados Unidos o Colombia, un país demostró que puede imaginar una nueva narrativa de esperanza. Cualquier demócrata debería celebrarlo.
Lo anterior no implica que la victoria no sea, asimismo, de Andrés Manuel López Obrador y su movimiento. Sus defectos se convirtieron en virtudes: su obcecación, su temple, su fe (habrá que llamarla fe) hacia su propia causa y hacia sí mismo. Contra viento y marea —uso intencionalmente el título vargasllosiano—, logró, en su tercer intento, la presidencia de la República. Su campaña fue tan precisa como desastrosa la de sus rivales. Fiel a sí mismo, asentó los únicos temas que parecían importarle, la desigualdad y la corrupción, y dejó que Ricardo Anaya y José Antonio Meade se aniquilasen mutuamente. La cruel derrota de ambos cimbrará a sus partidos: el PRI, otrora hegemónico, podría volverse testimonial, mientras que en el PAN (por no hablar del PRD) ya ha comenzado el fratricidio. He aquí uno de los peligros que nos acechan: no tanto la falta de contrapesos ahora, cuando hay un mandato claro hacia Morena, como de alternativas en caso de que falle.
Tras la celebración ha de empezar la inmediata reconstrucción del país. AMLO ha dejado claras sus prioridades: de seguro no tardará en activar programas sociales y mecanismos redistributivos para paliar la desigualdad; más incierto es cómo erradicará la corrupción: su ascenso a la Silla del Águila no operará un milagro. Y más ardua aún será su tarea frente a la violencia. Se impone que siga un programa con el que no simpatiza del todo: extirpar el maniqueísmo de la guerra contra el narco, resolver las causas sociales que impulsan al crimen, reformar los cuerpos de seguridad e iniciar la legalización de las drogas.
Igual de urgente es un desafío que apenas abordó en su campaña: la construcción de un sistema de justicia confiable, eficaz e independiente. El adjetivo crucial es independiente: la medida de su convicción democrática quedará asentada en su posición sobre este punto. De ello dependerá, a la vez, el éxito de su lucha contra la violencia y la corrupción: un país como el nuestro, donde nueve de cada diez homicidios quedan impunes, no tiene alternativa.
México inicia una nueva era, tan apasionante como incierta. López Obrador está obligado a detallar un sinfín de medidas para cumplir sus metas y tranquilizar no tanto a los mercados como a quienes se han obsesionado en dibujarlo como un aprendiz de dictador. El éxito de su Gobierno, y del país, radicará en que logre preservar lo mejor que ha exhibido en esta campaña y en reprimir cualquier sesgo autoritario. México le ha concedido una oportunidad invaluable: con el concurso de todos los ciudadanos, quienes lo votaron y quienes no, lograr que ese otro México —pacífico, próspero, libre y justo— sea posible.
(Artículo de Jorge Volpi, publicado en "El País" el 3 de julio de 2018)
AMPLIAR LA DEMOCRACIA
La historia de la democracia es (también) la historia de la ampliación del concepto de ciudadanía. ¿Quién puede disfrutar plenamente de los derechos garantizados por nuestros sistemas, quién no? Y particularmente del derecho de participación en la toma de decisiones, cuya máxima expresión es, por supuesto, el voto.
Con los migrantes, las democracias occidentales han encontrado la nueva frontera de este conflicto. Quienes componen la internacional nacionalista (Salvini, Le Pen, Trump, Farage) defienden una idea muy sencilla: primero, los nuestros. Los otros nos hacen daño. La estructura de su argumentación, que a veces recurre a datos falsos o tergiversados sobre los perjuicios que generan los inmigrantes a los locales, no es distinta de aquella que hace poco menos de un siglo pretendía mantener a las mujeres, a los no propietarios, o a los afroamericanos (esclavos liberados en EE UU) como sujeto político reducido.
Claro, la diferencia crucial es que a los migrantes se les puede mantener fuera del país. La exclusión en este caso no es solo textual e institucional, también es física. E identitaria: el grupo “nación” es más sólido que “hombres”, “propietarios” o incluso “blancos”.
Así, los migrantes se encuentran con una situación particularmente desventajosa para dar su lucha como sujeto político. ¿Quién defiende los intereses de una persona que sigue atrapada en una guerra en su país de origen, o que está en mitad del mar, literalmente entre fronteras? Quienes ya llegaron siguen considerablemente excluidos del proceso. Y ni los unos ni los otros disponen del tiempo suficiente para esperar que la expansión demográfica y el cambio generacional les otorguen el poder necesario por puro derecho de nacimiento.
No. Inmigrantes y refugiados necesitan cómplices, ciudadanos que luchen junto a ellos por convertirles en ciudadanos. Ahora que al fin la cuestión migratoria se politiza en España, partidos, líderes y votantes que contamos con el privilegio del pleno derecho nos enfrentaremos una vez más a una cuestión central de la democracia: si estamos dispuestos a compartirla.ENTENDIMIENTO TERRITORIAL
Se ha abierto una ventana de oportunidad en la mejora de lo que cabe denominar la crisis catalana. Han cambiado los interlocutores, en Madrid y en Cataluña, el artículo 155 ha sido levantado y ambas partes parecen estar dispuestas a dialogar. La ministra de Política Territorial, Meritxell Batet, ha manifestado su disposición a hablar abiertamente con el Gobierno de la Generalitat, haciendo referencia expresa al documento de 46 puntos que en su momento presentara el president Puigdemont al presidente Rajoy. El único límite está, en esta fase inicial, en la celebración de un referéndum de independencia. A este respecto, el president Torra, aunque parece mantener que el referéndum es irrenunciable, también ha reiterado que está dispuesto a hablar sin líneas rojas.
Ahora bien, es preciso señalar que el conflicto en Cataluña no es causa sino síntoma de una crisis constitucional más generalizada, especialmente en el ámbito territorial. Aunque el conflicto con Cataluña no existiera, el modelo de organización territorial constitucionalmente vigente necesitaría de una notable puesta al día. Es obvio que este no es el momento de iniciar la casi utópica reforma constitucional, porque el clima político no lo aconseja. Y ello porque para que la Constitución recupere su naturaleza de instrumento de integración debe contar con el apoyo de todos o casi todos lo grupos políticos y, por tanto, también y especialmente del Partido Popular, que ni en sus relaciones externas ni internas pasa por su mejor momento. Sí deben aprovecharse, en cambio, una serie de elementos ya presentes en el Gobierno del presidente Sánchez para sentar las bases de lo que debería ser, en una próxima y más sólida legislatura, el momento de la actualización constitucional.
Del actual Gobierno de Sánchez deben destacarse, como hacía recientemente Joan Rodríguez en Agenda Pública, que es el primer Gabinete en el que tres carteras centrales —Hacienda, Fomento, y Relaciones Territoriales— están en manos, respectivamente, de una andaluza, una vasca y una catalana. Estos ministerios están dirigidos por personas con sensibilidad territorial. Por otra parte, junto con el primer Gobierno de Rajoy, el Ejecutivo de Sánchez cuenta con la presencia más alta de ministros y ministras con responsabilidades previas en los ámbitos local y autonómico. Las características apuntadas son fundamentales para la mejora del modelo de organización territorial porque cuenta con una sensibilidad territorial mucho más elevada que sus predecesores. Esta sensibilidad y/o conocimiento de los territorios puede favorecer una actuación informal entre los diferentes niveles de Gobierno mucho más fluida. En otras palabras, que los diferentes centros de decisión política, sobre todo Madrid, dejen de ser compartimentos estancos, para ser ámbitos competencialmente diferenciados pero conocedores los unos de los otros.
Este fenómeno puede ser de gran relevancia teniendo en cuenta el sesgo territorial de los altos funcionarios al servicio de la Administración central. Cabe poner como ejemplo el Tribunal Constitucional, institución protagonista en la crisis catalana, donde también se hace patente su sesgo centralista, ya que la gran mayoría de sus magistrados son madrileños. Recuérdese que este fue uno de los elementos que pretendió solucionarse con la reforma del reglamento del Senado de 2007, desvirtuada en su puesta en práctica. Por cierto, como apunte histórico, la Constitución de 1931 preveía que el Tribunal de Garantías Constitucionales estuviera conformado, entre otros, por un magistrado de cada una de las regiones autónomas.
Así pues, el Gobierno de Sánchez no tendrá la capacidad de resolver muchas de las cuestiones que tenemos sobre la mesa, muy especialmente respecto de la crisis con y en Cataluña. Sin embargo, este Gobierno es una oportunidad para abrir escenarios de futuro en diferentes ámbitos. De una parte, sentar las bases de un nuevo modelo de gestión política territorialmente permeable, que empiece fraguándose por vías informales, pero que puede dar paso a un escenario en el que sea posible hablar de una nueva cultura política de entendimiento y respeto interterritorial, a través de la que poder construir la cultura federal de la que carece España. Este aspecto sería sumamente beneficioso para, en una segunda fase, abordar la reforma de la Constitución, especialmente en lo relativo a comunidades autónomas, fortaleciendo la descentralización y la lealtad institucional que, recuerden, debe ser bilateral.
(Artículo de Argelia Queralt, publicado en "El País" el 14 de junio de 2018)
DONDE DIJE DIGO ...
Las dos sentencias del Tribunal Europeo de este martes fijan un criterio rotundamente opuesto a la dictada hace dos años en materia de indemnización por terminación de los contratos temporales. Mientras que entonces dijo que se consideraba discriminatorio negar indemnización a los temporales o que ésta fuera inferior, respecto de la indemnización por un despido de un trabajador fijo, ahora se declara que existe una razón objetiva que justifica la diferencia y, por tanto, no concurre discriminación. Las nuevas sentencias se dictan por la Gran Sala, por tanto, por todos los Jueces del Tribunal, mientras que la de hace dos años se dictó por sólo tres Jueces; las sentencias del martes se dictan con previas conclusiones del Abogado General y la anterior sin ellas; las nuevas sentencias se dictan conociendo el criterio de la de hace dos años y, en definitiva, con una argumentación más afinada y fundada. Por ello, puede entenderse que el nuevo criterio es definitivo e irreversible para el Tribunal de Luxemburgo.
Más aún, por la motivación de la sentencia, se deduce que la razonabilidad de la diferencia se extiende con carácter general, quedando justificadas todas las indemnizaciones por terminación de contratos temporales, sin que pueda existir discriminación por el tratamiento mejor en el caso de las indemnizaciones por despido objetivo de los fijos. La razón objetiva deriva de que la extinción en cada caso responde a contextos fácticos y jurídicos diferentes: mientras que en el contrato temporal la extinción está prevista desde el momento de su celebración, en el contrato fijo no es así; en el despido del fijo la indemnización compensa el carácter imprevisto de la ruptura y la frustración de las expectativas que el trabajador podría albergar en lo que respecta a su estabilidad en el empleo, y nada de ello concurre en la terminación de un contrato temporal.
Visto lo anterior, la conclusión es que la regulación actual en nuestro país de la indemnización por extinción de los temporales es compatible con el Derecho de la Unión Europea y, desde esta perspectiva, no hay necesidad de modificar nuestra normativa.
No obstante, lo que también se deduce de los supuestos abordados en las dos sentencias, y así se viene a advertir en una de las ellas, más claramente en las conclusiones del Abogado General, es que seguimos teniendo un problema con la contratación temporal, que en ocasiones se utiliza para duraciones “inusualmente largas”, especialmente constatables en el sector público. Tenemos un problema de uso abusivo de la contratación temporal, excesiva duración de la temporalidad por encadenamientos de contratos y, en especial, procesos de selección en la Administración que provocan interinidades desmesuradas. En conclusión, como señaló en su momento la Comisión de expertos, es necesario corregir nuestra regulación para evitar, y en su caso sancionar, las actuaciones fraudulentas en la materia, en especial en la interinidad en el sector público.
(Artículo de Jesús Cruz Villalón, publicado en "El País" el 6 de junio de 2018)
¿PARA QUÉ TRIUNFÓ LA MOCIÓN DE CENSURA?
Tras el sorprendente éxito de la moción de censura del 1 de junio ha surgido una irrefrenable búsqueda de explicaciones ex post.No voy a escribir sobre las causas de por qué triunfó, pues ya hay bastantes buenos análisis sobre ello. Pero sí creo que sería bueno reflexionar sobre el para qué. Es decir, qué justificó la moción y cómo actuar desde el Gobierno para ser coherente con las razones que llevaron al proceso de cambio de presidente.
Desde la retórica política, la explicación que justifica la presentación de la moción tiene que ver con la corrupción. Rajoy tenía que irse por culpa de la corrupción que anidaba en su partido y la indignación que ello creaba en la población española. En virtud de esta teoría, el principal partido de la oposición no tenía más remedio que presentar la moción tras la sentencia del caso Gürtel. Por supuesto que la realidad es más compleja y que las razones de cada uno de los que apoyaron la moción eran diferentes y estratégicamente dispares, pero ante la ciudadanía española la explicación fue la que fue. El discurso del candidato socialista fue claro y consistente en ese fundamento.
Es cierto que la percepción de que existe mucha o bastante corrupción en España (94% de los encuestados en el Eurobarómetro de 2017), de que el Partido Popular es el principal afectado y de que el Gobierno no hacía todo lo que debía para acabar con ella se repite en las encuestas desde hace ya más de cinco años. Pero el PP dio por amortizada la corrupción como peligro tras repetir su triunfo en 2016. Dicha lectura errónea generó dos consecuencias que se han revelado nefastas posteriormente. La primera fue la de creer que les daba derecho a utilizar las instituciones a su servicio y que podrían influir en los resultados de las investigaciones y sentencias a través de nombramientos de afines. La segunda fue la de ralentizar la implementación de las reformas que lanzaron en 2015 y aplazar las siguientes, conscientes de que si seguía ese ritmo de cambios institucionales se conocerían más casos y no podían poner la mano en el fuego por nadie.
Resumiendo, se gana la moción fundándose en la corrupción del PP, su incapacidad de asumir las culpas y la necesaria regeneración de la vida política. No se gana retóricamente porque el PP hiciera políticas socialmente regresivas, o porque no fuera suficientemente promotor de la igualdad de género, o porque su reforma laboral generara empleo precario. La moción se gana porque en su relato la clave es la falta de ética política del PP, su uso de la corrupción para llegar y mantenerse en el poder. En consecuencia, la moción no se ha fundado en que el PP era de derechas, sino en que siendo lo que fuera había roto las reglas del juego y transgredido fundamentos esenciales de la democracia.
Dicho esto, la cuestión clave para el nuevo Gobierno es si puede legitimarse en su ejercicio si no mejora las políticas de prevención y lucha contra la corrupción; en definitiva, si no hace de la lucha por la integridad pública el centro de su agenda. Porque si todo este cambio era para modificar la política laboral, o la de igualdad, o la territorial, deberían haberlo dicho así en el Parlamento. Si la razón de llevar adelante la moción era poder avanzar en políticas progresistas y descentralizadoras la ciudadanía tendría que haberlo escuchado así en el Congreso. Pero la intervención justificatoria de la moción del hoy presidente y de los miembros de su partido se fundó en la inmoralidad de dejar en el poder a quien había permitido, cuando no alentado, la corrupción.
Con ello no quiero decir que el nuevo Gobierno no lleve adelante otras políticas y programas más en sintonía con la mayoría real del Parlamento, pero sí creo que no puede ni debe olvidar en su acción de gobierno la justificación esencial de su relato. En términos maquiavélicos diríamos que Sánchez ha mostrado virtù (voluntad y arrojo) y gracias a ello la errática fortuna le ha favorecido. Pero si quiere la gloria tendrá que mostrar con sus obras su aporte al bien común y ese aporte requiere coherencia y respeto a la palabra dada, requiere dar ejemplo, en el fondo y en las formas, de su compromiso insobornable con la integridad.
(Artículo de Manuel Villoria, publicado en "El País" el 6 de junio de 2018)
LA DEMOCRACIA FUNCIONA.
Son diversas las lecturas que pueden hacerse de las sesiones de ayer y anteayer en el Congreso de los Diputados, durante las cuales se produjo un cambio al frente del gobierno español: el socialista Pedro Sánchez tomará posesión de su cargo como nuevo presidente esta mañana en la Zarzuela, tras relevar al popular Mariano Rajoy. Pero hoy querríamos centrarnos sólo en una de esas lecturas, la que nos lleva a concluir que los mecanismos democráticos funcionan en España.
Para cuantos analizan la política sin dejarse llevar por filias o fobias, esto es una evidencia sobre la que no es preciso extenderse. Podrá afirmarse que esos mecanismos no funcionan con la adecuada diligencia, incluso que parecerían a veces oxidados. Y que el quietismo del ya caído Rajoy o la reiteración de ciertos rigores judiciales invitaron a pensar que se estaba pervirtiendo el sistema. Pero eso no significa que la democracia no funcione en España, ni que sea de ínfima cualidad, como ha proclamado el independentismo catalán, en su interesada, insistente y errónea campaña para presentar el Estado español como fallido e incorregible.
Esa es, al menos, una de las cosas que demuestra el desenlace de la moción de censura a la que acabamos de asistir, mediante la cual el PSOE, una fuerza política con representación inferior a la del PP, ha sabido forjar un consenso y ha sumado votos propios y ajenos para hacer caer a un gobierno acorralado por la corrupción y, en particular, por la devastadora sentencia del caso Gürtel. Hay más. Cabría afirmar que en esta moción de censura hemos asistido, de alguna manera, a un triunfo de la periferia sobre el centro, que será chocante para quienes sostienen que el papel de Catalunya en España es ya irrelevante. Porque si bien fueron decisivos los cinco votos del PNV para inclinar la balanza de la moción en favor del candidato Pedro Sánchez y en contra del ya expresidente Mariano Rajoy, no lo fueron menos los que con anterioridad concedieron las formaciones independentistas catalanas representadas en el Parlamento; es decir, el PDECat y ERC.
Estamos de acuerdo en que todo, incluida la democracia española, es mejorable. Pero no es cierto que haya perdido su esencia, por más que así lo repitan quienes asocian el llamado régimen del 78 a todos los males del país. Creemos que el estado de salud actual de la democracia española no hace temer por su vida, y que ni siquiera es grave. Preocuparse por la calidad del sistema democrático es una tarea muy pertinente que, dicho sea de paso, a todos nos compete. Pero esa preocupación no se demuestra y ejercita sólo con la crítica. Menos aún cuando la crítica se basa en afirmaciones partidistas y recorre más camino apoyada en las muletas del activismo y de la doctrina de parte que en las de la verdad y la objetividad. La preocupación por la calidad del sistema democrático se acredita también con la asunción de responsabilidades cuando el momento así lo exige. En este sentido, es preciso que todas las fuerzas, y en particular aquellas que han respaldado la moción de censura, aporten cuanto esté a su alcance.
La defensa de la democracia requiere espíritu crítico. Pero la democracia se defiende también con el diálogo y el acuerdo que beneficia al común de los ciudadanos. En esa labor deben comprometerse todos los partidos. Porque es fácil reducir la política al enfrentamiento y la descalificación. Pero no es así como se construye la convivencia y se defiende la democracia.
(Editorial de "La Vanguardia", publicado el 2 de junio de 2018)
ESCUCHEMOS A LOS CIUDADANOS
Con su negativa a asumir responsabilidades políticas, Mariano Rajoy somete al sistema democrático a una tensión insoportable. La corrupción de su partido, probada judicialmente, y su falta de credibilidad personal, cuestionada en sentencia judicial, deberían haberle llevado a presentar su dimisión de forma inmediata y convocar elecciones anticipadas.
Con su rechazo a dimitir se priva a sí mismo de la última posibilidad de dignificar su figura política con una última decisión valiente. El problema es que, con su empeño en seguir, además de dañar a la democracia, genera una peligrosa inestabilidad en un precario contexto internacional y nacional (piénsese en lo acontecido en Italia, con su repercusión en los mercados, a lo que hay que sumar la delicadísima crisis catalana).
La resistencia de Rajoy a dimitir no deja otra opción que recurrir a la moción de censura. Los socialistas, como principal partido de la oposición, tienen la responsabilidad de liderar ese proceso. Precisamente por ello han de hacerlo de forma que beneficie los intereses generales. Cabe decir, primero, que Sánchez se apresuró al presentar la moción sin haber abierto una ronda de consultas en el seno de su propio partido y con el resto de los grupos políticos en busca de una fórmula de consenso, como hubiera sido deseable. Llegados a este punto, es ahora su obligación llevar esa moción a buen puerto democrático, que no puede ser otro que el de dar la palabra a los ciudadanos cuanto antes. Dada la aritmética parlamentaria actual, que solo concede al PSOE 85 votos y requeriría por tanto, además del apoyo de Unidos Podemos, el de los independentistas catalanes y el PNV para lograr una mayoría absoluta, no existe la menor posibilidad de darle a este país un Gobierno estable y coherente. Ni Sánchez tiene capacidad de gobernar con el apoyo exclusivo de su partido, más diezmado que nunca en su representación parlamentaria, ni puede gestionar el apoyo de fuerzas que han actuado y actúan en contra de los intereses de los españoles. Conviene recalcar que si nos encontramos ante este diabólico dilema es exclusivamente por la culpa de Rajoy, que se ha negado a dimitir. Pero nadie debería caer en esa trampa y ahondar en el error de procurar sacar provecho de esa lamentable decisión. Estamos convencidos de que el partido que lo haga, lo pagará gravemente en las urnas, como sin duda lo pagará también el PP.
Las fuerzas políticas tienen la obligación de negociar una salida a esta crisis. Deben hacerlo anunciando de antemano cuáles son los principios que quieren defender. Asistimos, sin embargo, a un penoso juego de ocultamiento en un momento crítico para nuestro país. Los ciudadanos necesitan saber qué quieren de verdad sus representantes. Una fecha electoral, pactada y hecha pública tras unas conversaciones llevadas a cabo con transparencia, sería la mejor manera de acabar con la incertidumbre que se ha adueñado de la situación en los últimos días. También, y sobre todo, de despejar las sospechas de los grupos políticos sobre la existencia de agendas ocultas en unos y otros respecto a la posibilidad de utilizar el ínterin que necesariamente se daría entre el triunfo de la moción de censura, la celebración de las próximas elecciones y, después, la formación del próximo Gobierno, para obtener ventajas políticas frente a los rivales.
La ciudadanía, que asistirá a partir de este jueves a una moción de censura clave en la historia democrática de este país, tiene derecho a conocer con toda claridad cuáles son las pretensiones de los líderes que, en su nombre, pedirán la censura del Gobierno y la confianza de la Cámara.
(Editorial de "El País", publicado el 31 de mayo de 2018)
CRUCES Y BANDERAS
Mediados de los ochenta. Unos amigos de Bilbao vienen a Madrid a ver la final de la Copa del Rey contra el Atlético de Madrid. Cuando la alegre muchachada con sus caras pintadas y sus ikurriñas alcanza el cruce de la calle de Goya con Alcalá, un grupo de unos diez o quince individuos les sale al paso con el brazo alto y al grito de “terroristas” los pone en fuga lanzándoles las papeleras de las farolas.
Años más tarde, un chaval de Madrid baja al campo de fútbol de un pequeño pueblo del Pirineo catalán con una camiseta de la selección española y un balón a ver si encuentra amigos con los que jugar. “Con esa camiseta, no”, le dicen los chavales de allí, así que se sube a casa y se la quita. Unos días más tarde, al culminar la ascensión a la Pica d’Estats, la cima más alta de Cataluña, un grupo de excursionistas posa anudando una estelada a la cruz de la cima. Minutos más tarde, otro grupo repite idéntico gesto con una bandera española. El observador de la escena musita: “Las montañas no son de nadie, nosotros somos de las montañas”.
Otra escena. En el aula del colegio electoral hay un crucifijo en la pared. Está colocado detrás de la presidenta de la mesa, de tal manera que su presencia es ineludible para el votante. Un ciudadano inquiere a la presidenta si le parece adecuado que en un aula de votación haya signos religiosos correspondientes a una fe cuyos gestores han manifestado en multitud de ocasiones su opinión contraria a numerosas reformas legislativas que conciernen a sus derechos personales. La respuesta es: “Nadie más se ha quejado”.
Y de ahí a las playas llenas de cruces amarillas, que invaden un espacio público para hacer una manifestación política, las farolas en las que se anudan los lazos amarillos o el largo etcétera de espacios públicos ocupados por el independentismo. Unos sostienen que poner las cruces es un acto de libertad y retirarlas un acto de represión. Pero otros afirman que ponerlas supone una apropiación del espacio público y que retirarlas es un acto de liberación.
Una mala mezcla, la de banderas y cruces, en un país donde predominan los celosos con la libertad de uno y escasean los tolerantes con la de los demás. La inundación de los espacios públicos con consignas y símbolos políticos excluyentes es la antesala del totalitarismo. @jitorreblanca
(Artículo de José Ignacio Torreblanca, publicado en "El País" el 24 de mayo de 2018)
PESADILLA EN BARCELONA
Repitámoslo una vez más, a ver si repitiéndolo acabamos de creerlo: Joaquim Torra, flamante presidente de la Generalitat, es un entusiasta de Estat Català, un partido fascista o parafascista y separatista que en los años treinta organizó milicias violentas con el fin de lanzarlas a la lucha armada; también es un entusiasta de sus líderes, en particular de los célebres hermanos Badia, dos terroristas y torturadores a quienes, como recordaba Xavier Vidal-Folch en este periódico, el señor Torra calificó como “los mejores ejemplos del independentismo”. La palabra “entusiasta” no es, como se ve, exagerada. Hace apenas cuatro años, en un artículo titulado Pioneros de la independencia y publicado en el diario El Punt Avui, el señor Torra escribía refiriéndose a Estat Català y a Nosaltres Sols!, una corriente de Estat Català nacida en torno a una red paramilitar clandestina: “Y hoy que el país ha abrazado lo que ellos defendían desde hace tantos años, me parece de justicia recordarlos y agradecerles tantos años de lucha solitaria. ¡Qué lección, qué bellísima lección!”.
Todo lo anterior es más o menos conocido; no lo es tanto, en cambio, que el partido venerado por el señor Torra sobrevivió a la Guerra Civil y el franquismo y revivió durante la Transición. Así, la hemeroteca de la Universidad Autónoma de Barcelona conserva un cuaderno firmado por Nosaltres Sols! que, según el historiador Enric Ucelay-Da Cal, se publicó en torno a 1980. Está escrito en catalán, consta de ocho páginas mecanografiadas, se titula Fundamentos científicos del racismo y concluye de esta forma: “Por todo esto tenemos que considerar que la configuración racial catalana es más puramente blanca que la española y por tanto el catalán es superior al español en el aspecto racial”. Cambiando “alemán” por “catalán” y “español” por “judío”, estas palabras las hubiera firmado cualquier ideólogo nazi de pacotilla: ¿son ellas la lección, la bellísima lección que, según el señor Torra, debemos aprender los catalanes de sus admirados pioneros independentistas? La respuesta sólo puede ser sí, al menos a juzgar por los artículos y tuits que el señor Torra ha escrito en los últimos años y que hemos conocido con incredulidad estos últimos días, en los que los españoles aparecen sin falta como seres indeseables, candidatos a ser expulsados de Cataluña (“Aquí no cabe todo el mundo”, escribió en 2010, refiriéndose a dos socialistas catalanes con apellidos españoles).
En su primera entrevista como candidato, el señor Torra declaró sobre esas porquerías xenófobas: “Pido disculpas si alguien las ha entendido como una ofensa”. ¡Pero, hombre de Dios, cómo se le ocurre! ¿Quién en su sano juicio consideraría una ofensa que se le califique de sucio, fascista, violento y expoliador, como hace usted en sus textos con millones de personas? Y ahora la pregunta se impone: ¿representa el señor Torra, con su xenofobia salvaje, al independentismo actual? ¿Esto es lo que había detrás del nacionalismo tolerante, transversal, abierto e integrador que el catalanismo predicaba en Cataluña y que tantos nos creímos durante años (aunque no fuéramos nacionalistas)?
Uno entiende muy bien que el señor Puigdemont y tres o cuatro insensatos como él compartan las ideas del señor Torra, pero ¿las comparte también el PDeCAT, la antigua Convergència de Pujol y Roca y Mas? ¿Las comparten ERC y la CUP, partidos que dicen ser de izquierdas? Y, si no las comparten, ¿cómo es posible que hayan permitido con sus votos que este señor sea presidente de Cataluña? Porque no es que el señor Torra no merezca ser presidente de la Generalitat; es que no merece ser representante político de nadie, y los partidos catalanes que conservan un mínimo de cordura y dignidad hubieran debido exigir su inmediata dimisión como parlamentario. ¿Cuánto hubiera durado en su escaño un diputado de cualquier parlamento español que hubiera escrito sobre los catalanes las brutalidades que ha escrito este señor sobre los españoles y hubiera expresado hace cuatro días su entusiasmo por Falange, el equivalente español de Estat Català?
Hasta aquí, el asco y la vergüenza; ahora viene el miedo. Porque el señor Torra ha prometido en el Parlamento catalán hacer exactamente lo mismo que, en nombre de la democracia y sin el más mínimo respeto por la democracia, hizo su antecesor en la presidencia de la Generalitat, lo mismo que en otoño pasado llevó a Cataluña, tras el golpe desencadenado el 6 y 7 de septiembre, a vivir dos meses de locos durante los cuales el país se partió por la mitad y quedó al borde del enfrentamiento civil y la ruina económica (una ruina que algunos economistas consideran en voz baja difícil de evitar: una muerte lenta). Por supuesto, este xenófobo entusiasta de un partido fascista o parafascista y violento se halla en condiciones de cumplir su ominosa promesa, porque a partir de su toma de posesión tendrá en sus manos un cuerpo armado compuesto por 17.000 hombres, unos medios de comunicación potentísimos, un presupuesto de miles de millones de euros y todos los medios ingentes que la democracia española cedió al Gobierno autónomo catalán, además de cosas como la educación de decenas de miles de niños. Dicho lo anterior, sólo puedo añadir que me sentiría mucho más tranquilo si el presidente de la Generalitat fuera un paciente escapado del manicomio de Sant Boi con una sierra eléctrica en las manos.
A veces la historia no se repite como comedia, según creía Marx, sino como pesadilla; es lo que está ocurriendo ahora mismo en Cataluña. El señor Torra lleva razón en una cosa: de un tiempo a esta parte, todo el nacionalismo catalán y dos millones de catalanes parecen haber abrazado las ideas que en los años treinta defendían Estat Català y Nosaltres Sols!; la mayoría de los separatistas no lo saben, claro está, pero eso explica que nuestro nuevo presidente sea el señor Torra. O dicho de otro modo: ayer tomaron el poder en Cataluña aquellos a quienes la mayor parte del nacionalismo catalán, desde los años treinta hasta hace muy poco, consideraba extremistas peligrosos, cuando no directamente descerebrados. En estas circunstancias, no sé si merece ya la pena pedir ayuda a un Gobierno español que ni siquiera ha sido capaz de explicar a la opinión pública europea qué es lo que está pasando en Cataluña; se la pido al Estado democrático, a los europeos, a los españoles y a los catalanes de buena fe —incluidos los separatistas catalanes de buena fe—: hay que parar esta pesadilla.
(Artículo de Javier Cercas, publicado en "El País" el 15 de mayo de 2018)
LUTHER KING, INVENTOR MORAL.
A Martin Luther King lo mataron hace medio siglo, en un hotelucho de Memphis, de un balazo en la garganta. Cinco años antes de aquello había acudido a una de las ciudades más racistas del Sur —Birmingham, Alabama— en respuesta a una petición de ayuda de la comunidad negra local. Lo encarcelaron nada más ponerse en la cabeza de la manifestación, por supuesto ilegal. Allí escribió su Carta desde la cárcel de Birmingham, uno de los textos morales y políticos más influyentes y hermosos que se han escrito jamás.
Lo redactó en cuatro días. Escribió solo, aislado, sin libros ni material alguno, en una celda miserable y mugrienta. Empezó la redacción en los márgenes de un periódico que era, de hecho, el motivo mismo de la carta. En él pudo leer el mensaje que varios pastores y rabinos —blancos— de la ciudad querían hacerle llegar. Le decían, entre otras cosas, que sus métodos propiciaban la violencia y que era mejor esperar. Aquello no le sentó bien.
King les respondió reafirmándose en su compromiso absoluto con la no violencia. Se trata de una apuesta moral no exenta de polémica, pero a la que muy significativamente todos, incluso sus críticos, reconocen una innegable altura moral. Una altura moral muy similar a la que atesoran el perdón o la compasión, que escapan a la lógica, y por tanto a la justicia, pero que, al mismo tiempo, de algún modo las superan a ambas. Tolkien lo expresó maravillosamente bien: “Para aquel que no conoce la piedad, los hechos piadosos son extraños e incomprensibles”. Y, entre nosotros, Aurelio Arteta ha escrito sobre la compasión páginas que rebosan profundidad filosófica.
Pero, más allá de eso, a ese dogma King le añadió una habilísima diferencia entre “violencia” y “acción directa”. Y sobre el quicio de esa distinción fue capaz de articular una respuesta novedosa a uno de los temas clásicos de la reflexión política sobre el poder, el de la justificación de la violencia a la hora de enfrentarse a la injusticia. King había aprendido que existen maneras de combatir el mal que no son en absoluto violentas y que pueden resultar muy eficaces.
Su bautismo de fuego lo recibió, junto a Rosa Parks, en Montgomery, donde juntos organizaron en 1955 el legendario boicoteo a la compañía de autobuses que acabó con las leyes segregacionistas en los transportes locales. Tras aquella pequeña gran victoria, aupado en Ghandi, en Tolstói y en Thoreau, King se dedicó en cuerpo y alma a extender una y otra vez el método democrático por excelencia para resolver las disputas —siempre dramáticas— entre lo que la ley establece y lo que la justicia clama. Entre lo legal y lo legítimo, lo real y lo ideal, la angustia y el anhelo. Lo que después hizo en Birmingham, en aquella celda miserable, fue tan solo poner todo aquello por escrito. Nos dio una teoría de la desobediencia civil.
Esa teoría es conocida. Establece cinco grandes compromisos. Uno, si tienes que desobedecer, que sea por algo eminentemente injusto, no por un interés personal o un capricho menor. Dos, jamás uses la violencia. El dolor no solo no solucionará el problema, sino que complicará su solución y ensanchará el mal en el mundo. Tres, agota todos los cauces legales antes de desobedecer. Cuatro, acepta el castigo legalmente impuesto. Cinco, utiliza ese mismo castigo como plataforma de denuncia. Tu acción ha de ser pública, política.
Mezcladas en dosis diferentes según el caso, esas cinco exigencias han estado presentes en muchas de las luchas políticas y morales más meritorias e irrenunciables de los últimos tiempos. Han logrado que las batallas contra lo injusto no originen todavía más dolor que el que pretenden evitar y que el mal que las origina sea erradicado de un modo más profundo y duradero. Gracias a la desobediencia civil nuestro mundo no es, ni remotamente, perfecto, pero es mejor.
De todos los magníficos inventos del siglo XX, el de King merece ser citado entre los principales: nos legó una terapia eficaz contra lo injusto. No infalible, claro, pero sí mucho más fructífera que las estrategias previas, reducidas con demasiada frecuencia a una respuesta ciega y brutal ante lo intolerable. Ahora que se cumplen 50 años de su asesinato, conviene recordar la grandeza política de aquel extraordinario invento que un joven reverendo negro alumbró en una cárcel de Birmingham, Alabama, en pleno epicentro del horror.
(Artículo de Jorge Urdánoz, publicado en "El País" el 2 de mayo de 2018)
DOBLEGAR AL ESTADO
Hubo una vez en España una generación, de la que aún quedan (quedamos) algunos supervivientes, que por haber nacido poco antes, durante o poco después de la Guerra Civil fue bautizada como la de los niños, luego hijos, de la guerra. Algunos hermanos mayores de esa generación, los nacidos entre 1930 y 1939, cuando llegaron a la edad de la razón política, se presentaron en la escena pública dispuestos a clausurar la guerra de sus padres y abuelos calificándola, en un manifiesto elaborado en Barcelona, de “inútil matanza fratricida”. Lo hicieron reclamando no una nación verdadera, formada por un solo pueblo, sino un Estado democrático, garante de las libertades que con la victoria de los rebeldes habían quedado destrozadas.
Fue, por esa razón, y contando desde principios del siglo XIX, la primera generación de españoles más preocupada por el Estado que por la nación, quizá porque la identificada como nación española única y verdadera había sido secuestrada por los vencedores; o tal vez porque la libertad importaba más, infinitamente más, en los años cincuenta o sesenta que la identidad española o que el sentimiento de pertenencia a cualquiera de las posibles Españas.
No hay más que leer los manifiestos con que fueron sembrando su paso por la política y la sociedad de aquellos años para percibir que a esa generación, o a sus miembros políticamente más activos, les traía mayormente sin cuidado la nación española, que para nada aparecía en sus protestas y reivindicaciones.
Esa generación, al ir alcanzado lo que Ortega llamó la mitad del camino de la vida, los treinta años más o menos, encontró en Cataluña el espejo en que mirarse, pues fue allí donde más avanzado iba el proyecto de Estado al que aspiraba. En Cataluña era, en efecto, desde finales de los años sesenta, donde las mesas redondas en las que se sentaban desde comunistas hasta católicos, pasando por nacionalistas de izquierda y derecha e incluyendo a socialistas y liberales, marcaban el camino hacia un encuentro de todas las fuerzas políticas que pudiera plasmarse en un programa de acción firmado por partidos y sindicatos de todo tipo y procedencia.
Allí fue donde germinó y donde más adelantada estaba la convicción de que a la dictadura solo podría sustituirla un pacto entre demócratas, al modo en que surgió la Assemblea de Catalunya. Cataluña y pacto con vistas a la construcción de un Estado español democrático que garantizara las libertades individuales y colectivas y la autonomía de todos los pueblos, regiones o nacionalidades de España eran, a nuestra mirada, una y la misma cosa.
Este fue el proyecto que acabó triunfando en los duros años de lo que, con toda razón y basado en lo que ya era una larga tradición, llamamos transición a la democracia. Fue un pacto en el que los catalanes —comunistas, socialistas, nacionalistas, democristianos, liberales— desempeñaron un papel fundamental. Las voces de Jordi Pujol, Jordi Solé Tura, Joan Reventós, Miquel Roca o Anton Cañellas, y hasta Heribert Barrera, además de sostener ese pacto, fueron las de sus más fervientes —pues algo de fervor había en sus discursos— defensores. Por un momento, pareció como si la ya vieja aspiración de Pere Bosch Gimpera, la de concebir España como una comunidad de pueblos en la que catalanes, vascos y gallegos, pero también castellanos, andaluces, manchegos y todos los demás aparecieran fraternalmente unidos, estuviera a punto de convertirse en realidad.
Agua pasada no mueve molinos, se podrá decir. Y así es. Pero tampoco tiene por qué bloquearlos ni destruirlos. Los molinos allí pueden quedar, señalando parte del camino que hemos recorrido hasta llegar…, hasta llegar ¿adónde? A unos aciagos días de septiembre y octubre, 40 años después, cuando en un Parlamento en el que habían alcanzado una escueta mayoría de escaños sostenidos en una minoría de votos, los nacionalistas catalanes quebrantaron gravemente el pacto que habían sellado, rompiendo con su propio pasado, que era el pasado de todos, y siguiendo la peor tradición política española, se pronunciaron por la independencia violando la Constitución que habían sellado y el Estatuto de Autonomía que les había permitido gobernar legítimamente durante 40 años.
Pues un pronunciamiento civil fue lo que denominaron Declaración Unilateral de Independencia. Hasta entonces, en España, quienes se pronunciaban eran militares, un poder del Estado siempre dispuesto a quebrantar el curso de la política hasta su esperpento final, un día de febrero de 1981. Porque era una exclusiva militar, pronunciamiento significa, en el DRAE, “alzamiento militar contra el Gobierno”, pero desde octubre de 2017 habrá de significar también la liturgia civil seguida por los nacionalistas catalanes que, como titulares legítimos de un poder de Estado, se alzaron no ya contra el Gobierno, sino contra el Estado cuyo poder ostentaban.
Lo ocurrido en Cataluña nunca habría sucedido si los nacionalistas no hubieran dispuesto durante décadas de un poder de Estado y de abundantes recursos públicos para organizar la sedición y alzarse contra el mismo Estado al que debían su poder y su lealtad.
Es absolutamente risible, si no fuera dramático, que unos jueces de un land de Alemania no encuentren en el pronunciamiento catalán un delito equivalente a la alta traición porque los presuntos rebeldes no doblegaron al Estado. Pues claro que no lo doblegaron; si lo hubieran conseguido, como fue el caso del general Primo de Rivera en 1923, serían ellos los que someterían a juicio o a destierro a quienes se hubieran resistido a sus pretensiones. Fracasaron en su empeño, como ocurrió con el general Sanjurjo en 1932, hecho prisionero y sometido a consejo de guerra por la República contra la que se pronunció, como serán también sometidos a consejo de guerra por una democracia todavía frágil los generales Armada y Milans del Bosch y los secuaces que protagonizaron el último intento de pronunciamiento militar.
Último hasta que otro poder del Estado, el Parlamento catalán, añadió a la figura del pronunciamiento un carácter civil. Esta es la alta traición al Estado, a su propia historia y a más de la mitad del pueblo catalán, al que dicen representar, por la que habrán de ser juzgados por un tribunal civil los nacionalistas catalanes que la cometieron y no consiguieron con su acción doblegar al Estado.
(Artículo de Santos Juliá, publicado en "El País" el 16 de abril de 2018)
POLÍTICOS PRESOS, NO PRESOS POLÍTICOS
Durante los últimos días ha habido protestas de la opinión pública alemana contra la detención en Alemania del expresidente catalán Carles Puigdemont. Ahora bien, me parece imposible entender esa detención sin preguntarse qué ocurrió el otoño pasado en Cataluña. La respuesta más corta es la siguiente: que el Gobierno nacionalista de la comunidad intentó romper un Estado democrático a fin de separar una parte del mismo mediante un golpe de Estado (o, para ser más precisos, mediante lo que yo llamaría “un intento frustrado de autogolpe civil posmoderno”). A continuación, intento una respuesta más larga.
A finales de los años setenta, al terminar el franquismo y empezar la democracia, España se estructuró en 17 comunidades autónomas —el equivalente aproximado a los Länder alemanes— y en la actualidad es, según la mayoría de los estudiosos, uno de los Estados más descentralizados del mundo. Cataluña constituye una de esas autonomías que se distingue por poseer una lengua y una cultura propias, igual que Galicia o el País Vasco, y por ser una de las zonas más ricas del país. Desde el inicio de la democracia, el Gobierno catalán —provisto de competencias exclusivas en algunos asuntos vitales, como la educación o la policía, y amplísimas en todos— ha estado casi siempre en manos de la derecha nacionalista, que en todos estos años ha llevado a cabo una labor subterránea, minuciosa y desleal no sólo de nation building, sino también de state building; a pesar de ello, el separatismo nunca consiguió atraer a más del 20% de los votantes. Hasta que en 2012, tres años después del inicio de la crisis económica, la derecha nacionalista en el Gobierno se sumó a él.
Hay muchas causas que explican este cambio, pero sobre todo dos. La primera es la negativa del Gobierno catalán a asumir su responsabilidad por la mala gestión de la crisis, atribuyéndosela en exclusiva al Gobierno de Madrid; la segunda es la necesidad de desviar la atención pública de la oceánica corrupción que los estaba ahogando. Lo cierto es que a finales de 2012 el Govern diseñó un plan separatista que se llevó a cabo con todos sus medios ingentes y en nombre de la democracia, aunque sin el más mínimo respeto por las reglas democráticas, lo que entrañó en los años siguientes el incumplimiento sistemático de las leyes y las resoluciones de los más altos tribunales.
Hasta que por fin, el 6 y 7 de septiembre de 2017, los separatistas aprobaron en el Parlamento autonómico, de manera totalmente irregular —en una bochornosa sesión celebrada en ausencia de casi la mitad de la Cámara y en la que apenas se permitió el debate—, dos leyes que, según los letrados de esa institución, derogaban de facto el Estatuto catalán y violaban la Constitución española y la legalidad internacional, que, como se sabe, sólo ampara el ejercicio del derecho de autodeterminación —entendido como derecho de secesión— en los territorios colonizados y en caso de violación de los derechos humanos; ambas leyes, en definitiva, pretendían cambiar de arriba abajo el ordenamiento jurídico democrático con el fin de proclamar la República Catalana y dejarnos a los catalanes “a merced de un poder sin límite alguno”, por usar las palabras con que el Constitucional anuló la primera de tales leyes.
A ese flagrante ataque al Estado de derecho, perpetrado a la vista de todos y ante la impotencia perpleja del Gobierno español, es a lo que llamo un intento de golpe de Estado. La expresión parecerá inadecuada a quienes hayan olvidado que los mejores golpes de Estado se dan sin violencia física, precisamente porque no parecen golpes de Estado; pero no se lo parecerá a quienes recuerden que, como escribió Hans Kelsen en Teoría general del derecho y del Estado, un golpe se da cuando “el orden jurídico de una comunidad es nulificado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden”.
Por lo demás, ¿qué otra cosa significa la aterradora frase del Constitucional que acabo de citar sino que el Gobierno catalán intentó triturar la democracia? Sea como sea, el resultado de esta tropelía es que Cataluña vivió, en septiembre y octubre pasados, casi dos meses de pesadilla durante los cuales la sociedad bordeó el enfrentamiento civil y la ruina económica —más de 3.000 empresas sacaron su sede de la comunidad—, hasta que el 27 de octubre, tras un referéndum fraudulento y una declaración unilateral de independencia del Parlamento catalán, el Gobierno central usó el artículo 155 de la Constitución —copiado por cierto de la Constitución alemana— para tomar el control de la autonomía y convocar elecciones casi al mismo tiempo que una juez encarcelaba a algunos responsables del desastre y el presidente del Gobierno autonómico huía de la justicia hacia Bélgica, donde ha residido hasta su detención en Alemania.
Esto es en síntesis lo ocurrido en Cataluña en otoño. Debería sobrar decir que, como han reconocido las más importantes organizaciones humanitarias (de Amnistía Internacional a Human Rights Watch), los políticos catalanes que están en prisión no son presos políticos; son políticos presos, acusados, repito, de los delitos más graves del Código Penal español, empezando por el de rebelión, reservado a quienes intentan un golpe de Estado. Dicho esto, me pregunto qué quieren decir los alemanes sin duda bienintencionados que afirman que Puigdemont no debe ser extraditado. ¿Que no tendría un juicio justo porque en España no hay separación de poderes y por tanto no es un Estado de derecho, dado que la España de hoy, tras 40 años de democracia y 32 de pertenencia a la UE, no es en el fondo más que una copia maquillada de la España franquista? Es lo que dice la propaganda separatista, y es un disparate. Para demostrarlo bastaría con recordar un estudio sobre calidad de la democracia realizado por la Unidad de Inteligencia de The Economist y publicado este año; según él, en el mundo hay apenas 19 full democracies: entre ellas no se encuentran ni la francesa ni la italiana ni la japonesa, ni siquiera la estadounidense, pero sí la española, que ocupa el número 19. ¿Alguien se atrevería a decir que ni Francia ni Italia ni Japón ni EE UU son democracias, o que son simples dictaduras disfrazadas de democracias?
Más preguntas a los alemanes que protestan por la detención de Puigdemont: ¿Están seguros de que no hay que juzgar a alguien que, según un juez del Supremo español, se ha saltado sistemáticamente y a sabiendas la ley? ¿Quieren decir que, en una democracia, los políticos, por el hecho de ser elegidos en unas elecciones, tienen derecho a cometer todo tipo de desafueros y carecen del deber de respetar las reglas de convivencia, como cualquier otro ciudadano? ¿No recuerdan estas personas a un político alemán del siglo XX que fue elegido en unas elecciones libres y después se dedicó a cometer desafueros que acabaron con la democracia? ¿Ya se les ha olvidado que, en una democracia, ley y democracia se identifican, puesto que la ley es la expresión de la voluntad popular, y que los políticos pueden cambiar las leyes, pero no violarlas? Y, por cierto, ¿han leído las 70 páginas en las que el juez del Supremo razona y documenta sus imputaciones?
No soy jurista y no opinaré sobre ese auto; tampoco sobre si Puigdemont debe ser extraditado o no, ni sobre por qué delitos: eso deben decidirlo los jueces alemanes, que estoy seguro de que harán su trabajo a conciencia. Creo, eso sí, que a veces opinamos con demasiada frivolidad. Por lo demás, añadiré que soy un europeísta de izquierdas, convencido de que la Europa unida es la única utopía razonable que hemos inventado los europeos, y que, como tal, estoy seguro de que el cóctel nacionalista que durante años se ha servido en Cataluña y constituyó el principal carburante ideológico de lo ocurrido en otoño —un cóctel hecho de victimismo histórico, egoísmo económico y narcisismo supremacista, aliñado con gotas de xenofobia— no sólo es incompatible con los ideales de la izquierda, sino absolutamente letal para la Europa unida.
(Artículo de Javier Cercas, publicado en "El País" el 12 de abril de 2018)
INJERENCIA INADMISIBLE
El Gobierno español se ha esforzado por mantener en público el respeto a la independencia judicial a pesar del revés difícilmente justificable propinado por el tribunal de Schleswig-Holstein al descartar entregar a Puigdemont por rebelión y expresar sus dudas sobre la malversación.
El Gobierno alemán, por el contrario, ha cometido una injerencia inadmisible en democracia e inaceptable entre socios europeos: la ministra de Justicia, la socialdemócrata Katarina Barlay, expresó el viernes en una reunión con periodistas que la decisión judicial es “absolutamente correcta, esperada” y que Puigdemont vivirá ahora “libre en un país libre”, en referencia a Alemania. Una salida de tono tan evidente que el Gobierno alemán se vio obligado ayer a empeñarse a fondo para rebajar la tensión con España. La ministra telefoneó a su homólogo español, Rafael Catalá, para aclarar lo que consideró un “malentendido”. Y un portavoz del Gobierno alemán subrayó que el “conflicto debe resolverse en el marco de la Constitución”.
El Ejecutivo español no ha sido eficiente en la batalla por la opinión pública europea, atraída por el discurso victimista del independentismo y el espantajo del pasado franquista que algunos agitan interesadamente. Pero lo que no puede permitirse —además— es que Gobiernos aliados como el alemán cuestionen el funcionamiento de la democracia y las instituciones en España. Que esto haya ocurrido es un signo de debilidad de nuestra diplomacia. La única respuesta conocida ha sido la carta —pobre recurso— que la embajadora de España envió a Süddeutsche Zeitung, el diario que publicó los comentarios de Barlay. La embajadora explica al público alemán que no se trata de un conflicto entre España y Cataluña, sino entre catalanes independentistas y no independentistas. Las apelaciones al diálogo que ayer formuló el portavoz parlamentario del SPD están fuera de la realidad. Es un fallo del Gobierno haber permitido que la demagogia populista que emplean los independentistas haya recabado tantos apoyos en Europa.
La decisión del tribunal regional alemán ha abierto un debate sobre el funcionamiento de la euroorden y sobre la actuación de unos jueces que en lugar de actuar desde el principio de confianza mutua han entrado a calificar los hechos desde los parámetros opuestos. Ese debate deberá resolverse por la vía judicial. Pero lo que ya es intolerable para la higiene democrática de los socios europeos es el juicio político a un procedimiento judicial por parte del Gobierno de un país donde el independentismo, además, está prohibido.
(Editorial de "El País", publicado el 10 de abril de 2018)
EN EL PARLAMENTO
En los últimos meses, diversos colectivos se han lanzado a la calle para hacer valer sus reivindicaciones. Como ocurriera en el pasado con las marchas a favor de la educación o sanidad públicas, anteriormente con las movilizaciones en torno al 15-M, o más recientemente con las manifestaciones convocadas por asociaciones feministas o colectivos de pensionistas, las demandas de estos grupos cubren un amplio espectro ideológico y apelan a valores e intereses que trascienden la estricta lógica partidista.
Nada hay que objetar al ejercicio del derecho de reunión y manifestación, amparado en el artículo 21 de la Constitución. Al contrario, la vida democrática requiere, además de partidos y sindicatos, asociaciones y organizaciones capaces de articular y dar voz a los intereses de la ciudadanía.
No se puede, sin embargo, ignorar el contexto de completo bloqueo legislativo en el que vive España en estos momentos. La debilidad del Gobierno, pareja a la de la oposición, ha convertido el Parlamento en un teatro en el que en lugar de hacerse política, alcanzarse pactos y buscar compromisos que impulsen el país y atiendan las necesidades de los ciudadanos, se escenifica día tras día la incapacidad de unos y otros para ir más allá de las batallas retóricas campales.
El resultado son decenas los proyectos legislativos y proposiciones de ley atascados. Por no hablar de las comisiones parlamentarias que en teoría deberían cimentar grandes acuerdos —constitucionales, educativos o sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones— que están mostrando su más absoluta inoperancia para desesperación de la ciudadanía, que percibe la falta de liderazgo, ejemplaridad y un proyecto modernizador del país en nuestra clase política.
Mientras el Parlamento languidece, o peor, imita a la calle, cae sobre la calle la tentación de imitar al Parlamento y así usar las avenidas y plazas de nuestras ciudades para interpelar al Gobierno y al Parlamento para que actúe o legisle en favor de las demandas que allí se expresan. Las fuerzas parlamentarias, conscientes del bloqueo y del desprestigio que sufren, tienen ante sí la tentación de alentar o recoger estas demandas para impulsarse políticamente y legislar en caliente desde y con el aliento de la calle. Así lo hemos constatado recientemente en los intentos de Podemos de apropiarse de las demandas de pensionistas o mujeres, y en los del Partido Popular y Ciudadanos de instrumentalizar las emociones de la ciudadanía en torno a a prisión permanente revisable.
Toca recordar que en democracia la medición del peso relativo de cada demanda solo puede derivarse de los apoyos obtenidos en las urnas por los legítimos representantes de la ciudadanía y su correspondiente atención o satisfacción solo puede articularse mediante el juego normal de mayorías y minorías en sede parlamentaria. Y que nada bueno nos espera si en lugar de desbloquear el país, los partidos políticos se valen de la calle para recargar aún más las instituciones de demandas y convierten lo que queda de legislatura en un choque de fuerzas cruzadas entre calle y Parlamento en lugar de un espacio para el diálogo y el pacto. La calle no puede ser el árbitro de una política bloqueada.
(Editorial de "El País", publicado el 2 de abril de 2018)
¿QUÉ CREÍAN QUE IBA A OCURRIR?
Resulta inevitable constatar un patrón de conducta reiterado en las reacciones mediáticas del separatismo, sean institucionales o en redes sociales, tras las naturales y previsibles respuestas del Estado a los desafíos que respectivamente supusieron el simulacro de referéndum de autodeterminación del 1-O y los actos de implementación de su supuesto resultado en las semanas siguientes, y que han desembocado en el descabezamiento judicial de su cúpula dirigente.
Ya antes del referéndum, resultaba significativo oír a un retador Carles Puigdemont desde su cargo de president, a medio camino entre el pasmo y la actitud asombrada, preguntar al Gobierno si pensaba evitar el referéndum ilegal llegando al uso de la fuerza. Que un dirigente político occidental con responsabilidades públicas no contemplara o situara fuera de la normalidad el uso de la fuerza legítima —es decir, en aplicación de la ley materializada en resoluciones judiciales— como mecanismo natural de funcionamiento y defensa del Estado de derecho en cualquier democracia moderna, no dejaba de resultar insólito.
Así como el aspaviento y la airada sobreactuación fueron la reacción común del separatismo institucionalizado y del populismo antisistema a la natural ejecución policial de las órdenes judiciales de impedir el referéndum, una sorprendida contrariedad domina hoy el estado de ánimo de los mismos protagonistas ante un procesamiento y encarcelación, no ya previsibles, sino obligados procedimentalmente según del tenor literal de cuatro o cinco preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal; máxime cuando coetáneamente a la resolución judicial de la situación personal de los encausados se hace pública estentóreamente la fuga de uno de ellos.
¿Qué creían que iba a ocurrir? ¿Que un Estado que podría encarcelar al mismísimo cuñado del Rey —en cuyo nombre se imparte la Justicia y se dictan las sentencias—, para el que el fiscal del propio Tribunal Supremo pide casi doblar la pena, iba a hincar la rodilla ante ellos porque estando ya incriminados se presentaron a unas elecciones? Se ha hablado mucho de un pecado de disonancia cognitiva del separatismo, que, anclado en una realidad paralela, no deja de estirarla tácticamente y sin límite ante su parroquia; pero dejar fuera de la ecuación su constante minusvaloración y su campaña de desprestigio de la democracia española desde una engreída atalaya de supremacismo no es un factor a despreciar para explicar su aparente sorpresa, y en el pecado lleva la penitencia.
(Artículo de Alejandro Molina, publicado en "El País" el 27 de marzo de 2018)
ESPAÑA, EL PAÍS DE LOS POLÍTICOS POR OPOSICIÓN.
Vivimos en un país en el que cuando cambia el consejero de Sanidad cambian los directores de los hospitales a su cargo. Cuando sale un ministro, se suele replicar, sale también el bedel. Como han analizado varios politólogos, los partidos políticos han colonizado todas las instituciones del Estado y han politizado, por ejemplo, la Administración Pública, que debería portar como bandera la neutralidad en el servicio público. Y así vemos con naturalidad que en Cataluña, tan al norte geográficamente y tan al sur en sus estándares de corrupción, decenas de directores de colegio tomen partido y apoyen un referéndum ilegal siguiendo las consignas políticas de sus jefes.
La injerencia política es tan intensa que cabe preguntarse cómo las instituciones españolas funcionan, sin embargo, tan aceptablemente bien. “Hacemos la misma sanidad que en Estocolmo o en Londres, pero gestionamos nuestros hospitales como se hace en latitudes mucho menos ejemplares”, decía recientemente el diputado socialista en la Asamblea de Madrid José Manuel Freire. Su partido ha consensuado una ley que, a través de sistemas reglados de selección y órganos colegiados de gobierno, pone las bases para que la gestión de los hospitales deje de ponerse en manos de fieles y elija (y destituya) por méritos profesionales. El problema es que hacer leyes es una cosa y cambiar los usos y costumbres, otra muy distinta. Nuestros políticos son muy dados a legislar contra la corrupción, pero rácanos a la hora de tomar medidas efectivas contra ella.
En el libro coordinado por Víctor Lapuente La corrupción en España (Alianza Editorial) se señala como una pésima costumbre el camino inverso: el exceso de funcionarios saltando a la política. Es un recorrido del que se habla poco pero que, según todos los indicadores, tiende a aumentar la corrupción. Es la llamada politización desde abajo.
Los funcionarios, con esa mayor movilidad que ofrece la Administración frente al sector privado, ven premiadas sus carreras con altos puestos sin que ese paso les penalice lo más mínimo. Se podría decir que sale a cuenta traicionar su propia condición, para la que opositaron, perder la neutralidad que se espera de un funcionario y dedicarse, en cambio, a demostrar lealtades a quien le puede catapultar al poder.
Prohibir a los funcionarios que se dediquen a la política es un disparate, pero algunos países han impuesto límites. En España, en cambio, es una práctica extendida. Un buen ejemplo es el Gobierno de Rajoy. De catorce miembros, ocho son funcionarios. Hay dos abogados del Estado, un diplomático, dos técnicos de la Administración Civil, un juez, un letrado en Cortes y un técnico comercial. Además, el propio Rajoy es registrador de la propiedad; un puesto vitalicio por oposición. Se fue Guindos, técnico comercial, pero entró Escolano, que también lo es. Todo en orden.
Sorprende que, a pesar de todo, la Administración española sea tan profesional y poco corrupta. Sorprende más todavía ver cómo muchos políticos conservadores se empeñan en privatizar y adelgazar el Estado en favor de su ideario liberal para, a renglón seguido, cuando pierden el cargo, recuperar su puesto. ¿Dónde? En la Administración; claro.
(Artículo de Gabriela Cañas, publicado en "El País" el 15 de marzo de 2018)
LAS IMPOSTURAS DE LA ADMINISTRACIÓN
Es cierto que la Administración pública en España hace años que, con algunas excepciones, ha entrado en la senda de la modernidad en cuanto a la prestación de servicios públicos de calidad y gestionados de manera eficiente. Pero no es menos cierto que nuestras Administraciones públicas también adolecen de importantes problemas que generan una baja calidad institucional. Y es muy fácil localizar a los culpables: en primer lugar, los partidos políticos en los Gobiernos de los distintos niveles de administración, luego los sindicatos y, finalmente, algunas lógicas corporativas de determinados grupos de funcionarios.
La primera impostura guarda relación con la profesionalización de los directivos de nuestras Administraciones públicas. Por ejemplo, un ciudadano vota a un candidato a alcalde porque el personaje le genera empatía, tiene un proyecto interesante de ciudad y sabe lograr complicidades sociales. Cierto que este candidato es un pésimo gestor, ya que tiene su negocio próximo a la bancarrota. Pero esta circunstancia no inquieta al votante, ya sabe que una vez sea alcalde va a codecidir con funcionarios muy bien preparados y que estos se van a encargar de gestionar las nuevas políticas. Pero este ciudadano no sabe que este escenario lógico es excepcional en España. Lo usual es que el nuevo alcalde decida unilateralmente e, incluso, se ponga a gestionar directamente las políticas. Es una tradición política en España que los cargos políticos pueden hacer lo que les venga en gana, ya que pueden cesar discrecionalmente a todos los directivos profesionales y nombrar a otros funcionarios más afectos y sumisos. Son usuales estos relevos en cada cambio político, generándose el efecto Penélope: tejemos durante una legislatura (o menos) para destejer la noche del cambio de cargos políticos. No hay continuidad ni aprendizaje institucional y no hay gestión del conocimiento. Con cada nuevo nombramiento político es usual que empecemos de cero y tropecemos con las mismas piedras. En este sentido, el mandato legal, de hace casi once años, de que las Administraciones regulen una dirección pública profesional no ha sido atendido por ninguna. No interesa ni a los partidos ni a los sindicatos, ya que unos no quieren perder su discrecionalidad arbitraria y a los otros les disgusta la disciplina institucional.
La segunda impostura es la del acceso meritocrático a la función pública. No todos los empleados públicos acceden bajo los principios de igualdad, capacidad y mérito. En las últimas décadas ha reverdecido la tradición de los nombramientos digitales (y no precisamente 2.0). En algunos casos es directamente clientelismo y amiguismo, pero en la mayoría no suele ser así. La lógica es que, como el proceso para ocupar una plaza de funcionario es burocrático y lento (unos dos años, si se alcanza velocidad de crucero, que nunca suele ser el caso), se suele contratar de manera rudimentaria y artesanal. Se suele utilizar la técnica de dar voces: “Tú conoces a algún informático”, va voceando el alcalde, y, cuando alguien responde que sí, hacen una entrevista al candidato y lo contratan como laboral o como interino. ¿Ha sido un acto de clientelismo? No, en la mayoría de los casos individuales. El problema es que contratando a voces, si no se utiliza megáfono, los nuevos efectivos suelen pertenecer a un determinado círculo social que, además, suele coincidir con un determinado círculo político. Este sistema rústico de contrataciones genera que a nivel agregado exista clientelismo social y político. Y este sistema no ha sido excepcional, sino que de esta manera se han contratado a centenares de miles de empleados públicos. Por más que se quiera, con estos métodos no es posible gozar de una Administración profesional y neutral.
La tercera impostura es la transparencia. Desde que tenemos ley de transparencia (hace algo más de tres años) puede dar la impresión que el problema está resuelto. Nos vendieron la ley como una apuesta por la modernidad cuando la primera ley de transparencia y de acceso a la información data de 1766. Cuando nosotros aprobamos la nuestra hace muchos años que casi todos los países la poseían. En Europa fuimos los últimos, junto con Chipre, Malta y la Ciudad del Vaticano. Para ser de los últimos optamos por un modelo retrógrado y conservador. Hemos pasado de la opacidad a la transparencia traslucida. A un ciudadano le suelen interesar dos temas: quién toma las decisiones, cuándo, con quién y por qué; y en qué se gasta hasta el último euro. Hoy por hoy, ambos elementos no están al alcance del ciudadano. La Administración sigue trabajando como si fuera una logia masónica, una caja negra impenetrable para la ciudadanía.
La cuarta gran impostura es la falta dramática de renovación de su sistema de gestión de los empleados públicos. Es el gran cuello de botella para lograr una Administración contingente y adaptada a los nuevos tiempos. Sistemas de selección meritocráticos (cuando hay la suerte de que se utilicen) propios del siglo XIX. Un caos absoluto en los vínculos contractuales: funcionarios, laborales e interinos que ocupan idénticos puestos, pero que poseen derechos distintos. Una ordenación en cuerpos y en grupos que ya solo responden a una lógica corporativa sin la menor complicidad con la modernidad. Unos sistemas retributivos desfasados, irracionales e injustos, a años luz del mercado privado. Un régimen disciplinario draconiano, pero que jamás se aplica. La falta de diseño de una carrera profesional (horizontal) y de una carrera directiva. La evaluación del desempeño es un talismán que no se practica. Finalmente, no se ha diseñado nunca una puerta de salida del sistema. Se trata de una función pública que literalmente vive en una burbuja totalmente alejada del mundo real. En cambio, es una burbuja totalmente abierta a las capturas políticas, sindicales y corporativas. El actual modelo de función pública ya no se puede reformar y hay, literalmente, que dinamitarlo para construir uno totalmente nuevo que abrace, de una vez por todas, la racionalidad y la modernidad.
La quinta impostura ha sido la necesidad de impulsar una reforma de la Administración pública en España como un tema cíclico y recurrente. Desde el primer gran intento serio, impulsado por el ministro Almunia, pero no secundado por el presidente González, en 1988 hasta la CORA de Sáenz de Santamaría y Rajoy de 2012 en el Estado, pasando por el proyecto CORAME del País Vasco en 1994 hasta el impulso reformista de Cataluña de 2013. Todas estas iniciativas, solo por citar las más conocidas, han resultado ser una gran impostura. Repensarlo todo, querer moverlo todo para no cambiar nada. Es quizás el ejercicio institucional más evidente, en nuestro país, de marear la perdiz. No se ha modificado, durante 40 años, nada significativo del andamiaje administrativo en España.
(Artículo de Carles Ramió, publicado en "El País" el 12 de marzo de 2018)
IGUALDAD EN LIBERTAD
La democracia ha hecho mucho por acabar con la discriminación de las mujeres. Pero todavía queda por hacer. La consecución de la igualdad requiere propuestas de actuación concretas. En el caso laboral, se precisa corregir las discriminaciones salariales, evitar que la maternidad se convierta en un obstáculo para el ascenso, evitar los guetos de trabajos feminizados, precarios y mal pagados e incentivar los permisos de paternidad. Todo ello requiere nuevas normas, mejores controles, más transparencia, cuotas que ayuden a lograr la paridad en los puestos directivos, así como la obligatoriedad de realizar auditorías salariales y desarrollar planes de igualdad y buenas prácticas en las empresas.
En el ámbito jurídico, las leyes y medidas contra la violencia machista están logrando concienciar a la sociedad y a los poderes públicos sobre la necesidad de proteger de forma efectiva a las mujeres. Toca ahora mejorar la lucha contra el acoso sexual en el ámbito laboral y los espacios públicos, mediante medidas sancionadoras, pero también preventivas, que ayuden a visualizar un problema hasta ahora oculto o relegado a un segundo plano.
En otros ámbitos, sin embargo, la discriminación se origina en hábitos culturales y sociales profundamente asentados, tanto en hombres como en mujeres, que no son sencillos de modificar. La educación, en las familias y las escuelas, los medios de comunicación de masas, el mundo de la cultura, la publicidad o la moda, son esenciales para detener la reproducción del machismo. Especialmente entre los jóvenes, donde se observa un repunte de actitudes machistas, violentas y discriminatorias, el trabajo de educación tiene que ser mucho más intenso de lo que ha venido siendo.
Lograr que todos esos factores trabajen en el sentido contrario al que lo han venido haciendo hasta la fecha no es una tarea fácil, ni que pueda ser impuesta por decreto: debe contar con la colaboración activa y cómplice de la sociedad, algo que solo una gran conversación social y política puede lograr. Los hombres, cuyo concurso es imprescindible para poner fin al machismo, deben sumarse a esta reivindicación, sin miedos ni excusas. Y por supuesto también los partidos políticos, organizaciones sindicales y asociaciones empresariales, que son quienes tienen que articular y concretar este objetivo.
El machismo es el soporte en el que se asienta la discriminación de las mujeres. Sea como actitud individual, cultural o institucional, sea practicado de forma individual o imbuido en las estructuras políticas, económicas o familiares de nuestra sociedad, es radicalmente incompatible con la democracia. Oponerse a él es defender la democracia, no una expresión ideológica o partidista. No hay, por tanto, espacio para el debate acerca del qué: toca acabar con el machismo, el acoso y la discriminación, en cualquiera de sus formas.
Sí cabe, por el contrario, la confrontación de ideas y propuestas sobre cómo actuar. Como demuestra la discusión en torno al sentido y alcance de la convocatoria del 8 de marzo, el feminismo es tan plural, abierto, transversal y libre como la sociedad a la que interpela. En él hay muchas voces distintas y meritorias y propuestas de actuación muy variadas. Todas deben ser escuchadas, discutidas y evaluadas.
La igualdad entre hombres y mujeres a la que aspira una sociedad democrática solo puede ser lograda desde la libertad, individual y colectiva. Su defensa no es ideológica ni puede ser instrumentalizada: forma parte del núcleo de valores que articulan el corazón mismo de nuestras democracias. Tampoco rechazada, ridiculizada o ignorada. Porque la búsqueda de la igualdad y la búsqueda de la libertad son sinónimos, una no cabe sin la otra. Luchando por la igualdad de las mujeres lograremos nuestra libertad, como personas y como sociedad, y daremos valor a nuestra democracia.
(Editorial de "El País", publicado el 7 de marzo de 2018)
ESTAFA EN CATALUÑA
Dos meses después de las elecciones autonómicas catalanas ha quedado acreditado que el único programa de gobierno del independentismo es la agitación. De ahí que solo se pueda calificar como de burla a la ciudadanía y la democracia la última pirueta de los defensores de la causa, retirando en el último momento el apoyo a la declaración unilateral de independencia, renunciando ¿provisionalmente? a investir a Carles Puigdemont pero avalando su legitimidad y el resultado de ese llamado referéndum del 1 de octubre, ilegal y realizado sin garantías de transparencia e imparcialidad.
La justicia determinará si hubo decisiones ilegales —otra vez— ayer en ese pleno del Parlament. Mientras tanto, lo que es evidente es que la táctica del bloque independentista, tan apegado a los discursos de la legitimidad, el mandato popular y las reglas, no hace más que erosionar las instituciones catalanas que garantizan el autogobierno. La más importante de esas instituciones es, probablemente, el Parlamento y en él, ya se ha visto, la oposición es sistemáticamente desoída por resultar un elemento perturbador. Mucho mejor erigir en Bélgica a modo de asamblea constituyente ese Consejo de la República en el que no habrá lugar para la oposición. El sueño, en definitiva, de todo movimiento totalitario.
El bloque independentista catalán lleva tiempo despreciando a los ciudadanos y torpedeando las instituciones del autogobierno y, por tanto, las bases de la democracia representativa. Se sortean las reglas del juego, se da valor solo a los votos favorables (los casi dos millones de catalanes que optaron por el constitucionalismo no cuentan) y, finalmente, se convierten las altas instituciones en escenarios en los que representar sus dislates valiéndose de su raquítica mayoría.
Es grave que el secesionismo esté empeñado en bloquear el autogobierno negándose a facilitar la formación de un Govern que terminaría automáticamente con la aplicación del artículo 155. Es una estrategia que alimenta su explotado victimismo, solemnizado ayer con sus votos en el Parlament. El independentismo, dice el texto aprobado, es víctima de una “represión generalizada del Estado español”, que se ejerce mediante una “causa general contra Catalunya”.
Independientemente del resultado que obtengan estos profesionales del victimismo que endosan toda responsabilidad al enemigo, lo más grave de lo que está ocurriendo en Cataluña es el insidioso desmontaje de la arquitectura democrática que hasta hace poco garantizaba las libertades y los derechos de todos los catalanes. Es, en suma, un fraude monumental en el que siguen empeñados.
El último sondeo catalán demuestra que el independentismo pierde fuelle, y ello podría indicar que muchos de los que depositaron su confianza en él empiecen a sentirse víctimas, también, del mismo fraude. Porque si es tan doloroso que el Gobierno central intervenga la autonomía, peor es que su entramado institucional sufra el descrédito de su total inoperancia en nombre de un proyecto político vacío de contenido y construido por líderes que no respetan las normas básicas de convivencia democrática.
(Editorial de "El País", el 2 de marzo de 2018)
EL MÁS VIBRANTE POETA POLÍTICO.
Nos reúne su figura, su obra, el recuerdo del amigo. He elegido unas frases de su libro Manifiestos, de 1995, el más certero y claro mostrando su opinión sobre el mundo de la política. Surgió, nos dice, en momentos comprometidos de su vida político-poética en los que no quiso responder a ciertas invitaciones «en prosa pelma». No se resignaba al «archivo definitivo de la épica» y de ahí «esta salida impetuosa de poemas impuros, muchos de ellos en forma de proclamas, arengas o manifiestos, que nos va que ni al pelo».
En su despedida como Justicia (los mismos que tardaron años en aceptar su elección se negaban a que continuara otro periodo) clamó: «La mayoría parlamentaria, democrática, y por tanto legítima, ha llegado a un acuerdo: Se impone un cambio de Justicia. Hay que relevar a Emilio Gastón… debo irme. He cumplido cinco años de mandato. Es normal en democracia. Lo que hay que conseguir es que esta institución tan hermosa, tan querida del pueblo, siga siendo del pueblo de Aragón. Que la ilusión no se derrumbe… Paisanos míos… sois la causa y el destino de toda institución, vosotros merecéis este homenaje…» (Se lo organizaban en abril de 1993, más de 100 asociaciones ciudadanas).
Le habla, como Costa, a Aragón: «Consorte de una España federal, creador de derecho, defensor de justicia, partícipe fraterno de un mundo solidario. Libre como tu viento». E increpa a la «Querida España inverosímil. ¿Crees que los conflictos (con las comunidades que invocan más derechos) se aplacan callando a muchas otras con menos competencias?. ¿Es que solo clamando independencia se puede conseguir autonomía?»… «Ciudadanos de la España callada… ¿Hasta cuándo veremos que en este Parlamento nos siguen definiendo como comunidades no históricas?». Y terminaba este Manifiesto ante las Cortes Generales en noviembre de 1992: «… queremos un Aragón libre, de aragoneses libres, que sigue demandando para siempre autonomía plena ya». Pero… «Solo hay un pacto reservado de los partidos nacionales –aunque la gente no lo entienda– para una ejecución preeminente para los intereses del sistema». «Nacionalismo, sí. Pero de ciudadanos del mundo».
Y ante la siempre esgrimida «razón de Estado», protesta: «También las ilusiones y los sueños han sido procesados. Son reos de carencia de realismo y sospechosos de utopías…» Porque los políticos «tienen premiados sus favores con un alargamiento pasajero de estancia en el poder». Por eso, «rechazamos implacables las manipulaciones partidistas, interesadas o sectarias, y promulgamos el principio de la autotutela. El único modo de combatir los males de nuestra sociedad sin acudir a la opresión ni a la violencia es la Democracia».
Ante problemas concretos, señala: «Ha llegado la hora de que los ríos hablen claro: el trasvase no va de pobre a pobre… Hay un beneficiario distinto: el especulador». Y luego: «Es hora ya de llamar a la lucha contra las desvergüenzas. No queremos un suelo inhabitable, deformado y caótico, hacinado en las zonas elegidas y desertizado el resto».
Adivinando su marcha: «Nos vamos yendo de uno en uno, sin prevenir a los tataranietos, ni a la vegetación errante que queda por talar»… «¿Qué nos dirá después la nada? Tal vez la nada no nos diga nada». Por eso añade: «Me voy de vacaciones al Universo, para reflexionar en voz alta».
Y tiene la esperanza de que: «nuestros jóvenes tienen, y tendrán siempre, la palabra». Porque, añade luego: «Preparaos… Pronto vendrá la gran revolución soñada, la única imparable, la de todos los chicos de la tierra pidiendo alternativas inmediatas… la huelga general del medio ambiente… Única alternativa a la hecatombre que pretendemos evitar».
Y termino como el libro: «Gentes de a pie, contribuyentes, rebeldes, marginados, masas independientes invertebradas. Ha llegado la hora de la sociedad, de la naturaleza, de la espontaneidad creativa. Más poesía, más filosofía, más sensibilidad, más amor. Todavía es posible la innovación, el cambio, la caricia, la ruptura, la paz». Él ha dicho.
(Artículo de Eloy Fernández Clemente, publicado en "El Periódico de Aragón" el 1 de febrero de 2018)
EMILIO GASTÓN, UN GRAN ARAGONÉS.
Velado su cadáver en la sede del Justiciazgo, donde él cubrió su última etapa de actividad institucional, Emilio Gastón deja definitivamente este Aragón al que sirvió, que amó y por el cual tanto se preocupó. El cofundador de Andalán, del PSA, diputado por este partido en la Constituyente, Justicia de Aragón, poeta, artista, jurista y personaje siempre risueño y cargado de amables ocurrencias nos deja. Con él desaparece otro miembro singular de una generación que supo aunar la inquietud intelectual con el compromiso político y que tuvo un papel fundamental en la Transición a la democracia y, en el caso que nos ocupa, en la reinvención de un Aragón que previamente había quedado reducido a localista escenario de una estética zarzuelera y reaccionaria.
Personajes como Emilio Gastón (o como José Antonio Labordeta, que partió antes) construyeron el imaginario de un país aragonés cuya identidad historíca se sublimaba en la lucha por un futuro de democracia, justicia y progreso. De hecho, en los últimos cuarenta años dicho imaginario ha seguido siendo la única interpretación positiva de nuestra tierra. No ha existido ya ningún otro grupo capaz de renovar ideas, tesis y propuestas.
Gastón se ganaba a todos por su optimismo y bonhomía. Pero además del recuerdo de una personalidad amablemente arrolladora, nos queda su obra escrita y su presencia para siempre en la Historia.
(Editorial de "El Periódico de Aragón", publicado el 24 de enero de 2018)
CULPABLES
Es un triste récord para España: todos los grandes partidos de gobierno han sufrido o están sufriendo la persecución judicial por escándalos de corrupción en el ejercicio del poder. Pero es difícil encontrar precedentes a la sentencia conocida este lunes en Cataluña y a la implosión del partido afectado, Convergència Democràtica de Catalunya (CDC), aunque no necesariamente de sus dirigentes.
El expolio del Palau de la Música, el instrumento del que se valió CDC para recaudar financiación ilegal, ascendió a la friolera de 23 millones de euros en 10 años. Las mordidas que fueron a parar a las arcas del partido sumaron 6,6 millones, que CDC deberá devolver a cuenta, entre otras cosas, de sus 15 sedes embargadas. Por parte del partido, sin embargo, solo el extesorero Daniel Osàcar ha sido condenado a cuatro años. El otro extesorero implicado murió antes de la sentencia y ningún dirigente estaba procesado. Las principales condenas han sido para Millet (nueve años y ocho meses), Montull (siete años y seis meses) y otros administradores de la institución cultural.
La sentencia puede albergar aspectos discutibles, como la impunidad final de los líderes de CDC, de la empresa que pagó las comisiones ilegales (Ferrovial), y todos los aspectos que los concernidos aspiren a recurrir. Su recorrido en el marco judicial será, pues, el que marquen los jueces. Pero es su impacto político el que procede analizar también, ya que este escándalo de corrupción tiene una relación directa con la deriva a la que se entregó la clase nacionalista dirigente y que todo el país está pagando. Suya es esa responsabilidad.
Acorralada por el escándalo de este caso y los que afectan a la familia Pujol, y espoleada también por la crisis económica, CDC se aprestó a abrazar la causa independentista hasta el descarrilamiento institucional de Cataluña en septiembre. Primero en alianza con ERC bajo el nombre de Junts pel Sí, después como Partido Democrático de Catalunya (PDeCAT) y, en las últimas elecciones y por voluntad de Carles Puigdemont bajo el nombre de Junts per Catalunya, los herederos de Convèrgencia han mudado de nombre y radicalizado su programa con la intención de hacer olvidar su acreditada trayectoria de corrupción institucional. Solo hace unos días que Artur Mas, quien fue el delfín de Pujol, presidente de CDC y más recientemente de PDeCAT, abandonó este cargo.
El PDeCAT se ha dado prisa en desvincularse de CDC y los jueces dictaminarán en futuros recursos si esto es válido. Pero políticamente no pueden engañar a nadie. La huida hacia adelante emprendida por sus líderes, su renacimiento bajo nombres diferentes y su radicalización en tiempos de crisis de los viejos partidos en todo el mundo han dejado huellas dolorosas para Cataluña y España. ERC y la CUP lo sabían y obviaron toda exigencia de limpieza en aras de la causa independentista. Los comunes también jugaron con la ambigüedad. Para toda la clase política española debe ser una lección de cómo las huidas hacia adelante sin asumir responsabilidades pueden provocar, en suma, males aún mayores.
(Editorial de "El País", publicado el 16 de enero de 2018)
SUSPENSO ROTUNDO
Las democracias no se definen solo por las elecciones, que pueden celebrarse también en los regímenes autoritarios con cierta apariencia de pluralidad. La verdadera cualidad que diferencia a los Estados democráticos de los que aparentan serlo es la independencia del poder judicial, tan digna de protección como también primer objetivo de quienes intentan minar su calidad en su propio interés.
El Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco), organismo perteneciente al Consejo de Europa, acaba de recordar al Gobierno del PP que ha suspendido en todas las áreas en las que le había requerido una mejora urgente. De las 11 recomendaciones que hizo el Greco a España en un duro informe en 2016, ninguna ha sido resuelta satisfactoriamente. Solo siete de ellas han tenido algún avance parcial. El suspenso es rotundo, el escenario dibujado, gravísimo, y la amonestación pública por el casi nulo avance en la lucha contra la prevención de la corrupción en lo que respecta a Parlamento, jueces y fiscales nos puede abochornar a todos, pero apela directamente al Gobierno.
En su respuesta al Greco, el Gobierno del PP había atribuido al año de bloqueo político por la repetición de elecciones la lentitud en las acciones y había señalado algunas iniciativas que ya se estudian en el Congreso, pero el Consejo de Europa lo ha considerado un obstáculo de sobra superado (hace más de un año que Mariano Rajoy se invistió presidente) y que es hora de “hechos, no de palabras y planes”. El organismo abunda especialmente en la necesidad de que el Consejo General del Poder Judicial no sea elegido en ninguna de sus fases con la intervención de las autoridades políticas; y de que la comunicación entre la Fiscalía General del Estado y el Gobierno sea siempre por escrito y transparente.
Las duras palabras del Consejo de Europa son doblemente valiosas, porque señalan una realidad conocida pero también porque lo hace desde una institución exterior. Y ponen en entredicho al Gobierno, que a la menor ocasión se jacta de haber emprendido numerosas reformas para atajar la corrupción. Coinciden además con el inicio de un año, el 2018, en el que los escándalos de corrupción en los juzgados no por rutinarios serán menos vergonzantes: el 15 de enero se conocerá la sentencia del caso Palau, que afecta a la antigua CiU; en un horizonte cercano la Audiencia Nacional dará a conocer la sentencia de la primera época de Gürtel; la parte valenciana seguirá su curso en esa comunidad; el Tribunal Supremo deberá decidir sobre los recursos de Rodrigo Rato a su condena de cuatro años y medio por las tarjetas black y el de Iñaki Urdangarin contra la suya de seis años y medio por el caso Noos. Los expresidentes de Andalucía Griñán y Chaves tendrán que comparecer en la audiencia que juzga el fraude de los Ere. Y la Púnica, el caso Lezo, la destrucción de ordenadores del PP y otros asuntos seguirán su curso sin paliativos.
No hay excusas para que Rajoy dilate nuevamente las medidas. Con el apremio de Ciudadanos y del PSOE, que deberían liderar a fondo la exigencia, el Gobierno debe acometer las reformas necesarias.
(Editorial de "El País", publicado el día 5 de enero de 2018)
DESEOS DE AÑO NUEVO
Los deseos de que con el año nuevo las cosas vayan a cambiar es un rito y no tanto una determinación de la que se siguen las consecuencias deseadas. Responden más a la resignación que a la esperanza y nos recuerdan dos hechos inexorables de la existencia humana: lo difícil que es cambiar y lo inexorable que es el cambio que acontece sin nuestra intención o permiso. Apenas podemos cambiar casi nada mientras casi todo cambia. Probablemente todo esto se deba a que interpretamos la agitación como el origen de los mayores cambios y no tenemos ningún órgano que, en periodos de calma, nos haga percibir las modificaciones latentes o de fondo. El otro gran momento ritual de cambio son las elecciones políticas. “Por el cambio” se convirtió hace tiempo en un eslogan banal tras el cual los votantes no identificamos una voluntad radicalmente transformadora sino el deseo de invertir la relación entre quienes están actualmente en el Gobierno y la oposición, una mera alternancia (que a veces no viene nada mal). Que vayan a cambiar las agendas, las prioridades, el estilo de gobierno o la cultura política es algo que depende en parte de la voluntad de los nuevos gobernantes y de que los actuales contextos permitan hacer cosas distintas, o sea, es bastante improbable.
Los deseos de cambio contrastan con nuestra experiencia, personal y colectiva, de la dificultad de cambiarse y cambiar. En el ámbito social, hay una inercia colectiva que se manifiesta como resistencia al cambio, aceleración improductiva, desorden persistente o dinámica ingobernable, que no deberíamos minusvalorar y que solo se puede modificar indirectamente, con incentivos de diverso tipo. El estancamiento es compatible con el hecho de que el sistema político sea un lugar de gran agitación y de discursos enfáticos para ponerlo todo patas arriba. Uno se ha movido mucho, ha elevado el tono, le ha llamado al orden la presidenta del Congreso, ha provocado un estancamiento más que una transformación y al final sigue gobernando la derecha… El gran problema de nuestros sistemas políticos es la inestabilidad debida a que no se realizan los cambios necesarios. ¿Alguien ha tomado nota de cuántas veces hemos exigido cambiar de modelo productivo, un pacto educativo o la reforma de la Constitución? Más que palancas, iniciativas o puntos de Arquímedes, la física social está llena de vetos, bloqueos, inflexibilidad, impedimentos y rigideces.
Al mismo tiempo, las sociedades no dejan de cambiar, pero apenas como consecuencia de nuestra intención de hacerlo. ¿Quién cambia el mundo cuando el mundo cambia? El discurso voluntarista habla de transformación pero, de hecho, lo que se produce son cambios de paradigma que tienen muy poco que ver con iniciativas de nuestra voluntad. Se trata de modificaciones de las cosas, a veces de una gran profundidad, pero que no son planificadas, dirigidas o declaradas. La imagen de un autor soberano que planifica, lidera o revoluciona, parece incompatible con el hecho de que donde actuamos también actúan otros y que aquello que deseábamos cambiar lo hace en un sentido diferente del que habíamos pretendido. No está claro qué parte del cambio del mundo es debido a nuestra voluntad y qué ha cambiado por sí mismo.
De hecho, la mayor parte de los cambios políticos han tenido su origen en un movimiento social o en una iniciativa fuera de la vida institucional de los Gobiernos y los parlamentos, dedicados a legislar sobre el pasado o a reaccionar a las crisis, casi nunca a anticiparse y gobernar para el futuro. Los partidos, esos supuestos agentes de la configuración de la voluntad política, subcontratan la elección de sus candidatos en los movimientos sociales, que condicionan sus decisiones y su agenda.
De manera discreta, imperceptible a veces, las líneas de conflicto se desplazan, nuestras interpretaciones de la realidad se desgastan, algunas convenciones dejan de tener sentido para una mayoría considerable. Ciertas maneras de actuar se transforman, de la noche a la mañana, en ridículas (basta con oír algunos discursos políticos, la representación del poder, la composición abrumadoramente masculina de los Gobiernos y parlamentos de, pongamos, treinta o cuarenta años). Las oleadas de indignación en medio de la crisis económica o las recientes denuncias contra el acoso sexual son ejemplos de que, sin saber muy bien cómo (habrá alguna explicación retrospectiva, pero no será el resultado de una iniciativa política previa), algo más o menos consentido pasa un día a ser considerado como intolerable.
El terrorismo había sido combatido desde muchas instancias, pero su final se produce cuando coinciden circunstancias que hacían que algo que ya era desde su origen una monstruosidad aparezca también como una estupidez inútil. Yo vivía en Alemania cuando cayó el muro de Berlín y recuerdo lo incapaces que éramos de explicar su hundimiento por una sola causa o quién lo había provocado; sabíamos la arbitrariedad que simbolizaba, pero tuvieron que producirse un conjunto de circunstancias que no tenían nada de intencional para que de un día para otro ese Muro resultara además un sinsentido.
¿Hemos de renunciar entonces a formular cualquier propósito de cambio? De entrada hay que saber reconocer cuándo y en qué medida son necesarios los cambios, del mismo modo que los sistemas políticos no deben desconocer que todo proyecto de transformación social tiene límites, efectos no deseados, inercias y resistencias, que las sociedades no se pueden cambiar a golpe de decreto, por voluntarismo o sin contar con amplias complicidades sociales.
Pese a todo, podemos plantearnos algunos objetivos que sólo son modestos en apariencia. Comencemos por reconocer que a veces interpretar bien el mundo es una buena manera de cambiarlo o, en cualquier caso, la condición para poder hacerlo. Y sigamos con el propósito de mejorar nuestra atención: en el espacio (examinando las capas profundas de la sociedad) y en el tiempo (mirando un poco más lejos). Lo latente y lo lejano tienen que ganar peso político frente a lo visible e inmediato.
Aunque no podamos cambiar todo lo que quisiéramos, ni en la medida en que nos parece deseable, sí está en nuestras manos trabajar para que en el futuro suceda eso improbable que no está a nuestro alcance como sujetos aislados. Quién sabe si, al describir un día la cadena causal de un cambio social, ese acto aislado (como la inmolación de Mohamed Bouazizi, aquel joven tunecino que desató la primavera árabe o la denuncia de la actriz Ashley Judd contra el acoso sexual en Hollywood), pueda ser identificado como el que desató la reacción colectiva, el que fue imitado y terminó por formar una gran cascada. Por eso estamos obligados a hacer bien aquello que nos toca. Como nunca sabemos del todo si nos quedaremos solos o seremos el comienzo de un cambio, hagamos bien lo que tenemos que hacer por si acaso alguien culmina lo que empezamos.
(Artículo de Daniel Innerarity, publicado en "El País" el 2 de enero de 2018)
CATALUÑA, LIBRE
Las elecciones que hoy se celebran en Cataluña deben constituir un hito clave de su paulatina normalización. Se trata de una elección autonómica que otorgará legitimidad a una nueva formación del Parlament para una legislatura de cuatro años, así como al Govern que de él salga para que ejerza las funciones canónicas de todo Gobierno de la Generalitat.
Es todo eso una apelación al mecanismo clave de la democracia, las urnas dispuestas de forma legal según el Estado de derecho. Y a sus dueños en última instancia, los ciudadanos, para que marquen el rumbo de su futuro inmediato, en unos momentos particularmente complejos.
Pero para nada es más que eso, ni nada diferente de eso: no es un camino de vuelta a la inseguridad jurídica; ni el retorno a la sistemática violación del ordenamiento democrático; ni la confirmación de ninguna separación, ni de régimen alternativo ninguno; ni la reposición de una autoridad anterior que conservase su cargo por un milagroso derecho divino o autohereditario.
El atentado parlamentario propinado el 6 y 7 de septiembre contra el Estatut y la Constitución por unas leyes golpistas carentes de base jurídica y orquestadas por unas autoridades sin competencia ni legitimidad para ello fue ya revertido por el Tribunal Constitucional, que las suspendió.
La consecuente intervención puntual del autogobierno fue el segundo paso en el reencauzamiento de la normalidad subvertida. Una intervención que se ha limitado prudentemente a fijar con todas las de la ley la convocatoria de hoy, en la exacta medida en la que el último president rehuyó su responsabilidad de convocar, tal como se había comprometido a hacer ante su propio Govern, se desdijo y se fugó.
Otros casos de intervención de un autogobierno territorial se han producido en la Europa democrática, particularmente en Reino Unido y en cierta forma —por descarte y desuso— en Italia tras la proclamación de la República Padana a mitad de los años noventa. De modo que es estrictamente falsa la cantinela victimista de que esto sucede por vez primera y que se trata de un mecanismo extraño y abusivo.
Como falsa es la queja de que un Ejecutivo haya sido encarcelado por otro, algo que sería inédito. No ha sido así, fue la judicatura quien procesó a ciertos dirigentes por conductas presuntamente delictivas y dictó prisión provisional cautelar a cuatro de ellos (no a todos). Lo que sí ha sucedido por vez primera en Europa es que un Gobierno regional —en el caso de Cataluña, con las más altas cotas de autonomía— se alzase contra la propia legalidad democrática que lo sustentaba. Sin ese antecedente ilegal no habría habido ninguna consecuencia requerida por la necesidad de restaurar la legalidad truncada.
Las tareas urgentes del nuevo Parlament, el nuevo Govern y el nuevo president serán restañar la fractura social, reflotar la economía y restaurar la confianza, maltrecha por la ruptura de la seguridad jurídica. Les corresponde ahora a los ciudadanos acudir a las urnas, en el mayor número posible y teniendo en consideración que para recuperar la normalidad y asegurar esta Cataluña libre de pesadillas rupturistas no son los más indicados quienes provocaron el caos, sino los respetuosos del orden constitucional y estatutario. Del tino de esta elección dependerá su rápida realización, así como el muy deseable retorno de Cataluña a su histórico papel de locomotora económica, movilizador autonómico y modernizador de España. Algo que, desafortunadamente, no está asegurado en estos momentos: depende en gran medida del comportamiento hoy de los votantes.
(Editorial de "El País", publicado el 21 de diciembre de 2017)
¿Y qué vamos a hacer con los dos millones que votaron a favor de la independencia?, se preguntan muchos analistas. ¿Se puede tener a dos millones de ciudadanos permanentemente frustrados? Sin duda, se trata de una pregunta legítima. Frente a las dictaduras, que se basan en la imposición, la argamasa de la democracia es el consentimiento de los gobernados. Cuando este desaparece o escasea, lo hace la legitimidad, sin la cual el sistema no puede funcionar.
¿Podemos cuantificar la frustración? Además de los sondeos, que señalan un porcentaje favorable a la independencia oscilante en torno al 40%-45% de los encuestados, 1.861.753 personas votaron a favor en la consulta del 9-N de 2015. Según la Generalitat, 2.044.038 lo habrían hecho el 1 de octubre de 2017, dato sin verificación independiente y con múltiples irregularidades. Entre ambas cifras, Junts pel Sí y la CUP sumaron 1.957.348 votos, esto es, el 47,7% en las autonómicas (plebiscitarias) de septiembre de 2015.
Una y otra vez vemos cómo los independentistas logran apoyos muy amplios, casi al borde de la mayoría, pero sin la rotundidad suficiente para legitimar la ruptura unilateral a la que aspiran. De ahí la frustración, que el diccionario define como la “imposibilidad de satisfacer una necesidad o un deseo”, y, como consecuencia, “el sentimiento de tristeza, decepción y desilusión que esta imposibilidad provoca”.
La frustración se origina en la polarización. Cuando la satisfacción con la democracia se hace depender de una cuestión binaria y que nos divide, es lógico que la mitad perdedora se sienta frustrada. Por eso, los referendos son una buena idea si se usan para ratificar los acuerdos alcanzados (como pasó con la Constitución del 78), pero mala para resolver disputas sobre las que no se ha encontrado una solución.
La democracia no debe generar frustración. Pero tiene que encauzar las preferencias ciudadanas, por incompatibles que sean. La Constitución del 78 requirió un buen número de frustraciones cruzadas: el PCE aceptó la monarquía, los militares a los comunistas, el PSOE renunció al marxismo, la derecha al centralismo... De aquel cruce de frustraciones salieron los mejores 40 años de nuestra historia. Si democracia es la organización de la frustración, ¡frustrémonos todos un poco!
CATALOGNE, PLACE À LA DÉMOCRATIE.
Et maintenant, place à la démocratie. La décision du gouvernement espagnol, annocée vendredi soir 27 octobre par son président, Mariano Rajoy, de convoquer des élections régionales le 21 décembre en Catalogne remet enfin le curseur là oì il devait être dans cette douloureuse affaire catalane. Il fallati donner la parole aux Catalnas eux-mêmes. A tous les Catalans. A eux, à présent, de se prononcer.
La « république indépendante » proclamée dans l’après-midi par un Parlement catalan déserté par près de la moitié de ses élus est une fiction, qui n’aura vécu que quelques heures. Aucun Etat étranger ne l’a reconnue. L’Union européenne et ses principaux Etats membres ont aussitôt réaffirmé leur soutien à l’Etat espagnol. L’avis des services juridiques de l’assemblée catalane, qui avaient averti que la résolution d’indépendance soumise au vote des députés était illégale, a été superbement ignoré par les dirigeants indépendantistes.
Lire aussi : Catalogne : Puigdemont n’accepte pas sa destitution et appelle à « s’opposer » à Madrid
L’état d’impréparation de ces mêmes responsables sur ce que serait, institutionnellement, économiquement, diplomatiquement, la république à laquelle ils prétendent donner naissance, a trahi une immaturité politique sidérante. Aucun projet d’avenir sérieux, au-delà de la simple affirmation de l’indépendance, n’a été soumis au peuple catalan. Les milieux économiques, pourtant traditionnellement proches des nationalistes, ont si peu confiance dans la viabilité de cette procédure que près de 1 700 entreprises ont déjà quitté la Catalogne depuis un mois.
Malgré les applaudissements d’usage et contrairement à ce que peuvent laisser croire des images télévisées forcément partielles, il n’y a eu ni fierté ni liesse populaire à Barcelone pour saluer cette proclamation bancale. L’heure est trop grave pour les Espagnols, toutes régions autonomes confondues, et pour les Européens, qui savent ce que peut coûter à l’UE cette crise en son sein, pour se laisser aller à des débordements d’allégresse – ou de colère – face à une folle fuite en avant. Il faut à cet égard saluer la remarquable retenue du peuple catalan, qui, à l’exception de quelques incidents mineurs, a su éviter jusqu’ici dérapages et affrontements.
Il faut aussi saluer la volonté des responsables de Madrid (après la bavure de l’intervention brutale de la Guardia Civil lors du vote sur l’indépendance, le 1er octobre), de Bruxelles et des gouvernements européens de s’en tenir au droit, rien qu’au droit, et au respect des règles démocratiques et constitutionnelles. C’est le fondement de la construction européenne, et c’est la grande erreur de Carles Puigdemont de l’avoir ignoré.
Car le président de la Généralité de Catalogne, désormais destitué par Madrid, aurait pu, lui-même, décider de donner la parole à ses électeurs en convoquant, de Barcelone, un tel scrutin régional. Mais l’indécis M. Puigdemont s’est laissé enfermer dans les replis d’un nationalisme jusqu’au-boutiste, qui a transformé une aspiration légitime à une autonomie mieux conçue en une haine d’une Espagne fantasmée comme une dictature qu’elle n’est plus.
Le moment est venu de reprendre son souffle et de regarder l’avenir. Les élections convoquées par M. Rajoy offrent aux nationalistes catalans la perspective d’un processus légal et négocié pour décider de leur relation avec le reste de l’Espagne. Rien ne dit, à ce stade, que la raison l’emportera. Mais il y a, enfin, une porte de sortie de crise dans laquelle les forces politiques catalanes responsables peuvent tenter de s’engouffrer.
(Editorial de "Le Monde", publicado el 28 de octubre de 2017)
UN PAÍS A LA DERIVA
Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, mantiene a Catalunya montada en la vagoneta de una montaña rusa. No es una montaña rusa al uso, de ruta y velocidad prefijadas, sino otra imprevisible, que parece evolucionar desprovista de un timonel fiable.
Es una vagoneta que ya no sabemos quién pilota, y que está sometiendo a todos los catalanes embarcados en ella a la más mareante de las incertidumbres. Tras dos días de reuniones maratonianas, que se prolongaron mañanas, tardes, noches y madrugadas, y en las que intercambió impresiones con miembros de su partido y de la mayoría parlamentaria soberanista, también con su Estado Mayor en la sombra, el president amaneció ayer con el aparente propósito de convocar elecciones. Se dio incluso por buena una fecha, la del miércoles 20 de diciembre. Esa era, en opinión de la mayoría de los catalanes que asisten sobresaltados a tanto vaivén político y temen por el futuro colectivo, la opción más razonable. También era la opción conveniente para dar con la salida menos traumática a la enrevesada coyuntura política actual. A diferencia de una declaración unilateral de independencia (DUI), que comportaría la inmediata aplicación del artículo 155 de la Constitución, y la consabida intervención de la autonomía catalana por el Estado, la convocatoria de elecciones propiciaba un guión de pacificación política y social que ahora mismo resulta tan deseable como urgente.
Sin embargo ayer, tras nuevas y agitadas reuniones matutinas, renovadas presiones del ala radical del independentismo, amagos de dimisiones si se seguía con el plan electoral y acusaciones de traición, Puigdemont pospuso una hora su declaración institucional prevista en el Palau de la Generalitat para las 13.30 horas. Y, poco antes de las 14.30 horas, se comunicó que esta segunda convocatoria quedaba anulada. Cuando finalmente apareció en público, sobre las cinco de la tarde, Puigdemont expuso un plan distinto del que iba a comunicar por la mañana. Afirmó entonces que si bien había considerado la posibilidad de convocar elecciones, recalcando que esa era su potestad, entendió que el Partido Popular no había dado garantías de que tal convocatoria bastaría para evitar la aplicación del 155. Y concluyó que ahora correspondía al Parlament proceder según lo determine su mayoría soberanista. En otras palabras, pareció descartar las elecciones, pasar la pelota a Junts pel Sí y la CUP, y dejar que sean ellos los que decidan si habrá declaración de independencia. La Cámara catalana se reunirá hoy y es probable que al fin salgamos de dudas. O no. En tal caso, no despejaremos la incógnita hasta que el Senado vote sobre la aplicación del 155 y hasta que el Gobierno la haga efectiva.
Durante los últimos cinco años, el Govern ha prestado más atención y energías al proceso soberanista que a la gestión del día a día. Esta situación dista de ser la ideal para cualquier país que aspire a progresar y a mejorar el bienestar ciudadano. En tiempos recientes, esta prioridad, además de alejarnos de la optimización de la gestión pública, ha ido adentrándonos en un bosque de incertidumbres. Y ya casi parece que hemos perdido la senda de vuelta y nos hemos instalado en ese bosque.
La incertidumbre no es buena para nadie ni para nada. No lo es para los ciudadanos, que ven turbada su cotidianidad y nublado su futuro. No lo es tampoco para la economía, dicho sea de modo explícito y sin atisbo de retórica: la fuga de empresas, la retracción de la inversión exterior y la caída del consumo interior –es decir, lo que ha ocurrido aquí en las últimas semanas– acaban teniendo consecuencias sobre la ocupación laboral. Tampoco es buena la incertidumbre para la política de este país. Ni para su imagen. La afirmación “El món ens mira”, que el soberanismo ha repetido ufano tantas veces, debe producirle ahora alguna inquietud. Porque el esperpéntico espectáculo ofrecido por el soberanismo a ese mundo que nos mira en los últimos días es de los que se recuerdan. Y no con admiración.
Puigdemont rindió ayer un flaco servicio a la imagen de seriedad que en todo momento debe tener la Generalitat. Sus vacilaciones causaron perplejidad. A los catalanes no les cuesta entender que su presidente tome una decisión, en un sentido u otro. Pero sí que reaccione a la manera de una veleta y se deje influir con facilidad por quienes rebaten sus opiniones hasta el punto de invertirlas. En suma, que no ejerza el juicio propio ni la autoridad que le confiere el cargo.
Su conducta también causó perplejidad entre los miembros del Gobierno central, que tras el episodio de ayer tendrán más dificultades para reconocer en Puigdemont a un interlocutor fiable, visto que sus opiniones experimentan giros copernicanos en momentos decisivos. Entre esa desconfianza y la recíproca, la que también siente Puigdemont hacia sus potenciales interlocutores en Madrid, se hace difícil avanzar por la vía del diálogo.
No es sólo eso. En estas últimas horas son numerosas las personas –políticos españoles con diversos cargos y de distintas filiaciones– que con la mejor voluntad han tratado de tender puentes que facilitaran el diálogo entre el Govern y el Gobierno. Buscaban, porque la consideraban perentoria, una posibilidad de entendimiento que permitiera desactivar el lesivo efecto del 155. Es más, alguno de ellos creía haber tejido las complicidades necesarias para que tal cosa pasara. Pero también ellos se sintieron decepcionados cuando el president, mal aconsejado, llevado más por la supuesta fidelidad a una causa que por el bien del conjunto del país, eligió la opción inadecuada, dejándoles en la estacada.
Las posibilidades de llegar ahora a una solución dialogada y pactada del conflicto, por la que La Vanguardia ha abogado repetidamente, y por la que cree imprescindible seguir apostando, son ahora menores, por no decir mínimas. Cada hora que pasa se reducen. La moderación está en retroceso –y eso no es buena noticia–, como ilustró anoche la dimisión del conseller Santi Vila. Han aumentado, en cambio, las posibilidades de que el Parlament proclame una DUI, así como las de que el Senado ultime la tramitación del 155 y de que el Gobierno le dé luz verde. A partir de ahí Catalunya puede entrar en una fase más tormentosa, con agitación callejera de difícil control. Todo ello puede suceder en un marco ya precario, con la sociedad dividida, con la economía menguada, con daños institu- cionales serios y con la imagen internacional de nuestra comunidad en caída libre. El enredo de ayer no contribuyó, ciertamente, a mejorar nada de eso. Y lo que puede pasar en días venideros no resulta alentador. Es cierto que algunos acuerdos se logran a última hora, sobre la campana, y que ayer el socialista Miquel Iceta invitó a Puigdemont para que acudiera hoy al Senado. Pero la ocasión perdida ayer merecía mejor suerte. Ahora mismo, Catalunya es un país a la deriva.
(Editorial de "La Vanguardia", publicado el 27 de octubre de 2017)
CADENA DE ENGAÑOS
El independentismo ha construido la ilusión de la viabilidad económica de Cataluña sobre un suelo de engaños, verdades a medias y suposiciones aventuradas que los hechos están desmontando día tras día. Los pilares básicos de la ensoñación económica independentista ya no se sostienen por más tiempo: ni Bruselas puede aceptar una Cataluña independiente integrada en el euro —en caso de secesión pasaría a ser, sin más, un país tercero, con el encarecimiento subsiguiente de sus productos en los mercados europeos—, ni podría participar en el Espacio Económico Europeo sin la unanimidad de los países miembros, ni sería capaz de sostener una financiación pública satisfactoria, con un rating de la deuda actualmente en el nivel de bono basura y sin perspectivas de mejorar después de la secesión.
Es muy difícil evitar la impresión de que el discurso soberanista está edulcorando a discreción la realidad de Cataluña para mantener ante los votantes catalanes el engaño descarado de una república independiente próspera y felizmente desembarazada del peso muerto de España. El informe reciente de la Generalitat (La situació de l’economía en un Estat catalá) es un resumen de tergiversaciones y apriorismos económicos que niegan la realidad. Ni el PIB catalán es igual al de Dinamarca, ni supera la media europea en el 14,5% (sólo en el 7%) ni la Hacienda independiente recaudaría 24.000 millones más. Bien a la vista está que la recaudación probablemente caería en picado, por el efecto expulsión de empresas y por la desaceleración debida a las caídas del consumo y de la actividad derivadas de la incertidumbre.
Los hechos contrastados (imposibilidad de continuar en la UE, cambio masivo de sede de las empresas catalanas, más de 1.300, que en muchos casos, como en el de la Caixa, serán para siempre) deberían ser suficientes para que los políticos independentistas abandonaran el discurso de una viabilidad fantasmagórica. El probable cambio de sede de Seat tendría además consecuencias muy graves para el empleo. Incluso admitiendo que cualquier región europea sería viable a largo plazo si se independizara, lo que importa no es la viabilidad en abstracto, sino el volumen de los costes de transición —inasumibles por la economía catalana— y cómo quedaría la renta de los ciudadanos en la república independiente. A la vista de los efectos de la secesión sobre el saldo comercial catalán y sobre su capacidad financiera, parece evidente que el PIB per capita sufriría una contracción aguda y rápida.
El engaño de una Cataluña más rica si se libra del resto de España (un discurso despectivo y supremacista hacia todo el país) tiene responsables intelectuales, instalados en la Generalitat y en las instituciones catalanas. También en los colectivos de apoyo que facilitan el narcótico económico de una Arcadia catalana independiente, capaz de “diseñar nuevamente las instituciones y las reglas del juego”, dichosamente liberada de un marco institucional español inadecuado para generar riqueza “basada en la actividad productiva”. Con estas y otras falsedades se engaña a los ciudadanos catalanes. El embuste continuará mientras no se contrasten las mentiras económicas secesionistas con la realidad implacable de Europa y de las empresas.
(Editorial de "El País", publicado el 25 de octubre de 2017)
¿ADÓNDE VAMOS?
Independientemente de cómo evalúe cada uno el auto de la Audiencia que dictó prisión incondicional para los dos principales activistas de la revuelta soberanista, hay ciertos principios democráticos a los que todos debemos atenernos.
El principal es que la separación de poderes, requisito del Estado de derecho, exige reconocer y respetar la independencia de cada uno de ellos y, por tanto, acatar las resoluciones judiciales. Ello no implica estar siempre de acuerdo —por eso las democracias arbitran cauces para recurrir las decisiones de los jueces—. Lo olvidan los independentistas cuando mezclan actuaciones distintas de cada uno de los poderes en un totum revolutum de un Estado presuntamente hostil. A la inversa, otros se atribuyen los dividendos de las acciones de los demás poderes.
El secesionismo debería evitar la falaz construcción de un caso general según el cual estaría perseguido por unos poderes dictatoriales coordinados, que tratarían a Cataluña como un país sojuzgado para reclamar una secesión remedial avalada por la comunidad internacional. ¡Ya basta de esta burda manipulación que tanto está perjudicando la imagen exterior de España! Si los procesados bloquearon o no a la policía judicial, apoyándose en la muchedumbre por ellos convocada y en presunta comisión de graves delitos contra el orden público, habrá que dilucidarlo en la escena judicial. En ningún caso, desde luego, estaríamos ante delitos de opinión que les convirtieran, como increíblemente señalan Pablo Iglesias y otros, en presos políticos. Ya está bien de banalizar términos como dictadura, fascismo u opresión. España es una democracia, y —como señala la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la ley del referéndum— es en Cataluña donde Govern y Parlament han suspendido de facto los derechos democráticos de los ciudadanos y puesto en peligro sus libertades.
Dicho esto, el Gobierno no debe esperar que las decisiones judiciales resuelvan los problemas políticos presentes. Los jueces deciden sobre delitos. Ni pueden ni deben solucionar problemas políticos. Estamos ante una grave crisis del sistema constitucional: falla la convivencia, se quebranta la ley y el poder no es capaz de restaurar el orden constitucional. Aunque sea originariamente causada por el golpe legislativo de un poder autonómico —muy bien descrito en la sentencia de ayer del Tribunal Constitucional—, al ser la autonomía y la democracia características gemelas e inseparables de la Constitución de 1978, la fisura de una arriesga con fracturar la otra.
El principal problema que afronta hoy España es cómo restaurar la legalidad; de qué alcance se dota a los instrumentos a emplear para ello; cómo combinar firmeza y ponderación; cómo debe ser el escenario inmediato —y el posterior— al empleo de medidas de reconducción obligatoria de una comunidad instalada en la desobediencia. Y todo eso es responsabilidad directa del Gobierno. Con el apoyo de las fuerzas políticas constitucionalistas españolas y catalanas, por supuesto, pero bajo el liderazgo del Gobierno. Sabedores de que el secesionismo propone la ilegalidad, provoca la fuga de empresas y fomenta el caos, ¿adónde quiere conducirnos exactamente el Gobierno? ¿Adónde vamos? ¿Cómo y para qué piensa utilizar el artículo 155 de la Constitución? Señor Rajoy: reclama usted con todo derecho el respaldo que cualquier gobernante democrático merece en circunstancias como las actuales, pero díganos: ¿cuál es su plan? ¿Cómo piensa sacarnos de esta? No se difumine tras cartas e instituciones. Explíquese con detalle y claridad. ¿Cómo, si no, podrá requerir el máximo apoyo de los ciudadanos, indispensable para preservar la democracia?
(Editorial de "El País", publicado el 18 de octubre de 2017)
ESPERANDO A GODOT
El desarrollo del proceso independentista en Cataluña y la forma de afrontarlo por el sistema político español componen una insensata representación del teatro del absurdo, carente de sentido y, quizás, también de esperanza.
Los independentistas están empeñados en convertir en realidad su convicción de que el pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación, amparado por el derecho internacional; que la independencia es alcanzable de forma sencilla e inmediata; que será bien acogida por la sociedad internacional —destacadamente, por la UE— y que es alcanzable de forma pacífica y plenamente legal, incluso, sin una clara mayoría. Que una construcción semejante haya sido amparada —por acción u omisión— por, entre otros, destacados juristas catalanes demuestra hasta dónde ha llegado el independentismo y la inutilidad, hoy por hoy, de cualquier intento de debate racional que la ponga en tela de juicio.
Solo los independentistas son responsables de su estrategia y de sus gravísimos efectos. Pero el sistema político español —muy destacadamente, el Gobierno y su partido— es responsable de las consecuencias de renunciar a enfrentarse al reto independentista de forma adecuada: políticamente. Durante largos años se ha limitado a contemplar, con pasividad, el crecimiento de sus apoyos, instalado con relajo en la arrogante convicción del carácter inexpugnable de su fortaleza jurídica. Ha olvidado la trascendencia de la política y la imposibilidad, en una democracia, de reducirla total y absolutamente a la ley. La ley marca el terreno de juego de lo que se puede —y no se puede— hacer; pero la política puede poner en crisis la percepción ciudadana de legitimidad de la ley. Cuando eso ocurre el sistema democrático está en crisis.
El Estado no puede renunciar a imponer el cumplimiento de su derecho; está en su identidad genética. En contra de lo que parecen querer creer los independentistas, no resulta fácilmente imaginable que fracase en esa operación, a pesar de la ineptitud mostrada el 1-O. El problema es el precio a pagar por lograrlo, que será más elevado cuanto mayor sea la fortaleza —y la resistencia— del independentismo y mayor la impericia del Gobierno. El sistema democrático va a salir muy maltrecho; está ya profundamente erosionado en Cataluña, y la imagen internacional de España —y su credibilidad en Europa— sufrirá un profundo deterioro. Los acontecimientos del pasado domingo son una seria advertencia.
Hace mucho tiempo que el Gobierno, a la vista de su estrategia, tendría que haberse enfrentado a un problema peliagudo: ¿cómo se gestiona políticamente, en un sistema democrático, un quebrantamiento hipotéticamente masivo de la ley, protagonizado por importantes autoridades del territorio, respaldado políticamente, cuando los delitos que asoman por el horizonte son de tan especial gravedad? Quienes diseñaron esa estrategia, ¿nos ocultaban este panorama o simplemente lo ignoraban?
Se ha perdido mucho tiempo, ya irrecuperable, y se han provocado muchos daños, ya irreversibles. Pero nos encontramos ante el mismo reto que se viene tratando de eludir tozudamente desde hace muchos años: la necesidad de una profunda reforma del sistema autonómico que, en parte importante —y su aglutinante—, debe ser reforma de la Constitución. Solo hay un terreno político en el que se puede debilitar el apoyo social al independentismo: la mejor conformación del sistema autonómico aprendiendo de la experiencia de los mejores sistemas federales de nuestro entorno. Los defectos del sistema autonómico, magnificados, han sido un elemento determinante en el proceso de deslegitimación que se encuentra en la base del reto independentista; lo fue —y lo volverá a ser— en el País Vasco y lo ha sido en Cataluña. Una reforma así planteada se corresponde con la realidad de lo que es hoy el sistema autonómico y con sus necesidades. No se trata de satisfacer a los independentistas, sino de lograr un sistema de autonomías territoriales sólido y saludable que estará en mejores condiciones de dificultar su descalificación y la justificación de las propuestas de ruptura.
Los autores intelectuales de la estrategia independentista han solido reconocer que su mayor riesgo de perder apoyos cualitativamente determinantes se encontraba en la tercera vía, viendo con satisfacción la incapacidad para articularla. Paradójicamente, la negación de esa posibilidad ha surgido de entre quienes se oponen a la pretensión independentista. Alegan que ninguna reforma serviría para resolver el problema porque no satisface a los nacionalistas. Los independentistas entendieron que se puede influir en el cambio de actitud de los ciudadanos y ello les ha permitido ir engordando sus filas de forma significativa. No hay que mirar a la forma en que los independentistas expresan su reivindicación, sino a lo que ha movido a parte de los ciudadanos a respaldarla en un momento concreto. A estos no se les puede ofrecer su sueño —una Cataluña independiente—, pero sí una realidad aceptablemente satisfactoria como para que un sector suficiente de ellos considere que no merece la pena lanzarse a arriesgadas aventuras. Eso es lo que, entre otras cosas, podemos aprender de los países que han sido capaces de enfrentarse con éxito a retos similares —que existen—, y también de los que fracasaron —que también los hay—. Los sondeos muestran que, en Cataluña, todavía hay un sector suficientemente importante en ese territorio a conquistar.
La situación en que hay que afrontar este reto es una de las peores imaginables. Venimos de una práctica política partidista profundamente tóxica. Cualquier propuesta de reforma del sistema autonómico ha sido asaeteada en cuanto asomaba la cabeza, para ser descalificada despectivamente, sin ofrecer ninguna alternativa. Se han hecho propuestas de reforma excesivamente cerradas, cuando, simplemente, había que abrir el debate y el tiempo de las reformas. Se han lanzado propuestas precipitadas, sin madurar, que han facilitado su descalificación. Se han propuesto contenidos extremadamente polémicos, que ni tan siquiera habían sido suficientemente debatidos —y ampliamente asumidos— en el sector del que procedían. Por si fuera poco, ¿quién puede asumir su bandera en Cataluña? O el federalismo no es el terreno de quien se ganó credibilidad en la oposición al procés o lo es de quien la perdió y no se sabe si logrará recuperarla. Y una brecha difícilmente superable separa a unos y otros.
Necesitamos abrir un gran debate sobre la reforma; abrir un tiempo de reformas. Pero nos enfrentamos a un gran problema. Para que tenga posibilidades de éxito es necesaria la profunda convicción de los partidos que deben impulsarla; y deben transmitirlo convincentemente a la sociedad. ¿Van a ser capaces de estar a la altura del reto que tienen ante sí? Si fracasan, ¿cuál será el horizonte respecto a Cataluña y, en general, para el sistema constitucional? ¿Alguien cree que es sostenible un sistema democrático que excluye la posibilidad de independencia sin ganarse a una amplia mayoría de la sociedad catalana?
(Artículo de Alberto López Basaguren, publicado en "El País" el 11 de octubre de 2017)
Hace unos días, el diario francés de izquierda Libération afirmaba: "El separatismo catalán es nacionalismo obtuso, racista y excluyente". Y, días después, el escritor Ponç Puigdevall decía: "La Generalitat elabora una maquinaria política que contiene todos los rasgos distintivos del fascismo".
Posteriormente, los 17 presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia de España han aprobado el siguiente comunicado: "Sedes judiciales cercadas, jueces y demás servidores públicos hostigados, persecución del diferente, mandatos judiciales incumplidos, son ataques frontales al Estado de derecho". Y añaden: "El Estado de derecho cederá el terreno a la tiranía cuando las resoluciones judiciales queden convertidas en papel mojado".
Inmediatamente después, admitiendo el recurso de amparo interpuesto por el PSC, el Tribunal Constitucional ha dado un paso más en el control de la vigencia de nuestro sistema democrático y ha suspendido el pleno del Parlament convocado para el día 9 de octubre para proclamar la independencia de Cataluña. La decisión se hace por su "especial trascendencia constitucional", por la "relevante y general repercusión social y económica" del objetivo del pleno, por el "el radical quebrantamiento de la Constitución y el Estatuto de Autonomía" y porque la decisión que se pretende causaría "un perjuicio de imposible o muy difícil reparación".
No podemos ocultar nuestra satisfacción por dicha decisión para cerrar el paso, una vez más, a ese separatismo que definíamos más arriba. Pero es más, ese pretendido pleno, según el artículo 4.4 de la llamada Ley de referéndum de autodeterminación de Cataluña, debía haberse celebrado "en los dos días siguientes a la proclamación de los resultados por parte de la Sindicatura electoral". Pero dado que dicha Sindicatura fue disuelta por el Govern, lo cierto es que lo acordado en dicha norma, como casi todas las de dicha ley, se ha incumplido. Y, posteriormente, se convoca un pleno que, pese a la trascendencia de su finalidad, carece de base legal.
Mientras, desde el 1-O, hemos visto cómo Junqueras, en su afán de hallar mediadores que facilitasen la declaración de independencia, se entrevistaba con el abad de Montserrat y el arzobispo de Barcelona, en una expresión de comprometer a la jerarquía católica en la política catalana, que, perdón, recuerda los intensos contactos en ese ámbito del dictador.
Pero cómo se atreven a seguir pretendiendo un diálogo con el Gobierno de España después de las jornadas parlamentarias de los días 6 y 7 de septiembre, que dieron cuenta del desprecio del Govern y su mayoría parlamentaria por los principios democráticos más fundamentales.
Y, además, cuando están sumidos en profundas contradicciones que solo pueden y deben conducir a la formal y definitiva renuncia al proyecto independentista. Y, así, no confundir más, si no engañar, a los ciudadanos. Sus leyes lo acreditan. En el preámbulo de la del referéndum dicen "que se han agotado todas las vías de diálogo y negociación con el Estado". Sin embargo, en el preámbulo de la ley de "transitoriedad jurídica" hacia la independencia afirman que "el Estado soberano e independiente [catalán] ...vehiculará la sucesión de manera negociada y pactada con las instituciones españolas", lo que se hace compatible con normas sobre la "inaplicación del derecho estatal vigente" (artículo 12) o con "acuerdos con el Estado español" (artículo 21). ¿Cómo es posible imaginar que el Estado español, bajo la Constitución de 1978 --incluso reformada--, gobernara quien gobernara, pactase con un hipotético Estado catalán independiente? Máxime cuando ni siquiera se ha celebrado, en las condiciones legales establecidas, un referéndum ajustado a los presupuestos constitucionales. Ciertamente, viven en una grave confusión entre la realidad y la ficción.
Esta política y estos políticos independentistas debería abandonar sus puestos con urgencia. Porque, además, el Govern en pleno está bajo la jurisdicción penal por lo delitos que, presuntamente, han cometido.
(Artículo de Carlos Jiménez Villarejo, publicado en "Crónica Global" el 6 de octubre de 2017)
En 1937 se publicó Viento del pueblo,el poemario del alicantino Miguel Hernández, que cuenta entre sus poesías con la que da título al libro. “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta” es el célebre comienzo de un texto empeñado en mostrar que no es ése un pueblo de bueyes, dispuestos a doblar la cerviz, sino ansioso de libertad y señorío. ¿Quiénes componen el pueblo? Miguel Hernández va desgranando los nombres de todos los pueblos de España y caracteriza a cada uno de ellos con un rasgo alentador. “Asturianos de braveza, vascos de piedra blindada…” y así hasta haber nombrado a todos los que componen el conjunto de esa España, en que, según él, nunca medraron los bueyes.
Hace algunos días, en las páginas de este diario, José Juan Toharia lamentaba que en el conflicto territorial que estamos viviendo en nuestro país sólo los independentistas hayan contado un relato, que se ha ido imponiendo por sintonizar con los sentimientos de una parte de la población, y sobre todo por falta de alternativa. No parecen existir otras narraciones, capaces de ilusionar a las gentes en otro sentido, y eso favorece la causa independentista.
Y es verdad que las personas interpretamos los hechos desde los relatos que se han ido inscribiendo en nuestro cerebro desde la infancia y que se encuentran muy próximos a las emociones. Es verdad que las narraciones son indispensables para llegar al sentimiento, por eso todas las culturas educan a sus miembros contando cuentos y parábolas, que hunden sus raíces en el pasado y proyectan el futuro. Pero también es cierto que, como decía Lakoff, las historias para ser fecundas, no sólo tienen que ser atractivas, sino sobre todo tienen que ser verdaderas. Tienen que unir —añadiría yo— sentimientos y razón, convencer con argumentos, y no sólo persuadir con recursos emotivos, porque deben llegar a la razón de las personas concretas, que es una razón cordial. Y no es de recibo distorsionar los hechos para acoplarlos a una historia que puede ser eficaz en movilizar sentimientos, pero falsa. La posverdad es sencillamente mentira, y rompe el vínculo humano de la comunicación en provecho de quien la cuenta, se mida ese provecho en votos o en dinero.
El relato de España en que creímos muchos de nosotros es el de Miguel Hernández, el de un conjunto de pueblos a los que la historia, con sus avances y retrocesos, ha ido uniendo, y que pueden aportar cada uno mucho de positivo al acervo común; una aportación que, afortunadamente, no siempre se mide en dinero, como querría una sociedad mercantilizada.
Creímos en un conjunto de pueblos, con sus peculiares historias y tradiciones, pero con una historia y una lengua compartidas, que nos ligaba a nuestra América, situada al otro lado del Océano Atlántico, y entre los que podía existir el proyecto compartido de organizar una sociedad más justa, tanto en la propia casa, como en el concierto de los países. Podíamos hacerlo precisamente porque había un vínculo cultural y a la vez peculiaridades diversas, pero además porque existían diferencias económicas entre las regiones, y la solidaridad entre ellas podía propiciar esa reducción de las desigualdades entre los ciudadanos que es la marca de cualquier proyecto progresista. Tal vez los términos “izquierda” y “derecha” oscurecen la realidad más que iluminarla, y habría que sustituirlos por “progreso” y “regreso”, denunciando por regresivo cualquier intento de quebrar una unidad en lo diverso que ya existe.
Sin embargo, en el actual debate sobre la organización territorial de España se ha producido un inmisericorde empobrecimiento de aquella perspectiva amplia. El número de protagonistas del relato parece haberse reducido a dos: el Gobierno de Mariano Rajoy en el marco del Estado y la Generalitat de Cataluña y quienes salen a las calles pidiendo la independencia. Han desaparecido del horizonte los “extremeños de centeno, aragoneses de casta” y cuantos intervenían en nuestra historia común, junto a los “catalanes de firmeza”, y ha quedado en la desoladora escena un enfrentamiento entre una entelequia llamada “Madrid” y otra, igual de difusa, llamada “Cataluña”. Ninguna de ellas corresponde a una realidad social de carne y hueso, ninguna de ellas tiene verdadera encarnadura social.
Y no sólo porque la mayoría de los catalanes no son independentistas, y habría que decir en el mejor de los casos “una parte de los catalanes”, sino porque apostar por la independencia de Cataluña no es decir no a Rajoy y a un “Madrid” inventado. Tampoco es decir no al Partido Popular. El sí a la independencia supone rechazar el vínculo con las gentes de esos pueblos de España, que tal vez no sean tan bravíos como los soñaba Miguel Hernández, pero tienen mucho que ofrecer en el concierto mundial desde esa articulación de unidad y pluralidad que tan pocos países han sabido engarzar con tanto respeto, si es que hablamos de cultura, tradiciones o lengua. Baste comprobar la diferencia con otros países, por otra parte espléndidos como Alemania o Francia, bastante menos sensibles al cuidado de lo diverso. Si en nuestro caso hablamos de desigualdad económica, no de diversidad cultural, entonces entramos en la discusión sobre la justicia distributiva y la solidaridad, no sobre cuestiones de identidad.
Sin embargo, como los relatos arrancan del pasado y sobre todo han de proyectarse al futuro, a las altura del siglo XXI, en el horizonte de un mundo global, no creo que haya proyecto más ilusionante y atractivo que el que esbozaron los ilustrados en el siglo XVIII, haciendo pie en el estoicismo y el cristianismo: el de construir una sociedad cosmopolita, en que sea posible erradicar la pobreza y el hambre, reducir las desigualdades, conseguir que ningún ser humano se vea obligado a emigrar, porque todos son ciudadanos de ese mundo. La globalización ha traído recursos que nunca pudimos soñar para ir adensando el grado de democratización de los distintos países, reforzando los vínculos legales y éticos con otras comunidades, que hoy en día ya comparten soberanía gracias a las uniones supranacionales, como la Unión Europea, y a la multiplicación de entidades internacionales, que podrían ser el germen de una gobernanza mundial. Es sin duda un proyecto y un relato que une los sentimientos a la razón.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 2 de octubre de 2017)
No pretendo banalizar la situación que se producirá el próximo 1-O. Pero tampoco dramatizarla en exceso. Sencillamente, me resisto al pesimismo imperante y a las retóricas de choque de trenes y similares. Creo que el próximo domingo veremos un ejercicio de autocontencion y prudencia, tanto por parte de los ciudadanos que quieren votar como de los funcionarios públicos que están obligados por mandato legal a no permitirlo.
El mío intenta no ser un optimismo bobo, sino, en todo caso, un optimismo escéptico, basado en dos supuestos de comportamiento racional, tanto por parte de los ciudadanos como por los dirigentes independentistas.
No pienso que los voluntarios que en principio han de formar parte de las mesas, ni los ciudadanos que quieren votar, vayan a protagonizar el próximo domingo ningún tipo de movimiento de fuerza contra los funcionarios que vigilarán los centros en los que se pensaba llevar a cabo la votación. Posiblemente, eso sí, veremos colas ante esos centros que servirán para manifestar el deseo de votar y para medir la intensidad de ese deseo.
Esta creencia se apoya en mi convicción de que los impulsores del proceso independentista -especialmente los dirigentes de la Assamblea Nacional Catalana- saben de la importancia que tiene como el carácter pacífico de su movimiento. Y saben que si aparece algún tipo de violencia desde dentro, el primer perjudicado sería el propio proceso.
Si se me permite la metáfora, si se tratase de un partido (más de rugby que de fútbol), el referéndum del 1-0 no se jugará. Los dos bandos se presentarán en el campo. Pero el partido no se jugará por falta de acuerdo en las reglas de juego. Se producirá un 'empate'.
El riesgo está en el día después. En concreto, en cual será la decisión que adoptará el Govern y, en particular, su presidente acerca de si hacer o no una declaración unilateral de independencia al estilo de la de Companys el 6 de octubre de 1934. La lógica de acción reacción que ha dominado la política desde la aprobación por la mayoría independentista de las leyes del referéndum y de la desconexión -quebrando todas las reglas y formas parlamentarias de la democracia representativa- lleva a concluir que muy probablemente se producirá esa declaración.
Pero hay que dejar un espacio al posibilismo. Los dirigentes políticos -y quiero creer que también los dirigentes independentistas- son racionales. Ese cálculo racional les hará ver que una declaración unilateral despilfarrará el capital de apoyo social logrado hasta ahora.
La democracia pluralista no es el resultado de un consenso previo entre las fuerzas opuestas sobre los valores básicos. Es el resultado de un 'empate' entre grupos que anteriormente estuvieron agarrándose por el cuello pero que, finalmente, tuvieron que reconocer su incapacidad mutua para dominar. Mi optimismo escéptico se basa en la esperanza de que ambos bandos sabrán extraer esta lección. ¡Quién sabe, a lo mejor acabamos escuchando el viejo lema de 'libertad, amnistía y estatuto de autonomía'!
(Artículo de Antón Costas, publicado en "El Periódico de Aragón" el 27 de septiembre de 2017)
España es un espacio público compartido, una realidad histórica con más de 500 años en su perímetro actual, una de las naciones más antiguas del mundo, dotada de una Constitución moderna, la de 1978, pactada entre las más diversas fuerzas políticas y ratificada por los ciudadanos de manera muy mayoritaria. Es un país plural y diverso, en el que existen distintas lenguas conviviendo con el castellano, como la catalana, la vasca y la gallega.
Su configuración política está fuertemente descentralizada y las que llamamos Comunidades Autónomas, con sus gobiernos y parlamentos, asumen una gran cantidad de competencias, semejantes a las federaciones más descentralizadas como la alemana.
Las normas que rigen el autogobierno están fijadas en los Estatutos de Autonomía, desarrollados en el marco de la Constitución Española que garantiza la soberanía de todos los ciudadanos españoles, su igualdad de derechos y obligaciones, al tiempo que reconoce la diversidad de los pueblos de España.
Llegar a este punto ha sido difícil en un periodo histórico en el que España trataba de superar conflictos históricos conocidos, cuya última etapa fue la salida democrática de una larga dictadura, precedida de un golpe militar contra la Segunda República en los tormentosos años 30 del pasado siglo.
Desde ese pacto constitucional, España ha conocido el periodo más extenso de convivencia en libertad, de modernización y desarrollo político, económico y social más brillante de su historia.
Contra esta realidad se alza un movimiento secesionista en Cataluña, que trata de liquidar la Constitución y el Estatuto de Autonomía, destruyendo la legalidad vigente y la legitimidad del propio Gobierno de Cataluña, junto a los grupos parlamentarios que lo siguen en esta aventura.
En los momentos que vivimos lo más parecido al fenómeno de estos días, con la convocatoria de un pretendido referéndum de secesión, acompañado de una ley de transitoriedad hacia una nueva situación, es lo que está ocurriendo en Venezuela con su Asamblea Nacional Constituyente. Una ruptura sediciosa y, por ello, ilegal del ordenamiento jurídico democrático, llevada adelante sin respeto alguno a las normas que le dan legitimidad a los responsables políticos que lo quieren imponer al conjunto de la sociedad catalana y al de todos los españoles.
En el marco institucional de España todas las ideas pueden ser expresadas y defendidas con libertad. Por tanto, nadie puede objetar que haya ciudadanos que defiendan la independencia de un territorio o que, en sentido contrario, quieran acabar con la descentralización política y el Estado de las Autonomías.
Desde ese pacto constitucional, España ha conocido el periodo más extenso de convivencia en libertad, de modernización y desarrollo político, económico y social más brillante de su historia
En este caso se trata de hacer desaparecer la soberanía de todos los españoles para decidir su futuro, sustituyéndola por una nueva soberanía que correspondería al espacio territorial de Cataluña, ejerciendo un supuesto derecho de autodeterminación que vulnera la Constitución y el propio Estatuto de Autonomía, tanto en la forma en que lo plantean como en el fondo.
Es posible defender un cambio constitucional y estatutario, siguiendo los procedimientos establecidos para hacerlo, pero no es posible, ni democrático, tratar de imponerlo desconociendo y violentando las normas. España, como cualquier democracia del mundo es un Estado de derecho, con sus propias reglas de funcionamiento, que tiene todos los instrumentos para cumplirlas y hacerlas cumplir.
Asistimos a paradojas que no parecen alarmarnos en esta crisis de gobernanza de la democracia representativa en los lugares en que esta rige. Asistimos al mismo tiempo a la emergencia de esos nacionalismos de distinta índole que llevaron a Europa entera a las catástrofes de la primera mitad del siglo XX. Por eso escuchamos que la democracia está por encima de la ley, no garantizada por la ley.
No existe ningún soporte legal para lo que pretenden las autoridades de Cataluña, ni en el ordenamiento jurídico interno, ni en el de la Unión Europea, ni en el derecho internacional. Por eso es un disparate democrático.
Es cierto que se ha creado una fractura que nos costará recuperar y que exigirá talento político, liderazgo y pacto. Pero en los momentos que vivimos solo cabe respetar y hacer respetar la ley contra la secesión que pretenden.
(Artículo de Felipe González, publicado en "El País" el 28 de septiembre de 2017)
En estos momentos graves para nuestro país y para todos aquellos que creemos en la vida civilizada, deseamos alzar nuestra voz en defensa de la democracia española y de la convivencia interna entre nuestros compatriotas de Cataluña y de toda España. Entendemos que una sociedad civilizada en la Europa del siglo XXI solo puede basarse en el respeto a las normas que nos hemos dado democráticamente, empezando por la Constitución de 1978 (y siguiendo, en lo que a Cataluña respecta, por su Estatuto de Autonomía).
Por desgracia, como podemos ver estos días, el Gobierno autonómico y los grupos secesionistas representados en el Parlamento catalán, subvirtiendo las reglas más elementales del constitucionalismo y abusando del poder que las leyes les han conferido, no han dudado en traspasar todos los límites de la legalidad y de la decencia. Apelando al fundamentalismo de un inexistente “derecho a decidir”, dividen a la sociedad catalana e impiden el ejercicio de los derechos de las minorías parlamentarias, poniendo en riesgo la convivencia y la paz civil.
No es preciso ser especialistas en Derecho Constitucional o en Historia Contemporánea para saber que no hay democracia sin sujeción a la ley y que los nacionalismos del siglo XX llevaron al mundo a dos guerras apocalípticas y hundieron a Europa en la barbarie. Apelando a esas experiencias históricas, entre las que se incluyen las no menos dolorosas por las que atravesó nuestro país en el siglo pasado y sobre todo a la defensa de la democracia que tanto nos costó conquistar, los abajo firmantes, profesores de diversas universidades españolas, hacemos un llamamiento a los catalanes sensatos y a todos los españoles de buena voluntad para que rompan su silencio y no miren con distanciamiento o indiferencia una situación en la que nos jugamos el ser o no ser de la democracia española.
En una coyuntura tan delicada como la que atravesamos no es el momento de partidismos ni de cálculos políticos a corto plazo. Es hora de que todos nosotros, en la medida de nuestras posibilidades, nos movilicemos para exigir al Gobierno de España, a todas sus instituciones y partidos democráticos, que actúen con la máxima celeridad, firmeza y determinación para proteger los derechos de todos.
Por tanto, requerimos al Gobierno para que, como poder ejecutivo, haga uso de la fuerza legítima que al Estado le corresponde en exclusiva, de tal manera que las resoluciones judiciales no caigan en el vacío con el consiguiente daño para el Estado de derecho. Para ello, les pedimos que no duden en recurrir a todos los medios constitucionales sin excepción para salvaguardar las instituciones democráticas y la unidad de nación española consagrada en nuestra Constitución, impidiendo la celebración de un falso “referéndum” ilegítimo e ilegal, poniendo a disposición de la justicia a los responsables de este atropello a la democracia y haciendo que recaiga sobre ellos todo el peso de la ley. En consecuencia, pedimos también a los partidos políticos y a la sociedad civil que respalden una acción estatal absolutamente necesaria para una convivencia pacífica y democrática.
17 de septiembre de 2017
Manifiesto suscrito por: Fernando Savater (Universidad Complutense de Madrid); Ángel Viñas (Universidad Complutense de Madrid) ; Juan José Solozábal Echevarria (Universidad Autónoma de Madrid); Juan Pablo Fusi (Universidad Complutense de Madrid); Fernando García de Cortazar (Universidad de Deusto); Gabriel Tortella (Universidad de Alcalá); Félix Ovejero (Universidad de Barcelona); Francesc de Carreras Serra (Universidad Autónoma de Barcelona); Jon Juaristi (Universidad de Alcalá); Carmen Iglesias (Universidad Rey Juan Carlos) y otros.
Deberíamos prestar más atención a pequeños incidentes que suelen ser síntomas serios de algo más. Por un lado los carteles aparecidos en Lérida, atribuidos a sectores juveniles de Arran, y que los dirigentes de la CUP avalan explícitamente. Se trata de señalar con posters callejeros como “enemigos del pueblo” a diversos líderes políticos, concejales, etc. que tienen en común pertenecer al campo no soberanista. Ha sucedido al menos en dos ocasiones recientemente y ello plantea un problema de fondo. La tendencia de señalar y denunciar públicamente, con amenazas de “segundo nivel” (“senyalem-los” , “enemics del poble” y cosas parecidas), ha sido en la historia reciente una constante en por ejemplo la kale borroka y en la Historia no tan reciente lo propio de movimientos como las Juventudes Hitlerianas o el comunismo soviético. Y ello en nombre del pueblo, entidad que cuando más abstracta más discutible es. En este caso por razones obvias: la mitad (y un poco más) de los catalanes no independentistas no “son” el pueblo. Pues ¿qué son? Cuerpos extraños a este discutible unificador de voluntades. Son “no pueblo” o peor aún “otro pueblo”.
Un segundo síntoma es si cabe más indigno, acosar (aunque sea con carteles y pintadas) a familiares de líderes políticos, en este caso los padres de Albert Rivera, es mucho más grave. Extiende a los familiares la agresividad dirigida al político. Y cabe preguntarse ¿en qué medida los padres de este señor serían “culpables” de lo que hace o dice el hijo? Esto, en versión mucho más dramática lo han hecho en Italia las Bridadas Rojas, en Euskadi ETA, y en Italia la Mafia lo sigue haciendo. Hay un colapso moral total en este tipo de acciones, pues además del mal que hacen, liquidan de paso el concepto de ciudadano como sujeto político y titular exclusivo de sus hechos y dichos. Y esto sin entrar en por qué el señor Rivera tiene más o menos derecho de estar en política que los señores Puigdemont, Turull, Pablo Iglesias o el vecino de abajo.
El tercer síntoma es relativizar estas actitudes, que están mal más allá de toda duda, con el argumento más falaz de todos, y que se resume en “¡pues mira lo que hacen ellos!”, que se supone es igual o peor. Incluso en conversaciones con amigos muy cercanos nos encontramos a menudo con este problema. Y hay que volver a explicar algo muy elemental. Si “tu bando” acaba igualando lo peor de lo que atribuyes al “bando contrario”, ¿dónde queda la superioridad moral de tu causa? Aquellos que cierran sus oídos a esto, aunque sea como tema a debatir, ya han perdido la referencia más importante, y es que en política todo es cuestión de fines y medios.
Curiosamente, ha habido algún caso en que por fortuna sí se ha activado una condena unánime y muestras de apoyo transversales de todo el abanico político. Cuando Inés Arrimadas fue acosada de modo innoble y Anna Gabriel amenazada de modo igualmente innoble, todas y todos las defendieron. Fue un rayo de luz que respondía a una exigencia moral ineludible. ¿Porque son mujeres? Seguramente, lo cual indica un leve pero esperanzador progreso en el apoyo a la mujer en general, cuando cada día cada periódico te da muestras de lo lejos que estamos de un mínimo de equidad ante el agravio que padecen todas y por ello deberíamos reprobar todos (y todas).
En realidad, ni siquiera sospechamos lo que ganaría el tejido moral y social del momento en que vivimos si unos y otros aplicásemos esta aproximación, la de defender al contrario, al “otro” cada vez que es acusado, señalado, vilipendiado, de algo que cuando afecta a “tu” campo es señalado como una agresión descomunal, brutal, total. Ante todo esto escuchamos alguna objeción. Es aquello de que “no hay para tanto”, lo hemos oído y leído repetidamente, que no hay que exagerar, que por suerte a día de hoy no ha habido ninguna desgracia importante, ningún acto violento “relevante”. La ética esta “aquí”, la violencia está “allá”. Esto es otro síntoma más: conviene autoconcederse toda la superioridad ética en la confrontación. Mal argumento, porque seguimos sin saber en qué nivel de violencia activaríamos quizá las defensas morales, y uno prefiere no esperar. Lo peor es siempre enemigo de lo malo.
Lo más desalentador es que todo esto es sabido y conocido, en términos racionales, desde hace siglos, pero cada vez descubrimos que a partir de un cierto nivel de confrontación, volvemos todos a la casilla de salida.
(Artículo de Pere Vilanova, publicado en "El País" el 26 de septiembre de 2017)
Un golpe de Estado y una rebelión popular, encadenados, simultáneos, ambos iniciados, y ambos a media cocción. Eso es lo que sucede en Cataluña.
Lo primero ha sido la tentativa de culminar el golpe desencadenado el 6 y 8 de septiembre en el Parlament al imponerse las leyes de ruptura o “desconexión” que pretendieron derogar la legalidad democrática vigente abrogando antes su legitimidad.
La esencia de esta operación es la ruptura del Estatut. Más concretamente, algo tan detallista como la abrupta cancelación de su legítimo mecanismo de reforma: el artículo 222, que, para emprenderla, “requiere el voto favorable de las dos terceras partes de los miembros” de la Cámara y no una simple mayoría.
Ese propósito se fraguó ya en los preparativos de las elecciones “plebiscitarias” del 27-S de 2015. “Un fantasma se cierne sobre Cataluña, el de un golpe contra el Estatut, el de un golpe contra la legalidad catalana, el de un golpe contra los ciudadanos catalanes. Eso sí, paradójicamente ideado, planificado y a ejecutar por catalanes: se trata pues, propiamente, de un autogolpe”, radiografié dos meses antes (Un golpe contra Cataluña, EL PAÍS, 25/7/2015).
La operación “implica”, añadía, “la subversión del ordenamiento y la ocupación ilegítima de las instituciones, o su desnaturalización”. Para lo que no obstaba la ausencia de una violencia indiscriminada, como ilustra el del general Primo de Rivera, un “mero pronunciamiento”, y otros reseñados en Técnicas de golpe de Estado, de Curzio Malaparte (Planeta, 2009).
Como este desentrañó en el golpe de Bonaparte, lo esencial es “parecer que obedece las leyes, sus acciones deben conservar todas las apariencias de la legalidad”. Y “su objetivo táctico es el Parlamento: quieren conquistar el Estado mediante el Parlamento”, exactamente lo buscado en la bochornosa sesión del día 6 en el Parlament de la Ciutadella.
En un brillante artículo, el profesor Javier García Fernández apeló recientemente a Hans Kelsen cuando este indicaba que hay un golpe de Estado cuando “el orden jurídico de una comunidad es anulado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden” (EL PAÍS, 31/8).
Y el notari de Catalunya, Juan-José López Burniol, precisó tras el parlamentazo que “ha sido un golpe de Estado porque lo hay siempre que se produce una subversión total del ordenamiento jurídico establecido con voluntad explícita de hacerse con el control absoluto del poder” (La Vanguardia, 16/9). También lo han dicho Joan Tapia (El Periódico, 17/9), y Mario Vargas Llosa y Josep Borrell, anteayer.
Ahora bien, cada caso es distinto, aunque todos exhiban rasgos comunes. Y el rasgo diferencial del caso catalán es la concatenación del golpe con el burbujeo de una rebelión popular de una parte notable de la ciudadanía catalana, con nostalgia de aromas de 14 de abril. La autoridad insubordinada apela a ella para tomar prestado algún grado de legitimidad. Y esta se la concede a gusto, contra su propio interés.
Así que al intento de toma y destrucción del Estado por el bloque de los indepes indesmayables se une parte del frente antiRajoy. Una porción de quienes —infinidad en Cataluña— detestan al PP. Y que no solo no posponen sino que colocan en primer plano su responsabilidad pasada en la gestación de la crisis: la campaña antiEstatut de 2006, la parálisis del Gobierno durante un lustro, sin plantear respuestas políticas. La confluencia de ambos afluentes da la calle reactiva a los registros y otras actuaciones judiciales de anteayer: y de próximas jornadas.
Muchos, los anticonservadores legalistas, anteponen con acierto la defensa del orden democrático a ese historicismo, y consideran que no hay que llorar sobre la leche derramada. Pero el ruido de la coyunda entre quienes practican el golpe y quienes lo aplauden como si no lo fuera, y como forma expeditiva y espúrea de echar a un Gobierno (en vez de la propia en democracia, convencer a la mayoría) es atronador. Y un cierto manejo mediático del mismo ofrece la imagen distorsionada del espejo cóncavo.
La dificultad del momento para la democracia y para las autoridades reside en combinar el recetario con que afrontar los dos males al mismo tiempo. Contra el golpismo, cualquier medida del ordenamiento constitucional puede convenir, si se encaja legalmente: el principio es la suficiencia, del que forma parte la rotundidad que resulte indispensable.
Y ante la rebelión popular es preciso extremar precisión y proporcionalidad, nunca estropear más de lo que se arregla. No porque el empleo de esos principios vaya a convencerla de entrada —ya hemos visto nutridas manifestaciones contra las primeras medidas judiciales, que eran notoriamente selectivas— sino, porque solo sobre el sentido de la mesura puede sembrarse para pronto la siempre aplazada vía política — y explicarla bien desde ya; no basta con la justificación de la actuación coercitiva—: el diálogo normalizador, las propuestas, las reformas, la negociación… con quienes la prefieran, y la antepongan al caos.
(Artículo de Xavier Vidal-Folch, publicado en "El País" el 22 de septiembre de 2017)
La democracia y el orden constitucional que los españoles nos dimos en 1978 tras largos años de dictadura se encuentran en un momento crítico. El reto planteado por el Govern y la mayoría parlamentaria que lo sostiene amenazan con destruir la unidad y convivencia. De forma irresponsable, vaciando las instituciones y abusando de la buena fe de los demócratas y de las garantías que rigen en un Estado de derecho, los independentistas se han embarcado en un desafío sin precedentes al Estado. El Gobierno, como el resto de las instituciones, tiene la obligación de actuar con firmeza y todos los medios legales para defender la vigencia de la Constitución, la democracia y los derechos y libertades de todos los españoles.
Restaurar el orden constitucional implica evitar el anunciado referéndum secesionista. Es una consulta ilegal, que viola la Constitución y el Estatuto de Autonomía, aprobada por el Parlament y el Govern en flagrante violación de sus propias disposiciones y suspendida por el Tribunal Constitucional. Es una votación sin ninguna garantía democrática, destinada a socavar los fundamentos del Estado y cuyos promotores no dudan en amedrentar, amenazar y discriminar a quienes no se muestran de acuerdo con ellos, cercenando sus libertades individuales.
La desobediencia del Govern al Constitucional y a la Fiscalía General del Estado no deja lugar a dudas sobre su determinación de continuar adelante con las incitaciones a la sedición. Celebrar la consulta supondría reconocer que la Constitución ha dejado de regir en Cataluña y dejar desamparados a los millones de ciudadanos que quieren seguir adelante con el proyecto de convivencia que nos dimos en 1978.
Dentro de esta deriva ilegal, hay que denunciar la actitud de los Mossos d’Esquadra, un cuerpo armado cuya misión principal, como la de todas las fuerzas de seguridad del Estado, es garantizar el cumplimiento de la ley y los derechos y libertades. Tras haber recibido la orden de la fiscalía de impedir la celebración de la consulta, este cuerpo policial, que se debe a todos los catalanes, y no solo a una parte de ellos, permanece impávido ante la comisión de delitos que socavan el orden constitucional y estatutario. Es inadmisible que una fuerza policial se ponga al servicio de una causa y no del Estado y la Constitución a quienes deben su lealtad. El Gobierno debe poner fin al constante abuso y desviación de poder en el que se han instalado las instituciones que el secesionismo ha puesto bajo su control. Se trata de restaurar los derechos establecidos en la Constitución y el Estatut que han sido arbitrariamente derogados o suspendidos por los secesionistas.
La legalidad democrática está por encima de la política, las opiniones y las emociones. Promover o apoyar una rebelión contra un Estado democrático en la Europa del siglo XXI es una ofensa a la libertad de los ciudadanos, a la convivencia entre ellos y a sus derechos más inalienables. Frente a la demagogia imperante, esparcida por algunos oportunistas líderes políticos y los aprendices de brujo de la Generalitat, es preciso poner de relieve que no hay tensión entre democracia, legalidad y legitimidad. Los tres conceptos caminan juntos y no puede ser de otra manera en una democracia establecida y sólida como la española.
EL PAÍS ha defendido siempre desde su fundación la legalidad democrática frente a cualquier intento involucionista. Está en la memoria de todos los españoles la edición especial de la noche del 23-F de 1981, con el título “EL PAÍS, con la Constitución”. En estos momentos de especial gravedad nos vemos en la obligación de volver a expresar con firmeza nuestro apoyo a la Ley Fundamental y nuestra defensa de los derechos de los catalanes y de todos los españoles. Esta defensa no ha impedido nuestra reiterada petición de reformas y apoyo a una revisión del texto constitucional que incorpore el federalismo como fórmula de organizar la convivencia de los ciudadanos de las distintas comunidades y territorios. Pero ante el desafío planteado por la Generalitat lo primero e inmediato es frenar este descarado golpe contra la democracia. Ya llegará el tiempo de pedir responsabilidades
El presidente del Gobierno debe convocar de urgencia a los principales partidos parlamentarios para informarles de las medidas que adoptará para restaurar la legalidad con eficacia y pedir su apoyo. Y debe comparecer públicamente para explicar la situación a todos los españoles. Tiene la razón y la legitimidad de su parte. Pero, sobre todo, tiene la responsabilidad y la obligación de actuar para evitar que España se convierta en un Estado incapaz de hacer cumplir las leyes y de que se respete su Constitución.
(Editorial de "El País", publicado el 20 de septiembre de 2017)
Pues algo habrá que hacer aunque, como dice Joan Coscubiela en una entrevista publicada el domingo 10 de septiembre en este periódico, “antes del 1-O es imposible y después es imprescindible”.
Algo habrá que hacer para restablecer la convivencia en Cataluña después del 1 de octubre. Porque si hay una cosa incontestable ahora es que la sociedad catalana se ha partido en dos durante el largo periodo en el que se ha desarrollado el llamado procés. Todos conocemos ejemplos desdichados de ello. La sociedad catalana está rota. Como ha dictaminado un siniestro conseller de Puigdemont, Jordi Turull, hay dos clases de catalanes: los que han ayudado a que se vote y los que no. Las consecuencias de haber optado por el no ya se conocerán, pero se presenta oscuro el panorama para esos catalanes.
Lo que pasa es que la mayoría de quienes tienen responsabilidades en ese hacer algo dicen una simpleza que repiten como un insoportable mantra: hay que dialogar. Y suelen añadir que después del 1-O no puede haber ni vencedores ni vencidos.
Pues vaya. ¿Cómo no va a haberlos? En ese caso la bronca en que hemos estado metidos no habría valido para nada. ¡Claro que tiene que haber vencidos! Yo, que me he apuntado al carro del no, quiero que los indepes estén voluntariamente callados por un tiempo y dejen de mandar, elecciones mediante, en Cataluña unos cuantos años. Que dejen de mandar como si las minorías no merecieran respeto, como si las urnas solo valieran para algo cuando estuvieran trucadas y, cuando no, pudieran ser sustituidas por ese maravilloso invento de la “democracia aclamativa” pergeñado por Carl Schmitt para los nazis y ahora utilizado por Carles Puigdemont el 11-S en Barcelona. Lo que está sobre el tapete es el valor del juego limpio en una democracia. Después del despliegue de marrullerías hecho por los indepes en el Parlament, la sociedad española tiene que organizarse para no volver a recibir un insulto semejante en ninguna comunidad autónoma. En Cataluña se acepta en cualquier foro que alguien acuse al PP de cometer tropelías contra la democracia. Pues bien, el PP no se ha atrevido nunca a hacer nada parecido a lo del Parlament dirigido por la lamentable Carme Forcadell. En España no se puede repetir un hecho así sin que eso tenga un castigo que deben dar las urnas.
Y el otro aspecto, el del diálogo, sobre el que apenas se ha discutido. Los nacionalistas catalanes han mostrado ya el auténtico carácter de su ADN, el aprendido de los irlandeses del Sinn Fein (Nosotros Solos). No están dispuestos a negociar más que si se acepta que los exitosos números de la Diada valen en una mesa de negociaciones. Y lamentablemente para ellos, en una democracia las cosas no son así. Y volvemos a hablar de urnas, pero con reglas del juego limpias.
En Cataluña tienen que pasar dos cosas cuanto antes: que no se celebre el 1-O, y que se convoquen elecciones autonómicas.
A partir de ahí es cuando se puede decir que “hay que hacer algo”. Y podíamos ya empezar a hablar de todo ello. O sea, de lo que hay que hacer en Cataluña y en toda España con el Estado, que es el Estado de las autonomías diseñado en la Constitución de 1978.
Porque, al margen de la mayor o menor dosis de razón que pueda haber en las manifestaciones de agravios vividas en Cataluña, se ha puesto en claro que el sistema tiene muchos agujeros. Quizá la salida esté en un sistema federal, pero sin meternos en discusiones innecesarias sobre la creación de más identidades y más fuertes cada vez.
No hay que seguir valorando más esas identidades, que van tan en contra del espíritu europeo, que debería ser ese en el que se disolvieran todas las identidades anteriores, siguiendo la ya muy vieja pero muy actual trilogía de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad como auténtico fin de la política y la gobernanza.
Hay que hacer algo en Cataluña, y hay que hacer algo en España, que no aumente sino que resuelva los problemas de las comunidades.
Yo creo que lugares como este han sido excelentes para crear opinión, una opinión democrática. Y no estaría de más que la sociedad civil en su conjunto abordara estos temas. Debatamos a fondo y dialoguemos sabiendo que diálogo no es lo mismo que cambalache.
(Artículo de Jorge M. Reverte, publicado en "El País" el 19 de septiembre de 2017)
Al margen de la dimensión política del problema planteado con la hoja de ruta independentista catalana, profusamente explicada en todos los medios de comunicación, se impone un breve análisis en clave jurídica de la situación y actitud de los funcionarios públicos, y singularmente de los funcionarios con habilitación de carácter nacional, quienes sirven en las administraciones locales catalanas con funciones de asesoramiento, certificación e informe, y control y gestión económica y financiera, a los que se les está responsabilizando de garantizar la viabilidad de medios y del encaje legal para desarrollar la jornada del supuesto referéndum.
Si estuviéramos ante actos de políticos, parlamentarios, gubernativos o de ediles, que se expresasen en clave y foros exclusivamente políticos, o en la prensa, el buque administrativo seguiría su camino dentro de la calma propia de un Estado de derecho bajo los vientos de la legalidad y encaminando su rumbo a la eficacia, eficiencia y servicio al ciudadano.
Sin embargo nos encontramos en estas circunstancias con políticos que al servicio de finalidades ideológicas envuelven su voluntad en actos aparentemente legales, y además pretenden que esos actos sean objeto de constancia, impulso y ejecución en el ámbito local por secretarios, interventores y tesoreros dentro de sus respectivas competencias.
En ese momento ya estamos en el territorio jurídico, donde se habla el lenguaje de la legalidad. Estamos ante sujetos políticos que adoptan sus decisiones investidos de sus cargos, para cuya posesión, han prometido o jurado acatar la Constitución, y que las producen o comunican ante un funcionario, quien también ha prometido o jurado acatar la Constitución, sin olvidar que ambos perciben retribuciones por ese servicio público.
De ahí que igual que una autoridad no permitiría que un funcionario olvidase las obligaciones del puesto que ocupa para actuar al margen de la ley, tampoco, lo adelantamos ya, un funcionario debe acatar las actuaciones y órdenes de una autoridad que descarrilan manifiestamente de la vía legal.
Y ello, vayamos al asunto, pese a la estrategia del nacionalismo radical catalán que ha planteado distintos frentes de acción, dando la razón a lo dicho por Henry Kissinger, «lo ilegal lo hacemos inmediatamente, lo inconstitucional lleva un poco más de tiempo».
En primer lugar, nos encontramos con actuaciones del parlamento catalán que proceden formalmente del poder legislativo, bajo eufemismos como ley de Transitoriedad Jurídica (LA LEY 14577/2017), pero que, al prescindir del procedimiento previsto en el reglamento parlamentario, y al dictarse en frontal colisión con las resoluciones del Tribunal Constitucional que vinculan a todos los órganos jurisdiccionales (art. 5 Ley Orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985)) y «todos los poderes públicos» (arts. 38, 61.3 y 87), se han colocado en una suerte de «vía de hecho parlamentaria».
Una perversión triple y temeraria: una ley autonómica hecha para defraudar el bloque de legalidad autonómica (Estatuto y reglamento parlamentario catalanes), también para ignorar la Constitución y como consecuencia, para desoír las resoluciones del Tribunal Constitucional, particularmente cuando ha prohibido «cualquier acto preparatorio» del calificado de referéndum catalán por atentar «contra los artículos 1.2 (LA LEY 2500/1978), 2 (LA LEY 2500/1978), 9.1 (LA LEY 2500/1978), 81 (LA LEY 2500/1978), 92 (LA LEY 2500/1978) y 168 de la Constitución (LA LEY 2500/1978)».
En suma, una actuación parlamentaria tan viciada que malamente puede fundamentar decisiones del ejecutivo y menos que éstas puedan a su vez amparar instrucciones u órdenes a los servidores públicos, particularmente a los funcionarios que sirven a las administraciones locales catalanas.
En segundo lugar, sobrevuela la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno (LA LEY 19656/2013), que se cuida de extender su aplicación a los altos cargos o asimilados que, de acuerdo con la normativa autonómica o local que sea aplicable, tengan tal consideración, incluidos los miembros de las Juntas de Gobierno de las Entidades Locales, pues de forma primaria en su artículo 26 y para aviso de navegantes se alza como principio de buen gobierno que: «1. Las personas comprendidas en el ámbito de aplicación de este título observarán en el ejercicio de sus funciones lo dispuesto en la Constitución Española y en el resto del ordenamiento jurídico y promoverán el respeto a los derechos fundamentales y a las libertades públicas».
En tercer lugar, nos encontramos con el Estatuto Básico del Empleado público, cuyo Texto Refundido fue aprobado por Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre (LA LEY 16526/2015) que alza en su artículo 53 (LA LEY 16526/2015) como Principios éticos: «1. Los empleados públicos respetarán la Constitución y el resto de normas que integran el ordenamiento jurídico. 2. Su actuación perseguirá la satisfacción de los intereses generales de los ciudadanos y se fundamentará en consideraciones objetivas orientadas hacia la imparcialidad y el interés común, al margen de cualquier otro factor que exprese posiciones personales, familiares, corporativas, clientelares o cualesquiera otras que puedan colisionar con este principio».
Además, entre los deberes del Código de Conducta, el art. 52 (LA LEY 16526/2015) recuerda que: «Deberán actuar con arreglo a los siguientes principios: objetividad, integridad, neutralidad (…) ejemplaridad (…) honradez.»
Y, por lo que aquí interesa, el art. 54.3 EBEP (LA LEY 16526/2015) fija el límite de la obediencia debida: «Obedecerán las instrucciones y órdenes profesionales de los superiores, salvo que constituyan una infracción manifiesta del ordenamiento jurídico, en cuyo caso las pondrán inmediatamente en conocimiento de los órganos de inspección procedentes»; bajo otra perspectiva aparece como falta disciplinaria de los empleados públicos el art. 95: «La adopción de acuerdos manifiestamente ilegales que causen perjuicio grave a la Administración o a los ciudadanos» (apartado d), y particularmente «La desobediencia abierta a las órdenes o instrucciones de un superior, salvo que constituyan infracción manifiesta del Ordenamiento jurídico» (apartado i), precisión esta última que sensu contrario, implica, así lo interpretamos, que ante la aberración jurídica, la desobediencia es lo correcto.
Estos dos preceptos del EBEP constituyen la piedra angular que permite aunar la colaboración debida entre autoridad y funcionario sobre bases de razonabilidad. Ni puede el funcionario desobedecer según su propio criterio cualquier mandato de la autoridad o superior jerárquico, ni puede la autoridad ordenar lo que le plazca al subordinado fuera de su círculo de competencia y legalidad. Para evitar tensiones y controversias entre mandante y mandatario, entre autoridad y funcionario, entre quien dice que cuenta con título jurídico suficiente y quien lo niega, se establece una suerte de presunción de legalidad de lo que dicta la autoridad pero, eso sí, se impone como límite lo que constituye «infracción manifiesta». Ese es el non plus ultra de la obediencia debida al Alcalde, Director General o Consejero, de manera que «lo manifiesto» va más allá de lo dudoso, de lo subjetivo, de lo cuestionable bajo perspectivas éticas o jurídicas, y sitúa el principio de resistencia frente al tirano, derecho natural de origen aristotélico, en la facultad de no cumplir lo que de forma patente, notoria y evidente, constituye una infracción del ordenamiento jurídico, en ese punto estamos.
Se trata, lógicamente, de situaciones excepcionales en que la autoridad sale del carril de la legalidad cayendo en la astracanada o en el absurdo, pues el legislador no desea que los funcionarios se conviertan en comparsas o cómplices de las felonías.
Por ello, ese derecho de resistencia se constituye en un deber de oposición y denuncia, especialmente cuando se trata de funcionarios que tienen encomendada la labor de ser guardianes de la legalidad, como es el caso.
Ello sin olvidar que tras ese derecho y deber de no colaborar en la perpetración de la ilegalidad no se encuentra una lucha corporativa, académica o política. No. Si toda ley tiene efecto útil por servir intereses generales, cuando se bordea o incumple, hay intereses damnificados. En efecto, existen intereses distintos de la pura relación de jerarquía, porque tras esa ilegalidad manifiesta yace la lesión a intereses públicos reales; si se colabora por el habilitado —no olvidemos que el Secretario municipal es el Delegado de la Junta Electoral de Zona en su municipio— en la consecución de actos preparatorios, confirmatorios o que avalen el referéndum, mediante comunicaciones, nombramientos, contratos o sanciones, se estará perjudicando a los intereses públicos que tutelaba la ley burlada, y posiblemente a los intereses sociales y a intereses de terceros.
También hay un gravísimo daño en la sombra ocasionado por quienes actúan como autoridades que se liberan del deber ético y jurídico de cumplir con la norma que se comprometieron a cumplir, y es que ofrecen un pésimo ejemplo que además se alzará en factor para que la ciudadanía pierda la confianza en los políticos y en las leyes, con los negativos efectos sociales de sobra conocidos. ¿Qué legitimidad tiene una autoridad que desprecia las normas que le legitiman como tal?
Por eso, fuera de la razón política que anime a unos u otros, fuera de la mayor o menor capacidad de negociación, el papel de los funcionarios con habilitación de carácter nacional, que cuentan además con ese noble calificativo que les indica el norte de su función, es ser primeros protagonistas de una obra de teatro heroica, que se convertiría en tragicomedia si se prestaran, por acción, omisión o por temor, a propiciar la felonía de sembrar ilegalidades.
En suma, no es cuestión de que los funcionarios con habilitación de carácter nacional sientan sobre su nuca el aliento de los cañones del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas, de la fiscalía o de acciones penales. Sencillamente es cuestión de cumplimiento del deber asumido y de estar a la altura ética y profesional, que espera la ciudadanía y los vecinos del ente local al que sirven, y que la democracia siempre les agradecerá.
No es la primera vez que los habilitados nacionales, cada uno en su ámbito, deben sufrir las «ocurrencias» de su alcalde o presidente de diputación, y el ostracismo por haber emitido su informe desfavorable o reparo. Pero sí es la primera ocasión en que existe una voluntad masiva en una Comunidad Autónoma de utilizar a estos funcionarios como correa de transmisión de una tropelía global.
Hemos de recordar al célebre jurista italiano Piero Calamandrei, en su lúcido trabajo significativamente titulado «Sin legalidad no hay libertad», cuando nos recuerda lo que debería presidir todo despacho de autoridad pública y de funcionario que se precie: «El sentido de la legalidad es la conciencia moral de la necesidad de obedecer las leyes (…) El sentido de la justicia puede hacer sentir la injusticia de la ley (…) pero no debe destruir el sentido de la legalidad, es decir, el respeto a las reglas del juego según las cuales, para modificar las leyes, hay que seguir la vía trazada por ellas. El compromiso de respetar la ley mientras esté en vigor es una de las garantías de la libertad, que encuentra en ese respeto el modo de eliminar la injusticia de aquellas, sustituyéndola por una mejor.»
Más no se puede decir de forma más clara. Y por eso, la voz de los habilitados solo puede alzarse para servir a la legalidad, cerrando los ojos a las presiones, intimidaciones, inercias e incomodidades. Todo dentro de la ley, y nada fuera de la ley. Quizá es hora de que alguien se retracte, de parar este desatino antes de que sufran justos por pecadores, funcionarios por políticos y sobre todo, antes de que una finalidad legítima como son mayores cotas de autogobierno se convierta en una burla a una ciudadanía como la española, incluidos los catalanes, que quiere vivir en paz y con seguridad jurídica. Con la legalidad no se juega impunemente.
Los Colegios Territoriales y el Colegio Nacional de Secretarios, Interventores y Tesoreros tienen la responsabilidad de apoyar y reconfortar a sus compañeros destinados en los municipios catalanes en estos momentos de gran dificultad, haciéndoles sentir acompañados y que forman parte de un colectivo de funcionarios con historia, con presente y parte esencial del futuro en democracia del municipalismo español.
(Artículo de José Ramón Chaves y Federico Andrés López de la Riva, publicado en diariolaley el 14 de septiembre de 2017)
Aunque resulte difícil, los constitucionalistas debemos intentar explicar nuestras razones a los independentistas, tratando de disuadirles de la consecución de sus objetivos por una vía que resulta tremendamente equivocada por sus efectos devastadores para todos. Para los constitucionalistas es vital intentar convencer mediante argumentos, porque hoy la unidad del Estado solo se puede mantener por la opinión. Como dijo el presidente estadounidense Buchanan en 1860, en relación con la secesión, en último término, el Gobierno solo dispone de las armas de la palabra para impedirla, pues “la Unión reposa en la opinión pública y si le falta la aceptación del pueblo, ha de perecer”.
El problema es que el nacionalismo independentista, como todo nacionalismo extremo, está poseído en buena medida por dos actitudes que lo hacen irreductible al diálogo. Ante todo, el nacionalismo, en este caso, es propenso a la utilización de planteamientos míticos o claramente ideológicos, como ocurre con la autodeterminación, que es una referencia mental simple y adecuada para la movilización y el enganche masivos. Dicho en corto y por derecho, los problemas de la comunidad se deben a la dependencia de un Estado ajeno que no nos permite ser como queremos. La solución es utilizar la autodeterminación como la puerta a la independencia en la que solos alcanzaremos nuestra propia felicidad política. Además, el nacionalismo propende al ensimismamiento, como modo político del narcisismo: somos diferentes y más que los demás. Así es fácil que el nacionalismo, desafortunadamente, deje de parecerse al patriotismo, “un noble sentimiento de lealtad a un sitio y a un modo de vivir”, y se convierta en una pasión obnubilante, de modo, decía Orwell, que “el nacionalista frecuentemente deja de estar interesado por lo que ocurre en el mundo real”.
Aunque el independentismo no estará dispuesto a considerar nuestros argumentos, el esfuerzo por hacernos comprender no deja de estar justificado, solo que ahora referido a los apoyos sociales que pueda tener la secesión. A este sector de la sociedad catalana se dirigen nuestras palabras. Les diríamos, en primer lugar, que la secesión no puede presentarse como derecho, esto es, como pretensión inoponible, justificada moralmente, desde una situación de autogobierno y disposición de amplias facultades políticas. Cataluña en el marco constitucional del Estado autonómico no se encuentra silenciada y preterida, que es cuando Hirschman cree, como ocurre en una relación personal, es preferible irse, que quedarse. Por el contrario, Cataluña puede adoptar las decisiones fundamentales que le permitan establecer una política propia en ámbitos relevantes de su vida económica, cultural, etcétera.
Los mismos independentistas no pueden dejar de asumir la profundidad de la autonomía, cuando, con ocasión de los recientes atentados terroristas, admiten que han podido responder con la eficacia propia de un Estado. Esto no es un indicador de la deficiencia de nuestra organización política, sino, al contrario, la prueba de la profundidad de la descentralización que la misma consiente. La comunidad autónoma no es un contra Estado en potencia, sino ella misma Estado, en este caso el Estado en Cataluña. Solo las orejeras del secesionismo impiden asumir con toda normalidad los supuestos en los que la administración policial, como el ejercicio de cualquier competencia autonómica, se basan. La autonomía no es la preparación para la independencia, sino la realización del despliegue de la personalidad de los pueblos de España —llámenles naciones si quieren— que la Constitución asegura.
Ocurre, en segundo lugar, que el proceso secesionista catalán ha puesto en jaque el orden constitucional, que, por primera vez en nuestra agitada historia política, hemos asentado de manera estable y normalizada desde el momento constituyente de 1978. Es absolutamente impresentable que el independentismo catalán esté dispuesto a enfrentarse a la democracia constitucional, sustituyendo a los enemigos tradicionales de la misma, como fueron las asonadas militares, después el golpismo de este tipo en 1936, o los más cerriles defensores de los intereses de las oligarquías y los dinamiteros del orden social. Esto se lleva a cabo increíblemente desde las propias instituciones de autogobierno que persisten en una actitud de desbordamiento y desobediencia del ordenamiento jurídico. Parece mentira que haya que recordar lo obvio: en un orden constitucional abierto que, de acuerdo con el procedimiento previsto, permite la inclusión de cualquier contenido en la Constitución, incluso la posibilidad de la separación territorial, no está justificada el desafío a la norma fundamental, quebrantándola o propugnando la pérdida de su vigencia espacial o temporal. Naturalmente que el Estado de derecho exige la observancia de la suprema norma y el respeto a las decisiones que, sobre su significado, permitiendo las actuaciones de las autoridades o anulándolas, adopte el garante jurisdiccional de la Constitución, esto es el Tribunal Constitucional.
Cuando las autoridades se sitúan al margen del derecho, a través de actuaciones, de otro lado, dada su trapacería, inconsistentes con el decoro institucional, al faltarles la mínima regularidad, como es la publicidad o la observancia de los procedimientos normales reglamentarios, tal como ha ocurrido en la tramitación de las leyes de la transitoriedad o el referéndum, están segando la yerba bajo sus propios pies, y privándose de argumentos para exigir el cumplimiento de sus propios mandatos. Pocas garantías de Estado se ofrecen desde unos comportamientos que quiebran el consenso, la seguridad y la pretensión razonable de justicia entre los ciudadanos.
Hay finalmente que utilizar un último argumento, contra el procés, más allá de la denuncia de la liquidación que del orden estatutario y constitucional se está haciendo, insoportables para quienes creemos en el Estado de derecho. ¿Cómo suscribir el egoísmo y la injusticia histórica que el secesionismo implica? El proceso separatista no va contra Madrid, sino contra los españoles, cuyo destino político se quiere abandonar, y a los que se hace un inmenso daño poniendo en cuestión la adecuación del marco político que asume unas funciones de protección común, por ejemplo frente al terrorismo, y de redistribución, absolutamente capitales en el Estado social de nuestro tiempo. ¿Es así como se compensa el proceso histórico desfavorable para los pueblos, que, a su propia costa, han permitido el desarrollo económico preferente de determinadas partes de España, comenzando naturalmente por Cataluña?
¿Cómo se explica que desde la izquierda pueda apoyarse la insolidaridad que el independentismo supone? La solidaridad se opone a la fragmentación política, una vez que el reconocimiento del pluralismo está asegurado. La autodeterminación, concluía Solé Tura, es una añagaza nacionalista, y centrar el debate político en ese terreno, desde una posición de izquierdas, es una equivocación táctica imperdonable.
(Artículo de Juan José Solozábal, publicado en "El País" el 9 de septiembre de 2017)
La ley del referéndum de autodeterminación de Cataluña ha sido la primera en ser aprobada por el Parlament con los votos de Junts pel Sí y la CUP. Después, como era lógico, llegó la llamada Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República, que pende de ella y no está previsto que entre en vigor hasta que el referéndum se haya producido con resultado positivo. Además, es, con mucho, la más importante de las dos.
Nada menos —dice la exposición de motivos— que un acto de soberanía destinado a posibilitar que los catalanes ejerzan su derecho a decidir el futuro político de Cataluña. Y su artículo primero establece, en efecto, como objeto de la ley “la celebración del referéndum de autodeterminación vinculante sobre la independencia de Cataluña”. Por no mencionar el artículo 2, que define al pueblo de Cataluña como un “sujeto político soberano” que como tal “ejerce el derecho a decidir libre y democráticamente su condición política”. Cuando la leemos, creemos estar tocando casi con los dedos lo más escondido del relato: el poder constituyente originario. Esa ley es, pues, el pilar básico de todo el famoso 'procés".
Y respecto de ella hay que ser claro y directo, aun a riesgo de simplificar algo las cosas. En el plano jurídico interno, es una ley anticonstitucional, que invade sin tapujos competencias estatales, se arroga un objeto que está explícitamente prohibido tanto en la Constitución como en el Estatut al pretender prevalecer, ¡como ley ordinaria!, sobre ambos, establece un proceso patentemente prohibido en ellos por pretenderse vinculante y no meramente consultivo, y se discute a hurtadillas mediante el procedimiento de lectura única en una Cámara que no está habilitada para hacerlo. Todo un exponente de la profundización de la democracia de que tanto se blasona. Por tanto, ha sido declarada nula inmediatamente. Sin paliativos.
La nulidad no es una sanción; es simplemente la declaración oficial de que tal ley por su forma y contenido no es parte del derecho vigente. Y si no es derecho vigente, no tiene por qué ser obedecida por nadie ni proyecta obligaciones sobre nadie, sea ciudadano o autoridad. Los funcionarios y los poderes públicos no pueden apelar a ella para tomar decisión alguna. Por lo que respecta al plano jurídico internacional, en el que tal ley pretende sustentarse, semejante ejercicio del supuesto derecho de autodeterminación no acaba de encajar con la mentalidad jurídica dominante en el mundo de las relaciones internacionales, entre otras cosas porque choca ineluctablemente con el artículo 6 de la declaración que crea ese derecho: “Todo intento enderezado a la ruptura parcial o total de la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas”.
Léanlo despacio, por favor. Está perfectamente en vigor. Y más, naturalmente, cuando esa ruptura trata de operarse al margen de la ley, sobre un país pacífico, democrático, dotado de un sistema de garantía de los derechos fundamentales para todos sus ciudadanos y en el que rige el imperio de la ley. Sí, aunque no paremos de verle defectos, algunos graves e irritantes, España encaja en esa descripción. Por mucha retórica que se emplee en fabular la ficción de un ente perverso y amenazador, España es un Estado democrático. En el 'ranking' de democracias para 2016 de la unidad de inteligencia de 'The Economist', el más exigente que existe, figura como democracia plena entre los 20 primeros países. Su ruptura territorial, por tanto, no está amparada por el derecho internacional, ni por el derecho de autodeterminación, y va en contra de los principios de la Carta de las Naciones Unidas. Por no mencionar los tratados de la Unión Europea. Que no le den más vueltas: la independencia hipotética de Cataluña la arrojaría a un limbo jurídico internacional. En el plano del derecho es, pues, un proyecto inviable.
Tampoco es real en el plano de la política. La ley de referéndum no se fundamenta, como pretende, en una realidad nacional anterior, un sujeto político soberano que se dispone a tomar una decisión constituyente. Eso es la retórica. La verdad es que lo que trata de hacer es crear ese sujeto a partir de la ficción o de la obcecación. El presunto derecho a decidir que ese texto invoca no es más que la fabulación de un poder de decisión cuyo titular se improvisa y cuyo objeto se encuentra más allá de las coordenadas políticas de la realidad. Un derecho sin titular ni objeto, sin el quién ni el qué. Una ficción a partir de la que se extrae una ley decisoria como el barón de Münchhausen sale del pantano tirando de su propia coleta. Una aventura política ayuna de todo fundamento.
Si queremos dialogar con él debemos, por tanto, enfriar y aclarar el discurso. Ni pueblo, ni sujeto político, ni nación. Ningún tipo de martingala lingüística. Hablemos sencillamente de la población mayor de edad censada en la comunidad autónoma de Cataluña. Tal población, contada uno a uno, tiene el derecho a decidir algunas cosas pero otras no. No puede, por ejemplo, decidir que Oriol Junqueras se divorcie. Ni por el 99% de los votos. No puede decidir anexionarse el Rosellón, por muchos rasgos étnicos comunes que pretenda tener con sus habitantes. Puede, en cambio, elegir un Parlament con competencias abundantes, pero en todo caso acotadas por las leyes constitucionales vigentes. Y no puede decidir, naturalmente, una condición política independiente para sí misma y separada de la articulada por esa Constitución y su Estatuto de Autonomía. Para hacer esto, hay que decirlo con toda claridad, la población catalana no tiene ningún derecho a decidir.
¿Cómo podría en otro caso justificarse ese derecho, es decir, el derecho a una secesión en toda regla como la que trata de vehicular esta ley? Si prescindimos de nociones imposibles como la de identidad nacional, cuyos rasgos no se definen ni se encuentran, las tres justificaciones que el pensamiento político pone a nuestra disposición son estas: la vulneración masiva de los derechos humanos de esa población, la anexión por conquista de un pueblo antes libre, o la injusta distribución de los recursos con respecto a una población determinada.
Cualquiera que no esté obcecado tiene que concluir que no hay en Cataluña ninguna vulneración, ni masiva ni parcial, de los derechos de sus ciudadanos. Más bien al contrario, los observadores que se han interesado en ello han afirmado siempre, porque es obvio, que los ciudadanos de Cataluña disfrutan en alto grado de sus derechos básicos y de una envidiable renta per cápita. Tampoco cabe pensar en un panorama de colonización o conquista. Ya pueden los historiadores hacer alardes de manipulación y transformismo que no aciertan a mostrar que Cataluña es tal colonia o tal territorio conquistado. Seguramente lo que subyace en parte a la pulsión independentista que sufrimos es la tercera justificación: la percepción de una posible injusticia en la distribución de los bienes y recursos de la población catalana respecto de la del resto del país. Pero esta justificación de la secesión solo opera cuando se da una injusticia económica decisiva, como la que consiste en prohibir el comercio o el cultivo de la tierra, o impedir las actividades económicas y los negocios. No es, desde luego, el caso de Cataluña.
En Cataluña, lo que se considera injusto es el desequilibrio de los balances fiscales. Y respecto de ello cabe hacer una reflexión. Asumamos que Cataluña recibe menos que lo que aporta en los términos que sean. ¿Por qué es eso una injusticia? En todo grupo social cooperativo se da la realidad de que algunos miembros del grupo aportan más que reciben. Seguramente por razones de justicia. Y por las mismas razones se trata con frecuencia de evitar que todos reciban solo en función de lo que aportan. ¿Qué sería entonces de los débiles y los desprotegidos?
La única manera de evadirse de esta exigencia moral pasa por negar su premisa básica: es que los catalanes —razonarían— no nos sentimos parte de ese grupo cooperativo. Nuevamente la petición de principio. Pero en ese caso, la secesión tampoco estaría justificada porque supondría admitir que las partes más ricas y poderosas de una sociedad tengan derecho a autodeterminarse y sacudirse su responsabilidad con las otras simplemente porque les es más útil económicamente. Y esto, como es obvio, no es un argumento moral. Y además carecería de límites. Cualquier segmento social privilegiado podría ejercer su derecho a la autodeterminación en base a esos cálculos. Me repugnaría que algo parecido estuviera sucediendo en Cataluña. Si se detectan injusticias, repárense, pero no se utilice un malestar como ese para alentar un vuelo suicida a lomos de una quimera que acabará con toda seguridad en una catástrofe colectiva.
(Artículo de Franscisco J. Laporta, publicado en "El Confidencial" el 8 de septiembre de 2017)
El Govern firmó ayer la convocatoria del referéndum del 1-O al final de un pleno caótico. En el Parlament se produjo un intenso forcejeo reglamentario entre los partidos de la oposición y la mayoría independentista, que impuso la aprobación de la ley que proclama la soberanía catalana y regula la celebración del referéndum de independencia. Un total de 72 diputados votaron a favor, 11 se abstuvieron y los 52 restantes mostraron su rechazo con su ausencia.
Antes de someterse el proyecto de ley a discusión, por el procedimiento de urgencia modificado en fecha reciente por la mayoría parlamentaria independentista, el secretario general del Parlament, Xavier Muro, y el letrado mayor, Antoni Bayona, advirtieron a la presidenta de la Cámara que la tramitación de las denominadas leyes de “desconexión” (ley del Referéndum y ley de transitoriedad jurídica) colisiona con recientes sentencias del Tribunal Constitucional. La presidenta no quiso proceder a la lectura pública de este escrito, pese a la petición de la oposición.
Tensa, confusa y convulsa, la sesión parlamentaria fue un claro reflejo de la división política y social que suscita la aventura que han decidido emprender los partidos de programa independentista (PDECat, ERC y CUP), formaciones que lograron sumar la mayoría absoluta de los escaños en las elecciones de septiembre del 2015, gracias a los premios territoriales de la vieja ley electoral vigente, sin superar la prueba plebiscitaria a la que ellos mismos habían decidido someterse. El independentismo tiene 72 diputados en el Parlament pero se quedó por debajo del 50% en votos. Se prometió una independencia low cost y no se logró superar el plebiscito. En lugar de admitir esa realidad, los líderes de la coalición Junts pel Sí, recelosos los unos de los otros –si Artur Mas no admitía que el plebiscito no se había superado, tampoco podía hacerlo Oriol Junqueras–, optaron por la fuga hacia adelante, quedando en manos de la CUP, que con sólo diez diputados y 337.000 votos, pasaba a controlar la agenda política catalana. Ese es el origen más inmediato de la actual situación. Esa es una de las claves del lamentable espectáculo de ayer en el Parlament.
La fragmentación política del país ha vuelto a quedar de manifiesto. No se puede imponer un programa de ruptura sin una inequívoca mayoría social. (Y en el caso de poseer una inequívoca mayoría social, los procedimientos tampoco podrían ser los adoptados ayer). No se puede salir al abordaje de la Constitución de un Estado miembro de la Unión Europea con una sociedad partida en dos. No se puede imponer la aprobación de una ley que en la práctica cancela el Estatut, sin apenas margen para la deliberación y la enmienda. Si un nuevo Estatut pide una mayoría de dos tercios para su aprobación, su cancelación no se puede adoptar por mayoría simple, mediante un trámite exprés. No se puede tratar a los partidos de la oposición con el desdén que caracteriza a algunas de las democracias precarias del antiguo glacis soviético. No se puede aplicar la ley del embudo en un Parlamento de la Europa democrática. Menguados sus derechos ante la deliberación más importante desde la reapertura del Parlament en 1980, los diputados de la oposición recurrieron al obstruccionismo. ¿Qué otra cosa podían hacer? La institucionalidad catalana quedó ayer gravemente herida. La presidenta Carme Forcadell demostró no estar a la altura de los acontecimientos. Convocada la votación, los diputados de Ciudadanos, PSC y Partido Popular abandonaron el hemiciclo.
El Consejo de Ministros se reunirá hoy para interponer un recurso de inconstitucionalidad. Con toda probabilidad, el Tribunal Constitucional declarará nula la votación del Parlament antes de que concluya la semana. El Govern de la Generalitat y la mayoría parlamentaria que le acompaña ya han anunciado que desobedecerán al Tribunal Constitucional –así lo confirmaba el presidente Carles Puigdemont en una entrevista publicada en La Vanguardia el pasado domingo– y en los próximos días intentarán poner en marcha los dispositivos logísticos necesarios para que el referéndum se pueda llevar a cabo el próximo 1 de octubre.
A la espera de posteriores decisiones del Consejo de Ministros y del Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas se dispone a exigir una fianza de cinco millones de euros al expresident Artur Mas, a tres exconsellers y a siete altos cargos de la Generalitat por los costes económicos de la consulta del 9 de noviembre del 2014, en su día declarada inconstitucional. La ampliación de responsabilidades a los altos funcionarios puede leerse como un claro aviso a quienes en los próximos días y semanas incurran en desobediencia. En este contexto va a tener lugar el próximo lunes la celebración del Onze de Setembre. En este contexto, también, la sociedad catalana sigue de luto por los atentados del terrorismo islámico en Barcelona y Cambrils, de los que todavía no se ha cumplido un mes. Estamos ante una situación muy delicada.
Estamos ante una grave crisis de Estado. En tiempos pretéritos, un siglo atrás, ochenta años atrás, estaríamos probablemente bajo estado de excepción. El 6 de octubre de 1934, hace ochenta y tres años, cuando el presidente Lluís Companys salió al balcón de la Generalitat para proclamar “l’Estat català dins la República federal espanyola”, el Gobierno de la República proclamó el estado de guerra. Companys no efectuó una proclama estrictamente independentista, puesto que anunciaba un Estado catalán dentro de la República federal española, entonces inexistente, en un contexto de alta tensión por el auge del fascismo en Europa. Companys y casi todo su gobierno acabaron en la cárcel. Afortunadamente, aquellos tiempos quedaron atrás. Vivimos hoy en una sociedad más abierta, protegida por la malla de la Unión Europea. En este sentido será muy importante conocer en los próximos días el criterio de la Comisión Europea sobre los acontecimientos de esta semana en Catalunya.
Lo sucedido en el Parlament daña gravemente la institucionalidad catalana. Y la institucionalidad –pulcritud, respeto a las normas y procedimientos, respeto a la minoría, amor por las formas– es fundamental. Institucionalidad es poder. Esa fue una de las grandes lecciones de Josep Tarradellas hace ahora cuarenta años. Catalunya no se aproxima a la dictadura. Catalunya se halla en un trance político muy complicado, del cual dependerá la evolución política de toda España. Hay un gran enfado y descontento en la sociedad. Hay un fuerte deseo de autogobierno, que el independentismo no ha logrado transformar en una mayoría absoluta de sufragios. Los acontecimientos de ayer dañan la institucionalidad catalana, dejan a la intemperie a la mitad de la sociedad, debilitan la causa de Catalunya en los debates públicos, empañan la imagen del país en Europa y debilitan al propio independentismo. Ese no es el camino.
(Editorial del diario "La Vanguardia", publicado el 7 de septiembre de 2017)
Los españoles han sufrido tres nacionalismos. Dos de ellos, el castellano y el vasco, ya han fracasado. El tercero, el catalán, lo está haciendo a la vista de todos. A pesar de que sus portadores consideren sus diferencias irreconciliables, lo cierto es que los tres han cometido errores y excesos muy similares: aupados en relatos históricos artificiales o deformados, en manos de sus elementos más fanatizados, ante la inexistencia de frenos eficaces en la sociedad civil y valiéndose de la instrumentalización de las instituciones en apoyo de sus fines, han construido proyectos supremacistas basados en una pretendida superioridad cultural y moral. El resultado ha sido intolerancia con la diversidad, acoso a la pluralidad, exclusión de los diferentes y, en distintos grados, coacción y violencia contra los disidentes.
El primero es un viejo conocido. El nacional-catolicismo, convertido en ideología oficial del franquismo, intentó la asimilación cultural, lingüística e ideológica de los españoles. Para ello se valió de un relato histórico-imperial sobre la grandeza de la nación; de una identidad primordial, la castellana, que asimiló a la española, expulsando a otras posibles identificaciones; unas instituciones políticas y culturales autoritarias y represivas; y de una lengua, el castellano, que intentó imponer como única. En su apogeo, suprimió las instituciones históricas de vascos y catalanes, prohibió y persiguió sus lenguas y consideró como inferiores a los que ostentaban otras identidades.
Por fortuna, el empeño de construir España desde el nacionalismo castellano fracasó. Y aunque los rescoldos de ese nacionalismo se aviven ocasionalmente y se hagan sentir en la negación que la extrema derecha y sus seguidores mediáticos hacen de la pluralidad de lenguas e identificaciones que constituye España, la mayoría de los castellanoparlantes parecen estar vacunados contra el nacional-catolicismo, han abrazado la nación política democrática y descentralizada consagrada en la Constitución del 78 y sustituido o diluido el etnicismo castellano por un sano europeísmo con el cual también se sienten identificados tanto política como culturalmente.
El segundo de los nacionalismos españoles, el vasco, también se encuentra en fase de sano repliegue. Aunque su demanda de recuperación de los derechos, instituciones, autogobierno y lengua suprimidos por el franquismo estaba más que legitimada histórica, cultural y políticamente, el nacionalismo vasco fue usurpado por la confluencia de dos fuerzas que lo hicieron degenerar hasta convertirlo en una ideología excluyente y chovinista. Por un lado, su legitimidad se vio erosionada por el supremacismo racista subyacente en los postulados de Sabino Arana, del que emanaba un desprecio hacia los otros pueblos de España y un complejo de superioridad moral y cultural que en poco se diferenciaba del nacional-catolicismo franquista. Por otro, y de forma más grave, el nacionalismo vasco quedó tocado moralmente por la justificación del terrorismo que la izquierda abertzale derivó de la fusión de nacionalismo y marxismo-leninismo revolucionario. Convertido en un pretendido movimiento de liberación nacional que se valía de la violencia terrorista y el asesinato político, esa degeneración nacionalista, por suerte superada hoy, logró la cruel paradoja de convertir esa versión extrema del nacionalismo vasco en una amenaza para la democracia, vida y libertades de los españoles. De ahí el repliegue hacia posiciones que, hoy, sin renunciar a la independencia como objetivo político, rechazan la violencia como medio para la consecución de un Estado vasco y aceptan el método democrático como única fuente legitimadora de la acción política.
Nuestro tercer nacionalismo español, el catalán, tampoco es ajeno a esta dinámica de auge y caída. Forjado sobre un relato histórico que ensalza la trayectoria de un pueblo noble y sabio a la vez que trabajador y honrado, dotado de una supuesta tradición democrática anclada en el medioevo pero suprimida a sangre y fuego, y amante de la libertad y el autogobierno, el nacionalismo catalán ha estado a punto de construir el nacionalismo perfecto. Y no solo por razones sentimentales, sino de eficacia: el éxito económico catalán se ha sumado a la generosa y ejemplar labor de integración cultural y lingüística de los inmigrantes, que lejos de diluir la identidad catalana la ha reforzado. Pocas identidades nacionales han sido tan abiertas e incluyentes y a la vez tan exitosas a la hora de construir un modelo de integración.
Ese éxito sin paliativos ha desencadenado una tentación ruinosa: la de, víctima de la soberbia, jugarse la convivencia y el éxito económico para dotarse de un Estado propio sobre el que construir, por fin, una nación política. Y ahí es donde el nacionalismo catalán se ha resquebrajado. Como ocurrió con los otros dos nacionalismos, algunos han concluido que el fin superior de culminar el proyecto nacional justificaba retorcer los medios para lograrlo. Y pertrechados de la certeza de la superioridad moral de su causa están destruyendo o dispuestos a destruir todo lo bueno y sano que ese nacionalismo había alumbrado, poniendo en entredicho una convivencia ejemplar, sembrando la división entre catalanes buenos y malos y de primera y de segunda, instrumentalizando las instituciones, convirtiendo la lengua de todos en una lengua nacional, subvirtiendo la pluralidad de los medios públicos y aceptando como natural un discurso supremacista de tintes etnicistas y racistas (los españoles, vagos, atrasados y fascistas, nos roban y oprimen).
Pareciera que del ruido y furia del desafío secesionista se dedujera la inminencia del triunfo de su proyecto. Pero el fracaso del nacionalismo catalán es ya evidente. Igual que sus predecesores castellano y vasco, se han situado en una coyuntura en la que el deseo de culminar el proyecto nacional con un Estado propio lleva a anteponer independencia a democracia y pensar que el fin, moralmente superior, justifica medios ilegales y antidemocráticos. Como los otros nacionalismos, ni vencerá ni convencerá. Y una vez constate su fracaso, se replegará —esperemos— hacia posiciones compatibles con la democracia y la convivencia.
Concluyamos con optimismo que este triple fracaso, forjado sobre los excesos de cada nacionalismo, es una buena noticia, ya que permite vislumbrar la resolución de un problema histórico —la pugna entre diferentes proyectos nacionales dentro del país— y la consecución, por fin, de una nación política plenamente compatible con la diversidad de identidades. Quizá no hayamos caído en la posibilidad de que el triunfo del proyecto de construir una España plural en la que quepamos todos con nuestras identidades, lenguas y tradiciones culturales requiera del fracaso sucesivo de los tres nacionalismos españoles. Una España resultado de la domesticación de tres nacionalismos seguramente será más habitable que la que hemos conocido históricamente, incluso puede que refleje de forma más sincera y verdadera la auténtica identidad de España como un país plural. Demos pues la bienvenida a nuestros amigos al grupo de los nacionalismos fracasados. Si la Europa comunitaria se ha creado sobre el fracaso de sus nacionalismos, ¿por qué España no?
(Artículo de José Ignacio Torreblanca, publicado en "El País" el 4 de septiembre de 2017)
En la política española la operación independentista de Cataluña empieza a parecerse a las cuestiones nefandas que aparecen a veces en las familias o entre amigos. Cuesta tanto verbalizarlas que sólo se tratan a partir de eufemismos que impiden afrontarlas adecuadamente. Nadie se atreve a decir lo que cualquier polítólogo, historiador o jurista llamaría por su nombre, esto es, un golpe de Estado. ¿El referéndum que quieren celebrar los independentistas, como paso previo a la proclamación de la República catalana, forma parte del golpe de Estado? Y si es así, ¿se puede considerar también un autogolpe de Estado?
Empecemos indagando si estamos ante un golpe de Estado. Solemos identificar los golpes de Estado con un movimiento violento que derroca a un Gobierno y se hace con el poder en un país, como vemos en la Técnica del golpe de Estado de Curzio Malaparte que muestra la forma militar y violenta de los golpes de Estado. Con mayor sutileza, el Diccionario de la Real Academia define el golpe de Estado poniendo el acento en el hecho de apoderarse de los resortes del gobierno de un Estado. Pero si identificamos el golpe de Estado con la toma de los palacios (de Invierno o de la Moneda) o con la ocupación de las calles por vehículos militares acorazados no lograremos entender la verdadera esencia de un golpe de Estado. Hans Kelsen describió con gran precisión lo que es un golpe de Estado apuntando que hay un golpe de Estado (y en general una revolución) cuando “el orden jurídico de una comunidad es nulificado y substituído en forma ilegítima por un nuevo orden” (Teoría General del Derecho y del Estado). Y añadía Kelsen que en sentido jurídico el criterio decisivo es que el orden en vigor es reemplazado por un orden nuevo de forma no prevista por el anterior y la Constitución es reemplazada por otra nueva que no procede de la reforma de la que está en vigor.
¿No cuadra la visión kelseniana de los golpes de Estado con lo que está pasando en Cataluña? ¿No es el golpe de Estado la aprobación de las leyes de referéndum y de transitoriedad jurídica y la celebración del referéndum que conduciría, de triunfar el “sí”, a la proclamación de la República catalana? La única diferencia entre los anteriores golpes de Estado que ha habido en la Historia y el de los independentistas es que este se anuncia a bombo y platillo y nos cuentan las medidas que adoptarían en caso de fracaso. El procés es un golpe de Estado como un castillo, sin carros de combate pero con los mismos efectos políticos y jurídicos. No es muy diferente de otro proceso, el que pusieron en práctica los nazis en 1933.
Aclarado este tema veamos a continuación si estamos ante un autogolpe. El primer teórico del golpe de Estado, el francés Gabriel Naudé (Science des Princes, ou Considérations sur les coups-d’état), explicó en 1639 que los soberanos dan golpes de Estado para reforzarse políticamente y esta visión coincide con lo que ahora denominados autogolpe. El autogolpe (que han dado desde Napoleón III hasta Fujimori) se caracteriza por ejecutarlo las mismas autoridades que ocupan legalmente el poder quienes, al amparo de su posición, rompen inconstitucionalmente el ordenamiento vigente e implantan un nuevo orden político fundado en la fuerza o en un Derecho nuevo elaborado de forma ilegal e ilegítima. Si el procés, como hemos visto, un golpe de Estado que quieren ejecutar el Gobierno catalán y una parte del Parlamento (dos órganos estatutarios), hemos de concluir que estamos ante un autogolpe, tal como lo describió Naudé (con la única diferencia de que los órganos estatutarios no son soberanos).
No debemos olvidar que si se crea un nuevo Estado mediante un golpe, es muy difícil que ese Estado sea democrático pues la minoría golpista tenderá a gobernar sin contar con la mayoría de la población, como bien explicó Juan J. Linz al analizar la quiebra de las democracias.
Llegados a este punto, ya sin eufemismos, será legítimo que el Gobierno, con el apoyo de las Cortes, reaccione con firmeza. Están el artículo 155 de la Constitución —un procedimiento limpio, versátil y democrático—, el Código Penal y las nuevas atribuciones del Tribunal Constitucional. Y para aplicar todos estos instrumentos es necesaria, sobre todo, la unidad política en torno al Gobierno que debe ofrecer, como contraprestación, iniciativas políticas rápidas (incluida la reforma constitucional) a partir del 2 de octubre.
(Artículo de Javier García Fernández, publicado en "El País" el 31 de agosto de 2017)
La idea y las formas de la independencia siguen su curso en Cataluña ante la mirada indiferente del Estado. Muchos han creído que la prudencia del gobierno de la nación era la estrategia adecuada para no exacerbar los ánimos secesionistas y que, bajo la curiosa doctrina de que nada es sancionable hasta que no surta efectos legales, lo que hubiera que frenar sería frenado en el momento oportuno. Pero quizás sea pertinente preguntarnos si al abrigo de esta prudencia no se está fomentando entre las filas independentistas la convicción de que la secesión es posible, a la vez que entre los contrarios a la independencia crecen dudas fundadas acerca del mantenimiento de la unidad de España.
En la mente de muchos catalanes siguen revoloteando tres imágenes que ilustran el abandono o, por lo menos, la falta de presencia del Estado en Cataluña. La primera son las largas colas que el 9 de noviembre de 2014 se formaron ante los puntos de votación de la llamada consulta sobre la independencia. La segunda es la imagen de autoridad y poder que, desde el palacio de la Generalitat, Puigdemont y Junqueras, acompañados por la presidenta del Parlamento catalán y los diputados de las formaciones secesionistas, dieron el 9 de junio pasado cuando anunciaron la celebración del referéndum de secesión del próximo 1 de octubre. La tercera es la imagen de las banderas independentistas que, enarboladas en sólidos y prominentes mástiles, ondean desde hace ya varios años en muchos municipios catalanes, y que ahora se ven complementadas con monumentales urnas y no menos visibles papeletas con un rotundo SÍ.
Es pura forma, dirán algunos, no hay sustancia que deba ocupar nuestra atención. Pero son imágenes que hubieran sido imposibles en cualquier democracia asentada. Imágenes que inevitablemente llevan a muchos ciudadanos a pensar si el pacto entre ellos y el Estado no se estará rompiendo, si no estará desapareciendo la protección que la ley les otorga ¿Cómo si no entender el anuncio del referéndum del 1 de octubre, en el que una parte del Estado desafiaba a otra parte del mismo Estado, diciéndole que no iba a respetar la legalidad establecida; incumpliendo de hecho y en ese mismo momento la ley?
Que sean cuestiones formales no quita que puedan influir de forma decisiva en la posición de la gente ante la independencia. Particularmente cuando a la imagen ofrecida por las declaraciones más desafiantes y rebeldes de los secesionistas sigue la imagen del silencio del gobierno de la nación, cuando no la del saludo cortés con ocasión de los numerosos actos públicos que ambas partes comparten. Una concatenación de imágenes contradictorias que a los que no entienden la doctrina de que para actuar haya que esperar a que aparezcan efectos legales, confunde y desmoraliza por su absurdidad; pero que a otros conforta por lo que tiene de confirmación de su expectativa de una independencia posible: si Puigdemont puede anunciar el referéndum del 1 de octubre y todo sigue igual, Puigdemont podrá sin duda también organizar y celebrar este referéndum.
El gobierno de la nación ignora los peligros que su cautela genera. En primer lugar, ignora que la política de pasividad, a la vez que disminuye el poder del Estado aumenta la fuerza del movimiento independentista. Frente a la soberbia cada vez más aparente del movimiento secesionista, cada cesión, cada muestra de laxitud en el descargo de las obligaciones del gobernante debilita su poder y refuerza el de su opositor. En segundo lugar, la pasividad concede la iniciativa a los secesionistas. Estamos en una lucha de poder en la que, para los secesionistas, todo vale. Si el gobierno de la nación ha mostrado ya sus cartas al reconocer que no actuará hasta que las acciones comporten efectos legales ¿para qué legislar antes de tiempo? En el extremo, la ley del referéndum puede aprobarse en el último momento, con las urnas y la logística del referéndum totalmente a punto, y con las colas de ciudadanos ya formadas para votar. Por último, es posible que un mayor activismo estatal genere más independentistas, pero la pasividad de la política actual cercena el apoyo de quienes, aun no deseando la independencia, ven con ansiedad que se tolere el protagonismo de quienes claramente quieren separar Cataluña de España.
La falta de garantías del referéndum facilita su presentación al ciudadano como la última oportunidad para ser contado como buen catalán. Una intimación que ya han sufrido los jueces y funcionarios catalanes, y que acabará haciéndose a todo el mundo. En este contexto, la ansiedad de los ciudadanos contrarios a la independencia y el debilitamiento de su apoyo a un gobierno que no parece concernido, puede causar un aumento en la participación del referéndum. Cuanto más cerca del 1 de octubre estemos, mayor será la inestabilidad de la situación y el desconcierto de los ciudadanos, y en la volatilidad del momento lo inesperado puede ocurrir. Si el referéndum se celebra y acaba acreditándose que ha contando con una participación razonable, España tendrá un problema.
Alguien puede creer que lanzar esta predicción, sujeta a tantos condicionantes, es un ejercicio de puro alarmismo. Pero los ciudadanos no son héroes ni tienen la obligación de serlo. Son personas de carne y hueso que quieren vivir en paz y aborrecen la incertidumbre. Son individuos que pueden, en una situación tan inestable como la presente, con la mejor de las voluntades y en salvaguarda de su interés tal como ellos lo perciben, hacer del sueño secesionista una realidad.
Por prudencia, este es el supuesto del que Rajoy debería partir para decidir sus próximos pasos. El riesgo de avivar la llama independentista palidece frente al peligro de llegar a las puertas de un posible referéndum con la duda instalada en la mente de los ciudadanos. Antes, mucho antes del 1 de octubre, y con independencia del curso que tomen las iniciativas legislativas del Parlamento catalán, Rajoy debe convencer a la sociedad española de que este referéndum no se celebrará. Simplemente decirlo, como ha hecho hasta ahora, y a la vez no hacer nada para cambiar las condiciones objetivas de la política catalana, no despeja la incertidumbre. Rajoy no puede seguir ignorando la quiebra del Estado causada por la falta de lealtad institucional del gobierno autonómico catalán. Si esta quiebra no se repara, nada que contemple una descentralización política y económica como la que España ha disfrutado en los últimos cuarenta años es posible. Rajoy tiene ante sí un problema muy difícil y su obligación como presidente del Gobierno es resolverlo.
(Artículo de Antoni Zabalza, publicado en "El País" el 30 de agosto de 2017)
Las elecciones son demasiado poco para unos y demasiado para otros. Unos insisten en recordarnos los errores de los votantes (Surowiecki) y otros subrayan las limitaciones de los procesos electorales para determinar y hacer valer la voluntad popular (Van Reybroucke). Para los primeros, las elecciones representan demasiado bien lo que quieren los electores y para otros demasiado mal; la principal preocupación es, en el primer caso, el populismo, y en el segundo, la crisis de la democracia representativa. Unos consagran el orden constitucional o la legalidad vigente como algo que en ningún caso puede ser socialmente verificado; otros apelan a la voluntad de los militantes, a las consultas o defienden la tesis de la “absolución electoral” para los corruptos.
Algo está pasando en nuestros sistemas políticos cuando la inminencia de una cita electoral es vista como una amenaza (o la ausencia de elecciones inmediatas se celebra como una oportunidad para llevar a cabo ciertas políticas) o, en el caso opuesto, se tiene una concepción descontextualizada e irrefutable de la voluntad popular, es decir, sin contrapesos, marco legal, información suficiente, espacio para la deliberación o protección de las minorías.
Lo complicado del asunto es que todos tienen algo de razón. Se trataría, por tanto, de compaginar ambas posiciones, de completar la democracia, que no es una mera legalidad constitucional, pero tampoco una serie de big bangs constituyentes, que no puede prescindir del electorado, pero que no debe ser solo democracia electoral. No se pueden suprimir las instituciones de la democracia electoral sin dañar la democracia, pero se la puede y debe completar con otro tipo de instituciones que defienden valores igualmente necesarios para la calidad de la vida democrática.
En todos los Estados democráticos hay previsiones constitucionales o cuasiconstitucionales que limitan el poder del demos y configuran una serie de instituciones que no representan tanto a las personas sino a ciertos valores o bienes públicos. Representan de algún modo la imparcialidad y defienden determinado bien común al margen e incluso por encima de los electores actuales. Una característica de la gobernanza de todas las democracias contemporáneas es la delegación de poderes significativos en instituciones que no rinden cuentas directamente ante los votantes o los representantes electos: tribunales, bancos centrales independientes, autoridades regulatorias de supervisión y regulación, comisiones de la competencia y tribunales de cuentas se hacen cargo cada vez de más ámbitos de la vida política y económica. Hay un desplazamiento del poder hacia lugares menos sometidos al escrutinio y control públicos, y esa derivación no siempre está motivada por intenciones perversas sino también por necesidades funcionales que es necesario entender y legitimar.
¿Cómo se justifica la existencia de tales instituciones? De entrada, hay una justificación funcional. Existe un amplio consenso en torno a la convicción de que, por ejemplo, el control de las normas y la política monetaria o crediticia son mejor desempeñados por los tribunales constitucionales y los bancos centrales que por los parlamentos. Imaginemos las consecuencias desastrosas que tendría la asunción de estas tareas por los parlamentos. De ahí que la delegación de estos momentos de soberanía no debilite sino que fortalezca la democracia, si es que por democracia entendemos no solo la formalidad de quién toma las decisiones sino la capacidad de proporcionar determinados bienes públicos.
No está de moda defender las instituciones técnicas, pero conviene recordar la función que ejercen en una democracia. En una entrevista publicada por Süddeutsche Zeitung, el director general de la oficina estadística de la UE, Walter Rademacher, explicaba la responsabilidad de los Estados miembros al dar por buenas las cuentas de Grecia para su ingreso en la moneda única cuando todos tenían serias dudas acerca de la fiabilidad de las informaciones proporcionadas por el Gobierno griego. Por esta razón el Eurostat pidió más poderes de control pero los Estados miembros se opusieron a ello. En aquel caso, los técnicos tenía razón frente a quienes representaban a sus electorados.
Un segundo tipo de legitimidad de esta delegación en instituciones independientes del ciclo electoral procede de la justificación por el largo plazo. Uno de los problemas de las actuales democracias es su inconsistencia temporal, el hecho de que sacrifiquen los proyectos de largo alcance ante el altar de los beneficios electorales inmediatos. Todo lo que tiene que ver con la protección de las minorías, la justicia intergeneracional o ciertos compromisos medioambientales (es decir, con los intereses que por definición están escasamente presentes en nuestros procedimientos de decisión) requieren algún tipo de justificación que no depende de la voluntad de los electorados realmente existentes.
Este tipo de bienes solo pueden protegerse cuando una parte de la soberanía es transferida a un nivel menos “electoralmente democrático” y son adoptadas por instituciones más inmunes a las presiones inmediatas. Las instituciones europeas fueron creadas en parte para gestionar este tipo de externalidades intratables por procedimientos democráticos. Algunas de las acusaciones de tecnocracia o déficit democrático tienen que ver con esta circunstancia; no con que no sean suficientemente democráticas sino con que no son electoralmente democráticas. Los costes de una institución no democrática (o mejor: no electoral o mayoritariamente democrática) tienen que ser sopesados con los beneficios de salvaguardar ciertos bienes colectivos. Pensar de este modo no equivale a derogar la democracia sino más bien defenderla frente a su debilidad. Todo ello no es incompatible con ciertas reformas que deben asegurar sus procedimientos para hacerlas más democráticas, por ejemplo, más representativas (pensemos en la escandalosa infrarrepresentación de las mujeres en el Banco Central Europeo) o reformulando su independencia, siempre y cuando se lleven a cabo sin comprometer su naturaleza.
Podríamos concluir afirmando que estas instituciones deben entenderse como un constitucionalismo democráticamente configurado y no como una democracia constitucionalmente restringida. Serían democráticamente inaceptables si fueran modos de impedir el poder del pueblo y no un modo de canalizarlo adecuadamente o si estuvieran configuradas de tal manera que se encontraran absolutamente fuera del alcance de la discusión pública y la reforma.
(Artículo de Daniel Innerarity, publicado en "El País" el 26 de agosto de 2017)
Desde que el jueves pasado se produjera el fatídico atentado en La Rambla, al que siguió el frustrado en Cambrils, los Mossos d'Esquadra han desplegado un esfuerzo tan intenso como exitoso para devolver la tranquilidad y la seguridad a la ciudadanía.
La confirmación del abatimiento ayer en la localidad de Subirats del que parece ser el último terrorista huido, Younes Abouyaaqoub, representa el broche de una operación policial extremadamente compleja, que ha mantenido abiertos múltiples frentes en diferentes localidades de forma simultánea y en la que los agentes de este cuerpo han tenido que emplearse a fondo en varias ocasiones, arriesgando sus vidas sin dudarlo cuando ha sido preciso.
Con toda razón, su buen hacer policial en una situación de enorme tensión y dificultad les ha hecho ganarse el reconocimiento y el cariño de todos, al que no podemos menos que sumarnos. A ello hay que añadir una acertada política de comunicación, en la que la información disponible ha fluido, con las lógicas limitaciones de una investigación en curso, de forma natural y ordenada. Las comparecencias del Mayor de los Mossos, Josep Lluís Trapero, han estado presididas por un rigor y profesionalidad modélicos.
Sin duda que de este atentado, como de todos los anteriores, se tendrán que extraer lecciones operativas. Todo cuerpo policial, más en una materia tan crucial como el terrorismo, está obligado a llevar a cabo, después de cada ataque, una evaluación en profundidad de lo acontecido. Igual que de los atentados del 11-M se extrajeron valiosas lecciones que dieron lugar a nuevos métodos de trabajo, en esta ocasión, una vez concluida la operación, habrá que ver qué procedimientos y rutinas hay que modificar o crear para mejorar la prevención de este tipo de atentados. No obstante, esa tarea de evaluación y crítica no solo compete a los Mossos, sino a todos los cuerpos de seguridad e inteligencia del Estado con competencias en materia de terrorismo.
En cualquier caso, más allá de las dudas y cuestiones legítimas, que habrá que ir aclarando, lo que los Mossos han demostrado en esta operación es su plena capacidad operativa y, con ello, el acierto que supuso su creación y despliegue en todo el territorio catalán como policía integral.
El éxito de los Mossos es tanto más relevante por cuanto en los últimos tiempos ha visto su trabajo puesto en cuestión por una doble pinza de desconfianza. Por un lado, la originada en el Gobierno y el Ministerio del Interior, que sospechando de las veleidades secesionistas de sus mandos políticos les negaba recursos e información cruciales. Y, por otro, la proveniente del Govern, que no ha ocultado su intención de querer hacer de los Mossos una fuerza policial al servicio de unos planes secesionistas, referéndum incluido, claramente ilegales.
De esta crisis, sin embargo, salen unos Mossos reforzados en su profesionalidad y que no deben ser en ningún caso instrumentalizados políticamente. Como han demostrado, su vocación de servir a la libertad y la seguridad de la ciudadanía es su verdadera identidad y razón de ser.
(Editorial de "El País", publicado el 22 de agosto de 2017)
Es posible que haya tenido solo una resonancia menor en el resto de España, pero el dato es relevante y seguramente también sintomático: 200 afiliados de los comuns en Cataluña han rechazado la previsible convocatoria del referéndum de la Generalitat en sus actuales condiciones legales y, peor todavía, éticas, intelectuales, políticas y culturales.
Desde el poder público catalán no ha existido la menor equidistancia ni neutralidad alguna a la hora de promover ese referéndum porque no se trata de confiar en él sino de exaltar el sí a la independencia como su resultado necesario y deseable. La voz más expresiva en este contexto fue sin duda la de Anna Gabriel cuando dijo en reunión solemne y sin que nadie la desmintiese (con Puigdemont a la mesa, con el abanderado de la democracia internacional Raül Romeva allí, con la exquisita izquierda independentista de Toni Comín aguantando el chaparrón) que, fuese cual fuese la participación en el referéndum del 1 de octubre, un sí mayoritario en esas urnas comprometía a la Generalitat a una declaración de independencia inmediata.
Suena literalmente a sabotaje democrático pero es a la vez una exposición limpia y directa —esa es la parte noble de su declaración— de los propósitos de la CUP con respecto a la independencia de Cataluña: será, tanto si la vota una mayoría de catalanes como si no. Esa imperfección democrática es jerárquicamente secundaria para una vanguardia política más cercana a la acción directa que a la lógica contable de un independentismo parlamentario mayoritario que a la vez es minoritario en votos.
Desde hace años he sido partidario de un referéndum como mecanismo para desencallar el problema español que significa Cataluña hoy, además de ser un problema para catalanes, por descontado. Hoy es inviable, o es inviable en las condiciones actuales de abuso de poder sobre la oposición parlamentaria en Cataluña, que no es exactamente residual.
El hecho de que desde Comuns se hayan movilizado algunos cuadros relevantes (y algunos de ellos muy nacionalistas) para expresar su rechazo a esta convocatoria es decididamente significativo: ni siquiera la izquierda a la izquierda de los socialistas se ve con ánimos de respaldar esa convocatoria porque incurre en un evidente estrangulamiento de los derechos democráticos.
Al mismo tiempo, sin embargo, Pedro Sánchez reclama a menudo a Mariano Rajoy una forma de movilización, ni que sea tímida o de paso plúmbeo, que contribuya a encontrar alguna forma de salida política negociada a través del diálogo. Resuena un punto demasiado evasivo ese diálogo, o no parece llevar detrás una ofensiva política con pesos y medidas, y tampoco parece realmente creíble hoy un movimiento político significativo por parte del Gobierno.
Menos previsible es todavía tras la incongruencia democrática en que ha incurrido el Govern al cesar un día a un conseller simplemente sincero en sus dudas, y al día siguiente cesar a tres de una tacada por sus sospechosas vacilaciones íntimas (y por pertenecer todos, por cierto, al partido del propio Puigdemont: esta vez la purga ha sido perfectamente respetuosa con los modos clásicos de los tiempos heroicos). Por ningún lado parece haber solución fácil al conflicto, que dispone entre dos y tres meses más para acelerar el enconamiento con el 11 de septiembre como punto máximo de calor popular.
Hay a la vez una verdad bastante segura: no existe una posición públicamente fuerte y cohesionada por parte de quienes no queremos la independencia de Cataluña (por considerarla empobrecedora económica y culturalmente, e incluso políticamente desleal). Nos expresamos de forma casi siempre personal, testimonial, reactiva y un tanto desesperada, como si no hubiese modo de establecer las condiciones de un pacto de mínimos sobre una solución no solo democrática sino de medio plazo, capaz de asumir la nueva realidad social y política gestada en Cataluña desde la crisis de 2008, la campaña anticatalana del PP y la sentencia sobre el Estatut de 2010.
Las posiciones de los partidos no independentistas son distantes sin duda en muchos temas pero es probable que el principio de realidad aconseje a buena parte de los miembros de las ejecutivas de PSOE, Podemos, Comuns (IC, Ada Colau, etcétera) una actitud más proactiva y menos inercial, capaz de presionar tanto a un Gobierno como al otro. Puede que muchos fabulen ya con la convocatoria de una comisión, una mesa política o un algo que sirva para acordar sin rencor ni revanchismo contra la Generalitat (ni contra el Gobierno de Rajoy) una alternativa económica, electoral, financiera, política que contraste de frente con la mera acción judicial del Estado.
No existe hoy esa exhibición programática en forma pública, y hasta da la sensación de que esos 200 afiliados de los comuns emiten un mensaje al aire o a la nada, sin interlocutores que asuman lo que tiene de petición de auxilio. Esos 200 creo que están pidiendo al resto de España aliados y alianzas, políticos y mediáticos, más allá de la actuación jurídica contra la Generalitat: están pidiendo una forma de pacto sin brigadas aranzadis y sin tacticismos excesivos que interiorice que el problema de los 200 es un problema de poder en y para España.
La propuesta de un conjunto de iniciativas o el mero atisbo de una tentativa de ensayo de medidas viables (¡!), puede ser el mejor instrumento de confianza para quienes no tienen hoy otra opción que deplorar tanto a un Gobierno como al otro.
El campo está libre para llenar ese vacío con propuestas políticas complicadas y de ardua negociación como sin duda lo serían la renovación federal del Estado, posibles pactos de nueva autonomía, compromisos creíbles de solidaridad y a la vez linealidad fiscal. Una comisión multipartita convencida de su oferta de doble sentido, a España y a Cataluña, de acuerdo con la realidad de hoy está todavía por probar, sobre todo si renuncia a la fantasía de creer que esto va a desinflarse como el clásico suflé.
El respaldo social a esos 200 de Comuns existe; lo que no existe es la cristalización política y mediática de un espacio político tan tímido que ha cedido el protagonismo a dos confortables posiciones extremas: el independentismo unilateral (perdedor) y la estrategia judicial del Estado (vencedora). Es la perfecta combinación catastrófica para que no cambie nada, o nada para bien.
(Artículo de Jordi Gracia, publicado en "El País" el 9 de agosto de 2017)
Entre las resoluciones aprobadas por el PSOE en su último Congreso figura la defensa del carácter “plurinacional” del Estado y la propuesta de modificar la Constitución para incluir esa fórmula en el artículo 2 en el marco de una reforma en clave federal.
Los partidarios de la opción plurinacional se basan en la distinción entre dos conceptos de nación (cultural y político). La nación política es soberana mientras que las naciones culturales no lo son. Junto a la única nación política existente —dotada de soberanía— que es España, habría que reconocer la existencia de un número indeterminado de naciones culturales. Para defender esta interpretación del Estado Constitucional vigente no hace falta ninguna reforma. El actual artículo 2 ya menciona junto a la “indisoluble unidad de la nación española”, titular de la soberanía indivisible, la existencia de “nacionalidades y regiones” a las que se les reconoce el derecho a la autonomía política. La introducción del concepto de “nacionalidades” en el artículo segundo de la Constitución supuso ya reconocer la existencia de “naciones culturales”.
Nación cultural es el significado que hay que dar al término “nacionalidad” del artículo 2. Inicialmente no eran muchas, pero el jardín de las naciones ha ido floreciendo. Aragón, por ejemplo, al constituirse en comunidad autónoma no se consideró nacionalidad sino región, pero con el tiempo, a los dirigentes políticos de la comunidad, región les supo a poco y optaron por convertir la región en nacionalidad. Lo mismo hicieron otras. Según el artículo 2, España ya es una nación política que reconoce la autonomía de las naciones culturales (nacionalidades). Si esto es lo que defiende el PSOE, no se comprende que reclame una reforma del artículo 2. La reforma que se propone tiene otro significado y alcance.
Aunque la Constitución reconozca la existencia de una serie de naciones culturales, España no es un “Estado plurinacional”. Y no puede serlo porque como Estado democrático es un Estado de ciudadanos y no de naciones. La fórmula propuesta por el PSOE para contentar a las fuerzas nacionalistas supone considerar a las naciones como elementos constitutivos del Estado. En esto consiste el verdadero alcance del término “Estado plurinacional”. La existencia de naciones culturales ya está reconocida por la Constitución, lo que no lo está es la consideración de las mismas como elementos constitutivos del Estado.
Esta es la contradicción intrínseca de la propuesta. Cuando sus promotores subrayan que defienden la concepción de España como una única nación política, parecen olvidar el significado ideológico de la nación política. La nación política no es solo la nación soberana, sino sobre todo la “nación cívica”, es decir, compuesta por ciudadanos libres e iguales en derechos. Esa nación cívica —el presupuesto del Estado constitucional— es incompatible con cualquier definición del Estado como plurinacional. El Estado constitucional está integrado por ciudadanos (iguales) y no por naciones (diversas). No es la soberanía, sino la libertad y la igualdad lo que está en juego. La defensa del “plurinacionalismo” supone sacar del desván de la historia uno de los artilugios del pensamiento reaccionario: la noción romántica de nación, definida por elementos culturales y sentimentales, que ha sido siempre combatida por la izquierda consecuente preocupada por la igualdad y por construir Estados (más que naciones) de ciudadanos libres.
El Estado federal es incompatible con la lógica de la plurinacionalidad. Está basado en la igualdad sustancial de los entes que lo componen mientras que el Estado plurinacional presupone la desigualdad. La definición constitucional del Estado como plurinacional obligaría a precisar el número de naciones que lo integran. Hoy esto no es necesario porque, al no ser las nacionalidades (y regiones) elementos constitutivos del Estado, su número puede variar sin consecuencias prácticas. Y exigiría determinar que consecuencias jurídicas se derivan para los ciudadanos de una entidad territorial que esta sea calificada como nación. Si suponen algún tipo de ventaja, los ciudadanos de Cartagena podrían también querer definirse como “nación”. Y los de León, y los de La Gomera, etcétera.
La fórmula “plurinacional” puede desembocar fácilmente en el caos y no aparece en ninguna Constitución democrática de Europa. Solo la recogen las Bolivia y Ecuador. El PSOE debe aclarar si su modelo territorial es Alemania (como paradigma del federalismo) o Bolivia.
(Artículo de Javier Tajadura, publicado en "El País" el 8 de agosto de 2017)
Que nuestro president nos convoque a un referéndum para el que no hay censo, ni junta electoral, ni funcionarios, ni locales, ni urnas, ¿no da risa?
Que presida el Gobierno un señor que no se presentó para ese cargo, y su proyecto estrella sea uno que no figuraba en el programa, ¿no es como para llorar?
Que un Gobierno adopte una iniciativa de inmensa trascendencia… con el evidente fin de que otro Gobierno la prohíba, ¿no parece una broma?
Que nos digan que una decisión traumática e irreversible se podrá tomar por un voto, sin umbral mínimo de participación, ¿no es alarmante?
Que la voluntad de todos aquellos que en esas condiciones nos negamos a votar (el 9-N fuimos el 63%) no cuente para nada, ¿no es motivo de furia?
Que nos anuncien que han preparado una ley importantísima para el caso de que gane el sí, pero no nos dejen verla, ¿no es un chiste?
Que llevemos cinco años hablando de una sola cosa: si proclamamos o no un Estado independiente, pero que nadie sepa en qué consistiría, porque los proyectos o no se conocen, o son irrealizables, o incompatibles entre sí (¿qué país pueden construir juntos Junts pel Sí y la CUP?), ¿no es un disparate?
Que el president exprese complacido que “damos miedo, y más miedo que daremos”, ¿debería provocarnos carcajadas o sudores fríos?
Que para el caso de que no se celebre el referéndum, quienes lo han convocado no tengan ningún plan, ¿no es terrorífico? Cuando todo esto se vaya a pique, como de un modo u otro se va a ir, ¿qué piensa hacer el Govern? ¿Atrincherarse en el castillo de Montjuïc, con cianuro y revólveres? ¿En el túnel del terror del Tibidabo, con sombreros de cucurucho y escobas? ¿O salir al balcón de la plaza Sant Jaume a tirar monigotes de papel y polvos picapica gritando: ¡inocentes, inocentes!, ¡os creísteis lo de la independencia!… y de paso, revelar que los Reyes son los padres?
Yo no sé si debo reír (¿de miedo?) o llorar (¿de risa?). O afligirme al comprobar que cada día que pasa estamos más divididos y enfrentados. O comprar palomitas y sentarme a contemplar el espectáculo. O preparar pañuelos y abrazos para quienes se van a quedar huérfanos, o tomates podridos para quienes les engañaron. Lo que sé es que, por favor, por favor, por favor, ¡quiero poder pensar en otra cosa!
(Artículo de Laura Freixas, publicado en "La Vanguardia" el 13 de julio de 2017)
Las Administraciones públicas están en una coyuntura en la que está en juego su propia supervivencia. La revolución tecnológica 4.0 está facilitando un gran empoderamiento ciudadano que se manifiesta no solo con la economía colaborativa sino también en otras dimensiones de carácter político, educativo y cultural. Las instituciones y organizaciones que ejercen de intermediarios sociales están en riesgo de desaparecer si no son capaces de generar un nuevo valor para sus contribuciones. Medios de comunicación, editoras de enciclopedias, universidades, entre otras, están en riesgo de evaporización. Las Administraciones públicas no son una excepción ya que fundamentalmente su papel es de intermediación entre la ciudadanía y el bien común o el interés general. Resulta obvio que no se hace referencia a su desaparición física sino a una potencial defunción conceptual en el sentido que pueden dejar de ser relevantes en las redes de gobernanza cada vez más complejas en las que comparten espacio con las empresas privadas, con las organizaciones sin ánimo de lucro y con diferentes modelos alternativos de organización social. Además, las Administraciones públicas están en horas bajas por la impotencia de la política para resolver buena parte de los problemas y retos ciudadanos. El poder real está difuso en la economía y los partidos políticos no encuentran las palancas para generar las soluciones que exige la ciudadanía. Cada vez el Estado, en su acepción más amplia, es más irresponsable ya que no puede asegurar el trabajo, unas retribuciones dignas, la vivienda, las prestaciones sociales e incluso la seguridad a una sociedad cada vez más temerosa y crispada. La impotencia de la política y del Estado revierte de manera muy negativa en la Administración pública ya que su fuente principal de energía reside en la fuerza del poder político.
Muchos son los retos y la Administración pública carece de capacidad de reacción, ya que está atenazada por un modelo organizativo y por un sistema de gestión de sus recursos humanos totalmente obsoleto. Los desafíos del siglo XXI no pueden enfrentarse con un modelo conceptual propio del siglo XIX. Pero además, la Administración pública se encuentra totalmente paralizada por capturas de carácter político, corporativo y sindical. A pesar de esta situación estructural tan negativa, las Administraciones públicas españolas han logrado durante los 40 años de singladura democrática prestar unos servicios públicos de una gran calidad y de forma bastante eficiente y edificar un Estado de bienestar. Es un milagro solo explicable por el dinamismo de una clase política y de unos empleados públicos, dos colectivos injustamente desprestigiados socialmente, que han adoptado modernas formas de liderazgo y de gestión en la prestación de servicios públicos. Pero ambos no se han preocupado en exceso por lograr un mayor refinamiento institucional y por modernizar las anticuadas arquitecturas organizativas.
Durante la próxima década se va a producir un proceso de jubilación masiva de los empleados públicos y se estima que durante este periodo va a entrar un millón de nuevos efectivos. Trabajadores públicos que prestarán sus servicios hasta el 2070. Esta es una enorme oportunidad de renovación del sistema que no se puede dejar escapar. Durante los próximos 50 años se experimentarán cambios vertiginosos de la mano de las tecnologías de la información, de la robótica y de la biomedicina. El papel de la Administración pública será distinto en el marco de una sociedad del aprendizaje y sus modelos organizativos deberán ser mucho más contingentes y, por tanto, adaptables a los cambios. Pero estamos dormidos y las Administraciones siguen con sus inercias, con sus tradiciones y sin ninguna expectativa de romper unas pautas culturales, institucionales y organizativas de carácter mineral. Si no se realiza ahora mismo un esfuerzo de análisis de prospectiva que impulse un proceso de cambio y de modernización rápida y radical, la Administración pública puede perder el tren para los próximos 50 años. Y ello puede implicar su irrelevancia en las futuras redes de gobernanza público-privadas. Es insensato que los empleados del futuro sean seleccionados por pretéritos sistemas memorísticos con temarios que van a perder su consistencia y vigencia en muy pocos años. Es incomprensible que los nuevos empleados públicos entren en un modelo organizativo y de gestión de recursos humanos totalmente obsoleto a nivel de vínculos (¿tiene sentido que la mayoría sigan siendo funcionarios?), de una falta clara de definición de competencias, de aptitudes y de actitudes, de una carrera administrativa y unas tablas retributivas insensatas y que residen en una burbuja autista y autárquica respecto al resto del mercado laboral. Van a entrar durante la próxima década jóvenes muy bien preparados, adaptados a la era digital y con enormes capacidades de aprendizaje. Pero pueden alistarse en un contexto de cultura institucional y organizativa tan anticuado que castre de raíz todas sus potenciales capacidades y en pocos años los transforme en empleados anticuados, rutinarios y corporativos.
Es ahora el momento de poner manos a la obra en la tarea de modernizar la Administración pública. Y no hacerlo como una impostura o de forma incremental, como suele dictar la tradición. Nuestro modelo de Administración pública exige un cambio radical solo posible si se dinamita su modelo organizativo y, en especial, su sistema de gestión de recursos humanos. Hay que pensar de manera estratégica, con altura y con prospectiva. No estamos hablando de cambiar ligeramente los temarios y otros elementos vinculados a la gestión de recursos humanos. Estamos planteando descartar todo lo que hay ahora y definir un imaginativo modelo de futuro. Por ejemplo, ya deberíamos estar pensando en sistemas meritocráticos para el acceso de los robots (se especula que el 30% de los actuales puestos administrativos van a ser suplantados por robots) y en un modelo de gobernanza de la robótica.
Para implantar este cambio hace falta una gran valentía política para enfrentarse a inercias conservadoras de carácter corporativo y sindical. Pero no queda otra opción si queremos que nuestros hijos y nietos disfruten de los servicios públicos de los que nuestras generaciones han gozado hasta el momento. No se percibe que las empresas estén capacitadas, ellas solas, para defender el interés general. Tampoco se avista que los grupos sociales organizados puedan defender, en solitario o con las empresas, de manera transversal el bien común. Ambos grupos de actores serán imprescindibles para lograrlo, pero bajo la batuta de unas Administraciones públicas —bajo el mando del poder político derivado de la democracia representativa— más modernas e inteligentes, capaces de asumir lo que la literatura denomina el papel del metagobernador.
(Artículo de Carles Ramió, publicado en "El País" el 11 de julio de 2017)
La “ley del referéndum de autodeterminación” presentada por los dos grupos secesionistas de la Cámara catalana (Junts pel Si —Esquerra y la ex-Coinvergència— y la CUP) es un fraude.
Un fraude político, en primer lugar, porque su presentación se revistió de la apariencia de celebrarse en el hemiciclo del Parlament. Pero no fue así, sino en una sala del mismo, para así hurtar el debate democrático, la rendición de cuentas ante los representantes de la ciudadanía y el cumplimiento de la ley.
Se trata, además, de una presunta norma, carente por completo de estatuto jurídico parlamentario. Ni es borrador, ni es proyecto, ni es moción. No es nada más allá del vacío, al menos de momento. ¿A quién se pretende obligar con una norma que se disfraza y esconde para no ser tal?
Las leyes otorgan una necesaria formalidad e inevitables formalismos a la voluntad del legislador, deben elaborarse siguiendo unas pautas institucionales muy regladas (borrador, proyecto, en comisión, luego en Plenos...) para perfeccionarlas y para posibilitar la labor legislativa de la oposición. Todo lo que no sea observar estos procedimientos es despreciar al Parlamento y arrogarse tanto la legitimidad como la legalidad de hacer leyes sin pasar por él: es curioso que este pecado de leso Estado de derecho lo cometa en este caso la propia mayoría (aunque exigua) secesionista. Algo que dice bastante de su cultura democrática y de su visión del futuro.
El texto es, además, un fraude jurídico, sustantivamente, porque se trata de un texto con apariencia de ley que incurre en ruptura legal y en fraude de ley.
En ruptura legal —más conocida en cuanto a su intencionalidad política— porque pretende quebrar el ordenamiento democrático catalán y español, al violar la soberanía constitucional que radica en toda la ciudadanía española; anular de facto el Estatut y convocar un referéndum unilateral, tampoco incardinable en las normas de convivencia que en su momento votó la ciudadanía catalana (y española).
La segunda, más novedosa, establece lo que el Govern había preanunciado como “garantías del referéndum”. En realidad se trata de garantías de lo que sin duda sería el acto fundador de un régimen que difícilmente escaparía al calificativo de autoritario. Es así técnica y políticamente porque el texto aborda cuestiones propias de una ley electoral: la autoridad electoral, el censo, los quórums requeridos... Pues bien, esa ley electoral, prevista en el Estatut (artículo 56) nunca se ha redactado, pues nunca alcanzó la mayoría reforzada de dos tercios (90 diputados) del Parlament que requiere. Sustituirla por una ley de referéndum que solo exige el voto de 69 diputados (el bloque secesionista dispone de 72) es trampa. Constituye una anulación de la oposición y la suspensión efectiva de la democracia.
Contradice, por lo demás, las condiciones que el Consejo de Europa (en su Comisión de Venecia) establece para un referéndum solvente: antelación mínima de un año de la ley que lo ampare; negación de una consulta unilateral en vez de pactada; censo solvente y fiable. En su afán rupturista, el secesionismo, una vez más, se desconecta del sentido común, la realidad y los mínimos democráticos exigibles a cualquier proyecto político.
(Editorial de "El País", publicado el 5 de julio de 2017)
Hace hoy 40 años que se celebraron en España las primeras elecciones democráticas después de la dictadura. Una convocatoria en la que participaron partidos de toda condición ideológica que marcó el hito de no retorno en la evolución democrática del país. Esta culminaría en una Constitución muy avanzada; en la afirmación de un Estado de derecho y no meramente un estado de leyes; en la sucesión en el poder de distintos partidos rivales; y en el diseño y puesta en práctica de un modelo de poder territorial de verdadero autogobierno político, igualmente accesible para todas las comunidades, pero diferenciado en cuanto a su velocidad y su alcance competencial, según la voluntad política y las características de cada una de ellas.
Estos cuatro decenios han constituido y consolidado la etapa democrática más profunda y duradera de toda nuestra historia reciente. Los principios de una persona, un voto; de la consagración de los derechos individuales fundamentales según las altas exigencias de la Declaración de Naciones Unidas y del Convenio Europeo de Derechos Humanos; del reconocimiento a las identidades colectivas y sus consiguientes derechos lingüísticos y culturales; de la separación de poderes; del gobierno de la mayoría y el respeto a las minorías, han permitido a este país atribulado por una reciente historia tormentosa incorporarse al grupo de las democracias más adelantadas.
Todo ello no se ha logrado fácilmente. La transición de la dictadura a la democracia concitó la inquina de ultras, nostálgicos, golpistas y terroristas de nuevo cuño. Muchos ciudadanos entregaron su vida en aras de la reconciliación de los antiguos enemigos y las libertades de todos. Pero no por ello aquel proceso -pese a sus momentos más difíciles- dejó de ser considerado como un modelo (esencialmente pacífico en su diseño y su puesta en práctica) para muchos que querían transitar un camino similar.
Pese a las imperfecciones y errores que toda construcción humana conlleva, resulta profundamente injusto para las generaciones que la hicieron posible que desde el extremismo antisistema o el centrifuguismo territorial se zahiera, desprecie o minimice los logros alcanzados. Y también para las generaciones más jóvenes, que tienen derecho a reconocerse en la página más brillante de la historia española en los últimos siglos.
Ni la democracia española es "el régimen de 1978" como a veces se propala para asociarla implícitamente a la anterior autocracia (el "régimen" por antonomasia, el del caudillo); ni está dañada en sus normas, instituciones o desempeños; la transición democrática fue para todos, no para una de las dos Españas, y no debe fragmentarse.
España está hoy justamente equiparada con las mejores democracias occidentales. Y finalmente bien colocada en la Europa comunitaria, entre los mejores países del mundo. Claro está que esa realidad para nada debe llevarnos a la complacencia por lo alcanzado. Pero tampoco a denigrarlo o empequeñecerlo. La España democrática de hoy ha logrado resolver, encauzar o diluir algunos de los grandes problemas sistémicos de su historia anterior.
En efecto, de una economía atrasada y pobre hemos pasado a una economía moderna y próspera (aunque convenga mejorar y equilibrar el modelo de crecimiento). Los problemas sociales tradicionales han pasado a ser o digeridos, o tratados y situados en sus límites racionales: y la cohesión social y territorial propias de un Estado del bienestar, aunque con vaivenes y reveses, se ha afianzado.
Además, la cuestión del fanatismo religioso y de la injerencia de la Iglesia católica sobre el poder civil, así como la de la atávica insurgencia militar se han desvanecido. La igualdad de género y la libertad sexual ha recorrido pasos de gigante, entre los países pioneros. Y los focos de la violencia terrorista han sido, tras mucho esfuerzo y sacrificio, domeñados. ¿Acaso todo ello no es merecedor de reconocimiento público y de satisfacción (por no decir orgullo) colectivos?
Que tengamos por delante, todavía, retos mal resueltos y asignaturas pendientes -como les sucede a muchas otras democracias- debe ser acicate del cambio, no motivo de depresión colectiva, ni de enmienda a la totalidad. La rigidez de la vida política y de algunas instituciones, especialmente los partidos políticos, la escasa innovación en las relaciones económico-sociales; el verticalismo administrativo; la extensión de los segmentos sociales sometidos a la miseria, la pobreza energética y la desigualdad creciente; la aspereza y súbito encrespamiento de la cuestión catalana… Todo eso debe empujarnos a presionar más a las autoridades y los representantes políticos en pro de un catálogo de amplias reformas, incluida la constitucional., necesaria para actualizar aquel magnífico texto para que ahora pueda darnos otros 40 años de tan meritorios logros en libertad.
(Editorial de "El País", publicada el día 15 de junio de 2017)
El análisis de los episodios de corrupción en España suele prestar poca atención al papel de las empresas que participan en ellos, como si no existiera relación entre corruptos y corruptores. También se olvida la gravísima perturbación que causa la práctica de los sobornos y la adjudicación pagada de contratos públicos a todas las empresas que rechazan la corrupción. De entrada, no es exagerado solicitar un tratamiento legal más duro que el actual, sin caer en decisiones histéricas, para penalizar la conducta de las sociedades sorprendidas en pago de comisiones y mordidas para asegurarse contratos públicos. Aunque las normas actuales de contratación permiten sancionarlas con la prohibición temporal de licitar adjudicaciones públicas, en la práctica resultan inoperantes: prácticamente se veta la licitación cuando la sentencia es firme, es decir, años después, en el mejor de los casos, de que se hayan captado y cobrado los contratos.
Reducir la corrupción pública exige una aproximación penal, que hoy ya están llevando a cabo la policía y los jueces. Pero requiere también una reforma a fondo de los sistemas de contratación con las Administraciones; reforma que, para que sea eficaz, necesita de la aprobación de una mayoría parlamentaria. Tiene que incluir por fuerza un esquema de sanciones gradual, más riguroso y disuasorio de los sorprendidos in fraganti o que acumulen suficientes indicios de conducta irregular. El umbral a partir del cual puede aplicarse a una empresa la prohibición de contratar con el sector público debería ser uno de las puntos decisivos del pacto político.
También es necesario imponer un cambio radical en las llamadas “mesas de contratación”. No es de recibo que formen parte de dichas mesas, en las que se deciden adjudicaciones millonarias, representantes de instituciones políticas y cargos de la Administración que encargan las licitaciones. Sus miembros deben ser técnicos, elegidos por sus capacidades profesionales. La política y los políticos deberían ser excluidos, hasta donde sea posible, de las decisiones técnicas de contratación.
La existencia de empresas corruptoras causa un daño incalculable no solo a las arcas públicas —trasladan el coste de las coimas al precio final de lo que suministran— sino también, hay que reiterarlo, a las empresas que actúan legalmente y se niegan a pagar comisiones, primas o sobres. Porque las que no corrompen sufren la competencia desleal de quienes sí lo hacen y resultan gravemente perjudicadas por ello en sus cuentas de resultados. Acaban desistiendo; una vez que comprueban que las mismas firmas se adjudican siempre los contratos, las buenas empresas se retiran de la competición. Son las empresas y sus instituciones quienes deberían rechazar y denunciar las prácticas de las que compiten deslealmente.
Estamos ante un grave perjuicio para el sistema democrático y para el tejido empresarial. Por una parte, los partidos que perciben comisiones ilegales compiten deslealmente con los que no disponen de financiación negra; y las empresas son empujadas, por la presión del soborno extendido, a aceptar la ilegalidad o retirarse de la carrera. Un drama que hay que corregir con celeridad.
(Editorial de "El País", publicado el 6 de junio de 2017)
Cuando se habla de nuestra vigente Constitución y el reconocimiento que ella hace del carácter plurinacional de España, conviene precisar el alcance de ese reconocimiento. Nuestra actual Constitución, abandonando el silencio del texto de 1931 y retomando una tradición unánime de nuestro constitucionalismo (1812, Estatuto Real de 1834, 1837, 1845, 1869 y 1876), parte de un claro reconocimiento de la realidad nacional española. Se salvó así la decisión de 1931 de evitar una aceptación explícita de la idea de nación española, aunque alguna tentación hubo al respecto, y se restableció una inequívoca tradición liberal sobre la materia. Además, nuestra Constitución reconoció la existencia en el seno de la nación española de unas nacionalidades y regiones con derecho a la autonomía.
La opción por el discutido término “nacionalidades” en lugar de la eventual referencia a “naciones” tenía, sin embargo, un significativo alcance político. Se quiso hacer referencia con la elección del primero de estos términos a aquellos hechos nacionales de fundamental carácter cultural que con su renuncia a ser calificados como naciones, explicitaban también su renuncia a una posible realización política en la forma de Estado soberano, una idea tradicionalmente emparentada con el término nación. No obstante, se reconocía a las nacionalidades su derecho a la realización política en la forma de Comunidades Autónomas.
A lo que la Constitución de 1978 renunciaba era a una idea de España como resultado de un pacto nacional entre las nacionalidades y regiones que pudieran haber surgido en el marco de una nación española secular, ligada al surgimiento y desarrollo del Estado español. La tesis de “Galeuzca”, de la visión de España como un pacto entre Cataluña, Euzkadi, Galicia y Castilla o el resto de España, es explícitamente rechazada por un texto constitucional que parte del reconocimiento de una nación española de conjunto que precede en su existencia histórica a la hipotética emergencia de otros hechos nacionales a lo largo del último tercio del siglo XIX y el siglo XX.
Cuando se dice que nuestra Constitución reconoce la pluralidad nacional de España, se está pues afirmando una verdad a medias. La reconoce, en el sentido indicado, en cuanto pueden surgir nacionalidades en el marco de la nación común. La rechaza en tanto niega que el Estado de los españoles sea resultado de un pacto entre naciones preexistentes.
En el momento de plantearse la reforma constitucional en esta materia, conviene ver con detenimiento el sentido de la fórmula política empleada en 1978 para solventar la cuestión. Lo que no resulta de recibo es alterar ese sentido para acoger la idea de un pluralismo nacional en que la dualidad nación-nacionalidades quede sustituida por un pacto entre naciones. Esta última es la tesis que subyace al planteamiento histórico de la cuestión por parte de nuestros nacionalismos periféricos. Y es legítimo concluir que la reivindicación del estatus de nación para Cataluña y el País Vasco que hacen estos nacionalismos sea la estrategia que puede conducir a la independencia de Cataluña y el País Vasco como consecuencia de la tradicional, aunque escasamente justificada, equiparación entre Estado y nación.
Resulta evidente que no es ésta la única idea que puede subyacer a la defensa de una España plurinacional, pero sí es la que tiene mayor asentamiento en la opinión pública española. Una circunstancia que no debe ser pasada por alto por los defensores de una reforma constitucional a la que no deberíamos aproximarnos con un equívoco semántico. Nuestro poder constituyente sabía lo que se hacía en 1978 pese a la polémica que supuso la introducción del término nacionalidades que finalmente no se entendió como sinónimo de naciones. Una distinción entre los dos conceptos que no solamente hicieron suya la UCD y el PSOE, sino que se hizo extensiva a otros participantes en los debates constitucionales. Sería muy de lamentar que los actuales reformadores se vean arrastrados por una confusión que puede tener como consecuencia hacer más complicada y difícil la solución de nuestro actual problema nacional.
(Artículo de Andres de Blas Guerrero, publicado en "El País" el 2 de junio de 2017)
El escritor serbio Danilo Kiš escribió en Penas precoces que “dos hombres que hablan diferentes lenguas pueden entenderse de alguna manera si son personas de buena voluntad y están cuerdos”. Desde aquí podría explicarse qué ocurre en aquellas sociedades que compartiendo dos lenguas no se entienden. Kiš murió en 1989. Poco antes había escrito premonitoriamente que “el nacionalismo es la línea de menor resistencia, el camino fácil”. Cuando se mienta Yugoslavia en relación al contencioso catalán hay una reacción instintiva: otra vez con la tabarra del miedo. Pero este argumento pasa por alto varios supuestos: Yugoslavia fue un estado multinacional envidiado durante décadas y su implosión/destrucción fue el resultado de una crisis múltiple con tres expresiones principales, ideológica –la caída del Muro–, económica y política –arquitectura territorial–. En este contexto, la opción del enfrentamiento interétnico fue el camino elegido por las élites para conservar el poder. Los hechos han dado la razón a Kiš: el nacionalismo ha roto los lazos cívicos. La destrucción de Yugoslavia comenzó con el ataque a la idea de la unidad federal.
Los conflictos balcánicos son una metáfora que ilumina ciertas lógicas. Como el Holocausto, que Bauman nos alienta a ver como una ventana o una lente y Primo Levi como un laboratorio. Lo que importa entonces es mirar lo que ocurrió en esos escenarios antes de que se convirtieran en el cliché que hoy nos asusta.
Esa lógica empieza por la creación del foso identitario. Escribe Semprún desde las sombras de Buchenwald: “‘Nosotros’, ‘los nuestros’, he aquí una de las palabras clave del lenguaje estereotipado con el que se hacen las hogueras y la armazón de las guillotinas”. Y este ‘nosotros’ previo a la limpieza de los ‘otros’, comienza en casa, con la estigmatización de los no adeptos.
Se señalaba antes que se trata de pautas generalizables. En La cara oscura de la democracia, Michael Mann lo argumenta con detalle. La primera consecuencia de la lógica etnonacionalista es que empaqueta a los colectivos en un molde organicista homogeneizador, letal para el pluralismo, la convivencia y la fraternidad. Es lo que ocurre en frases como “España contra Cataluña” o en las consideraciones de Jordi Pujol sobre los andaluces como hombres a medio hacer. Hay muchas Españas y muchas Cataluñas, y precisamente hay ciudadanos catalanes que se sienten menoscabados por la patrimonialización del patronímico e irritados porque el pueblo esencial del nacionalismo uniformiza un paisaje social plural y mestizo.
Sea como fuere, lo que interesa de la mirada comparativa es la enormidad de los costes de estas derivas. Y ello, en el engranaje actual, aconseja poner el énfasis en prevenir o revertir las decisiones que abocan a la ruptura. No van en esa dirección la incomunicación, la retórica inflamada, las llamadas a rebato o la minimización interesada de los costes de una secesión. Sabemos, los casos anteriores lo ilustran, que en estos contextos se refuerzan los sectores ultranacionalistas y se favorecen coaliciones cruzadas que benefician a los extremos. La lógica etnonacionalista explica procesos como la maximización de la diferencia, la movilización de emociones negativas y la manufactura de los contenciosos en términos innegociables (todo o nada, ganar o ganar, referéndum o referéndum, etc.). Lo que a su vez explica la insensibilidad al riesgo y hace probables las salidas más dañinas en términos de coste social, de coste para los de abajo. El contexto de la doble crisis –de un lado, la falta de legitimidad de los principales partidos sumidos en la corrupción, CiU en Cataluña y el PP en el resto de España; y de otro, el reparto desigual del coste de las medidas de ajuste que caen en las espaldas de las clases populares– ayuda a entender el atractivo de la vía identitaria como salida mágica. Ya ha ocurrido, y está ocurriendo en otros lugares, como Francia o Reino Unido.
Probablemente es tarde para remediar algunos daños, pero no lo es para impedir los que traería esa colisión que algunos parecen a la vez prometer y desear. Desde luego no es tarde para negar que haya un ‘nosotros’ y un ‘ellos’ en este contencioso, que haya un Ebro, y un extrarradio en las poblaciones catalanas, que divida la geografía de los valores cívicos y de la vida común de siglos en polos antitéticos condenados a colisionar.
Pero para no cruzar el punto de no retorno es preciso que se prioricen las prácticas y se adopten las disposiciones que propicien un cauce institucional para abordar las reivindicaciones en juego. Eso exige una moratoria en la escalada de decisiones previstas desde los actores independentistas y el compromiso desde el Congreso de los Diputados, la representación del demos común, de aprestarse a la reforma de la constitución de 1978. No es este el lugar para afinar más al respecto. Lo que importa es poner todos los medios y todas las energías posibles desde las instituciones y los ciudadanos comprometidos para facilitar un desenlace razonable y sin daños. Y para el optimismo impenitente no conviene olvidar la admonición de David Rousset: “Los hombres normales no saben que todo es posible”. Sería un desistimiento cívico resignarse al fatalismo. Sea cual sea –dentro del rango de lo admisible– la preferencia de cada cual. A ello apelamos. Para que no tengamos que lamentarnos con la expresión terrible: “¿Cómo pudo ocurrirnos?”.
(Artículo de Martín Alonso y otros, publicado en "El País" el 22 de mayo de 2017)
El diagnóstico de la Comisión Europea, difundido en el informe sobre el Semestre Europeo, no puede ser más acertado: la sociedad española tiene un grave problema de corrupción, ese problema mancha la política española y afecta de manera preocupante la imagen de la reactivación económica. Junto con la mención expresa del desvío de los fondos públicos, Bruselas pone el dedo en otra llaga relacionada con los escándalos recientes, que es la falta de una estrategia para prevenir y mitigar “los riesgos de corrupción”. Efectivamente, el Gobierno de Mariano Rajoy carece de instrumentos legales y de recursos para combatir el fraude que afecta al dinero público, ni protege de forma suficiente a los denunciantes de casos de corrupción, ni tiene una regulación adecuada, en línea con la europea, sobre los grupos de presión. Incluso, recuerda Bruselas, la Ley de Enjuiciamiento Criminal favorece la impunidad de los corruptos, porque “impide construir una acusación sólida”.
Con ese análisis, integrado en un informe sobre la situación económica, la Comisión demuestra que tiene una información detallada sobre los escándalos de la política española. Relaciona además la economía con la integridad institucional y sugiere soluciones viables para corregir las corruptelas. En la estela de Bruselas, hay que reclamar al presidente del Gobierno —que es presidente también del partido que más implicado está en la corrupción— que estudie la reprimenda con atención y obre en consecuencia. Podría empezar por redactar normas de contratación pública que penalicen a las empresas implicadas en casos de soborno. Es cierto que la ley actual ya incluye la posibilidad de sanciones, pero son aplicables solo en casos de sentencia firme. Una regulación más rigurosa de los lobbies y garantizar la independencia de la Oficina de Conflictos de Intereses ayudarían también a configurar la transparencia deseada en el sector público.
La Comisión también recuerda que la precariedad en el empleo es un freno para el crecimiento y el bienestar. La elevadísima tasa de temporalidad y los contratos temporales recortan la competitividad empresarial. Esta es una relación de causa-efecto que todo el mundo conoce, pero que el Gobierno se niega siquiera a considerar, parapetado tras la retórica vacía de “las reformas”. Si la reforma laboral facilitó la reactivación, su tiempo ya ha pasado. Los cambios que propone Bruselas al respecto insisten más en reducir los costes de indemnización que en favorecer o agudizar la temporalidad. Es significativo, además, que Bruselas haya detectado, por fin, la escasa calidad del gasto público español. Es un buen punto de partida para revisar en el futuro (cercano, esperemos) la eficiencia del gasto público y del sistema tributario, manifiestamente mejorable.
Todo Gobierno que se precie está obligado a defender la buena imagen de la economía del país. Los casos de corrupción, especialmente del Partido Popular, se conocen fuera de las fronteras; pensar lo contrario o no hacer nada para evitarlos es una negligencia que acabará costando dinero y prestigio a las empresas españolas. Bruselas ha descubierto la relación, evidente, entre corrupción y calidad económica e institucional; solo falta que el Gobierno también acepte la evidencia.
(Editorial de "El País", publicado el 25 de mayo de 2017)
Sin embargo, no supone una derrota definitiva del populismo, ni mucho menos. El número de votos cosechados ayer por el Frente Nacional no hubiera sido posible sin la insidiosa sensación de malestar que pesa sobre Europa. Lo advirtió el propio Macron hace muy pocos días: la Unión debe reformarse. De otro modo, la victoria de ayer puede no ser más que un respiro temporal.
Los síntomas de fatiga son obvios. El Reino Unido se va. El motor franco-alemán no funciona. La eurozona no ha superado plenamente la grave crisis iniciada hace casi una década. Grecia sigue intervenida. En Varsovia y Budapest, los gobernantes no respetan los valores comunes. Las respuestas a la guerra siria, a la cuestión de los refugiados y a la actitud de Rusia son decepcionantes. Un traspié en Francia hubiera puesto a la Unión en grave peligro.
Mucho se ha escrito sobre los motivos de esta situación, pero tal vez no esté de más insistir en dos. El primero es la ruptura de un viejo contrato no escrito —pero interiorizado por todos— en cuya virtud la transferencia de competencias a Bruselas debe recompensarse con crecimiento y bienestar. Nos unimos porque juntos somos más fuertes y más prósperos. De no ser así, el proyecto puede no tener sentido. Para muchos —entre ellos, parte de los menos favorecidos—, los beneficios de una unión cada vez más estrecha ya no son incuestionables. El Frente Nacional no es el único partido europeo que pinta el euro como una especie de cárcel económica y defiende la idea de abandonarlo.
Sin duda, esto no sería así sin la profunda recesión de los últimos años. Pero hay más. Durante décadas, la mera transferencia de competencias a Bruselas generaba crecimiento por las ventajas de las economías de escala. Poner nuestros recursos y nuestros mercados en común nos beneficiaba a todos. Ahora, los frutos fáciles de esta política ya se han cosechado. Los que quedan en el árbol exigen más esfuerzos y unos riesgos que no todos los Estados miembros están dispuestos a asumir.
El segundo motivo es el déficit democrático y de representación de la Unión. Muchos ciudadanos tienen la sensación de que las decisiones que les afectan se toman a sus espaldas, en comités opacos integrados por personas que no conocen y a las que no han elegido.
No es un sentimiento totalmente injustificado. Tomemos, por ejemplo, la política económica de la eurozona. De los mandos para manejarla, el monetario está en manos del Banco Central Europeo, fuera del control de las capitales, y el fiscal se divide entre la Comisión Europea, el Eurogrupo y los ministros nacionales. El resultado es que los ministros de economía controlan solo una parte de los instrumentos propios de su función: son como los conductores de los coches de las autoescuelas, que parece que conducen porque están al volante, pero en realidad están sometidos al control del instructor que va a su lado.
No es malo que sea así —a problemas europeos, respuestas europeas—, pero el inconveniente es que los ciudadanos no elegimos a esos hombres de negro que erraron el tiro al hacer frente a la crisis de la eurozona con demasiada austeridad, sino a los Gobiernos nacionales, cuyos miembros, para más inri, no tienen empacho en apuntarse los éxitos, cuando los hay, y echar la culpa de los fracasos a Bruselas.
La salida del Reino Unido encierra una lección que el resto de Europa no parece querer ver. Una de las razones de los británicos para votar a favor de la salida fue la voluntad de no someterse a normas elaboradas fuera de su país. Y no era —o no únicamente— por chovinismo. No: los británicos se sienten legítimamente orgullosos de su democracia y muy vinculados al Parlamento de Westminster a través de los diputados que les representan, a los que se dirigen con frecuencia para pedir apoyo por los motivos más variados y a los que despiden sin contemplaciones —dejando de votarles— si al término de su mandato no están satisfechos con su labor. En cambio, no se sienten vinculados a las instituciones de Bruselas, demasiado lejanas y poco transparentes, y por ello no quieren someterse a sus decisiones.
No puede extrañarnos que en otros países europeos haya partidos que están ganando cada días más adeptos con argumentos parecidos. Se les puede tachar de populistas, de nacionalistas, de extremistas: da igual, ahí tienen un punto de razón. La dirección de los destinos europeos está en manos de unos políticos que mantienen una relación demasiado abstracta con los electores. Sobra tecnocracia y falta cercanía.
La integración europea ha alcanzado un punto de muy difícil retorno. El coste de renunciar a sus logros sería enorme. Pero defender el proyecto europeo con el argumento de que sin él estaríamos peor no ofrece muchas garantías de éxito. Resignarse a una arquitectura institucional incomprensible para el ciudadano medio y a unos dirigentes cuidadosamente elegidos para no hacer sombra a los gobernantes nacionales es suicida.
Para cerrar el paso al populismo necesitamos más democracia y dirigentes que conecten con los ciudadanos, con ideas para cosechar los numerosos frutos que quedan en el árbol, dirigentes de los que no se pueda decir malévolamente, como Churchill de su rival: “Llegó un taxi vacío y de él salió Clement Atlee”. Además, hay que buscar mecanismos que permitan, si no su elección directa, dotarles de más representatividad. Como se vio en la elección de Jean-Claude Juncker —aunque luego no se haya notado la diferencia por culpa del interesado—, para conseguirlo no se precisan grandes reformas.
El viejo símil de la bicicleta que no puede detenerse, so pena de perder el equilibrio, contiene un fondo de verdad. Para recuperar la ilusión, para volver a ser atractiva, la Unión debe retomar el impulso integrador, aunque sea con velocidades variables. La elección de Macron supone una inyección de europeísmo: sería necio no aprovecharla a fondo. Pero para que una mayor integración sea viable es necesario acercar los dirigentes e instituciones de Bruselas a los ciudadanos. De otro modo, el nacional populismo no dejará de crecer.
(Artículo de Carles Casajuana, publicado en "El País" el 8 de mayo de 2017)
La virtud no hace ruido. Algunas virtudes incluso se desbaratan cuando se ostentan. No cabe invocar la modestia sin desmentirse. Con el compromiso sucede algo parecido. El activista entrega sus talentos o su tiempo a una causa. Por amor al arte. Por eso, me desconcertó leer a un firmante de no recuerdo qué manifiesto presentarse como “activista”. Me parecía, además de innecesario por redundante —dada la naturaleza del acto de firmar—, un tanto indecoroso, como si blasonara del “compromiso”, como si flaqueara el arte por el arte. Definitivamente, no era mi idea de activista, aunque había conocido a algunos que, hasta edades impropias y sin que se les conozcan otros oficios, han ejercido como “activistas”, incluso recibiendo subvenciones por ello.
Desde entonces he seguido la pista al activismo como mérito y, sin descartar sesgos, la cosa ha ido a mayores y peores. He encontrado currículos profesionales y fichas de alumnos en donde “activista” aparecía como ocupación. Incluso hay un concejal de las CUP en mi ayuntamiento que basó en el activismo un currículum oficial subjuntivo. No contaba lo que era, sino lo que podía haber llegado a ser. Algo así como: “yo iba para Nobel pero se interpuso el sistema, me entregué a luchar contra él y me atasqué”.
Como, a mi parecer, el activismo es cosa seria, creo que se impone alguna precisión sobre qué es el activismo, el defendible, aunque solo sea para protegerlo de ciertos activistas. Desde luego, el compromiso sin más no lo hace bueno. Los del KKK o los chicos de la gasolina, que tanto apreciaba el PNV, empleaban mucho tiempo en defender de manera miserable sus indecentes causas. El activismo digno de elogio es algo más que actuar de acuerdo con lo que se cree. Los independentistas que, con la tolerancia de las autoridades académicas, intimidan en la UAB a los jóvenes de Societat Civil Catalana, sin duda acompasan su vida con su pensamiento y están, por así decir, a la altura rastrera de sus convicciones rastreras. Son coherentes en un sentido en el que, por ejemplo, no lo es el diputado Espinar en su consumo de refrescos. Pero, ciertamente, no parece que estemos ante conductas valiosas. No basta la integridad práctica.
Algo que impide otorgar mérito a los casos citados es su bajo coste. Resulta difícil apreciar un comportamiento que cuenta con la complacencia de las autoridades. El coraje resulta prescindible a favor de la corriente. Los activistas mencionados únicamente asumen el coste del tiempo empleado, lo que dejan de ganar por no dedicar esas horas a otras actividades. Su coste de oportunidad. No pocas veces ese coste no existe, porque no tienen nada mejor que hacer o, incluso, es negativo, una inversión en una carrera política. Sobran los ejemplos.
El coste de oportunidad de quien no tiene oficio es cero. Al dedicarse al activismo —o a la política profesional, a estos efectos es lo mismo— solo asumen costes quienes renuncian a ingresos superiores a las nuevas retribuciones. La diferencia, lo que dejan de ingresar, es una medida de las convicciones, del compromiso. Lo que dejan de ingresar o lo que pueden perder, lo que arriesgan. Por cierto, entre nosotros hay activistas insuperables: aquellos conciudadanos —entre ellos, destacadamente, los militantes vascos del PP o del PSOE— que se jugaban la vida por la democracia de todos. Lo apostaban todo.
El olvido del coste de oportunidad produce distorsiones cognitivas y valorativas. Por ejemplo, cuando, con precipitación, se elogian los fervores moralistas que tanto se exhibieron en recientes campañas electorales: alcaldes en metro; rebajas de sueldo; renuncias a coches oficiales, etc. Una política gestera que, de facto, suponía una mala asignación del tiempo y, por tanto, del dinero público. Por supuesto, al final, se impusieron las necesidades prácticas y los fervores duraron lo que duraron, contribuyendo en más de una ocasión a saturar con un plus de hipocresía a la imprescindible en las actividades públicas, como sucedió con aquellas autoridades que escondían el coche oficial a dos manzanas del acto al que acudían. Ante la imposibilidad de mantenerse a la altura de exigencias imposibles, la duplicidad moral asoma. Al final, con las mejores intenciones, la nueva política, en su enfático moralismo, recala con frecuencia en la superioridad moral, esa variante del fariseísmo que tanto complica el debate democrático: si uno se siente esencialmente mejor no cree que le deba razones a quienes no juzga a su altura.
Con todo, si queremos elogiar al activista, no basta ni con la integridad práctica, con que la vida acompañe a las ideas, ni con la disposición a asumir costes. Un terrorista suicida se compromete con lo que piensa y, ciertamente, asume costes. Se necesita algo más: tomarse en serio, comprometerse por buenas razones, no, por ejemplo, por no quedar a la intemperie. En un libro dedicado a reconstruir la idea de intelectual comprometido, me referí a un afán de integridad intelectual que añadir a la integridad práctica, un afán del que carecen el intelectual frívolo o el sectario justiciero. Ante todo, reclama satisfacer ciertas autoexigencias epistémicas: permanecer alerta ante las complicidades de la tribu; buscar fiables fuentes; discutir la mejor versión de las ideas contrarias; disposición a atender toda la información, especialmente la que no se ajusta al propio guión. Son reglas comunes a la actividad científica que cobran especial importancia para el intelectual “comprometido”: mientras en la ciencia la desidia propia se corrige con la vigilancia colectiva, en su caso, el quehacer inevitablemente solitario y la naturaleza mudadiza y menos perfilada de los asuntos invitan a las trampas al solitario. Se las ha de imponer a sí mismo. Ha de tomarse en serio.
Por supuesto, no cabe pedir a quien se compromete en una causa lo mismo que a quien opina en papel impreso. Pero sí creo que cabe una exigencia negativa: mientras no se apueste por la integridad intelectual, mejor no invocar la integridad práctica, mejor evitar ese estilo, de camisa vieja, que descalifica a los otros con un “yo estaba en la calle… así que usted mejor se calla”. Sobre todo si la sobreactuación ahora llega desde un cargo público.
De momento, me conformaría con que el activismo se ejerciera sin invocarse. Ni golpes en el pecho ni superioridades morales. De otro modo, si el activismo acaba en manos de ciertos activistas de oficio, resignadamente, habrá que coincidir con Pascal en su melancólica reflexión: “La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa”.
(Artículo de Félix Ovejero, publicado en "El País" el 3 de mayo de 2017)
Ahora que podemos disfrutar de una amplia exposición sobre el Guernica creo que, al tiempo, podemos contemplar un cuadro que también toca un aspecto repulsivo de la naturaleza humana: el de la corrupción en España. Picasso nos expuso con mano maestra los horrores de la guerra, la tragedia de la violencia, la perversión del fascismo, en blanco y negro, sin concesiones. Cientos de guardias civiles y policías rigurosos y profesionales, fiscales valientes, jueces honestos e imparciales, periodistas de raza nos van dibujando la corrupción en España. También sin concesiones. Ya no son bocetos aislados, ya tenemos un cuadro. ¿Y qué nos expresa ese cuadro?
Ese cuadro nos indica que la corrupción en España no es la suma de casos aislados, manzanas podridas de una cesta sana. Lo que nos dice es que España es, en términos de Michael Johnston, un país de elite cartels. Esto implica que en nuestro país hay un conjunto de diferentes élites políticas y económicas que van generando sistemas de corrupción para protegerse y enriquecerse mutuamente. No es la trama como sostienen algunos, una única red que controla todo. Son las múltiples redes criminales que atenazan numerosos Gobiernos autónomos y locales, o ciertas empresas públicas del Estado; redes que han jugado a financiar partidos y a ennoblecer desalmados; redes que han florecido por todas partes y donde, por cierto, algunos empresarios repetidamente han navegado ágilmente pirateando en numerosos mares… y siguen libres.
Es cierto que la corrupción en España no es la de un país de oligarcas y clanes mafiosos capturando impunemente el Estado, como la Rusia postsoviética, ni la de una dictadura donde la familia del autócrata se lo lleva todo; tampoco es un país de alta corrupción administrativa, como algunos países del Este europeo, sin ir más lejos. Por suerte, las reformas de la Administración, desde el Estatuto de Maura de 1918, pasando por las reformas de 1964 o las de 1984, han consolidado un sistema de funcionariado que, con todos sus defectos, permite el ejercicio del cargo con legalidad y cierta objetividad, además de generar un cierto ethos que mayoritariamente rechaza la corrupción grosera, como los sobornos o las malversaciones. También es importante destacar que nuestro modelo judicial, aunque lento e ineficiente, desde la Constitución de 1869 y la Ley Provisional de 1870 establece un sistema de selección de jueces meritocrático y con garantía de permanencia en el cargo frente a los vaivenes políticos. En suma, que aún no hemos caído en las tétricas celdas de la corrupción sistémica.
Pero desde luego que la corrupción de España no es aún la propia de los países más desarrollados económicamente. En países como Alemania o Estados Unidos la corrupción suele hacerse en el marco de la ley o bordeándola y consiste esencialmente en la concesión de privilegios normativos, impositivos, reglamentarios a determinados grupos económicos muy poderosos, a cambio de la financiación de campañas electorales. Algunos dirán que esto no es corrupción, pero cuando se ven los efectos sobre la competencia e igualdad política, sobre la apertura de los mercados o sobre la rendición de cuentas de los gobernantes es evidente que estamos ante un abuso de poder para beneficio privado, que es la definición estándar de corrupción. En todo caso, esta corrupción se basa en la influencia indebida, no en los sobornos (aunque haya algún caso), y no amenaza la viabilidad de las instituciones, aunque las dañe.
En España aún no se ha dado el paso a estas formas más sutiles y “elegantes” de corrupción. Nuestro cuadro tiene aún manchones negros, aceitosas manos llenas de billetes de 500 euros, bolsas de hipermercado que circulan de casa en casa por Cartagena de Indias. Pero lo importante es que el cuadro, aunque ya lo tenemos dibujado en su esencia, es cada día más grande y no va a haber museo donde quepa. Si pusiéramos la lupa en las miles de empresas y fundaciones públicas españolas, en sus tres niveles de gobierno, ¿qué encontraríamos? ¿El Canal de Isabel II es un caso aislado? Todos sabemos que no. Si el Gobierno incrementara en número suficiente los efectivos de policías, fiscales y jueces dedicados a esta lucha, con la ayuda de peritos económicos acreditados, probablemente estaríamos conociendo casos nuevos en los próximos meses o años. Pero es obvio que no lo va a hacer. El presidente Rajoy sabe el porqué y sería bueno que lo explicara.
(Artículo de Manuel Villoria, publicado en "El País" el 28 de abril de 2017)
Intentar frenar una investigación en un caso de corrupción desde la Fiscalía Anticorrupción no es solo un contrasentido; es intolerable. La rebelión de un puñado de fiscales ha dejado al descubierto lo que hasta ahora era una bien fundada pero al fin y al cabo mera sospecha. El fiscal jefe Anticorrupción, Manuel Moix, se opuso, en contra de la opinión de los subalternos que llevaban el caso, a parte de los registros y diligencias que el miércoles desembocaron en la detención del expresidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, y otras 11 personas.
La llamada Operación Lezo pudo seguir su curso en contra del criterio de Moix gracias al apoyo casi unánime de la Junta de Fiscales a la que tuvieron que acudir sus subalternos. Las diligencias, en definitiva, han destapado un importante caso de corrupción política protagonizado, de nuevo, por dirigentes del Partido Popular, pero han puesto al descubierto de manera descarnada hasta qué punto el Partido Popular se vale de su presencia en el Gobierno y su control de la fiscalía para tapar los gravísimos casos de corrupción que le asedian.
Es difícil inculcar en la ciudadanía respeto y confianza en la fiscalía cuando esta es, al mismo tiempo, manipulada por intereses partidistas. El Gobierno de Mariano Rajoy ni siquiera se toma la molestia de aparentar otra cosa. Nombra en la cúpula del ministerio público a juristas afines y en febrero, cuando los casos de corrupción le acorralan en los tribunales, permite que el controvertido fiscal jefe Anticorrupción, Manuel Moix, releve de sus puestos a los fiscales más incómodos, a los que justamente han perseguido los delitos de corrupción política del PP que tanto alarman a los ciudadanos.
Entre las destituciones de febrero, cuando el caso del presidente murciano Pedro Antonio Sánchez estaba en plena efervescencia, estuvo la de Manuel López Bernal. Este fiscal fue el que destapó el escándalo que ha forzado (tardíamente, como siempre) la dimisión de Sánchez. El propio López Bernal ha denunciado intimidaciones e intentos de injerencia política y ha manifestado públicamente la desprotección en la que quedan, por tanto, muchos fiscales. Flaco favor al Estado de derecho le hacen los que debilitan la independencia de criterio del ministerio público, cuya misión principal es la de perseguir el delito y no dedicarse, en contradicción manifiesta, a ocultarlo.
La credibilidad de la Fiscalía General del Estado se ha evaporado por completo. Ante el escándalo destapado por la rebelión de fiscales, aquella ha alegado que el problema ha estado en meras “discrepancias técnico-jurídicas”. Es un argumento difícil, cuando no imposible, de creer, dados los precedentes.
El ministro de Justicia, Rafael Catalá, y el fiscal general del Estado, José Manuel Maza, están obligados a comparecer en el Parlamento para dar las explicaciones precisas a la oposición y a toda la ciudadanía. No será la primera vez que lo hacen. Su capacidad de convicción es, por fuerza, limitada. El PP, en su avidez de controlar las instituciones y tapar sus casos de corrupción, alimenta la desconfianza y amenaza seriamente la salud democrática de este país.
(Editorial de "El País", publicado el 21 de abril de 2017)
Últimamente abundan las voces que deploran la democracia como método de elegir gobierno y objetivos de gobernanza. No me refiero a obras de radicales ácratas o de oligarcas partidarios de que manden los mejores, o sea ellos mismos sin ir más lejos. Hablo de estudiosos moderados que han sido demócratas sinceros pero han llegado a la conclusión de que fue una idea bonita que ha dejado de funcionar, si es que funcionó alguna vez. Algunos resultados recientes son aportados como pruebas: Brexit, Donald Trump... En un mundo de votantes que se informan casi exclusivamente por Internet, que no leen prensa ni mucho menos libros, que aprecian lo chocante o truculento mas que las argumentaciones trabajadas sobre temas que de cualquier manera desconocen, que disfrutan con los histriones y se aburren con quienes miden sus palabras... ¿qué decisiones mayoritarias sensatas pueden esperarse? Sí, la gente vota lo que sabe: pero casi nunca sabe lo que vota, etc... Y a partir de estas dolorosas constataciones se proponen, medio en serio medio como provocación, alternativas que sustituyen el voto universal por el sorteo entre minorías bien preparadas (?), el gobierno de los técnicos, la exclusión del censo de ciertos grupos por edad, ausencia de arraigo laboral, etc... O sea, la democracia vuelve a enfrentarse contra las acusaciones de ineptitud y credulidad de las mayorías ya formuladas en sus orígenes griegos por los amigos de la oligarquía (lo de Internet, no: se les olvidó) y regresan también los paliativos intentados para remediarlas en épocas sucesivas. Tanto retorno desconfiado no deja de tener peligro...
Porque la democracia nunca se propuso como el más eficaz sistema de gobierno, el que resuelve mejor los problemas o los evita, el que aumenta la riqueza de las naciones o garantiza la idoneidad de los gobernantes, el más capaz de controlar los ímpetus rapaces o destructivos de los humanos. La democracia no promete una sociedad políticamente mejor, sino una sociedad política. Los otros sistemas renuncian a ello y organizan órdenes jerárquicos, ganaderías humanas cuyas reses pueden estar bien alimentadas, ser prósperas y retozar alegremente juntas, no tener demasiadas quejas, quizá hasta ser plácidamente felices. Pero les falta la libertad de gobernar y gobernarse, sin la que no se es sujeto político. Están sujetos por el gobierno pero no son sujetos gobernantes y por tanto carecen de verdadera sociedad. Es posible que los desposeídos de libertad política no la echen en falta siquiera, pero ahí tropezamos con el punto intransigente —sine qua non— de la democracia: no se admite la libertad de renunciar a la libertad. Paradójicamente, en la vieja Atenas la asamblea planteó alguna vez votar si seguían con la democracia o renunciaban a ella...
De lo que se ha tratado siempre en la revolución democrática es de la emancipación de los individuos. En Grecia apuntaba a librar al ciudadano de la clausura familiar y tribal, aún a costa de entregarlo al dominio de un destino trágico. En la Francia del dieciocho, la sublevación fue contra la opresión de la sociedad jerárquica del Antiguo Régimen, que recortaba los derechos políticos individuales y también sus libertades económicas, sometidas al marco corporativo. Es decir que —como bien ha señalado Marcel Gauchet— lo que podríamos llamar “izquierda” (radical contra la monarquía, la iglesia católica, los estamentos regionales, el gremialismo burgués, etc...) parte del “liberalismo”, es decir de la aspiración a libertades individuales conseguidas gracias al nuevo Estado basado en los derechos del hombre y el ciudadano.
En democracia no hay oposición entre los individuos —es decir, los ciudadanos— y la sociedad, porque es la evolución de ésta a partir de sus fórmulas atávicas, genealógicas y familiares, la que produce los individuos que disponen de autonomía legal y social. La sociedad democrática fomenta la creación de individuos capaces de autogestionarse (por medio de la educación general y la protección de sus derechos no heredados ni territoriales) y éstos a su vez configuran el marco institucional de una sociedad no tradicionalista, innovadora. El peligro del individualismo es considerar las leyes comunes como cortapisas mutiladoras de las libertades y no como sus garantías; y el peligro del Estado democrático es instaurar con sus reglamentos una dependencia estrecha de aquellos cuya independencia pretende asegurar. Durante la historia moderna, perdura un combate —una dialéctica, se decía antes— entre las libertades sin control y el control antilibertario. Las oscilaciones políticas entre derecha e izquierda (ambas afinadoras permanentes de la democracia) responden a mi modo de ver a esa dialéctica. Y se han corregido mutuamente durante muchos cambios de gobierno. Claro que también se han ido pareciendo cada vez más los unos y los otros, a veces en los peores aspectos: corrupción, incuria, deriva autoritaria... Lo cual, unido a la crisis económica, al desbordamiento migratorio, etc... ha favorecido el surgimiento de movimientos y partidos populistas, cuyo designio es demoler el sistema basado en la autonomía individual dentro del desarrollo social del bipartidismo para traer nuevas formas de caudillismo colectivista. O sea pasar de la sociedad para los individuos a los individuos para la sociedad, en giro irreversible.
“Me llamo Erik Satie... como todo el mundo”, respondía el músico a quienes requerían su nombre. En otro campo, cuando preguntemos a un europeo cual es su filiación política, si es sincero responderá: “soy socialdemócrata... como todo el mundo”. Porque la socialdemocracia es hoy la ideología política que mejor expresa ese doble carácter que Paul Thibaud ha llamado “socio-liberalismo” y que ha sido hasta ahora, al menos desde la II Guerra Mundial, el substrato ideal sobre el que se sostiene el sistema democrático. Sus principios pueden resumirse así: toda riqueza (económica, intelectual, emotiva...) es social. Nadie se enriquece en la isla de Robinson, por grandes que sean sus talentos, ni Mozart hubiera desarrollado su genio en una tribu de bosquimanos: por tanto toda riqueza implica una responsabilidad social, para que revierta en el conjunto de los socios el provecho que tiene su fundamento en la institución colectiva. Pero es no menos cierto que la autonomía individual es el origen de la innovación y creatividad. Por tanto el desarrollo de la individualidad debe ser fomentado, su originalidad respetada y su libertad garantizada legalmente. Esta combinación no es de derechas ni de izquierdas, sino civilizada.
Hay grupos políticos que ven más importante uno de los factores u otro, pero los electores modernos no pemiten a nadie prescindir completamente de ninguno de ellos. Por éso hace sonreir el cabreo de quienes reprochan a los gobernantes de derechas, los “liberales”, ser también socialdemócratas...¡cómo si pudieran ser otra cosa!. La diferencia es que ciertos políticos comprenden mejor lo que está en juego y defienden conscientemente el sistema de sus peores amenazas: la corrupción que acaba con lo público, el colectivismo que aniquila lo privado, la intolerancia que no deja a cada cual inventarse a sí mismo dentro de la ley, las servidumbres étnicas que despedazan el Estado de todos en tribalismos incompatibles... El gran adversario de la socialdemocracia no es quien la modula según las circunstancias históricas (no hay unas tablas de la ley socialdemócratas, como las hay contra las leyes entre los populismos) sino el abandono de la educación que, junto con la justicia partidista, anulan a los ciudadanos que mejor podrían desarrollarla.
(Artículo de Fernando Savater, publicado en "El Pais" el 18 de abril de 2017)
Hacia 1944 vio la luz el libro autobiográfico de Stefan Zweig El mundo de ayer. Memorias de un europeo.En él recordaba el comienzo del siglo XX desde el peculiar observatorio en el que había vivido como austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista. Y consideraba un deber moral contar ese relato para aviso de navegantes, porque nada podía llevar a pensar en los umbrales del nuevo siglo que ya en su primera mitad se iban a producir dos guerras salvajes en suelo europeo. Los jóvenes educados en la Austria imperial, en un ambiente seguro y estable, creían periclitado cualquier episodio de barbarie y no veían en el futuro sino signos de progreso. No podían sospechar que ya se estaba incubando el huevo de la serpiente.
Ese relato resulta familiar a quienes hemos vivido la experiencia de la transición española a la democracia. En los años setenta del siglo pasado creíamos haber ingresado en la senda del progreso social y político, quedaban atrás los conflictos bélicos, propiciados por ideologías enfrentadas, por la desigualdad en oportunidades y riqueza, y se abría un camino de cambios a mejor. Hoy, sin embargo, es urgente aprender de europeos como Zweig para tomar conciencia de que las semillas del retroceso pueden estar puestas y es necesario frenar su crecimiento destructivo. Como bien dice Federico Mayor Zaragoza, la Unión Europea debería ser el catalizador de la unión mundial. Una de esas semillas destructivas, como en el tiempo de Hitler y Stalin, es el triunfo de los discursos del odio.
Se entiende por discurso del odio cualquier forma de expresión cuya finalidad consiste en propagar, incitar, promover o justificar el odio, el desprecio o la aversión hacia determinados grupos sociales, desde una posición de intolerancia. Quien recurre a ese tipo de discursos pretende estigmatizar a determinados grupos y abrir la veda para que puedan ser tratados con hostilidad, disuelve a las personas en el colectivo al que se agrede y lanza contra el conjunto su mensaje destructivo.
Tal vez el rótulo “odio” no sea el más adecuado para referirse a las emociones que se expresan en esos discursos, como la aversión, el desprecio y el rechazo, pero se trata en cualquier caso de ese amplio mundo de las fobias sociales, que son en buena medida patologías sociales que se deben superar. Se incluyen entre ellas el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la misoginia, la homofobia, la aversión a los miembros de determinadas confesiones religiosas, o la forma más común de todas, la aporofobia, el rechazo al pobre. Y es que las emociones, a las que tan poca atención se ha prestado en la vida pública, sin embargo la impregnan y son especialmente manipulables por los secuaces del flautista de Hamelín. Así fue en la primera mitad del pasado siglo y está siéndolo ahora cuando los discursos fóbicos proliferan en la vida compartida.
Desde un punto de vista jurídico, el principal problema estriba en el conflicto entre la libertad de expresión, que es un bien preciado en cualquier sociedad abierta, y la defensa de los derechos de los colectivos, objeto del odio, tanto a su supervivencia como al respeto de su identidad, a su autoestima. El problema es sumamente grave, porque ninguno de los dos lados puede quedar eliminado.
En principio, por decirlo con Amartya Sen, la libertad es el único camino hacia la libertad y extirparla es el sueño de todos los totalitarismos, lleven el ropaje del populismo o cualquier otro. La experiencia de países como China, Corea del Norte o Venezuela no puede ser más negativa.
Pero igualmente el derecho al reconocimiento de la propia dignidad es un bien innegociable en cualquier sociedad que sea lo bastante inteligente como para percatarse de que el núcleo de la vida social no lo forman individuos aislados, sino personas en relación, en vínculo de reconocimiento mutuo. Personas que cobran su autoestima desde el respeto que los demás les demuestran. Y, desde esta perspectiva, los discursos intolerantes que proliferan en países de Europa y en Estados Unidos están causando un daño irreparable. Por sus consecuencias, porque incitan al maltrato de los colectivos despreciados, y por sí mismos, porque abren un abismo entre el “nosotros” de los que están convencidos equivocadamente de su estúpida superioridad, y el “ellos” de aquellos a los que, con la misma estupidez, consideran inferiores.
Naturalmente, el derecho está abordando desde hace tiempo estas cuestiones, preguntándose por los criterios para distinguir entre el discurso procaz y molesto, pero protegido por la libertad de expresión, y los discursos que atentan contra bienes constitucionales. Como se pregunta también por las políticas de reconocimiento desde el marco de las instituciones.
Sin embargo, el derecho, con ser imprescindible, no basta. Porque el conflicto entre libertad de expresión y discurso del odio no se supera solo intentando averiguar hasta dónde es posible dañar a otros sin incurrir en delito, hasta dónde es posible humillar su imagen sin llegar a merecer sanciones penales o administrativas. En realidad, las libertades personales, también la libertad de expresión, se construyen dialógicamente, el reconocimiento recíproco de la igual dignidad es el auténtico cemento de una sociedad democrática. Tomando de Ortega la distinción entre ideas y creencias, que consiste en reconocer que las ideas las tenemos, y en las creencias somos y estamos, podríamos decir que convertir en creencia la idea de la igual dignidad es el modo ético de superar los conflictos entre los discursos del odio y la libertad de expresión, porque quien respeta activamente la dignidad de la otra persona difícilmente se permitirá dañarla.
En su libro El discurso del odio se preguntaba Glucksmann si el odio merece odio y respondía que para combatirlo basta con sonreír ante su ridículo. Sin embargo, y regresando al comienzo de este artículo, no creo que haya que sonreír ante el odio, ni siquiera con desprecio. Porque es destructor y corrosivo, quiebra el vínculo humano y provoca un retroceso de siglos.
Cultivar un êthos democrático es el modo de superar los conflictos entre la libertad de expresión y los derechos de los más vulnerables. Porque de eso se trata en cada caso: de defender los derechos de quienes son socialmente más vulnerables y por eso se encuentran a merced de los socialmente más poderosos.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 28 de marzo de 2017)
Los juristas del soberanismo catalán han dado hasta ahora muestras de una gran imaginación, recurriendo a interpretaciones forzadas del Derecho vigente para legitimar las diversas “astucias” del procés. Recordemos las singulares argumentaciones que nos ofrecieron para justificar la tesis según la cual no hace falta la autorización del Estado para hacer una “consulta popular” sobre la independencia de Cataluña, aunque sí es necesaria para la celebración de un referéndum, y ello a pesar de que no existe ninguna diferencia relevante entre consulta popular y referéndum. O los esfuerzos dialécticos que desplegaron para negar que la secesión de Cataluña significaría su salida de la Unión Europea. Sin olvidar las teorías que han construido para justificar los sucesivos pasos que se han dado, desde la convocatoria de un “proceso participativo” sobre la independencia, hasta la construcción de “estructuras de Estado” a partir de declaraciones parlamentarias de “soberanía”.
Ninguno de sus planteamientos básicos ha tenido éxito, más allá del círculo de juristas ya entregados a la causa, cosa que puede comprobarse fácilmente si se revisa la amplia literatura que se ha publicado en los últimos años sobre la materia, dentro y fuera de España. A pesar de los fracasos cosechados, el argumentario jurídico soberanista se ha seguido enriqueciendo, hasta alcanzar la plenitud con la elaboración y defensa de las leyes de desconexión, especialmente la llamada ley de transitoriedad jurídica.
Cuando tuvimos noticia de que se estaban poniendo en marcha un conjunto de leyes para desvincular unilateralmente a Cataluña de España, no le dimos mayor importancia, por la manifiesta imposibilidad de que tales leyes lograran su objetivo, y dada la absoluta ausencia de fundamentos legales y democráticos para respaldar su aprobación. Pero con el paso del tiempo, una parte significativa de la opinión pública catalana de inclinación soberanista está convencida de la viabilidad de la desconexión unilateral. Muchos soberanistas tienen reservas acerca del procedimiento “exprés” que sus representantes se proponen utilizar, una vez hayan conseguido reformar el reglamento del Parlamento catalán para tal propósito. Y es probable que no compartan la idea de que todo se haga con el mayor secretismo. Pero lo cierto es que, aun recelando de los pocos escrúpulos democráticos y de la falta de transparencia, han “comprado” la teoría de la desconexión.
No hace falta ser un gran experto para saber que las leyes de desconexión constituyen un disparate jurídico. Los soberanistas argumentan que la separación unilateral de España se puede llevar a cabo de modo perfectamente legal, transitando de la ley a la ley. Dicen con razón que un determinado acto es legal, o no lo es, según cuál sea el marco legal aplicable. No desconocen que la Constitución española (lo mismo que casi todas las constituciones democráticas del mundo) no permite la independencia unilateral de un territorio. Y saben que, de acuerdo con el orden constitucional español, no es posible (como tampoco lo es en la inmensa mayoría de países), la celebración de un referéndum unilateral de independencia. Ahora bien, según los soberanistas, las cosas son distintas si se cambia el marco legal. En efecto, si se construye un marco legal catalán, entonces la independencia (y el referéndum unilateral) pueden ser perfectamente legales.
Pero aquí nos encontramos con el meollo del problema: ¿Cómo se pasa del marco constitucional existente al nuevo marco legal catalán? Muy sencillo: el Parlamento catalán se reúne y aprueba una ley por la que se declara que Cataluña se desconecta de la Constitución española. El Tribunal Constitucional pierde competencia para invalidar la ley, pues la desconexión ya se ha producido por obra de esa misma ley. Si el Tribunal invalidara la ley, la sentencia sería en todo caso irrelevante. Así de fácil.
Es asombroso que en toda la larga historia del secesionismo, en las diversas partes del planeta, a nadie se le haya ocurrido antes una solución tan ingeniosa, que seguramente pasará a la historia de la cultura jurídica occidental como la más notable aportación de los juristas catalanes del siglo XXI.
Naturalmente, hay un pequeño problema. Aunque el movimiento independentista catalán mostró una notable fuerza en las elecciones autonómicas catalanas, lo cual pone de manifiesto, sin lugar a dudas, que es necesario encontrar una solución política al problema de fondo, lo cierto es que no logró la mayoría social necesaria para sustentar un proceso de secesión. Además, los resultados de las sucesivas elecciones generales en Cataluña mostraron la fragilidad electoral del movimiento. Por ello, y según hemos podido saber por filtraciones a la prensa, las leyes de desconexión que se están elaborando introducen el siguiente matiz: la desvinculación se hará por partes. En un primer momento, Cataluña se desconectará de la Constitución española, pero sólo a efectos de poder celebrar un referéndum unilateral.
En el caso de que el resultado sea favorable a la independencia, se cumplirá la condición necesaria para que la desconexión sea total y definitiva. Entre las muchas consecuencias que está previsto que se produzcan, se incluye la amnistía para toda persona condenada penalmente por su colaboración con el procés. Si, en cambio, el resultado del referéndum fuera desfavorable, Cataluña se reconectaría al ordenamiento español.
Es obvio que esta estrategia soberanista no lleva a ninguna parte. Es de sentido común pensar que los destinatarios de un sistema jurídico válido no tienen la facultad de optar por desvincularse del mismo, aunque sea por partes. Es posible que quien atraca a un banco haya decidido desconectar de algunos artículos del Código Penal, pero ello no impide que éstos produzcan sus efectos. Que los juristas del soberanismo hayan llegado a justificar la estrategia de la desconexión unilateral muestra hasta qué punto se ha degradado en Cataluña el respeto a las reglas más básicas de un orden jurídico democrático. Los últimos movimientos del proceso desmienten la afirmación de que “esto no va de independencia, esto va de democracia”.
Los ingleses dicen que cuando en un reloj suenan trece campanadas, ya no podemos confiar en la exactitud horaria de las anteriores. La adivinanza pregunta: “¿Qué hora es cuando un reloj da las trece?”. Y responde: “Es hora de cambiar de reloj”. A nuestro juicio, en el momento en que los juristas del procés han pasado a defender las leyes de desconexión, el soberanismo ha dado las trece campanadas. El tiempo dirá qué pasará con el reloj.
(Artículo de Víctor Ferreres, Enric Fossas y Alejando Saiz, publicado en "El País" el 21 de marzo de 2017)
La condena por delito de desobediencia al Tribunal Constitucional (TC) de Artur Mas –dentro de su moderación– se produce en un marco excepcional de crisis total del pujolismo. Continúa abierto el proceso penal contra la familia Pujol. Está celebrándose el juicio oral por el expolio del Palau de la Música y la financiación ilegal de CDC y comienza el juicio contra dos de los máximos exponentes del nacionalismo catalán, Alavedra y Prenafeta, por fraude fiscal y blanqueo de capitales, de muchos millones de euros.
En este momento, la condena de Artur Mas a dos años de inhabilitación para ejercer cargos públicos sitúa al proceso independentista en plena crisis. Su principal impulsor es fundada y justamente expulsado de la política porque ha desafiado y menospreciado el Estado Democrático de Derecho.
En estas breves notas, no pueden abordarse las amplias cuestiones que aborda la sentencia –100 folios–. Pero, trataremos de destacar sus aspectos más relevantes. Vaya por delante, que estamos ante una Resolución muy fundada que da cumplida respuesta a todos los aspectos que se plantearon en el juicio desde la fiscalía y desde las defensas. Que fundamenta rigurosamente las razones que sustentan la autoría, la culpabilidad y responsabilidad penal de los tres acusados. Y desautoriza los argumentos defensivos pormenorizadamente.
Frente a lo que siempre ha pretendido Mas, es evidente que estamos ante un juicio justo que respira a lo largo de su razonamiento independencia, neutralidad y objetividad. Por ello, la condena de Mas es muy importante y, desde luego, irreprochable.
Hay dos textos dignos de destacarse. Artur Mas, cuando decide incumplir el mandato del TC de que no se celebre la consulta del 9-N, "pervirtió los principios democráticos de división y equilibrio de poderes e hizo quebrar una regla básica e imprescindible para una convivencia pacífica, la que pasa indefectiblemente por la sumisión de todos al imperio de la ley y al cumplimiento de las resoluciones judiciales". Y para justificar la pena que se le impone, se estima "adecuada y proporcional la reacción máxima prevista por el legislador, pues máxima ha sido la tensión a que se vieron sometidos valores constitucionales tan esenciales en un Estado democrático y de derecho como el equilibrio entre poderes y el sometimiento de todos al imperio de la ley".
El punto de partida del análisis condenatorio es la defensa de la democracia y, dentro de ella, el principio de jerarquía cuando media –como en este caso–, la Providencia "meridiana y explícita" del TC de 4/11/2014 suspendiendo la consulta ilegal convocada por el entonces president Mas, un "mandato inequívoco, claro y terminante, de paralizar o suspender, en definitiva de cesar, toda actividad encaminada a la realización del denominado proceso participativo convocado por el President de la Generalitat el día 14 de octubre anterior…".
La sentencia analiza las "evidencias" que acreditan la voluntad directa y constante de los tres acusados para que la consulta tuviese lugar contra la orden explícita emanada del TC. Y, para ello, pusieron en marcha una estrategia perfectamente diseñada y ejecutada con medios "materiales, equipos técnicos y equipamientos públicos sin los cuales el proceso participativo no habría podido desarrollarse…".
Es importante citarlos, frente al pueril argumento de que fue un esfuerzo de un grupo de voluntarios. Entre otros, los siguientes. La creación y mantenimiento de la página web "participa2014.cat", siempre bajo el control del Govern, la campaña de publicidad institucional contratada con la sociedad Media Planning Group SA, el reparto "masivo" de "correspondencia oficial" contratado con Unipost, la fabricación y suministro de "urnas, papeletas y sobres" por diversos reclusos, entre otros, los del Centro penitenciario de Ponent (Lleida), "la instalación de programas informáticos y suministro de material tecnológico y apoyo técnico" concertado con FUJITSU, entre los que se encontraban 7.000 ordenadores portátiles, la contratación de un "seguro de responsabilidad civil" con Axa a favor de 27.117 voluntarios y la disponibilidad, completamente irregular, de Centros públicos de enseñanza.
Todos estos, aquí brevemente expuestos, son los que empleaban los acusados, bajo la dirección de Mas, para contravenir abiertamente lo ordenado por el TC y ejecutar conscientemente un proceso de indudable cariz delictivo, la consulta del 9N. Como dice el Tribunal, actuaron con "una voluntad consciente y una disposición anímica inequívoca de contravención". Por todo ello, han sido condenados. Como tantas y tantas personas, no tan relevantes como ellos, que han sido condenadas por dicho delito común.
Leída la sentencia, se abren varios interrogantes. Me detengo solo en uno. ¿Cuánto costó a las cuentas públicas de la Generalitat –es decir, a todos los catalanes– la celebración de un proceso claramente delictivo? ¿Cómo lo van a reparar?
(Artículo de Carlos Jiménez Villarejo, publicado en "Eldiario.es" el 13 de marzo de 2017)
En vísperas de la consulta-río de noviembre de 2014, Artur Mas reveló la clave para poder celebrarla saltándose los impedimentos legales, Tribunal Constitucional incluido: “Tenemos que engañar al Estado”. La estratagema funcionó sin que el contenido anómalo del procedimiento suscitase el descrédito que temieron algunos catalanistas. De entrada fue el doble juego de preguntas trampa: la primera para sumar apoyos heterogéneos, pues todo federal, sin ser independentista, apoya la existencia de un Estado catalán, y la segunda para eliminar toda posibilidad de rechazo, al restringir la participación a quienes en la primera votasen a dicho Estado. El resultado es conocido y sus efectos alcanzan hasta hoy: la manifiesta desobediencia del presidente de la Generalitat, precedida además de un zigzag de gestos y declaraciones orientadas a despistar al Gobierno central, provoca la consiguiente querella, con el procesamiento del astuto político, no sin los problemas derivados de la difícil aplicación de la ley a un caso inédito, donde un referéndum se rebaja a consulta alegal sin otra repercusión formal que el eco obtenido dentro y fuera de España.
Importó como precedente. Aun con participación poco estimulante, la Cosa se celebró en medio del desconcierto gubernamental. Ahora, ante la figura mártir de Mas en el banquillo —en un país donde es fácil invocar el antecedente de Companys—, toca aprovechar el episodio para invertir su significación, convirtiéndolo en ejemplo de la opresión española, a la cual el pueblo catalán debe responder masivamente desde la calle.
La táctica de engañar al Estado, anunciada entonces por Mas, asociada inevitablemente a engañar al conjunto de los ciudadanos, ha sido una constante en la actuación política de la Generalitat, y es lo que de forma más clara cuestiona su contenido democrático. Aun dejando de lado el marco constitucional, una exigencia mínima hubiera supuesto que los partidos independentistas, incluido CiU, desarrollasen su propaganda por la independencia con el objetivo de ganar el respaldo de una opinión catalana mayoritaria, mientras la Generalitat cumplía con su papel de órgano constitucional, encargado de garantizar la pluralidad de opiniones, de modo que los mensajes del sector público respondiesen de forma equilibrada al principio de libertad de expresión e información, de isegoría por volver a la polis. No ha sido así: todos los instrumentos de comunicación dependientes directa o indirectamente de la Generalitat, desde los informativos a los programas de humor y los documentales, se han consagrado desde septiembre de 2012 a allegar argumentos para la soberanía catalana y para impulsar la desconexión respecto de España.
Resulta inaceptable la excusa de que hubo en Madrid medios de comunicación dispuestos siempre a satanizar la idea misma de independencia, cosa cierta, igual que actuaron otros catalanes en dirección contraria, ya que si de algo cabe acusar al Gobierno de Rajoy es de pasividad, en espera siempre de que el procès se anulase por sí mismo. Incluso faltó al deber de utilizar sus recursos para analizar y exponer a la opinión ese desvío visceralmente partidista de la conducta institucional que estaba teniendo lugar en Cataluña. Ignoró que el constitucionalismo made in Spain ya no servía. El Gobierno de Mas pudo así invertir las relaciones entre quien recibe su poder y sus competencias de la Constitución y el Estado español, titular de la soberanía.
Debió de ser un hallazgo del magistrado Carles Viver, artífice al parecer de esta imaginativa estrategia (y de las siniestras preguntas de 2014). Desde un primer momento no se trató de reivindicar nada respecto del orden normativo que los catalanes votaron en 1978, sino de afirmar y consolidar la exigencia supraconstitucional de soberanía plena. La coartada de Viver a título personal, y de tantos más, es que vivía satisfecho con la reforma estatutaria, de la cual fue inspirador, suponemos que luciendo las condecoraciones de Isabel la Católica y del Mérito Constitucional, hasta que la sentencia restrictiva de este organismo sobre el Estatut le llevó a un giro copernicano. Es un argumento fácil, olvidadizo de que tal sentencia no fue obra de los conservadores, sino de los jueces progresistas, y que frente al recurso del PP, convalidó la gran mayoría de artículos, anulando 14 y reinterpretando otros, entre ellos el que ahora permitiría a la Generalitat organizar la consulta sobre la independencia. Ante todo pusieron coto a la pretensión de asignar competencias que interferían o anulaban las constitucionales reservadas para el Estado. Pero nada importó que la legalidad procedimental en el TC ni que sus resultados confirmasen gran parte del Estatut. Antes de leerlos, contó la humillación, y así de la respuesta en la calle de Som una naciò! surgió la nueva legitimidad, enfrentada a un Estado que ahora solo sería reconocido de dar luz verde al procès, léase de aceptar la secesión, a pesar de que el independentismo no fuese aún mayoritario. Diálogo no cabía.
¿Para qué indagar si esos catalanes, que en 2010 solo la apoyaban en un 20%, quieren la independencia? Prevalecen las esencias: Catalunya, la nación catalana, la exige. De ahí también que en su gestación, según el esquema de Viver, cuente antes alcanzar el objetivo deseado que averiguar la voluntad política de los ciudadanos. La labor de nuestro jurista se desarrolla en dos planos. El primero, poco glorioso pero muy eficaz, comparable a la de los abogados especializados en la defensa de la ilegalidad, tantas veces ilustrada por el cine americano, ha consistido en descubrir los resquicios de las normas y los posibles fraudes de ley para bloquear las actuaciones estatales de defensa del orden constitucional, denostadas además como judicialización, pues la ley no debe oponerse al “derecho a decidir”. El segundo, trazar los esquemas normativos e institucionales dirigidos a construir el Estado catalán independiente desde el interior de la autonomía, con el fin de articular la desconexión a partir del momento en que proclame la independencia un Parlament fruto de elecciones plebiscitarias. Menos de un 50% de votos independentistas rompen tal barrera en escaños. Las consecuencias reales para Cataluña y España, simplemente no importan.
Aun sin ser mayoritario, ese independentismo dispuesto ahora a sortear al Estado responde desde hace tiempo a la activación del efecto-mayoría, haciendo ver a todo ciudadano los inconvenientes personales de oponerse a la marea totalista, de homogeneización política bajo la estelada. La conclusión es sencilla: la canalización por vía constitucional de la presión independentista constituye el único recurso, ya casi imposible, para evitar la deriva antidemocrática en curso. A favor del menosprecio a las normas de dicha voluntad secesionista, avanza la construcción de una Catalunya dominada por un nacionalismo narcisista y maniqueo. De exclusión. Así las cosas, diálogo bien, pero sobre qué.
(Artículo de Antonio Elorza, publicado en "El País" el 1 de marzo de 2017)
Hay sobrados indicios de que el plebiscito quiere imponerse como el sistema de elección propio de esta nueva era, en la que poco a poco se intentará destruir la vieja democracia representativa para instaurar algo que todavía no sabemos qué es. El siglo XXI ha empezado y se está sacudiendo de encima los restos del anterior, mientras sus supervivientes contenemos el aliento ante lo que los ingleses llaman impending doom, el instante de silencio que precede al estruendo de la fatalidad. La primera cabeza de la Hidra apareció con el inesperado resultado del referéndum sobre la permanencia en la Unión Europea que celebró Reino Unido y que nos dejó a todos perplejos. La segunda acaba de asomar en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, que cabría interpretar como un plebiscito sobre el sistema que el propio Donald Trump convocó y ganó, después de presentarse ante el electorado como la alternativa a Hillary Clinton, representante, si bien se mira, de la última de las grandes dinastías republicanas, tras los Roosevelt, los Kennedy o los Bush. La derrota no es solo de los demócratas, sino también del Partido Republicano, cuyas élites intentaron distanciarse de Trump cuando vieron que el monstruo se les había escapado de las manos. En venganza, ahora los hooligansde Trump gritan eufóricos a los dirigentes del partido: “¡Habéis perdido!”. Y es verdad, han perdido el plebiscito.
Aunque está adquiriendo una virulencia desconocida y mutando a una gran velocidad, el fenómeno no es nuevo. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), situó su aparición en la Francia del caso Dreyfus: “El populacho es principalmente un grupo en el que se hallan representados los residuos de todas las clases. Esta característica hace fácil confundir el populacho con el pueblo, que también comprende todos los estratos de la sociedad. Mientras el pueblo en todas las grandes revoluciones lucha por la verdadera representación, el populacho siempre gritará en favor del hombre fuerte, del gran líder. Porque el populacho odia a la sociedad de la que está excluido tanto como al parlamento en el que no está representado. Por eso los plebiscitos, con los que tan excelentes resultados han obtenido los modernos dirigentes del populacho, son un viejo concepto de los políticos que confían en el populacho. Uno de los más inteligentes jefes de los antidreyfusistas, Déroulède, clamaba por ‘una república a través del plebiscito”.
Se trata de una descripción exacta de lo que ha pasado en Reino Unido y en Estados Unidos, pero también de lo que ocurre en Cataluña —dirigida por el magma residual de Junts pel Sí, donde se cuecen restos convergentes, comunistas y republicanos, cuajados con el tóxico demagógico de la CUP— y de lo que empieza a vislumbrarse en el resto de Europa. Es posible que en Francia las elecciones presidenciales acaben siendo un plebiscito entre la vieja república, encarnada por Alain Juppé o François Fillon —ejemplos ambos de la clásica excelencia política francesa—, y Marine Le Pen, descendiente directa de los antidreyfusistas descritos por Arendt y en los que se incubó el nazismo. Algo ha cambiado y quizá ya no haya pueblo y todo sea populacho, puesto que hay una gran masa que no se reconoce ciudadanía y se proclama excluida y maltratada por sus antiguos representantes en la democracia parlamentaria. Esa masa está adoptando el plebiscito como una herramienta para impugnar la ley y el orden en el que vivimos, aunque, de momento, solo esté sirviendo para poner contra las cuerdas a unos políticos que han caído en la trampa y no saben cómo hacer efectivo el mandato plebiscitario.
La imagen que mejor describe la situación es la de Nigel Farage, ganador del plebiscito británico, con Donald Trump, el nuevo gran líder de la plebe estadounidense, en esos salones tornasolados de oro y que parecen haber sustituido de pronto la blanca asepsia del Despacho Oval. La risa de Farage en esa foto está llamada a ser icónica y recuerda a la de El entierro de la sardina de Goya o a la del payaso de humo creado por Thomas Mangold a partir de la nube de hongo atómica. Esa imagen representa la apoteosis de la estupidez que Flaubert empezó a catalogar en el siglo XIX y que ahora, gracias a las redes sociales, la televisión y la degradación educativa en todos los órdenes, tiene más visibilidad que nunca. Marine Le Pen ha dicho que el triunfo de Trump supone el nacimiento de un nuevo mundo. Y tiene razón. Trump y Farage han dado cara, voz y poder a los trolls digitales, esos virus anónimos que insultan y amenazan en los foros de Internet y que se están convirtiendo en una nueva forma de información y aun de autoridad.
En la campaña estadounidense, hemos visto cómo los mayores disparates sobre Obama, el cambio climático o cualquier otro asunto se han tomado como verdades irrefutables gracias al prestigio de una red social hegemónica. La severidad de las críticas publicadas en The New York Times y The Washington Post contra Trump no han servido de nada. El nuevo pueblo no atiende a esas lecturas y obedece a consignas publicitarias claras y brutales que actúan como corrientes eléctricas para estimular el cardumen de la masa. Elias Canetti estaría completamente fascinado. El plebiscito es la nueva forma de elección ideal en este nuevo ecosistema mediático.
Para entender el problema, no basta con decir que se trata de un conflicto entre ilustrados e ignorantes. Es verdad que Trump ha llegado a decir que él representa y está orgulloso de sus semejantes poorly educated, es decir, de los que desprecian cuanto ignoran, pero Boris Johnson, uno de los manipuladores más cínicos en la campaña a favor del Brexit, es licenciado en Clásicas por Oxford, una cultura que no le ha impedido asumir y vociferar el discurso del más tarado de los trolls. Hay algo que se ha desatado y que requiere de una toma de conciencia seria, por parte sobre todo de los ciudadanos europeos, si no queremos que la Hidra siga echando cabezas.
Para empezar, hay que exigir a los partidos políticos que no jueguen irresponsablemente con la tentación del plebiscito, un mecanismo que no puede utilizarse para resolver problemas ab ovo. Es lamentable, por ejemplo, que buena parte de la izquierda de este país, con Podemos a la cabeza, acepte un vulgar y embarazoso giro perifrástico —insostenible desde el punto de vista político y jurídico— como es el derecho a decidir solo porque es rentable comercialmente en muchas autonomías. Y del otro lado, los partidos constitucionalistas están paralizados en el fango de la corrupción y la incompetencia, dejando que unas instituciones creadas por una tradición política muy anterior a ellos sean desprestigiadas y puestas en peligro.
Por otra parte, a la imbecilidad de baba y sonrisilla de un Farage, no nos queda más remedio que seguir oponiéndole la complejidad del pensamiento, una facultad que, como recordaba Hannah Arendt al final de su Vita activa (1958), es mucho más vulnerable, en un régimen tiránico, que la capacidad de actuar. Nuestro reto estriba ahora en identificar esa nueva tiranía. Cómo pensemos y nos pronunciemos contra ella, eso será nuestra ética.
(Artículo de Andreu Jaume, publicado en "El País" el 23 de febrero de 2017)
El espectáculo de este lunes en Barcelona fue antidemocrático y grotesco, pero no inesperado.
Desde hacía días se estaba preparando. En los medios de comunicación catalanes —desde los oficiales de la Generalitat y los declaradamente independentistas, como el Avui o el Ara, hasta los más moderados del grupo Godó— el despliegue de propaganda y de consignas para dar respaldo a los procesados fue similar al de las grandes solemnidades reivindicativas del 11 de septiembre.Especial mención debe hacerse de la programación dominical de TV8, dirigida por el periodista Josep Cuní: toda la jornada dedicada a seguir la entrañable vida familiar de Artur Mas, la anterior a su comparecencia ante los jueces. La serenidad del gran líder, dispuesto a cualquier sacrificio por la patria, rodeado de esposa, hijos y nietos, tranquilo y seguro de que el siguiente sería un día histórico, uno más, fue un gran spot publicitario, un estremecedor prodigio de propaganda política
Pero quizás lo más grave sea el motivo de la manifestación de este lunes. No se trataba, como en las Diadas de los onces de septiembre, de mostrar una voluntad de independencia sino de rechazar la legitimidad de un tribunal, del máximo órgano jurisdiccional en Cataluña; es decir, era una manifestación de rechazo al Estado de derecho, encabezada por el presidente de la Generalitat. En la semana anterior, ya habían proclamado las autoridades que se trataba de un “juicio político” y de una “anomalía democrática”.
En definitiva, a la ley y a las sentencias de los tribunales estas autoridades oponen la voluntad del pueblo, naturalmente el pueblo que está de su parte. Cuando hablamos del actual populismo, muchos piensan que todo empezó con Syriza, Podemos, Le Pen y Trump. No es así. En 1984, ante la amenaza de un proceso judicial que podía llegar a averiguar la actuación de Jordi Pujol en la última fase de Banca Catalana, este se encaramó al balcón de la Generalitat y proclamó que la querella de la fiscalía era, simplemente, un ataque a Cataluña. Ahí se empezó a atacar el Estado de derecho, ante el silencio general de la sociedad y de los partidos catalanes, con la complacencia de los dos grandes partidos españoles: en los años siguientes necesitaban a Pujol para formar Gobiernos.
Los errores graves, a la larga, siempre se pagan. Debieron darse cuenta de que aquel ataque al Estado de derecho era la semilla de su futura destrucción, que quien atacaba no era demócrata sino nacionalista y populista. No es casualidad que Pablo Iglesias, en defensa de Mas, comentara este lunes por Twitter: “Habla mal de nuestra democracia que se juzgue a alguien por poner urnas”. Los populistas se comprenden y apoyan entre ellos. Hace pocos días, tras suspender un juez el ignominioso veto presidencial a la inmigración, Trump lanzó por tuit: “No puedo creer que un juez haya puesto al país en peligro. Si pasa algo la culpa es suya y del sistema judicial”. Y hace pocas horas ha declarado que “los jueces hacen el trabajo muy difícil”.
A los populistas les molestan los controles, los jueces; quieren todo el poder, sin límites. Deberían saber que la democracia no solo consiste en votar sino en votar conforme a la ley. El autócrata cree que solo él puede distinguir lo bueno de lo malo, el demócrata sabe que esta distinción la determinan los representantes del pueblo y, en última instancia, la controlan los tribunales.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 7 de febrero de 2017)
La idea de las formas políticas corruptas proviene de Aristóteles. A las formas políticas puras, es decir, la monarquía (gobierno de uno), la aristocracia (de una élite) y la democracia (del pueblo), el clásico griego oponía las formas corruptas como degradación de las puras: tiranía, oligarquía y demagogia, respectivamente. Hoy en día, aunque la realidad ha cambiado mucho, nuestras democracias contemporáneas pueden degenerar, entre otras formas corruptas, en partitocracia y en populismo, no muy alejadas de las ideas de oligarquía y demagogia de las que hablaba Aristóteles.
La democracia hoy, en su esencia, sigue siendo, efectivamente, el gobierno del pueblo. Ahora bien, la democracia no es una finalidad sino un simple instrumento, el más adecuado, la mejor forma de gobernar un Estado, o la peor a excepción de todas las demás, como irónicamente dijo, al parecer, Winston Churchill. Porque, recordemos, la finalidad de todo Estado —de toda estructura política, también las supraestatales (como la UE) y las infraestatales (como las CC AA y municipios)— es asegurar la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos mediante la garantía de los derechos civiles, políticos y sociales que figuran en los textos constitucionales. Es decir, la democracia determina el sujeto del poder político y los límites para ejercerlo, no su objetivo, que es la “igual libertad” de todos. La democracia es, por tanto, una simple técnica, un instrumento, para alcanzar este objetivo.
Ese instrumento está basado en tres grandes principios que son requisito indispensable para su buen funcionamiento: la representación política, la división de poderes y el pluralismo. Si alguno falla, el instrumento no sirve, la democracia queda inutilizada para la finalidad que se propone.
La representación política significa que los ciudadanos, mediante elecciones y por un tiempo limitado, otorgan a determinadas personas, de forma directa o indirecta, el poder político. La división de poderes consiste, sustancialmente, en que el poder no está concentrado sino que las diversas funciones del Estado son ejercidas por órganos distintos, los cuales, además, se controlan mutuamente. El pluralismo presupone que en la sociedad coexisten diversos intereses, valores e ideas que deben ser reconocidos y protegidos porque son un valor en sí mismos, dado que en todo sistema democrático la discrepancia y la contraposición de opiniones son la fuente previa a toda decisión política y un requisito necesario para que resulte acertada. Un reflejo imprescindible del principio pluralista son los partidos políticos que, a nuestros efectos, adquieren una especial relevancia.
Representación, división de poderes y pluralismo son, por tanto, los principios indispensables que configuran a las democracias. Pues bien, la partitocracia y el populismo, desde ángulos distintos, vulneran algunos de estos principios y, por esta razón, desnaturalizan la idea de democracia, la corrompen y la pervierten. En apariencia las formas son democráticas, en su funcionamiento el Estado deja de serlo porque el objetivo de la “igual libertad” a la que antes nos referíamos no puede alcanzarse, dado que el instrumento es defectuoso y no sirve para la finalidad pretendida.
La partitocracia desvirtúa la división de poderes porque los concentra en los grandes partidos mayoritarios e impide la función de control entre los distintos órganos estatales. Como hemos visto, los partidos políticos son un efecto inevitable del principio pluralista. Hoy la democracia es una democracia de partidos, no de individuos aislados. Pero esta legítima democracia de partidos se convierte en partitocracia cuando uno o varios de entre de ellos, desde luego los más importantes, se ponen de acuerdo para ejercer un poder trasversal que se apodera de los distintos órganos del Estado e impide la posibilidad de controlarse mutuamente. La garantía para el buen funcionamiento democrático que supone la división de poderes queda desactivada. Falla un principio esencial de la democracia.
Una primera consecuencia es que la Administración pública no cumple con el mandato constitucional de servir a los intereses generales si los partidos copan, mediante los cargos de confianza que designan, la dirección de los órganos de la Administración, arrinconando así a los funcionarios que ocupan sus plazas en virtud de los principios constitucionales de mérito y capacidad. Esta Administración es la que debe conceder permisos y subvenciones a las empresas, asociaciones y particulares, entre ellos otorga las licencias a los medios de comunicación audiovisual. Así, pone la sociedad a su servicio en lugar de estar ellos al servicio de la sociedad.
Si añadimos que son estos mismos partidos quienes designan a los miembros de órganos constitucionales (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Defensor del Pueblo, Tribunal de Cuentas) y a los órganos reguladores (Banco de España, Mercado de la Competencia, Consejos de RTV, etcétera), que por su naturaleza deben ser independientes, se ve claro que los poderes tienen un amplio campo para ser ejercidos sin frenos ni contrapesos, sin controles. El principio de división de poderes se vulnera y todo el edificio del Estado democrático de derecho queda seriamente dañado.
Los populismos suelen surgir como reacción frente a las partitocracias y, a veces, acaban destruyendo a la democracia misma al sustituir los principios de representación política, división de poderes y pluralismo por sus contrarios: consultas directas a los ciudadanos, concentración de poderes y partido único o liderazgos carismáticos.
De entrada, dividen a la sociedad en dos partes, las élites y el pueblo. Pero a condición de que sólo es el pueblo quien está legitimado para gobernar y la mejor forma de hacerlo es la consulta directa, sin mediar representación alguna. De ahí que la buena democracia sea la llamada democracia participativa, aunque los participantes sean una pequeña fracción del pueblo. De ahí la importancia que se da a las manifestaciones callejeras, consultas y referendos, considerados como la expresión de la voluntad del pueblo auténtico. Al final, es el líder máximo (siempre bueno, justo y honrado) quien tiene capacidad para interpretar esta voluntad. Los populismos suelen derivar en dictaduras, de uno u otro signo.
La partitocracia es una forma corrupta de democracia porque vulnera el principio de división de poderes y desvirtúa todos los demás. Pero la solución no es el populismo, que arrasa con todos los principios democráticos y cambia de forma sustancial el sistema en su conjunto. La solución está en la regeneración democrática de las instituciones mediante una reforma que haga respetar los principios: una buena democracia representativa, una verdadera división de poderes y un respeto al pluralismo. Frente a las formas degeneradas y corruptas, las soluciones regeneradoras y reformistas.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 15 de enero de 2017)
Tengo que reconocerlo. Lo que seguramente es el comienzo mejor para hacer que las cosas sean de otra manera. Como ha dicho Barack Obama en su despedida, pudimos y podemos. O sea, que sí, que puedo decir con la mayor de las naturalidades, que me siento humillado cada vez que veo una foto en el periódico de inmigrantes pasando frío, o hundidos en el barro, o huyendo de las explosiones. Veo esas fotos e intento no saber más sobre lo que están pasando. Paso entonces las páginas y me meto todo lo que puedo en el gravísimo problema que supone para mí que la Gran Vía esté cortada unas horas al día.
Un día ya no puedo más, y comienzo la lectura pausada del horror que viven aquí mismo cientos de miles de personas, y nosotros, no solo yo, no hacemos realmente nada. ¿Es verdad que España no puede acoger más que unos pocos cientos de refugiados? Yo creo que no es cierto, que si Alemania puede hacerse cargo de cientos de miles, si Grecia está absolutamente inundada de personas que necesitan lo más elemental, creo que si todo eso es posible sin que se hunda la economía europea, en España podríamos acoger a muchos, muchísimos más de los que decimos. Y el problema no es solo, ni fundamentalmente, el Estado. El problema somos nosotros.
Hagamos la prueba: leamos enteras las noticias, las que explican que la gente hace cola para conseguir una sopa a una temperatura ambiente de veinte grados bajo cero. Y entonces, apartamos ligeramente el café humeante que tenemos en la barra del bar, y nos imaginamos que alguno de nuestros hijos está ahí, esperando la sopa.
Yo no digo que nadie se lleve a su casa a una familia siria, pero sí que dedique alguna energía cada día para exigir que el partido al que vota ponga en marcha medidas que sirvan para mejorar la situación de esa gente, o que fuerce a los Gobiernos a que lo hagan.
Son cosas que están al alcance de la mano de cualquiera. No es inimaginable pensar que en España cupieran un millón de personas más de las que hay ahora. No íbamos a convertirnos en pobres de solemnidad por eso. Tampoco pensemos que los inmigrantes van a pagar las pensiones de mañana. Imaginemos que es un acto de solidaridad y ya está. Un acto de solidaridad a cambio de nada. Tan solo con eso tendremos un país mejor, porque nuestros vecinos y nosotros lo seremos.
Un millón de personas más.
Para cambiar la política internacional hace falta más tiempo.
(Artículo de Jorge M. Reverte, publicado en "El País" el 13 de enero de 2017)
Dos investigadores británicos, Robert Geyer y Samir Rihani, propusieron un experimento mental para que cayéramos en la cuenta de que los sistemas inteligentes son más importantes que las personas inteligentes: ¿qué pasaría si los gobernadores del Banco de Inglaterra fueran sustituidos por una habitación llena de monos? Si uno tuviera que responder rápidamente a esta pregunta, la intuición inmediata le llevaría a asegurar que la economía británica colapsaría. Ahora bien, a nada que hayamos podido reflexionar un poco y superar el automatismo de la reacción, la respuesta sería muy diferente: el gobierno de los monos pondría de manifiesto hasta qué punto estamos gobernados más por sistemas que por personas, con equilibrios, contrapesos y correcciones automáticas, por lo que los monos no harían tanto daño como podría suponerse.
La pregunta que en estos momentos todo el mundo se hace acerca de lo que puede suponer un gobierno de Trump para los Estados Unidos y el mundo en su conjunto es si el sistema político americano es capaz de resistir a un presidente así o se plegará finalmente a los dictados de quien temporalmente lo dirige (y la referencia a los monos es pura casualidad sin malicia alguna, pues también podía haber puesto como ejemplo a Rajoy, May, Le Pen, Grillo, Orban o Erdogan). Las respuestas a esta pregunta son muy variadas, pero se agrupan en dos tipos. Quienes tienen una visión más bien individualista de la política son en este caso pesimistas; quienes la conciben sistémicamente tienden a ser optimistas. Es curioso que los límites del poder sean ahora un motivo de esperanza, cuando en otros momentos habían simbolizado más bien nuestra desesperación. No deja de ser una paradoja el hecho de que estemos depositando todas nuestras esperanzas en que eso que hemos llamado últimamente y con gesto despectivo “la casta” (los altos funcionarios, los expertos, militares, empresarios o el propio Partido Republicano) sean un poder que limite efectivamente el de su presidente.
El experimento mental propuesto por los profesores británicos es interesante porque en el automatismo de nuestras respuestas iniciales se pone de manifiesto hasta qué punto somos deudores de un modo de pensar centrado en los individuos y los líderes, en el corto plazo y en la falta de atención a las condiciones sistémicas en las que tienen lugar nuestras acciones. Seguimos pensando que el gobierno es una acción heroica de las personas en vez de entender que se trata de configurar sistemas inteligentes. Es una prueba de eso que Luhmann llamaba “la huida hacia el sujeto”, cuando la acción política se degrada a una competición entre personas, sus programas, sus buenas (o malas) intenciones o su ejemplaridad moral; por eso hablamos de liderazgo con unas connotaciones tan personalizadas, la atención pública se interesa principalmente de las cualidades personales de quienes nos gobiernan, nos preocupa más descubrir a los culpables que reparar los malos diseños estructurales…
La renovación de nuestros sistemas políticos debe ser abordada de otra manera. Nos jugamos demasiado como para confiarlo todo a que nuestros gobernantes sean competentes y buenas personas; no podemos jugar a la ruleta rusa de que estos sean ejemplares y tengan propiedades extraordinarias. La democracia está para que cualquiera pueda gobernarnos, lo que implica que nuestro esfuerzo se dirija hacia los procedimientos y reglas a los que nuestros dirigentes tienen que atenerse, y no tanto al casting político.
No diseñemos nuestras instituciones y sus eventuales reformas pensando en seleccionar a los mejores y facilitar su acción de gobierno, sino en impedir que los malos hagan demasiado daño, aunque ocasionalmente esas mismas instituciones dificulten a los buenos sacar adelante todos sus proyectos. La democracia es un sistema diseñado más para impedir que para facilitar, un sistema que prohíbe, equilibra, limita y protege. Esta circunstancia que impidió a Obama llevar a cabo un ambicioso programa de salud, podría ser lo que dificulte a Trump el cumplimiento de sus promesas (o amenazas).
Todo lo que sea poner el foco en los individuos para designar los problemas que tenemos —la teoría de que lo importante es el ser humano, sea desde la perspectiva de las características personales del líder o de las motivaciones del votante individual en clave de rational choice— lleva consigo una infravaloración de las propiedades sistémicas de la sociedad. Los principales problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad tienen el carácter de problemas planteados por un sistema interdependiente y concatenado ante los cuales son ciegos sus componentes individuales: insostenibilidad, riesgos financieros y, en general, aquellos que están provocados por una larga cadena de comportamientos individuales que pueden no ser en sí mismos malos, pero sí lo es su desordenada agregación. De ahí que no se trate tanto de modificar los comportamientos individuales como de configurar adecuadamente su interacción y esa es precisamente la tarea que podemos designar como inteligencia colectiva. Se gana mucho más mejorando los procedimientos que mejorando a las personas que los dirigen. No deberíamos esperar tanto de las virtudes de quienes componen un sistema ni temer mucho de sus vicios; lo que realmente deberían inquietarnos es si su interconexión está bien organizada, cómo son las reglas, los procesos y las estructuras que configuran esa interdependencia.
Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por sistemas en los que se sintetiza una inteligencia colectiva (reglas, normas y procedimientos) y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas o ejemplares. Podríamos prescindir de las personas inteligentes pero no de los sistemas inteligentes; es lo que se suele decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes.
Estos doscientos años de democracia han configurado precisamente una constelación institucional en la que un conjunto de experiencias han cristalizado en estructuras, procesos y reglas (especialmente las constituciones) que proporcionan a la democracia un alto grado de inteligencia sistémica, una inteligencia que no está en las personas sino en los componentes constitutivos del sistema. De alguna manera esto hace al sistema democrático independiente de las personas concretas que actúan e incluso de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio; únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores, incluido el eventual paso de unos monos por el gobierno.
(Artículo de Daniel Innerarity, publicado en "El País" el 4 de enero de 2017)
En la nueva etapa en que se encuentra nuestro país es preciso abordar reformas políticas, pero también proponer actuaciones desde la sociedad civil en diversos campos, entre ellos, el económico, atendiendo al marco global y local, sin caer en el autismo político. Caracterizan nuestro tiempo una globalización asimétrica, la crisis de refugiados políticos e inmigrantes pobres, la financiarización de la economía, la configuración de un nuevo orden geopolítico multipolar, la persistencia de la pobreza y las desigualdades, el desafío de las nuevas tecnologías, la digitalización y el reto del desarrollo sostenible.
Ante este horizonte, cabe sugerir propuestas como las siguientes para articular una economía ética. Una economía que, como diría Sen, ayude a crear buenas sociedades.
En primer lugar, erradicar la pobreza y reducir las desigualdades. Erradicar la pobreza es el primero de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, y en esa tarea la contribución de la economía y las empresas es esencial. Si la economía es la ciencia que trata de superar la escasez, también tiene por meta eliminar la pobreza.
Afortunadamente, el pensamiento sobre la pobreza ha cambiado radicalmente, sobre todo en los dos últimos siglos. Gráficamente lo expone Ravallion mostrando el tránsito de afirmaciones como la de Philippe Hecquet en 1740, “Los pobres (…) son como las sombras en un cuadro: proporcionan el contraste necesario”, al motto del Banco Mundial desde 1990, “Nuestro sueño es un mundo sin pobreza”.
Y ese mundo no es utópico porque sabemos que hoy la pobreza es evitable, pero también porque eliminarla no es solo un modo de proteger a las sociedades frente a las externalidades negativas de la pobreza, sino sobre todo un derecho de las personas a una vida sin pobreza. Erradicar la pobreza no es sólo una medida de protección de los bien situados, sino de empoderamiento de los desfavorecidos. Es lo que exige la afirmación kantiana, nuclear en la ética cívica moderna, de que toda persona vale por sí misma, tiene dignidad y no un simple precio.
Pero para empoderar a los pobres es necesario fomentar la igualdad de oportunidades. Por eso se ha dicho con razón que uno de los grandes retos, si no el mayor, consiste en reducir las desigualdades, porque son indeseables por sí mismas y por la pobreza que generan. Según los 700 expertos mundiales que participaron en la elaboración del informe Global Risks 2014 en el Foro Económico de Davos, la desigualdad es la cuestión que puede tener mayor impacto en la economía mundial en la próxima década. Reducir la desigualdad importa tanto por su impacto en el crecimiento económico como por equidad y justicia.
En segundo lugar, promover el pluralismo de modelos de empresa. Una economía pluralista hace posible que actúen empresas convencionales, que buscan la rentabilidad como tarea prioritaria, pero también entidades económicas que buscan satisfacer necesidades sociales y evitar la exclusión. Son, en palabras de José Ángel Moreno, “semillas de economía alternativa”, nuevos modelos de empresa, de consumo e inversión, en los que la actividad económica es instrumental. Se proponen construir un mundo nuevo desde la actividad económica.
Cuentan entre ellas las empresas de economía social, las de emprendedurismo social, la Economía del Bien Común, la colaborativa, los sistemas de producción e intercambio de dinero social, y las finanzas alternativas, que apuestan por la inversión social. Con todos los interrogantes que plantean algunos de estos modelos de empresa, es cierto que la economía social y solidaria está generando empleos y riqueza material, y es un lugar de encuentro entre el sector social y el económico.
En tercer lugar, unir el poder de la economía a los ideales universales, aprovechar los recursos para dar cuerpo a los valores de una ética cívica transnacional, que debe formar parte de la actividad económica y traducirse en buenas prácticas.
Es preciso aceptar ofertas como la del Pacto Mundial de Naciones Unidas, que propuso en 1999 Kofi Annan con las siguientes palabras: “Elijamos unir el poder de los mercados con la autoridad de los ideales universales. Elijamos reconciliar las fuerzas creadoras de la empresa privada con las necesidades de los menos aventajados y con las exigencias de las generaciones futuras”. En este camino se sitúan los objetivos de desarrollo sostenible y los principios rectores “proteger, respetar, remediar”, que propuso Ruggie, siendo Representante del Secretario General de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Atendiendo a estos principios, las empresas deben respetar los derechos humanos, remediar las intervenciones injustas, e incluso promover la reforma de legislaciones deficientes, valiéndose de su influencia y convirtiéndose en agentes de justicia.
En cuarto lugar, asumir la responsabilidad social como una cuestión de justicia y de prudencia. A pesar de las críticas muy justificadas que ha recibido la responsabilidad social empresarial (RSE) por convertirse demasiado a menudo en un producto cosmético, puede ayudar a crear buenas empresas y buenas sociedades si se entiende como el intento de satisfacer las expectativas legítimas de todos los afectados. Puede ser entonces una excelente herramienta de gestión, óptimamente orientada; una buena medida de prudencia, porque convierte a los afectados en aliados en juegos de suma positiva; y es una ineludible exigencia de justicia, porque atender a los afectados es su razón de ser.
Y por último, cultivar las distintas motivaciones de la racionalidad económica. Suele entenderse que el propio interés es el motor del mundo económico, atendiendo al célebre texto de Smith sobre la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero. Pero actuar sólo por el autointerés es suicida, son también esenciales la reciprocidad y la cooperación, la capacidad de sellar contratos y cumplirlos, generando instituciones sólidas. Cuentan, pues, también la capacidad de reciprocar, la simpatía (la capacidad de sufrir con otros poniéndose en su lugar) y el compromiso cívico dentro del marco de un Estado justo.
Promover el pluralismo de las motivaciones en la actividad económica supone fortalecer la economía desde sus propios principios. Pero si desea ser realmente innovadora, puede recurrir también a esas razones del corazón que la razón geométrica no conoce, a la razón compasiva, capaz de aunar interés propio, simpatía y compromiso. Capaz de asumir la perspectiva de los que sufren y de comprometerse con ellos.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 16 de diciembre de 2016)
La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible es el nuevo manifiesto que nos inspira para transformar nuestro mundo y construir un futuro mejor para todos. Sin embargo, en el camino crucial que conduce a su implementación se interpone una amplia barrera a nuestro avance: la corrupción.
Ningún país está a salvo de ella, y todos los países tienen la responsabilidad de ponerle fin. La corrupción atenaza a personas, comunidades y naciones. Debilita la educación y la salud, socava los procesos electorales y refuerza las injusticias al viciar los sistemas de justicia penal y el estado de derecho. También desvía recursos nacionales y extranjeros, con lo que da al traste con el desarrollo económico y social y acentúa la pobreza. La corrupción perjudica a todos, pero los pobres y los vulnerables son quienes más sufren sus consecuencias.
El tema de este año es "La corrupción: un impedimento para los Objetivos de Desarrollo Sostenible". El Objetivo 16 insta a reducir considerablemente la corrupción y el soborno y a crear a todos los niveles instituciones eficaces y transparentes que rindan cuentas. La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, apoyándose en su mecanismo de revisión por pares, está impulsando la honradez, la transparencia y la rendición de cuentas en la gobernanza, pero hay que hacer mucho más.
En el Día Internacional contra la Corrupción, les invito a reafirmar conmigo nuestra determinación de acabar con el engaño y la falta de honradez que amenazan la Agenda 2030 y de buscar la paz y la prosperidad para todos en un planeta sano.
(Mensaje emitido el 9 de diciembre de 2016)
Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la confusión terminológica. Ya que si algo llama la atención del auge global del populismo, que ha llevado a Donald Trump a la Casa Blanca y tiene a Marine Le Pen enfilando el Elíseo, es la dificultad que encontramos para definirlo con precisión. Pero saber de qué estamos hablando cuando hablamos de populismo es importante; de otro modo, convertiremos en inútil una categoría decisiva para entender la crisis que atraviesan las democracias occidentales. ¡No sea que, aplicando los remedios inapropiados, terminemos por agravarla! Bien por recurrir habitualmente a mecanismos de decisión tan ineficaces como el referéndum, bien por asimilar —por contaminación atmosférica o estrategia deliberada— los elementos del discurso populista. Es así necesario preguntarse por qué tiene lugar este revival tan espectacular como inquietante.
Hay que empezar por aclarar que el populismo no es, como se ha puesto de moda afirmar, la oferta de soluciones sencillas para problemas complejos. Si así fuera, no hay partido político que pudiera sustraerse a semejante acusación. ¿Quién se presentaría a las elecciones prometiendo remedios abstrusos para problemas intratables? Más aún: ¿quién podría ganarlas anunciando subidas de impuestos o reformas dolorosas? En la medida en que la competición electoral requiere persuadir a un público más sentimental que racional, no hay discurso político que no propenda a la simplificación. O sea: a un grado variable de demagogia. Incluso el admirable Obama ganó sus primeras elecciones con un discurso de fuerte contenido afectivo: su Yes we can no podía ser menos impreciso ni más eficaz. Hay, claro, diferencias: no todos los actores políticos son demagógicos por igual. Pero no es ahí donde encontraremos la clave que nos permita distinguir al populismo de sus alternativas.
Digámoslo ya: es populista quien despliega un discurso antielitista en nombre del pueblo soberano. En otras palabras, quien sostiene que el pueblo virtuoso ha sido víctima de una élite corrupta que ha secuestrado la voluntad popular. Y lo es, en fin, quien se arroga la potestad de determinar quién pertenece a cada una de esas entidades: quién es gente, quién es casta. De ahí que el contenido de esos contenedores de indudable fuerza simbólica no se encuentre prefijado: entre los enemigos del pueblo pueden contarse empresarios, inmigrantes, periodistas; pero bien pueden ser pueblo, como a menudo sucede en el populismo latinoamericano, las minorías indígenas. De hecho, cualquiera puede transitar entre ambas, del pueblo a la élite y viceversa, si abraza el ideario populista. ¡No solo los significados son flotantes cuando hablamos de populismo! Ahí está el caso Espinar para demostrarlo: una conducta dudosa se transforma en “ética” cuando el implicado está en el lado bueno de la divisoria moral.
Pueblo contra élite: tal es el núcleo esencial del populismo, que podemos reconocer en sus principales manifestaciones de ahora mismo, de Podemos al Frente Nacional. Es norma también que la encarnación del movimiento corresponda a un líder carismático que, como ha explicado con brillantez José Luis Villacañas, es investido afectivamente por sus seguidores con cualidades redentoras. A ello hay que añadir rasgos de estilo que no son exclusivos del populismo, pero lo acompañan casi invariablemente: la provocación, la protesta, la polarización. Más que de una ideología en sentido propio, se trata de un estilo político que pueden adoptar por igual actores de izquierda y derecha. Y que se relaciona ambiguamente con una democracia a la que acompaña, como ha escrito Benjamin Arditi, como un espectro: invocar al pueblo en un régimen político que dice asentarse sobre el “gobierno del pueblo” no deja de tener sentido. Es tirando de este hilo como podemos encontrar razones que nos ayudan a explicar su auge contemporáneo.
Hay que reparar, sobre todo, en la creciente distancia que media entre el ciudadano y el gobierno de los asuntos colectivos: aunque elegimos representantes, sentimos que estos se encuentran muy lejos de nosotros. ¡Y es verdad! La tecnocratización del Gobierno responde a una creciente complejidad social que el ciudadano, por lo general poco sofisticado políticamente, apenas comprende o no se esfuerza en comprender: el 43% de los votantes norteamericanos pensaba que el índice de desempleo había subido durante los años de Obama, cuando en realidad ha descendido, y la mitad de los españoles no distingue el PIB del IPC. De manera que las democracias, para ser eficaces, no pueden sino reforzar su dimensión aristocrática en detrimento de la popular. Margaret Canovan lo explica muy bien: “La paradoja es que mientras la democracia, con su mensaje de inclusividad, necesita ser comprensible para las masas, la ideología que trata de salvar la brecha entre la gente y la política distorsiona (no puede sino distorsionar) el modo en que la política democrática, inevitablemente, funciona”. En una crisis, cuando el ciudadano siente que las élites le han fallado, se vuelve contra ellas y reclama —espoleado por el líder populista— recuperar su capacidad de decisión directa. ¡Que vote la gente!
Se refuerza así la dimensión plebiscitaria de la democracia, que favorece al líder populista; no digamos si, como sucede con Trump, tratamos con un maestro de la telerrealidad. También contribuyen a ello la crisis de la mediación desencadenada por las nuevas tecnologías y la de los partidos tradicionales. Simultáneamente, las redes sociales intensifican el tribalismo moral y sirven como mecanismos afectivos que expresan identidades antes que razones. Por eso se habla de democracia posfactual: porque la esfera pública se ha fragmentado en nichos emocionales donde la realidad tiene poco que decir. Hasta que la realidad habla, como ha sucedido en Grecia o sucederá en EE UU si Trump aplica políticas proteccionistas. Es interesante constatar también cómo el prestigio cultural del rebelde —el outsider enfrentado al sistema canonizado en el cine, la publicidad y los medios de comunicación— contribuye también al éxito del populista, quien a fin de cuentas vende su producto como una insurrección contra el establishment. La reforma es conformista, la insubordinación es sexy.
¿Tiene futuro el fenómeno populista? No cabe dudarlo, a la vista de un pasado histórico aún no tan lejano. Se da aquí la paradoja de la eficacia: las democracias deben atajar las causas del descontento que hace reaparecer al espectro populista, pero para ello se requieren políticas que ese mismo descontento hace difícil aprobar. Y seguramente las propias democracias liberales hayan de desarrollar su propio repertorio afectivo, para así combatir mejor el de sus enemigos. Pero eso, claro, es más fácil decirlo que lograrlo.
(Artículo de Manuel Arias Maldonado, publicado en "El País" el 30 de noviembre de 2016)
El último barómetro de Transparencia Internacional arroja resultados muy negativos sobre la corrupción que los españoles perciben. Una amplia mayoría piensa que el Gobierno lucha mal o muy mal contra esta lacra, aunque sean pocos los ciudadanos que dicen haber pagado algún soborno. Más allá de algunas impresiones exageradas, de nuevo estamos ante un aldabonazo sobre la necesidad de reaccionar colectivamente ante una amenaza seria contra el sistema democrático.
Queda mucho por recorrer. Desde mejorar la aplicación de la Ley de Transparencia de 2013 hasta aplicar las recomendaciones de expertos como los del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO), que proponen medidas para una mayor independencia del Poder Judicial y de la Fiscalía, y elaborar un registro de lobistas que publique gastos, patrimonio, remuneración o regalos recibidos por los políticos. Otra medida importante es la protección de los denunciantes de la corrupción. Los partidos deben llevar a la práctica su compromiso teórico para sacar a España del grupo de países de la Unión Europea donde menos se ayuda a los que informan de corrupción. La experiencia es que más bien se les acosa, como les ocurrió a los primeros denunciantes del caso Gürtel
Es inquietante verificar la cantidad de casos en los tribunales que afectan a organizaciones políticas o a personas que desempeñaron cargos en ellas, sobre todo del Partido Popular. Como también lo es constatar que, según el CIS, los votantes del PP muestran menos preocupación por la corrupción que los de otras fuerzas. En todo caso, mientras se mantenga el sistema de listas cerradas y bloqueadas, el votante tiene que decantarse entre abstenerse o dar su respaldo a toda la candidatura de un partido, sin posibilidad de discriminar. La corrupción es el segundo gran problema de este país, según coinciden Transparencia Internacional y el CIS, y como tal deben tratarla los responsables políticos.
(Editorial de "El País", publicado el 21 de noviembre de 2016)
Todo está por hacer y todo es posible. Estamos ante un nuevo comienzo. Empieza una época nueva. ¿Una revolución? No exactamente.
El primer trazo que define la política exterior de Donald Trump y la nueva geometría de las relaciones internacionales que empezará a surgir de su victoria es la incertidumbre. Nos adentramos en territorio desconocido. El presidente electo de los Estados Unidos se ha manifestado como un proteccionista y un revisionista radical en políticas comercial y emigratoria y en alianzas de seguridad, y como un ignorante en materia tan peligrosa como la proliferación nuclear y el uso del arma nuclear. Eso tiene remedio: las opiniones se cambian y de lo que no se sabe se aprende. Pero mientras no suceda la incertidumbre permanece y hace su trabajo de erosión, que alimenta la espiral de la desconfianza: sobre el futuro de la Alianza Atlántica, de los tratados comerciales como el NAFTA y TTP, las organizaciones internacionales, desde la OMC hasta la propia ONU, o los acuerdos de reanudación de relaciones con Cuba y de control nuclear con Irán.
Nos quedaremos cortos si pensamos que Trump puede cambiar. En su primer discurso como presidente electo ya ha demostrado que puede hacerlo. Primero, ha contado que Clinton le ha felicitado, sin llamarla crooked (corrupta) ni pedir la cárcel para ella, ha elogiado su campaña y le ha agradecido "los servicios prestados a este país". Luego se ha cobrado los elogios quitándole el eslogan de campaña, together (juntos), para propugnar la unión después de sembrar la división. El mensaje es nítido: en la campaña se pueden decir unas cosas y luego desde la Casa Blanca convendrá hacer otras. Esto no significa que el cambio sea a mejor o que se vaya a hacer bien las cosas; significa que serán otras, distintas. De cara al mundo, al papel que tiene EEUU en el orden internacional y en la gobernanza global y al conjunto de alianzas y acuerdos internacionales, se supone que también puede cambiar. Si ya ha empezado a hacerlo en su noche electoral, podrá hacerlo luego cuantas veces le convenga. Sus posiciones son volátiles. Incertidumbre sobre incertidumbre, por tanto.
Trump no cambiará porque tenga un programa oculto más moderado. No lo tiene. Por no tener no se le conocen ni ideas ni asesores que las tengan, más allá de las cuatro ideas esquemáticas y eficaces, casi todas ellas radicales e inquietantes, con las que ha armado la retórica de su campaña: expulsar inmigrantes, construir vallas en las fronteras, poner fronteras a la industria y el comercio estadounidense, cuestionar las alianzas y compromisos internacionales, procurar más por los intereses propios y menos por los de los aliados y regresar a un pasado idealizado en el que los Estados Unidos eran grandes y ricos.
Trump cambiará. En primer lugar, porque está en su naturaleza profundamente adaptativa. Y en segundo lugar, porque a pesar de que tenga 70 años y una carrera entera de multimillonario a sus espaldas, su falta de experiencia en gestión política y pública le obligará a aprender en el Despacho Oval; pero mientras aprenda, la ecuación que suma sus ideas escasas, nulas o perversas y su oportunismo desbordante arroja un resultado de mayor incertidumbre todavía sobre su presidencia. Además de desconocido, el camino que emprende se adentra en la oscuridad más absoluta.
Hay algo en lo que no cambiará, que no puede cambiar: su carácter, su capacidad para despreciar, acosar e insultar, ampliamente demostrada durante la campaña, tanto por los medios propios, exhibiéndola en sus mítines y en sus tuits, como por medio de las denuncias de sus adversarios. Podrá reprimirlo o encauzarlo. Pero estará allí, agazapado bajo su tupe teñido de rubio y dispuesto a salir en cualquier momento, cuando sea necesario, como el escorpión con el aguijón de su cola. Un carácter así da mucho juego, como se ha visto en la campaña porque suscita las simpatías de muchos votantes. De quienes comparten parecidas características de su personalidad o de quienes consideran que todo vale para el buen fin de ganar las elecciones, como es el caso de muchos y respetables dirigentes republicanos.
Puede dar juego incluso en las relaciones internacionales, donde encontrará con frecuencia creciente personajes salidos de un molde similar. Rodrigo Duterte, por ejemplo. El bocazas y faltón presidente de Filipinas seguro que se entenderá mejor con Trump que con Obama, que se ponía a tiro de sus insultos intolerables solo con pensar en su elegancia y su correctísima y culta oratoria. En este tipo de carácter reside un fallo de difícil enmienda, que su turbulenta y a veces obscena campaña ha descubierto al mundo entero. Carece de gran número de las llamadas virtudes romanas que se exigía al máximo magistrado del imperio. Solo para mencionar tres de las más imprescindibles y que adornan ostensiblemente al actual presidente Obama: la auctoritas de Trump es escasa, pero su dignitas y gravitas son nulas.
A Trump le falla un valor profundamente apreciado en un mundo tan conservador como el que vivimos y que tiene que ver también con el carácter: la previsibilidad. En su discurso de aceptación de la victoria ha dicho que Estados Unidos procurará por sus intereses en el mundo pero será una potencia benévola, que tratará honestamente a los otros países. Nada sobre el respeto a las alianzas y los compromisos internacionales. Los países socios y amigos de Estados Unidos tienen todos los motivos para la preocupación. Cuanto más socios y amigos, como es el caso de Japón o de Alemania, más preocupación.
Incluso las potencias que mayor provecho van sacar de la inhibición de Estados Unidos en el escenario internacional, como es el caso de China o Rusia, tienen motivos de preocupación en lo que concierne a la estabilidad económica y geopolítica. Pero también es una ventana de oportunidad para quienes desean avanzar sus peones en el tablero global e influir en la creación de un orden internacional en el que cuenten con más y mejores palancas de acción, y todavía más para las fuerzas o países con vocación insurgente.
Obama ha sido el presidente que más se parece al actual mundo multicultural y multipolar. Este nuevo presidente blanco, protestante, anglosajón y xenófobo es el anti-Obama, la reacción al ascenso de los países y clases medias emergentes del antiguo Tercer Mundo. Estos días ha hecho fortuna en las redes una cita famosa de Antonio Gramsci sobre las crisis revolucionarias con la que se quiere explicar el fenómeno de Trump e incluso presentarlo como el momento en que todo va peor antes de que todo vaya mejor: "El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos". La frase es de la época de ascenso de los fascismos.
Respecto a la gobernanza y al orden internacionales, estamos ante una página en blanco. Es verdad que todo está por hacer y todo es posible. Es un nuevo comienzo, una época nueva. Hay una revolución que está en marcha, pero es reaccionaria, y va en sentido contrario a las revoluciones democráticas, pues mira hacia el pasado y se propone quitar libertades y derechos. Es una contrarrevolución, en definitiva.
(Artículo de LLuís Bassets, publicado en "El País" el 10 de noviembre de 2016)
Se ha dicho ya tantas veces que parece inútil repetirlo, pero hay que volver sobre ello porque parecemos empeñados en arriesgar lo más valioso de nuestros proyectos comunes a una jugada incierta y plagada de confusión como es la convocatoria de un referéndum. Pasada por el filtro de los medios, decentes e indecentes, whatsapps, SMS, tuits y demás simplismos, esta supuesta variante de la democracia acaba por generar un veredicto político deformado por la ignorancia, la información sesgada y la alteración emocional.
Pero, claro, como hablamos con metáforas ampulosas y decimos que “el pueblo” se ha pronunciado, quiere esto o lo otro, y cosas así, el engendro está de tal modo impregnado con la ilusión de la legitimidad que cualquiera que lo ponga en cuestión corre riesgos importantes. Debemos insistir, sin embargo, en frustrar cuanto antes esa ilusión verbal. Nada hay de fundamental o cimentado en el resultado de un referéndum. Es dudoso que estemos en presencia siquiera de una decisión; se trata de la agregación artificial de preferencias individuales mediante un algoritmo tosco. Pero aunque fabulemos la decisión de un sujeto colectivo, eso no la torna en una decisión fundada ni anclada en principios incontestables de legitimidad. Ni siquiera en una decisión que responda realmente a los deseos de quien la toma, si es que se puede decir que alguien la toma. Simplemente hemos convenido en que, así tomada, esa decisión es última. Ha hablado el pueblo, punto final.
Esto es lo que hace de este método de toma de decisiones algo particularmente temerario, porque puede llevar a soluciones erróneas pero irreversibles. Los juristas distinguimos entre decisión última y decisión infalible, y sabemos que la tentación de atribuir infalibilidad a las decisiones últimas, por democráticas que parezcan, es una trampa que carece de base. No hay ninguna voz de dios detrás de la voz del pueblo; seguramente no hay siquiera una voz del pueblo. Además, aunque no sea de buen tono decirlo, el supuesto pueblo puede equivocarse y, en uso de un método tan pueril, acabar en decisiones que perjudiquen a los mismos que las toman tan alegremente.
Sobre la calidad de toda decisión humana disponemos ya de literatura abundante acerca de su fragilidad, sus desviaciones y sesgos, y las falacias argumentales en que incurren. No digamos lo que puede suceder con decisiones colectivas tomadas mediante métodos simples de agregación de preferencias, en conflicto de intereses, gran excitación informativa y asuntos difíciles. Sin embargo, estas cosas no aparecen en el discurso político. Seguimos hablando de democracia y dando por legitimados los productos de semejante distorsión.
Pues bien, debemos recordar que si se pretende que el voto de un ciudadano expresa sus preferencias, todos los problemas que tienen éstas se trasladan al sentido del voto. Ignoramos su intensidad, su coherencia, si son erróneas o acertadas, si están informadas o, como suele suceder, gravemente desinformadas, qué grado de apoyo o mutabilidad tienen, si son internas o externas, o como alguien ha dicho, si están bien o mal lavadas. Y en cuanto a su génesis —asunto crucial aquí— sabemos que las preferencias son influenciables, manipulables, formadas adaptativamente, inducidas, etcétera, es decir, no producto de la autonomía individual sino resultado de alguna inoculación externa.
También se sabe ya que la maquinaria de nuestra facultad de conocer sufre desviaciones y saltos. Puede cometer errores sistemáticos, configurar creencias a partir de simples impresiones, obrar con ilusiones cognitivas, tomar atajos y prestar más atención a lo que no es tan importante. Especialmente interesante a este respecto es uno de los llamados heurísticos intuitivos: cuando tenemos que enfrentarnos con una cuestión difícil procedemos usualmente a contestar una más fácil en su lugar, y ello sin darnos cuenta de que damos con ello un cambiazo cognitivamente fraudulento. Hablando claro: estamos contestando a otra cosa. Pues bien, esto es algo que tiene que darse cuando un referéndum somete a nuestra deliberación un tema de cierta complejidad. Se emite el voto contestando parcialmente. Y en consecuencia, el recuento por simple adición de los síes y de los noesresulta un engaño, el espejismo de hacer homogéneo aquello que es claramente heterogéneo. En el referéndum unos dicen sí y otros dicen no pero seguramente no a las mismas cosas.
Eso de la complejidad del objeto de la votación ya se va tomando en serio. Hasta el punto de que ha sido objeto de regulación en algunos países. Se impone en ellos la exigencia de que aquello que se proponga al votante sea un tema único y no un universo complejo de asuntos discordantes. Porque las cuestiones difíciles de encajar entre sí generan que la articulación individual de las preferencias sea casi imposible. Eso es lo que produce tantas veces en un referéndum el prodigio de que la mayoría de los asuntos contenidos en la propuesta, tomados uno a uno, sean preferidos solo por minorías, pero agregados subliminalmente en una pregunta compleja, resulten ser aprobados mayoritariamente. Y eso es lo que deja muchas veces en el ánimo del votante la sensación de haber sido engañado, o de haberse equivocado. Demasiado tarde. Ha cedido a la tentación de pronunciarse sobre una pregunta-paquete y le han endosado con su decisión algunos costes que no había previsto.
Y luego suele venir, naturalmente, el seísmo institucional, que sucede cuando el pueblo se inclina por algo y el Parlamento por lo contrario. Se genera con ello una pugna de legitimidades y una seria inestabilidad institucional pues uno de los dos actores pierde la legitimidad; normalmente, lamento decirlo, es el Parlamento. Por no mencionar otra trampa: la de la irresponsabilidad. La configuración del orden democrático está pensada también para pedir responsabilidad a quien ejerce el poder. Pues bien, en el referéndum nadie es responsable de la decisión, ni se puede exigir a nadie que asuma sus costes. La idea de accountability, de dar cuentas, médula del proceso político en las sociedades abiertas, es imposible con este tipo de mecanismos decisorios, porque ¿a quién se le piden las cuentas?, ¿quién las da? Y ¿qué puede hacer el perjudicado por la decisión?, ¿cambiar de pueblo? Me parece que ya va siendo hora de que empecemos a vacunarnos contra ese nuevo sarampión político que lo cifra todo en huecas apelaciones al pueblo que no son sino el triunfo de la confusión y del simplismo.
(Artículo de Francisco J. Laporta, publicado en "El País" el 1 de noviembre de 2016)
No estamos ante un aniversario redondo de la publicación del libro On Liberty, de John Stuart Mill, ni de ninguna otra fecha significativa de la vida de este autor. Pero el momento es tan bueno como cualquier otro para evocarlo, porque en él expresó la esencia de la cultura liberal y hace pensar aún hoy tanto como cuando se escribió.
Su tesis fundamental es sencilla: que nuestra libertad individual debe ser protegida como algo sagrado frente a las intromisiones de los Gobiernos o del conjunto social. Nadie tiene derecho a inmiscuirse en nuestro espacio privado, impidiéndonos u obligándonos a actuar en cierto sentido, incluso si lo hace por nuestro bien o para procurarnos la felicidad. Nadie puede obligarnos a ser buenos. Los únicos límites lícitos a nuestra libertad son los que impiden que perjudiquemos o perturbemos la libertad de otros. Mientras nuestros actos no nos afecten más que a nosotros mismos, nadie tiene por qué imponernos ni prohibirnos nada. De este derecho básico a organizar y dirigir nuestra vida íntima se derivan las libertades de conciencia y expresión.
La defensa apasionada de estas libertades es el meollo del libro de Mill. En este terreno, todo límite es malo, incluso si quien lo impone disfruta de un apoyo social abrumador. Es dictatorial que la minoría imponga su opinión a la mayoría, pero también que esta no deje hablar a aquella. Porque cuando existen discrepantes, aunque sea uno solo, las posibilidades son dos: que tengan razón, al menos parcialmente, en cuyo caso la sociedad, al prohibirles expresarse, pierde una oportunidad de superar errores generalizados; o que no la tengan, en cuyo caso el debate servirá para revitalizar y fortalecer la opinión dominante. Porque no hay verdad más fuerte que aquella que es explicada y defendida cada día frente a sus adversarios.
La cuestión de fondo, sigue Mill, es que no existe una verdad absoluta, objetiva e indiscutible. Los individuos somos la única realidad social, el único fundamento de las verdades y los principios morales. Sólo a través de la diversidad y el contraste de opiniones entre nosotros vamos acordando ciertas verdades parciales y transitorias. E incluso sobre estas, nadie es infalible. Eso es lo que no aceptan quienes imponen su opinión a otros, que convierten su verdad, o su certeza, en verdades y certezas absolutas; es decir, que deciden una cuestión para los demás.
Durante siglos, los gobernantes españoles pensaron lo contrario. Y proscribieron la heterodoxia en pro de la concordia social, creyendo que la homogeneidad de creencias evitaba los conflictos. Sofocaron así la creatividad y fomentaron la sumisión, el temor, el conformismo del “doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. El país se aisló y apenas aportó nada a los formidables avances intelectuales europeos de los siglos XVII a XIX. Mejores resultados alcanzaron otras sociedades con menor temor a los discrepantes.
Y no hablo sólo de un pasado muy remoto. En mi propia mente tengo viva la imagen de aquel cura de mi colegio clamando, a mediados de los años cincuenta: “Libertad, libertad. Mucho hablar de la libertad. Pero si la Iglesia también está a favor de la libertad... La defiende en China o Japón, para predicar allí el Evangelio. Libertad, sí. Pero libertad para difundir la verdad. Libertad para el error, no. ¿Cómo se puede poner al mismo nivel la verdad y el error?”.
En ese ambiente nos criamos. Nadie nos hizo leer a Stuart Mill (¡ay, lo que pudo ser Educación para la Ciudadanía! Pero para padres de familia). Y así de asilvestrados salimos. Permítanme otro recuerdo: California, durante la guerra de Vietnam, un mitin izquierdista donde tomó la palabra, imprevisiblemente, alguien que defendía la política de Nixon. Nuestro grupo europeo (latino, la verdad: italianos, franceses, españoles) empezó a abuchearle. Uno de los radicales estadounidenses, situado a mi lado, me decía que le dejáramos hablar: “Let him talk!”. Como era de los nuestros, creí que no entendía bien lo que aquel tipo defendía e intenté explicárselo: ¿Pero no ves que es un reaccionario? Y se limitó a repetirme, lento, serio, tajante: “Let-him-talk!”.
Esa tradición antiliberal sigue nutriendo la cultura política española. Una tradición que no basa la legitimidad en las voluntades individuales sino en la de un ente etéreo, referente de la verdad. Un ente de carácter divino en las viejas monarquías absolutas y que, desde Rousseau para acá, ha encarnado en una colectividad: la nación, el pueblo, el proletariado, la “gente”. Según la lógica rousseauniana, en efecto, si gobierna el pueblo, ¿en nombre de qué se le pueden poner límites?, ¿quién puede proteger al pueblo contra su propia voluntad?, ¿cómo podría el pueblo tiranizarse a sí mismo?
Pero todo Gobierno necesita límites. Ante todo, porque ese ente ideal que legitima sus decisiones es ilocalizable. Nadie podrá presentarnos nunca a Dios, a la nación o al pueblo, sino sólo a individuos que dicen hablar en su nombre. Esos pueden alcanzar el poder, pero mejor será que este esté dividido y limitado si queremos evitar los abusos que siempre ocurren cuando se concentra en unas únicas manos, libres de trabas. Y, desde luego, que protejamos las libertades individuales básicas frente a su violación por cualquier gobernante o mayoría social.
No sólo el terror jacobino durante la Revolución Francesa sino el leninismo, los fascismos y los populismos han puesto repetidamente de manifiesto los fallos de este planteamiento colectivista/esencialista sobre la legitimidad del poder. Hay demasiados ejemplos de gobernantes que, en nombre del pueblo, la nación o el proletariado, han tiranizado a gran parte de esos mismos colectivos. No haber puesto límites a su acción política ha sido desastroso.
En España, este antiliberalismo es común a la derecha y la izquierda. Muchos conservadores blasonan de liberales y, cuando tienen el poder, lo ejercen de manera autoritaria, sin aceptar límites y aplastando a sus oponentes. El orden público, la jerarquía social, los principios morales irrenunciables o la unidad de la patria les preocupan más que las libertades individuales. Su liberalismo se reduce a suprimir controles sobre las actividades económicas y privatizar los servicios públicos (para dárselos a sus amigos).
En cuanto a la izquierda radical, la semana pasada grupos de matones impidieron hablar en la Universidad Autónoma de Madrid a personajes que no eran de su gusto. Que ocurran cosas así, en principio, no es tan escandaloso; siempre habrá locos violentos. Pero sí lo es que les avalen personas que aspiran a gobernarnos, o a legislar en nuestro nombre. Es el caso del secretario general de Podemos, que ha descrito esos hechos como síntoma de la “buena salud política” de que disfruta la Universidad. Coincide con el cura de mi colegio: libertad para predicar, pero sólo la verdad. Lo contrario de lo que defendía Stuart Mill.
(Artículo de José Álvarez Junco, publicado en "El País" el 25 de octubre de 2016)
Aunque la Unión Europea no pase por su mejor momento, ello no impide que los ciudadanos de la Unión tengan en el Tribunal de Justicia con sede en Luxemburgo una institución de garantía de sus derechos que ya es tan relevante como los tribunales de sus respectivos Estados. Por ejemplo, en 1997 reconoció la legitimidad de las medidas de acción positiva en Alemania en favor de la incorporación de la mujer al trabajo (caso Marshall). Recientemente, en 2013, sentenció que las normas hipotecarias españolas en los casos de desahucios de vivienda por impago del préstamo eran abusivas y no respetaban la directiva comunitaria sobre protección de los consumidores (caso Mohamed Aziz). La ley y la práctica judicial habían de cambiar. El pasado 14 de septiembre, en relación a la legislación laboral española, ha resuelto igualar la indemnización entre trabajadores fijos y temporales (caso Ana de Diego)cuando el contrato de trabajo ha finalizado. Además de la cuestión específica relativa al principio de igualdad en el ámbito laboral que en este caso se dirimía, la sentencia ha puesto de relieve la relevancia institucional de este órgano de justicia, como instrumento de garantía jurisdiccional de los derechos de los ciudadanos de los Estados de la Unión.
El fallo del tribunal ha dado respuesta a una cuestión prejudicial, esto es, a una duda planteada en 2013 por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, con motivo del recurso de una trabajadora interina del Ministerio de Defensa. La sentencia interpreta que la legislación europea contenida en la directiva 1999/70/CE referida al trabajo de duración determinada debe entenderse en el sentido de que el concepto “condiciones de trabajo” también incluye la indemnización que un empresario está obligado a abonar a un trabajador por razón de la finalización de un contrato temporal. Como consecuencia, el tribunal declara que la ley aplicable al caso —el Estatuto de los Trabajadores— que deniega cualquier indemnización por finalización de contrato a los trabajadores interinos, mientras que sí lo reconoce a los trabajadores fijos, resulta contraria en ese aspecto al derecho europeo de la citada directiva de 1999.
Más allá de las cuestiones específicas del derecho laboral, cabe subrayar una que es previa a todas ellas. Y no es otra que la que deriva de la dimensión constitucional que presenta el tema que ahora ha resuelto el tribunal de Luxemburgo. Porque de lo que aquí se trata es de la garantía de un tratamiento jurídico igual a situaciones de hecho que también lo son, con respecto a las condiciones de trabajo de los trabajadores fijos y los temporales.
Principio de igualdad y derecho a no ser discriminado en el derecho al trabajo son derechos que no solo reconoce la Constitución española, sino que también lo hace la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que forma parte del derecho fundacional europeo (Tratado de Lisboa). Y el juez que vela por el respeto de esta Carta, cuando hay que aplicar o interpretar el derecho de la unión (reglamentos, directivas, etcétera), no solo ha de ser cualquier juez español, en su doble condición de juez nacional y de juez europeo, cuando promueve una cuestión prejudicial ante Luxemburgo, sino también el Tribunal de Justicia de la Unión, que es quien finalmente resuelve la cuestión planteada. Esto es así cuando de lo que se trataba, como hizo el tribunal madrileño, es de que Luxemburgo se pronunciase sobre el derecho de la Unión, en este caso la directiva sobre el trabajo temporal y si esta avalaba la diferencia de trato entre trabajadores fijos e interinos establecida por la ley española. El tribunal ha interpretado que no.
La importancia constitucional de esta sentencia y de tantas otras que afectan a derechos de los europeos es que a través de la cuestión prejudicial planteada por los jueces nacionales existe una vía de garantía jurisdiccional que progresivamente ha ido ganando terreno a los tribunales nacionales (ya sea la jurisdicción ordinaria o el Tribunal Constitucional) en su función de garantes de los derechos. La razón estriba en que la integración del derecho de la Unión en los ordenamientos jurídicos nacionales se ha acrecentado como una mancha de aceite. Buena parte de la legislación que directa o indirectamente afecta a derechos de los ciudadanos europeos procede de Bruselas y no de sus propios Parlamentos. Y es en este ámbito en el que el Tribunal de Luxemburgo va extendiendo su función garante. En especial de los derechos del ámbito social y económico, como ahora ha ocurrido con los trabajadores con contrato temporal.
(Artículo de Marc Carrillo, publicado en "El País" el 7 de octubre de 2016)
Obra bien y deja el resultado en manos de Dios”. Esa es la lógica que se ha impuesto en la política española, una lógica religiosa, ejemplo paradigmático de lo que Max Weber describiera como “ética de las convicciones”. El efecto principal de actuar exclusivamente en función de las convicciones, como señalara el sociólogo alemán, es que los actores se exoneran a sí mismos de las consecuencias de sus acciones, es decir, se convierten en irresponsables. A dónde o a quién se traslade la responsabilidad no es importante: las consecuencias se atribuirán a circunstancias más allá del control de uno, a la mala fortuna o a la perversidad de los demás. Al contrario que la ética de las responsabilidades, que examina críticamente una y otra vez las relaciones entre medios y fines, la ética de las convicciones solo viaja río abajo hasta desembocar en el océano, no permitiendo nunca remontar el curso del río para, a la luz de las consecuencias de las acciones propias, corregir las decisiones tomadas.
Lamentarse sobre la irresponsabilidad política tiene un fin: reivindicar una política basada en razones pragmáticas, en cálculos y beneficios, costes y oportunidades, una política, esta vez sí, pensando en la gente, pero no en la gente en abstracto, sino como individuos cuyas vidas pueden ser mejoradas marginalmente gracias a esa cosa tan detestada llamada política. Que se sepa, la política (democrática) sirve para cambiar la vida de la gente a mejor. El político ansía el poder porque es un medio de lograr esos fines. Si tiene mucho poder puede cambiar muchas cosas, si tiene poco puede cambiar menos. Es solo una cuestión de grado. Y los partidos son instrumentos para lograr esos fines, no fines en sí mismos.
El suicidio de un político o de un partido político no es, como se dice estos días, votar a éste, abstenerse para que gobierne el otro o formar coalición con el de más allá, sino ser incapaz, por supuesta coherencia con unas convicciones inamovibles, de transformar las vidas de la gente, ser irrelevante para aquellos que te eligieron, no devolverles nada a cambio de sus votos. El suicidio del PSOE, como el de Podemos, no está tanto en su incapacidad de gobernar juntos o separados sino en la incapacidad de elegir entre alternativas, de asumir costes, de ordenar las preferencias de forma transitiva, ser coherente con ellas y explicarle a sus votantes cómo y por qué han tomado esas decisiones. Y el suicidio del PP es ser incapaz de entender que sin Mariano Rajoy todo es posible, incluso una gran coalición, pero que con él no se puede hacer nada de lo que requiere el país.
La consecuencia de esta suma de irresponsabilidades es el deterioro del sistema político, incluso su deslegi-timación. La cerrazón del PSOE apuntala a Mariano Rajoy, porque priva al PP de incentivos para cambiar de líder. Mientras, la ausencia de crítica dentro del PP convierte al partido ganador de las elecciones en aquel contra el que todos los demás están dispuestos a votar. El PSOE estará satisfecho por haber quedado inmaculado. Lo mismo Podemos: su coherencia brillará en la nada para que todo el mundo la pueda admirar. Gobernará la derecha, sí, pero seguiremos siendo de izquierdas. ¿Qué más se puede pedir? Y mientras, el PP seguirá prefiriendo un líder tóxico a un acuerdo político razonable e incluyente. Anteponer un líder a las políticas que se quieren llevar a cabo es una mala idea cuando no se tiene mayoría absoluta.
Pero hay otra política posible, una que reconozca que en una sociedad democrática todas las opciones que estén dentro del marco de derechos y libertades compartidos son igualmente legítimas. En Alemania gobiernan los conservadores y los socialistas en coalición. ¿Cómo lo hicieron? Con un método tan sencillo como el de repartirse las diferencias: Merkel intercambió, entre otras cosas, la austeridad presupuestaria por la elevación del salario mínimo. Aquí PP y PSOE podrían hacerlo igual: no hay entre ellos diferencias que no puedan ser graduadas y repartidas, aunque se parta de cero. El PSOE podría lograr la derogación de la LOMCE, subir el salario mínimo, invertir en políticas activas de empleo, etcétera. Y si Rajoy es un problema moral, pues que ponga el problema encima de la mesa y pacte un candidato alternativo. ¿O es que alguien piensa que si Rajoy fuera el único problema del PSOE estaríamos donde estamos?
El mismo razonamiento sobre el reparto de diferencias serviría para un Gobierno de izquierdas, a la portuguesa (si los números dieran, cosa que no hacen por más que se pretenda). Pero eso requeriría un Podemos que entendiera la diferencia entre llegar al poder para mejorar las cosas (cambiar el sistema) y llegar al poder para cambiar de sistema y sustituirlo por otro o peor, fragmentarlo con una cadena de absurdos referendos de autodeterminación que obligarían a todos los españoles a votar desastrosamente en torno a líneas étnico-identitarias en lugar de cívico-políticas.
Podemos tendría que dejarse de fábulas y sentarse a pensar qué es lo que puede ofrecer a sus votantes, hoy, aquí y ahora, a cambio de su votos, porque cada minuto cuenta a la hora de devolver a sus votantes las políticas de igualdad y justicia social que les prometieron. ¿Pero eso es lo que quiere Podemos? ¿Seguiría siendo Podemos después de aceptar el juego pragmático de la política democrática, que siempre es incremental?
Es posible otra política. Pero en lugar de asumir responsabilidades, muchos prefieren huir de ellas. En el fondo, Rajoy no es el problema, es la excusa perfecta para que nadie, a izquierda y derecha, tenga que asumir responsabilidades. Y mientras, los votantes siguen huérfanos de políticas que mejoren sus vidas. La política en España se ha convertido en una inmensa huida adelante para evitar asumir responsabilidades.
(Artículo de José Ignacio Torreblanca, publicado en "El País" el 26 de septiembre de 2016)
Qué influencia ha tenido la ética de los negocios en la mayor intensidad de la crisis en España y en el intenso deterioro de las condiciones de vida y la pérdida de oportunidades? Y, mirando al futuro, ¿la salida a la crisis y la deseada mejora del modelo de crecimiento español quedarán afectadas por la calidad de la salud moral del capitalismo patrio?
Puede parecer extraño plantear este tipo de cuestiones. De hecho, en los dos pactos de investidura entre PSOE, Ciudadanos y entre éstos y el PP no se hace referencia alguna a esta cuestión. Y tampoco se menciona en la mayoría de los análisis sobre las reformas económicas a llevar a cabo. Sin embargo, los organizadores del seminario El pulso de España, celebrado esta semana en Santander, parecen pensar diferente. Junto a temas como la reforma de la Constitución, la ruptura del bipartidismo, la desigualdad y la pobreza, la crisis económica y la transformación empresarial, incluyeron la ética de los negocios y de las empresas.
¿Cómo está la salud moral del capitalismo español? Carecemos de indicadores directos para medirla. Pero podemos evaluarla de forma indirecta. Observemos la imagen social del empresario desde la crisis financiera de 2008. Se ha deteriorado. Y hay que reconocer que con motivos. Bastaría recordar que el anterior presidente de la mayor patronal española ha estado en la cárcel y fue condenado por problemas de ética empresarial. Pero el peor ejemplo de degradación moral empresarial posiblemente ha sido el de los financieros que distribuyeron productos contaminados, cobraron sueldos inmerecidos y se otorgaron pensiones y compensaciones que ofenden el sentido moral menos exigente.
Otra vía es observar la evolución de las condiciones de vida y de la igualdad de oportunidades. Los defensores del libre mercado no deben olvidar que lo que legitima al capitalismo es su capacidad para ofrecer expectativas a todos, especialmente a aquellos que más las necesitan. Desde esta perspectiva, el desempleo, la desigualdad, la pobreza y la falta de oportunidades no habla bien de la salud moral del capitalismo español.
España es hoy una sociedad donde una parte de las élites de los negocios adula la riqueza y busca privilegios y recompensas inmerecidas, a la vez que olvida, cuando no desprecia, la pobreza y la falta de oportunidades. De ahí que se pueda hablar, remedando a Adam Smith, de corrupción de los sentimientos morales. Es un país sin contrato social. Buscando llevar el agua a su molino, las fuerzas políticas, especialmente las surgidas de ese malestar social, se han hecho eco y se han beneficiado de esta situación. Es significativa la aparición en Cataluña de la coordinadora de movimientos anticapitalistas (CUP), que ha logrado 10 diputados en el Parlamento local.
En el mundo intelectual también han aparecido voces críticas. Como en el ámbito internacional, esas voces vienen especialmente de la filosofía política y moral y de la sociología. Pero también de los economistas. Expresiones como capitalismo “extractivo” o “de amiguetes” son frecuentes entre los economistas españoles. Y con razón, porque ha habido una deriva hacia la cartelización y la monopolización, con la consiguiente aplicación de precios de monopolio que extraen renta de los consumidores, especialmente de los más débiles.
La acusación más frecuente se centra en el papel de los mercados. Son vistos como un campo libre de cualquier tipo de virtud ética, que corrompe los fundamentos morales de una sociedad buena. Sin embargo, hay una larga tradición en economía, que comienza con Adam Smith, en defensa del papel del mercado como un mecanismo de progreso social. El fundamento de esta idea es que el mercado debe producir beneficios para todas las partes que participan en él. Estos beneficios recíprocos no surgen, sin embargo, de la mano invisible del mercado, sino del respeto de una serie de virtudes éticas que tienen que ver con el comportamiento moral de los actores. Entre ellas, la justa retribución de todos los actores (trabajadores, directivos y propietarios del capital) y el respeto de las reglas de la competencia, que hace que los precios sean favorables para los consumidores.
Pero el capitalismo español tampoco sale bien parado cuando se le toma el pulso a los mercados. España es el país europeo donde existen más cárteles y actividades en régimen de monopolio. Y donde hay mayores diferencias salariales entre altos directivos y trabajadores. Pero sería injusto abrir una causa general. Con el capitalismo español sucede lo mismo que con el colesterol, lo hay del bueno y del malo. El bueno es el que se relaciona con las empresas y negocios que se mueven en mercados competitivos y abiertos. De esas hay muchas, como muestran la buena evolución de las exportaciones de bienes y servicios no turísticos. Pero hace falta una dieta para hacer perder peso al capitalismo extractivo, que vive de los privilegios y las comisiones.
Hay, por tanto, trabajo para los partidarios del libre mercado. Sin la mejora de la salud moral del capitalismo será difícil encontrar la salida justa a la crisis y un modelo de crecimiento dinámico e inclusivo.
(Artículo de Antón Costas, publicado en "El País" el 11 de septiembre de 2016)
Como hemos visto en esta nueva votación de investidura destinada a fracasar, nuestros políticos prefieren discutir a decidir. Una vez frustradas las expectativas del 20- D, y hasta hoy mismo, todo ha estado cargado de intervenciones, declaraciones, proclamas... En el Parlamento y en los medios, en las plazas y en las redes sociales. Palabras por aquí y por allá. Solo les escuchamos platicar. La cháchara política lo inunda todo y no podemos evitar que nos contagie. Ya no podríamos vivir sin ella.
Pero no deciden. No, al menos, sobre aquello para lo que les colocamos en el lugar que ocupan, elegir un Gobierno y entronizar la correspondiente oposición. Los políticos han devenido, en efecto, en la “clase discutidora”, como sostenía Donoso Cortés. Para este personaje ultraconservador, esta expresión tenía un sentido peyorativo y su lamento era que la burguesía contendiera sin parar en el Parlamento mientras en las calles se fraguaba la revolución social.
Para nosotros, sin embargo, debería tener un significado positivo. No en vano, la palabra Parlamento alude al habla, al intercambio discursivo que permite acceder a convicciones bien fundadas. Como decía Bentham, el fragor de la discusión produce chispas y estas encienden la llama que nos permite acceder a la verdad. Política democrática es política discursiva; pero la deliberación es lo que antecede a la “decisión”. Si no, será muy democrática, pero no es política. Un Parlamento puramente discutidor como el que tenemos acaba diluyéndose en la palabrería vacía como su fundamento último; o sea, sin fundamento.
Porque además de discutir sin decidir se discute también sin ilustrar. Las pretensiones que eleva cada cual no están dirigidas al entendimiento entre las partes, sino a afirmar sus diferencias y escisiones y a satisfacer a sus muchachadas respectivas. Cada chispa enciende su propio fuego, se adscribe a su propia verdad.
Mientras tanto, y hasta que se pongan de acuerdo, la política acaba reducida a mera “administración”. Ya llevamos nueve meses de gestión de los asuntos corrientes, sin ninguna decisión propiamente política. Y se supone que esta sería la legislatura de la nueva política, del cambio constitucional, de la recuperación del protagonismo del Parlamento. En vez de ello, nuestras señorías porfían en el exhibicionismo de “cargarse de razones” para justificar sus diferentes posturas. Parecen ignorar que la única razón que nos interesa no es la de partido, sino la que sustenta el interés general.
Al final, todo es una cuestión de poder, como siempre en política. Cuántos escaños tengo, cuántos escaños tiene el otro; qué saco yo de esto, qué saca el otro. Cada parcela de poder se pone al servicio de cada interés particular. Encubiertos, eso sí, bajo un tupido bucle discursivo, tan espeso ya, que casi nos hemos olvidado que lo que lo justifica es el Gobierno. Y gobernar es decidir, no montar un espectáculo.
(Artículo de Fernando Vallespín, publicado en "El País" el 2 de septiembre de 2016)
España se encuentra en una encrucijada histórica. Los españoles debemos elegir entre seguir instalados en el bloqueo, el inmovilismo y la división, o poner en marcha un conjunto de reformas ambiciosas que acaben con las anomalías que nos separan de los países más avanzados de Europa.
Tras dos duras negociaciones en las que hemos participado en nombre de Ciudadanos —una en febrero, con el PSOE, la otra este mes, con el PP— hemos alcanzado dos acuerdos, necesariamente distintos: uno era un acuerdo de Gobierno y el otro un pacto de investidura. Pero, más allá de estas diferencias, lo significativo es lo que ambos pactos comparten: 100 de las 150 medidas que hemos firmado con el PP estaban también en nuestro acuerdo con el PSOE. Son medidas y reformas que comparten 16 millones de votantes. Ese espacio común de consenso debe ser el germen de un amplio acuerdo político, anclado en el centro reformista, que marque un punto de inflexión en la trayectoria de España.
España es una anomalía en Europa principalmente por cuatro razones: un elevado nivel de corrupción política; un inaceptable y recurrente nivel de desempleo y precariedad laboral; un nivel elevado de pobreza y exclusión social; y un pobrísimo sistema educativo, con la mayor tasa de fracaso escolar de Europa. Los dos pactos proponen soluciones concretas a estos problemas. Estas soluciones son nuevas en España, pero habituales en Europa, y nos permitirán acabar, de una vez, con estas anomalías.
Un big bang institucional contra la corrupción: La corrupción en España es endémica. Los españoles estamos hartos de observar la impunidad de conductas repugnantes. Los procesos se eternizan. Los buenos, los que denunciaron, sufren, mientras los malos disfrutan de la amnistía de sus cuentas en Panamá o en Suiza.
Aparte de rectificar los errores de la amnistía fiscal y la lista de los paraísos fiscales, los dos acuerdos contienen propuestas clave para acabar con la impunidad de estas conductas. El punto de partida es la independencia y eficacia de la justicia, con la elección por los jueces de 12 vocales del CGPJ y el control parlamentario (incluyendo el cese) del fiscal, con una importante inyección presupuestaria para eliminar papeles e interconectar las autonomías y un aumento sustancial (10%) de plantillas. Además, en vez de linchar a los denunciantes (como a los del caso Gürtel) acordamos protegerlos. Una reforma crucial para atajar la corrupción política de origen eminentemente local, es que los alcaldes no podrán nombrar secretarios ni interventores (lo que impide su independencia), sino que estos accederán por concurso de méritos. Introducimos, también, el delito de enriquecimiento ilícito para los gestores públicos que disfruten un incremento patrimonial injustificado. Eliminamos los aforamientos, indultos y demás privilegios políticos. En definitiva, la corrupción se encontrará, denunciará y juzgará. Ambos pactos contienen las herramientas para acabar con la impunidad.
Prepararnos para el empleo del futuro: España es el único país de la UE que ha superado tres veces el 20% de paro en los últimos 40 años. Tenemos el mayor paro de larga duración (un millón de personas lleva cuatro años sin trabajar). Estamos en cabeza en temporalidad. Nuestro mercado laboral hace muchos años que está roto y los Gobiernos del PP y PSOE se mostraron incapaces de resolver estos problemas.
Para reducir el abuso de la rotación laboral ambos acuerdos introducen un contrato estable de protección creciente (casi idéntico en ambos acuerdos), que no es el contrato único que hubiéramos deseado, pero sustituye a los temporales y es un puente a la contratación indefinida. Además, incorporan un sistema de incentivos (bonus/malus) para premiar a las empresas que despidan menos y un seguro contra el despido que, de no haber despido, se cobra en la jubilación (mochila austriaca).
Por otro lado, la formación para los parados (las políticas activas de empleo) no han sido más que un fondo de reptiles para organizaciones sindicales y empresariales. Ambos acuerdos contienen una reforma radical de las políticas de empleo y asignan más recursos para ello (en el acuerdo con el PP, 500 millones).
Finalmente, hoy en España los creadores de empleo, autónomos y emprendedores, se enfrentan a un sinfín de trabas administrativas y cargas fiscales excesivas (casi 400 euros mínimos fijos al mes para un emprendedor que no tiene casi ingresos). En ambos acuerdos se recogen un buen número de medidas para facilitar pagos de IVA, altas y bajas, y el compromiso para eliminar las cotizaciones a aquellos que ganan por debajo del SMI. Ambos contienen una verdadera ley de segunda oportunidad que evite que los emprendedores vivan con la losa de un fracaso empresarial el resto de su vida. Finalmente, ambos acuerdos recogen medidas para eliminar trabas a que estas pequeñas empresas crezcan y creen más empleo.
La pobreza y las desigualdades: Hoy en España cerca de siete millones de personas viven en permanente precariedad, enlazando contratos basura e ingresando, a final del año, un sueldo inferior al SMI anual. Uno de cada tres niños está en riesgo de pobreza.
Los acuerdos incorporan la política más efectiva que existe para luchar contra la pobreza laboral: el complemento salarial. Consiste en una transferencia directa a las familias que ganan por debajo de un determinado umbral de renta; un “impuesto negativo”. Es una medida que se implementa con éxito en Suecia, Reino Unido o Estados Unidos y que además se ha mostrado eficaz para luchar contra la economía sumergida y para aumentar el empleo. En ambos acuerdos incorporábamos programas contra la pobreza infantil (de 1.000 millones en el último acuerdo desde el primer Presupuesto) con transferencias por hijo a cargo. En ambos acuerdos también nos comprometíamos a revertir los recortes en sanidad y en dependencia. Y en ambos acuerdos también hemos acordado la dación en pago, para eliminar cargas excesivamente pesadas a las familias.
Otra batalla fundamental en España es la de la desigualdad entre hombres y mujeres. Ambos acuerdos contienen las medidas que desde Ciudadanos hemos impulsado para facilitar la conciliación: la igualación de permisos de paternidad y maternidad (con su dotación presupuestaria correspondiente), la ampliación significativa de oferta de escuelas infantiles públicas (de 0 a 3 años), un plan nacional para la racionalización de horarios y un paquete de medidas para potenciar el teletrabajo y la flexibilidad así como la participación de las mujeres en los órganos directivos de las empresas.
Todos estos programas de gasto están presupuestados para no aumentar el déficit y cumplir rigurosamente los compromisos con Bruselas. Para ello reformamos el impuesto de sociedades para que las grandes empresas empiecen a pagar lo mismo que las demás; hacemos un esfuerzo concreto contra el fraude (recuperando el dinero de la amnistía y reforzando el presupuesto de la Agencia Tributaria); y reducimos duplicidades administrativas.
El fracaso escolar, el problema educativo: España tiene el mayor abandono escolar de la UE. Ninguna universidad española está en la primera línea mundial. Por desgracia, la educación en España no ha cesado de dar bandazos, con seis reformas educativas en los últimos 40 años que han dado muy pocos resultados. Es necesario un pacto nacional por la educación, que se refleja en ambos pactos. Debemos centrar nuestros esfuerzos en los profesores, la variable clave en la educación, y facilitar mayor apoyo en las aulas. En el último programa acordado con el PP hemos presupuestado un plan contra el fracaso escolar centrado en escuelas con más alumnos desfavorecidos. En lo que se refiere a las universidades en ambos programas hay compromiso explícito para dotarlas de más autonomía de gestión, reducir la endogamia y aumentar los recursos para aquellas que mejoren en empleabilidad de sus alumnos y en investigación.
En definitiva, en estos meses de negociaciones hemos alcanzado consensos alrededor de las políticas que España necesita para dejar de ser una anomalía en Europa. Nos encontramos en una encrucijada histórica. El camino a seguir está trazado y acordado en estos dos pactos. Pongámonos ya en marcha.
(Artículo de Luis Garicano y Toni Roldán, publicado en "El País" el 30 de agosto de 2016)
La purga política ordenada en la administración pública venezolana por el presidente Nicolás Maduro viola los más elementales principios democráticos, además de la propia Constitución y legislación venezolanas. Es una intolerable agresión contra el principio de libertad de pensamiento que debe regir en cualquier democracia y dibuja un sombrío panorama sobre hasta donde está dispuesto a llegar el mandatario venezolano con tal de permanecer en el poder.
La semana pasada, en un amenazante discurso contra la oposición, Maduro se jactó de que el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, iba a quedar comparado con él “como un niño de pecho” en cuanto a lo que se refiere a purgas en la administración del Estado. Ayer, ordenó que en 48 horas fueran destituidos todos aquellos funcionarios, a partir de un cierto nivel, que hubieran avalado con su firma la petición de celebración de un referéndum revocatorio sobre su presidencia. La medida afecta a unas 19.000 personas, un tercio de todos los puestos directivos de la administración venezolana.
Las depuraciones que está llevando a cabo Erdogan son, en muchos casos —como entre los profesores—, más que cuestionables y abiertamente criticables pero habría que recordarle a Maduro que mientras Turquía ha sufrido un intento de golpe de Estado, en Venezuela quien está saltándose la legalidad es su propio Ejecutivo, con la existencia de presos políticos, juicios farsa, el boicoteo al Parlamento y ahora los intentos de boicotear por todos los medios una convocatoria sobre la figura presidencial ideada precisamente por el propio Hugo Chávez, incluida en la Constitución venezolana y utilizada como uno de los principales reclamos con los que el chavismo obtuvo el poder en las urnas. Aunque los puestos afectados son de libre designación, la medida podría incluso violar un decreto-ley firmado por el propio Maduro sobre “inmovilidad laboral” al introducir una motivación anticonstitucional como es la discriminación ideológica.
Las más de 400.000 firmas depositadas ante el Poder Electoral venezolano que, cumpliendo la ley, piden la realización de una consulta vinculante —se necesitaban 200.000— no se han presentado con el fin de que el aparato del Gobierno las coteje y proceda a adoptar represalias contra aquellas personas que han dado su nombre y número de identificación respaldando la iniciativa. Ninguno de los firmantes ha violado ley alguna. Sin embargo, han sido calumniados repetidamente desde la propaganda oficial. El número dos de facto del régimen, Diosdado Cabello, ha pedido tres veces durante este mes la destitución anunciada ahora calificando a los firmantes de “escuálidos”.
Maduro está recurriendo a todo tipo de artimañas para retrasar la celebración del referéndum. Si este se celebra después del próximo 10 de enero y el mandatario pierde, no será necesario convocar nuevas elecciones y Maduro sería sustituido por su vicepresidente. El hostigamiento a quienes piden una consulta legal y su demonización como “enemigos de la revolución” es una práctica inaceptable de un Gobierno que, en las urnas, ya ha perdido la confianza de su pueblo.
(Editorial publicado en "El País", el 24 de agosto de 2016)
Ha escrito con brillantez Ramón Vargas Machuca que lo que más necesita la política actual en Europa es inteligencia, es decir, adquirir la capacidad para leer correctamente el mundo actual globalizado y complejo y traducir después esa lectura en acciones correctoras. Porque resulta que la política ha perdido la habilidad para entender el mundo en el que vive, y por eso le tientan dos extremos sumamente antipolíticos: el de rendirse al gobierno mundial de los expertos (como diría Colomer), o el de dejarse llevar por el plano inclinado y seductor del populismo. Bueno, o no hacer nada.
Estoy muy lejos de atreverme a afrontar el reto exigente de esa nueva inteligencia política, pero propongo, como humilde aportación a sus meras condiciones de posibilidad, una reflexión sobre los sesgos cognitivos que tenemos introyectados como sociedad y que debemos intentar superar si queremos reflexionar con inteligencia. Porque son una especie de a priori que enmarcan y dirigen nuestro pensamiento y, de alguna forma, lo predeterminan a la inoperancia.
En primer lugar, la europea es una sociedad avejentada en un grado que no se ha conocido probablemente en momento alguno de la historia pasada. Y ello conlleva todos los sesgos actitudinales propios de la vejez del individuo: afanosa búsqueda de seguridad, miedo ante el futuro, añoranza de lo pasado, idealización de una época en la que las cosas eran como se supone debían ser. Por eso, las reacciones de la política europea ante las consecuencias de la globalización son sustancialmente distintas de la política oriental; mientras una las ve como amenaza, la otra las disfruta como oportunidad. Pero mientras no descontemos el miedo instintivo a ese mundo que viene, un mundo del que nosotros los europeos hemos sido curiosamente los inspiradores y los arquitectos, no seremos capaces de empezar siquiera a diseñar su gobierno inteligente.
Segundo: nuestra particular razón occidental, ya desde la Ilustración, se caracteriza por operar casi siempre en un solo modo: el de la crítica. Estamos especializados en demoler instituciones, en destruir convenciones y prejuicios, en sospechar por sistema de toda autoridad intelectual, moral o política. Nuestra política ha llegado así a ser hipercrítica con la realidad heredada, con los mundos que encuentra dados, y considera poco menos que imposible apuntalar instituciones pretéritas. Y, sin embargo, necesitamos de más pensamiento institucional y de menos enfoques críticos. ¿Por qué razón, diría Odo Marquard, se considera en nuestro ambiente intelectual de sumo mal gusto decir que la sociedad europea actual es probablemente la más decente que ha conocido la humanidad? Solo porque sea imperfecta, la definimos como un infierno. Y no es así como la mejoraremos, sino como mucho así la hundiremos.
¿Cómo revalorizar las instituciones? Difícil si lo pretendemos hacer directamente, más fácil si lo que hacemos es criticar (para algo debe servir nuestro peculiar modo de razonar) a una institución que nunca se cuestiona porque siempre se la pone como el polo positivo, el contramodelo, de la política institucional. Me refiero al ciudadano o, si se prefiere, a la sociedad civil. Hora es de admitir que la idea de que la ciudadanía es mejor que sus instituciones es una presunción sin fundamento alguno. Es más, es demagogia en estado puro (el demagogo adula siempre pueblo) y sus efectos sobre la política son funestos. Los principales demagogos son hoy los medios de comunicación, pues ellos son los paladines constantes del cántico al “buen vasallo si oviese buen señor”. Una mentira inocua en tiempos del Cid Campeador, pero una distorsión penosa que frustra desde su inicio la reflexión intelectual necesaria hoy.
Tercer sesgo cognitivo que nos causa grave perjuicio: la fuerte tendencia a definir los conflictos políticos como “no-divisibles” en terminología de Albert Hirschman, es decir, enmarcar los problemas actuales no como conflictos de “más/menos” sino como oposiciones de “ser/no ser”. Lo que conlleva la adopción generalizada de un moralismo perturbador en política y una gran dificultad para su acuerdo negociado.
En definitiva, que funcionamos demasiado en el modo de pensamiento chamánico, exaltado y binario, y poco en el de explorador prudente y confiado. Lo contrario de lo que el uso práctico de la inteligencia pide hoy a Europa.
(Artículo de José María Ruiz Soroa, publicado en "El País" el 4 de agosto de 2016)
Hace dos siglos y medio, los colonos americanos que acababan de derrotar a Su Majestad Británica se reunieron en una “convención” constituyente para redactar las bases de su nueva convivencia independiente. Era la primera vez que tal cosa ocurría en la historia humana y el debate sobre la construcción de una entidad política nueva se hallaba rodeado de dificultades e incógnitas. Porque entre aquellos rebeldes dominaba la división y muchos temían la anarquía, que según las teorías políticas en vigor era el final previsible de una república establecida sobre un territorio demasiado extenso.
Se dudaba, para empezar, sobre quién era el sujeto en cuyo nombre podían hablar los reunidos: ¿las antiguas colonias inglesas, los nuevos Estados independientes de América…? Parece que fue a James Madison a quien se le ocurrió la crucial idea de iniciar el preámbulo constitucional con un: We, the people of the United States… Basó así todo el edificio político en una identidad colectiva nueva, diferente y superior a las 13 colonias, ahora Estados. Algo decisivo porque, como explicó clásicamente Bernard Bailyn, en toda unidad política “debe existir en alguna parte un poder último, indiviso y singular, con mayor autoridad legal que cualquier otro poder, no sometido a ninguna ley, siendo él ley en sí mismo”. Y la convención hizo radicar esa autoridad soberana en un mito fundacional, una colectividad hasta entonces inexistente: un “pueblo”, el estadounidense. A partir de ahí, se pudo redactar una Constitución, esquema de un Estado, en lugar de un mero tratado internacional entre 13 Estados independientes, que era lo que querían los defensores de la visión confederal. Estos últimos no quedaron conformes y mantuvieron su escepticismo sobre el nuevo sujeto político. Y 80 años después adujeron la soberanía de los Estados del sur para negarse a aceptar la legislación que emanaba del poder central. Sólo una cruenta guerra civil acabó imponiendo la idea de que la soberanía pertenecía al conjunto y no a los Estados por separado.
Un salto del tipo del que dio la Convención de Filadelfia es exactamente lo que necesita la Unión Europea: dejar de ser una colección de Estados soberanos y basar su poder supremo en un sujeto o comunidad superior a ellos. Alguien, algún dirigente imaginativo, prestigioso y con convicción, debe dar un paso al frente y defender que el pueblo europeo constituye un cuerpo electoral único, del que emanan tanto el poder ejecutivo como el legislativo, los cuales actúan en nombre del conjunto y no de sus países de procedencia. Alguien debe declarar que Europa, el pueblo europeo, existe. Es una ficción, porque hoy día somos un variado mosaico de paisajes, lenguas y culturas. Pero hay que inventarla y creer en ella. Porque si no, el futuro irá hacia donde anuncia el Brexit (y tantos otros indicios, como el referéndum convocado en Hungría para decidir si aceptan o no —y va a ser que no— la cuota de inmigrantes que les ha asignado la Comisión Europea; lo que significa que las grandes decisiones sobre Hungría las toma el pueblo húngaro y no la Unión Europea).
Estamos, pues, entrando en una fase de repliegue. Se ha agotado el impulso de la utopía europea, el intento de superar el Estado nación, de suprimir fronteras, establecer una moneda única, un pasaporte único, una supervisión conjunta de los procesos judiciales o los desafueros presupuestarios. Una utopía que ha sido el más interesante intento de avance en la convivencia humana de los últimos siglos. Pero la historia, reconozcámoslo, no siempre marcha en sentido progresista. Viéndolo con perspectiva amplia, es indiscutible que desde la Edad de Piedra, o desde la era medieval, los humanos hemos elevado enormemente nuestro confort material e incluso hemos racionalizado bastante nuestras normas de convivencia. Ha habido, sí, progreso. Pero ese progreso ha seguido un camino largo, tortuoso, lleno de curvas y retrocesos frustrantes. Y han existido momentos o fases, a veces muy largos, de marcha atrás. En los mil años que siguieron a la caída del Imperio Romano de Occidente, por ejemplo, el mundo mediterráneo vivió mucho peor que bajo Trajano o Marco Aurelio. Y en la primera mitad del siglo XX dominó un clima de coacción política e irracionalidad ideológica mucho más duro que el del siglo anterior. Nada nos garantiza hoy que el bienestar humano aumentará con el paso del tiempo, que nuestros hijos necesariamente vivirán mejor que nosotros y sus hijos mejor que ellos.
Al revés, ahora parece que toca uno de esos periodos en que los gobernantes —elegidos por nosotros, cuidado— pierden la cabeza, desprecian los avances previos y proponen retroceder. Aunque Nigel Farage nunca ocupe el 10 de Downing Street, puede hacerlo otro dirigente del UKIP; como puede que Marine Le Pen viva en el Elíseo o Donald Trump en la Casa Blanca; que Norbert Hofer presida Austria; que en Budapest domine el Movimiento por una Hungría Mejor; en La Haya el Partido por la Libertad; en Berlín la AfD; en Atenas Amanecer Dorado o en Copenhague el Partido Popular Danés; hasta puede que Berlusconi, momificado ya, cabalgue en pos de la presidencia de la República Italiana. Estos gobernantes que aparecen en el horizonte son mucho peores que quienes concibieron y dirigieron la Europa de hace medio siglo. Si son fieles a sus promesas electorales, relanzarán las monedas propias y las tarifas aduaneras; no dejarán entrar a inmigrantes e incluso expulsarán a los actuales; enseñarán de nuevo en las escuelas los mitos nacionales más infantiles y pueblerinos; y hasta reactivarán viejas disputas fronterizas o proyectos de expansión territorial.
Todo lo cual demostrará que somos incapaces de aprender del pasado, que hemos olvidado los desastres que sacudieron a Europa, de la mano del nacionalismo, entre 1870 y 1945, que despreciamos la palpable realidad de que ha habido mayor crecimiento económico cuando más nos hemos abierto al exterior (en el caso español, en 1850-1890, 1960-1974 y de 1985 en adelante). Y las generaciones siguientes, escarmentadas, tendrán que desandar nuestros pasos y volver a pensar con humildad, cordura y grandeza de miras.
Esa Europa desunida tendría, además, un triste futuro en un mundo dominado, no ya por Estados Unidos sino por otras potencias emergentes (China, Rusia, India, Brasil, Japón, Sudáfrica), muchas de ellas dotadas de poderosos ejércitos —bomba atómica incluida— y que, sin embargo, no siempre son democracias consolidadas.
Qué diferencia entre este futuro y aquel otro con el que soñaba Víctor Hugo, donde brillaría una nación grande, libre y amistosa hacia las demás. Esa nación se llamaría Europa, aunque sólo durante algún tiempo porque más adelante habría de llamarse Humanidad. La Humanidad, la nación definitiva, que iniciaría, según Hugo, Europa.
(Artículo de José Álvarez Junco, publicado en "El País" el 20 de julio de 2016)
El matrimonio compuesto por José Ramón Recalde y María Teresa Castells está en su casa de Igeldo. Sólo les acompañan en ese momento los guardaespaldas del primero. Sube el jardinero a realizar sus faenas; es concejal de una localidad cercana y también lleva su pareja de guardaespaldas. Recalde y el jardinero están amenazados por ETA. Mientras cada uno de ellos trabaja en lo suyo, los vigilantes de ambos fuman y charlan entre sí.
Ese es el ambiente que se respiraba hasta hace poco en el País Vasco. Conviene no olvidarlo nunca. Esta escena la contaba Recalde muchas veces y quizá forma parte de sus memorias políticas Fe de vida (no las tengo ahora, aquí, a mi disposición para consultarlas) que escribió después de que los etarras le dispararan un tiro en la cabeza a la puerta de su casa en el año 2000, de lo que salió milagrosamente vivo (no ileso). El atentado le despertó la memoria. "Estoy vivo, otros no", escribió, recordando a tantos amigos víctimas mortales de la violencia etarra: Fernando Buesa, Fernando Múgica, Ernest Lluch, Enrique Casas, Juan María Jáuregui, José Luís López de la Lacalle (la pistola que disparó a Recalde era la misma que asesinó a Lacalle). etcétera. En el libro también se acuerda de otro amigo, éste víctima de otro totalitarismo: Enrique Ruano, militante como el propio Recalde del Felipe (Frente de Liberación Popular), arrojado desde un séptimo piso mientras se encontraba bajo la custodia de la siniestra Brigada Político Social de Franco, en Madrid. El texto está trufado de melancolía, no abunda en los recuerdos tristes de los amigos asesinados. Decía que no se trataba de un recurso literario sino que le había salido así.
Recalde y María Teresa Castells pasaban parte de sus vacaciones de verano en casa de Javier Pradera y Natalia Rodríguez Salmones, en un recóndito pueblecito de Cantabria. Allí los depositaban un día sus guardaespaldas y volvían a por ellos cuando terminaban su asueto. Era una especie de paréntesis de su cotidianidad. La relación con los que les protegían ha marcado una buena parte de sus existencias: un trozo de la vida marcada por la convivencia con los guardaespaldas. Los amigos escuchaban las conversaciones entre Pradera y Recalde, a menudo hasta metafísicas, casi sin respirar. Allí se desarrollaba abundantemente ese sentido del humor tan característico de ambos —muchas veces difícil de compartir— y que está tan presente en las memorias de Recalde. Cuando hablaban del atentado a Ramón, éste se refería a él como "mi enfermedad" (concepto acuñado por María Teresa Castells), quitándole heroísmo. Todavía en los últimos días, cuando Ramón, internado en el hospital, ya está herido de muerte y es cuestión de horas su deceso, decía socarronamente a sus hijos: "Anda, que menudo ridículo voy a hacer si al final no me muero. Ya me he despedido de todos".
Ramón Recalde, hombre cabal, ha tenido mucha más historia que su relación con la violencia etarra. Catedrático de Derecho con innumerables alumnos, consejero de Educación y de Justicia del Gobierno Vasco, consejero de Estado, autor de libros de teoría política, toda su existencia tiene un eje que es la mejor herencia que nos deja: la decencia como política, la decencia como compromiso de vida, siendo cristiano progresista, laico, izquierdista soixantehuitard, marxista, militante socialista o demócrata consecuente. Durante el franquismo (año 1962) fue detenido y torturado salvajemente. Este pasaje también le marcó mucho. En las memorias cuenta que cuando le estaban torturando le vinieron a la cabeza unas palabras de Sartre en el que el filósofo francés dice que el torturador no puede resistir la mirada del torturado. Entonces Recalde mira fijamente a los ojos del policía que le estaba golpeando para comprobar si era cierto y éste exclama "encima se nos pone chulo" y siguió aporreándole sin cesar. Cuando recibió el premio Comillas de Biografía, el jurado destacó "una defensa apasionada del coraje cívico ante todas las formas de barbarie, además de una constante proclamación de fe en el valor de la palabra, la cultura y el ser humano por encima de cualquier ideología".
Es casi imposible imaginar a Ramón Recalde sin María Teresa Castells, propietaria de la legendaria librería Lagun de Donosti, resistente de tantos progromos etarras durante muchos años, y una de las madre coraje del País Vasco. Se les ve ahí, sin ceder, ya mayores, en las numerosas manifestaciones, multitudinarias o de sólo decenas de personas, contra la barbarie etarra. O en la Audiencia Nacional, cuando acudieron a declarar en el juicio contra Txapote y otros tres etarras del comando Argala, autores del intento de asesinato a Recalde, por el que fueron condenados a 19 años de cárcel. Es una imagen que hiere la sensibilidad por su desigualdad: a un lado los viejitos, solos con sus hijos y un puñado de amigos, todo dignidad; al otro, los etarras, todavía con su ideología compacta, todavía sin arrepentimiento alguno.
Para María Teresa, sus hijos y sus nietos va nuestro cariño hoy. Será difícil para todos. Se nos va un mundo.
(Artículo de Joaquín Estefanía, publicado en "El País" el 18 de julio de 2016)
A veces no puedo evitar reparar en lo que se dice en las tertulias de la radio, especialmente si son sentenciosas opiniones sobre cuestiones penales emitidas desde la ignorancia. Es un error que con frecuencia pago con desolación ante la temeridad u osadía. Un tertuliano medio no entrará en definir lo que es el fideicomiso o la culpa extracontractual, pero si ha de describir un delito no se parará en barras ni supondrá que eso pueda ser cosa de técnicos.
Lo pude comprobar hace poco. El tema de la tertulia, a propósito de las últimas noticias sobre el llamado caso ERE, era la corrupción como preocupación señalada de los españoles. Y con razón se mencionaban los pelotazos urbanísticos; la percepción oscura de dinero por los partidos políticos, o por personas ligadas a ellos; la aplicación a usos privados de los recursos públicos; los sobornos; hasta que un tertuliano añadió como muestra “también” de corrupción la prevaricación, que, según él, era algo así como una actitud o una clase de comportamiento o manera de conducirse en la vida, como el racismo o el alcoholismo, que preside y completa cualquier episodio de corrupción, como el café cierra la comida.
Más allá de la sorpresa ante tan extravagante idea surge la preocupación por que el incontrolable tribunal de los medios de comunicación decida establecer, al margen del derecho, lo que es una prevaricación. Los actos de corrupción a los que antes he hecho mención, en que interviene un funcionario, son actos caracterizados por un objetivo o consecuencia concretos, y siempre asociados al provecho económico injusto para sí mismo, para otros o para ambos. La prevaricación no es un cajón de sastre al que pueda ir a parar cualquier conducta que se quiera ver mal “a grandes rasgos” aunque no se concrete en algo específico. Mucho menos puede ser una especie de passe partout que orla cualquier episodio en que se haya dado corrupción.
El de prevaricación es un concepto técnico y especialmente difícil, como saben o debieran saber los que se dedican a aplicar o enseñar derecho penal, y se compone de elementos y dimensiones que lo ubican en un ámbito de cuestiones jurídicas que no atañen a la corrupción sino al sometimiento del ejercicio de la función pública al principio de legalidad, que se ha de plasmar en las resoluciones dictadas por los funcionarios públicos.
De tener algún “parentesco jurídico”, la prevaricación de funcionarios solo se parece a la prevaricación judicial; pues, al igual que en ella, la esencia pasa por dictar una resolución que jurídicamente es insostenible. El Código Penal castiga a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo. Fácilmente puede verse en esa lacónica pero significativa definición que comprender y explicar lo que es una prevaricación, especialmente, para que el “gran público” lo entienda, no es cosa sencilla. El problema es que el tertuliano equivocado seguramente cree contribuir a la formación de opinión en una sociedad democrática.
La resolución no ajustada a derecho puede ser impugnada en vía administrativa y revocada por el superior, o combatidas ante los tribunales. Y no por ello habrá que suponer que el funcionario que la dictó había prevaricado, pues para llegar a esa calificación hace falta mucho más; ante todo, la conciencia de obrar al margen del derecho con ocasión de una resolución concreta, en asunto concreto, dictada por funcionario competente para hacerlo, y ubicable espacial y temporalmente. Además, la jurisprudencia penal entiende que una resolución es un acto administrativo que supone una declaración de voluntad de contenido decisorio, que afecta a los derechos de los administrados, que posee efecto ejecutivo —esto es, que decida sobre el fondo del tema sometido a juicio de la Administración—. Esa resolución ha de dictarse en un asunto administrativo, lo cual limita la prevaricación a resoluciones de funcionarios públicos sometidas al derecho administrativo, lo que excluye los actos políticos. Pero, sobre todo, la resolución ha de ser objetivamente injusta, lo cual quiere decir que ha ser jurídicamente insostenible cualquiera que sea el método de interpretación del derecho que se siga. Eso lo resume el Tribunal Supremo diciendo que ha de ser “tan grosera y evidente que revele por sí la injusticia, el abuso y el 'plus' de antijuridicidad”. Solo con esas condiciones se puede entrar en el derecho penal, pero a ellas se debe añadir que el funcionario que dicta la resolución sabe que es injusta y arbitraria, e intencionadamente eso es lo que desea.
De esta pequeña reflexión se deriva un dato esencial: que allí donde no hay resolución administrativa concreta, decisoria y recurrible, no puede haber prevaricación, y por eso es absurdo plantear esa calificación en relación con decisiones como disponer la incoación de un expediente, remitir un presupuesto a un órgano legislativo, o cualquiera otra de las muchas diligencias y decisiones de ordenación o tramitación que debe hacer o tomar un funcionario en cumplimiento de sus deberes, variables en función de las obligaciones y competencias de cada funcionario.
Para llegar a esa conclusión no hace falta entrar en la legitimidad política profunda del criterio con el que un funcionario público gestiona el órgano administrativo que esté a su cargo, y tampoco se precisa entrar en la necesidad de excluir todos aquellos actos que por su propia naturaleza deben ser llevados a cabo por imperativo administrativo, pues las obligaciones de gestión no son “inventadas” por los funcionarios, sino que vienen marcadas por ley.
Otro tema estrella en la citada tertulia, y es lógico pues toca a la caja de todos, era el de la malversación, que tampoco se libraba de vulgarización; además, absurda, pues no hace falta ser avezado jurista para comprender que para malgastar el dinero lo primero que hace falta es poder disponer de él sin cortapisas, y por eso solo puede malversar el ordenador de pagos y gastos, y nadie más. Pero, por lo visto, eso solo son matices irrelevantes que se oponen al sano sentimiento del pueblo, interpretado, por supuesto, por los que opinan.
Es evidente que el bueno del tertuliano al que me refería al comienzo desconoce o desprecia estas cuestiones, lo cual lleva a recordar que la gravedad de significación y consecuencias de los conceptos penales es cosa demasiado seria como para permitir análisis frívolos o populistas, en el peor sentido. Pero lo peor no es eso, sino ver que en esa deformación de los conceptos penales incurren, de vez en cuando, hasta jueces o fiscales, que a veces parece que añaden la calificación de prevaricación cual si sazonaran un montón de elementos mezclados, en donde se supone que se han producido irregularidades. Y si así ha sido, tiene que dibujarse el marco, el passe partout, que necesariamente ha de ser la prevaricación, venga o no a cuento y sin exponer cómo se han reunido las condiciones que determinan la posible existencia de ese delito.
Y con tanto respeto por el derecho, así nos luce el pelo.
(Artículo de Gonzalo Quintero, publicado en "El País" el 12 de julio de 2016)
Desde principios de 2013 los españoles han colocado a la corrupción como el segundo problema público del país tras el desempleo, y los principales partidos políticos han situado el combate contra la misma en un lugar destacado de sus programas electorales y de sus declaraciones públicas. Parece evidente que el nuevo gobierno, sea cuál sea su composición, tendrá que proponer de manera prioritaria un conjunto de reformas para enfrentarse a este problema. Y aquí en realidad no hay muchas alternativas de acción disponibles. No hay políticas anticorrupción de izquierdas o de derechas. Sólo hay buenas (efectivas) y malas (ineficaces) formas de combatir la corrupción. Por tanto, si el nuevo gobierno quisiera ir en serio en este terreno importa bastante poco en qué campo ideológico se sitúe. Es mucho más trascendental conocer si realmente tiene una verdadera voluntad de mejorar los niveles de integridad y decencia públicas.
Si fuera éste el caso, si el nuevo gobierno se propone realmente combatir la corrupción con eficacia, me permito sugerirle una agenda compuesta por tres elementos principales: evitar errores, reducir las oportunidades para la corrupción y rebajar la percepción de impunidad. Pero antes de desarrollar estos tres puntos, conviene partir de la idea de que luchar contra la corrupción no es un problema criminológico sin más, sino que exige la mejora del funcionamiento de nuestro sistema político en general. Por tanto, una estrategia contra la corrupción equivale a una estrategia de buen gobierno, esto es, exige mejorar la calidad de nuestras instituciones de gobierno. Y ésta no es una tarea sencilla. La prueba está en que sólo un puñado de sociedades del planeta ha conseguido construir un orden de gobernanza que deja poco espacio a la corrupción.
Pero si nos fijamos en las enormes diferencias de calidad de gobierno entre países que comparten condicionantes estructurales muy parecidos como Costa Rica y sus vecinos centroamericanos, Chile y Argentina o Estonia y Lituania, entenderemos que siempre existe un cierto margen para tomar decisiones sobre diseño institucional y para cambiar las prácticas políticas que abren oportunidades de cambios decisivos. En el caso español, la grave crisis económica iniciada en 2008 ha servido de catalizador para sacudir los cimientos de nuestro sistema político y ha avivado un profundo sentimiento de malestar con su funcionamiento que supone una coyuntura crítica favorable para introducir los cambios adecuados que permitirían mejorar la calidad de nuestras instituciones de gobierno. Para tal fin necesitamos poner en marcha una estrategia que contenga los tres puntos a que me referido antes.
Para empezar, es muy importante evitar caer en errores frecuentes. Se trata de plantear el problema de la corrupción y el buen gobierno en sus justos términos: ni demasiado amplios, ni demasiado reducidos. Tan equivocado es ampliar el foco del problema a todo el orden constitucional de 1978 o poner en cuestión los límites de la comunidad política, como si una nueva constitución o la fragmentación del país en diversas comunidades nacionales fueran a mejorar la calidad del sistema político por sí solas, como reducirlo hasta la inacción frente a la corrupción o, lo que es incluso peor, a la realización de reformas cosméticas o lampedusistas que no entran al fondo del problema y sólo buscan dar la apariencia de que algo se hace a costa de generar más frustración y malestar.
El segundo elemento de la estrategia consiste en reducir las oportunidades para la corrupción. Algunas instituciones públicas se ponen con demasiada facilidad al servicio de intereses particulares con grave quebranto del interés general: se contratan trabajadores públicos despreciando los principios de mérito y capacidad y sometiéndolos, por encima de sus deberes profesionales, a la ciega lealtad hacia quien los ha colocado; se otorgan contratos públicos no a quien haya presentado la mejor oferta para los intereses de la Administración, sino a quien se comprometa a vehicular parte de los recursos públicos obtenidos para otros fines (financiación del partido de gobierno, etc.), aunque para ello haya que aceptar modificaciones sobrevenidas del importe del contrato que acaban disparando el precio final que se paga por ellos; etc. Se trata de poner fin a la colonización política de las administraciones públicas. Para ello es crucial reforzar e incentivar la imparcialidad de los funcionarios y promover las alarmas tempranas de las irregularidades posibles mediante la protección de los denunciantes. A su vez es necesario desarrollar programas de prevención adaptados a cada organismo público para la gestión adecuada de los conflictos de interés a que se vean expuestos sus integrantes.
Por último, debemos reducir la percepción de impunidad. Hay que reforzar los controles efectivos sobre el poder ejecutivo (en sus diversos niveles nacional, autonómico y local, incluyendo todos los entes públicos). Para ello, es imprescindible vigorizar el papel de control del poder político por parte del sistema judicial. En este terreno hay mucho por hacer: garantizar la independencia/imparcialidad de tribunales, fiscalía y policía judicial; e incrementar su capacidad de acción dotándolo de más medios, reformando por completo el proceso penal (y no precisamente en la línea en la que ha ido el Ministro Catalá), alargando las prescripciones de los delitos relacionados con la corrupción e incrementando sus sanciones. Además, los demás mecanismos de control del poder del sistema político habrían de robustecer también su capacidad e imparcialidad: los órganos de control contramayoritario (como el CTBG, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas, la agencias reguladoras…), los medios de comunicación (despolitización de los públicos y reducción de la dependencia política de los privados vía autorizaciones y subvenciones), y la ampliación de los órganos de control ciudadano para aumentar la responsabilidad de los propios ciudadanos en la persecución de la corrupción.
(Artículo de Fernando Jiménez, publicado en "El País" el 27 de junio de 2016)
Los escándalos son, para empezar, termómetros de corrientes profundas, indicadores de la enorme extensión que han alcanzado en España las prácticas corruptas. Bajo la superficie late una cultura política clientelar, una manera de relacionarse con el Estado que prima el beneficio particularista, en interés propio y de los amigos o seguidores, frente al general. Sus raíces pueden rastrearse en tiempos anteriores a la revolución liberal y hubo épocas caciquiles en las que el escarnio de las leyes era sistemático y casi inevitable. Pese al evidente desarrollo económico y a los avances europeizadores, la recomendación y el favor siguen impregnando muchas decisiones públicas. Lo cual produce un cierto pesimismo de raigambre noventayochista, entre dolorido y resignado: ese que obliga a exclamar, como los personajes de Forges, “¡qué país!”. Los españoles, se afirma con frecuencia, no tenemos remedio. Como si hubiera una suerte de psicología colectiva castiza, meridional y hasta latina, que nos hermana con otros pueblos condenados a soportar los mismos males.
Pero la mera existencia de esos escándalos también significa que en España hay mecanismos institucionales que procuran que la ley se cumpla, con una justicia que, aunque lentamente, funciona y llega a conclusiones, que castiga e incluso encarcela a algunos culpables. Los escándalos que nos sacuden todos los días implican la existencia de jueces independientes —que se atreven a procesar a una infanta o a un exmandatario autonómico—, de prensa libre y de una opinión pública atenta que no se conforma con la situación. Es decir, confirman que vivimos en democracia, pues en las dictaduras, corruptas por definición, puesto que carecen de garantías, controles y contrapesos equivalentes, sería imposible algo así. Habría que recordar que estos comportamientos reprobables no se dan tan sólo allí donde aparecen escándalos, sino que proliferan en casi todas partes y en numerosos países se mantienen en silencio. Es decir, la acumulación de informaciones escandalosas también admite lecturas positivas.
Además, los escándalos pavimentan a veces el camino del cambio político. Uno de sus efectos más frecuentes consiste en deslegitimar regímenes, sistemas y partidos, no siempre para bien. Se convierten en poderosas cargas explosivas capaces de desarbolar entramados constitucionales y de abrir paso a soluciones populistas e incluso autoritarias. Bastaría con recordar algunos ejemplos históricos para comprobarlo. En España, las diatribas regeneracionistas socavaron el edificio liberal de la Restauración a comienzos del siglo XX y justificaron la aceptación de una dictadura militar; y unos sobornos que hoy serían irrisorios sirvieron para acabar en la Segunda República con el Partido Radical, una fuerza centrista que podía atemperar la escena parlamentaria en vísperas de la Guerra Civil. En la Italia de hace unos años, el derrumbe de la partitocracia condujo a la emergencia de formaciones y complicidades no menos corruptoras, a eso que llamamos berlusconismo. La búsqueda de la pureza a toda costa puede llevar al desastre.
Tras las revelaciones de desmanes gubernamentales asoma de modo insoslayable la lucha por el poder, como demostró entre nosotros el politólogo Fernando Jiménez. Nadie puede evitar que sus rivales hagan públicos y utilicen contra él sus manejos ilegales. Incluso en entornos dictatoriales, los ocasionales casos de corrupción revelan pugnas entre facciones enemigas, como ocurrió bajo el franquismo con el de MATESA, que enfrentó a falangistas y tecnócratas; o en la revolución cultural china con las campañas violentas de los jóvenes guardias rojos que atizaba el propio Mao Zedong contra los responsables locales comunistas, sometidos a escarnio callejero. Los escándalos se erigen, pues, en armas de grueso calibre que los partidos emplean sin rubor, todavía más en una campaña electoral como la que nos vuelve a ocupar estos días, el célebre “y tú más” que, se quiera o no, es consustancial a la competencia política.
Por último, los escándalos constituyen oportunidades para la reforma. La corrupción, se ha dicho muchas veces, no afecta a todos los organismos del Estado en la misma medida, sino que está vinculada a algunos ámbitos concretos. Como las recalificaciones urbanísticas, las actividades sin control de empresas politizadas y las adjudicaciones de obras y servicios públicos, ligadas sobre todo a la financiación de los partidos y a los niveles administrativos municipal y autonómico. No abundan en España, que se sepa, funcionarios en venta o mordidas para agilizar un expediente o evitar una multa; sino más bien servidores públicos dispuestos a cumplir con sus obligaciones a poco que se les proporcionen recursos suficientes y no se haga depender su trabajo de la arbitrariedad política. Localizados los focos de inmoralidad, procede no acumular medidas sin ton ni son, sino diseñar mejores marcos institucionales que, como advierte el economista Carlos Sebastián, impidan el reinado del clientelismo y la consiguiente ineficacia crónica.
Para que esta salida resulte verosímil, quizá la clave fundamental resida en la rendición de cuentas de los gobernantes ante los ciudadanos. Que el ruido no desanime la constante exigencia de responsabilidades, no sólo judiciales, sino también políticas, de modo que a ningún partido le compense mantener estrategias, cargos y candidatos sospechosos. A estos efectos, no parece una buena señal que encabece las encuestas una formación minada por toda clase de corrupciones, empeñada en hacernos creer que su tesorero se enriquecía por su cuenta y alérgica al retiro de sus dirigentes. O que siga en activo la expresidenta de Madrid que amparó una de las redes corruptas más extendidas y descaradas que se han conocido. Sin embargo, hay margen para la esperanza, pues las turbulencias de los últimos años han hecho a los españoles mucho más intolerantes ante la corrupción, que hoy por hoy consideran uno de sus problemas más graves. Llevados al extremo, los escándalos pueden barrer elementos imprescindibles para la convivencia, como la libertad o la división de poderes; pero, combinados con una ciudadanía consciente de sus derechos, también tienen efectos benéficos para el sistema democrático. En estas condiciones, no hay nada como un buen escándalo.
(Artículo de Javier Moreno, publicado en "El País" el 20 de junio de 2016)
¿La causa de nuestro actual descontento? El dolor que la crisis ha derramado por el reino, la corrupción que a nadie respeta, el desprestigio de los políticos y del sistema de partidos, el desgaste de las instituciones públicas, la desmoralización de la ciudadanía, la banalidad de los medios de comunicación. En suma, la vulgaridad estética y moral que parece dar el tono a nuestra época creando un malestar en la cultura española. Cierto que una democracia consolidada acaba perdiendo con el paso del tiempo la sublimidad de su momento fundacional (en nuestro caso, la Transición) y rutiniza su funcionamiento: madurar es reconciliarse con la imperfección propia y ajena y aprender a convivir con ella. Una porción de vulgaridad es, sin duda, consustancial a lo humano. Pero la que ahora nos rodea ha alcanzado, en el sentir de muchos, un término insoportable. El programa de reforma de la vulgaridad colectiva —que se ha constituido en la primera urgencia nacional— sólo puede llevarse a cabo mirando hacia un ideal compartido y transformador. Y España, que es una democracia consolidada, carece de un ideal cívico bien definido y, en consecuencia, corre el riesgo de sufrir los problemas propios de una democracia sin ideal.
¿Qué es un ideal? Una propuesta de perfección humana, que señala una dirección al ciudadano, ilumina su experiencia individual con una oferta de sentido y moviliza las energías latentes en una sociedad. También puede presentarse como la enunciación personalizada (prototipo) de los valores que se estiman deseables y excelentes en una cultura. El ideal no describe el presente estado de cosas sino prescribe otro de rango superior; no pertenece al orden del ser —el funcionamiento real de las instituciones, siempre bajo el signo de la imperfección— sino al del deber-ser. En el mundo de nuestra experiencia, ambos órdenes conviven: una realidad sin deber-ser está condenada a ser unidimensional, previsible, resignada; pero, por otro lado, el ideal no es, propiamente no existe con la realidad de una cosa, sino que se propone como innovación y apremio a dicha realidad, en permanente relación dialéctica con ella. El ciudadano culto no es tanto un idealista como un realista con ideal: sabe que la realidad es estructuralmente imperfecta y al mismo tiempo no se conforma con ese estado de cosas sino que aspira a reformarlo con arreglo a un ideal de perfección que moviliza pero que no se realiza históricamente y que, como el horizonte, se aleja a medida que uno avanza en el camino.
La España de hoy, de tendencias escépticas y cínicas, descree de la posibilidad misma de un ideal. La complejidad de los intereses en juego, el especialismo científico y técnico, el multiculturalismo y la postmodernidad —que niega legitimidad a los grandes relatos— argumentarían contra la mera hipótesis de un ideal unitario. Y, sin embargo, todas las culturas dignas de ese nombre, a lo largo de la historia universal, proponen uno: el ideal grecorromano, el medieval, el renacentista, el ilustrado, el romántico… ¿Sólo la democracia liberal carecerá de él? Si fuera así, pasará a la historia como la época de la vulgaridad triunfante. Porque el ideal cumple dos funciones civilizatorias. La primera es servir de motor para el progreso moral de los pueblos, que seducidos por el ideal avanzan en pos de una perfección que los dinamiza. Y la segunda, es el fundamento de la crítica de las iniquidades del presente. Pues, en efecto, la crítica sólo puede practicarse cuando se observa la distancia que separa la realidad tal como la experimentamos —con sus dolorosas imperfecciones y corrupciones— y ese ideal de perfección vivo en nuestra conciencia. A veces se contrapone, como si fueran instancias antagónicas, el ideal y la crítica. Sucede al revés: sólo si contemplamos la realidad a la luz del ideal, sólo entonces podemos ejercer con fundamento una sana crítica sobre el presente. Que la democracia renunciara al ideal implicaría, por consiguiente, condenarla al conservadurismo moral y a la ausencia de crítica constructiva.
“El hombre no puede resistir demasiada realidad”, reza el conocido verso de Cuatro cuartetos de T. S. Eliot. Ante el exceso de realidad insoportable, han brotado últimamente en España movimientos antisistema con probada capacidad de suscitar entusiasmo: el populismo y el independentismo. Sus idearios no valen, sin embargo, como auténtico ideal. Porque no se presentan como universales sino como abiertamente minoritarios, excluyentes y confrontados a una mayoría social (ideológica, territorial). Con todo, el éxito relativo de los brotes antisistema denota que el sistema no logra de momento definir un ideal alternativo igualmente movilizador. Lo cual no es de extrañar porque, en ausencia de ideal regulativo, nos hemos abandonado a una orgía de criticismo destructivo y errático al sistema que ha conseguido desprestigiarlo a los ojos de todos y nos ha dejado un poso de indefensión, rabia y melancolía. Más que nunca necesitamos en España un ideal sistémico, que, como todo ideal a lo largo de la historia, sea prescriptivo, luminoso y movilizador, pero que, como ideal genuinamente contemporáneo, sincronizado al espíritu de su época, sea también igualitario, secularizado, persuasivo, cívico, colaborativo y cosmopolita, a la altura de esa ciudadanía que en democracia aspira a organizarse alguna vez como mayoría selecta.
Para empezar a trabajar en la definición de ese ideal colectivo conviene practicar una gimnasia mental que nos cambie la perspectiva. Si acercamos mucho la vista a la piel de la persona amada, observaremos imperfecciones: manchas, arrugas, lunares. Si le aplicamos el microscopio, la cosa empeora: sobre la superficie escamosa de la epidermis abundan células muertas, bacterias, basura orgánica. Cuando, en cambio, nos separamos y contemplamos a esa persona con distancia, reconocemos en ella la figura que amamos.
De igual manera, el hipercriticismo al sistema adopta un punto de vista microscópico, parcial, cortoplacista y distorsionado por el dolor subjetivo del observador y por el ritmo de una vulgaridad cotidiana hecha espectáculo. Pero si elevamos la mirada y nos hacemos cargo de la totalidad del sistema democrático español y analizamos su devenir a largo plazo, entonces, desde esta más amplia perspectiva, que hace justicia a la objetividad del conjunto, uno presiente un ideal, aún no definido pero latente, que confusamente lo anima y lo hace progresar.
(Artículo de Javier Gomá, publicado en "El País" el 5 de junio de 2016)
Lo escribía ya hace años el implacable realista que es Giovanni Sartori: el Estado de derecho no es el Estado que crea a su albedrío y sin cesar un nuevo derecho, sino un Estado en el que el ejercicio del poder está limitado por vínculos jurídicos precisos y estables. De ello se desprende que la gigantesca burbuja de la praxis contemporánea de “gobernar legislando” está vaciando el Estado de derecho, convirtiéndolo en un gobierno de los hombres aunque sea en nombre de la ley. La vorágine normativa en que se ha convertido la actividad de gobernar ha devaluado hasta límites insospechados la calidad del Estado de derecho, que ya no funciona como límite al poder precisamente porque el exceso de derecho provoca su inoperatividad real. “El marco normativo español es complejo, confuso, en continuo cambio, de mala calidad, genera incertidumbre e inseguridad jurídicas, desincentiva la eficiencia y el emprendimiento y eleva los costes del sistema”, sentencia lapidario Carlos Sebastián en España estancada. Hay vigentes en España cien mil disposiciones normativas, diez veces más que en Alemania, un país cuyos ländertambién disponen de capacidad normativa, y que nos duplica en población. El problema no es ya de calidad técnica, eso sería un problema jurídico, el problema es de mal funcionamiento sistemático de las instituciones, y eso es un problema político.
Y sin embargo, la ambición de los políticos españoles, de todos, es hacer y hacer nuevas leyes. Una legislatura se considera un éxito cuando ha añadido a la colección legislativa unos cuantos textos, un fracaso cuando no ha conseguido sacar adelante ningún proyecto. Así miden su propia función los partidos y las élites que los gestionan: por el peso o las páginas del BOE que han rellenado desde el poder. En cambio, el control del grado de cumplimiento de las leyes o el de su implantación, o el de los efectos reales que hayan producido —los previstos y los insospechados— no interesa. Si una ley no funciona se hace otra más, que tampoco funcionará. Hace unos años se creó la Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas que, en teoría, iba a realizar una valoración y un seguimiento del cumplimiento de las normas. Pronto se la convirtió en una agencia zombi que sólo valora los servicios públicos, no las normas ni las instituciones.
No lo confiesa pero la política lo sabe bien: hacia fuera, las leyes no son sino operaciones de imagen con las que el Gobierno o la oposición de turno parece que reaccionan eficazmente ante los problemas sociales (cada vez más las leyes son “medidas puntuales”), o bien una ocasión de proclamar principios excelsos (las leyes cada vez son menos normativas y más declamativas). Hacia dentro, ante la clientela de intereses con acceso al poder, las leyes (en sus disposiciones adicionales, finales y transitorias más que en su texto) son la vía para el pago de favores y para la generación de connivencia con sectores económicos o profesionales relevantes.
Si algún bien ha traído la sectaria incapacidad de nuestros partidos para formar Gobierno es la de que durante unos nueve meses ha cesado la diarrea legislativa que parece consustancial a la política patria. Claro que, todo hay que advertirlo, el futuro se presenta por ello mismo más amenazante aún, pues prima el proyecto ansioso y prestigioso de regenerar el sistema político (consista esto de regenerar en lo que sea, que es difícil saberlo) y, para ello, ponerse a legislar a calzón quitado sobre todos los defectos detectados, sospechados, imaginados o atribuidos a ese pobre espantajo que es “el sistema”. Por leyes, se nos anuncia, no va a quedar, que hasta la Constitución va a ser reformada. Estamos ante un pensamiento acusadamente mágico (en la mejor tradición leguleya hispana) que confunde el cambio de la realidad con el cambio de la norma que lo regula. No es así, claro: cuando el problema esencial está en los comportamientos y códigos informales de la política por relación a las instituciones, la solución de sus disfunciones no está en modificar sin freno las reglas formales de esas instituciones, sino en cambiar los comportamientos de las élites políticas. En el fondo, me temo, el discurso de la regeneración forma parte de la fase de degeneración, no es sino uno de sus últimos estadios.
Me atreveré a proponer una hipótesis radicalmente contraria a la de la vulgata políticamente correcta. ¿Y si el mayor defecto de las instituciones españolas consistiera, precisamente, en la sobreabundancia de normas reguladoras? ¿Y si lo que hubiera que cambiar fuera, cabalmente, el hábito de intentar resolver los problemas añadiendo leyes a normas y amontonando decretos sobre pragmáticas? ¿Y si tal hábito no fuera, exactamente, sino una manifestación de la falta de estudio ponderado de los problemas y a la vez de la urgencia por la explotación política de las operaciones legiferantes? Una institucionalidad bien gobernada se caracteriza por un número escaso de normas y un grado elevado de su cumplimiento. Una mala, por la sobreabundancia de leyes y su escaso cumplimiento. ¿No convendría entonces, para mejorar la calidad de nuestro Estado de derecho, hacerle una poda severa?
¿Por qué entonces no intentar la mejora operativa de las instituciones mediante el simple y barato método de dejar de producir leyes? Por lo menos por un tiempo. ¿Qué les parecería como programa el de dar al Parlamento un descanso mínimo de dos años sin legislar? Sin duda, muchos menearán incrédulos la cabeza: ¿cómo, estando como estamos en “emergencia social y política”, se le ocurre proponer nada menos que parar la producción de normas? ¿Qué harían entonces los parlamentarios electos?
Bueno, mi sugerencia es la de que parlamenten políticamente, que para eso sí están. Todos los grandes teóricos de la (desde Rousseau hasta Stuart Mill) no creyeron que la función de los Parlamentos representativos fuera hacer las leyes, sino sólo aprobarlas o no. Para hacer técnicamente las leyes merece la pena probar con las cámaras de expertos y con los minipúblicos aleatorios de orientación ciudadana, como propone el neorrepublicanismo de Philip Pettit en Despolitizar la democracia. Las cámaras de representantes han demostrado ya suficientemente su incapacidad al respecto, probemos entonces unos años con otros métodos. Aunque lo primero que habrían de hacer es derogar miles de normas y codificar in claris lo que quede.
Pero, eso de seguir creyendo, en la época del gobierno en la incertidumbre, que los Parlamentos son los foros adecuados para resolver los problemas legislando directamente sobre ellos es puro voluntarismo bobalicón, o listo interés sectario de unos partidos que se niegan a soltar el bocado con el que tienen atrapada a la sociedad. Porque razonable, desde luego, no es.
(Artículo de José María Ruiz Soroa, publicado en "El País" el 6 de junio de 2016)
Desde que en los años 2007 y 2008 empezamos a tomar conciencia de la crisis, la insatisfacción con la situación económica de nuestro país se convirtió en indignación, con motivos más que sobrados, que existían en realidad desde mucho antes. Las voces de la indignación no exigían otro régimen político, distinto a la democracia, sino todo lo contrario: pedían su realización auténtica. Nadie sugería que imagináramos otra forma de gobierno, como podría ser un despotismo ilustrado, empeñado en dar al pueblo lo que supuestamente necesita, aunque no lo sepa, sino una democracia radical.
Se habló entonces de falta de legitimidad de la política, pero equivocadamente, porque los representantes y las instituciones eran legítimos, como lo son ahora. Lo que había sufrido un serio desgaste era la credibilidad de unos y otras, lo cual no es determinante desde el punto de vista legal, pero resulta gravísimo para la vida cotidiana, porque sin confianza no funciona la democracia.
Los episodios nacionales que empezaron el 20-D no han hecho sino iniciar una nueva etapa, la del aburrimiento, la sensación de que todo está dicho y oído, la resignación ante las nuevas actuaciones y sobreactuaciones. Nos preparamos otra vez para asistir al espectáculo de las descalificaciones mutuas, los pactos en pro del puro número, el juego de los sillones, las declaraciones panfletarias o insustanciales. ¿Pero es esto la democracia? ¿Es para esto para lo que sirve?
Según dicen los textos del ramo, una sociedad democrática tiene como punto de partida la existencia en ella de desacuerdos, y parte de su tarea consiste en generar acuerdos, porque son los miembros de esa sociedad los que tienen que resolver sus problemas conjuntamente y no puede haber exclusiones. Las sociedades democráticas tienen que ser de alguna manera un sistema de cooperación.
En las totalitarias y dictatoriales, el supuesto acuerdo se impone oficialmente, y la tarea política se reduce a clausurar medios de comunicación molestos, a silenciar a los disidentes con la cárcel, el asesinato y otros medios persuasivos. Pero en las democracias este modo de proceder está desautorizado de raíz, precisamente porque los destinatarios de las leyes, los ciudadanos, tienen que ser de alguna manera sus autores, y son ellos los que tienen que encontrar los puntos comunes, directamente o a través de representantes. Para lograrlo hay en realidad tres caminos.
Uno de ellos consiste en agudizar los desacuerdos de los que se parte, convirtiéndolos en conflictos que instauran la política amigo-enemigo, hasta asaltar los cielos y desde ellos forzar la supuesta utopía del mundo nuevo. Hace unos días, en un encuentro sobre temas políticos, uno de los intervinientes aseguró que en nuestro país la verdad ha sido secuestrada y eliminada en los últimos tiempos, y recurrió como colofón al bello proverbio de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla; la tuya, guárdatela”. Con lo que venía a decir que en el mundo político existe la Verdad, que en él tratamos de lo verdadero y lo falso, afirmación peligrosa si las hay porque, si es así, quienes encuentren la verdad se sienten obligados a imponerla. Como decían los viejos inquisidores, no se puede dar las mismas oportunidades a la verdad que al error. De donde se sigue que la defensa del pluralismo y la tolerancia serían papel mojado.
Pero sucede que las cuestiones políticas no se miden por parámetros de verdad y falsedad. Eso ocurre en las ciencias, que deben comprobar si sus afirmaciones se dejan validar por la realidad. En el ámbito político hablamos de legitimidad de las instituciones y de justicia de las normas. Y las decisiones acerca de lo justo y lo injusto requieren el uso público de la razón desde el respeto y la tolerancia. No existe la Verdad en política, existe la búsqueda conjunta de lo justo y lo conveniente.
Por eso, un segundo camino para generar acuerdos consiste en agregar los intereses en conflicto de modo que se satisfagan los de la mayoría, o los de la suma mayoritaria de minorías, que es lo que hay y es donde estamos; pero necesita un norte para llegar a políticas no sólo legítimas, sino también justas. Ese norte consistiría en economizar desacuerdos, en tratar de encontrar la mayor cantidad de acuerdos posible, buscando un núcleo compartido de exigencias básicas, que una sociedad democrática del siglo XXI debería satisfacer para estar a la altura de los valores sobre los que se sustenta. Los partidos que defiendan ese núcleo deberían conjugar sus esfuerzos para convertirlo en realidad, a través de pactos; y sobre todo, a través de realizaciones.
Y en este sentido, de la misma manera que Tocqueville viajó a América para descubrir por qué allí la democracia funcionaba mejor que en Francia y para aprender de sus mejores usos, convendría ahora dirigir la mirada hacia los países ejemplares en el quehacer democrático, hacia los que pueden servir de referentes. Según el índice de democracia, elaborado por la unidad de Inteligencia de The Economist, que pretende determinar el rango de democracia de 167 países, en los últimos años son países escandinavos los que figuran a la cabeza de la clasificación, especialmente Noruega. ¿Las razones de esa buena situación? Fundamentalmente, unas instituciones públicas sólidas, una cultura basada en la confianza, baja desigualdad, buenos servicios públicos financiados con impuestos, un sistema de bienestar social que nivela desigualdades, y un índice elevado de participación política. Resulta interesante comprobar que Suiza, dotada de estructuras sumamente participativas, no encabeza el índice de consolidación democrática, entre otras cosas porque los resultados de las consultas populares en ocasiones son antidemocráticos.
Este es el sueño europeo de la socialdemocracia, que en España está en franco retroceso por el empobrecimiento de parte de la población, que ha reducido las clases medias en 3,5 millones de personas, según datos del estudio que el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas y la Fundación del BBVA han dado a conocer. Lo cual es malo por sí mismo, pero también porque el funcionamiento de la democracia exige igualación. Si a esto se añade que el núcleo de la socialdemocracia no es para España y para la Unión Europea un simple sueño, sino un compromiso, encarnarlo en la vida política es lo que nos corresponde.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 2 de junio de 2016)
La persistencia de un Estado clientelar, con todas las distorsiones que alberga y con el alejamiento de la meritocracia que conlleva, deteriora la calidad democrática, perjudica la eficiencia económica y reduce la igualdad de oportunidades.
Un Estado clientelar dominado por pautas no meritocráticas es una suerte de equilibrio de baja calidad que la clase política no quiere superar, para no perder cotas de poder, y en el que la ciudadanía acaba por sentirse cómoda procurando beneficiarse de los frutos de tan retorcido árbol y adoptando sus códigos de conducta. Pasar de ese equilibrio a uno de mayor calidad, en el que los Gobiernos gestionen con transparencia los bienes públicos, sin proporcionar bienes privados a minorías, y en el que los ciudadanos adopten las conductas de una sociedad meritocrática y exijan rendición de cuentas a los políticos, no se consigue con un par de leyes y la introducción de alguna institución copiada, digamos, de un país escandinavo. Estas medidas parciales serían rápidamente fagocitadas por las prácticas del Estado que se quiere reformar. Es necesario un auténtico big bang reformador.
Sería deseable un acuerdo amplio de las fuerzas políticas sobre regeneración institucional, que no sólo llevaría a revertir el proceso de decepción y desconfianza que está experimentando la ciudadanía, algo muy positivo en sí mismo, sino que mejoraría la transparencia y calidad de la acción política y del marco en el que los españoles desarrollamos nuestras actividades económicas y de otro tipo. Facilitaría, además, las reformas sectoriales necesarias para modernizar el Estado (de las Administraciones públicas, la justicia y la educación), pues crearía un escenario en donde sería más fácil doblegar las resistencias corporativas que se puedan presentar.
Los procesos de regeneración institucional se han producido históricamente tras haber alcanzado un consenso entre una parte sustancial de la sociedad civil y un conjunto relevante de la clase política sobre la necesidad del cambio (Inglaterra y Estados Unidos en el último tercio de siglo XIX), a veces como apuesta colectiva de modernización tras la crisis provocada por una derrota bélica (Suecia y Dinamarca en fechas similares). No sé si el consenso necesario es suficientemente sólido en España. En el pasado otoño parecía que sí. Ahora está menos claro. La polarización electoral que se observa, la sensación de que se ha arrinconado la necesidad de regeneración y el escaso castigo electoral a la impunidad mostrada en el pasado reciente no parecen buenos síntomas.
En la España actual es especialmente evidente que el avance no puede consistir en promulgar algunas leyes y crear nuevos organismos de supervisión, porque buena parte de la degeneración española es la consecuencia de incumplir leyes y sentencias y porque se ha limitado seriamente, cuando no vaciado desde el principio, el contenido de los muchos organismos de supervisión que se han creado. Hay multitud de ejemplos de lo primero, pero como muestra recordemos que la normativa sobre contratación de proveedores por las Administraciones públicas se ha violado de forma sistemática e impune. Y en cuanto a lo segundo, la sucesión de organismos cuya actividad está lejos de corresponder al objetivo de su creación, entorpecidos y seriamente limitados por los Gobiernos que los crearon, es muy amplia. Han ido desde la Agencia de Evaluación de Políticas Públicas (AEVAL) —que fue vaciada de contenido desde su inicio—, al más reciente Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, que ha nacido raquítico por déficits de independencia y escasez de competencias; y encima, ahora, cuando el Consejo da la razón a ciudadanos en su exigencia de información, el Gobierno que lo creó recurre sus resoluciones ante los tribunales. También, la discutible independencia de organismos supervisores y la escasa capacidad sancionadora que se les otorga, ya sea a las empresas que explotan posiciones de dominio en los mercados o a los bancos que abusan de clientes, sin que el Banco de España tenga la capacidad de imponer que las entidades les compensen de los perjuicios causados; y el ninguneo a la Autoridad Fiscal Independiente (AIREF).
Aunque podrían requerirse algunas modificaciones legislativas, lo fundamental sería generar el compromiso creíble y verificable de cumplir las normas existentes (y las nuevas) y de dotar de contenido a los organismos ya creados y garantizar su independencia. Para ello, el restablecimiento de los mecanismos compensatorios del ejercicio del poder sería un primer paso que empezaría a dar credibilidad al proceso: asegurar la independencia y competencia de los órganos clave como el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial y los Tribunales de Cuentas y avanzar en la profesionalización de las Administraciones públicas, reduciendo muy sustancialmente los nombramientos de carácter político.
Mejorar la transparencia no se consigue haciendo más complejos los trámites burocráticos —ya lo son en exceso—, sino realizando un control ex post y con un régimen sancionador severo y explícito. Un renovado Consejo de Transparencia y Buen Gobierno podría tener algunas competencias en esta tarea. Y si se prestigian otras instituciones (como la AEVAL) y se cumplen reglas ya existentes sobre la producción normativa, consistentemente ignoradas, se podría incrementar sensiblemente la transparencia y calidad del proceso legislativo.
En este contexto, para las reformas sectoriales que también necesitan consenso, como las de educación, justicia y Administraciones públicas, sería conveniente generar, dentro de este big bang reformador, un amplio acuerdo en el diagnóstico de las deficiencias actuales y en la definición del modelo al que se quiere llegar. Porque luego el avance en las reformas tendría que ser más incrementalista, evaluando los pasos que se fueran dando. Lo contrario de lo que se ha hecho en las llamadas reformas de la Administración, como la reciente CORA, que no ha tenido ni un análisis de las deficiencias ni la especificación del modelo al que se quiere llegar; solo un listado de medidas, sin ninguna intención de verificar si se cumplen (más allá de que se envíen al BOE) y de cuáles son sus consecuencias para los administrados.
Resulta evidente que una acción conjunta y de consenso, del tipo de lo que aquí se plantea, dejaría mucho campo para que los partidos diferencien su oferta en muchísimas cuestiones relevantes. Está claro también que este tipo de consenso sería necesario para impulsar un cambio radical del marco político e institucional.
Nos debemos congratular por la persecución de las prácticas corruptas que se ha incrementado recientemente, pero no pensemos que esto, por sí solo, termina con el Estado clientelar y sus aberraciones. No hay más que recordar lo ocurrido en Italia a partir de 1992.
(Artículo de Carlos Sebastián, publicado en "El País" el 25 de mayo de 2016)
En el fárrago de decenas de leyes con las que se despidió la última legislatura, ha pasado desapercibida para la opinión pública una muy preocupante reforma del procedimiento administrativo que, vestida con la indumentaria de la modernización y de la digitalización de la Administración, encierra graves restricciones de los derechos de los ciudadanos, impropias de un Estado democrático.
La Ley 39/2015, denominada redundantemente de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y que entrará en vigor si nadie lo remedia el 2 de octubre de este año, merma garantías básicas de un Estado de derecho y facilita la arbitrariedad de la Administración, sin que, al parecer, los redactores de la Ley, que dicen querer mejorar la seguridad jurídica, hayan sido conscientes del potencial efecto perverso de algunas de sus disposiciones, propios de un Estado autoritario, que ilustraré con tres ejemplos.
La ley impone a todos los ciudadanos sin excepción (artículo 18.1) un deber general de colaboración con la Administración, insólito en un país democrático. Ese deber significa a falta de previsión expresa, “facilitar a la Administración los informes, inspecciones y otros actos de investigación que requieren para el ejercicio de sus competencias”. Este deber rezuma un halo totalitario, fruto de una concepción en la que el ciudadano se encuentra sujeto al poder público con carácter general. Hasta ahora, como es propio de un Estado constitucional, el ciudadano solo estaba sujeto a colaborar con la Administración cuando una ley lo preveía expresamente y para fines específicos. Por ejemplo, la ley fiscal, para asegurar el cumplimiento de las obligaciones tributarias, la ley laboral para salvaguardar los derechos de los trabajadores, etcétera. Pero a nadie se le había ocurrido que una ley general pudiera permitir a cualquier autoridad pública imponer obligaciones de colaboración para cualquier ocurrencia de un alcalde, un director general o de un consejero autonómico.
Más preocupante todavía es el régimen de las medidas provisionales (art. 56) que la Administración puede adoptar al inicio de un expediente, e incluso antes de oír lo que tenga que decir el ciudadano afectado. La adopción de medidas provisionales como el embargo preventivo de la cuenta corriente, el cierre de un local, la prestación de fianzas, se reconoce a cualquier autoridad pública, en cualquier procedimiento, aunque eso si piadosamente el legislador sigue recordando que habrá de hacerse proporcionalmente.
No existe país democrático alguno donde se reconozca a la Administración ese formidable poder. En la actualidad y hasta que la nueva ley entre en vigor, la Administración solo puede adoptar medidas provisionales cuando una ley especial así lo determina expresamente. Por ejemplo, en materia de sanidad pública, frente a un contagio, o cuando se trata de defender la salud de los consumidores o usuarios, es lógico que la Administración pueda adoptar medidas provisionales, pues se trata de evitar un daño irreparable. Lo que no tiene sentido alguno es que se entregue a la discreción de cualquier autoridad pública la posibilidad de adoptar medidas cautelares equivalentes a las que puede tomar un juez y que son de una gravedad extraordinaria. El diario desfile de muchas autoridades por los juzgados de lo penal, debería haber conducido a los autores de la nueva ley a ser muy conservadores a la hora de construir una potestad administrativa que solo debería utilizarse, como ocurre en los países de nuestro entorno, en procedimientos tasados y en casos de urgencia inaplazable cuando están en riesgo bienes superiores, como la salud, la seguridad de las personas o la estabilidad del sistema bancario. Generalizar ese poder inmenso de imponer medidas contra el patrimonio de los ciudadanos o el ejercicio de sus derechos, antes de que se tramite y finalice el procedimiento administrativo, es como poner en manos de un inexperto en armas una bomba de racimo sin manual de instrucciones.
Por si estos dos ejemplos no fueran suficientes, la Ley 39/2015 (art. 70) nos sorprende con una nueva definición del expediente administrativo, que revela una mentalidad autocrática de la Administración más que preocupante.
El lector puede pensar que el expediente administrativo es una fruslería. No es así: el expediente es la documentación completa y ordenada de lo que la Administración ha hecho en el procedimiento. Lo que quiere decir: es la base para que el ciudadano afectado pueda defender sus derechos frente a la Administración. Hasta ahora, e incluso en pleno franquismo, se entendía por expediente todo lo que constaba documentalmente respecto a un procedimiento.
Lo que la norma legal dice es que el expediente es solo una parte de lo que la Administración ha hecho, “lo oficial”, que diría un castizo. El resto, es decir, lo que opinan los funcionarios, los borradores de documentos, e incluso los informes no solicitados por el responsable de la decisión, no forman parte de lo que debe conocer el afectado por la sanción o por la instalación de una actividad, o por la zona verde. Permítaseme un ejemplo para iluminar lo que la jerga de la ley puede oscurecer. El secretario o el interventor de un Ayuntamiento, figuras clave en cualquier corporación local, tienen la facultad de emitir informe concreto, si lo estiman pertinente. Pues bien, según reza la ley, el ciudadano no tiene derecho a conocer ese informe, si no es un informe pedido por la autoridad. ¿Para qué va a emitir un informe el custodio de la legalidad si se va a tirar al cesto de los papeles?
En estos años turbulentos, hay funcionarios públicos responsables que, a pesar de las presiones políticas, han tenido el valor de hacer constar su opinión contraria a lo resuelto por el jefe político. Esos informes hasta ahora quedaban incorporados al expediente. Quien estaba afectado, podía manejarlo y utilizarlo en defensa de sus derechos ante el juez.
Sin embargo, el texto legal aprobado en la misma legislatura que la Ley de Transparencia dice ahora que no forman parte del expediente los “juicios de valor” emitidos por las Administraciones Públicas, que se entiende que son las opiniones de los funcionarios. Una ley del siglo XXI autoriza legalmente al responsable político de turno a expurgar el expediente, a censurar lo que otros han opinado y a él no le ha convenido. Así el ciudadano, y el juez que tiene que controlar a la Administración, se supone que vivirán más felices al encontrar un expediente electrónicamente depurado que cuente lo que el poder quiere contar, eso sí, con enorme transparencia.
Son tres ejemplos ilustrativos. Para otra ocasión dejo el análisis de la paradoja de que la Ley 40/2015, hermana siamesa de la Ley de Procedimiento, haya mantenido incólume la estructura de sociedades, entes de diverso pelaje, y fundaciones públicas, al tiempo que la Fiscalía denuncia y los tribunales penales condenan la opacidad de estas entidades y la falta de control en el manejo de los caudales públicos, como causa de comportamientos delictivos, que no son esporádicos a juzgar por la estadística criminal.
En una de las versiones del mito de Pandora se cuenta que la causa de los males de la humanidad se produjo cuando Pandora, desobedeciendo la prohibición de los dioses, abrió la caja donde se contenían todos los desastres. Esto mismo puede pasar con los bienintencionados funcionarios que han puesto sus manos sobre el procedimiento administrativo, confiados en que quienes tienen que aplicar cotidianamente la ley no harán un uso inmoderado de las armas que ellos mismos han cargado; en ellos ha podido más la arrogancia de la innovación que la prudencia en mantener hermético el recipiente que garantiza algunos derechos básicos de los ciudadanos.
Es de desear que se abra urgentemente un debate político, en la más noble de las acepciones de la palabra, sobre la oportunidad de urgente derogación de esas leyes. La nueva política no puede echar a andar con muletas propias, no ya de la vieja política, sino del antiguo régimen, sin convertir a los ciudadanos en súbditos del arbitrio administrativo.
(Artículo de José María Baño León, publicado en "El País" el 11 de mayo de 2016)
Sea cual sea el resultado del referéndum británico, los europeos necesitan ya un nuevo aliento. Es mucho lo que está en juego: evitar la marginación de Europa, no solo desde el punto de vista económico y político, sino también moral y cultural. Nuestro desafío común es reconectar cuanto antes con unos ciudadanos desorientados para volver a crear una Europa influyente, que tenga un proyecto de futuro y de esperanza para todos; en caso contrario, moriremos. Si no damos este nuevo impulso político a nuestros conciudadanos, los demonios populistas que ya casi nos han destruido vencerán. La Historia varía en sus formas, pero el resultado volvería a ser desastroso.
Para lograr una nueva dinámica debemos valorar nuestros éxitos: la Unión Europea es la entidad política, económica y social más solidaria, menos injusta, más democrática, más pacífica y más variada que ha conocido la humanidad, “uno de los mayores triunfos políticos y económicos de la época moderna”, según el presidente Obama. Hacer respetar sus valores y convertirla en un motor de progreso para todos exige adoptar una estrategia de envergadura.
Necesitamos ya, sin falta, una hoja de ruta precisa. Que se pongan manos a la obra las instituciones europeas y todos los Estados miembros, o, por lo menos, un grupo de países dirigido por Francia y Alemania. Para restablecer la confianza y dar nuevo impulso a la dinámica europea proponemos seis iniciativas estratégicas:
1. Es primordial fortalecer la democracia europea. ¿Cómo considerarse europeo sin una cultura ciudadana compartida? Los Estados deben poner en marcha una educación cívica común y comprometerse a que el futuro presidente de la Comisión se elija en función del resultado de las urnas. Además, es necesario aclarar las normas para que los referendos sobre la pertenencia a la UE no se conviertan en mercadeos. Una Europa a la carta no es una opción.
2. Es indispensable una iniciativa estratégica de seguridad y defensa de los ciudadanos de la UE. Los Estados deben cumplir sus compromisos en materia de seguridad interior —intensificar los intercambios policiales (Europol), judiciales (Eurojust) y de información— y, en el plano exterior, poner en práctica una política de fronteras moderna, basada en un cuerpo europeo de policía de fronteras e infraestructuras de control y acogida que respeten nuestros valores. Al mismo tiempo, la Unión debe emprender una política de estabilización de las regiones vecinas en todos los ámbitos: económico, cultural, diplomático y militar.
3. La tercera iniciativa está relacionada con los refugiados. El acuerdo con Turquía no es una solución a largo plazo. El país está desbordado y el tráfico de personas prospera utilizando otras rutas. Europa debe escoger otra vía: acoger, integrar, formar y preparar las condiciones para un regreso de los refugiados a sus países. No se trata de recibir a todos, sino a los que estén dispuestos a integrarse y aceptar nuestros valores. Y los ciudadanos europeos solo aceptarán una política así si se mejora su vida cotidiana.
4. Ese es el reto de la segunda fase del plan Juncker para reimpulsar el crecimiento: invertir en los sectores con más futuro, capaces de promover la creación de empleos de proximidad, modernizar de forma duradera nuestra economía y consolidar nuestra ventaja competitiva. Todo ello, dentro de una política industrial común de ataque que permita recuperar nuestra autonomía. Por ejemplo, un plan de desarrollo y restauración del hábitat, con la utilización de nuevos materiales y tecnologías digitales, transformaría la vida de nuestros conciudadanos y nos otorgaría el liderazgo mundial en el sector. Asimismo, proponemos otros tres planes centrados en el transporte, las energías renovables y las competencias digitales del futuro.
5. En cuanto a la zona euro, hay que reforzar su potencial de crecimiento y su capacidad de hacer frente a choques asimétricos y favorecer la convergencia económica y social. Para ello es necesario asignar nuevas prerrogativas al Mecanismo Europeo de Estabilidad. En concreto, proponemos una competencia presupuestaria para la eurozona y la rápida culminación de la unión bancaria, al mismo tiempo que se corrigen sus defectos.
6. La sexta iniciativa es un Erasmus para alumnos de secundaria. El objetivo es sencillo: democratizar Erasmus y ampliar el horizonte cultural de todos los jóvenes europeos, con el fin de fomentar la igualdad de oportunidades y el sentimiento de pertenencia a un proyecto común.
Estas iniciativas pretenden volver a situar al ciudadano en el centro del proyecto y estimular el crecimiento, el empleo y la innovación. Es posible ponerlas en marcha, si existe la voluntad política necesaria, en los próximos dos años y medio. Roosevelt lo hizo en 1933 con el New Deal. Nuestras economías avanzadas tienen esa capacidad, gracias a los márgenes no utilizados del presupuesto europeo y al empleo de nuevos recursos. Entre las soluciones que hay que contemplar están la disponibilidad de recursos propios y la solicitud de un préstamo al BEI.
A medio plazo, la movilización y la reflexión colectiva de los ciudadanos europeos deben ser las premisas de una nueva conferencia intergubernamental o de un nuevo convenio europeo, para convertir a Europa en una gran potencia democrática, cultural y económica que garantice en su interior la solidaridad y los derechos fundamentales, hoy en peligro, una potencia que se dote de los medios para ejercer su soberanía. El nuevo tratado que pudiera salir de ese debate no se aplicaría más que a los Estados que desearan una mayor integración y estuvieran convencidos de que el interés general europeo no se limita a la suma de los intereses nacionales.
Todo esto solo será posible si las docenas de millones de europeos que creen que nuestro futuro lo escribimos unidos empiezan a movilizarse ya. Únanse a nosotros.
(Artículo de Guillaume Klossa y otros, publicado en "El País" el 9 de mayo de 2016)
Si 14,2 millones de personas reciben prestaciones económicas del Estado y 18 millones trabajan, algo tenemos que pensar para hacer el país viable. Será bueno votar el 26 de junio: en estas semanas los partidos podrían reflexionar. Los trazos gruesos de sus posiciones casan mal con la realidad. Ni el país ha salido de la crisis, ni es un mosaico de naciones; ni reformar la Constitución blinda el Estado de bienestar si la economía no es competitiva, ni la educación o la Universidad se reforman con un pacto sin más contenido que el pacto mismo; ni construir un nuevo modelo productivo es un acto voluntarista de los políticos, ni España contribuirá a que Europa enderece su rumbo sin ideas sólidas sobre los problemas europeos.
El 25 de marzo de 1993, Felipe González fue abucheado en la Autónoma de Madrid. Sobreponiéndose a la escandalera leyó un discurso partiendo de la idea de Francisco Ayala de que la decadencia de España comenzó cuando Felipe II impuso un proyecto anacrónico: defender una visión arcaica de la cristiandad. El año de 1993 requería esa reflexión sobre el proyecto de país porque el del PSOE se había agotado, por su éxito, en el umbral de los noventa. Aznar intentó otro, convertir a España en aliado privilegiado de EE UU, pero dividió a la opinión pública y acabó el 11 de marzo de 2004. Quedamos sin rumbo, la inercia se agotó en 2010, salieron a flote los esqueletos. Ahora tenemos que pensar y replantear prioridades.
El proyecto de la Transición estuvo dominado por la política (que el salario público medio sea un 48,8% superior al del sector privado es elocuente, aunque este dato se debe matizar). Se consiguió mucho: influencia en la UE, un Estado de bienestar muy razonable, infraestructuras. Pero la política se impuso a la sociedad: la industria se debilitó, la gran reconversión fue el Estado de las autonomías: construir 17 mini-Estados con sus Administraciones e instituciones, con el consiguiente incremento de políticos y funcionarios jurídicos y administrativos. Las tensiones nacionalistas son la exacerbación de este proceso. Para ciudadanos y empresas ha implicado unos impuestos que perciben abusivos, el sistema nacional de salud fue despedazado, los servicios de empleo regionalizados, miles de leyes, decretos y reglamentos nacionales y autonómicos caen cada año sobre la sociedad civil resquebrajando la unidad fiscal, de prestaciones y de mercado; las empresas tienen que gestionar 17 regulaciones, y ¡79 impuestos autonómicos! Todo esto es muy caro.
Las Administraciones son poco eficientes. Ejemplos: los cursos de formación profesional. El descontrol político-administrativo permitió que muchos aprovechados se forraran y que sindicatos y patronales se financiaran, pero los cursos no se dieron o fueron de calidad ínfima. ¿Quiénes lo permitieron? ¿Quiénes no supervisaron a los funcionarios que no hicieron su trabajo? Otro ejemplo: la miseria que España ha conseguido del plan Juncker de inversiones por presentar pocos proyectos. La carrera de los altos funcionarios es frustrante, dependen de sus relaciones personales y políticas para ascender, no tienen una trayectoria basada en méritos, van de unos destinos a otros cambiando de materia. Pero los políticos siguen encantados de repartir puestos funcionariales. Necesitamos Administraciones estables, con carreras de los funcionarios basadas en el mérito, la jerarquía, la especialización e impermeable a la política. Reducir la cantidad de personas que vive de la política.
Hay grandes multinacionales españolas en el textil, banca, hoteles, juego, auxiliar del automóvil o ferroviario, dos colosales marcas mundiales son empresas deportivas españolas. Crecieron por impulso de sus empresarios. El nuevo modelo productivo surgirá porque ellos u otros aprovechen oportunidades, pero eso exige mejores Administraciones; menos, más codificada y uniforme legislación; infraestructuras para reducir costes (en energía, transporte, telecomunicaciones…) y producir capital humano (universidades y enseñanzas medias más exigentes con profesores y alumnos). Hay excelentes profesionales que gestionan multinacionales y grandes empresas; ¿por qué no, por ejemplo, facilitar el acceso al profesorado universitario de profesionales del sector privado?
Ningún partido reconoce que en la próxima legislatura las pensiones tendrán que ser reformadas porque el sistema de cotizaciones sociales es deficitario y, además, incrementa un 30% los costes salariales. ¿Cómo reducir las cotizaciones para las empresas: por tanto, sus costes laborales? ¿Cómo mantener el poder adquisitivo de las pensiones? ¿Qué impuestos crear o subir para reducir las cotizaciones sociales? El gasto público está desequilibrado generacionalmente, invertimos poco en los jóvenes; ¿qué decir a la generación perdedora, los mayores de 45 que durante la crisis han perdido el empleo o han salido tocados en sus ingresos y posición profesional? ¿Cómo paliar el destrozo que sufrirán sus pensiones por dejar de cotizar o hacerlo por bases ínfimas? ¿Cómo hacer más elásticas sus hipotecas y evitar desahucios? O sea, cómo despejar el miedo que gravita sobre ellos. ¿Cómo se harán cargo los bancos de su parte en la burbuja de las hipotecas? El presidente mundial de Adecco, Alain Dehaze, plantea que España necesita un plan para aumentar los salarios, ¿cómo hacerlo?
¿Cómo reformar el Banco de España, que permitió comercializar productos tóxicos y dejó indefensos a millones de españoles? ¿Cómo permite que la TAE de los créditos al consumo en la cadena de grandes almacenes sea del 19,56%? ¿Cómo defender a los consumidores?
Se pueden elegir otros problemas, pero la idea es que necesitamos un proyecto de país basado en la sociedad, no en la política y las Administraciones. Sería injusto afirmar que en los documentos presentados estas semanas no se contemplan estos problemas y se plantean ideas positivas y útiles, pero el enfoque sigue siendo político: el Estado (los políticos) derrama sus planes y leyes sobre la sociedad, pero no se reforma a sí mismo. No hay un análisis de los sectores fuertes y débiles de la economía ni de nuestro capital humano. No hay una imprescindible gran simplificación legislativa, no hay voluntad de equilibrar los poderes sociales: dar más poder a las organizaciones de consumidores, que puedan negociar los contratos de adhesión (hipotecas y créditos) y calificarlos; reformar estos sindicatos que han dejado desamparados a los trabajadores, reformar los partidos, exigir reformarse a instituciones como las Universidades, liberar de corsés a las empresas.
La CDU alemana o los partidos británicos celebran congresos cada año, pero los partidos españoles cada cuatro o más. Nuestra política está estancada, no produce debates, la opinión pública percibe que los nuevos dirigentes son inferiores a los de la Transición y sus ideas son clichés del pasado. España exige renovación. La duda es si estos partidos son capaces de diseñarla y gestionarla. Que todos hayan retrasado sus congresos es mal comienzo: si no debaten ni respetan sus propias normas están en un círculo vicioso.
(Artículo de José Antonio Gómez Yáñez, publicado en "El País" el 26 de abril de 2016)
Andamos confundidos. Los ciudadanos no queremos elecciones, pero nos disgustan todas las coaliciones sobre la mesa. Los políticos no ponen líneas rojas, pero levantan muros a los del otro bando. Y los periodistas sueltan el “pónganse de acuerdo de una vez” en sus sermones matinales para, a continuación, pasar a destripar las declaraciones de fulanito de tal contra menganito de cual. Montañas de nobles aspiraciones políticas paren ratones de cotilleo.
Cuando todos los integrantes de un ecosistema están despistados suele deberse a que falla algo básico. Como el aire o el agua. Algo tan primordial que lo damos por descontado. Y, en nuestro caso, creo que lo que nos falla es una definición compartida de política. Los españoles no nos ponemos de acuerdo sobre qué es la política. Y, si no sabemos qué es, no podemos mejorarla.
No es que carezcamos de definiciones teóricas. Tenemos muchas reflexiones escritas sobre el sentido de la política. Lo que nos falta es una definición operacional que nos permita navegar en un contexto socioeconómico crecientemente complejo e impredecible. Hasta hace poco vivíamos en un mundo con muchos riesgos. Por ejemplo, no sabíamos si tendríamos un año de vacas gordas o de vacas flacas. Y, en ese contexto, era relativamente fácil ponerse de acuerdo en cuál es el ámbito de la política. En realidad, se trataba de continuar con la lógica anticipada ya en la Biblia: guardar en los años de vacas gordas en previsión de los años de vacas flacas. Pero ahora vivimos en una realidad con muchas incertidumbres, que son más amenazantes que los riesgos. No sabemos si nos aguarda un año de vacas o de patos. O de cisnes negros. La labor de la política no está tan clara. Las fronteras entre lo que nos concierne a todos y lo que concierne sólo a los individuos son más difusas que nunca.
Así, en España se han consolidado dos visiones antagónicas de la política que, una por defecto y otra por exceso, dificultan la comunicación entre los adversarios políticos. Y polarizan el país hacia dos tentaciones igualmente peligrosas: el populismo, para quienes la política debe impregnarlo todo, y la tecnocracia, para quienes la política debe evaporarse y dejar paso a los expertos.
Unos, sobre todo idealistas de izquierdas, piensan que “todo es política”. Su objetivo es “conquistar espacios para la política”, arrebatándoselos a los mercados. Cuantos más aspectos abarque la política, más justa será una sociedad, pues política es sinónimo de justicia. De forma que, cada conflicto aislado (de los retrasos de los trenes y los accidentes de tráfico en autopistas de peaje a las cuentas offshore en paraísos fiscales), cualquier molino de viento, se convierte en una excusa para emprender una quijotesca batalla contra los gigantes mercados. Los problemas son sistémicos. Los casos de corrupción no son hechos aislados o contingentes a unas instituciones determinadas, sino el resultado de un sistema corrupto. Esta actitud es la antesala de populismo, el “poscapitalismo” o cualquier otro “ismo” que nos salvará de este valle de lágrimas.
Los otros, fundamentalmente realistas de derechas, achican tanto la definición de política que la reducen a su factor humano. La política son los políticos. Si hay corrupción es porque hay políticos deshonestos. En toda cesta habrá algunas manzanas podridas. Se quitan y ya está. La política consiste en sustituir a los individuos (o partidos) malos por los buenos. Luego, los más conservadores propondrán oposiciones hasta para el cargo de ministro y los más aperturistas mecanismos de selección propios de una start-up, pero con el mismo sustrato de fondo: el gobierno de los mejores.
Pero la buena política no es ni una cosa ni la otra: ni cuestionar el “sistema” en general ni a unas personas en particular. La política es lo que está en medio, entre el sistema y el individuo. La política es la discusión sobre las normas formales, las instituciones, que regulan el comportamiento de los miembros de una comunidad. Las sociedades que circunscriben el ámbito de la política a este terreno intermedio tienen más posibilidades de superar los problemas colectivos que aquellas, como la española, donde no existe un consenso mínimo sobre cuál es la esfera de actuación de la política.
Veámoslo con la discusión entorno a los papeles de Panamá. En España predominan dos visiones. Por un lado, se discuten hasta la saciedad los casos individuales. De forma justificada o no, hemos hecho juicios mediáticos a numerosas personalidades con relevancia política. La asunción de fondo es que se trata de un problema de moralidad individual: hay buena gente, que paga sus impuestos, y mala gente (o una mala tribu político-empresarial), que crea sociedades offshore para evadirlos. Y, por el otro, abundan las grandes reflexiones sobre el sistema económico global y la imperiosa necesidad de coordinar una acción internacional contra los paraísos fiscales. Aquí la asunción de fondo es que falla el sistema capitalista o la globalización en su conjunto. La sed de sangre de unos y otros es saciada: sabemos que hay unos individuos (y algún partido político) pérfidos o un sistema global perverso. Pero, como es fácil de imaginar, ni de una visión ni de la otra salen prescripciones útiles.
Al contrario, en otros países europeos la discusión transcurre más en el ámbito propio de actuación de la política, sin caer en los casos individuales y, a la vez, sin elevarse a las nubes abstractas del sistema. Obviamente, también se ha hablado de personas particulares y se ha especulado sobre la globalización económica, pero periodistas y analistas han puesto el foco sobre las reglas impersonales que han permitido la fuga de capitales a paraísos fiscales. La asunción de fondo es que el problema no es individual ni sistémico, sino institucional. ¿Qué normas y protocolos de actuación de las instituciones públicas, pero también de las privadas como los bancos, han propiciado la evasión de impuestos? Y, en consecuencia ¿qué cambios normativos habría que introducir para revertir esta situación? En estos países se habla más de, y con, representantes de bancos y de reguladores públicos que de evasores concretos. Más de las instituciones que han fomentado el pecado que de los pecadores.
Algo similar ocurre con muchos otros debates políticos, como, por ejemplo, la lucha contra la corrupción. Nos obsesionamos con los casos particulares (de personas o partidos) o nos dejamos arrastrar en meditaciones vagas sobre el sistema. Olvidando que la política es la gestión de las reglas comunes y no de los nombres propios.
(Artículo de Víctor Lapuente, publicado en "El País" el 18 de abril de 2016)
Holanda es ya, oficialmente, el único país de los 28 que no ha ratificado el acuerdo de asociación entre la Unión Europea y Ucrania, aprobado por el Parlamento holandés. El objetivo del acuerdo, firmado en 2013, es fomentar el diálogo político y desarrollar la economía de Ucrania. El referéndum salió adelante gracias a un medio digital euroescéptico y a la acción de un grupo del mismo perfil —significativamente llamado Geenpeil, Ni idea— que aprovecharon que el Gobierno acaba de rebajar a 300.000 las firmas necesarias para convocar un referéndum sobre cualquier asunto. El no ganó, pero más de dos tercios de los votantes se quedaron en casa. Solo el 20% del electorado respalda la negativa.
Por encima de las dificultades del Gobierno holandés para gestionar el resultado y las complicaciones que pueden surgir para Bruselas, de lo ocurrido se extraen lecciones interesantes para todos.
Se ha convertido en un lugar común decir que la democracia representativa está en crisis y que hay que abrir nuevos canales para dar voz a los ciudadanos en los asuntos públicos. En el catálogo de medidas destinadas a corregir este supuesto déficit de representación encontramos el recurso a los referendos, consultivos o vinculantes; las iniciativas legislativas populares, cuyo uso se pretende estimular; los mandatos revocatorios, que permiten deponer a los cargos públicos sin necesidad de convocar elecciones; o los mecanismos de democracia directa electrónica, que en teoría permitirían prescindir de los Parlamentos en un gran número de temas.
Pero como demuestra el caso de Holanda, por muy desacreditada que esté la democracia representativa, los mecanismos de democracia directa que se plantean como alternativa están lejos de ser la panacea. Al contrario, como vemos en toda Europa —desde Grecia hasta el Reino Unido pasando por Hungría y Países Bajos—, los referendos corren el riesgo de convertirse en la herramienta favorita de los populistas para deslegitimar las democracias, poner en crisis el proyecto europeo y, para colmo en este caso, hacer un enorme regalo a Vladímir Putin, beneficiario de la consulta del miércoles y presunto responsable último del derribo del vuelo de Malaysia Airlines en julio de 2014 que costó la vida a casi 300 personas.
Una vez más, como en la mayoría de los referendos sobre cuestiones europeas celebrados en las dos últimas décadas, el electorado no ha contestado a la pregunta que se le ha formulado, sino a la que hubiera querido que se le formulara; desentendiéndose, además, de las consecuencias de su voto. Con todo, la alta abstención, de casi el 70%, es el dato más relevante. Si la democracia directa no mejora la participación respecto a la democracia representativa y encima deslegitima el sistema político, su utilidad se diluye por completo.
(Editorial de "El País", publicado el 8 de abril de 2016)
Se podía esperar. Muchas nuevas candidaturas que han concurrido a comicios en nuestro país optaron por incluir en su denominación la fórmula “en común”, adherida al nombre de ciudad o comunidad correspondiente. Así, tuvimos Barcelona en comú, Cádiz en común o Bilbao en común. Hubo más acuñaciones y ninguna dejó de incluir en su lema el topónimo adecuado. Tal regla conoció una conspicua excepción. Cuando hubo que plantear una plataforma de ámbito estatal nunca estuvo en la mente de sus promotores denominarla España en común (la fórmula acabó siendo Unidad Popular en Común). Ciertamente, nada sorprendente. El nombre de España es impronunciable para un sector de la izquierda, que prefiere expresiones como “Estado español” o “este país”. Desprecio este que corre en paralelo a la aversión a la bandera constitucional o al uso de la lengua española (también un símbolo de lo común) allí donde el nacionalismo periférico ha implantado su hegemonía cultural.
Este maltrato a un topónimo clásico y de uso universal asombraría a cualquier progresista anterior a 1939. Ningún liberal del siglo XIX tuvo problemas en decir España, como tampoco lo tuvieron los republicanos antifascistas. La palabra abundaba en los discursos de Azaña, de Prieto o de Pasionaria. Así también los poetas: Neruda tituló su libro de la guerra España en el corazón; Vallejo puso al suyo España, aparta de mí este cáliz; Auden publicó Spain en 1937. La mejor revista republicana de guerra se llamaba Hora de España. Más tarde, en la conmovedora La guerra ha terminado, película escrita por Jorge Semprún para Alain Resnais, los antifranquistas en Francia pronuncian el nombre con devoción. Y los exiliados regresaban diciendo España con alegría recobrada. España, en fin, fue también una idea de izquierdas desde 1812 a 1939. Tras el largo hiato de la dictadura, pudo volver a serlo. Pero no quisimos. Si la nueva moral lingüística es reseñable es por lo que tiene de síntoma de una mentalidad que se ha extendido en los últimos años: la idea de que España, en el fondo, como realidad histórica y política, no existe. Por razones evidentes, es un relato que favorece a los nacionalismos secesionistas en su empeño por deshacer la comunidad de ciudadanos que se interpone en su camino. Cuantas menos referencias comunes se tengan, tanto mejor. Y si cierta izquierda hace suyo el relato es porque les permite rebobinar la secuencia de los hechos hasta la dictadura, de la que mentalmente no han querido salir. Es una cantinela conocida: la Transición no tuvo lugar, seguimos viviendo en un régimen criptofranquista, y, en consecuencia, la guerra civil no ha terminado del todo. ¡Todavía se puede ganar!
Nosotros, españoles de todas las Españas, hablantes de todas sus lenguas, nacidos cuando expiraban la dictadura y su negra herencia, creemos que sí, que hay una España en común. Existe, desde luego, como realidad histórica, cifrada en un imponente legado cultural. Pero, en realidad, no es esto lo importante. Lo importante es que en 1978 España cristalizó por fin en lo que nuestros padres y abuelos quisieron y lucharon por conseguir: un Estado democrático, social y de derecho, unido y en paz con su innegable diversidad, que pudiera desarrollar sus potencialidades. Un Estado que no reclama sino el respeto a sus leyes e instituciones, no profesiones de amor ni adhesiones inquebrantables, y que, por lo mismo, no obliga a elegir entre identidades culturales perfectamente compatibles entre sí. A los que firmamos este escrito no hace falta que se nos recuerde que España es diversa. Para nosotros no es un eslogan, sino una verdad vivida. Querríamos que esa diversidad fuera todavía más conocida, pero recelamos de quien habla de diversidad como mero pretexto para la separación.
Es obvio que solo en la unión puede regir el pluralismo que permite sacar provecho de la pluralidad. La diversidad enriquece únicamente a quien la congrega. En otras palabras: la España plural tiene sentido si se reconoce una España en común como lugar de encuentro. De lo contrario, sólo es retórica al servicio del nacionalismo: se dan lecciones de pluralismo al Estado mientras se anula el pluralismo en el seno de cada comunidad. A una patria multinacional, en compartimentos que se quieren cultural y lingüísticamente estancos, oponemos una patria mestiza, en un mundo cada vez más mestizo, en la que la diversidad se predica de sus individuos y no de sus territorios. O, cuando menos, de territorios cuya diversidad es la de sus individuos.
Las elecciones del 20-D hicieron aflorar dos ideas distintas de España, acaso irreconciliables. Detrás del tradicional eje izquierda-derecha, despunta una creciente oposición, que está en el centro del actual bloqueo institucional. Por un lado, los partidarios de la España constitucional de 1978, abiertos a reformas y aun deseosos de acometerlas, pero convencidos de que la soberanía del Estado es una y eso lo convierte en una comunidad de ciudadanos libres donde cada identidad cultural es respetada. Es conveniente subrayar que defender el espíritu del 78 no es aferrarse a su letra: los cambios constitucionales, evolución a un más explícito federalismo incluido, son bienvenidos si resultan de un proceso de deliberación. Por otro lado, están quienes, de forma difusa y poco articulada, creen que las soberanías son múltiples y que cada identidad lingüística dentro del Estado tendría el derecho a segregarse políticamente del resto. Para los primeros, lo común y lo propio son elementos igualmente valiosos y necesarios del autogobierno democrático. Para los segundos, solo lo propio dignifica y cualquier reivindicación de lo común (leyes e impuestos pero también nombre, lengua y bandera) es sospechosa de un centralismo opresivo y trasnochado.
Según lo vemos los autores de este artículo la idea de 1978 es la única moderna y fecunda. No parece ventajoso arruinar la potencia de un país diverso y unido en beneficio de una concepción etnolingüística del Estado. Una potencia que colapsaría de iniciar una cadena de referendos de autodeterminación por cada lengua con suficiente arraigo. Pero hay ciudadanos que piensan de otro modo y por eso es conveniente que se aclaren las posturas. Tanto si nos vemos abocados a nuevas elecciones como si éstas se retrasan, agradeceríamos a los líderes políticos que tomaran partido sobre esta grave cuestión. A Podemos y la izquierda soberanista les pedimos que expliciten su postura de que España como la conocemos no existe y que por tanto el Estado debe ser refundido en una nueva patria multinacional, a la yugoslava, tal vez desprendida de pedazos de territorio. Y a los partidarios de la España constitucional les pedimos que no se arruguen en la defensa de una España en común y plural, una buena idea que ha traído estabilidad y prosperidad a todos sus ciudadanos.
(Artículo de Juan Claudio de Ramón y otros, publicado en "El País" el 4 de abril de 2016)
El ámbito prioritario en el que hay que actuar es el de las instituciones: éstas deben ser dirigidas por representantes de los ciudadanos según los resultados obtenidos en las urnas. Esto es obvio, pero la cantidad de políticos que acceden a ellas crean graves desajustes en su funcionamiento y en su control. Ahí sí que hay que recortar. Los políticos que van a dirigir municipios, consejerías, ministerios, etc. deben llegar acompañados de unas pocas personas de su confianza —apenas dos o tres—, no siendo aceptable el actual desembarco de asesores y miembros del partido de turno, que llegan incluso a ocupar cargos técnicos.
Este adelgazamiento de la capa política en la cúspide de las instituciones llevaría aparejado un impulso a la profesionalización y la dignificación de los empleados públicos. Los puestos directivos que impliquen control de legalidad y manejo de fondos públicos –hasta el nivel de director general- deben reservarse a funcionarios de carrera en base a los principios constitucionales de mérito y capacidad, y será entonces cuando la clase política y el funcionariado podrán controlarse mutuamente, en igualdad de condiciones, en pro del buen funcionamiento de la maquinaria del Estado. Son muchas las puertas traseras por las que los partidos han estado colocando a los suyos en la Administración, unos agujeros que hay que cerrar cuanto antes.
Una segunda medida que también enviaría al paro a muchos políticos, salvando de esta situación a un número muy superior de ciudadanos que no lo merecen, sería la eliminación de instituciones inservibles mediante la oportuna reforma constitucional. Cerrar el Senado generaría un ahorro inmediato y una mayor celeridad en la tramitación de las iniciativas legislativas, no siendo admisible, esto lo sabe una inmensa mayoría, que mantengamos una segunda cámara para que 266 privilegiados disfruten de un retiro apacible. Asimismo, las funciones de las diputaciones provinciales deben ser asumidas por las distintas consejerías autonómicas (Madrid, Asturias, Cantabria, Rioja y Murcia funcionan así y no pasa absolutamente nada), mientras que deberían desaparecer de inmediato los cientos de sociedades públicas y fundaciones creadas para obviar controles y colocar a enchufados.
El ahorro generado por estas medidas sería monumental, pero sobre todo disminuiría la desafección generalizada hacia lo público. Es un gesto que devolvería una cierta autoridad moral a la clase política después de la cantidad de sacrificios impuestos a los ciudadanos, en especial a los más vulnerables como las personas dependientes, los desahuciados y los afectados por enfermedades raras con vías de investigación cerradas por los recortes. Es lamentable comprobar que los políticos, haciendo gala de un corporativismo mal entendido, continúan aún sin tomar una sola decisión que les afecte.
Encontramos también numerosos ejemplos de politización en la Cultura, con personas al frente con carnet de partido pero sin conocimientos de gestión cultural. Si de verdad se quieren fomentar las actividades artísticas y culturales, la herramienta fundamental no deben ser las subvenciones sino deducciones fiscales a las aportaciones particulares y el IVA reducido, un sistema mucho más justo que no gusta a los políticos porque les resta poder de decisión. Casi lo mismo se puede afirmar respecto a la Cooperación internacional, con el agravante de que el área más urgente y dramática, que es la ayuda a los refugiados, está desatendida por cuestiones de índole política.
En cuanto a la Educación, la deslealtad de algunos al negarse a firmar un pacto de Estado sigue dando pie a continuas leyes educativas (6 en democracia) que conllevan la desmotivación del profesorado y una pérdida monumental de recursos. El ataque que sufren las Humanidades (filosofía, historia, cultura clásica, latín, griego, literatura, historia del arte…) responde a la voluntad de crear una población dócil y carente de sentido crítico, incapaz de hacer frente a decisiones injustas o negligentes de los gobernantes. Y, por desgracia, los tentáculos de la política penetraron también en la Universidad.
Poco a poco, casi sin que nos demos cuenta, nos han ido politizando hasta en las cuestiones más cotidianas: en el lenguaje, con el uso de eufemismos para evitar llamar a las cosas por su nombre o con la machacona diferenciación entre género masculino y femenino; en el deporte, fomentando identificaciones entre equipos e ideologías; en los medios de comunicación, con la distribución de la publicidad institucional y con el desmesurado espacio que prestan a la política en detrimento de los ámbitos social, cultural y científico; en la tergiversación de pasajes históricos adecuándolos a intereses partidistas…
Hemos visto a la alta jerarquía eclesiástica haciendo declaraciones y organizando manifestaciones para protestar contra leyes legítimamente aprobadas por el legislativo. También financian medios de comunicación que fomentan a diario la crispación social y política. No creo que una Iglesia politizada sea la que desean los cristianos auténticos, y desde luego no es la actitud más leal hacia la sociedad que les mantiene.
También la justicia está politizada, lo que atenta contra los principios de separación de poderes y de igualdad ante la ley. Es urgente un pacto de Estado que conceda autonomía financiera a la Justicia –que sus recursos no dependan de lo que los gobiernos le quieran dar-, eliminar el aforamiento de políticos -un verdadero insulto a la ciudadanía-, desvincular el ministerio fiscal del ejecutivo y, por último, evitar que el Gobierno o los partidos decidan la composición de cualquier tribunal.
Desde la sociedad civil exigimos a la clase política menos cantidad y mayor calidad profesional y humana, pocos políticos pero buenos. La experiencia de los últimos años nos hace ver que cuando la politización se extiende fuera del ámbito que le es propio las consecuencias son funestas, siendo acaso el mejor ejemplo el de las ya extinguidas cajas de ahorro, donde la negligencia y la avaricia de un puñado de políticos instalados en sus consejos de administración provocó una sangría económica que estamos pagando entre todos.
La patrimonialización de las administraciones por parte de los partidos ha sido la clave para alcanzar este insoportable nivel de corrupción, cuyos efectos directos e indirectos rondan el 3,5% del PIB anual. No han sido casos puntuales sino un saqueo generalizado, fruto en gran parte del desmantelamiento de los controles administrativos. Por lo tanto debemos eliminar puestos políticos y otorgar a los 2,5 millones de funcionarios una potestad real para controlar la gestión de lo público y para, según les exige la ley, alertar de las irregularidades que detecten. No se puede demorar más la implantación de medidas de protección al denunciante, sobre todo la fijación en su nivel funcionarial y la inmediata puesta a su disposición de un abogado.
Sólo así, devolviendo a la clase política al lugar que le corresponde, cortando de raíz sus injerencias y profesionalizando la Administración, podremos empezar a confiar en una futura recuperación económica, social y ética en España.
(Artículo de Antonio Penadés, publicado en "El País" el 25 de marzo de 2016)
Une attitude: faire face. Debout.
L’horreur, la barbarie ont fini par frapper Bruxelles. Depuis les attentats de Paris en janvier et en novembre dernier, on sentait la menace se rapprocher de la Belgique. On avait fini par s’habituer à ce climat pesant, espérant que les terroristes finiraient par renoncer à leurs actes criminels, aveugles, barbares, sanglants. Ou qu’ils seraient neutralisés.
L’arrestation de Salah Abdeslam avait rendu un certain espoir à la population et renforcer le crédit de ceux qui luttent, pied à pied, jour après jour, contre ce mal absolu qu’est le terrorisme. L’arrestation de cet homme révélait – on l’espérait – la supériorité des forces de police contre ces petites frappes minables. Mais non. Bruxelles a été touchée en plein cœur. Des innocents sont morts. Ils partaient en vacances, rentraient au pays. Ils allaient au travail, à l’école.
Rien, rien ne peut justifier une telle barbarie. Ce carnage absolu nous rappelle cruellement, douloureusement que la lutte contre le terrorisme ne sera jamais finie. Face à ces combattants de l’apocalypse, face à ceux qui sont prêts à mourir pour leur cause – mais quelle cause ? – les démocraties doivent, mieux encore qu'hier, s’organiser voire s’armer pour protéger la population. Car toutes les mesures prises depuis plusieurs mois n’ont pu empêcher les atrocités commises à Bruxelles le 22 mars 2016. Il faudra, le moment venu, mesurer l’efficacité des dispositifs pris et évaluer les résistances auxquels ceux-ci ont été confrontés. Mais l'heure n'est pas à la polémique. L'heure est à la solidarité, au recueillement.
La question n'est pas non plus de savoir, maintenant, si la Belgique a été à la hauteur ou non. Oui, il y a eu des failles. Mais seul, un pays ne peut lutter efficacement contre un tel mal. La réponse, pour être forte et efficace, doit être européenne, internationale.
Quoi qu'il en soit, le message doit rester clair. Rien, absolument rien, pas même cette barbarie, ne doit nous empêcher de maintenir vivantes nos valeurs : la liberté, la tolérance. Parce que ces valeurs sont belles et universelles. Elles sont les nôtres depuis des siècles et jamais nous ne les abandonnerons.
Notre volonté de vivre, celle du peuple belge et de tous ceux qui sont confrontés à cette pourriture, ne doit pas faiblir. Nous devons rester optimistes. Faire face, debout. Car sombrer dans le désespoir, la haine, la violence, à l’égard de quiconque, ce serait, précisément, donner raison à ces fanatiques.
(Editorial de "La Libre Belgique", publicado el 23 de marzo de 2016)
Una de las claves más importantes del pacto PSOE-Ciudadanos ha pasado muy desapercibida. Me refiero a la introducción del azar como medio de despolitizar los nombramientos en altos órganos del Estado, como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el de Cuentas, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, o la de Mercados y Competencia, por citar solo algunos de esos órganos y agencias de control, bastante numerosas.
La independencia y la capacidad profesional son las características imprescindibles de quienes han de dirigir esas instituciones, para que sean creíbles y tengan una actuación eficaz. La experiencia muestra que la dificultad principal se da en relación con la independencia personal, que no solo requiere normas de inamovilidad e incompatibilidades, sino que los procedimientos de elección garanticen la autonomía respecto de los partidos políticos.
Lo habitual en los procesos de selección ha sido el reparto de cargos, de acuerdo con el peso de cada grupo político, atendiendo a razones de clientela lejanas de los criterios de profesionalidad e independencia personal. En lugar de la independencia, el criterio del nombramiento se transforma en el de lealtad política lo que conduce al descrédito de esos altos órganos.
Una vía sólida, si bien peculiar, de resolver este problema de independencia se basa en el uso de la aleatoriedad. El azar se ha utilizado históricamente para el nombramiento de cargos públicos. Desde hace 20 años he venido hablando y escribiendo sobre esta posibilidad que nace del desaliento producido por la incapacidad del sistema para elegir, libre de motivaciones políticas, esos altos cargos, de forma que se logre la información y el control que mejoren la gobernabilidad pública.
La medida del acuerdo PSOE-Ciudadanos para despolitizar las altas instituciones tiene tres tramos. El primero es una convocatoria de las vacantes a cubrir en la dirección de alguno de esos órganos, para que se presenten las personas que crean cumplir los requisitos que se exijan para el cargo (se supone que en términos de capacidad profesional, independencia e incompatibilidad). La evaluación de esas condiciones se efectuaría, en un segundo tramo, por un Comité Asesor de profesionales designados, por sorteo, entre los propuestos por los grupos parlamentarios. Aquí es donde entra el azar. Supongamos que son cinco los grupos que pueden proponer hasta 10 personas cada uno para un comité de, por ejemplo, 10 asesores. La suerte (por insaculación) reduciría el colectivo de 50 a los 10 que formarían el Comité Asesor, el cual debería seleccionar, digamos, tres candidatos por cargo vacante, posiblemente con un orden de preferencia, dando publicidad a los informes de evaluación. Entre estos tres candidatos por cada cargo, tercer tramo, el Parlamento, tras sesiones de audiencia en las correspondientes comisiones (imagino que públicas), elige, con la mayoría exigible, a las personas que ocupen los cargos.
Creo que no hay nada que objetar a la primera parte del acuerdo. La formación del Comité Asesor plantea más problemas, principalmente en cuanto al número de personas necesarias. Pensemos en que haya que renovar 10 miembros de un alto órgano y que se presentan a la convocatoria cinco personas por cargo: 50 profesionales. Siguiendo las cifras barajadas en el párrafo anterior, necesitamos un número igual de profesionales, para formar por azar el comité de 10 (total de cien). No estoy seguro de que se pueda contar siempre con tal número de profesionales con el prestigio necesario, y la independencia, tanto para optar a un alto cargo (50 en nuestro ejemplo) como para formar parte del colectivo (otros 50) cuyo sorteo formará el Comité Asesor. En todo caso, nada garantiza que buena parte de los propuestos por los grupos parlamentarios para insacular el comité no lo fueran más por lealtades políticas que por su capacidad profesional e independencia. La misma preocupación surge en la elección parlamentaria entre los candidatos, tres por cargo, que aporta el Comité. El intercambio de votos podría hacer, en nuestro ejemplo, que los 10 elegidos, entre los 30 propuestos, contaran con un porcentaje mayor de amigos políticos que de buenos profesionales independientes.
Una alternativa con mayores garantías sería que, entre los candidatos admitidos, fuera, de nuevo, el azar de un sorteo la prueba fortuita de independencia en los nombramientos. Esto requeriría consenso sobre los objetivos que se persiguen en esas instituciones. Otra alternativa, ya no tan aleatoria y muy parecida a la descrita más arriba, se basaría en el buen comportamiento de los grupos políticos tanto proponiendo asesores (en número menor que el del acuerdo PSOE-Ciudadanos), que se someterían a insaculación, como efectuando finalmente los nombramientos. Todo ello con una transparencia absoluta del proceso. Hasta ahora, el PP y el PSOE no han actuado en este asunto de forma que se pueda ser optimista, y Podemos, al solicitar una vicepresidencia que controlara una parte de estos nombramientos, aclaraba que habría que seleccionar gente “comprometida con el programa de gobierno”, lo que nos sitúa en peor posición. De aquí que sea bienvenida la introducción del azar en el nombramiento de altos cargos.
(Artículo de Emilio Albi, publicado en "El País" el 22 de marzo de 2016)
Los estudios y la experiencia demuestran que, cuando una sociedad alcanza elevados niveles de corrupción, fraude y clientelismo, se expande una sombra de cinismo y desprecio por la legalidad que hace imposible el desarrollo y el buen funcionamiento de las instituciones. La creencia en la deshonestidad de los demás incentiva el egoísmo y la desconfianza propios, justificando la comisión de actos fraudulentos e ilícitos en el conjunto de la comunidad. Roto el tejido social, recomponerlo se convierte en una labor tan difícil como construir un barco en plena mar.
Justo era temer que la degradación moral que parecía darse entre amplios sectores de nuestras élites políticas y económicas arrastrara a importantes capas de funcionarios, empresarios y trabajadores. Pero no ha sido así. Miles y miles de funcionarios han continuado trabajando seria y rigurosamente, dando sus clases, atendiendo a sus pacientes, combatiendo el crimen, más aún, han salido a la calle a defender los servicios públicos, han hecho horas extra para ayudar a sus alumnos sin recursos, a los inmigrantes sin papeles, a las familias sin techo. Y, sobre todo, millones de españoles se han hartado de las injusticias flagrantes y de los abusos de poder, han firmado manifiestos, se han afiliado a partidos para luchar desde dentro del sistema político contra una estructura que se alejaba de la representación de sus intereses. En España la sociedad civil se ha reinventado. Atrás queda el viejo modelo del asociacionismo vinculado al presupuesto público. Hoy los ciudadanos nos organizamos desde la indignación o desde la esperanza, con visión política o tras una causa concreta, pero sin dejarnos capturar por los intereses gubernamentales.
Como modestos miembros de esa sociedad civil, tenemos que felicitarnos por el arranque de la actividad en el Congreso, en cuya primera sesión se aprobó de forma casi unánime, la creación de una comisión para la auditoría de la calidad democrática, la lucha contra la corrupción y las reformas institucionales y legales promovida por Podemos, PSOE, IU y Compromis. Sus señorías se mandatan a traducir en propuestas normativas buena parte de las reivindicaciones que la sociedad viene expresando, como malestar con el funcionamiento de nuestra democracia. Transparencia institucional, imparcialidad e independencia de los órganos constitucionales y organismos reguladores, mejora en la representación política y en la democracia interna de los partidos, revisión pormenorizada de la legislación anticorrupción estudiando la constitución de un organismo con competencias en el ámbito de la prevención, o una nueva actualización del régimen de incompatibilidades y conflicto de intereses entre nuestros cargos públicos y funcionarios y su posterior actividad privada, son algunos de compromisos, fuertemente exigidos por la sociedad civil, que hoy son mandato parlamentario.
Días atrás organizaciones como Transparencia Internacional, Hay Derecho y +Democracia habían exigido a los grupos parlamentarios valentía a la hora de afrontar, desde el mismo inicio de la Legislatura, en el propio debate de investidura compromisos concretos en estos temas. En las propias mesas de negociación para un acuerdo de legislatura que permitiera la formación de Gobierno, muchas de estas medidas han sido objeto de amplio debate, y nos congratula ver cómo el acuerdo entre PSOE y Ciudadanos contempla muchas de ellas.
La crisis económica y su gestión, sus consecuencia sociales, pero también políticas, nos enfrentan a exigencias nuevas. Nos hemos dado cuenta de que la nuestra es una democracia con una calidad muy mejorable, pero nadie, a diferencia de muchos de los países de nuestro entorno, duda de que la democracia sea la solución.
Los partidos deben cambiar, las instituciones deben rendir cuentas, la corrupción hay que prevenirla, hacerla más difícil, casi inviable y condenarla con más rapidez cuando se identifica. Los parlamentarios deben trabajar en medidas concretas, las organizaciones de la sociedad civil deben desconfiar y presionar, y sería bueno que las organizaciones empresariales y los sindicatos abandonen el cómodo discurso general y empiecen a cambiar también. Las organizaciones empresariales no pueden mirar para otro lado. El corazón mismo de la crisis fue económico y empresarial, no hay político corrupto sin empresario corruptor. Los sindicatos están tan en el centro de la crisis de desafección política como los partidos políticos y nos han fallado de la misma manera.
La policía, los fiscales y los jueces han entendido bien su misión. Han aprendido a combatir la corrupción y el fraude, no siempre con el apoyo o las leyes necesarias, pero siendo conscientes de la inmensa presión social que recaía sobre ellos. Con la creación de la Comisión, las Cortes dan muestra de entender que las siguientes legislaturas no lo serán al uso y que deben responder sobre temas complejos, que requieren de más capacidad de consenso que de mando.
Si queremos que esto funcione, a los políticos exijámosle lo suyo, leyes eficaces basadas en el consenso y Administraciones que rindan cuentas. Además, a nosotros exijámonos también lo nuestro. No hay democracia sin ciudadanía. No lo harán bien los parlamentarios sin presión, sin exigencia social, siempre difícil y contradictoria, utópica en unos casos, interesada en otros. Nuestra democracia sigue reclamando liderazgo al tiempo que espera menos de los líderes, signo de madurez que debe ir acompañado de más exigencia a todos, y también de mayor implicación de todos.
Bienvenida la primera Comisión parlamentaria sobre la calidad de nuestra democracia. Ahora falta todo lo demás.
(Artículo de Manuel Villoria y otros, publicado en "El País" el 21 de marzo de 2016)
Desde el actual Gobierno en funciones se ha mantenido en los últimos días que sus decisiones, en aquello que le permite la ley, no son susceptibles de control parlamentario, es decir, de un control de naturaleza política. Según el Gobierno, las Cámaras recién elegidas no tienen facultades para controlarle, sólo los tribunales pueden ejercer el control, aunque naturalmente de naturaleza jurisdiccional, muy distinto al control político.
Creo que el Gobierno se equivoca. Desde mi punto de vista lo adecuado a la Constitución, y a la idea misma de sistema parlamentario, es exactamente lo contrario: más que nunca el Gobierno debe estar sometido al control de las Cámaras precisamente porque es un Gobierno en funciones.
En nuestro sistema constitucional, la forma parlamentaria de Gobierno se concreta de la manera siguiente: los ciudadanos mediante elecciones eligen a los diputados del Congreso, éste elige por mayoría al presidente del Gobierno, el cual, libremente, designa a los ministros. Así, la relación de confianza se establece entre cuatro eslabones encadenados: conjunto de ciudadanos (o pueblo), Congreso de los Diputados, presidente del Gobierno y, finalmente, ministros.
Cada uno de estos eslabones tiene un vínculo de confianza respecto del anterior el cual, ya que le designa, le puede cesar. En este sentido, cada uno es responsable políticamente ante quien le designa y todos están legitimados democráticamente porque el primer eslabón es el pueblo.
La posición del Gobierno al negarse al control político de las Cámaras se basa, por lo visto, en un informe jurídico de la Secretaría de Estado de las Cortes según el cual “el Gobierno en funciones no puede ser sometido a control alguno por parte del nuevo Congreso en la medida en que todo control presupone una exigencia de responsabilidad política y dicha responsabilidad sólo es predicable del Gobierno que cuenta con la confianza del Congreso”. Por tanto, como la relación de confianza está rota, no hay control político. Sorprendente.
El informe se equivoca al pretender reducir el control parlamentario a la responsabilidad política. El control ha de ser entendido como cualquier actividad de ambas Cámaras destinada a enjuiciar, criticar, obstaculizar u obtener información de la acción del Gobierno. Los principales mecanismos de control son, sin pretender ser exhaustivo, las preguntas, las peticiones de información, las comparecencias, las interpelaciones, las mociones, las comisiones de investigación y el control de los decretos-ley y de los decretos legislativos. No todos ellos son aplicables al Gobierno en funciones, desprovisto como está, por su naturaleza, de la confianza de la Cámara. Pero sí a la mayoría.
En todo caso, quien está limitado en su actividad durante el Gobierno en funciones no son las Cortes Generales, precisamente legitimadas por los comicios recientes para ejercer sus funciones, sino el Gobierno, al que le falta la confianza parlamentaria, especialmente notoria cuando la composición del Congreso ha cambiado sustancialmente.
Así pues, el Gobierno está limitado pero políticamente controlado por los representantes del pueblo, como no podía ser menos en un sistema democrático.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 16 de marzo de 2016)
La crisis de asilo y refugio ha puesto contra las cuerdas a las instituciones y los Gobiernos europeos. Hasta ahora, su incapacidad para actuar ha sido manifiesta: además de carecer de mecanismos adecuados para gestionar humanitariamente el flujo de refugiados, se han dividido respecto a las medidas a tomar y han actuado por su cuenta, en muchas ocasiones contraviniendo los valores éticos y los principios en los que se sustenta el proyecto europeo. El cierre unilateral de fronteras y la negativa a cumplir con los compromisos de realojo acordados no solo ha sembrado la división, sino que está reforzando las propuestas xenófobas y populistas de los enemigos del proyecto europeo.
Tan alarmantes como la débil reacción inicial son las propuestas con las que los Estados pretenden ahora solucionar la crisis. Unas, como la repatriación forzada de los refugiados, porque son directamente ilegales. Otras, como la admisión y reubicación de cientos de miles de refugiados, porque no son realistas. El principio de acuerdo entre la UE con Turquía es más bien producto del pánico político y electoral que del debate y la reflexión. Porque no solo es mezquino en su lógica, sino que ignora los problemas de derechos humanos y libertades en ese país, concede un cheque en blanco al presidente Erdogan para reprimir a la oposición y a los kurdos y no aporta soluciones a la causa final de todo el problema: la guerra de Siria, en la que Turquía tiene un papel crucial.
La situación es inadmisible. Se ha perdido una enorme cantidad de vidas y siguen en juego la existencia y el bienestar de miles de personas. Esa es la gran urgencia. Pero también está en peligro la identidad europea, si la Unión no es capaz de gestionar caminos de salida a la crisis a la altura de sus valores. La confluencia entre las razones morales y las de interés político fundamentan esta apelación a la acción, que articulamos en diez propuestas.
El primer principio de actuación debe ser el de salvar vidas, el máximo número posible. Ese principio debe orientar la actuación de los responsables de fronteras y de salvamento marítimo de la UE en el día a día y el quehacer de la diplomacia europea, que debe conceder la máxima prioridad a las negociaciones de paz que se vienen desarrollando en Ginebra.
Segundo. La Comisión y los Estados deben tomar todas las medidas necesarias y apoyarse solidariamente para establecer mecanismos de registro y acogida efectivos y garantizar las condiciones de vida de los peticionarios de asilo en cuanto se procesen sus solicitudes. Solo así la Unión Europea podrá garantizar el cumplimiento de sus obligaciones internacionales y, a la vez, ser un espacio de libertad y seguridad.
Tenemos la obligación de acoger, pero también la responsabilidad de prevenir e integrar
Tercero. Debe detenerse la suspensión de los acuerdos Schengen, la proliferación de controles, vallas y las restricciones a la libre circulación entre los Estados miembros. Las amenazas de sanciones a Grecia o las propuestas de expulsarla de la zona Schengen no son la vía adecuada. Al contrario, si la Unión Europea quiere preservar Schengen y detener el auge de los populismos xenófobos, deberá volcarse en el apoyo a Grecia.
Cuarto. Los Estados miembros deben cumplir los compromisos de reubicación adquiridos, que son legalmente vinculantes y están amparados bajo las cláusulas de solidaridad establecidas en el Tratado de la Unión Europea. Esas reubicaciones son imprescindibles para gestionar el flujo de refugiados de forma equitativa y solidaria entre países, y no existen razones ni excusas para incumplirlos. La desidia de los Gobiernos de la UE y la debilidad de la Comisión Europea no son sino muestras de insolidaridad.
Quinto. Precisamente por las dificultades que entraña la integración de un colectivo tan amplio y tan diferente de refugiados, es necesario hacer el máximo esfuerzo para que la acogida sea un éxito. De lo contrario, como ya estamos viendo, se generará una dinámica xenófoba e insolidaria que no solo hará imposible continuar la acogida, sino que fragmentará la Unión de forma irreparable.
Sexto. Tenemos que distinguir de forma diáfana entre el drama de los refugiados y el terrorismo yihadista. Debemos ser firmes frente a los grupos interesados en utilizar esta cuestión como coartada para cerrar puertas o estigmatizar a los refugiados. Plantear un falso dilema entre libertad o seguridad es inadmisible: Europa es un espacio de libertad y derechos, donde no hay libertad posible sin seguridad ni seguridad sin libertad.
Séptimo. Tanto las políticas de vecindad como de desarrollo de la UE deberán ser sustancialmente reforzadas para lograr estabilizar la periferia europea. El fin de la guerra fría hizo pensar en una periferia bien gobernada, próspera y en paz donde las personas, los bienes e incluso las normas europeas circularan libremente. Sin embargo, ese espejo se ha roto. Desde Ucrania hasta el Mediterráneo, Europa vive hoy rodeada de un anillo de inestabilidad y conflictos que le obliga a tomarse mucho más en serio la necesidad de una defensa colectiva y una política exterior común que merezca tal nombre. Sin ella, el proyecto europeo no será viable.
Octavo. El problema de los refugiados nos obliga a extender la mirada más allá de las contiendas internas. La solidaridad debe darse también entre los países miembros de la UE y con los socios y vecinos, especialmente los países de tránsito con los que mantenemos acuerdos de asociación y unos lazos políticos y económicos privilegiados. Debemos apoyar e involucrar a nuestros vecinos en la gestión del problema, pero sin admitir chantajes, presiones o rebajas en cuanto a los derechos que estamos obligados a respetar.
Noveno. El problema de los refugiados tiene un alcance mundial y necesita soluciones globales. Tenemos la obligación de acoger, pero también la responsabilidad de prevenir, integrar y actuar eficazmente en nuestra vecindad. Eso significa formular una política integral para responder al problema, que contemple medidas hacia dentro (diseñar formas de acogida, asilo e integración eficaces), pero también hacia fuera (información compartida, cooperación, diplomacia, ayuda mutua).
Décimo. Hasta la fecha, España ha sido un protagonista muy marginal en esta crisis. Nuestras cifras de asilo y refugio son vergonzosas, y el incumplimiento de los acuerdos de reubicación, flagrante. La sociedad civil, los municipios y las comunidades autónomas han ido por delante del Gobierno, que no ha realizado un esfuerzo equivalente. Debemos recordar que la “marca España” también se construye desde una posición de compromiso ético con la justicia y la solidaridad en nuestro entorno, por lo que instamos a este y al próximo Gobierno a que asuman un papel de liderazgo en esta cuestión que esté a la altura de las circunstancias.
(Artículo de Adela Cortina y José Ignacio Torreblanca, publicado en "El País" el 10 de marzo de 2016)
El PP, el partido con más votos y escaños, ha sufrido un notorio desgaste por los nuevos casos de corrupción aparecidos en Valencia y Madrid. De ahí que la figura de Mariano Rajoy haya quedado seriamente tocada al evidenciarse que en cuatro años no ha sabido limpiar su casa y es allí, precisamente, donde reina el descontento y hasta una rebelión solapada por parte de los muchos que no tienen nada que ver con la corrupción.
Podemos ha sufrido también un cierto descalabro debido a crisis internas en su tronco central y en sus confluencias. Además, sólo en el último momento ha presentado un programa de Gobierno, marcadamente ilusorio, en el que no cuadran ni de lejos las cuentas. Por su parte, su líder, Pablo Iglesias ha mostrado en el debate del Congreso un mal estilo que lo convierte en un aliado nada fiable.
Los dos partidos que ocupan el centro político —PSOE y Ciudadanos— han alcanzado un acuerdo que se ha concretado en unas medidas de gobierno realistas, coherentes y reformadoras. De momento, son los que han ganado. Ello ha provocado que la misma aritmética parlamentaria sea distinta a la de la noche electoral.
En efecto, el sólido bloque de 130 diputados del PSOE y Ciudadanos ha descabalgado del primer puesto al Partido Popular que sigue con 123. También los iniciales 69 de Podemos se han fraccionado. El resto son, en sí mismos, irrelevantes, aunque pueden ser necesarios para completar mayorías. Con todo ello el panorama empieza a clarificarse un poco debido a que el núcleo de 130 adquiere un papel central, insuficiente pero preponderante.
Ahora falta bajar el tono, evitar desplantes innecesarios y ponerse a trabajar en programas concretos y realistas con el fin de elegir a un presidente del Gobierno. Por este orden: programas primero y presidente después. Si esto se hace con seriedad, sobrarán días, y hasta semanas, de estos dos meses de plazo que empezaron a contar el miércoles de la semana pasada.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 9 de febrero de 2016)
Contemplo desde el balcón de Bruselas donde resido el espectáculo desolador de España. El sarpullido de síntomas y estigmas exhibe al desnudo una profunda crisis de nuestra identidad colectiva, arruinados los fundamentos morales y políticos del Estado. Aparece como gastado, sin fe en sí mismo, enfangado en una encrucijada alarmante de nuestra historia. Cuanto se nos muestra es más propio de un país a medio hacer, o quizás —si no lo remediamos a tiempo— a medio deshacer. Me pregunto cómo una nación de tan vieja cuna, el primer Estado nacional de Occidente, no haya sabido establecer reglas y confirmar tradiciones que evitaran esta lamentable situación. Al pensar en otras grandes naciones de Europa el sentimiento se torna en decepción. Los británicos hicieron frente a su historia en el último tercio del siglo XVII y Francia se encontró a sí misma a finales del XVIII. No pretendo negar la corrupción en esos países, pero la conciencia nacional que en ellos existe hubiera impedido la actual zozobra de España. En efecto, nadie se roba a sí mismo. Nosotros, cinco centurias después de nuestro nacimiento, nos seguimos preguntando —como hace un siglo Ortega— por el ser de “…esta como proa del alma continental”.
Es inevitable que reflexionemos sobre las desafortunadas decisiones de nuestros dirigentes que nos han llevado hasta aquí. En efecto, la corrupción como estado final de desnaturalización del cuerpo social y político es obra de un errático entendimiento del gobierno de la cosa pública y de la ignorancia de la condición humana. A la vista del tornado que arrasa la credibilidad de la clase política y consciente ahora de que peligra su statu quo, todo son programas y proclamas contra la corrupción. Sin embargo, no conviene que nos dejemos convencer tan pronto. La gangrena está tan extendida que se imponen medidas radicales. Algunos llevamos varios lustros denunciando el mal y reclamando soluciones. Y a la vista de la indolencia, cuando no complicidad del sistema, hemos sostenido que la corrupción se ha esparcido por la falta de voluntad política para frenarla.
Las medidas adoptadas han sido con harta frecuencia meros tranquilizantes para una sociedad conmocionada y legitimación simbólica de prácticas ilícitas que discretamente se han amparado. Ahora se impone un diagnóstico aún más descarnado: si no se margina la corrupción no es porque no se quiera, sino porque quizás ya no se pueda. En efecto, la red de intereses creados, la maraña de ocultos pasadizos entre el poder y la economía, sugiere que la política vive y se alimenta de la corrupción, a la que termina inevitablemente por servir. Así las cosas, la indignación se ha convertido en estado de ánimo generalizado. Se piensa que nunca tantos robaron tanto. Y no pocos lo achacan a la democracia. Pero conviene advertir que cuanto ocurre se debe precisamente a lo contrario, pues lo que padecemos es una sombra chinesca del gobierno del pueblo que imaginara Aristóteles. Sufrimos el rapto de la voluntad de la nación por entes de poder ávidos de recursos, transformados en ocasiones en partidas de oportunistas.
Los más optimistas reconocen el esfuerzo de nuestros cuerpos policiales y la respuesta de jueces y fiscales. Es cierto. Resulta admirable el abnegado trabajo de la Guardia civil y de la Policía Nacional, el compromiso de nuestro ministerio público —con la fiscalía especial contra la corrupción al frente— y de nuestros jueces y tribunales. Ha sido el sistema penal el que ha hecho frente al mal. Y el Derecho, el principal defensor de nuestra sociedad. Han sido los uniformados y las gentes de toga los que han dado un paso al frente para salvar el sistema constitucional. Nuestro Estado, sostenido por su esqueleto administrativo, policial y judicial, preservado hasta ahora, en general, del mal de la corrupción. ¿Dónde estaba, entre tanto, la política?
Pero España no puede vivir en permanente estado de alarma y sobresalto, con el consuelo del quehacer de la justicia penal. Se impone atacar al problema en su raíz, con un programa estratégico que impida la repetición de la plaga. Para ello deberemos reconocer que el virus habita en los partidos políticos, lo que facilita su dudoso funcionamiento democrático. Y su financiación es el nudo gordiano del problema, que requiere una reforma en profundidad, con mayor control de sus cuentas. Y una cura de adelgazamiento, para que adquieran su tamaño adecuado. Habremos de pasar, en suma, del actual Estado de partidos a un Estado con partidos, que actúen de manera democrática.
Debemos tener muy en cuenta, además, a nuestro tejido empresarial. El cohecho es un fenómeno bilateral y el agente corruptor, aspecto central del problema. Sin embargo, no se ha escuchado entonar con la suficiente credibilidad el mea culpa de los empresarios, ni menos aún su propósito de enmienda. Pero sin un código ético en los negocios la amenaza seguirá al acecho. Y de este modo, nuestra economía corre el riesgo del amiguismo sectario, sin garantías de que las empresas compitan en igualdad de condiciones. En tal situación el mérito de los mejores es devorado por el privilegio de los ventajistas. Las consecuencias son devastadoras para el progreso del país.
Un plan integral y estratégico contra la corrupción requiere un compromiso de Estado, suscrito por la gran mayoría de las fuerzas políticas. Y una acción transversal y coherente que abarque la corrupción política, la administrativa y la criminal. Su puesta en práctica requerirá reformas de hondo calado, algunas de alcance constitucional. Ha de expulsarse la partitocracia de la Justicia, preservando la independencia del Poder Judicial y la autonomía del ministerio público. Debemos acentuar las incompatibilidades y los códigos éticos en la vida política, suprimir inmunidades y aforamientos e impedir transferencias de políticos a las empresas, donde podrán servirse de sus contactos, huérfanos de otros méritos con que contribuir a la causa.
Es fundamental el control efectivo en la contratación pública, con la decisiva responsabilidad de los interventores. Ha de revisarse de manera coherente el Código Penal, superando el parcheo al que se le ha sometido. Y afrontar la cuestión de la investigación del crimen, que al menos en los delitos relacionados con la corrupción debe confiarse al fiscal. Es fundamental, además, que se facilite la información sobre el hecho. La corrupción es un fenómeno oculto, como fantasma circulando discretamente por los despachos oficiales. No hay signos visibles en él, sobrevive al cobijo de la ley del silencio. Únicamente quienes están cerca del delito pueden desvelarlo. Por ello, el nuevo modelo de investigación debe centrarse en el informador, protegido de manera eficaz para favorecer la denuncia del soborno. Finalmente, la creación de una Agencia Nacional contra la Corrupción, con una doble vertiente preventiva y represora, es una idea acertada. Solo con un tal compromiso de Estado contra la corrupción, que se extienda a las medidas aquí propuestas, estaremos en condiciones de superar tan delicado trance, el del destino de España. Quizás estemos aún a tiempo. Muchos lo estamos esperando.
(Artículo de Joaquín González-Herrero, publicado en "El País" el 4 de marzo de 2016)
Recordando aquellos años finales del franquismo y los primeros de la Transición, hasta la instauración definitiva de la democracia (cosa que algunos partidos pretenden ahora poner en duda), la palabra que para mí mejor resume aquel tiempo sería la de ilusión. Es decir, una fe ciega en que todo iba a cambiar y en que nuestra generación sería la primera que no fracasaría tras siglos de autoderrotas.
Hoy, esta primera virtud teologal la tengo que cambiar por la segunda de la lista, la esperanza. Esperanza, que no autoengaño. Para eso le he robado el título de este artículo a Ernst Bloch, cuyo libro se refiere a la utopía como una función esencial del ser humano. Una utopía marxista-metafísica que, según la interpretación de Habermas, conduciría a la libertad a través del poder totalitario del Estado, la violencia supuestamente justa, la planificación centralizada (los planes quinquenales soviéticos), el colectivismo y la extrema ortodoxia doctrinal. Todas estas mismas letanías volvemos a escucharlas, con supuestas palabras nuevas, a determinado partido. Bloch, esta especie de discípulo aventajado de Marx y de Teilhard de Chardin, explorador de las fuentes de la utopía, sin embargo acabó sus días no en la República Democrática de Alemania, sino en la Federal.
La palabra esperanza no tiene cabida en el marxismo, pues esta ideología lo tiene todo previsto, todo organizado y para qué una fe pequeñoburguesa como la esperanza. Sin embargo, como Unamuno escribió en El sentimiento trágico de la vida, yo creo porque espero. Espero que España no delire como tantas veces a lo largo de su historia, pues ya sabemos cómo acaban estos desatinos. “España ha delirado”, escribió María Zambrano, “ofreciendo en su delirio su sangre. Toda la sangre de España por una gota de luz. Por eso tiene derecho —¿sabrá aprovecharlo?— a la esperanza”. Cioran, uno de los más fieles amigos de nuestra filósofa, en una de sus varias reflexiones sobre nuestro país, en este caso en La tentación de existir, insistía en ese sentimiento negativo español de rumiar sobre la muerte “en embadurnarse con ella, en convertirla en experiencia visceral”. Esto, en vez de hacernos avanzar, nos hacía retroceder a los españoles sin cesar “hacia lo esencial, hacia la nada”. Y añadía el filósofo rumano: “Leyendo a Ganivet, Unamuno u Ortega uno advierte que, para ellos, España es una paradoja que les atañe íntimamente y que no logran reducir a una fórmula racional”.
Un amigo me dijo hace poco en París que nunca había visto suicidarse a un país con tanta alegría
Esperanza es una de las palabras más repetidas y deseadas en la historia de España. Larra en su artículo El día de difuntos de 1836 terminaba de esta manera tan amargamente desilusionada: “¡Aquí yace la esperanza!! / ¡Silencio, silencio!!!”. Pero Fígaro jamás guardó silencio y nos enseñó que en tiempos como los suyos, como los nuestros, “los hombres prudentes no deben hablar, ni mucho menos callar”. No callar es una forma de esperanza. La razón no puede florecer sin la esperanza y viceversa. Gabriel Marcel, el autor teatral y filósofo francés, a quien Sartre calificó en su libro El existencialismo es un humanismo como existencialista cristiano, durante la ocupación alemana clamó que la desesperanza era una deslealtad a Francia. Yo también afirmo que la desesperanza es una deslealtad a España.
Pero, por otro lado, no hay que olvidar que la esperanza es enemiga del utopismo, de la pasión, de lo irracional, de las certezas insoslayables, de las verdades sacras aunque laicas, de las fórmulas mágicas para arreglarlo todo. Ya lo dijo Gracián: “La pasión enemiga de la cordura”. La esperanza misma es la posibilidad de la felicidad y se puede esperar cualquier cosa con tal de que no sea imposible. Es aún peor la falsa ilusión que la desesperanza. Ortega en el artículo El error Berenguer ya comentó irónicamente que los españoles no pertenecíamos a la familia de los óvidos. La esperanza es lo que nos queda cuando ya solo nos queda la esperanza. Es decir: paciencia, persistencia, tenacidad, obstinación, deseo, expectativa. Esperanza también mezclada con el temor por lo desconocido. “Cuando las cosas llegan a lo peor, regresan a donde estaban antes”, se dice en el Macbeth.
La esperanza es enemiga del utopismo, de la pasión, de lo irracional, de las certezas insoslayables
Yo tengo esperanza en la democracia y en la Constitución. Eso sí, con las revisiones que sean menester. Yo tengo esperanza en la monarquía parlamentaria: no ha existido mejor diplomacia. Yo tengo esperanza en la labor de Estado y no empresarial de los partidos políticos. El invasor absolutista francés, duque de Angulema, enviado a España para reinstaurar a Fernando VII tras el trienio liberal (1820-1823), escribió lo siguiente a su ministro de Exteriores: “Los partidos son demasiado encarnizados y están demasiado llenos de odio. Diez años nos quedaríamos en España, y al cabo de ese tiempo se degollarían los unos a los otros, este país se desgarrará durante años”. ¡Ojalá no sea así nunca más!
Yo tengo esperanza en que se combata la gangrena de la corrupción. Yo tengo esperanza en que España permanezca unida y ampare a sus lenguas y culturas compartidas con Iberoamérica. Yo tengo esperanza en que la educación y la cultura sean el asunto primordial de Estado, ayuden a la concordia entre los españoles y no sirvan para sembrar oscura cizaña en conflictos inventados.
Yo tengo la esperanza de que la democracia defienda la libre individualidad de las personas, sus derechos y su dignidad. En Masa y poder, Canetti escribe que las dictaduras que hemos conocido se componen íntegramente de masas y que el poder de las dictaduras (también de las civiles) aupadas por las democracias débiles serían del todo inconcebibles sin el crecimiento de esas masas en pugna con el individuo. Yo también tengo puesta mi esperanza en la solidaridad y fraternidad universal, en la paz interior y exterior ajena a cualquier tipo de fanatismos. Yo tengo incluso una esperanza sin optimismo, como escribe el ensayista británico Terry Eagleton.
La desesperanza es una deslealtad. Un amigo en París, no hace mucho, me dijo que nunca había visto a un país suicidarse con tanta alegría. No me decía nada nuevo. España se ha suicidado muchas veces, pero siempre ha resucitado. Un día Max Brod le preguntó a su íntimo amigo Kafka si pensaba que en el mundo había alguna esperanza. El autor de El proceso le contestó que, por supuesto, sí la había, pero no para ellos. Desmintamos a Kafka. Hay esperanza hasta para nosotros.
(Artículo de César Antonio Molina, publicado en "El País" el 19 de febrero de 2016)
A pesar de que Ortega y Gasset dijera en alguna ocasión que no sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa, los españoles sí que sabemos lo que nos pasa, al menos en parte. Por ejemplo, hemos transitado en cuatro décadas de tener al dinosaurio como animal emblemático a tener al camaleón. Así, sin paliativos, como si no hubiera en la fauna otras figuras bastante más apropiadas para una sociedad democrática, como sería el caso de una ciudadanía madura y responsable, integrada en instituciones justas.
Como es sabido, en ese género literario que es la emblemática, y también en las fábulas, se utilizan con frecuencia figuras de animales para transmitir un mensaje moral. Los animales representan virtudes o vicios, como es el caso del zorro, que simboliza la astucia, el león, el valor y la nobleza, el águila, la amplitud de miras, o la cigarra, la pereza.
Así las cosas, hace algunas décadas, la persona de convicciones profundas, dispuesta a defenderlas a capa y espada, y a no cambiarlas ni matizarlas por ningún concepto era el modelo a imitar, al menos en la educación oficial, tanto formal como informal. Como los dinosaurios de cuerpo acartonado que se hicieron famosos más tarde gracias a las películas de Spielberg. Sin embargo, los dinosaurios no pueden resistir los cambios, parecen invencibles, pero perecen en cuanto es necesario adaptarse a un nuevo entorno. Sobrevivir, y sobrevivir bien requiere flexibilidad, no digamos ya en el caso de las personas y de las sociedades. Esta lección es la que fuimos aprendiendo en esa escuela que fue la Transición ética y política, una Transición que hubiera sido imposible sin incorporar el hábito democrático de intentar buscar acuerdos dentro de los límites de lo justo y razonable.
Pero, por desgracia, poco a poco a lo largo de estos 40 años ha ido ganando terreno el camaleón como modelo a imitar, acompañado de la leyenda que le corresponde tradicionalmente: “Yo me adapto”. Pero no solo eso, que sería muy razonable para poder sobrevivir, sino: “Yo me adapto a lo que haga falta con tal de prosperar grupalmente y sobre todo individualmente”. Aunque para lograrlo sea necesario abandonar todas las convicciones racionales y borrar de un plumazo las señas de identidad que impidan pactar con cualquier cosa.
Recordando a Nietzsche se dice entonces que las convicciones son prisiones, y se añade por cuenta propia que no interesa forjarse convicciones, sin solo construir convenciones. La ingeniosa frase de Groucho Marx “estos son mis principios, y, si no les gustan, tengo otros” se convierte en imperativo de actuación para la vida política y para el conjunto de la vida social. Los consejos de Maquiavelo al príncipe para que intente engrandecer la patria se manipulan hasta convertirse en recetas caseras para triunfar en política en provecho propio.
Ciertamente, la falta de flexibilidad es letal, para quien la practica y sobre todo para quienes dependen de él, en más o en menos. Pero el vacío de convicciones es igualmente letal para quien carece de ellas y sobre todo para los que de algún modo están en sus manos. Y eso es precisamente, al menos en parte, lo que nos pasa; con malas consecuencias para el conjunto de la sociedad y para los más vulnerables en particular.
Como en las cosas humanas, una vez tomado el pulso al momento presente, lo importante es idear qué queremos que nos pase y poner los medios para encarnarlo en la realidad, es urgente encerrar a los dinosaurios y a los camaleones en las páginas de la historia de la emblemática pasada, y optar por un nuevo emblema, el de una ciudadanía madura, capaz de labrar un buen futuro.
Ciudadanos hay de dos tipos al menos, los que optan por ingresar en partidos políticos y asumir con ello una especial responsabilidad por la cosa pública, y esa gran mayoría que conforma la sociedad civil y que es sin duda corresponsable. Aunque siempre conviene recordar que a mayor poder, mayor responsabilidad. ¿Qué podemos esperar de unos y otros?
En lo que hace a los primeros, cabe esperar de ellos, como mínimo, que tomen en serio el Estado de derecho, cumpliendo escrupulosamente la legalidad. No es de recibo corromper la actividad política concediendo contratos de favor a cambio de un impuesto partidario, generando esa gangrena que recorre nuestra sociedad. La corrupción es un cuerpo extraño en una vida pública sana y debe ser eliminada sin paliativos. Pero tampoco es lícito eludir las leyes, por ejemplo, proponiendo referendos inconstitucionales; una actuación que deslegitima cualquier pretensión de que la ciudadanía cumpla las leyes. Por otra parte, los partidos deben exhibir sus señas de identidad, aclarar de forma transparente con quiénes están dispuestos a pactar y cuáles son los contenidos de los pactos, que deben estar en coherencia con el propio programa. Actuar de otro modo es caer en el oscurantismo, practicar un fraude inadmisible, que provoca desafección, porque convierte al voto en blanco y a la abstención en las opciones más razonables. Votar sin saber qué se está eligiendo es en realidad entregar un cheque en blanco, y ningún elector tiene por qué hacerlo.
La otra cara de la moneda, la ciudadanía madura en la sociedad civil, no es la ciudadanía pasiva, que deja en manos ajenas el curso de la vida pública, pero tampoco esa ciudadanía febrilmente participativa, como la ardilla de Tomás de Iriarte, que se menea, se pasea, sube y baja, no se está quieta jamás, sin lograr con todo ello cosa de alguna utilidad común. Como bien dice Benjamin Barber, también en los regímenes totalitarios la ciudadanía es activa y participativa. Por eso lo que importa es que sea lúcida y responsable, que no se deje manipular emocionalmente ni tampoco con argumentos sofísticos, que le importe el bien común, y no solo el particular. Que sea, desde esa madurez, participativa.
Más allá de los dinosaurios y los camaleones, la ciudadanía madura toma lo mejor del liberalismo y del socialismo. Se compromete con las exigencias del Estado social de derecho en que vivimos, creando cohesión social y amistad cívica; abre las puertas a los refugiados políticos y a los inmigrantes pobres, actuando a la vez en los lugares de origen; apuesta por reforzar la Unión Europea, consciente de que no hay que abandonarla porque esté en crisis, sino trabajar activamente por construirla mejor; practica el cosmopolitismo arraigado de quien se compromete con lo local y sabe cuál es su lugar en el mundo.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 15 de febrero de 2016)
Hace veinte años, con rabia, salimos a la calle por el dolor de la muerte de Francisco Tomás y Valiente. Hace veinte años segaron su vida unos disparos visibles y homicidas.
A modo de sincero y sentido homenaje he querido recordarle con su mirada viva y llena de futuro, con el eco de las palabras del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades de 2002, Hans Magnus Enzensberger: “Hemos de hacer frente al futuro que llevamos a nuestras espaldas”. Yo quiero tenerle presente cada día, en cada acción cotidiana que conlleva una ética cívica.
Sus valores son y serán parte del ideario esencial y del fundamento de nuestra acción diaria, de nuestra ética personal y social. Su palabra, sus escritos, su conducta y su enseñanza hacían de él ese hombre horizonte, universal, tan necesario ayer, hoy y mañana para España.
Citando a Baltasar Gracián: “Ahí veréis que las cosas, las mismas son que fueron, sólo la memoria es lo que falta…”. Por ello, hemos de mantener su memoria viva, su mirada valiente que no nos dejará olvidar lo necesario para defender la justicia del pasado, la necesaria equidad del presente y el sueño de un porvenir de tolerancia y progreso que este país se merecía y se merece. Tomás y Valiente es un ejemplo ético, es un modelo de hombre comprometido, que se enfrenta a la violencia, sin alardear de su situación. Un hombre que en su compromiso sabía que era distinto para un país, el silencio al olvido y que estos dos, son grandes amigos, amigos de la ignorancia.
Más allá de su vida como académico y como jurista, encontramos al ciudadano, al articulista, al observador de una conciencia colectiva, con una aguda mirada sobre los problemas del país, con una profunda reflexión sobre el devenir de la res publica. En definitiva, la defensa del Estado democrático como patrimonio inmaterial pero tangible de una nación.
Fue un hombre que hizo un relato con una visión no reduccionista del poder y su ejercicio. Fue un hombre con ideales, con la convicción del sueño de la democracia y de la defensa de la libertad individual y de la libertad colectiva. Fue, es y será referente moral en el combate contra el descrédito de las instituciones, contra la debilitación de lo público y a favor de una ciudadanía atenta en defensa de los valores democráticos y de la fortaleza del Estado de derecho.
Francisco Tomás y Valiente era, como diría don Antonio Machado, un hombre bueno, “en el buen sentido de la palabra, bueno…”. Quiero que se recuerde en cada aula su magisterio, su moral pública, sus palabras y su impulso ético, en este presente a veces falto de políticas de Estado, sobrado de políticas a golpe de titular que aparecen en un segundo y pasan en un segundo.
Si más allá del ruido, más allá de lo inmediato, nos paramos un momento y reflexionamos en silencio sobre su legado podremos mirar lejos y saber que ejemplos como el suyo, hombres como él, cada día nos recuerdan que la defensa del Estado de derecho y de la política no debe ser efímera. El proyecto de un país, el sueño de un progreso colectivo y de una construcción colectiva basada en el bien común, no puede ser improvisada. Sino que debe ser sembrada, regada y cultivada en el afán de cada día para luego poder recoger el fruto y ser nueva semilla del mañana. Para ello, hay que cuidar a diario la ética social y los derechos que tanto costaron conquistar, tanto cuestan defender, ganar, mantener, no perder y avanzar.
Ejemplos como el suyo nos recuerdan que tuvimos, tenemos y tendremos la aventura común de la energía social. Energía social para defender como bien y patrimonio común los valores constitucionales; los valores de una ética basada en la razón y en la convicción; en la defensa de los derechos humanos y en la consecución de la igualdad y la justicia social. Ejemplos como el suyo nos enseñan que hay seres imprescindibles, seres necesarios, seres horizonte a los que hay que emular y que dan sentido no sólo a la democracia sino a la palabra orgullo y a la palabra dignidad.
Debemos grabarnos una frase suya a modo de ejemplo y declaración de principios para el sujeto colectivo de nuestra nación: “Edificar con la razón y la tolerancia como instrumentos”. Él fue, es y será ser horizonte, memoria limpia y mirada valiente.
(Artículo de José Manuel Gómez Bravo, publicado en "El País" el 14 de febrero de 2016)
La noche del pasado 20 de diciembre, tras conocerse los resultados electorales, Pablo Iglesias compareció enardecido ante la opinión pública. La formación que lidera había ganado las elecciones generales y, más importante aún, la Guerra Civil. Empezó a desgranar una letanía abrumadora, melodramática, furiosa, en su línea. Se oyen, entre otras, proclamó, “las voces de Margarita Nelken, Clara Campoamor y Dolores Ibarruri (…), las voces de Durruti, de Largo Caballero, de Azaña, de Pepe Díaz y de Andreu Nin”. Un “Pepe” que le salió con el mismo arrobo con el que los camaradas españoles hablaban de “Pepe Stalin”. No llamaba tanto la atención que la mayor parte de “las voces” que se oyeran esa noche fueran de la Guerra Civil, ni la exaltación y el convencimiento de estar escribiendo y reescribiendo de paso la Historia, sino el potaje.
Pablo Iglesias debería leer, en el tiempo que le dejen libre el Juan de Mairena de Machado y La ética de la razón pura, La revolución española vista por una republicana, de Clara Campoamor. Es un libro extraordinario. Hay edición reciente. Comprendería las razones por las cuales Clara Campoamor tuvo que salir por pies de España apenas estalló la guerra (como Chaves Nogales, don José Castillejo o Juan Ramón Jiménez): sus vidas corrían peligro, el de verdad; por ejemplo, Margarita Nelken, una escritora mediocre, no parece que hubiera tenido reparo en “pasear” personalmente a Campoamor, o alguno de los partidarios de Pasionaria, Durruti o Largo Caballero, quienes hicieron, por cierto, todo lo posible por acabar con Azaña y lo que él representaba. En cuanto a Andreu Nin… Fue a “Pepe” Díaz a quien debieron pedirse responsabilidades directas por su asesinato, ejecutado por comunistas españoles.
Queda por dilucidar si toda esta confusión de obras, tiempos, ideas es fruto de la precipitación, la ignorancia o el oportunismo, con el fin de “envolver la mercancía”, como suele decirse, para pasar el género averiado. Por esa razón tal vez no sea abusivo parafrasear aquel célebre “quita tus sucias manos de Clara Campoamor; quita tus sucias manos de Andreu Nin”.
El debate sobre los símbolos y monumentos del franquismo es antiguo, y no está en absoluto resuelto (por ejemplo, los restos de José Antonio y de Franco deberían salir del Valle de los Caídos, pero sería un disparate volarlo con dinamita) ni es el objeto de estas líneas.
Lo ridículo de la lista confeccionada por una comisión de la Memoria Histórica de la Universidad Complutense, según este periódico a petición de la alcaldesa (ella lo niega), no es tanto la satanización de tales o cuales escritores y artistas, sino conocer las razones por las que, “sin salirnos de sus propósitos”, como decía Hannah Arendt de Hitler y sus pogromos, no han incluido en ella a Ramón Gómez de la Serna, Azorín, Dionisio Ridruejo, Pío Baroja, José Ortega y Gasset, Julio Camba, Tomás Borrás, José Gutiérrez Solana, Edgar Neville, Emilio Carrere, Ricardo León, Antonio Díaz Cañabate, Jacinto Benavente (o Marañón, con hospital, o Maeztu, con instituto) y muchos otros con tantos méritos como ellos. Seguramente solo haya habido, en uno y otro caso, en el de las inclusiones y en el de las exclusiones, la ignorancia, una ignorancia que al mismo tiempo que se origina en el fanatismo, conduce irremediablemente a él.
Es absurdo, y una pérdida de tiempo, hablar de literatura con quienes han confeccionado esa lista en la que figuran Manuel Machado, Cunqueiro o Pla, ni tratar de convencerles de que merecen no una calle en Madrid, sino en todas las ciudades españolas, ni que, como decía Nietzsche, el exceso de memoria mata la vida, ni recordarles que en aquella guerra no fue infrecuente que la víctima acabara en victimario, y a la inversa, ni porfiar enumerándoles a quienes escribieron odas a Stalin o secundaron sus políticas genocidas, con calles hoy en España… pero quizá sí valga la pena este último apunte. En la lista, incumpliendo a todas luces la Ley de Memoria Histórica, figura Muñoz Seca. El mismo 18 de julio de 1936 salió al escenario del teatro Poliorama de Barcelona, donde se representaba su obra La tonta del rizo, y anunció a los espectadores, al grito de “¡Viva España!”, la sublevación de los militares en África. Lo detuvieron y lo metieron en la cárcel de San Antón, de Madrid, de donde salió tres meses después para ser asesinado en Paracuellos, a manos de verdugos que jamás pagaron por ese crimen. Participó en la Guerra Civil tanto como Rodríguez Zapatero, Iglesias o yo mismo.
(Artículo de Andrés Trapiello, publicado en "El País" el 11 de febrero de 2016)
La sociedad española ha soportado con extraordinaria entereza y madurez democrática más de un lustro de durísima crisis económica. Y los empleados públicos hemos tratado de atender los servicios públicos necesarios para paliar los efectos de la crisis, en un contexto de intensas restricciones presupuestarias. Este esfuerzo se ha visto reconocido por nuestros conciudadanos, como pone de manifiesto el último de los estudios sobre la calidad de los servicios públicos elaborado por el Centro de Investigaciones Sociológicas. El 67 % de los encuestados señalaba en 2014 que los empleados públicos merecemos mucha o bastante confianza, frente al 52% de 2010.
España está afrontando un escenario postelectoral en el que las capacidades de negociación y pacto van a resultar esenciales para resolver los problemas de la vida pública. Y, leyendo los programas electorales que los principales partidos políticos presentaron para las elecciones del 20-D, parece que el debate sobre nuestra función pública comienza a formar parte de la agenda de buen gobierno.
Como punto de partida es preciso subrayar que los funcionarios debemos ser, tal y como establece nuestra Constitución, imparciales y objetivos. Es precisamente esta posición la que nos permite asegurar la continuidad en la prestación de los servicios públicos y servir los intereses generales. Por esta razón existe la garantía de inamovilidad, que es la que en ocasiones nos permite decir, retomando aquella célebre serie británica: "No, ministro". Somos, además, un colectivo comprometido con los valores de ética y servicio público. Compartimos muchas de las críticas que se hacen a nuestras administraciones y sabemos que no hay pócimas mágicas: solo reflexión y trabajo para trazar el camino hacia un servicio público de calidad, ajeno al partidismo, de élite, pero no elitista.
Por eso pensamos que ha llegado el momento de abrir un debate entre las fuerzas políticas y sociales sobre el modelo de función pública que queremos construir entre todos. Y nos gustaría aportar desde dentro una visión para que la función pública siga sirviendo a los ciudadanos, a la agenda de regeneración democrática, a las reformas estructurales y a la modernización del país. Un grupo de funcionarios llevamos un tiempo trabajando en un documento de propuestas que queremos que sea abierto, no partidista, y que nutra el debate. Pretendemos alejarnos de la idea de que somos un lobby con intereses particulares con intención de influir en los políticos para seguir manteniendo unos supuestos privilegios.
Nuestra propuesta gira en torno a tres ejes: el método de selección, la carrera administrativa y el papel del directivo público.Comenzando con la selección, los cuerpos y escalas de funcionarios siguen siendo la noción clave para entender nuestra administración tal y como se ha configurado históricamente. Han permitido una especialización, independencia y profesionalización considerables de la función pública española. Asimismo, la existencia de una función pública estatal consolidada ha servido de dique de contención frente a la corrupción: en aquellos ámbitos en los que se ha debilitado, se han dejado sentir negativamente las consecuencias. Pero el método de acceso, esencial para reflejar la diversidad social y promover la igualdad de oportunidades de los ciudadanos, se enfrenta a importantes retos.
En el actual contexto de restricciones presupuestarias, el Tribunal de Cuentas ha denunciado cómo los principios constitucionales de acceso al empleo público (igualdad, mérito y capacidad) se están poniendo en riesgo por la cobertura anómala de los servicios. Por eso debemos planificar de forma efectiva nuestras necesidades en materia de recursos humanos en el medio y largo plazo, como ha señalado reiteradamente la OCDE. Pensamos, en este sentido, que articular un catálogo completo y coherente de profesiones del Estado podría ser un primer paso.
Por otra parte, las conocidas oposiciones, que permiten seleccionar de forma objetiva, pública y competitiva a quienes acreditan los conocimientos necesarios, no pueden suponer una barrera para quienes no cuentan con recursos económicos y sí con un enorme potencial como servidores públicos. En un proceso de transformación gradual del sistema de acceso, creemos que resulta inaplazable articular un sistema de ayudas para la preparación de oposiciones que rompa esta barrera y asegure la representatividad social del servicio público. Es, además, ineludible adaptarse a los nuevos tiempos del espacio europeo de educación superior. Los actuales cursos selectivos que se imparten en las escuelas de administración pública a quienes han superado la fase de oposición deberían transformarse en másteres universitarios que completen los conocimientos y aptitudes valorados en las pruebas selectivas con la evaluación de competencias y habilidades profesionales imprescindibles para desarrollar nuestras funciones.
Una vez dentro del servicio público, es imprescindible una carrera motivadora, incentivadora de la innovación, pero exigente y que evalúe el rendimiento. Es un derecho y un deber del funcionario, además de un instrumento organizativo flexible. Ha de garantizar la imparcialidad y evitar la descapitalización, de manera que el servicio llegue a los ciudadanos de forma eficaz. Para ello, la remuneración debería estar vinculada a una evaluación, pero complementada con una planificación estratégica profesional. Ya hay experiencias en esa línea y, sin duda, ese debería ser el camino. Los ciudadanos reclaman una Administración responsable y unos funcionarios comprometidos: la evaluación del desempeño y la carrera administrativa pueden ser la levadura de este cambio.
Por último, la figura del directivo público requiere más atención mediática y política de la que a día de hoy ha recibido. Es la verdadera bisagra entre la esfera política y la administrativa. La sociedad debe contar con los mejores directivos públicos, con aquellos que sean capaces de liderar proyectos transformadores y vinculados a los ejes de la acción de Gobierno. En este punto se abren varias opciones, que necesariamente deben quedar para el debate, aunque no faltan referencias en otros países: sin ir más lejos, el modelo portugués constituiría un buen punto de partida. En éste, un órgano independiente recluta, evalúa y propone una terna al Gobierno, en atención a los méritos y capacidades de los candidatos. La clave es la transparencia y la obligación de motivar los nombramientos. Esta obligación conllevará una mayor profesionalización, a la vez que mantiene cierto margen de confianza o discrecionalidad, necesaria en los puestos directivos.
En definitiva, y teniendo bien presente que no existen «bálsamos de fierabrás», creemos que debemos reflexionar entre todos sobre las reformas necesarias en materia de función pública. En la era 2.0, de la trasparencia y de la regeneración democrática, sería una imprudencia arrinconar al servicio público. En una Europa que mira al horizonte 2020 con enormes retos sociales, políticos y económicos, quizá la función pública constituya un inestimable elemento vertebrador. Sirva este texto como muestra de su vocación de servicio para que nuestros gobernantes puedan dirigir el país hacia el futuro.
(Artículo de Eduardo Fernández Palomares y otros, publicado en "El País" el 4 de febrero de 2016)
En la madrugada de ayer, sábado, falleció, a los 85 años de edad, de forma repentina, Francisco Rubio Llorente, el más destacado constitucionalista español de nuestro tiempo. La muerte nos ha arrebatado a un jurista señero, a un servidor público admirable y a un hombre de bien. Ejerció su vocación más honda, la de profesor universitario, durante más de medio siglo, produciendo una obra escrita que goza de un merecido reconocimiento tanto en nuestro país como fuera de él, además de haber forjado una amplia escuela de constitucionalistas que hemos tenido la fortuna de recibir, directamente, su magisterio.
A sus discípulos, y a todos los que le conocieron, nos ha legado, además, el modelo de su conducta, tan valiosa como poco frecuente, caracterizada por el rigor intelectual, la austeridad personal, la independencia de criterio y la rectitud moral.
Su compromiso público lo ha sido siempre con el Estado constitucional democrático, único señor al que ha querido dedicar su trabajo, realizado no sólo mediante el ejercicio de la cátedra, sino también a través del desempeño de diversos cargos públicos. Fue letrado de las Cortes y secretario general del Congreso durante la Transición política y el proceso constituyente, director del Centro de Estudios Constitucionales, magistrado y vicepresidente del primer Tribunal Constitucional, institución a cuya implantación, organización y desarrollo tanto contribuyó, y, finalmente, no hace muchos años, presidente del Consejo de Estado.
Sus artículos en la prensa acerca de los problemas de nuestra vida pública no han sido infrecuentes, la mayoría en este mismo periódico, expresando siempre una opinión que, por la autoridad de quien la emitía, era recibida con indudable respeto incluso por quienes no la compartían. Nunca guardó silencio cuando pensó que debía hablar, porque nunca dejó de estar preocupado por nuestro destino colectivo y porque nunca se prestó a servir intereses parciales.
Sus convicciones políticas siempre estuvieron más cerca de la izquierda que de la derecha, por usar expresiones al uso, pero orientadas a un rumbo indeclinable: el reflejado por la democracia, la libertad, el principio de igualdad, el Estado de derecho y la defensa de los intereses generales. Es decir, los valores que sustentan nuestro sistema constitucional, a cuya vigencia tanto contribuyó, de manera muy especial durante los 12 años que perteneció al Tribunal Constitucional, cooperando muy decisivamente en la emanación de una jurisprudencia que dotó de eficacia a los derechos fundamentales y a la distribución territorial del poder. Sin la obra de Francisco Rubio no se comprendería cabalmente lo que ese Tribunal ha significado, al menos en su primera etapa.
Discípulo de Manuel García-Pelayo y amigo entrañable de Eduardo García de Enterría, su concepción del Derecho Constitucional se correspondía bastante con esas dos influencias, de tal modo que, concibiéndolo como un saber jurídico, no renunciaba a la comprensión política de sus categorías y, sobre todo, de su realización en la práctica. Ese entendimiento de la Constitución y de su Derecho es el que Francisco Rubio nos ha legado a todos los juristas españoles. El beneficio de su trato y de su magisterio personal es la herencia que nos ha dejado a sus desconsolados, pero siempre agradecidos, amigos.
(Artículo de Manuel Aragón Reyes, publicado en "El País" el 24 de enero de 2016)
Creo que uno de los problemas de la política española de los últimos años es que se ha dividido en demasía en facciones. No quiero significar, sea dicho de antemano, que me parezca dañina la aparición de nuevas fuerzas políticas en el ámbito de la política parlamentaria. Por el contrario, este hecho me parece beneficioso y bienvenido en las circunstancias actuales. Una facción, según el texto canónico contenido en el número 10 de El Federalista, redactado por James Madison, está formada por un conjunto de ciudadanos, mayoritario o no, que se unen y actúan por un impulso común surgido de la pasión o del interés, contrario a los derechos de otros ciudadanos o a los intereses permanentes y agregados de la comunidad. Las facciones, para decirlo brevemente, viven de una pasión o interés contrarios al bien común. La acritud del debate público, el desencuentro de nuestros representantes, la crispación que a menudo se instala entre determinados sectores de la población son un síntoma, me parece, del faccionalismo. En estas circunstancias, y dados los resultados electorales, el alcance de una mayoría para elegir un presidente y sostener un Gobierno deviene difícil e incierto.
Tal vez es la hora de abandonar este ánimo faccionalista. Si miramos bien lo que defienden nuestras formaciones políticas hay, todavía, amplios espacios para el acuerdo. Todos defienden nuestro sistema democrático de derechos y libertades. Todos defienden el Estado del bienestar, lo hemos oído hasta la saciedad en la campaña electoral (todos, por ejemplo, se comprometen a luchar contra el fraude fiscal, que es el doble que el de los países de nuestro entorno, y que, reducido a la mitad, representaría la mejor contribución al gasto social de nuestras administraciones; aunque lamentablemente nadie lo hace). Estas son dos buenas razones para pensar que la concordia es todavía posible. La coyuntura no es tan grave como para convocar un gobierno de concentración. No obstante, tal vez sí es lo suficientemente seria como para proponer un Gobierno técnico. Un gobierno de técnicos presidido, por ejemplo, por la vicepresidenta actual, Soraya Sáenz de Santamaría, y abierto a la inclusión de todos los grupos políticos con representación parlamentaria que deseen participar en él. Con un programa mínimo empeñado en una gobernación transparente, atenta a animar el prometedor crecimiento económico y, también, a compensar la situación de los más vulnerables, que son los que más han sufrido en esta crisis y no siempre han sido atendidos de la manera adecuada. No olvidemos que Madison también nos recuerda que la más común y perdurable fuente de las facciones es la distribución desmesuradamente desigual de la propiedad.
Mientras tanto, en las Cortes generales debería crearse una Comisión constitucional para restablecer la concordia, para restablecer el consenso. Ahora, al parecer, todos los partidos han mostrado su disposición a llevar a cabo una reforma de la Constitución de 1978. Una Comisión, es claro, lo más inclusiva posible. En donde haya espacio para hablar de todo lo que sea necesario. Cada uno con sus convicciones, sin excluir las de los demás de antemano. Hay algunos aspectos obvios: el cambio de las circunscripciones electorales (que han hecho en estas elecciones que una fuerza, Izquierda Unida con 900.000 votos, tenga sólo dos representantes en el Congreso de los Diputados) y, por lo tanto, de la ley electoral, la reforma del Senado, la reforma del título octavo sobre las autonomías. Esta Comisión podría ser presidida por el actual presidente del gobierno, Mariano Rajoy, y debería ser el lugar en donde se concitara toda la capacidad de nuestros representantes para renovar las bases de nuestra política. No sería una mala idea que este proceso comenzar con un pacto de todos los partidos, inequívoco y con compromisos, contra la corrupción, que ha sido el cáncer de nuestra política durante los últimos años.
En una carta dirigida precisamente a Madison en 1789, el más sabio de los fundadores de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, argüía a favor de renovar la Constitución cada generación, cada diecinueve años la anterior Constitución expiraba, decía él. Nuestra Constitución lleva ya casi el doble. Ha llegado la hora de afrontar este proceso.
Es claro que en esta sede se debería afrontar también la cuestión catalana. Los dos grupos catalanes en el Congreso deberían ser invitados tanto a integrarse en el Gobierno técnico cuanto en la Comisión Constitucional. Tendrían un espacio para proponer su punto de vista con lealtad, abiertos al diálogo con todos, mostrando cuáles son sus reclamaciones y tratando de buscar el encaje de sus aspiraciones en un nuevo orden constitucional para España.
Sería un Gobierno técnico para unos dos o tres años. Un Gobierno protegido de las pasiones de la política que se han instalado en España, porque la política se habría trasladado a ser debatida en mayúscula en el poder legislativo, en el Congreso de los Diputados. Sería también el momento, un momento constitucional, de imaginar el modo de incorporar a esta deliberación pública a más sectores de la población, a los ciudadanos directamente. Al final del proceso, deberían convocarse elecciones generales de nuevo y, si la reforma exigiera el procedimiento agravado del artículo 168 (como lo hace necesario, al menos, la reforma de la preferencia del varón en la sucesión a la Corona), eso conduciría después de las elecciones y la ratificación del texto acordado a un referéndum de todos los españoles. Después, confío que con los ánimos claramente renovados, regresaríamos a la política ordinaria.
En un texto brillante de Quentin Skinner dedicado a comentar los magníficos frescos de Lorenzetti que se hallan en la Sala dei Nove del Palazzo Publico de Siena dedicados al Buono y al Cattivo Governo (‘El ideal del gobierno republicano’, publicado en español en 2009 por la editorial Trotta en un libro titulado El artista y la filosofía política), se nos recuerda que son las virtudes de la concordia y la equidad las que soportan el bien común. Necesitamos, ahora más que nunca, restaurar la concordia y garantizar la equidad, solamente de este modo recuperaremos la confianza de los ciudadanos en la política. Cuando la política se bifurca en varias facciones, en las que cada una esta dominada por sus pasiones, solo queda regresar al único objetivo que es digno de la acción pública, el ideal de un gobierno realmente republicano, que no es otro que el bien común.
(Artículo de Josep Joan Moreso, publicado en "El País" el 15 de enero de2016)
La posibilidad de celebrar un referéndum de independencia en Cataluña (y en todas las naciones que vayan surgiendo por el Estado) vuelve a suscitarse, ahora que Podemos lo exige como condición para asistir a un hipotético gobierno del PSOE. Personalmente creo que ceder a esta exigencia sería un error catastrófico para el Estado. Bastaría quizá con insistir en las buenas razones que daban en estas páginas Pau Marí-Klose e Ignacio Molina (El referéndum no es la solución). Ahí se decía: ni es claro que ese famoso 80% de los catalanes anhele el referendo, ni este permitiría elucidar los deseos de la sociedad catalana (más bien nos informaría del estado de ánimo de una franja en el centro del espectro identitario), ni la votación, que ahondaría en la fractura social, es garantía de zanjar el problema, dado que el nacionalismo no aceptaría aquietarse en caso de perder la apuesta.
En esa ocasión, los autores preferían dejar de lado la fundamentación del derecho de autodeterminación y centrarse en explicar la inutilidad de la herramienta aplicada a nuestro caso. Pero dado que los demandantes del referéndum hacen de su defensa una cuestión de principios democráticos quizá merezca la pena explorar el conflicto de valores subyacente entre quienes nos oponemos al “derecho de decidir” y los que hacen de él su bandera.
Cuando Ada Colau o Pablo Iglesias insisten en el referéndum como un requerimiento democrático elemental demuestran tener una concepción pobre de la democracia, que queda contraída al acto de votar. Una definición que creo más completa es esta: la democracia es la extensión universal de la ciudadanía. Se aprecia que ambas concepciones pueden entrar en conflicto, porque a través de una votación también se puede desposeer a alguien de sus derechos ciudadanos. No hace falta traer fantasmas del terrible siglo XX. Sólo hace unos días que Eslovenia decidió en referéndum prohibir el matrimonio homosexual. Estoy seguro de que muchos soberanistas sienten malestar cuando se percibe que una votación soberana puede servir también para privar a otros de derechos. Y eso es exactamente lo que pensamos muchos que pasaría si se permite un referéndum en Cataluña, y luego otro en País Vasco, y otro en Navarra, y otro en Galicia, y así sin fin. Con independencia del resultado, se nos excluye al resto de opinar en una cuestión que podría tener como resultado nuestra pérdida de derechos políticos en esas comunidades, donde, sencillamente, se estaría decidiendo si los demás españoles pasamos a ser extranjeros. Si todos los que tienen algún motivo para sentirse diferentes pudieran votar para salirse y fundar su propio Estado, el principio de una ciudadanía compartida y multicultural, que es el único interesante y fecundo, quedaría hecho añicos.
Ante esta objeción los abogados del derecho a decidir pueden alegar que la votación diferenciada está justificada por el hecho de que ciertos territorios de nuestro Estado son naciones y cada nación tiene derecho a la autodeterminación. Tienen derecho a pensar así, pero entonces nosotros también tenemos todo el derecho del mundo a desenmascararlos como nacionalistas corrientes y molientes. Ernest Gellner resumió bien el programa de todo nacionalista: que las fronteras del estado coincidan con las de la nación. La ciudadanía resultante de esos nuevos estados ya no estaría basada en la capacidad de compartir ciertos valores cívicos, sino en la agrupación en función de algunos rasgos étnicos, en concreto, de la lengua. Sí, la lengua es un elemento étnico. Y en España lo único que nos induce a pensar que hay varias naciones distintas es la existencia de varias lenguas con arraigo (la lengua es el único marcador diacrítico, en terminología de Gellner, a nuestra disposición). De modo que Iglesias y Colau pueden creerse modernos, pero en realidad lo único que hacen es apoyarse en una vieja página de perdurable influencia, escrita por el filósofo alemán Fichte en 1808 en sus Discursos a la nación alemana: que cada lengua específica tenga su nación específica. Y atrapada en esa página de 1808 la izquierda soberanista quiere gobernar la España de 2015.
Si en el lugar de la lengua pusiéramos otro marcador, el retroceso sería aún más evidente. ¿Se autodeterminan los ricos en virtud de su renta? ¿Los hombres en virtud de su género? ¿Los blancos en función de su color de piel? ¿Los católicos alegando su credo? No. ¿Qué razón hay, entonces, para que algunos se autodeterminen en razón de su lengua o cultura? Salvo que estas éstas estén siendo atacadas, cosa que no sucede en España, sólo se me ocurre alguien que querría partir la comunidad de ciudadanos por estos motivos: un nacionalista.
Llegamos al meollo del asunto. A quienes nos enfrenta el derecho a decidir no nos separa la creencia democrática sino una concepción distinta de la ciudadanía, que es también un distinto entendimiento de cuál es, en España, el cuerpo ciudadano –el demos– que comparte derechos y obligaciones. Esto es así seguramente porque cada uno ha recibido una socialización distinta. Por ejemplo, yo fui educado en la creencia de que había una comunidad política soberana llamada España formada de ciudadanos libres e iguales, y en paz con su diversidad cultural y lingüística. Hubiera tenido dificultades para creerlo durante el franquismo, pero no a partir de 1978. Vascos, gallegos y catalanes son conciudadanos. Y bajo esta idea de España como una única ciudadanía, compatible con una visión federal del Estado, Ada Colau podría mañana ser alcaldesa de Madrid si quisiera presentarse. Y desde luego puede votar en cualquier asunto que nos afecte a todos los españoles. La izquierda soberanista de Podemos y el nacionalismo catalán, vasco y gallego en general, en cambio, no creen que exista esa comunidad política llamada España, sino una serie de “pueblos” emparentados, yuxtapuestos a lo largo del Estado, cada uno soberano y definidor de un demos distinto cuyo rasgo específico sería la lengua. Entre nosotros no somos conciudadanos, sino parientes de pueblos cercanos. (Tampoco es que hayan inventado la pólvora: algo parecido sostenía la derecha tradicional católica a lo largo de todo el siglo XIX).
En definitiva, unos pensamos en una única ciudadanía multicultural. Y otros piensan en términos de muchas culturas con derecho a fundar su propio espacio ciudadano. Si los segundos se imponen, España como espacio de convivencia compartida dejará de existir. Para los que no se han enterado: Los que defendemos la unidad de España no estamos defendiendo un trozo del mapa, sino un cuerpo ciudadano multicultural y no divisible por razones étnicas. No solo nos parece esto lo progresista, sino que defender que la comunidad de ciudadanos, y la trama de solidaridad que los imbrica, pueda deshacerse por pujos identitarios (cuando ninguna identidad es atacada) nos parece profundamente antiprogresista. Y nos podemos ver a nosotros mismos como demócratas plenos porque no discriminamos: todos somos ciudadanos. Esa era la idea de 1978.
Ahora bien, empieza a ser patente que es la otra idea (diversas culturas con derecho a tener su Estado) la que comienza a infiltrarse en el electorado urbano de izquierdas. Ni una sola pancarta en las acampadas del 15-M pedía un referéndum de independencia, ni en Madrid ni en Barcelona. Pero en política como en economía la machacona oferta acaba encontrando su propia demanda. Me resulta un misterio por qué a tantos votantes de Podemos les resulta indiferente que su cúpula quiera deshacer la ciudadanía común, convertir a España en Yugoslavia y abocarla, a medio plazo, a un humillante proceso de descomposición étnica que no ayudará a la implantación de ninguna agenda social avanzada. Pero si fuera el PSOE, empezaría a recuperar apoyos explicando no sólo las nefastas consecuencias del discurso territorial de Podemos, sino también su presupuesto implícito: que lo españoles ya no somos conciudadanos.
(Artículo de Juan Claudio de Ramón, publicado en "El País" el 27 de diciembre de 2015)
Al menos, los políticos españoles. El PPSOE, sin ir más lejos. No es por llevar la contraria a la quejosa letanía que acompasa nuestras campañas electorales: “Las promesas son papel mojado”, “en la oposición dicen una cosa y en el Gobierno hacen otra”, etcétera... Sino que lo dice un estudio que compara hasta qué punto los partidos de diversos países cumplen sus promesas electorales y en el que ha participado el economista español Joaquín Artés. Los partidos de gobierno españoles —PSOE y PP— se encuentran entre los partidos más cumplidores, por detrás de los británicos y a la altura de los suecos. Y significativamente por encima de, por ejemplo, austríacos e italianos.
De media, los partidos españoles que han llegado al Gobierno han puesto en práctica, al menos parcialmente, un 70% de sus promesas electorales. Además, como subraya Artés, PSOE y PP cumplen sus promesas tanto cuando disfrutan de mayoría absoluta como, y aquí viene lo relativamente sorprendente, cuando gobiernan en minoría. Buscan los apoyos parlamentarios necesarios para ser fieles a sus mandatos electorales.
El problema del PP y PSOE no es que no hayan cumplido, sino que no han representado. Esta precisión es importante para guiarnos en el movido escenario poselectoral que se nos avecina. PP y PSOE han sido eficaces con los temas que han tenido en la agenda. Sin embargo, sus programas no han representado unas demandas ciudadanas que, larvadas durante años, han cristalizado esta pasada legislatura. PSOE y PP no han sido equitativos, sobre todo generacionalmente. Han dejado de lado temas que preocupan a un electorado más joven, dinámico y cultivado democráticamente, a la par que precario y enfurecido por la corrupción.
Paralelamente, la gran contribución de las dos fuerzas emergentes en estas elecciones, Podemos y Ciudadanos, no ha sido una forma distinta de hacer política: nueva, horizontal, rupturista y digital. De hecho, a medida que crecían en las encuestas, hemos visto cómo adoptaban características de la política de toda la vida: vieja, vertical, reformista y analógica. Con discursos cargados de referencias clásicas, de Gramsci a Suárez, pasando por Kennedy. Su éxito electoral se ha basado en introducir temas ausentes en la agenda: un mercado laboral que iguale oportunidades, una garantía de ingresos mínimamente decentes, respuesta a los desahucios, o un mayor acercamiento de los gobernantes a los gobernados (minimizando aforamientos y coches oficiales; y maximizando la transparencia).
Así, el Parlamento español resultante de estas elecciones tiene el potencial de combinar eficacia y equidad. Tenemos dos partidos, PSOE y PP, que hacen lo que prometen, y dos, Podemos y Ciudadanos, que prometen lo que debería haberse prometido. Hoy nuestro sistema de partidos es más homologable al de las democracias proporcionales europeas que tanto admiramos, con un partido conservador y uno socialdemócrata que representan la divisoria tradicional de las sociedades industriales y que todavía recogen entre un cuarto y un tercio de los votos. Estos partidos están flanqueados —aunque eventualmente pueden ser superados— por partidos minoritarios pero más sofisticados. Por un lado, partidos liberales (como Ciudadanos) de clases medias urbanas y profesionales, con votantes individualistas pero a la vez muy conscientes del valor de lo público. Por el otro, formaciones rojo-verde-moradas (como Podemos) más porosas que sus precursoras poscomunistas a las atomizadas demandas de unos nuevos votantes progresistas, que son colectivistas pero a la vez muy celosos de la libertad individual.
Los españoles hemos pintado un mapa parlamentario que nos representa fidedignamente. Pero corremos el peligro de que la mayor representatividad se traduzca en una menor efectividad. Que tengamos más promesas que nunca en el Parlamento, pero que éstas no se cumplan. Como a menudo ha ocurrido en Italia, donde el multipartidismo no ha fomentado el consenso sino el frentismo.
Y ese riesgo es elevado si exploramos el fondo de la aparentemente pacífica campaña electoral que hemos vivido. En su superficie, nuestra política se ha vuelto consensual de la noche a la mañana: representantes de la sociedad civil, grupos de interés y creadores de opinión todos reclaman al unísono una nueva política basada en pactos amplios y que abandone la cultura de la confrontación. Los políticos, sensibles siempre al espíritu de los tiempos por propia supervivencia, se han cansado de decir que estaban “de acuerdo con” sus contrincantes en infinidad de puntos.
Pero la campaña ha revelado una sombra en la política española que oscurece las posibilidades de consenso. Nuestra política se ha personalizado de forma extrema, con unos candidatos que han monopolizado los espacios en los medios de comunicación, tanto políticos como de entretenimiento. Y cuando la política se convierte en una lucha entre líderes, y no entre programas, tiende a plantearse como un juego de suma cero, en el que lo que uno gana el otro lo pierde. Los programas electorales se pueden dividir y los partidos pueden sacrificar ésta u otra promesa a cambio de un pacto estable de gobierno. Algo teóricamente posible en cualquier combinación entre los cuatro partidos, con la posible excepción de las que incluyan a PP y Podemos juntos.
Sin embargo, un líder no se puede dividir. Y no es fácil que esté dispuesto a sacrificarse por el bien del partido a largo plazo. Los líderes viven instalados en la inmediatez y tienen incentivos —y poder— para dinamitar cualquier puente con otros partidos y forzar nuevas elecciones en cuanto vean que las encuestas les ponen por delante en la carrera a La Moncloa. Para impedirlo debemos centrar el debate público en torno a las políticas sobre la mesa y no a las sillas de los políticos.
En las próximas semanas, todos recitaremos el programa, programa. Pero, en la práctica, seguiremos llenando los espacios informativos con la declaración de última hora de cualquiera de los cuatro líderes en lugar de los pros y contras de unir las propuestas de distintos partidos. Que la política española se convierta en un circo romano de intrigas palaciegas no depende tanto de los actores como de los espectadores. ¿Asumiremos nuestra responsabilidad, premiando a los políticos que tiendan la mano y castigando a los oportunistas? ¿O seguiremos disfrutando desde el sofá de esa lucha cainita por el poder (del Gobierno o del partido) en la que se ha convertido la política mediática en España?
El régimen del 78 ha cumplido sus promesas. Para que el régimen del 2015 cumpla las suyas, nos tocará esforzarnos mucho más.
(Artículo de Víctor Lapuente, publicado en "El País" el 22 de diciembre de 2015)
Ocurrió en marzo de 1980, en Vanderbilt, durante uno de los primeros coloquios sobre la Transición organizados por universidades de Estados Unidos. Un grupo de escritores, periodistas e hispanistas se reunió para hablar de la Transición en plena oleada de desencanto, extendido ante una democracia que José Luis López Aranguren había despreciado por considerarla “implantada por los franquistas, en continuidad rigurosa, incluso desde el punto de vista de la legalidad, con el régimen anterior”. Reinaba entre los participantes cierta frustración por tantas expectativas incumplidas y tuvo que ser alguien llegado de fuera, el británico Raymond Carr, quien frente a tanto malestar y desencanto afirmara que España era ya —marzo de 1980— “una auténtica democracia y quienes critican a Suárez y a su partido pueden en las siguientes elecciones desplazar a ambos”. La democracia tiene más que ver con las reglas que regulan el juego político que con el contenido de una determinada política, recordaba Carr, que terminó expresando su “esperanza de que ni los españoles ni los observadores extranjeros de España exploten el desencanto para que no se convierta en profecía autocumplida”.
Se autocumplió la profecía, como es bien sabido, pero con un resultado contrario al temido por unos, esperado por otros: el intento de golpe de Estado de febrero de 1981 disolvió buena parte de ese desencanto, del que un buen puñado de intelectuales con tribuna en EL PAÍS —con Aranguren a la cabeza— había sido muy habitual vocero, dejando paso, primero, a una suspensión del ánimo y luego, desde el triunfo socialista, a una creciente sensación de éxito, de haberlo logrado.
Como escribirá, por todos, Javier Pérez Royo, el Estado construido desde la Transición no solo era el más legítimo sino también el más eficaz de nuestra historia, y el sistema electoral aprobado entonces era el único que había funcionado en España, nada menos que “desde el neolítico”, con regularidad y de manera satisfactoria por haber sido producto de un acuerdo básico “extraordinariamente mayoritario de nuestra sociedad”. Legiones de sociólogos, politólogos y constitucionalistas, españoles o extranjeros, publicaron muy sesudos análisis para mostrar que la Transición española había sido un éxito en toda regla, hasta el punto que de ella podía derivarse un modelo teórico con validez para América Latina, para la Europa del Este y, si se ponía a tiro, también para África.
Lo que afirmaban tantos cultivadores de ciencias sociales e incluso de humanidades —los historiadores se sumaron muy pronto al mayoritario consenso alcanzado entre sociólogos y politólogos— extendió por la sociedad española una sensación de orgullo. Sí, señor, por una vez en la más que centenaria historia del Estado liberal, dejamos de derramar lágrimas de dolor sobre la anomalía y el fracaso de España para disfrutar de un sentimiento de normalidad, de ser, por fin, como el resto de los europeos. Un sueño que la generación de quienes ahora vamos haciendo mutis había acariciado desde los años de su despertar de la conciencia política, en medio de una horrísona dictadura militar, católica y fascista. Quisimos ser como los europeos ¡y ya lo éramos!; incluso en lo que se refería al sistema de partidos que, según nos enseñaban nuestros politólogos, gozaba de un amplísimo, extraordinariamente mayoritario, apoyo en la sociedad.
Que la misma generación pasara de las expectativas acariciadas en su juventud, por el desencanto cultivado de su primera madurez, al disfrute sin límite del éxito en la plenitud de su edad facilitó que se precipitara —ella y su invento— en lo que David Runciman ha definido como la trampa de confianza que de manera más o menos cíclica afecta a las democracias. Es la trampa en la que se cae por un exceso de orgullo y arrogancia que impide percibir la inmediatez del desastre que se avecina y bloquea los recursos para reaccionar a tiempo. La democracia sería así el único sistema político que convierte los motivos de un triunfo en causas de una crisis: mientras se sube, el exceso de confianza mueve energías antes dormidas; pero al llegar arriba, provoca la ceguera que conduce al fracaso. Haber triunfado, o mejor, haber triunfado tanto como generación a una edad en la que el futuro todavía pesa más que la memoria, se convierte al final en el motivo de una gran caída, de un derrumbe como tal generación.
Pero la historia sigue y la democracia, si ha llegado a consolidarse en las instituciones y en la cultura política de la sociedad, acaba por generar entre las nuevas generaciones, que sufren la caída desde el fondo de la trampa, suficiente energía para salir de nuevo a la superficie y reanudar la marcha. Reanudar quiere decir, en este caso, que no se trata de emprender una nueva transición a no se sabe dónde, guiados por algún nuevo caudillo, sino de rectificar la dirección que condujo al desastre y que hoy nos la tenemos bien aprendida: la que, burlando la democracia, acaba construyendo un sistema político sobre redes familiares y clientelares, sobre relaciones de parentesco y amistad que convierten al Estado en patrimonio de un conglomerado constituido por la clase política, los negocios privados y los intereses financieros. Un camino, pues, que al abrir las puertas a una corrupción sistémica, acaba por erosionar al Estado, desmoralizar a la Administración y desmantelar los bienes públicos.
No será fácil, en las condiciones actuales y con un sistema de partidos en plena transformación, salir de la trampa en la que nunca debimos haber caído, para volver a la senda de la que nunca tendríamos que habernos desviado; la que exige hoy una profunda reforma de nuestra deteriorada democracia sobre la base ya secular que teorizaron nuestros ancestros: el imperio de la ley, la neutralidad e independencia de la Administración Pública y la rendición de cuentas de la clase política.
No hay, en realidad, mucho más que descubrir; no hay nuevas transiciones que emprender, ni nuevas democracias participativas o comunitarias que inventar, siempre bajo la férula de un líder carismático conduciendo al pueblo —o a la gente— a su salvación. Lo que de verdad se precisa es rescatar de la amenaza de ruina a nuestra democracia representativa, único sistema de la política inventado hasta el día de hoy que garantiza la igualdad ante la ley, la separación y el equilibrio de los poderes del Estado, la fortaleza de la Administración, la calidad de los bienes públicos, los derechos de las minorías contra los abusos de las mayorías y el ejercicio de la libertad de expresión y de la libre organización de las corrientes de opinión. Esa libertad de la que se vio privada durante la mitad de su vida la generación hoy jubilada y cuyo ejercicio puede poner de nuevo sobre sus raíles a esta democracia que un día, cegada por el éxito, se dejó caer en la trampa de la confianza.
(Artículo de Santos Juliá, publicado en "El País" el 20 de diciembre de 2015)
La corrupción tiene consecuencias desastrosas en el desarrollo cuando los fondos que deben destinarse a las escuelas, las clínicas de salud y otros servicios públicos esenciales se desvían y se ponen en manos de delincuentes o de funcionarios deshonestos.
La corrupción exacerba la violencia y la inseguridad y puede conducir al descontento con las instituciones públicas, al desencanto con el gobierno en general y a espirales de ira y disturbios.
La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción constituye una plataforma integral para los gobiernos, las organizaciones no gubernamentales, la sociedad civil y los particulares. A través de la prevención, la penalización, la cooperación internacional y la recuperación de activos, la Convención promueve avances mundiales para poner fin a la corrupción.
Con motivo del Día Internacional contra la Corrupción, pido que aunemos esfuerzos para enviar un mensaje claro a todo el mundo de firme rechazo a la corrupción y de adhesión en su lugar a los principios de transparencia, rendición de cuentas y buena gobernanza. Ello beneficiará a las comunidades y los países y ayudará a marcar el comienzo de un futuro mejor para todos.
(Mensaje del Secretario General de la ONU, con motivo del Día Internacional contra la Corrupción, el 9 de diciembre de 2015)
La resolución del Parlamento de Cataluña estableciendo el inicio del "proceso de desconexión" del Estado español era de una extraordinaria gravedad política y constitucional. Requería con urgencia su depuración. El Tribunal Constitucional (TC) la ha anulado antes de trascurrido un mes desde su aprobación. Debemos estar satisfechos porque haya sabido dar al asunto la prioridad que las circunstancias requerían, lo que no siempre ha sido capaz de hacer.
Como se ha afirmado de forma certera (Enric Fossas), la Resolución del Parlament fue una auténtica "declaración de insurrección". No otro calificativo merece que se declare "depositario de la soberanía" y "expresión del poder constituyente"; que se sienta legitimado para declarar "solemnemente" el "inicio del proceso de creación de un Estado catalán independiente", abriendo un "proceso constituyente"; que proclame el incumplimiento de las decisiones de las instituciones del Estado español —en particular del TC, al que considera carente de legitimidad y competencia—; y que inste al futuro Gobierno de la Generalitat a "cumplir exclusivamente" las normas o los mandatos emanados del Parlamento de Cataluña.
Una declaración tan nítida y explícita de desobediencia a la legalidad y a los fundamentos de la Constitución no podía ser reducida a mero acto parlamentario declarativo, cuyos efectos prácticos son difíciles de entrever. Lo contrario significaría reducir a pura palabrería los fundamentos del sistema parlamentario de gobierno; es decir, la configuración del Parlamento, en su condición de cámara representativa de la ciudadanía, como la institución suprema de dirección política a cuyos acuerdos debe supeditarse el ejecutivo. Es lo que ha pretendido hacer creer la defensa jurídica del Parlament ante el TC. Pero el propio president afirmó que de lo que se trataba era de "engañar al Estado". Otra cosa es que la exigencia de responsabilidad (incluso penal) se limite a los actos concretos de aplicación práctica de lo establecido en la Resolución... cuando estén expresamente tipificados como antijurídicos.
Sorprende que la mayoría parlamentaria en Cataluña se sienta democráticamente legitimada y políticamente capaz de aventurarse por el camino establecido en la Resolución ahora anulada. El respeto a la legalidad (rule of law) es un elemento incuestionable, que llevó al independentismo escocés a afirmar que Escocia sería independiente de forma legal y acordada con el Reino Unido o no lo sería; una asunción que, afirmaban, los diferenciaba radicalmente del proceso seguido en Cataluña. Y el principio democrático, entendido como lo hace esa mayoría parlamentaria, solo es "superficialmente persuasivo" —como afirmó el Tribunal Supremo de Canadá en el Dictamen sobre la secesión de Quebec—, pero "resulta inaceptable porque malinterpreta el significado de la soberanía popular y la esencia de la democracia constitucional".
El Constitucional no podía escurrir el bulto ni eludir la cuestión. La nitidez de la resolución impedía cualquier intento de salvar su constitucionalidad, incluso aun recurriendo a la técnica de la "interpretación conforme" (Víctor Ferreres).
(Artículo de Alberto López Basaguren, publicado en "El País" el 3 de diciembre de 2015)
París es una ciudad silenciosa. La vida en sus calles, restaurantes y metros transmite una calma impropia de una gran metrópolis. Con la ayuda de un clima adverso, y a diferencia de ciudades bulliciosas como Barcelona, París invita al recogimiento, la reflexión y la nostalgia. Su serenidad y elegancia son el reflejo de una ciudad segura de sí misma que se sabe portadora de los valores de una civilización. París es una ciudad orgullosa de su contribución a la historia mundial de la filosofía, el arte y la cultura.
Con la apuesta decidida de un Estado en mayúsculas, el nivel cultural y educativo de la ciudad sigue siendo envidiable. El cartesianismo francés marca el pulso de una sociedad que lo somete todo al juicio de la razón. El espíritu crítico y el inconformismo, tan importantes en democracia, tienen en Francia una traducción en el lenguaje. Avoir le droit, en francés, es una expresión muy común que sirve para reivindicar desde el gesto más cotidiano en una boulangerie hasta el derecho político más fundamental.
Esta cultura del tener derecho está muy arraigada. A veces, la reivindicación permanente convierte París en una ciudad enfadada. La queja constante, cuando se apoya en una retórica vacía y circular, puede alcanzar en Francia extremos patológicos que, lejos de tener capacidad transformadora, acaba llevando el país a la parálisis. Y, sin embargo, la consciencia de que los derechos se ganan cada día tiene en París un peso simbólico muy importante. La Revolución Francesa representa la conquista de los derechos sociales y políticos en Europa. En diálogo con instituciones democráticas bien arraigadas, los franceses siguen defendiendo la democracia en las calles. Las cifras son remarcables: en París se celebra de media una manifestación diaria todos los días del año.
En el comunicado de reivindicación de los atentados, el Estado Islámico justificaba los ataques a París por ser la “capital de la prostitución y del vicio”
Este derecho tan básico, este rasgo tan fundamental de la cultura francesa, es el que ha quedado suspendido tras los terribles atentados del pasado 13 de noviembre. La prohibición de manifestarse se ha alargado hasta finales de mes como medida de seguridad preventiva ante la cumbre del clima, en el marco del estado de emergencia decretado por el presidente Hollande. Extraño silencio impuesto en las calles de París, en unos días en los que se juega el difícil equilibrio entre los valores de seguridad y libertad.
En el comunicado de reivindicación de los atentados, el Estado Islámico justificaba los ataques a París por ser la “capital de la prostitución y del vicio”. Si es que hubiera alguna razón, París fue atacada pues por lo que representa. Como en el caso de Charlie Hebdo, también aquí el objetivo era simbólico. Se atacaba la libertad, la mezcla y los jóvenes de las ciudades europeas. Los atentados yihadistas posteriores en Mali, Nigeria y Camerún confirman el sinsentido de un terrorismo que no apunta exclusivamente a Occidente, pero los atentados de París demuestran que, como en tantos casos en la historia, la ciudad era objetivo y no simplemente campo de batalla.
Y, sin embargo, como dice Zygmunt Bauman, la ciudad es el lugar donde puede disolverse la hipotética guerra de civilizaciones. Es un laboratorio en el que se aprende y se practica el arte de convivir con la diferencia. En ella, las categorías abstractas de civilizaciones extranjeras se convierten en seres humanos individuales con los que interactuamos diariamente: el taxista, el vecino, el padre de la escuela, el vendedor de flores, el compañero de trabajo o el propietario del súper del barrio. En la ciudad, la idea abstracta de lo desconocido se encarna en personas como nosotros, disipándose así los temores a lo diferente. Lejos de ser el problema, la ciudad puede ser entonces parte de la solución. Con los atentados, los terroristas buscan atacar este espíritu y provocar una sobrerreacción que lleve al corazón de Europa un choque entre Occidente y el Islam que los justifique.
En París, como en la mayoría de las ciudades europeas, las diferencias culturales conviven en un delicado equilibrio. Una creciente clase media de origen árabe y africano se mezcla con el resto de la población y contribuye con sus prácticas diarias a redefinir los contornos de la ciudadanía francesa. Y, sin embargo, una minoría significativa de sus antiguas colonias sigue viviendo relegada en las periferias, víctima de la discriminación social y policial. Hoy, el principal silencio de Francia sigue siendo la negación de la raza como factor constitutivo de su condición poscolonial.
(Artículo de Judit Carrera, publicado en "El País" el 24 de noviembre de 2015)
Il cosiddetto Stato Islamico ha i propri nuclei organizzati nelle nostre società. Ragazzi spesso cresciuti nelle case accanto alla nostra, alimentati da un odio inesauribile verso l’Occidente, i suoi costumi di vita, le sue libertà. Siamo in una guerra globale e l’Europa è uno dei suoi campi di battaglia. Ma è una guerra difficile da combattere: sappiamo dove sono le roccaforti dei fondamentalisti in Medio Oriente ma sappiamo poco o nulla del «nemico interno» che ha dimostrato di poterci colpire in ogni momento. Anche perché non ha alcuno scrupolo nel giustiziare persone indifese nei loro momenti di normalità e di vita quotidiana.
La Francia, per l’impegno militare in Siria, è diventata uno degli obiettivi principali. Ma le rivendicazioni e le minacce dell’Isis hanno detto chiaramente che nel mirino ci sono anche Roma e Londra. C’è l’Europa, c’è l’Occidente con i suoi valori. Parigi siamo noi, i morti della Capitale francese sono i nostri morti. Nessuno può volgere lo sguardo da un’altra parte.
La prima scossa deve arrivare dall’Europa politica e dalla comunità occidentale. Nessuno può combattere da solo la guerra all’Isis, serve un’assunzione di responsabilità collettiva per costruire una coalizione internazionale che decida gli strumenti più efficaci per rovesciare il Califfato, diventato centrale e punto di riferimento di tutto il terrorismo islamico. La strategia dei bombardamenti aerei e del sostegno ai combattenti anti Isis ha dimostrato di essere insufficiente. C’è bisogno di una svolta che coinvolga pienamente gli Stati della regione nella lotta all’Isis. Che va isolato e colpito.
Questa svolta non può non riguardare anche il nostro governo che finora si è impegnato solo parzialmente nel sostegno alle forze alleate sul campo. «Non faremo sconti, non consentiremo che chi ci attacca resti impunito», ha dichiarato il presidente della Repubblica francese Hollande. Molto giusto. Ma proteggeremo molto meglio i cittadini europei, quelli di Londra, quelli di Parigi, quelli di Roma (che vivranno tra poco l’evento mondiale del Giubileo) se l’indispensabile innalzamento del livello di sicurezza sarà attuato tenendo saldi i nostri principi e i nostri valori di libertà. È un sentiero stretto ma possiamo riuscirci.
Dopo la notte di Parigi, per molto tempo, nulla potrà essere come prima. Lo sappiamo. Ma sappiamo anche che quello che non potrà cambiare è la nostra forza nel reagire alla violenza e all’intolleranza senza sconfessare noi stessi.
(Editorial de Luciano Fontana, publicado en “Corriere della Sera” el 16 de noviembre de 2015)
Anteayer lunes empezó un nuevo 6 de octubre, la historia se repite. En efecto, el 6 de octubre de 1934 es una fecha mítica en la política catalana. “Todo acabará como el 6 de octubre” o “que no tengamos otro 6 de octubre”, son frases comunes en Cataluña, entre enterados no hace falta añadir más. Pero, ¿qué pasó el 6 de octubre de aquel año? En plena II República, tras perder las izquierdas las elecciones de 1933, los republicanos moderados de Lerroux necesitaron para formar Gobierno la ayuda de la CEDA, el partido mayoritario de las derechas dirigido por Gil Robles. Ante tan natural eventualidad, resultado de las urnas, se intenta una rebelión contra la República que sólo cundirá durante unos días en la cuenca minera de Asturias, siendo reprimida brutalmente por un ejército en el que destacó el general Franco.
Por su parte, en Barcelona, el presidente Companys aprovechará la ocasión para romper con la Constitución republicana y la legalidad española proclamando la República catalana. Era al caer la tarde del 6 de octubre. La cosa duró unas horas, hasta avanzada la madrugada los sublevados no se rindieron. El general Batet, capitán general de Cataluña, fusilado por orden de Franco durante la guerra por seguir siendo leal a la República, cumplió las instrucciones del Gobierno legítimo de Madrid y puso fin al patético levantamiento de Companys.
El lunes pasado, 9 de noviembre de 2015, se ha iniciado un nuevo 6 de octubre, ese mito de la política catalana. Si no lo querían, si lo intentaban evitar, ahí lo tienen. Nunca la historia se repite del mismo modo, ni tampoco es seguro que las tragedias se repitan como farsas, tal como dijo Marx. Por ejemplo, en este caso, ambos acontecimientos son una farsa, aunque en 1934 algunos inocentes murieron en la refriega mientras algunos culpables escapaban hacia Francia por las alcantarillas de Barcelona. Veremos cómo acaba el 6 de octubre actual, un 6 de octubre posmoderno, adaptado a las nuevas circunstancias.
Este nuevo 6 de octubre no ha sido inesperado, estaba previsto en la evolución política de los últimos años, en los informes del Consejo para la Transición Nacional, en las declaraciones de ciertos políticos. No ha habido sorpresas salvo una: se han atrevido a dar ese paso sin obtener mayoría en las elecciones de septiembre. Tanto hablar de elecciones plebiscitarias y, luego, cuando los comicios se pierden como plebiscito, lo que importa son los escaños, es decir, se interpretan como unas elecciones parlamentarias. Sabíamos que no eran leales a la Constitución, a las leyes, a la verdad histórica, a la realidad económica. Ahora sabemos también que no son leales ni a su palabra, su fin justifica siempre todos los medios, sólo merecen desconfianza, la historia los pondrá en su lugar.
La mejor crónica del 6 de octubre de 1934, absolutamente magistral, está escrita por el periodista Gaziel, publicada en La Vanguardia al día siguiente de acabar aquel grotesco golpe a la democracia. Léanla, se la recomiendo vivamente, puede consultarse por Internet en la sección Hemeroteca del citado periódico y en la recopilación de sus artículos Tot s'ha perdut, llevada a cabo por Jordi Amat para RBA.
Pero quien quiera entender bien la coyuntura de aquella época, el ambiente que se respiraba entre las élites políticas que gobernaban la Generalitat, los periodistas afines, los políticos de ERC y de Estat Català, la razonable postura de Madrid, es decir, quien esté interesado en comparar el 6 de octubre de 1934 con el actual y, a pesar de la distancia en el tiempo, advertir las múltiples semejanzas, el mejor libro de consulta es el dietario de Amadeu Hurtado Abans del sis d'octubre, publicado por primera vez en 2008 por la editorial Quaderns Crema, a iniciativa de los nietos del autor. Un libro luminoso.
Hurtado fue una personalidad de la época, republicano y catalanista, gran abogado, culto, buen escritor y con independencia de criterio. Ahí no está la crónica del 6 de octubre sino la crónica de sus causas inmediatas, una mirada de primera mano a la estupidez, ignorancia, fanatismo y frivolidad de unos protagonistas que se parecen mucho a los actuales. En efecto, los Companys, Dencás y Badías de entonces no eran distintos a los Mas, Forcadell, Romeva, Gabriel y Junqueras de ahora. Lean, por favor, comparen: idénticos.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 11 de noviembre de 2015)
El Parlament votó este lunes, por 72 a 63 votos, la resolución independentista que es tanto un telegrama de Declaración Unilateral de Independencia como un ejercicio de contorsionismo para que los diez diputados de las CUP permitan la investidura del candidato de Junts pel Sí. Pero por la tarde Artur Mas ya reconoció que sin investidura el llamado proceso quedaría encallado.
Vamos por partes. Tanto la resolución como el discurso de Mas parten de un punto de partida falso: que el 27-S fue un mandato democrático para ir hacia la independencia exprés. Y no es así. Por mucho que Mas se esfuerce (y es aplicado) el 47,8% no es el 51%. Y la mayoría parlamentaria de 72 diputados faculta -si realmente existe- solo para gobernar de acuerdo con el Estatut. Y en todo caso promover su reforma para lo que necesitaría 17 diputados mas (los dos tercios del Parlament). No para otra cosa.
Y los problemas no se acaban aquí. Como bien dijo Mas sin gobierno es imposible ir hacia la independencia. Un barco sin capitán no sale del puerto. Y, vista la frialdad ayer de la CUP, lo mas probable es que Mas no sea investido ni mañana ni el jueves. No sería del todo anormal en un momento normal pero si lo es cuando lo que se pretende es nada menos que romper un Estado de la Unión Europea. Ir hacia la independencia saltándose la legalidad sería siempre un error pero presumir del proyecto sin mayoría para la investidura puede llevar no solo al fracaso sino al ridículo.
Y hay un fallo conceptual mayúsculo. En el discurso de Mas hubo cosas sensatas como afirmar que el 47,8% del 27-S es una enmienda a la Constitución. Una enmienda sí, una autorización para derribarla no. Y la queja de que la inversión del Estado será este año (y muchos) muy inferior al peso de Catalunya en España (9.5% frente al 16% de población y el 19% de PIB) es si un agravio permanente. Pero eso no justifica el tono altanero con el que Mas habla de España. Catalunya no es un país extraordinario, uno de los mejores del mundo, en el que todo lo que va mal es por culpa de España, una democracia de baja calidad. No es así. No ha habido ningún presidente español que haya confesado cuentas en Andorra y cuyo hijo -sin oficio conocido salvo la intermediación- tenga una flota de coches de lujo.
Es evidente que a España le cuesta aceptar que Catalunya es una nación y/o que desea mas autogobierno pero ni de eso -ni de lo que los catalanes votaron el 27-S- se infiere que la separación es la solución. En este asunto en Catalunya hay un empate interno difícil de resolver, entre otras cosas porque los independentistas lo orillan. En España cuesta admitir que un mayor autogobierno, como el de Euskadi, podría ser algo a explorar. Y la negativa de Mas o Mariano Rajoy a admitir la complejidad ha llevado al actual choque de trenes. Aunque ahora el Parlament declarando que quiere saltarse la legalidad ayuda a Rajoy. No tiene ya que justificar la ausencia de diálogo durante toda una legislatura, le basta repetir una obviedad, que la democracia es el respeto al Estado de derecho.
Mas y la mayoría independentista se encerraron con su único juguete. Tendrá consecuencias negativas para todos. Bastaba con leer la encuesta de este periódico el domingo. Solo el 35,6% apoya la desobediencia. Catalunya será lo que quieran los catalanes pero por amplias mayorías, minimizando el enfrentamiento interno y sin hacer de trilero al decir que el 47,8% es un mandato democrático en unas elecciones convocadas como plebiscitarias. Si es una enmienda a la España actual y a la cerrada actitud del PP pero no un mandato para romper España.
(Artículo de Joan Tapia, publicado en "El Periódico de Catalunya" el 10 de noviembre de 2015)
Contra la figura hierática de don Tancredo en la plaza de toros ya hizo los debidos comentarios, no indebidamente elogiosos, José Bergamín. También el presidente Mariano Rajoy se ha llevado por su actitud no menos estólida ante la intentona golpista de los nacionalistas catalanes comentarios desfavorables, muchos de los cuales muestran impaciencia razonable, otros franco sectarismo (si no tiene la culpa también de esto el Gobierno popular, ¿quién la va a tener?) y algunos, como los de Ximo Puig, apuntan cierto bloqueo de las funciones de cerebración superior, por decirlo amablemente. Las más comprensibles de estas críticas señalan que Rajoy no solo debía haber recordado la ley y sus profetas, lo que está muy bien, sino directamente hacerla cumplir, sobre todo en un caso de flagrante ilegalidad como la consulta del 9-N. Otros señalan que no debió atrincherarse en la legalidad (incluso hay quien opina que no debió “amenazar” con hacer cumplir la ley, lenguaje extraño en una democracia), sino ofrecer un diálogo que aportase a los sediciosos cierta comprensión, soluciones imaginativas y propuestas ilusionantes, como mandan los cánones. Del contenido concreto de estas generosas alternativas no se dice demasiado, o más bien nada. Está claro que Rajoy debía haber ofrecido algo, pero no está claro (ni oscuro: no está) el qué.
Supongamos, si no lo entiendo mal, que, según el PSOE, el Gobierno debía haber ofertado una reforma constitucional como la que ahora ese partido propone en su programa electoral para el 20 de diciembre. Dejemos a un lado los aspectos de tal reforma —en la que sin duda hay cosas interesantes— que no afectan directamente al Asunto por excelencia, la organización territorial del país y la unidad de España, puesto que solo estas cuestiones interesan al nacionalismo insurgente. Según dice el borrador publicado en este periódico, el PSOE se compromete a “reconocer las singularidades de distintas nacionalidades y regiones y sus consecuencias concretas: lengua propia, cultura, foralidad, derechos históricos, insularidad, organización territorial o peculiaridades históricas de derecho civil”. O sea, más o menos lo que hay ahora y que nos ha traído a la conflictiva situación actual. No veo que nadie niegue la lengua propia de las autonomías (el problema más bien es que se respete el castellano en la enseñanza de algunas de ellas), ni la insularidad de las islas (que resulta bastante evidente, a mi juicio), ni la cultura de las nacionalidades y regiones, es decir, de los ciudadanos que son quienes hacen cultura en todas partes. La foralidad, los derechos históricos, etcétera, también están, ay, reconocidos ya, lo cual da lugar a privilegios en unos casos y equívocos en otros, lo que es inevitable cuando se admiten constitucionalmente derechos prepolíticos.
Ni siquiera se plantea si esos atavismos han de conservarse solo si favorecen al país entero y no en cualquier otro caso, lo cual sería un verdadero cambio. La novedad es que se incluirá en la Constitución el nombre de todas las comunidades autónomas, lo cual podría complementarse con el de todos los ríos, montes y playas de nuestro bello país, ya puestos. A no ser que se pongan aduanas entre las comunidades, para asegurar que nadie se distrae de la singularidad de cada una. Me imagino los carteles en carreteras, estaciones y aeropuertos: “Ya está usted en el País Vasco: póngase su txapela”, “Llega a la Comunidad Valenciana: la paella, declarada bien comestible de la humanidad”, “Estamos en Andalucía: recoja sus castañuelas en ventanilla”, etcétera. Por no hablar de la genialidad de que todas las lenguas cooficiales puedan utilizarse en todas las comunidades sin discriminación, babelización absurda que desconoce o minusvalora la ventaja, no ya cultural sino política,de tener una lengua común que sirve para entenderse a los ciudadanos de todas partes en el Estado, sea cual fuere su lengua materna.Publicidad
En vez de dedicarse a sacralizar o inventar singularidades para dar gusto a los narcisistas de las pequeñas diferencias (Freud dixit), resulta más útil explicar los elementos compartidos en que se basa nuestra ciudadanía. Cuando se pregunta a intelectuales no nacionalistas que justifiquen su opinión, responden: a) “A mí no me gustaría que Cataluña se separase de España”, potente argumento al que Romeva o Mas pueden contestar que a ellos sí. b) “A los catalanes les iría económicamente peor separados”, que es como tratar de disuadir a un atracador diciéndole que el dinero mal habido no da la felicidad. c) “¡La unidad de España!”, muy bien, pero ¿por qué es importante? La confusión interesada entre identidad cultural e identidad política es la base de todo nacionalismo. La identidad política, o sea la ciudadanía que da el Estado de derecho, siempre permite numerosas opciones culturales entre las que cada cual perfila a partir de lo común su identidad propia. Ese derecho a decidir es de los individuos, no de los territorios: si un territorio tiene derecho a decidir por su cuenta, los demás ciudadanos ven mutilado el suyo. Queremos ser ciudadanos por entero y, por tanto, no españoles a medias. Los nacionalistas pretenden que el área de la que han decidido apropiarse es una nación sin Estado (con derecho a tenerlo); los antinacionalistas defendemos un Estado sin naciones, es decir, sin miniestados dentro del Estado.
¿Qué son esas entidades fabulosas de las que hablan los nacionalistas? El maestro de sociólogos Juan José Linz escribió: “El tema de las diversas aspiraciones culturales y/o políticas queda generalmente definido con el uso de expresiones genéricas como los vascos o los galeses, o de términos como la nación vasca, el pueblo vasco, el grupo étnico y demás. Son pocos los intentos para definir de modo más preciso a qué aluden dichos términos, qué características definitorias se emplean para incluir a alguien en esas categorías y cómo verificar el grado en que una entidad colectiva de esta índole es una realidad, experimentada como tal por sus presuntos miembros”. Eso aclara por qué Pujol dijo de Borrell que era “un señor nacido en Cataluña, no un catalán”, Carme Forcadell considera “no catalanes” a los votantes de C’S o el PP, y el inefable Arzallus aseguró en una entrevista que yo no soy vasco “porque mi padre era notario y los notarios no son de ninguna parte”. Todos ellos tienen razón, porque ser “catalán” o “vasco” para un nacionalista no depende de rasgos culturales o biográficos, sino de la adhesión al ideal separatista de romper la ciudadanía estatal. Los no nacionalistas que siguen hablando de “lo que quiere Cataluña” o de que “los catalanes se sientan a gusto” confirman la ideología nacionalista sin saberlo.
“¡Y se terminó la broma!”, dijo optimista García Albiol. Ojalá, pero por desgracia la broma continúa. Uno se desespera de ver a tantos jóvenes emburrecidos por la alfalfa nacionalista, convencidos de que “nos quieren quitar lo de aquí” y que todo lo malo llega porque no son independientes, es decir, puros y buenos salvajes. ¿Cómo acabará esto? No sé cómo, pero en cambio estoy seguro de que acabará mal. Aplico uno de los estupendos aforismos de Jorge Wagensberg: “Hay cosas que acaban mal porque, si no, no acaban”. Pues eso.
(Artículo de Fernando Savater, publicado en "El País" el 9 de noviembre de 2015)
Como la prudencia aconsejaba, el Tribunal Constitucional (TC) no pone dificultades a que se celebre la sesión plenaria del Parlamento de Cataluña sobre la ruptura con la legalidad planteada por los grupos de Junts pel Sí y de la CUP. Era muy delicado limitar la libertad de los diputados para discutir y votar sobre un asunto político, aunque se trate de un propósito tan abiertamente inconstitucional como una declaración separatista. Suspender un acto parlamentario a priori habría ido en contra de la propia doctrina del Constitucional, sin perjuicio de que se adopte esa decisión a posteriori si llega a producirse, en respuesta al recurso ya anunciado por el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy.
Es indudable que la suma parlamentaria de Junts pel Sí y la CUP no les da legitimidad ni derecho a saltar por encima de la voluntad de la mayoría de los catalanes, obligando al Parlament a endosar la idea de que ni esta Cámara ni el proceso de desconexión democrática están supeditados a las instituciones del Estado español; que el futuro Govern ha de cumplir “exclusivamente” las normas y mandatos emanados de la Cámara catalana, y que en el plazo de un mes empezará la redacción de una legalidad diferente de la española y construida a la medida de los independentistas.
De este modo pretenden dar el salto cualitativo de enfrentar la legitimidad del Parlamento de Cataluña con la de las instancias representativas del conjunto de los españoles, buscando un cuerpo a cuerpo que solo desea una parte —y no mayoritaria— de los catalanes. Pero el Constitucional hace bien en no aceptar las medidas cautelares solicitadas para impedir la discusión y voto de la declaración de independencia.
Los miembros del alto tribunal están demostrando inteligencia al hilar tan fino, haciendo patente que la democracia se ejerce hasta las últimas consecuencias. No menos elogiable es la habilidad de tomar sus decisiones sobre el conflicto independentista por unanimidad, lo cual refuerza la solidez de sus actuaciones y le sitúa como pieza clave del futuro inmediato.
El TC ya demostró esa misma voluntad positiva en marzo de 2014 cuando, al tiempo que declaraba contraria a la Constitución una resolución anterior del Parlamento de Cataluña —por la que pretendía conferir al pueblo catalán la condición de “sujeto político y jurídico soberano”—, diseñó una vía de salida al conflicto planteado. Sin reconocer otra soberanía que la del pueblo español en su conjunto, el alto tribunal descartó que la Constitución sea un muro impenetrable y la presentó como un cauce para que se exprese la voluntad popular. Y dijo más: las referencias al “derecho a decidir” contenidas en esa misma resolución son “una aspiración política” a la que puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional. En otras palabras, hay salida: pero no con golpes al Estado como los pretendidos por los independentistas.
Hay que sostener esa misma línea de actuación frente a un desafío tan primario como el lanzado desde la candidatura de Artur Mas y la de la formación radical CUP, a la que aquel pretende ofrecerle la votación del lunes en prenda de una investidura que se resiste al presidente en funciones de la Generalitat.
(Editorial de "El País", publicado el 6 de noviembre de 2015)
Desde hace unos meses la auditoría de las administraciones públicas ha pasado de ser uno de los grandes olvidados de nuestro sistema institucional a ser objeto de un intenso debate político. A los que trabajamos en auditoría este fenómeno nos genera sensaciones encontradas. Es un rayo de esperanza, que podría permitir avanzar por fin hacia un modelo de control de gestión en el sector público similar al del mundo privado, oscurecido a su vez por los errores que se están produciendo.
Hay un primer fallo, típico también en las auditorías de las empresas, que es pensar que todas las auditorías son iguales. Hay muchos tipos de auditorías, cada una con una función determinada, lo que delimita claramente qué podemos y qué no podemos saber a través de ellas. Salvo un muy reducido tipo de auditorías, las que usan técnicas forensic, que ayudan a la detección del fraude, éste no es su fin principal y suelen estar planificadas para detectar problemas importantes, pero no esos. La eficiencia, la transparencia, la reducción de costes, la correcta asignación de recursos sí que son sus objetivos. Desde este punto de vista, efectivamente, son un arma política muy eficaz, pero no para utilizarla contra el enemigo, sino para ayudar, con una clara vocación constructiva, a cumplir los programas políticos y a rendir cuentas adecuadamente ante los ciudadanos.
Otro de los problemas está relacionado con el desarrollo asimétrico que han vivido los sistemas de control de lo público y lo privado. Mientras que en el sector privado las sucesivas crisis del último siglo han impulsado el desarrollo de dos sistemas de control paralelos y complementarios – uno interno y otro externo-, en el sector público el control externo, el que ejercen personas e instituciones independientes, sigue siendo mínimo y ejecutado a destiempo, sobre todo en la administración municipal. Por eso, mientras que en España se tiene que auditar cualquier empresa mediana, un ayuntamiento como el de Madrid, con un presupuesto consolidado de más de 4.000 millones de euros, no se audita externamente cada año al no exigírselo la Ley.
Alguien podría decir que sí que hay control externo en la Administración, que para eso están los tribunales de cuentas y el resto de órganos de control externo (OCEX). Pero esa misma persona tendría que reconocer que estos órganos nunca han contado con la estructura y los recursos necesarios, y que en muchos casos se crearon sin suficiente apoyo político, hasta el punto de que con la crisis se decidió suprimirlos en algunas comunidades autónomas por considerarse –en lo que constituye un enorme contrasentido- centros de gasto.
A pesar de estos problemas, las luces son más importantes que las sombras. El interés que la transparencia está generando en nuestra sociedad ya se está plasmando en iniciativas legales que van en la dirección correcta. La mayoría de ellas son de carácter voluntario. El ejemplo más significativo en este caso sería el ayuntamiento de Barcelona que, sin que ninguna ley nacional o autonómica le obligue, la lleva a cabo desde hace muchos años con el objetivo de reducir el coste de su deuda. La Comunidad Navarra es también otro buen ejemplo.
Pero también hay avances que sí que conllevan cambios normativos de obligado cumplimiento. El más importante es el régimen jurídico de control interno de las entidades del sector público local cuya aprobación es inminente. Esta nueva normativa va a suponer una notable mejora en el control externo de miles de entidades públicas del ámbito local. La figura central de este control son los interventores de los ayuntamientos pero, al mismo tiempo, se facilita la colaboración público-privada cuando se estime necesario, que va a ser fundamental sobre todo en los casos en los que se requieren técnicas y conocimientos que los auditores privados manejan con más eficiencia y experiencia que nadie.
Aunque éste será un paso muy relevante, para acercarnos al modelo ideal, quedarían pendientes numerosas medidas. La más importante es la auditoría externa obligatoria de los ayuntamientos de mayor dimensión. Con el nuevo régimen de control interno los interventores municipales llevarán a cabo auditorías de las entidades antes mencionadas, pero ¿quién controla cada año las cuentas de los ayuntamientos que son firmadas por ellos? Si estas cuentas no se someten al mismo control, el sistema quedará cojo.
Desde luego, los OCEX deberían de jugar un papel principal en este control, pero ahora mismo ni la ley ni los recursos financieros que reciben se lo permiten. Del mismo modo, hay importantes lagunas legales que lo imposibilitan. Por ejemplo, para poder auditar correctamente a los grandes municipios habría que regular el alcance de los trabajos de auditoría del sector público, delimitar bien sus objetivos y alcances, desarrollar la normativa técnica a aplicar y crear un sistema de control de calidad como en las auditorías privadas. Como en tantos otros temas claves en sociedades tan sofisticadas como la nuestra, tenemos que dedicarle más recursos. Tenemos un cambio cultural que gestionar entre nuestros políticos, nuestros empresarios y nuestros funcionarios. Y tenemos unas elecciones generales, unos programas electorales y una nueva legislatura que son una oportunidad perfecta para responder a este reto. Ojalá el nuevo Gobierno recoja el guante.
(Artículo de Mariano Alonso, publicado por "El País" el 30 de octubre de 2015)
En la ciudad de Milán, siempre hermanada con Barcelona, se produjo en 1947 un acontecimiento recordado en los anales como un buen ejemplo del eterno dilema entre el realismo político y la fuga hacia adelante.
Derrotado el fascismo, los partisanos habían entregado las armas, siguiendo la consigna del comité de liberación nacional. Dueños de no pocas ciudades del norte y del centro del país, las brigadas dominadas por los comunistas podían haber intentado proclamar una república socialista independiente, pero pisaron el freno para evitar una casi segura guerra civil. Optaron por la integridad de Italia, a cambio de un papel relevante para la izquierda en la nueva constitución.
Eran meses de pacto y de intensa pugna. A la Democracia Cristiana no le bastaba con el desarme de las brigadas partisanas. También quería que sus comandantes dejasen de ocupar puestos de mando administrativo con unidades de policía a sus órdenes. En noviembre de 1947, el ministro del Interior destituyó al prefecto (gobernador civil) de Milán, Ettore Troilo, jefe partisano de brillante historial. Hubo protestas y un grupo de militantes comunistas ocupó la prefectura de Milán, en señal de desobediencia y desconexión con el nuevo poder blanco.
Ocupado el palacio gubernamental, el jefe los comunistas milaneses, Gian Carlo Pajetta, llama a Roma: "Compagno Togliatti, te comunico que tenemos la prefectura de Milán en nuestras manos". Silencio en la línea. Palmiro Togliatti, glacial, responde: "¿Y qué piensas hacer con la prefectura de Milán?". Ligero carraspeo del joven Pajetta, que esperaba un ¡bravo! desde el otro extremo de la línea. Consigna del secretario general: "Mira de salir cuanto antes, sin hacer el ridículo".
2015. En la Barcelona posmoderna, turística, gestual, teatral y fuertemente radicalizada por la crisis económica, los principales dirigentes de la amplia pero fragmentada corriente independentista acaban de tomar la decisión de asaltar la autoridad del Estado español con un papel.
Posmodernidad es simulación constante. No es nada extraño que una de las primeras decisiones de la nueva presidenta del Parlament de Catalunya y de sus amigos, después del brioso vítor en favor de la República catalana, fuese hacerse una selfie como recuerdo de un día tan señalado.
Una selfie premonitoria. Autorretrato del año de las emociones fuertes, mientras desahucian a los primos convergentes. Ese es el estilo que viene. Esa es la primera y más verídica declaración de intenciones de la futura clase dirigente catalana, llamada a sustituir a quienes estas semanas son objeto de registro policial.
La posmodernidad admite ironías que eran casi inimaginables en los momentos más dramáticos del siglo XX. Un parlamento que no se pone de acuerdo para elegir al nuevo presidente del Ejecutivo, después de unas elecciones que han dividido en dos la sociedad catalana, se propone aprobar de manera inmediata una moción de desobediencia al Tribunal Constitucional y a las principales leyes vigentes, anunciando la próxima instauración de una República catalana, sobre la que la mayoría de los electores no se ha pronunciado, puesto que no figuraba en el programa de la coalición vencedora.
No se sabe si habrá presidente -o presidenta- en los próximos setenta días, y ya se plantea un programa de ruptura, con una República que no constaba en el programa electoral vencedor. Una República no es poca cosa, incluso en la posmodernidad. Estamos ante una situación verdaderamente insólita en las democracias europeas. Fuga hacia adelante a toda castaña.
En paralelo a esta nueva aceleración táctica del independentismo exprés -insisto, no apoyado de manera explícita por el mandato de las urnas-, la policía registra el domicilio del hombre político más relevante en Catalunya en los últimos cincuenta años y el de diversas personas directamente relacionadas con el partido gubernamental, en busca de pruebas que demuestren el cobro de comisiones por la concesión de obras públicas; el famoso 3%, inscrito ya de manera indeleble en la cultura popular.
Mientras la declaración de independencia exprés entra en el registro del Parlament, las televisiones difunden imágenes de la colección de coches de lujo de uno de los principales investigados. El trallazo en la opinión pública es fenomenal. En Catalunya y en toda España.
Cuando la política se complica sugiero siempre un ejercicio: intentar explicar lo que está pasando a un amigo extranjero. Voz alta, distancia y traducción. Ayer lo hice y llegué a la conclusión de que el grupo dirigente catalán ha decidido la fuga hacia adelante, preso de una doble angustia: la enorme resistencia de la CUP a la investidura de Mas y el temor a una posible desintegración de CDC, ante el salto de cualidad de la investigación judicial, que podría estar contando con nuevos e insospechados informantes.
La situación catalana cambia de rasante. Y el Partido Popular no desaprovechará ni un minuto para reafirmarse como Partido Alfa. El voto catalán derrotó al PP en el 2004 y el 2008. Esta vez, la angustia del partido gobernante catalán podría servirle en bandeja la campaña electoral.
La fría pregunta de Togliatti aún tiene sentido: ¿Y qué pensáis hacer después de la declaración?.
Aunque también podría plantearse en Madrid: ¿Y qué pensáis hacer después del artículo 155?
(Artículo de Enric Juliana, publicado en "La Vanguardia" el 28 de octubre de 2015)
No conocía al actor Viggo Mortensen ni de nombre, tal es mi desconocimiento del cine actual. Pero fue entrevistado en La Vanguadia hace unos días y una respuesta me llamó mucho la atención. Se le preguntaba: “¿Qué admira en los otros?”. Y respondía: “El coraje moral, no dejar de hacer o de decir lo que piensas por miedo a convertirte en enemigo de tus amigos o amigo de tus enemigos. No ser presa de ideologías, de ideas preconcebidas o de lo que piensen los demás sobre ti”. Siempre leeré las entrevistas o los escritos de Mortensen, por lo visto un gran actor, en cualquier caso, un tipo decente.
Cuando se dice que, a consecuencia del proceso separatista, la sociedad catalana está partida por la mitad, dividida y fracturada, no significa que haya dos bandos claros en continua lucha entre ellos sino que en un bando ha faltado y, con excepciones, sigue faltando, coraje moral, es decir, arrestos suficientes para que en un tema, un solo tema, el monotema, decir lo que se piensa sin miedo a que te pueda convertir en enemigo de tus amigos o amigo de tus enemigos.
En una sociedad liberal, las ideas de cada uno no pueden ser objeto de coacción alguna y pueden expresarse con total libertad. Por tanto, no hace falta coraje moral, decir lo que se piensa es lo normal. En la mayoría de las cuestiones, la sociedad catalana es liberal: uno puede ser lo que quiera, opinar como le dé la gana, ser de derechas o izquierdas, religioso, ateo o agnóstico, heterosexual u homosexual, es liberal en todo menos una cosa: en el nacionalismo, la identidad, la lengua catalana, ahora la independencia, todo eso.
En este punto, media Cataluña es profundamente antiliberal y a quienes no piensen en voz alta como ellos, es decir, de acuerdo con los cánones oficialmente prescritos, se les deforman sus ideas hasta extremos grotescos, se les amenaza para infundirles miedo y, si no rectifican su conducta, de forma directa o indirecta, genérica o concreta, se les expulsa de la comunidad. Esto es así hoy, esto es así desde hace muchos años.
Un ejército de escribanos al servicio del régimen, amparados en el poder autonómico y con grandes medios a su disposición, se encarga de ello. Y como los que deberían hablar callan, el resto de la sociedad, en sus relaciones privadas, calla también y, en muchos casos, da la razón a esta virtual mayoría que, al final, lo acabará realmente siendo. Es la tan famosa, como mal entendida, “espiral del silencio”.
En efecto, la espiral del silencio es un proceso mediante el cual un punto de vista llega a dominar la escena pública cuando los demás —aunque al principio sean mayoría— abandonan y enmudecen. En este sentido, como sostenía la socióloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann, en una contienda gana quien tiene más “energía, entusiasmo, ganas de expresar y exhibir sus convicciones”.
No hay duda que la escena pública catalana ha sido protagonizada durante décadas por los nacionalistas, de unos u otros partidos, y los demás, con excepciones, han ido transigiendo y acomodándose a la situación con la solidez y aguante del membrillo, es decir, con la moral baja, el ánimo decaído, los complejos a flor de piel y admitiendo culpas imaginarias. En estos casos, al final, siempre vencen los más enérgicos, los que están impulsados por un ideal claro, los dotados del ímpetu que suministra la virtù maquiaveliana.
Durante 35 años, se ha ido creando una situación en la que muchos catalanes han cambiado de ideas y han entrado en el consenso nacionalista, entre otras, por dos conocidas razones: apuntarse al bando que creen vencedor y tener miedo a quedar socialmente aislado. Para conseguirlo, los nacionalistas han seguido una vieja estrategia: primero, intentar persuadir, si no es suficiente, amenazar y, por fin, excluir. La exclusión de algunos irradia a los demás para que el miedo psicológico se interiorice y mute en convencimiento. De ahí la ampliación del consenso nacionalista.
Entre quienes pueden ser escuchados en Cataluña, el miedo ha vencido al coraje moral, esa gran virtud, tan admirada por Viggo Mortensen. No es extraño, pues, que los sin voz ni siquiera se atrevan a hablar del monotema con los amigos, compañeros de trabajo, familiares. Una triste y anormal situación, muestra de la precariedad democrática de Cataluña. Un foso del que no será fácil salir.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 14 de octubre de 2015)
Podría ser una viñeta de El Roto. En la esquina de arriba, un representante del poder, un tipo grande y gordo, se dirige, amenazador, a un hombrecillo que desde el rincón inferior del cuadro no se atreve, atemorizado, a abrir la boca: “¡que te calles!, ¡te tengo dicho que no quiero ni oír hablar de la espiral del silencio!”, le increpa a voces. Podría ser una viñeta humorística, pero desgraciadamente también es real. Quienes han mencionado, con esa misma o con otra expresión, la existencia de una intimidación a quien discrepa de las ideas hegemónicas hoy en el espacio público catalán, se ha encontrado, de inmediato, con toda la artillería del oficialismo (desde los desmentidos sin contenido alguno a las burlas, pasando por las insidias ad hominem).
De un tiempo a esta parte, no obstante, se ha añadido a ese tipo de argumentos otro, que se pretende más elaborado. Es el que se podría sintetizar en la afirmación de que el victimismo ha cambiado de bando. Ahora, razonarían los ideólogos del nuevo tópico, los antiguos victimistas habrían abandonado su antigua condición de adictos al agravio para mutar en esperanzados ciudadanos que, llenos de alegría, habrían rechazado continuar anclados en la negatividad y habrían emprendido, decididos, el camino hacia la felicidad colectiva representada por la independencia.
El lugar que ellos habían dejado vacante lo habrían ocupado los antiguos autores de los agravios, que, siempre según este peculiar razonamiento, se estarían dedicando ahora a aparecer, de manera interesada, como las nuevas víctimas. En consecuencia, cualquiera de las críticas que estos victimistas sobrevenidos pudieran formular al poder soberanista, incluida la de la intimidación, deberían entenderse bajo esta clave, a medio camino entre el oportunismo y la psicopatología del que tiene mal perder o vive atenazado por la manía persecutoria.
Dejemos al margen que tales argumentaciones en ocasiones parezcan más próximas a la autoayuda que a una teorización de la presunta utopía disponible, con ese empeño en considerar la alegría y la felicidad que exudan las personas reunidas en grandes concentraciones de masas como un valor político fuera de toda duda (por cierto, ¿quién dijo lo de la “España alegre y faldicorta”?), o como si la búsqueda de ese estado de ánimo que en la jerga autoayudesca se denomina “positividad” constituyera un fin último indiscutible.
Pero lo criticable del victimismo como actitud política no es tanto que quien se presenta como víctima exagere los agravios de los que es objeto, o incluso se los invente para obtener un rédito electoral. El victimista se define por el hecho de que sistemáticamente, ocurra lo que ocurra, se coloca en el lugar de la víctima, lo que deja fuera de la definición a quien se lamenta o protesta por un particular daño recibido. Desde esta perspectiva, lo auténticamente grave es lo que escamotea la permanente instalación del victimista en la queja o, si lo prefieren, lo que esconde el constante alarde de la condición de víctima, que no es otra cosa que la asunción de responsabilidades.
Pero si esta es la naturaleza profunda del victimismo, entonces habrá que decir que la crítica a la actitud victimista tendrá desigual importancia, según los casos, resultando en alguno de ellos particularmente necesaria y justa. ¿En cuáles? En aquéllos en los que el victimismo es utilizado como una argucia del poder no solo para no hacerse cargo de sus propios actos, sino para endosárselos, en caso de que hayan generado efectos negativos, a otro u otros.
Eso es precisamente lo que buscó el nacionalismo catalán durante la larga etapa de gobiernos de Jordi Pujol. La gran ausente de la esfera pública catalana a lo largo de aquellos años fue la crítica política, sustituida de manera sistemática por un pseudodebate respecto a qué formación o partido estaba en mejores condiciones de negociar con (o plantar cara a, el lenguaje dependía del momento) Madrid, como si dentro de Cataluña no hubiera nada que criticar o lo que hubiera fuera en último término responsabilidad del gobierno central siempre. En todo caso, no puede decirse que la asunción de responsabilidad, en su variante de rendición de cuentas, haya hecho mayor acto de presencia en la segunda etapa en el poder del nacionalismo, ahora reconvertido al independentismo. A fin de cuentas, si algo quedó claro en la campaña electoral del pasado 27-S es que Artur Mas no estaba dispuesto a hacerse cargo de la gestión de su propio gobierno en la anterior legislatura.
¿A qué viene entonces que quienes todavía no han conseguido sacudirse el victimismo (y si hicieran falta pruebas complementarias, bastaría con recordar la sobreactuada reacción de los soberanistas tras conocerse recientemente la imputación de Artur Mas) pretendan proyectar la actitud victimista sobre el adversario? Es probable que dicha proyección constituya la última vuelta de tuerca de un discurso soberanista empeñado en empujar hacia el silencio al discrepante interior con diferentes argumentaciones, todas por completo descalificadoras, desde las morales (“a partir de ahora, de moral solo hablaremos nosotros”, ¿recuerdan?), a las económicas (ese “España nos roba” que situaba automáticamente en el bando de los simpatizantes, si no cómplices, con los ladrones a cualquier que osara cuestionar la gestión de los recursos públicos que hacía el nacionalismo), pasando por las políticas (“en estas elecciones no hay más opción que la independencia o la extrema derecha”: palabras recientes de Artur Mas en la última campaña que consagraban la etiqueta habitual de facha que en Cataluña se le coloca por menos de nada a cualquiera que no comulgue con el soberanismo). Descalificado de esta manera rotunda y absoluta el discrepante, ¿que podía resultar más fácil que desactivar la importancia de todas sus quejas tipificándolas como un ejercicio de victimismo?
Pero considerar victimista a cualquier víctima, sin introducir ningún criterio para distinguir quien incurre en dicha actitud para escapar de sus responsabilidades y quien denuncia, cargado de justicia y razón, el daño del que es objeto, acaba siendo un argumento que solo puede resultar de utilidad al poderoso, cuyos posibles errores, arbitrariedades o tropelías, podrían quedar sistemáticamente neutralizados a base de endosar la etiqueta de victimista a quien protestara por haberlas padecido. Piensen ustedes en las imágenes de los mayores horrores de los últimos tiempos, a esas expresiones de dolor y sufrimiento que más les puedan haber impactado. ¿Conciben mayor cinismo que el de que, en una situación así, los causantes de tanto daño le espetaran a sus víctimas un “venga, hombre, no me seas victimista”? Pues a la escala que sea, apliquen ese mismo razonamiento y extraigan las conclusiones correspondientes.
(Artículo de Manuel Cruz, publicado en "El País" el 19 de octubre de 2015)
Era 30 de abril de 1937 y un joven historiador catalán, Jaume Vicens Vives, decidió enviar a Manuel Azaña, “primer ciudadano de la nación”, un libro que recogía el “modesto fruto de mis últimos trabajos”. Escribía Vicens, apenas una semana antes de que en Barcelona estallara una guerra civil catalana dentro de la Guerra Civil española, que con aquel libro solo había pretendido contribuir desde su “posición de trabajo al esfuerzo colectivo que hoy realizamos todos los españoles —entre los cuales cabe contar a nosotros, los catalanes— para asegurarnos un porvenir, rico en promesa de libertad y cultura”. Y añadía que la obra que tenía el honor de ofrecer al presidente de la República era “hija directa de su política y de la comprensión que V. E. tuvo de los problemas catalanes. ¿Quién hubiera podido soñar, antes, en la publicación de una tesis doctoral, pensada y escrita en catalán, en la Universidad de Barcelona?”.
Cuando Vicens envió su carta a Azaña no habían transcurrido aún tres años de la agria disputa que le enfrentó a Antoni Rovira i Virgili, cuando este le reprochó desde La Humanitat la falta de “sensibibilitat catalanesca” que había mostrado en su trabajo sobre “La política de Ferran II durant la guerra remença”. Vicens le respondió con una carta abierta publicada en La Veu de Catalunya que si había prescindido “de l'esperit nacional en analitzar el regnat de Ferran II és perqué a la documentació de l'època no hi ha res que en revelés un estat de consciència nacional”. Con ello, establecía Vicens como norma inexcusable del oficio de historiador no sucumbir a esa falacia retrospectiva que consiste en proyectar sobre el pasado el espíritu nacional propio del presente si los documentos de la época no atestiguan de ninguna manera la existencia de tal espíritu.
Que esa posición de Vicens Vives no fue meramente circunstancial lo prueba bien que, pocos meses antes de su temprana y muy sentida muerte, escribiera en Serra d’Or que la “coacción romántica” seguía planeando sobre “les produccions dels nostres més eminents historiadors, algun dels quals arribá a confondre història romàntica amb història nacional”. Este es el mismo Vicens que en diciembre de 1956 había dirigido a la Juventut de Catalunya una llamada a formar la “Aliança pel Redreç de Catalunya” como piedra singular de la reordenación de Europa y de España; el mismo que, además de propugnar para España un “Estado federativo gradual”, aleccionaba a los jóvenes catalanes recordándoles que “el separatisme és una actitud de ressentiment col.lectiu incompatible amb tota missió universal”.
Pero aquel catalanismo que vinculaba la defensa del hecho diferencial catalán con la activa participación en las instituciones españolas, comenzó a hacer agua cuando en los primeros años del siglo XXI sonó la hora de la nacionalización del pasado por iniciativa de las nuevas clases políticas de las comunidades autónomas que, apoyándose en científicos sociales —historiadores, sociólogos, politólogos—, llegaron a la conclusión de que el consenso constituyente de 1978 había periclitado. No atreviéndose con la Constitución, en la que radicaba el fundamento de su poder, procedieron a reformarla por la puerta de atrás, asegurando que se limitaban a revisar los estatutos de autonomía cuando, en realidad, se afanaron en la elaboración de estatutos de nueva planta, basados en la generalizada afirmación de unas realidades nacionales que remontaban al origen de los tiempos.
Para legitimar esta operación no encontraron mejor recurso que nacionalizar cada cual el pasado de su propio territorio, en unos preámbulos construidos según el género de “érase una vez”. Científicos sociales, más o menos marxistas en sus años jóvenes, todos muy viajados y muy cosmopolitas, se convirtieron en fervientes nacionalistas, dispuestos a aportar su grano de arena a esos cuentos de hadas, sonrojantes para cualquier historiador, que son los preámbulos de los estatutos de autonomía de 2006/2007. De las nacionalidades y regiones de la Constitución se pasó a realidades nacionales de los estatutos, con la vista puesta en una próxima conversión de todas ellas en naciones.
Pues llegados a este punto, solo era cuestión de tiempo y oportunidad que las realidades nacionales se declararan naciones políticas en plenitud de soberanía exclusiva. Y no menos de esperar era que, como ya había ocurrido en 1931 y otra vez en 1978, los catalanes se condujeran como primogénitos: por su rica tradición de catalanismo político, por la constante acción nacionalizadora impulsada desde la Generalitat a partir de las elecciones de 1980, por la abundancia de asociaciones y plataformas creadas al servicio de la misma causa, y en fin, aunque no en último lugar, por la disponibilidad de un puñado de historiadores, que rápidamente se mostraron muy deferentes con el poder y muy solícitos a la hora de convertir una historia compleja en la más simple de todas las historias jamás contadas, la de España contra Cataluña.
Y así, requerido por el poder, acudió un plantel de historiadores a contar que ya desde principios del siglo XVIII, una nación, España, decidió exterminar por las armas a otra nación, Cataluña: la guerra de sucesión a la dinastía austriaca, liquidada con el triunfo de la dinastía francesa, se convirtió, por ese arte de birlibirloque en que son maestros los historiadores nacionalistas, en guerra entre dos naciones hechas y derechas, España y Cataluña: una invención en toda regla que habría merecido de Vicens la crítica que en su Noticia de Cataluña dirigió a “los historiadores románticos de uno y otro lado del Ebro” cuando presentaban lo ocurrido de 1705 a 1714 “desde un ángulo ajeno por completo al adoptado por aquellos antepasados nuestros”. Narrar el pasado respetando el ángulo adoptado por los antepasados es el arte y también la obligación del historiador. Pero si en lugar de narrar lo que, tras un arduo trabajo de indagación, descubre, el historiador presenta lo que, por coacción romántica o por acudir en auxilio del poder en plaza, inventa, entonces comete lo que parafraseando a Julien Benda podría llamarse la trahison des historiens. Nacionalizar el pasado con el propósito de remontar la existencia de la nación propia a tiempos inmemoriales para, de esa manera, legitimar una operación política es una traición de los historiadores a lo que constituye la médula de su oficio.
Una traición, como la cometida por los intelectuales en los albores de la Gran Guerra, catastrófica en sus resultados porque los historiadores que acuden al canto de sirena del poder político para inventar la historia de una nación contra otra construyen el soporte desde el que ese poder legitima su llamada a la unión sagrada —¡campesinos, proletarios, burgueses, terratenientes, banqueros: uníos, la patria os llama!— contra el enemigo, contra la nación extranjera, contra ese Otro que nos roba y nos expolia y pretende exterminarnos. El érase una vez, ese cuento de hadas de la falacia nacionalizadora, se convierte así, en el mejor de los casos, en un cuento de miedo; en el peor, en una historia de exclusión destinada a quebrar una convivencia en paz.
(Artículo de Santos Juliá, publicado en "El País" el 11 de octubre de 2015)
En estos momentos que vivimos, inmersos en nuevos procesos políticos llenos de interrogantes, viene a mi memoria lo que los mayores solían decirnos cuando éramos niños: “preguntar es de mala educación”. Un consejo, este, que también hoy se repite y que muchos convierten después en regla de conducta. Hoy, 28 de septiembre, se conmemora el Día Internacional del Derecho a Saber, una celebración que nació en 2002, cuando, reunidos en la ciudad de Sofía los representantes de las principales organizaciones no gubernamentales, fijaron esta fecha para recordar en el mundo la aparición de un nuevo derecho que permitiría a los ciudadanos ser más partícipes de lo público.
España tiene una democracia adulta que cumple 37 años, que garantiza el valor de nuestra voz, y que, ahora, da otro paso más sumándose, por primera vez, a la celebración de esta jornada con una Ley de transparencia, que entró en vigor hace nueves meses y que supone un cambio de cultura en la gestión pública. ¡Por fin, en nuestro país, preguntar ya no es de mala educación! Al contrario, es, ni más ni menos, el ejercicio de un nuevo derecho que hace a los ciudadanos más críticos, más expertos, más responsables y más participativos.
Se trata de un cambio que sacude a toda la organización. Por un lado, a la todopoderosa Administración, que durante mucho tiempo fundió los conceptos de poder e información, haciéndose propietaria de esta última y convirtiéndose en el guardián exclusivo de los datos de su gestión. Aquella Administración, opaca, burocrática, lejana y distante pasa, con la transparencia, a ser tan solo depositaria de una información que pertenece a los ciudadanos y que éstos pueden y deben conocer y exigir. Por otro lado, a los representantes de la ciudadanía, que tendrán que rendir cuentas del manejo de los fondos públicos y, con su ejemplo, justificar la confianza que en ellos depositan los ciudadanos, haciendo público su trabajo y sometiéndolo a la valoración y exigencia continua de quienes les invistieron de sus poderes.
Sin duda, un grandísimo avance, porque hay cosas que, con conocimiento público, jamás sucederían, y porque el axioma “a mayor transparencia menor corrupción” se cumple de forma inexorable. Y, en medio de este cambio, hay un motor fundamental: los ciudadanos. Sin ellos, nada tendría sentido. La Ley de transparencia y el derecho a saber precisa y requiere la concurrencia de sus voluntades.
Es el momento del compromiso, de ejercer este nuevo poder, de pasar de la charla a la exigencia, de la crítica social a la acción ciudadana, de la queja al escrutinio, de la conversación a la actuación. Los ciudadanos ya pueden saber cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los fondos públicos, quiénes son los gestores y responsables de la acción política y, con ello, hacer que las instituciones sientan la atenta vigilancia de una sociedad más activa y responsable.
Hay cosas que, con conocimiento público, jamás sucederían, y porque el axioma “a mayor transparencia menor corrupción” se cumple de forma inexorable
No podemos desaprovechar esta oportunidad. No estamos ante un eslogan ni una moda, aunque su constante mención haga que, en ocasiones, así lo parezca, estamos ante un cambio que nunca más volverá a mirar atrás. La transparencia ha venido para instalarse y los políticos, de uno u otro signo, no pueden retroceder, sino avanzar y afianzar una nueva era.
Transitaremos por la transparencia poco a poco, pero también deprisa, porque llevábamos diez legislaturas esperándola. Y recorreremos este camino entendiendo que la transparencia no es algo distante ni incomprensible, al contrario, es el instrumento que nos ayudará a conocer y cambiar muchos comportamientos públicos, a lograr que las normas se cumplan, que los responsables de las organizaciones asuman sus actos y las consecuencias de éstos y que los fondos públicos se controlen.
En este empeño trabaja el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, accesible a todos y creado por la Ley para ser guardián y defensor de la transparencia, con un plan estratégico, en el que han participado todos los que han querido arrimar el hombro, dirigido a conseguir, escalón a escalón, entrar en las instituciones, inspirar las normas, alentar las iniciativas y acompasar a los ciudadanos en la participación activa en el gobierno de lo público.
Hoy, preguntar a nuestros gestores y responsables públicos es, por fin, de buena educación, es, por fin, un derecho que los ciudadanos pueden y deben ejercer y que la Administración tiene la obligación de asumir, respondiendo y dando a conocer lo que la ciudadanía le pide.
El reto es difícil, pero imparable, por eso, en este día festivo, hoy, 28 de septiembre, convocamos a todos a trabajar para conseguir una Administración renovada, accesible y transparente y una ciudadanía orgullosa de haber contribuido a ello.
Por cierto: ¿Hay alguna pregunta?
¡Feliz día del Derecho a Saber!
(Artículo de Esther Arizmendi, publicado en "El País" el 28 de septiembre de 2015)
La historia de un fracaso compartido: eso es lo sucedido en los últimos años entre la Generalitat y el Gobierno central. Por supuesto, la gran responsabilidad recae en el Gobierno de la Generalitat y las fuerzas políticas y sociales que le han dado apoyo. Pero, a otro nivel, el Gobierno central no ha hecho esfuerzo político alguno para encauzar el problema. Sin querer equiparar la responsabilidad de ambos, ni uno ni otro, cada uno en su ámbito, han estado a la altura de las circunstancias.
La Generalitat no ha estado a la altura porque su Gobierno ha actuado de un modo populista y victimista, ha forzado al máximo la presión sobre las instituciones de la sociedad catalana y sobre los medios de comunicación para dar a entender que en Cataluña el deseo de independencia era prácticamente unánime. Los elementos utilizados para ello han sido, entre otros, el sesgado cálculo de las balanzas fiscales, la demagogia sobre el maltrato económico a Cataluña, el falseamiento de la historia en la conmemoración del año 1714, expresiones insultantes como el lema España nos roba, que fácilmente pueden generar resentimiento entre ciudadanos, o el uso de símbolos como instrumentos partidistas en vez de como lazos de unión.
Cabe destacar también el perjuicio a la ética política que ha provocado el desprecio por el derecho, al situar una supuesta voluntad del pueblo por encima de leyes y sentencias, incumplidas además ostentosamente por las autoridades catalanas, así como la simplificación de la idea de democracia al dejarla reducida al ejercicio de un genérico derecho a votar, con menosprecio de los principios de legalidad, representación política, pluralismo y división de poderes, esenciales e insustituibles en cualquier Estado democrático de derecho. Las tensiones y fracturas que todo ello ha suscitado son responsabilidad del Gobierno de la Generalitat.
Por su lado, el Gobierno español tampoco ha estado a la altura de las circunstancias porque ha permanecido impasible ante tal situación, sin adoptar ningún gesto o medida de acercamiento, no tanto a las instituciones desleales de Cataluña, sino a sus ciudadanos, también ciudadanos españoles, que se han sentido faltos de ayuda y apoyo. Lo que esperaban muchos catalanes del Gobierno de España eran réplicas rigurosas a los argumentos nacionalistas (balanzas fiscales, presunta discriminación económica, tergiversaciones históricas, permanencia en la UE), informes de respetados especialistas sobre las consecuencias económicas, jurídicas y cívicas de una ruptura territorial, así como una mayor cercanía emocional. Nada de esto ha hecho el Gobierno de España. Simplemente se ha limitado, en los supuestos más llamativos, a interponer recursos judiciales —un estricto deber, por lo demás— que han resultado insuficientes para evitar que se instalara en la mentalidad de muchos catalanes la idea de que una ruptura era posible, fácil y conveniente.
Ni de una parte ni de otra, además, se ha querido considerar que en el desarrollo de los acontecimientos durante estos últimos años ha influido, y tal vez de manera determinante, el clima social, económico y político que ha dominado en España. He aquí otra consecuencia de la crisis económica e institucional: interesadamente magnificada para la ocasión, ha aportado nuevos motivos para la separación, poniendo en cuestión las bases constitucional, económica, social y cultural del conjunto. Dicho coloquialmente: sólo en una España que funcione bien recuperará la sociedad catalana su vitalidad, empuje y sensatez.
Ha llegado, pues, el momento de reflexionar con urgencia sobre las reformas que pueden resultar convenientes, desde cambios en la Constitución hasta cambios hoy necesarios en economía, educación y cultura, Estado del bienestar, con el objetivo de contribuir a un aumento de la riqueza y a la reducción de la desigualdad social. La nueva etapa de la vida española debe estar presidida por un espíritu reformista, que recupere el ímpetu intelectual y el coraje civil, político y moral, de los mejores pasajes de la Transición.
Únicamente así podrá superarse el mal llamado problema catalán. Y mejor confiar más en el empuje de la sociedad, de los individuos que la componen, que esperarlo todo, pasivamente, de las instituciones públicas. Estas instituciones nunca desempeñarán su función adecuadamente sin unos ciudadanos que las impulsen, las controlen, participen en ellas y, a través de los mecanismos democráticos, las lideren. La clase política no puede distanciarse tanto de la sociedad como ha sucedido en la última década, pero tampoco la sociedad debe despreciar tanto a los políticos, escogidos directa o indirectamente por los ciudadanos, en cierta manera su propio reflejo. Regenerar implica, ante todo, reformar las instituciones públicas y dinamizar la vida social.
La solución, en todo caso, exigirá pedagogía democrática y cambios en el modelo territorial de Estado. Estos cambios deben basarse en los valores de libertad e igualdad de los ciudadanos, no en el cultivo ensimismado y narcisista de las pequeñas diferencias, con frecuencia más inventadas que reales. Un Estado es sólo un instrumento para garantizar esta libertad y esta igualdad, inseparables de la solidaridad, y no es su misión fomentar moldes identitarios que suelen oponer límites ilegítimos al ejercicio de los derechos fundamentales basados en dichos valores. Una sociedad libre nunca es homogénea sino que es plural. Plural es Cataluña, plural también el resto de España, plural el conjunto de ambas. Una sociedad en la que los individuos disfruten de iguales derechos es la única garantía para superar conflictos territoriales.
Es la hora de defender la nación constitucional, es decir, al conjunto de los españoles unidos por los principios y reglas de la Constitución. Esta nación necesita reformas que mejoren la articulación y el funcionamiento del Estado en el que está organizada. Esta nación es nuestro ámbito de convivencia y su quiebra supondría la ruptura de esta convivencia, nos conduciría hacia divisiones y enfrentamientos que no beneficiarían a nadie y perjudicarían a todos.
La nación constitucional no es el conjunto de españoles a la búsqueda de una pretendida identidad colectiva basada en la lengua, la cultura o la tradición histórica, sino el conjunto de ciudadanos unidos por los valores constitucionales, los grandes valores provenientes de la Ilustración: la libertad, la igualdad, la solidaridad, el respeto a los derechos fundamentales, la democracia, el pluralismo ideológico, político y cultural. El Círculo Cívico de Opinión defiende esta idea de nación constitucional como el mejor antídoto de fracturas internas y, al tiempo, subraya la necesidad de mostrarse abierto a todas las reformas constitucionales e institucionales necesarias para mejorar el funcionamiento de nuestro Estado.
(Artículo de Francesc de Carrerras y José Luis García Delgado, publicado en "El País" el 23 de septiembre de 2015)
Artur Mas opta con denuedo al título de peor presidente de la Generalitat contemporánea, el que más perjuicio ha causado a los catalanes. Y en la historia, quizá solo pueda compararse al incompetente canónigo Pau Claris, que en 1640 entregó el país —independizado— a la corona francesa, una aventura atrabiliaria que acabó pronto (en 1652) y mal (se perdió el Roselló y parte de la Cerdanya). Mas ha dividido al país y lo conduce al precipicio. Sin más salida que volver, debilitado y desacreditado, al punto de partida. A no ser que otros lo rescaten.
No solo rompe la “unitat civil del poble català” (Raimon Obiols) que reclamó siempre la izquierda. Parte al menos por dos la fuerza político-cultural de la nación catalana, al proponer una fuga hacia adelante de tal calibre que le resulta imposible seducir al conjunto de la ciudadanía. O al menos a su gran corriente central (en torno al 80% de la población), la del catalanismo plural entendido como el “concepto globalizador de Cataluña y de todos los hombres que viven y trabajan en ella” que pretendió su mentor y padrino (Jordi Pujol, Construïr Catalunya, 1979).
Lo extraño es que de un tiempo a esta parte porfíe, no en crear, como aparenta, una nueva unidad (en realidad, un frente contra varios no frentes), sino en quebrar la complicidad básica que operaba desde la Transición. La expulsión del templo común de las dos grandes fuerzas europeas —los democristianos de Unió, merced al chantaje del hecho consumado de la coyunda convergente con Esquerra; los socialistas del PSC, por el asedio con múltiples caballitos de Troya— es la coronación de tanto esfuerzo. El empeño de Mas ya ha sido coronado por el éxito. Cataluña, como quería su viejo aliado José María Aznar, está rota. Por eso su balance está a años luz de los de Josep Tarradellas, Jordi Pujol, Pasqual Maragall o José Montilla. O del de Francesc Macià. Quizá, incluso, del de Lluís Companys, siempre controvertido.
No solo ha reavivado los viejos demonios del centralismo y los recelos a la catalanidad en algunos estratos de la sociedad española. Ha paralizado —a escote con el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy— el progreso de la autonomía, al no reunir ni una sola vez en su segundo mandato a las comisiones mixtas Estado-Generalitat; al no influir para que el Gobierno cumpliese la preceptiva reforma del sistema de financiación autonómica; al desistir en la reivindicación de las 23 reclamaciones planteadas a Rajoy hace un año; al no mover ni un solo meñique por salvar alguna de las 10 (de 11) cajas de ahorros desaparecidas; al transformar súbitamente reivindicaciones muy mayoritarias (nuevo pacto fiscal, celebración de un referéndum legal) en abrupto desafío a la España constitucional.
Hacia afuera, el prestigio de la Generalitat ha caído a los pies de los caballos. Ni un solo líder internacional la visita, salvo el xenófobo dirigente de la (prolepenista) Lega, Roberto Maroni. Y cuando su titular viaja ni siquiera consigue una photo opportunity no ya con jefes de Estado sino con un comisario europeo o con sus pares gobernadores estadounidenses, como ha sucedido con los de California o Nueva York.
La obra de Gobierno realizada preludia la calidad de la que emprendería. La de Mas es lamentable. Su periodo, primero como conseller en cap y luego como presidente viene marcado por el mayor éxtasis de la (presunta) corrupción: saqueo del Palau, consiguiente embargo de 15 sedes de Convergència; comisiones del 3%.
Su obra legislativa es nimia: en 2013 pasó una sola ley en el Parlament; en 2014 apenas tres sustanciales (transparencia, acción exterior, homofobia). La ejecución de sus presupuestos (cuando los elaboró, que no en 2013) ha sido deplorable, no adivinó el resultado de ningún ingreso extraordinario y se enfangó en las principales privatizaciones (Aigues Ter-Llobregat).
Solo acertó en la intención de un decreto, el de la pobreza energética, que aplazaba el corte de la energía del invierno a la primavera a los pobres de solemnidad. En intención, porque el alcance del alivio (atrasar una estación el desastre) fue cicatero y el número de agraciados, miserable: apenas benefició a 895 familias, mientras Barcelona —con su digno correligionario Xavier Trias al frente— ayudó en este aspecto a 3.100 familias (2014) y el conjunto de municipios, Cáritas y Cruz Roja, a 48.000. Pero tuvo la suerte de que el Gobierno central fuera aún más zote y lo impugnara ante el Constitucional, consagrando a Mas en la asfixiante propaganda oficial como gran Espartaco de los excluidos.
Donde Mas fue certero e implacable fue en la política de recortes sociales, que ahora sus edecanes progres de lista (Raúl Romeva, Muriel Casals, Toni Comín, Lluís Llach...) tratan de disfrazar con promesas indemostrables. Cataluña es la duodécima comunidad en gasto educativo y la decimocuarta en sanitario (datos de 2013).
En educación redujo de 2011 a 2015 en 1.500 el número de docentes y en un 21% los recursos por alumno.
En sanidad contrajo un 15,2% el gasto per capita en sus dos primeros años, cerró un millar de camas, clausuró quirófanos y expulsó en cinco años a 5.560 profesionales del Institut Català de la Salut. Y solo en Cataluña los hospitales privados (146) casi triplican a los públicos (65): en el resto de España hay 309 privados por 345 públicos.
Las prestaciones por dependencia, ya minoradas por Rajoy, han sido rebajadas por Mas en la cuota autonómica hasta un 11% durante el último trienio.
Y aunque el empleo repunta (170.000 ocupados más, pero el 88% temporales) gracias a los bajos tipos de interés del BCE, el euro barato y el desplome del precio del petróleo, la contribución del Gobierno autónomo ha sido inane, en sus (limitadas) competencias. El Servei d’Ocupació de Catalunya ha sido del todo ineficaz: diezmada su plantilla en un 31% desde 2010, solo cubrió el 29,5% de las ofertas de trabajo en 2014.
¿Viven los catalanes mejor que al inicio de 2011, cuando el primer Gobierno de Mas empezó a gestionarlos? Viven peor, y no solo por los recortes. El poder adquisitivo se ha desplomado: un 9%, contra un 3,2% en Madrid, y un 6,2% en la media autonómica, según el informe Monitor-Adecco. Pero atención, no solo porque la Cataluña nacionalista haya encabezado la caída del salario medio (al cabo, dependiente del mercado laboral), sino sobre todo por su liderazgo en el aumento de precios... debido sobre todo al retroceso en la liberalización comercial, las multas a los establecimientos que abren en domingo y otras retrógradas medidas de refuerzo de la protección al botiguerismo alcanforado.
Si estas plagas hubieran servido para mejorar las finanzas públicas de la Generalitat, tendrían atenuante. Pero no ha sido el caso. La deuda de la Generalitat alcanzó (a final de 2014) 64.465 millones de euros, casi el doble de los 35.616 que recibió del denostado tripartito de izquierdas a final de 2010. El endeudamiento bruto anual es de 7.187 millones, más del doble de los 3.528 heredados por Mas de José Montilla. El neto (tras ponderar los años de recesión, similares; y los costes de los tipos de interés, decrecientes) apenas variará el sesgo.
Con este presidente, pues, Cataluña no ha hecho más que dilapidar el tiempo.
(Artículo de Xavier Vidal-Folch, publicado en "El País" el 21 de septiembre de 2015)
Hipotéticamente, aun cuando todos los agravios expuestos por el nacionalismo catalán fuesen ciertos, ¿justifican la voluntad abismal de separarse de España y quedarse fuera de la UE? Esa es la gran pregunta para la ciudadanía de Cataluña y no la iluminan las manifestaciones masivas ni unas elecciones autonómicas tergiversadas para que los votos sean interpretados como un sí o un no a la independencia, entelequia sin razón jurídica. Es un nuevo abuso político e institucional por parte del nacionalismo. Un vicio nacionalista de origen es hablar en nombre de todos los catalanes. Pero en realidad existen diversos tipos de descontento, como existen distintos grados de victimismo, como existen zonas de indiferencia, zonas templadas, zonas tórridas y zonas gélidas. Y en cada caso, la política debiera saber distinguir y prevenir, acotar conflictos y razonar soluciones que posiblemente nunca serán definitivas.
Artur Mas se hizo secesionista cuando España estaba débil a causa de la crisis de 2008 y él mismo, con sus recortes, había tenido una contestación social muy acusada. Después de lo ocurrido estos años, incluso la solución más imaginativa no apaciguaría a los sectores radicales. Pero esos sectores no representan la interrelación de identidades —catalana, española, europea— que es la realidad de Cataluña. Una realidad múltiple e históricamente beneficiada por la estabilidad económica. Por ejemplo, la necesidad de un pacto fiscal ha sido ratificada por muchos estamentos de la sociedad catalana y es negociable, pero es obvio que uno no puede hacer la contabilidad según le convenga. Sin rigor, las instituciones decaen. Ahora, al plantearse la cuestión catalana no está de más la máxima prudencia, distinguir el grano de la paja, tener muy en cuenta los distintos grados de la sentimentalidad de Cataluña y generar más empatía con los muchos ciudadanos que ven con alarma lo que puede pasar. Hacen falta dosis extra de ecuanimidad. Pero al final la ley es la ley.
Desde sus orígenes, en el nacionalismo más primitivo cundió el deseo de una no-España, pero el catalanismo también tuvo su hora regeneracionista y supo que lo mejor era intervenir en la gobernación de España. A partir de la Transición, de modo gradual, el sistema educativo en mayor o menor medida ha asumido esa voluntad de no-España. De otro modo no se explica el ardor secesionista de parte de las nuevas generaciones. Es el resultado de un sueño a-histórico que ha dado pie a un sentimentalismo de la inevitabilidad, la versión mítica de la historiografía nacional que considera inevitable, lineal, que la nación soñada acabe siendo un Estado. Es más: en su muy reciente Historia mínima de Cataluña el profesor Jordi Canal aduce con claro rigor que antes del siglo XX no existía ninguna nación llamada Cataluña, del mismo modo que el catalán es la lengua primaria de Cataluña pero nunca ha sido la única por lo que la pluralidad lingüística ha sido una constante en la sociedad catalana. Ensimismado por su instinto de supervivencia, Artur Mas carece de sentido histórico. Incluso Prat de la Riba, cuando se decidía que el mito del 11 de septiembre fuese día nacional de Cataluña, sugirió que convenía menos más pasado y más futuro. Son y fueron las consecuencias de una historiografía unidimensional en la que a la nación imaginada se la considera por encima de la acción humana, hasta el extremo que la predetermina y suplanta. Sorprende que después de un siglo XX en el que los determinismos han caído del pedestal, en el secesionismo catalán prolifere el hecho emotivo de que la nación soñada es ineluctable y que no existen otras versiones factibles ni oficialmente dignas de consideración, equitativas. Sociedad dividida significa cultura dividida porque se la pretende adherida al sistema simbólico del nacionalismo, como la invención de Els segadors, la sardana o la cuestionable racionalidad histórica del 11 de septiembre. Historia crítica —preterida institucionalmente— o historia nacional no es un dilema exclusivo para historiadores: es un dilema para toda una sociedad de identidades plurales.
Es verosímil que las políticas de poder instrumentadas por Mas vayan a acabar generando una crisis de la catalanidad, al romper con los consensos mínimos y suplir el catalanismo por el secesionismo populista. En este momento, la confusión es muy grande y los votos (indecisos, ocultos) se desplazan vertiginosamente. El resultado potencial es un panorama mucho más polarizado y de articulación más que ardua. La posibilidad de un catalanismo aggiornato es incierta. Probablemente lo más inmediato sean la fragmentación y la inestabilidad.
(Artículo de Valentí Puig, publicado en "El País" el 15 de septiembre de 2015)
Somos lo peor de cada casa. Y somos muchos. Más de lo que parece. Más de lo que todo el mundo cree. Pasamos casi desapercibidos, caminamos de puntillas. Somos los tímidos que nos callamos en las discusiones porque lo nuestro no es discutir, los que no sabemos a quién votar porque nos parece que la votación está mal planteada de raíz, los que estamos encerrados con un solo juguete y ansiamos salir porque pensamos que sin juguetes, ahí afuera, también se puede jugar. Nos dan apuro los gritos, los himnos, las marchas, las banderas, los discursos. No son para gente de nuestra calaña, pero somos perfectamente capaces de tolerarlos y de respetar a los que vibran con ellos aunque carezcamos de ese esquivo gen que nos permitiría pasarlo en grande en los pasacalles.
Querríamos estar llenos de ilusión, pero nuestro ADN está severamente dañado. Hemos nacido con una grave tara que arrastramos con resignación pero sin orgullo ni vergüenza. Una tara que es como un lunar en el brazo, que tenemos desde críos, de esos lunares de color marrón que ya no vemos porque han crecido con nosotros. Somos como sombras que se arrastran en silencio, como los tipos de La invasión de los ultracuerpos, fingiendo que somos como los demás, aunque por dentro estemos apenados, acojonados y perplejos.
Somos catalanes a los que la independencia y todo lo que supone nos da una pereza inmensa. Ciudadanos de cuarta, frívolos y vagazos, conscientes de estar cometiendo un sacrilegio espantoso por el que asumimos la penitencia y el castigo que caerá inexorablemente sobre nuestras cabezas. Ya lo he dicho: lo peor de cada casa. La idea de España no nos fascina, pero no nos repugna. No sabemos si los rumores sobre la lista negra de los catalanes de pacotilla son ciertos, pero por supuesto estamos a favor de su existencia: gente como nosotros no debería tener cabida ni voz en esta gran nación que, al parecer, se avecina.
No nos cogemos de la mano, no ponemos banderas en los balcones, nos quitamos, con educación pero con firmeza, de encima a los postulantes que llaman para contarnos la buena nueva. Contemplamos a los líderes de los partidos de aquí y de allí con la misma mirada de estupefacción que reservamos para los momentos álgidos de los reality de la tele. Lo malo es que no paramos de preguntarnos en bucle: ¿Tanto costaba relajarse un poco y aparcar las amenazas y los victimismos? ¿Tanto? ¿Por qué no dejaron en su momento el "y tú más" de patio del colegio? ¿Por qué?
Como nos sentimos en casa tanto en Olot como en Orense o en Orán, nos llaman, merecidamente por supuesto, botiflers, españolazos, charnegos, desgraciados y hasta cosmopolitas. Para nuestra desgracia, no hemos sido ungidos con la fe y la confianza en un país mejor que iluminan la vida cotidiana de muchos de nuestros compatriotas. Creemos que la historia no es un memorial de agravios, sino un instrumento para aprender de los errores. Pensamos y sentimos de otra manera: somos los pusilánimes que en su día votamos a Maragall confiando (sí, craso error) en que el diálogo político iría por otros derroteros: igualdad, justicia, fraternidad, solidaridad, honestidad, armonía, ayudar a los vecinos, sentido común... esas cosas que nos parecían fundamentales para construir una sociedad algo mejor y nos encontramos con una triple taza de caldo de un debate que en nuestra estúpida inocencia, creíamos perteneciente a otra época.
Somos tan ilusos que lo único que queremos es vivir en un lugar que se llame como se llame y tenga la bandera que tenga, pero en el que la justicia funcione sin trabas, los que mandan no metan mano a la caja, las carreteras tengan el firme en buen estado, los médicos y las enfermeras de la sanidad pública tengan tiempo para atendernos, donde cada uno pueda hablar y cantar y trabajar en el idioma que quiera, las escuelas públicas enseñen a los niños a pensar y algo de matemáticas y natación (sin exagerar lo de las matemáticas), la luz, el gas y el agua y un techo estén garantizados, los bares pongan un café decente y poca cosa más. Y donde, a ser posible, los discursos, a menos que los escriba David Foster Wallace, queden relegados a los banquetes de bodas o a los aniversarios de los centenarios de la familia.
Ahora, desde hace demasiados años, nos sentimos atrapados en el tiempo como Bill Murray en El día de la marmota, pero ni siquiera tenemos una Andie McDowell por la que merezca la pena despertar una y otra vez en el mismo día eterno y escuchar hasta el aburrimiento a Sony and Cher cantar I've got you babe. Seguro que hay cosas peores, pero ahora mismo no se nos ocurre ninguna.
(Artículo de Isabel Coixet, publicado en "El País" el 11 de septiembre de 2015)
Por una vez, la extrema derecha xenófoba y racista no controla la agenda política. Puede que la recupere, pero de momento está en manos de los millares de ciudadanos europeos decentes que se han volcado con los refugiados que huyen de la destrucción y de la muerte en Oriente Próximo. En Alemania, claro está, pero también en Grecia y Hungría, y por supuesto en España, sobre todo desde nuestros municipios.
Depende de todos que la agenda no vuelva a caer en las manos sucias del extremismo excluyente. Nada más fácil que levantar el espantajo de la infiltración terrorista o alentar los temores a la invasión de quienes poseen una identidad cultural o una religión distinta como están intentando ya ciertos medios de comunicación y algunos Gobiernos y partidos.
Es una tentación que afecta a muchos gobernantes, sobre todo los que dependen del voto populista de derechas. No era nada evidente que Gobiernos conservadores profundamente reticentes ante las migraciones, el español sin ir más lejos, adoptaran posiciones acordes con los valores y el derecho europeo. Sin la presión de la calle y sin la actitud decidida de Francia y Alemania, estos Gobiernos no se habrían movido. Ahora van a acoger importantes cuotas de refugiados siguiendo las órdenes de la autoridad europea competente con la misma convicción y disciplina con que ordenaron los recortes.
No hay que reprochárselo. Sin valores liberales y democráticos y sin Estado de derecho no hay Europa que valga. Aplicar el derecho de asilo no es ningún mérito sino lo que corresponde a los valores europeos y lo que exigen las convenciones internacionales. Recordemos brevemente que la obligación de todo Estado democrático, como miembro de la UE y firmante de los pactos internacionales de Naciones Unidas, es aceptar la petición de asilo de todo perseguido político que se presente en sus fronteras, sin penalizar la eventual transgresión de las reglas de inmigración y sin discriminarle por su religión, sexo, raza o condición del tipo que sea.
La UE puede organizar programas preventivos para evitar la llegada masiva de refugiados, intentar atajar la implosión de Estados fallidos como Siria o ayudar a los países vecinos para que acojan allí a los refugiados y no se vean impelidos a viajar en largas y penosas migraciones hasta el corazón de Europa. Puede criticar a Estados Unidos por su falta de liderazgo en Oriente Próximo, la guerra de Irak y de Afganistán o por lo que sea. Pero lo que no puede ni debe hacer es rechazar a quienes llegan a sus puertas para pedir asilo.
Ciertamente, está en peligro el tratado de Schengen, que saltará por los aires si no se organiza racionalmente la llegada de los refugiados por las entradas más frágiles de la UE. Pero mayor es todavía el peligro en el que se hallan la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, las convenciones internacionales sobre asilo y la propia Declaración Universal de Derechos Humanos, auténtico papel mojado en caso de que los europeos no queramos ni sepamos acoger a quienes vienen a llamar a nuestras puertas con la simple pretensión de salvar sus vidas y las de sus familias.
(Artículo de Lluís Bassets, publicado en "El País" el 10 de septiembre de 2015)
Empecemos por una constatación bien sencilla. Tanto a Artur Mas como al partido de Pablo Iglesias parece unirles una análoga manera de operar políticamente. No se rigen por la lógica de la convicción (todo lo responsable que haga falta), lógica que les llevaría a presentar sus propuestas, argumentar su bondad e intentar persuadir a la ciudadanía para que les apoyara con el objeto de materializarlas, sino que su modo de funcionar parece responder a un designio de carácter totalmente distinto.
En realidad, la lógica que aplican (por llamativo que pueda parecer en el caso de Podemos) es la lógica del mercado, consistente en acomodar su oferta política a la supuesta demanda que creen detectar en la ciudadanía, inclinándose por aquella causa o reivindicación para la que suponen que existe un nicho (de mercado, obviamente). Es notorio que tal cosa ocurrió con Artur Mas, cuya querencia independentista constituyó el secreto mejor guardado durante largo tiempo, pero que se fue revelando de manera gradual a los catalanes conforme el todavía inquilino de la Generalitat detectaba que podía reportarle beneficios electorales o parlamentarios (habrá que recordar que el cargo que ocupa lo obtuvo rehuyendo la menor referencia a dicha idea). Pero lo propio ocurre con Podemos, cuya permanente rectificación ideológica y programática (desde los más bruscos volantazos estratégicos en cuanto a modelo de sociedad, a las más nimias modificaciones tácticas de detalle) responde a la reconocida voluntad de ir ajustándose a las variables demandas de los hipotéticos votantes.
Como es obvio, tan llamativa plasticidad nunca se presenta como tal, sino que suele venir revestida, sobre todo en el caso del partido de Pablo Iglesias (aunque lo propio cabría predicar de muchas organizaciones y plataformas afines), de una supuesta radicalidad democrática. Radicalidad que, por cierto, no resiste el menor análisis. Porque la reiterada apelación a “lo que la gente decida” no pasa de ser, en el mejor de los supuestos, una obviedad y, en el peor, un escondite tras el que ocultar el miedo a explicitar y defender las propias propuestas. Abundan los ejemplos de tales evasivas. Así, recién elegido Marc Bertomeu secretario general de Podemos en Cataluña, respondía a la pregunta: “¿Qué modelo territorial fija Podemos?” precisamente con esas palabras: “El que se decida” (EL PAÍS, 12/01/2015). Pero eso, claro está, no es fijar modelo alguno sino aceptar el resultado de una votación. Curiosa la actitud de estos nuevos políticos, obsesionados por lo que llaman “no predeterminar una respuesta”, sino únicamente por “fomentar el debate y la información, y que cada uno decida”, como si carecieran de opinión propia al respecto.
Esta última afirmación no se pretende una pequeña impertinencia deslizada al pasar sino la expresión de una constatación preocupada. Entiéndaseme bien: no me preocupan unas ideas u otras, sino la clamorosa ausencia de ellas. ¿O es que hay forma humana de saber lo que piensa la alcaldesa de Barcelona, tan en la línea de la formación de Pablo Iglesias, cuando declara: “Yo formo parte de la gente que, sin haber sido nunca nacionalista, independentista, puede variar la opinión en función de cómo se plantee el debate”[SIC]? Ni el más perspicaz intérprete conseguiría saberlo, máxime a la vista de la manera en que a continuación justificaba su indefinida posición: “Hay muchas posibilidades y yo quiero poder discutirlas todas”.
Como la opción de que, a estas alturas, Ada Colau todavía no se haya formado opinión al respecto en un asunto de tamaña trascendencia me parece de todo punto inverosímil, me temo que habrá que empezar a tomar seriamente en consideración otra posibilidad. Una posibilidad de la que lo que importa no es el rótulo que mejor la describe (que sería, a qué engañarnos, ciertamente duro) sino los supuestos acerca de la democracia misma y acerca de la responsabilidad política en los que parece basarse.
Tal vez haya alguien que piense que repitiendo banalidades de diseño del tipo “siempre estaré al lado de lo que democráticamente decida el pueblo” ya se coloca a salvo de toda crítica, cuando no es así en absoluto. ¿O es que quien así habla se colocaría al lado del pueblo en cualquier caso, decidiera lo que decidiera, siempre que se hubiera seguido un procedimiento democrático? ¿No hay decisión colectiva alguna con la que podría estar en profundo desacuerdo y que le llevaría, si no a desobedecer el mandato popular, a presentar su dimisión porque su conciencia política le impediría llevarla a cabo?
La contradicción es evidente, pero quienes incurren en la misma intentan sortearla, ellos también, a base de astucia (como ese último hallazgo presuntamente politológico consistente en denominar “indefinición democrática” a la labilidad permanente). Tras la apariencia de que se deja todo el poder de decisión en manos de la ciudadanía, lo que en realidad se está diciendo es que los políticos no asumen responsabilidad alguna. Cuando Ada Colau afirmaba el pasado 22 de agosto, haciendo referencia a la cuestión de si el Ayuntamiento de Barcelona se iba a integrar en la AMI (Associació de Municipis per la Independència), que “lo que cuenta no es qué opinan individualmente 11 regidores, sino qué opinan los vecinos de Barcelona”, estaba convirtiendo la función representativa de los cargos en cuestión en mera “opinión individual”. Como si tales regidores no hubieran sido elegidos por la ciudadanía para que actuaran en su nombre sino que estuvieran en el Consistorio a título meramente particular.
Pero si el político abdica de la función de representar y en cada ocasión en la que se encuentra ante un problema comprometido transfiere a los ciudadanos la responsabilidad que le corresponde a él, ¿de qué dará cuenta a la hora de las elecciones, cuando toque examinarle por su gestión? La respuesta es de una claridad meridiana: de nada realmente importante. Serán los ciudadanos y no él mismo (que habrá evitado de manera sistemática alinearse en favor de ninguna de las alternativas en conflicto cuando la cosa vaya muy en serio, como ocurre en este momento en Cataluña) quienes, a buen seguro, tendrán que cargar con el peso de las decisiones tomadas.
Por eso, nada hay más inquietante que aquel político que adula a los votantes a base de proclamar —mientras esconde las cartas de lo que realmente piensa o prefiere— que está dispuesto a asumir cualquier cosa que ellos decidan. Lo que viene a reconocer con tales adulaciones es que tanto le da ocho que ochenta y que se encuentra dispuesto a cambiar de caballo a mitad de carrera sin el menor escrúpulo con tal de alcanzar el poder o, si ya lo ha alcanzado, de no verse fuera de él.
(Artículo de Manuel Cruz, publicado en "El País" el 7 de septiembre de 2015)
"En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo y a disfrutar de él en cualquier país”. No se trata de un nuevo manifiesto de los abajo firmantes, sino del punto 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas en 1948. Este amplio reconocimiento del derecho de asilo solo queda limitado en caso de una acción judicial por delitos comunes o actos opuestos a los principios de la ONU. Por supuesto que lo ocurrido desde entonces ha convertido los derechos humanos en inexistentes en no pocas partes de la Tierra, pero ¿es posible que tales valores también queden destruidos en Europa?
Veamos lo sucedido con la crisis de los refugiados. Mientras muchos Gobiernos europeos se resistían a considerarlo como un problema suyo, desde la sociedad civil emergían chispazos de solidaridad privada o colaborativa. Hay alemanes que abren sus casas a migrantes a través de una web (Refugees Welcome) que relaciona a los que disponen de alojamientos con los aspirantes a ocuparlos. Vemos otros que acuden en gran número a la estación central de Múnich con alimentos y juguetes, y a vecinos que aportan toda la comida que pueden a los refugiados en la estación de Viena. Pero no hay que engañarse: un éxodo como el actual no se resuelve con solidaridades bienintencionadas, pero aisladas. Por eso la mayoría de los atrapados en Hungría multiplican los gritos de “¡Merkel!” y “¡Alemania!”, como quien evoca la última tabla de salvación.
Las llamadas de socorro a Alemania se dirigen hacia un Estado que tiene previsiones para acoger este año hasta 800.000 migrantes, casi el doble de los que pidieron asilo en 1992 tras la caída del bloque soviético. Y cuya canciller declara que “conceder el asilo a una persona perseguida políticamente es un derecho fundamental”. La dirigente alemana invoca para ello la Constitución de su país; a propósito, en España está constitucionalizada la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sin que la clase política lo utilice como apoyo para actuaciones mucho más proactivas. Desde luego, no se oye hablar en estos términos a Mariano Rajoy, el presidente del Gobierno.
También en España existe una cierta solidaridad civil, canalizada a través de fundaciones y ONG tradicionales, y de alguna entidad católica. Sin embargo, el deber moral de prestar ayuda a los refugiados camina aquí a impulsos de ciertos poderes públicos. Hasta el momento, la única movilización significativa es la de instituciones locales que siguen la señal de partida dada por la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, con su registro de familias dispuestas a ayudar a los refugiados, bien sea ofreciéndoles alojamiento o de otras formas. A este impulso les han sucedido los de Manuela Carmena (la regidora madrileña), otros municipios y alguna comunidad autónoma, la mayoría en manos de la izquierda o de grupos afines a Podemos.
Confinada la cuestión solidaria al terreno político, el futuro de este movimiento dependerá de cuántos refugiados quiera acoger el Gobierno español, muy titubeante en esta materia. Si antes se resistía a recibir a los pocos millares de asilados que le pedía la Comisión Europea, escudándose en el elevado nivel de paro existente en España, ahora dice que aceptará a los que “le correspondan”, precisamente cuando el paro ha subido un poco más y Bruselas intenta triplicar el número de refugiados a repartir. Tras la reciente legalización de las “devoluciones en caliente” de migrantes a Marruecos, el partido gobernante matiza su política a causa de las presiones europeas y para ponerse en guardia ante posibles pérdidas de apoyo que pudiera sufrir porque otras instituciones se le han adelantado.
Al final, ¿quién vela por los derechos de los refugiados? No sus países de origen, por descontado, sumidos en guerras que duran ya varios años. Como tampoco pensaban hacerlo —salvo excepciones— las autoridades europeas. Paradójicamente, la difusión de la imagen del pequeño niño sirio muerto en una playa de Bodrum ha sido el catalizador de un cambio político. No lo consiguieron los datos de tragedias anteriores, cuando muchos más niños se ahogaban en las azarosas travesías mediterráneas y otros se asfixiaban en un camión frigorífico en Austria, sin que tales hechos despertaran conmoción general alguna. Ha sido preciso que la imagen del cadáver de Aylan en la playa llegara a los dispositivos electrónicos de cientos de millones de personas para conmover las conciencias y hacer imposible que dirigentes como David Cameron —y el propio Gobierno español— mantuvieran sus conocidas renuencias a la acogida de más refugiados.
En un Viejo Continente muy crispado, donde las ideas políticas de extrema derecha parecen incontenibles, la emoción causada por la muerte de un niño, captada en un lugar que evoca sentimientos de felicidad y vacaciones, se ha convertido en la esperanza de una mejor protección de los derechos de los refugiados. Un duro precio para que Europa no dañe del todo sus valores tradicionales.
(Artículo de Joaquín Prieto, publicado en "El País" el 6 de septiembre de 2015)
Le regretté Viktor Tchernomyrdine, alors secrétaire général du Parti communiste de l’Union soviétique, avait coutume de dire : « on a voulu faire mieux, mais ça s’est passé comme d’habitude ». Peu après l’Union soviétique se désintégrait. M. Juncker ne l’a pas encore dit, mais on sent qu’il le pense : sa proposition de quotas de migrants par Etat membre a été rejetée, comme d’habitude. Espérons que ce rejet n’est pas le prélude de la désintégration de l’Union européenne.
Le problème de l’Europe c’est que, comme l’Union soviétique jadis, elle est dirigée sans imagination. Pour obtenir un résultat, il faut pousser le bouchon plus loin. De l’audace, encore de l’audace ! N’attendons pas que Mme Merkel, ramassant le flambeau des droits de l’homme que la France a laissé benoîtement tomber, érige l’Allemagne en nouvelle terre promise de tous les exilés, réfugiés, demandeurs d’asile ou migrants économiques.
Car l’Europe a une carte à jouer, celle de la citoyenneté européenne. Celle-ci n’est actuellement qu’un appendice des citoyennetés nationales : elle est acquise automatiquement avec la nationalité d’un Etat membre. Beaucoup ignorent même qu’ils sont citoyens européens. C’est une communauté réduite à quelques acquêts : liberté de circulation, droit de vote aux élections municipales et européennes, quelques droits annexes. Il n’existe même pas de passeport européen : c’est tout juste si les passeports nationaux mentionnent l’Union européenne en page de couverture, la qualité de citoyen européen et les droits afférents ne sont même pas mentionnés.
Osons l’impensé radical : donnons un passeport européen, non seulement à tous les étrangers en situation régulière, mais aussi à un quota européen global de migrants, demandeurs d’asile ou migrants économiques, décidé en Conseil européen, réparti entre Etats membres par le collège des Commissaires, et distribué dans chaque pays par les services de la Commission européenne dans les Etats membres. Le passeport européen « pur » ne donnerait pas la nationalité d’un quelconque Etat membre, mais donnerait la liberté d’aller et venir au sein de l’Union, ainsi que le droit de vote aux élections municipales et européennes, offrant au passage, pour ce qui concerne la France, une issue enfin favorable à une promesse cent fois proclamée et jamais tenue.
La Commission s’honorerait de mettre sur la table une telle proposition, qui permettrait à l’Union de faire un saut qualitatif remarquable vers le renforcement de la citoyenneté européenne. La France, que son passé colonial oblige, se distinguerait en la soutenant, permettant ainsi aux peuples chez qui nous nous sommes si longtemps sentis chez nous de se sentir chez eux en venant chez nous.
(Artículo de Philippe Cayla, publicado en "Le Monde" el 4 de septiembre de 2015)
La política, la Justicia y la independencia de los jueces son asuntos que participan de la sustancia del mito del eterno retorno, presentes siempre como están en cualquier singladura histórica.
A los desmemoriados que hoy evocan con nostalgia los años de la II República conviene recordarles lo que decía nada menos que Azaña ocupando la cabecera del banco azul el 23 de noviembre de 1932: "Yo no sé lo que es el Poder Judicial... ni creo en la independencia del Poder Judicial...". Gil Robles le interrumpe: "Pero lo dice la Constitución". A lo que Azaña replica: "Lo que yo digo es que ni el Poder Judicial ni el Poder Legislativo ni el Poder Ejecutivo pueden ser independientes del espíritu público nacional... hostiles al espíritu público dominante en el país". Entonces se oye la voz de Santiago Alba: "Eso ya lo dijo Primo de Rivera". Y Azaña, rápido, da la puntilla argumental: "Pues alguna vez tenía que acertar Primo de Rivera".
No eran sólo bravatas parlamentarias: las intromisiones en la carrera judicial de los gobiernos republicanos -de cualquiera de los bienios y no digamos del Frente Popular- fueron constantes. Como lo fueron -obvio es decirlo- a lo largo de los decenios franquistas.
Hoy, al hilo del debate sobre una posible reforma constitucional, reaparecen los jueces, reaparece su contaminación política, reaparece la sombra de Montesquieu y más de uno se pregunta qué tiene que ver el autor 'Del espíritu de las leyes' con una organización como nuestro Consejo General del Poder Judicial.
Para empezar preciso es recordar que en España los jueces han ingresado en la carrera por medio de duras pruebas públicas, ascienden de acuerdo con reglas previsibles, se especializan a base de estudio y sometiéndose a exámenes competitivos, sus sueldos pueden ser conocidos... Todo ello les permite ejercer su oficio con independencia. Una independencia que no es privativa de los jueces pues de la misma forma se desempeña el profesor universitario cuando escribe o da sus clases, el registrador de la propiedad cuando califica un documento o el médico cuando aplica la 'lex artis' al diagnóstico y tratamiento de un paciente.
Porque hay determinados cargos judiciales a los que se llega por medio de nombramientos en los que intervienen instancias que participan de la sustancia política. Son los de magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de salas de ese mismo Tribunal, presidente de la Audiencia Nacional y de sus salas, presidentes de tribunales superiores de Justicia y asímismo de sus salas, presidentes de audiencias y magistrados de las salas de lo civil y criminal competentes para las causas que afectan a los aforados.
Con carácter general, en estos casos, es el Consejo General del Poder Judicial el que efectúa los nombramientos de forma discrecional aunque está obligado a motivar su decisión. Advirtamos cómo se ha perdido el hilo de la regla previsible y cómo, por esta vía, se cuelan consideraciones que ya no son estrictamente profesionales. Creo que el juez -cubierto de canas y ahíto de trienios- que aspira a estos cargos no se merece la sumisión a una negociación ruborosa en el seno del Consejo, epicentro de pugnas políticas y de pactos embolismáticos entre las asociaciones judiciales.
Pues bien, solucionar esta anomalía, que viola el principio de "mérito y capacidad", no exige reformar la Constitución ni ninguna ley de altos vuelos. Exige únicamente cambiar un humilde Reglamento, el del propio Consejo 1/2010 de 25 de febrero, y sustituirlo por otro que establezca el concurso ordinario para la provisión de estas plazas discrecionales. Más facilidad no cabe. Es verdad que los vocales del Consejo perderían la oportunidad de participar en mil enredos pero sin duda ganaría la independencia judicial. ¿No es un valor apreciable?
El lector lego se preguntará qué es el Consejo al que tanto he citado. Se trata del órgano de gobierno de los jueces, inventado por los constituyentes de 1978, a los que debemos ideas felices: la de Consejo del Poder Judicial no se encuentra entre ellas. Si tal Consejo desapareciera, el aire quedaría más diáfano y el paisaje institucional más terso y sedeño.
Como de lo que trato es de ofrecer soluciones sencillas recordaré que este Consejo está integrado por su presidente y por 20 miembros nombrados por el Rey: 12 entre jueces y magistrados de las categorías judiciales; cuatro a propuesta del Congreso y cuatro del Senado entre abogados y juristas de reconocida competencia.
A lo largo de varios decenios se ha reformado el modo de elegir sus vocales en tantas ocasiones como cambios políticos han desfilado ante nuestros ojos. En la actualidad. para figurar entre los 12 miembros "judiciales", cualquier juez puede presentar su candidatura aportando el aval de 25 miembros de la carrera judicial o el de una asociación judicial. Cuando se haya comprobado la regularidad de todas estas candidaturas, se envían a los presidentes de las cámaras para que éstas elijan por mayoría de tres quintos de sus miembros.
Éste es el momento en el que se levanta el telón de las intrigas de suerte que puede decirse que en el seno del Consejo, y a lo largo de su vida, se han reflejado como en un espejo bien bruñido las imágenes de quienes han dominado la escena española los últimos 40 años: PP y PSOE más la ayuda desinteresada de CiU y PNV.
Pues bien, lo que propongo es que la selección, una vez comprobada la regularidad de las candidaturas y establecida una comparecencia de los candidatos en sede parlamentaria, se haga mediante sorteo. Se rescataría así un sistema que tiene ilustres precedentes en la historia de la democracia, que fue alabado por Montesquieu en las primeras páginas de su obra inmortal y que es objeto de debate en Europa e incluso de iniciativas parlamentarias porque en Italia circula por el Senado una destinada a introducirlo para designar precisamente a los miembros del órgano de gobierno de los jueces (similar al nuestro).
Análogo sistema se podría emplear en relación con los ocho juristas "de reconocido prestigio".
De nuevo para este empeño necesitamos sólo retocar unos reglamentos, los de las cámaras. La Constitución quedaría ajena a este trasiego.
Vemos pues dos modificaciones sencillas que cambiarían de forma sustancial las actuales reglas de juego y entorpecería la presencia de los partidos políticos en la vida judicial: ¿no ganaría en frescor y fragancia?
(Artículo de Francisco Sosa Wagner, publicado en "El Mundo" el 4 de septiembre de 2015)
El ejercicio de la potestad jurisdiccional consiste en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado y corresponde exclusivamente a jueces y magistrados: así lo establece la Constitución en su artículo 117.3. Juzgar es difícil, complejo, lento. Pero toda persona que conozca de cerca el mundo de la justicia sabe que, dejando de lado la calidad de las resoluciones judiciales, uno de sus principales problemas es la dificultad de hacer cumplir sus propias resoluciones. ¿Qué valor práctico tiene una sentencia si sus mandatos no se hacen efectivos? Ninguno. Es más, si tal cosa sucede se desincentiva a quienes, por intereses personales o altruistas, dedican su tiempo, dinero y esfuerzos, a defender la justicia mediante el ejercicio de la tutela judicial. Si las sentencias no se cumplen, la pregunta es de rigor: ¿vale la pena interponer recurso si el mandato que encierra toda sentencia tiene un valor práctico meramente virtual?
Las dificultades de la ejecución de sentencias, ya muy graves en la jurisdicción contencioso-administrativa, se acentúan en la jurisdicción constitucional, donde el tribunal se encuentra muy indefenso para hacer cumplir sus disposiciones. Los jueces, sean del orden que sean, tanto los ordinarios como los constitucionales, declaran el derecho mediante sus sentencias e, incumplirlas, no solo es desobedecer a un poder público sino también vulnerar el ordenamiento jurídico, es decir, equivale a incumplir una ley dado el valor normativo de cualquier sentencia.
Por tanto, poner todos los medios para asegurar que las sentencias se cumplan es un deber del legislador. La proposición de ley que ayer fue depositada en el Congreso tiene esta finalidad, no solo legítima sino loable. Establecer un procedimiento especial para que las sentencias del Tribunal Constitucional (TC) tengan efectivo cumplimiento, estableciendo sanciones al efecto, no parece que tenga visos de inconstitucionalidad mientras el procedimiento sancionatorio establecido tenga las garantías suficientes. Tras una lectura apresurada de la proposición de ley me parece que ello es así; incluso parece suficientemente justificado el supuesto en el que se invoquen "circunstancias de especial trascendencia constitucional sin oír a las partes", aunque durante la tramitación parlamentaria de la ley se podría afinar más en las cautelas ya establecidas.
Por último, quedan las cuestiones políticas. El procedimiento de urgencia es necesario si se quiere que la ley se apruebe; es además constitucionalmente legítimo, ya que precisamente se ha regulado para casos como este. En cuanto a electoralismo, tampoco caben dudas: se trata de un acto de propaganda, oportunista si se quiere, aunque sentará bien a unos y mal a otros. Lo fundamental, sin embargo, es que si esta proposición se aprueba, la ejecución de las resoluciones del TC está mejor asegurada, lo cual tranquiliza por lo que pueda venir. Lo que no se entiende es por qué no se había previsto antes.
(Artículo de Francesc de Carreras, publicado en "El País" el 2 de septiembre de 2015)
Hace casi dos décadas que salí de la presidencia del Gobierno de España. No tengo responsabilidades institucionales ni de partido. He recuperado la sencilla condición de ciudadano, aunque en todo momento comprometido con nuestro destino común. Por ese compromiso con España, espacio público que compartimos durante siglos, me dirijo a los ciudadanos de Cataluña para que no se dejen arrastrar a una aventura ilegal e irresponsable que pone en peligro la convivencia entre los catalanes y entre estos y los demás españoles.
Siempre he sentido gratitud por vuestro apoyo permanente y mayoritario para la tarea de gobierno. Siempre, incluso cuando este apoyo era declinante en el resto de España. Y gracias a esta sintonía he podido representaros con orgullo, como a todos los españoles, en Europa, en América Latina y en el mundo. Con vuestra confianza hemos progresado juntos, durante muchos años, superando la pesada herencia de la dictadura, consolidando las libertades, sentando las bases de la sociedad del bienestar y reconociendo, como nunca antes en la historia, la identidad de Cataluña y su derecho al autogobierno.
He creído y creo que estamos mucho mejor juntos que enfrentados: reconociendo la diversidad como una riqueza compartida y no como un motivo de fractura entre nosotros. Para mí, España dejaría de serlo sin Cataluña, y Cataluña tampoco sería lo que es separada y aislada.
La idea de “desconectar” de España, como propone Artur Mas, en un extraño y disparatado frente de rechazo y ruptura de la legalidad, tendría unas consecuencias que deben conocer todos:
— Desconectarían de una parte sustancial de la sociedad catalana, fracturándola dramáticamente. Ya se siente esa fractura en la convivencia, y se empiezan a oír voces de rechazo a los que no tienen “pedigrí” catalán. Esos ciudadanos catalanes se sienten hoy agobiados porque se está limitando su libertad para expresar su repudio a esta aventura, porque le niegan o coartan su identidad —catalana y española— que viven como una riqueza propia y no como una contradicción.
— Desconectarían del resto de España, rompiendo la Constitución, y por ello el Estatuto que garantiza el autogobierno, y la convivencia secular en este espacio público que compartimos. En el límite de la locura, empiezan a ofrecer ciudadanía catalana a los aragoneses, valencianos, baleares y franceses del sur. Hemos pasado épocas de represión de las diferencias, de los sentimientos de pertenencia, de la lengua, pero desde hace casi cuatro décadas, con la vuelta de Tarradellas, entramos en una nueva etapa de reconocimiento de la diversidad y de construcción del autogobierno más completo jamás habido en Cataluña.
— Desconectarían de Europa, aislando a Cataluña en una aventura sin propósito ni ventaja para nadie. ¿Imaginan un Consejo Europeo de 150 o 200 miembros en la ya difícil gobernanza de la Unión? Porque ese sería el resultado de la descomposición de la estructura de los 28 Estados nación que conforman la UE. ¿Imaginan al Estado francés cediendo parte de su territorio para satisfacer este nuevo irredentismo? Nadie serio se prestará a ello en Europa y, menos que nadie, España, que tanto luchó por incorporarse y participar en la construcción europea, tal como es, con su diversidad y, por cierto, con el máximo apoyo de Cataluña.
— Desconectarían de la dimensión iberoamericana (que tanto valor y trascendencia tiene para todos) y especialmente de Cataluña porque este vínculo se hace a través de España como Estado nación y de la lengua que compartimos con 500 millones de personas —el castellano—, como saben muy bien los mayores editores en esta lengua, que están en Barcelona.
Naturalmente afirman lo contrario: “Solo queremos desconectar de España”. ¿De qué España? ¿La que excluye también Aragón, Valencia y Baleares? Los responsables de la propuesta saben que lo que les estoy diciendo es la verdad, si se cumpliera ese “des-propósito”. En realidad tratan de llevaros, ciudadanos de Cataluña, a la verdadera “vía muerta” de la que habla Mas, en un extraño “acto fallido”.
Vivimos en la sociedad más conectada de la historia. La revolución tecnológica significa “conexión”, “interconexión”, todo lo contrario a “desconexión”. Cada día es mayor la interdependencia entre todos nosotros: españoles de todas las identidades, europeos de la Unión entre 28 Estados nación, latinoamericanos de más de 20 países, por no hablar de nuestros vecinos del sur o del resto del mundo. Pregunten a sus empresas, las que crean riqueza y empleo por esta desconexión.
La propuesta que hace esa extraña coalición unida solo por el rechazo a España, sea cual sea el resultado de la falseada contienda electoral, puede ser el comienzo de la verdadera “vía muerta”. ¿Cómo es posible que se quiera llevar al pueblo catalán al aislamiento, a una especie de Albania del siglo XXI? El señor Mas engaña a los independentistas y a los que han creído que el derecho a decidir sobre el espacio público que compartimos como Estado nación se puede fraccionar arbitraria e ilegalmente, o que ese es el camino para negociar con más fuerza. Comete el mismo error que Tsipras en Grecia, pero fuera de la ley y con resultados más graves.
¿Qué pasó cuando se propuso a los griegos una consulta para rechazar la oferta de la Unión Europea y “negociar con más fuerza”? Después de que más del 60% de los griegos lo creyeran, Tsipras aceptó condiciones mucho peores que las que habían rechazado en referéndum, con el argumento, que sabían de antemano, de que no tenían otra salida. ¿Sabían que no había otra salida y engañaron a los ciudadanos?
Pueden creerme. No conseguirán, rompiendo la legalidad, sentar a una mesa de negociación a nadie que tenga el deber de respetarla y hacerla cumplir. Ningún responsable puede permitir una política de hechos consumados, y menos rompiendo la legalidad, porque invitaría a otros a aventuras en sentido contrario. Todos arriesgaríamos lo ya conseguido y la posibilidad de avanzar con diálogo y reformas.
Eso es lo que necesitamos: reformas pactadas que garanticen los hechos diferenciales sin romper ni la igualdad básica de la ciudadanía ni la soberanía de todos para decidir nuestro futuro común. No necesitamos más liquidacionistas en nuestra historia que propongan romper la convivencia y las reglas de juego con planteamientos falsamente democráticos.
Si la reforma de la ley electoral catalana no ha podido aprobarse porque no se da la mayoría cualificada prevista en el Estatuto, ¿cómo se puede plantear en serio la liquidación del mismo Estatuto y de la Constitución en que se legitima, si se obtiene un diputado más en esa lista única de rechazo? ¿Cómo el presidente de la Generalitat va en el cuarto puesto, como si necesitara una guardia pretoriana para violentar la ley?
Es lo más parecido a la aventura alemana o italiana de los años treinta del siglo pasado. Pero nos cuesta expresarlo así por respeto a la tradición de convivencia de Cataluña. El señor Mas sabe que, desde el momento mismo que incumple su obligación como presidente de la Generalitat y como primer representante del Estado en Cataluña, está violando su promesa de cumplir y hacer cumplir LA LEY. Se coloca fuera de la legalidad, renuncia a representar a todos los catalanes y pierde la legitimidad democrática en el ejercicio de sus funciones.
No estoy de acuerdo con el inmovilismo del Gobierno de la nación, cerrado al diálogo y a la reforma, ni con los recursos innecesarios ante el Tribunal Constitucional. Pero esta convicción, que estrecha el margen de maniobra de los que desearíamos avanzar por la vía del entendimiento, no me puede llevar a una posición de equidistancia entre los que se atienen a la ley y los que tratan de romperla.
No creo que España se vaya a romper, porque sé que eso no va a ocurrir, sea cual sea el resultado electoral. Creo que el desgarro en la convivencia que provoca esta aventura afectará a nuestro futuro y al de nuestros hijos y trato de contribuir a evitarlo. Sé que en el enfrentamiento perderemos todos. En el entendimiento podemos seguir avanzando y resolviendo nuestros problemas.
(Artículo de Felipe González, publicado en "El País" el 30 de agosto de 2015)
En su excelente libro Las buenas conciencias, el novelista mexicano Carlos Fuentes recogió una lúcida apreciación que en el texto atribuye a Emmanuel Mounier, aunque originariamente es de Nietzsche: “Nos las arreglamos mejor con nuestra mala conciencia que con nuestra mala reputación”; una cuestión que sale de nuevo a la luz recientemente en trabajos como el del colombiano Juan Gabriel Vásquez Las reputaciones.
Parecen enfrentarse en estos casos dos formas de saber acerca de nosotros mismos: la opinión que nos desvela nuestra propia conciencia y la valoración de los demás. Y llevaba razón Nietzsche al afirmar que, salvo casos excepcionales, que siempre los hay, a las personas de a pie, a las empresas, a los partidos políticos y a sus líderes, les importa bastante más la reputación que lo que ellos pueden pensar acerca de sí mismos.
Tal vez porque, como Maquiavelo recordaba al príncipe que, a su juicio, debía conquistar el poder y salvar la república, “todos ven lo que pareces, pocos palpan lo que eres”. El mundo de la apariencia es el que atrae las voluntades, el que persuade o disuade, mientras que el de lo que realmente alguien es queda en el misterio de la conciencia.
Qué duda cabe de que es inteligente intentar labrarse una buena reputación. Los medios de comunicación sacan a la luz constantemente las valoraciones que la ciudadanía hace de los líderes de los partidos políticos, con el sobrentendido de que su reputación influirá en los votos que recibirá su partido; las empresas redactan memorias de Responsabilidad Social Corporativa como carta de presentación a potenciales clientes, a otras empresas y al poder político, también con el implícito de que un buen currículo ético es un excelente aval para hacer negocio con organizaciones fiables.
Y si esto siempre ha sido así, más aún lo es en nuestro tiempo, en la Era de las Redes, cuando la visibilidad de las actuaciones aumenta de forma exponencial y la reputación se gana en votaciones de “me gusta”, o no “me gusta”, refiriéndose a hoteles, artículos de prensa, libros, agencias de viaje y un larguísimo etcétera.
De donde se sigue que crear buena reputación o destruirla no es difícil siempre que se cuente con la inteligencia suficiente como para movilizar las emociones de las gentes en una dirección, a poder ser con mensajes simples y esquemáticos que den en la diana de los sentimientos de la mayoría. Nuestro tiempo es, todavía más que el de Maquiavelo, Nietzsche o Mounier, el de las reputaciones, y no el de las conciencias. Saber movilizar las emociones es la clave del éxito.
Ciertamente, estas apreciaciones tienen un respaldo en estudios científicos de distinto género que muestran cómo las personas actuamos más cordialmente con los demás cuando nos sentimos observados, incluso cuando en un experimento el supuesto observador está representado por unos trazos colocados de tal modo que simulan ojos humanos. Por eso es indispensable enviar observadores de carne y hueso a los países que actúan en contra de los derechos humanos, aunque sólo fuera para que teman por su imagen a escala internacional.
Nos las arreglamos mal con nuestra mala reputación, entre otras razones, porque tiene malas consecuencias para nuestra autoestima, que es un bien básico para llevar adelante una vida feliz, pero también porque tiene malas consecuencias para realizar nuestros deseos y nuestras aspiraciones, mientras que la buena o mala conciencia se queda en el fuero interno. Parece la conciencia una cosa demasiado olvidada, como decía el principito de Saint-Exupéry. Nuestro tiempo es el de las reputaciones, no el de las conciencias.
Y, sin embargo, la vida pública descansa, en muy buena medida, sobre el supuesto de que también nos las arreglamos mal con nuestra mala conciencia. Por poner un ejemplo bien patente, los cargos políticos prometen o juran cumplir sus obligaciones por su honor y por su conciencia delante de la Constitución; y es perfectamente lógico que en una sociedad pluralista quien no crea en Dios no tenga por qué ponerle por testigo ni jurar ante un libro sagrado. Pero igual de lógico es confiar en que crea en su conciencia y en que la valore hasta tal punto que no está dispuesto a traicionarla a ningún precio.
Precisamente para evitar que la ciudadanía mintiera en los tribunales recomendaba Kant en La metafísica de las costumbres mantener la fe en un Dios dispuesto a castigar a los perjuros, pero si en nuestro tiempo el garante último es la conciencia personal, cabe suponer que para nosotros es algo extremadamente apreciado.
Es evidente que la apelación a la conciencia no exime a una sociedad de elaborar leyes, a poder ser claras y precisas, referidas a la transparencia, la rendición de cuentas y la responsabilidad. Dar cuentas antes la ciudadanía es lo propio de una sociedad democrática, en la que se supone que debería gobernar el pueblo. Pero, siendo esto verdad, siempre queda abierta la pregunta “¿quién controla al controlador?”.
Naturalmente, los iluminados que no quieren aceptar para sus actuaciones más juez que su propia conciencia son un auténtico peligro, y todavía más lo son los grupos de fanáticos que asesinan sin compasión por una fe grupal, del tipo que sea. Por eso es esencial formar la conciencia personal a través del diálogo, nunca a través del monólogo, ni siquiera sólo a través del diálogo con el grupo cercano, sea familiar, étnico o nacional. Somos humanos y nada de lo humano nos puede resultar ajeno, el diálogo ha de tener en cuenta a cercanos y lejanos en el espacio y en el tiempo.
Pero al final llegamos a un punto, en las cosas importantes, en el que cada persona ha de formarse su juicio y tomar sus decisiones, no puede depender sólo de mensajes ajenos, si es que sigue teniendo un sentido el ideal de la libertad, entendida como autonomía personal.
Dónde se forma hoy en día esa conciencia es una de las grandes preguntas para las que hay muy difícil respuesta, y, sin embargo, es preciso encontrarla si no queremos dejar de ser, junto con otros, los protagonistas de nuestra propia vida. Los artesanos de nuestra existencia, como aconsejaba Séneca.
(Artículo de Adela Cortina, publicado en "El País" el 22 de agosto de 2015)
Los nuevos tiempos de la política española, con la irrupción de nuevas caras y el evidente relevo generacional, seguramente serían calificados por Michael Oakeshott como un momento álgido de política de “fe” y no de “escepticismo”. En la primera, la actividad pública está al servicio de la salvación de la comunidad: el Gobierno lo abarca todo y se espera de los gobernados no sólo obediencia, sino, incluso, entusiasmo. Por el contrario, la política del escepticismo, entiende el Gobierno como una actividad distinta de la búsqueda de la perfección humana. El político escéptico observa que los hombres tienden a entrar en conflictos, porque a menudo tienen intereses contrapuestos, y la misión del Gobierno no es otra que minimizar la gravedad de tales disputas.
La política no existe porque sea buena (como piensa el político de fe), sino sólo porque es un mal menor. La política del escepticismo, de aroma anglosajón, se inclina por no conceder demasiado poder a los gobernantes; sólo el estrictamente necesario para lograr el orden de la sociedad (sin engañarse con un evanescente y casi siempre hemipléjico bien común). Por ello, y también porque el escéptico no ignora que el Gobierno está ocupado por hombres de la misma clase que la de aquellos a los que gobiernan, es decir, personas con la permanente tentación de imponer siempre sus propios intereses a los demás. David Hume escribió que todo hombre debe ser tenido como un bribón y que suele ser más honrado en su conducta privada que en la pública (seguramente porque es más visible; pero él escribió antes de la era de Internet).
El escéptico valora el poder como el ajo en la cocina: debe ser usado tan discretamente, que sólo se debe advertir su ausencia. Por supuesto, en la política del escepticismo, gobernar no es nada que pueda suscitar ilusión. Probablemente, todos los políticos combinan en alguna medida fe y escepticismo. El problema está en sus excesos: el cinismo del escéptico y el fanatismo del entusiasta.
La vieja política está plagada de cinismo, como cuando no se adoptan medidas reales de represión de la corrupción o cuando se selecciona a la competición electoral a personas más interesadas que interesantes. Pero el político de fe también se expone a excesos. Y no es un fenómeno nuevo: ahí está el tipo de político independentista, para quien la ruptura con lo que llama “el Estado español” sería una suerte de bálsamo de Fierabrás capaz de sanar cualquier herida, aunque, como le ocurriera a don Quijote, mucho me temo que el único efecto de tal pócima sea laxante, al menos en cuanto a palabras y derroche inútil de energía.
El político militante es adanista y descubridor de mediterráneos. Quien presume de pureza, también en política, asusta. Es probable que se llegue a creer, de verdad, que él y los suyos, por sí solos, son capaces de regenerar el sistema. Esto supone una impugnación global de toda la historia anterior, que es leída sólo a partir de sus patologías, e implica una superioridad moral sobre el resto de políticos tan ignorante como arrogante. Churchill dijo que sostener que todos los políticos son corruptos era injusto con el 5% de ellos que, como él, no lo eran. Al menos, habría que hacer justicia a esos.
La política fervorosa se funda en un cierto pensamiento mágico acerca del poder. El Estado sería un enorme sifón de recursos ilimitados. Un ejemplo: la limitación del gasto público que introdujo la reforma del artículo 135 de la Constitución vista por un amplio sector de la izquierda española como el peor baldón que un Gobierno socialista haya podido cometer a los propios ideales.
Es cierto que puede discutirse la forma de esa reforma y las modalidades temporales de su aplicación (para evitar el austericidio), pero, por principio, ¿es pensable que podamos gastar normalmente más de lo que ingresamos, de modo que incrementemos aún más la estratosférica deuda que ya tenemos? La desorientación de la socialdemocracia española no sólo es estratégica o ideológica; es peor, es intelectual (no porque no haya pensadores, sino porque no se les hace demasiado caso). Una de las lecciones más interesantes de la crisis económica ha sido pensar las políticas públicas a partir de sus beneficios y su coste. Evidentemente, no para poner al lucro en el centro de la política, como querrían los conservadores, sino a las personas y, sobre todo, a las que sufren desigualdad de cualquier tipo.
Pero una lucha por la igualdad, racional, seria, argumentada. Gobernar es elegir en qué se gasta y lo que se gasta en un sitio no va para otro sitio, seguramente también necesario. Los recursos son escasos. Hay que elegir. No todo es posible en todo momento. La economía no es mágica; tampoco la democracia. Hay que explicar todo esto y bien a los ciudadanos.
Ni el político iluminado ni el cínico son capaces de dialogar, salvo que no tengan más remedio; se sienten en posesión de toda la verdad. Exacerban las diferencias entre los suyos y los otros. No parece haber un “nosotros”. En nuestro país tenemos dificultad para el diálogo; ¿será verdad eso de que poder que no se abusa, se desprestigia? El problema de dialogar, ciertamente, es que uno corre el riesgo de ser convencido. Tras una legislatura donde, por el momento delicado que vivía el país, el electorado decidió que hubiera muchas mayorías absolutas, ahora se abre un tiempo nuevo en el que todos tendrán necesidad de llegar a acuerdos. Habrá que reemplazar insultos y descalificaciones por pactos y argumentaciones. Los embates, por debates.
La política fundamentalista y la cínica halagan a su electorado sólo con promesas de derechos. Ni una palabra de deberes, responsabilidad, o solidaridad (salvo la que se piensa imponer a los adversarios). Es una política de seducción de los propios y de enfrentamiento y revancha respecto de los otros. Es una lógica de enemigos, no de simples adversarios. Un rostro contemporáneo de la vieja inquisición tan propia de nuestra cultura.
Se abre un tiempo nuevo en el que, si queremos avanzar, no tendrán cabida el cinismo ni el fundamentalismo. Hace falta, con permiso de Oakeshott, una ética política renovada y creíble: ilusión, pero humildad; creatividad, pero capacidad técnica, y, por encima de todo, espíritu de diálogo y mucha, pero que mucha, tolerancia. De momento, ha habido una enorme renovación de políticos, pero está por ver si, por fin, habrá cambios en la política.
(Artículo de Fernando Rey, publicado en "El País" el 12 de agosto de 2015)
Aparentemente, no pasa nada. Vemos a nuestros educandos de la sociedad hiperconectada en su perpetuo soliloquio con el móvil o concentrados en alguna pantalla -¿qué mirarán?- en vez de tomar apuntes. Nos resignamos a que lo contrasten todo con fuentes –más o menos fiables- de acceso inmediato, a que pongan en cuestión lo que decimos y nos reclamen respuestas en tiempo real. Notamos su renuencia a la comunicación convencional y su seducción por los estímulos visuales, su propensión a hacer varias cosas a la vez, su facilidad para extraer de los artilugios tecnológicos utilidades que ni sospechábamos que existieran. Los vemos, pero hacemos como si todo eso no afectara a su forma de aprender. Seguimos dándoles clase igual que otros hicieron con sus padres. Nada, en la mayoría de las aulas universitarias, parece denotar urgencias de cambio.
Y sin embargo, algo se mueve bajo nuestros pies. Y deprisa. Como en otros sectores de actividad económica (edición, audiovisual, turismo o banca, por no extendernos) la globalización y la revolución digital, combinadas, están produciendo, en la educación superior, cambios económicos, tecnológicos y psicosociales que van a la raíz de lo que –usando la jerga empresarial- llamaríamos “modelos de negocio” de las instituciones educativas.
Visto desde el ángulo de la oferta, el acceso al conocimiento básico se desmonetiza a marchas forzadas. La tecnología digital lo pone al alcance de todos, a menudo sin coste, y permite consumirlo de forma autónoma, ubicua y asincrónica. La actividad que siempre se había realizado en el aula pierde así una parte nada pequeña del valor que le atribuíamos. El entorno competitivo se endurece. Las instituciones académicas tradicionales monopolizaban el acceso al conocimiento de calidad, pero hoy nuevos actores aprovechan los cambios para lanzar al mercado productos de conocimiento que combinan calidad y bajo coste. Las credenciales de universidades de prestigio compiten ya con modelos diferentes de reconocimiento (nano degrees, certificaciones no-pay, micro especializaciones…) que los empleadores han empezado a valorar.
Pero lo más importante, para un educador, está ocurriendo en el lado de la demanda. La carga cognitiva –la cantidad de conocimiento consumido por persona y unidad de tiempo- crece exponencialmente, pero se digiere de manera fragmentada, sincopada, dispersa, superficial. Al mismo tiempo, las sociedades y organizaciones de hoy necesitan, cada vez más, personas capaces de discernir aplicando su propio criterio, de relacionar entre sí hechos y fenómenos aparentemente distantes, de interpretar entornos fluidos y volátiles, de afrontar problemas complejos. Sólo experiencias educativas capaces de consolidar los conocimientos, de hacerlos viajar a través de las fronteras –casi siempre artificiosas- de las disciplinas, de proveerlos de sentido y convertirlos en base para nuevos aprendizajes podrán responder a esos desafíos. La preocupación, cada vez más extendida, por fortalecer los contenidos humanísticos de la educación superior responde a esa inquietud.
Claro, que transformar conocimiento en meta-conocimiento exige una fuerte personalización de los procesos educativos. Y éste es un camino que se hace menos escalable cuanto más masivo: no podemos poner un tutor a cada estudiante. La viabilidad económica del asunto queda en entredicho salvo que se asuman dos cambios. El primero, que una parte significativa de esa personalización puede ser auto-gestionada por el estudiante si reformulamos la relación –hoy todavía unidireccional y condescendiente en muchos casos- entre profesor y alumno. El segundo, que para ello es necesario un uso masivo, disruptivo e inteligente de la tecnología digital.
La tecnología nos permite en la actualidad trasladar fuera del aula una parte considerable del proceso de aprendizaje. Siempre fue así, dirán algunos. Sí, pero lo que ahora cambia es tanto la dimensión de este hecho como la misma secuencia del proceso. Hoy es posible aprovechar las posibilidades del aprendizaje en línea para producir y/o filtrar recursos de conocimiento básico de alta calidad y adaptar su consumo a las circunstancias, aptitudes y preferencias personales de cada estudiante. Podemos, incluso, acreditar de este modo su grado de dominio. Estas posibilidades tienen un alcance pedagógico revolucionario. Uno de sus efectos es que enriquecen extraordinariamente el potencial del trabajo en el aula. Eric Mazur, profesor de Física en Harvard, lo explica así: “El primer escalón es transferir información. En el segundo escalón, el alumno necesita hacer algo con ella: construir modelos mentales, crear sentido, ver cómo esa información, y el conocimiento inserto en ella, se aplica al mundo que nos circunda”. Liberada de buena parte de su función meramente transmisora, el aula puede dedicarse a consolidar conocimiento previamente adquirido, relacionarlo con otras perspectivas, situarlo en un entorno de aplicación, ponerlo a prueba, obligarle a afrontar retos difíciles, extraer de él su potencial transformador.
Aun siendo trascendentes, los cambios más significativos no derivan del uso de la tecnología. Mientras las aulas universitarias tuvieron el monopolio del acceso al conocimiento de nivel superior, el foco de atención prioritaria se dirigió a aquellos que podían producirlo y transmitirlo del modo más fiable. Ahora, con ese conocimiento convertido en commodity, el desafío de la universidad es manejarlo de forma que haga posibles experiencias de aprendizaje de alta calidad. Lo que va a contar es la capacidad para asegurar esas experiencias y conseguir graduados dotados de los perfiles que la sociedad y la actividad productiva demandan. Los modos de diferenciación entre las instituciones se desplazan aceleradamente desde los inputs del proceso educativo hacia sus resultados e impactos. El verdadero cambio consiste en asumir que el estudiante y su aprendizaje son el centro de todo.
Para las instituciones, esta inflexión transforma en profundidad el contrato psicológico con sus dos actores principales: estudiantes y profesores. A los primeros, porque los responsabiliza de una parte importante de su propio aprendizaje, imponiéndoles un papel más autónomo y exigente del que están acostumbrados. Además, una disposición más activa por su parte es consustancial a un modo de aprender en el que la co-creación de conocimiento, la colaboración en retos o proyectos y el trabajo de equipo desempeñan un papel decisivo. Para el educando, el estar en el centro del escenario no equivale a recibir el trato obsequioso que se dispensa a un cliente. Al contrario, su nuevo rol le obliga a superar ciertas pulsiones (dispersión, superficialidad, individualismo, sobrevaloración, autoindulgencia…) que forman parte, mucha o poca, de los contextos en que se socializan las personas hoy en día.
Y si gestionar ese ajuste de expectativas es difícil, no lo es menos el que afecta al profesorado. Como está ocurriendo en otros sectores, los profesores estamos, nos guste o no, en el umbral de cambios que transforman el oficio que hemos conocido. Cambian las competencias exigibles: será difícil que los procesos de legitimación profesional sigan basándose casi exclusivamente en capacidades reconocidas por la comunidad académica, pero desvinculadas muchas veces del talento para enseñar. Cambian los roles docentes, que tendrán que asegurar la calidad de los aprendizajes e integrar la aptitud para dinamizarlos, coproducirlos y conectarlos con la realidad. Cambian ciertos requerimientos de habilidades técnicas, como las de comunicar en línea y desarrollar contenidos digitales, hoy prácticamente inéditas. Cambian las métricas y sistemas de evaluación que habrán de reconocer nuevos equilibrios entre actividades presenciales y a distancia y ponderar de un modo distinto los esfuerzos dedicados a preparar, actualizar, impartir, orientar, monitorizar, apoyar, evaluar.
Son, sin duda, retos de gran calado. Lo que podemos dar por hecho es que nuevas formas de entender la misión de educar y nuevos roles y modos de relación entre quienes la ponen en práctica van a caracterizar a aquellas instituciones de educación superior que consigan seguir siendo relevantes en los próximos años. En palabras de Eric Hoffer: “En tiempos de cambio drástico, son los que aprenden quienes heredan el futuro. Los que ya saben suelen encontrarse muy bien equipados para vivir en un mundo que ya no existe”.
(Artículo de Francisco Longo, publicado en "El País" el 11 de agosto de 2015)
En la primavera de 1930, Pío Baroja viajó en coche desde el Bajo Aragón a Valencia, deteniéndose en el Maestrazgo. Quería conocer los escenarios en que se desarrollarían los próximos episodios de sus Memorias de un hombre de acción, en concreto Los confidentes audaces y La venta de Mirambel. Baroja, a diferencia de otros escritores, procuraba describir lo que antes había visto con sus ojos. No se lo inventaba todo. Fue de Alcañiz a Morella, y de Morella a Mirambel, Cantavieja y Segorbe. De Segorbe bajó a Valencia y Játiva, para regresar de ahí a Madrid. Baroja dijo de Morella que parecía una de esas “ciudades de cíclopes o gigantes” que lucen estáticas, inmunes al paso del tiempo, en lo más alto de un promontorio que, en el caso de Morella, es un altozano de piedra caliza sólo amenizado por enjutos bosques de carrascas, quejigos y pinos característicos de la comarca de Els Ports.
En lo más alto de Morella está el castillo. Por ahí han pasado celtíberos, romanos y árabes. Lo conquistó el Cid, se perdió y lo reconquistó Alfonso, tomándolo definitivamente para su corona Jaime el Conquistador. Morella se mantuvo fiel al emperador Carlos V cuando las Germanías; y siglos más tarde, cuando la guerra de Sucesión, se sometió a Felipe V, quizá decantándose por Castilla, más lejana, que por Catalunya y Valencia, más próximas, pero que habían apostado por el archiduque en una guerra que comenzó siendo un enfrentamiento internacional europeo y terminó como una guerra civil entre españoles, cuando las potencias los abandonaron a su suerte por primera y no última vez. No obstante, el episodio más vivo de la historia de Morella, grabado en la memoria colectiva española, es la primera guerra carlista –otra guerra civil– librada por los legitimistas, en aquellos pagos, bajo las órdenes de Ramón Cabrera y Griñó, conocido como El tigre del Maestrazgo. Fue una guerra brutal por ambas partes, marcada por las tremendas represalias ordenadas por Cabrera en venganza por el previo fusilamiento de su madre, que, a su vez, fue la respuesta a la ejecución de dos alcaldes constitucionales ordenada por Cabrera.
Estas barbaridades no eran fruto de una explosión de violencia repentina e imprevista, sino que respondían a un designio fríamente conformado y ejecutado. Así, cuando el general Nogueras, gobernador de Tortosa, duda en fusilar a la madre de Cabrera, recibe un oficio del capitán general de Catalunya –el antiguo y heroico guerrillero Espoz y Mina– ordenándole que “mañana, a las diez de ella, será fusilada la madre de Cabrera y presas las tres hermanas”. No es extraño que, al conocer estas nuevas, la reacción de Cabrera asustase incluso a sus más inmediatos seguidores. Tanto, que Mariano-José de Larra –seguidor próximo de los acontecimientos– escribió un artículo –“Dios nos asista”– en el que utilizaba el sarcasmo para denunciar esta barbarie: “También te habrán contado (…) otra pequeña arbitrariedad ejecutada oficialmente en una vieja por virtud de un cúmplase de un héroe. ¡Dios nos libre de caer en manos de los héroes…! Es así que la primera causa de que hubieran facciosos fueron las madres que los parieron, ergo, quitando de en medio las madres, lo que queda… Es lástima que no haya vivido el abuelo porque mientras más arriba, más seguro el golpe”.
Nacido en una familia de buen pasar, Ramón Cabrera estudió un tiempo en el seminario, de donde le sacó su falta de vocación. Su integrismo ideológico le hizo abrazar la causa carlista y, estallada la guerra, su instinto guerrillero y su sentido natural de la estrategia, unidos a un valor indiscutible, le llevaron pronto al generalato. El 25 de enero de 1838 tomó la plaza de Morella, ciudad que defendió durante dos años frente a los más nutridos ejércitos liberales, que habían sitiado la plaza. Llegó a dominar las provincias de Teruel y Castellón, exceptuadas las capitales. Tras el convenio de Vergara, que puso fin a la guerra en el norte, la derrota era inevitable. Resistió un tiempo, pasó a Berga y, de ahí, a Francia y más tarde a Inglaterra. Parece que la campiña inglesa amansó al tortosino, quedando atrás el recuerdo de su crueldad. Casó con una dama rica, tuvo hijos y allí murió.
Cuando estalló la última guerra civil, el general Miguel Cabanellas Ferrer, de convicción republicana, quedó en zona nacional –en Zaragoza– y se sumó al alzamiento, pero consternado por la represión espantosa en el valle del Ebro, exclamó: “¡En este país, alguien tendrá que dejar de fusilar alguna vez!”. Afortunadamente, pasados los años, podemos ya decir con garantías que se ha dejado de fusilar. Pero ello no obsta para que resurjan periódicamente –en unos y otros– las furias atávicas de la estirpe, que convierten al adversario en enemigo, que son refractarias a la concordia, que se niegan al diálogo, que carecen de voluntad de pacto y, más aún, de predisposición transaccional. ¡Cuánta soberbia! ¡Cuánta cobardía! ¡Cuánta mediocridad! En expresión de un viejo amigo, nunca olvidado, qué espectacular eclosión de “mediopelismo hispano”.
(Artículo de Juan José López Burniol, publicado en "La Vanguardia" el 10 de agosto de 2015)
Hace ya varios años que el desprecio al derecho —a la Constitución, leyes y sentencias— se ha instalado cómodamente en la Cataluña oficial. El presidente de la Generalitat, consellers,diputados y dirigentes de partidos nacionalistas, declaran con frecuencia que están dispuestos a saltarse la ley o incumplir una sentencia y aquí no pasa nada. Los editoriales de los periódicos, los columnistas de referencia, las tertulias de radio y televisión, salvo muy contadas excepciones, no prestan especial atención a las constantes vulneraciones del Estado de derecho. Por lo visto, lo consideran como algo normal, habitual, un detalle nimio sin importancia.
Cuando a finales de 2009 un editorial conjunto de los diarios catalanes, encabezados por La Vanguardia y El Periódico, pidieron al Tribunal Constitucional, en nombre de Cataluña, que declarara el nuevo Estatuto conforme a la Constitución por motivos políticos, ya podía preverse que aquellos que dirigen y conforman la opinión pública catalana tenían, o bien escasos conocimientos políticos, o bien un gran menosprecio por la democracia y el derecho. Lo que ha sucedido después no puede sorprender a nadie: al huevo de la serpiente, incubado desde hacía 30 años, comenzaba a rompérsele el cascarón.
Por tanto, que las autoridades catalanas vulneren el derecho ante la complacencia general, ya forma parte de la normalidad catalana, no es noticia. Además, los sectores influyentes de la sociedad —sindicatos, patronal, asociaciones conocidas, empresarios relevantes, mandarines culturales o presidentes del Barça—, o están de acuerdo con quienes incumplen la ley o se mantienen cómodamente callados para no meterse en líos: se quejan en privado pero enmudecen en público, como durante el franquismo, tampoco nada nuevo. Ante el poder, cobardía: ¿es siempre así la condición humana?
Pero esta ola de desobediencia al derecho está llegando a peligrosos límites. La deslealtad se exhibe con desenfado. Oriol Junqueras dijo hace unos días en una entrevista radiofónica que estaban procurando “colarle goles al Estado” y añadió, en referencia al llamado proceso independentista, que la intención era ir esquivando las decisiones del Ejecutivo: “No daré pistas al Gobierno español de lo que decimos en las conversaciones para esquivarlo”. Así es como se trata a los enemigos.
Para remachar el clavo, Francesc Homs, conseller de Presidencia de la Generalitat, abogó por ignorar la legalidad española si choca con el “mandato democrático del pueblo de Cataluña” que se expresará en las próximas elecciones. Tras contraponer la legalidad catalana (sic) a
42 comentarios:
Fecundos y facundos, en verdad.
Lo digo nuevamente.
Da gusto que alguien traiga a Aragón el mensaje de Naciones Unidas en este tema, muchas gracias.
En su resolución 58/4 del 31 de octubre de 2003, la Asamblea General proclamó el 9 de diciembre Día Internacional contra la Corrupción. Esta decisión se tomó con la finalidad de aumentar la sensibilización respecto de la corrupción, así como del papel que puede desempeñar la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción para combatirla y prevenirla.
No, es una tarea permanente e infinita.
En cualquier caso, no basta con un día para luchar contra la corrupción...
HACE UN MES DE ESTO:
El Programa de la ONU para el Desarrollo (PNUD) y la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (UNODC) han lanzado conjuntamente una nueva campaña mundial contra la corrupción, cuando queda justo un mes para que se celebre el Día Internacional contra la Corrupción, el próximo 9 de diciembre.
Esta campaña pretende concienciar sobre cómo esta práctica socava los Objetivos de Desarrollo del Milenio, que abarcan, entre otros, la reducción a la mitad del hambre y la pobreza extrema para 2015, además del acceso a la educación universal y algunos propósitos de género, de salud y medioambientales.
El lema de la campaña, "Súmate al no", hace un llamamiento a todas las personas para que se involucren activamente en la lucha contra este mal.
Hoy lunes comenzará en Doha (Qatar) una reunión de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, el único instrumento internacional vinculante para combatir este fenómeno y ratificado desde 2005 por más de dos tercios de los 192 Estados miembros de la ONU.
(SERVIMEDIA)
09-NOV-09
Y la Asociación en onda.
“Súmate al NO”: nueva campaña mundial contra la corrupción
¿Qué hacer contra la corrupción?
La pelota está en los poderes del Estado.
Día Internacional Anticorrupción
El 31 de octubre de 2003, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción y solicitó que el Secretario General designe a la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) como secretaría para la conferencia de los Estados Parte en la Convención (resolución 58/4) La Asamblea también designó al 9 de diciembre como el Día Internacional contra la Corrupción, para despertar conciencia sobre la corrupción y sobre el papel de la Convención para combatirla y prevenirla. La Convención entró en vigencia en diciembre de 2005..
28 de septiembre, Día Internacional del Derecho de Acceso a la Información Pública.
Por favor, ponedlo en vuestro calendario de actividades.
¿La lucha de un funcionario público?
SUCEDÍA HACE UNOS DIAS EN CASTRO URDIALES:
La Plataforma 'Tolerancia 0 con la corrupción' ha convocado el próximo sábado, día 28, una concentración 'Contra la corrupción y por la disolución inmediata de la Corporación del Ayuntamiento', y ha organizado la conferencia 'El cáncer de la corrupción política en Castro Urdiales tiene solución. Experiencias de un interventor', que correrá a cargo del ex interventor municipal de Castro , Fernando Urruticoechea.
La conferencia de Urruticoechea, premio 'Ultimo Urogallo 2009' de ARCA, tendrá lugar el sábado a las 18.00 horas en el salón de actos del instituto 'Ataulfo Argenta' (calle Menéndez Urdiales).
En la misma, el ex interventor expondrá "las razones para plantarse frente a la corrupción y que la solución pasa por el levantamiento de la ciudadanía frente a los partidos políticos".
Además, la plataforma convoca a los ciudadanos a una concentración en la plaza del Ayuntamiento, a las ocho de la tarde, contra la corrupción y por la disolución inmediata de la Corporación castreña.
'Los ciudadanos dependen de la policía para que les proteja, y del poder judicial para que castigue a los delincuentes. Cuando sus guardianes están en venta, la gente pierde la fe y algunos incluso se toman la justicia por su mano', sostuvo Labelle.
Los sobornos para tener acceso a los servicios son más comunes en Africa, con tarifas que van desde seis euros por acceder a la electricidad hasta 50 euros para una atención sanitaria. En América Latina, agilizar el servicio medico puede suponer un soborno de hasta 450 euros.
El sector de registros y concesión de permisos es el segundo que más sobornos recibe, pues uno de cada diez encuestados respondió que tuvo que pagar alguna cantidad en ese concepto.
En Africa, nada menos que el 32 por ciento señalaron que habían tenido que pagar por recibir prestaciones en ese sector.
En otras regiones más favorecidas como Estados Unidos y Europa Occidental, el barómetro indica que la preocupación por la práctica de la corrupción en los niveles superiores está a la orden del día pese a la escasa experiencia personal de sobornos.
Así, el 85 por ciento de los encuestados en América del Norte cree que la corrupción es una práctica habitual en el mundo empresarial, y el 89 por ciento en la política.
En el mundo, sólo hay tres instituciones que registran un resultado positivo, las entidades religiosas (2,8 por ciento), las organizaciones no gubernamentales (2,9 por ciento) y las oficinas de registro (2,9 por ciento).
'La corrupción se ha infiltrado en la vida pública y acomodado en ella', afirmó la directora de Política e Investigación de Transparency Internacional, Robin Hodess, y agregó que muchos ciudadanos sostienen que la corrupción influye en sus vidas.
Los porcentajes entre regiones sin embargo varían sensiblemente, pues mientras que el 22 por ciento de los europeos considera que la corrupción influye 'mucho' en su vida personal y familiar, ese porcentaje asciende al 70 por ciento.
En Bolivia, Kenia, Nigeria, Filipinas, Corea del Sur y Turquía los encuestados que dijeron sentirse muy influidos por la corrupción ronda el 71 por ciento.
'Los ciudadanos hablaron con claridad y ahora son los gobiernos los que deben actuar para erradicar todas las formas de corrupción, poner freno al blanqueo de dinero, proteger a los delatores y asegurar la devolución de los activos saqueados', dijo Labelle.
La presidenta de Transparencia Internacional se refirió a la reunión multilateral que tendrá lugar la semana próxima en Jordania para exhortar a las naciones participantes a 'dar pasos concretos en la implementación de la Convención de la ONU contra la corrupción'.
HACE TRES AÑOS:
Los ciudadanos creen que corrupción es un mal generalizado
Los partidos políticos, los gobiernos, el mundo empresarial y la policía son a juicio de los ciudadanos las instituciones más corruptas del mundo, según el 'Barómetro Global de la corrupción 2006' presentado hoy por Transparencia Internacional.
'El informe que hoy presentamos es una alerta para los gobiernos que aún no han hecho de la lucha contra la corrupción una prioridad máxima', declaró Huguette Labelle, presidenta de Transparencia, organización con sede en Berlín .
El informe, difundido con motivo de que mañana se celebra el Día Internacional contra la Corrupción, recoge la percepción que tiene el ciudadano de a pie de esta práctica, mientras que el Indice sobre la corrupción publicado por esa organización no gubernamental en noviembre se basa en la opinión de expertos.
Según el barómetro, fruto de una encuesta de Gallup Internacional, la policía, pese a ocupar el cuarto lugar en la percepción de entidades corruptas por parte del ciudadano, es la institución donde más se practica el pago de sobornos, hasta el punto de que el 17 por ciento de los encuestados afirmó haberlos pagado en alguna ocasión.
En Latinoamérica, por ejemplo, uno de cada tres encuestados que tuvo contacto con la policía terminó pagando un soborno, mientras que en Africa esa proporción sube al 50 por ciento.
En el sureste de Europa, la región de Asia y Pacífico y en las repúblicas de la antigua Unión Soviética, entre el 15 y el 20 por ciento de las personas que tuvieron algún problema con la policía en el último año pagó soborno.
Europa Occidental tampoco es ajena al pago de sobornos, pues según el barómetro esta práctica se registró en todos los países de la Unión y en Escandinavia, aunque en porcentajes que van desde el 2 por ciento de Austria, Alemania, Reino Unido y España, al 6 por ciento en Luxemburgo y el 17 por ciento en Grecia.
El fallo de los controles
Los cuatro intervinientes, a la postre, señalan a lo mismo: la autenticidad de la democracia está en el sistema electivo, pero no sólo: también en el buen funcionamiento de los controles y en la capacidad de regeneración del sistema. ¿Qué pasa con el Tribunal de Cuentas? ¿Qué ocurre con la Sindicatura catalana y la acción de su parlamento? ¿Por qué no se encargan auditorias independientes en los partidos para poner los números claros y las responsabilidades nítidas? En España la corrupción política nos remite a lugares muy atrasados en la calidad democrática. Varela Ortega apunta a los excesivos poderes de recalificación urbanística y a la deficiente financiación de los municipios; Vargas Llosa relata cómo la corrupción es propia de las dictaduras pero debe corregirse rápidamente en las democracias; Savater apela a la ciudadanía para que discierna quién merece el voto y quién no, y Lozano insiste en la necesidad de que se abran las ventanas y se ventilen los cuarteles generales de las organizaciones partidarias.
A veces a las sociedades les faltan referentes. Ese, creo, es el momento de España: no emergen –o no les dejan emerger—intelectuales críticos a los que se les ofrezca resonancia mediática que sacudan conciencias y convoquen a un rescate de la decencia. De persistir esta atonía ética, este silencio denunciatorio, esta indolencia moral, la corrupción podría entenderse como compatible con el propio sistema democrático. Y entonces, se produciría una regresión colectiva. A tenor del escasísimo alcance público de los cuatro discursos mejor armados por otros tantos intelectuales españoles –de diversa ideología y creencias—de cuantos se han podido escuchar en los últimos tiempos en un foro patrocinado por un nuevo partido político, se podría llegar a una conclusión muy poco optimista. Pero el hecho de que Vargas Llosa, Savater, Varela Ortega y Lozano no eludieran la cita, se zafaran con el tema y disertasen con libertad y valentía sobre él, ha sido todo un logro. Un logro silenciado, amortiguado, pero que entre los Correa, los Millet, los Pretoria… terminará por imponerse.
La crisis ha destapado la corrupción porque no hay dinero sucio para seguir callando las bocas de los extorsionadores. Es el único efecto positivo de la recesión, aunque sea éste un triste consuelo. Cuando no hay harina todo es mohína dice el refrán y dice bien. Estamos viendo las entretelas del sistema y no son aparentes sino repugnantes. Necesitamos que los intelectuales regresen a la plazuela pública que, como dijo el insigne abuelo de uno de los intervinientes en el acto del martes en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, el filósofo Ortega y Gasset, es el lugar desde el donde deben proclamar su alegato. Vamos a ver si se le pone megafonía a la palabra culta y al discurso honrado.
jose antonio zarzalejos
Día 3 de noviembre. 19 horas. Sala Valle Inclán del Círculo de Bellas Artes en la madrileña calle de Alcalá nº42. Lleno hasta la bandera. Asistentes con invitación y confirmación. Es el acto de arranque de la Fundación Progreso y Democracia, instrumento de reflexión de la UPyD liderado por Rosa Díez. El programa: coloquio sobre El pensamiento liberal en la actualidad. Salen a la palestra, en estos tiempos de escaseces intelectuales, cuatro personajes acreditados: el escritor Mario Vargas Llosa, de larga y admirable trayectoria; Fernando Savater, filósoso y publicista; José Varela Ortega, nieto del eximio Ortega y Gasset y uno de nuestros catedráticos más brillantes y lúcidos en el análisis del presente desde el foco del pasado; e Irene Lozano, filóloga, más que una promesa del ensayismo, con tres libros necesarios, y de entre ellos, Lenguas en guerra, la narración más exacta de la convivencia lingüística en España. Fernando Maura, ex parlamentario vasco del PP que ahora milita en UPyD, oficia de moderador.
Resulta sugestivo que un pequeño partido, de reciente fundación, a unas semanas de su Congreso cuasi constituyente, tenga la fuerza suficiente para alojar bajo el paraguas de su nueva fundación a cuatro personas de tanto fuste intelectual y de tan rotundo discurso ciudadano. A más a más: el acto comienza con la entrega por Rosa Díez de las credenciales de patrono de honor de la fundación al hispano-peruano Vargas Llosa que en las elecciones generales de 2008 apostó por UPyD. Se ve que el autor de La fiesta del chivo mantiene su órdago por el partido de Rosa Díez.
Y tras este trámite de poderío político, comienza los que serán, dos horas después, cuatro brillantes exégesis de lo que ocurre en España. No es fácil en Madrid escuchar, con la honradez intelectual de estos pensadores, un auténtico alegato contra la corrupción en sus más variadas formas. Y resulta del todo alarmante que los medios de comunicación no hayan cubierto –ni una línea en los principales periódicos—este acto bastante insólito en la capital de España.
La corrupción es la consecuencia de una burocratización de la clase política, a la que falta creatividad, a la que ha superado el ritmo social y que es endogámica (Vargas Llosa); la responsabilidad de que haya corruptos en la dirigencia del país concierne también a aquellos que, pese a la obviedad de sus fechorías, siguen siendo votados por un cuerpo social que a veces nos es mejor que los corruptos (Savater); la corrupción es la consecuencia de la natural codicia de los humanos y de la concentración de poder, ya sin la tradicional división entre ellos (Varela Ortega); y también porque los partidos son incapaces de regenerarse internamente (Lozano). Estas afirmaciones, expresadas con un lenguaje cuidado pero accesible y adornado con citas que brotan naturalmente, reconcilia con cierta clase intelectual, ante la cascada de porquería que nos trae la actualidad: desde el caso Gürtell al Pretoria pasando por el Millet.
jose antonio zarzalejos
No hay voluntad política por parte de ninguno de los dos grandes partidos en terminar con la corrupción. Un sistema de listas abiertas, el endurecimiento de las leyes para los corruptos y un mayor control de las instituciones bastarían para reducirla ostensiblemente, pero no interesa.
El Estado de Derecho, es para ellos. A los humildes ciudadanos se les aplican veinte mil normativas, sanciones, etc. que en muchos casos rozan la ilegalidad sin que puedan defenderse por falta de recursos. Los corruptos, pagan las fianzas con el botín y a buenos abogados.
Una de las corrupciones más deplorables es la intectual, la falta de honradez intelectual, anteponer las pasiones y los intereses individuales a la osadía de pensar y verbalizar lo pensado desde la experiencia cotidiana en beneficio de la humanidad. Pero no. A muchos intelectuales le beneficia más pensar para encubrir la verdad que desentrañarla. Prefieren la propaganda. Para eso les pagan.
Los políticos son como los cines de barrio, primero te hacen entrar y después te cambian el programa.
Enrique Jardiel Poncela.
La corrupcion existe por la carencia de valores eticos en la sociedad española.
Los cines de barrio han desaparecido. Los políticos siguen recordándolos.
El buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretende hacerse superior a las leyes.
Marco Tulio Cicerón
¿No es ésta la divisa de esa asociación?
¿De verdad no sospechaban nada los intelectuales de la corrupción instalada desde hace años en la política?
Terminar con la corrupción no ha sido ni será una tarea fácil, pero es responsabilidad de todos crear una cultura de honestidad y transparencia en el mundo.
La corrupción es un problema que afecta a todos, las injusticias, los engaños, los abusos de cualquier índole ya sea económico, político social van en contra de la dignidad de la persona humana que exige ser respetada. Las injusticias provocadas por la corrupción ponen en juego la credibilidad de un gobierno, de la autoridad política que tiene a su cargo una nación, por lo que genera la ingobernabilidad de un país y ocasiona problemas sociales como la delincuencia.
“La corrupción es un mal que aflige no sólo a los países en vías de desarrollo, sino también al mundo desarrollado", dijo Tunku Abdul Aziz, vicepresidente de Transparencia Internacional y agregó: "la corrupción es neutral, no respeta a ninguna nación por grande o pequeña que sea, ni por rica o pobre que sea".
Para Transparencia Internacional (TI) hay dos culpables: las élites políticas corruptas y los empresarios e inversionistas corruptos.
Terminar con la corrupción no ha sido ni será una tarea fácil, pero es responsabilidad de todos, de los gobernantes, de los medios de comunicación, de las escuelas y prioritaria y especialmente de los padres de familia; ellos son los principales educadores, que con su vida han de mostrar el camino que a sus hijos les llevará a ser personas íntegras que lucharan por un mundo más honesto, más humano, sin corrupción. Los niños necesitan de su ejemplo para aprender y darse cuenta de que a pesar de este mal que aqueja hoy al mundo, se puede ser justo, honesto y leal. No olvidemos que siempre y en todo se empieza por casa.
Transparencia Internacional (TI), es la única organización no gubernamental a escala universal dedicada a combatir la corrupción, congrega a la sociedad civil, sector privado y los gobiernos en una vasta coalición global.
La Convention fournit un ensemble de normes et de mesures très complet visant à favoriser la coopération internationale et les efforts au plan national pour combattre la corruption" a déclaré aujourd'hui à Merida Peter Eigen, Président de Transparency International. "La Convention comble les lacunes flagrantes observées au niveau de deux des outils les plus importants pour combattre la corruption internationale : l'assistance juridique mutuelle et le recouvrement des avoirs envoyés à l'étranger par des fonctionnaires corrompus" a ajouté Eigen.
La convention de l'ONU prévoit l'instauration d'un système efficace d'assistance juridique mutuelle. Ceci devrait faciliter les poursuites judiciaires dans les cas de corruption transfrontaliers. Les cas de corruption internationaux tels que l'affaire Elf ou celle du projet hydraulique de la région des Highland au Lesotho constituent de rares exceptions, où des procureurs persevérants ont obtenu des résultats après des années d'efforts. Beaucoup plus fréquement en effet, les cas sont abandonnés parce que le manque de coopération avec l'étranger rend presque impossible toute tentative de remonter la piste de l'argent.
La convention de l'ONU suscite également l'espoir que des fonds transférés à l'étranger par des chefs d'Etat corrompus (les accusations les plus connues ont été portées contre messieurs Abacha, Taylor, Mobutu, Fujimori, Bhutto et Suharto) pourront être restitués aux pays d'où ils ont été pillés et employés pour améliorer le bien-être du peuple. La Convention est révolutionnaire en ce qu'elle inclut pour la première fois dans un instrument juridique international le concept, la description et les procédés en matière de coopération internationale pour le recouvrement des avoirs volés. La Convention établit également que les personnes ayant subi des dommages à cause de la corruption ont le droit d'initier une action en justice à l'encontre des responsables.
Les Nations Unies lancent une nouvelle Convention mondiale contre la corruption le 9 décembre, désormais Journée internationale de lutte contre la corruption
La Convention de l'ONU contre la corruption établit de nouvelles normes et constitue une avancée considérable en matière de recouvrement des avoirs illicites envoyés à l'étranger. Mais son succès exige une volonté politique et un engagement à faire le suivi de sa mise en œuvre
La Convention des Nations Unies contre la corruption, ouverte à signature dès décembre 2003 à Mérida, Mexique, est une étape importante dans l'effort international pour combattre la corruption, selon Transparency International - principale organisation non gouvernementale internationale se consacrant à la lutte contre la corruption. La cérémonie de signature de la Convention, le 9 Décembre, date récemment adoptée comme journée internationale anti-corruption par l'Assemblée générale de l'ONU, est le résultat de 3 ans d'efforts de 129 pays pour agir contre la corruption au niveau mondial.
La corruption constitue la principale menace qui plane sur la bonne gouvernance, le développement économique durable, le processus démocratique et la loyauté des pratiques commerciales. Dans la lutte contre la corruption, l'OCDE a développé une approche multidisciplinaire dans des domaines comme les transactions commerciales internationales à travers la Convention de l'OCDE, la fiscalité, la gouvernance, les crédits à l'exportation et l'aide au développement. Les programmes régionaux anticorruption permettent l'OCDE de s'ouvrir sur le monde pour endiguer la corruption.
OCDE
La corrupción es una plaga que corroe la sociedad. Por ejemplo, debilita la democracia y la ley, conduce a la violación de los derechos humanos, y distorsiona los mercados.
Disculpadme el próximo miércoles, pero acudo a la convocatoria de París.
9 décembre 2009 - Centre de Conférence de l'OCDE, Paris.
Ces dix dernières années, les 38 États actuellement Parties à la Convention de l’OCDE sur la corruption (les 30 pays Membres de l’OCDE plus l’Afrique du Sud, l’Argentine, le Brésil, la Bulgarie, le Chili, l’Estonie, Israël et la Slovénie) ont mis en œuvre des lois visant à incriminer la corruption transnationale, et mis en place des politiques et pratiques visant à prévenir, détecter, enquêter et poursuivre ce crime. Leur mise en application reste néanmoins un vaste défi.
Le 9 décembre 2009, Journée internationale de lutte contre la corruption, l’OCDE célèbrera le 10ème anniversaire d’entrée en vigueur de la Convention de l’OCDE sur la lutte contre la corruption en tenant une Table ronde de haut niveau sur le thème: «La corruption transnationale:qui en fait les frais?» suivie d’un colloque en deux parties sur :
la Recommandation, mise en oeuvre et lien entre les médias et les investigations
les grandes économies émergeantes et la lutte contre la corruption transnationale
Les discussions se tiendront avec des représentants d’organisations non gouvernementales, d’entreprises privées, des médias et des hauts fonctionnaires de près de 40 gouvernements.
L’OCDE développe également une initiative pour mettre en évidence l’importance de la lutte contre la corruption transnationale et pour montrer son effet dévastateur. Fondé sur des partenariats avec des organisations internationales, des ONG, des organismes du secteur privé et autres parties prenantes jouant un rôle de premier plan dans la lutte internationale contre la corruption transnationale, cet effort international viendra compléter les efforts de sensibilisation entrepris au niveau national par les pays Parties à la Convention.
December 9 - The International Day against Corruption, recognized by the UN
Me parece que este es uno de los blogs más activos que conozco, y ese hay que reconocerlo.
Qué bueno el discurso de Pina en las Cortes. Y tan creíble...
¿En qué consistirá esa campaña? ¿Y tendrá alguna eficacia?
Ecos del trabajo de esa asociación en el ayuntamiento de Barbastro:
El PP pide la creación de un Código Ético o de Buen Gobierno Municipal para el Ayuntamiento de Barbastro
Escrito en: Alto Aragón, Barbastro
El grupo popular en el Ayuntamiento de Barbastro ha presentado una moción para el pleno que se celebra este martes por la que piden la creación e instauración de un “Código Ético o de Buen Gobierno, Municipal”, basado en las directrices y trabajos elaborados por la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) y en los ya existentes en otras ciudades. Además proponen que todos los concejales del Ayuntamiento de Barbastro se comprometan de forma pública e individual a no recibir ningún tipo de regalo o dádiva, de personas físicas o jurídicas, que tengan cualquier tipo de relación comercial o económica, directa o indirecta, con el Consistorio.
Y citan a esa asociación:
Señalan que se están proponiendo e instaurando, tanto a nivel de empresas privadas, como de Instituciones Públicas los “Códigos Éticos” o “Códigos de Buen Gobierno”. Recientemente la Asociación para la Defensa de la Función Pública, compuesta por funcionarios de la DGA, en su mayoría, proponía al alcalde de Zaragoza, la creación de un “Código de Buen Gobierno”, cómo ya se había hecho en Madrid o San Sebastián y en la línea de los criterios de trabajo que se desarrollan en la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP). “La respuesta era muy positiva, según dicha asociación, por parte del alcalde de Zaragoza, no así por parte de algunas otras Instituciones a la que también se les hizo la propuesta, como por ejemplo la Diputación Provincial de Teruel, la Diputación Provincial de Huesca o el propio Ayuntamiento de Huesca”, afirman los populares.
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