Estamos
decididos a no dejarnos ganar por el desánimo. Hay tareas que no tienen un
logro inmediato e, incluso, puede dar la sensación de que no hay resultado
alguno a la vista, de que todo esfuerzo es estéril y que el sacrificio
realizado –el desgaste personal que todo esto acarrea- no compensa en modo alguno. Pero, ¿compensaría
acaso más el desentendimiento o el darse por vencidos de antemano o el sumarse
a quienes han decidido no confrontar con el poder arbitrario?
“No
hay razones plausibles para abandonar la lucha ética”, dijo con gran acierto el
profesor Emilio Lledó, hace unos años en una conferencia pronunciada en
Zaragoza. La defensa de los principios y valores de la función pública, en su
ineludible compromiso con la vigencia del Estado de Derecho, es, sin duda, una
lucha de carácter ético, y por ello no es fácil abandonarla, pues con ese gesto
nos abandonaríamos a nosotros mismos, pasando a engrosar ese grupo de
funcionarios descreídos y escépticos, que no son capaces ya de llenar de
sentido sus jornadas de trabajo ni de otorgar ningún valor a su condición de
funcionario público, aunque sigan cómodamente disfrutando de la seguridad
laboral de tal condición.
Llevamos
a nuestras espaldas siete años de esfuerzo, viendo la enorme resistencia de los
responsables políticos e institucionales a tomar en serio, con el respeto que
merecen, las cuestiones que nos parecen inaplazables para devolver a la función
pública su valor social y su legitimación, y, sobre todo, su valiosa función
para la realización diaria de los derechos de los ciudadanos. Trabajar y formar
parte de la función pública no es una cosa sencilla, pues nuestra actividad
incide en el grado de respeto y aplicación de las leyes y, consecuentemente, en
el nivel de confianza de los ciudadanos hacia las instituciones públicas, de
las que somos un elemento inseparable, nos guste o no.
Legalidad,
profesionalidad y ética pública –esa triada de valores o principios a la que
apelamos de forma reiterada- han pasado a ser, de algún modo, el leitmotiv de
esta Asociación, en la mayor parte de sus notas, de sus iniciativas y
reivindicaciones, de sus documentos de propuestas. Estos tres principios están íntimamente
conectados, pues la legalidad que invocamos no es una legalidad formal, sino
material, impregnada de los valores constitucionales y puesta al servicio del
desarrollo pleno de los ciudadanos, coherente con los principios de la ética pública
propia de una sociedad democrática –libre y socialmente cohesionada-, que ha de
dar respuesta a las exigencias que se derivan de la igual dignidad de todas las
personas.
No
debiera resultar tan difícil lograr que las instituciones y los ciudadanos de
una democracia actuásemos de acuerdo a los principios constitucionales que
presiden nuestra vida colectiva y marcan el ejercicio de nuestra ciudadanía. Pero
el profundo divorcio entre el ser y el deber ser ha sido siempre el gran reto
de la ética, privada y pública. No siempre es fácil llevar a la práctica las
ideas que profesamos –actuar de modo coherente-, y las contradicciones lastran
con frecuencia nuestra conducta. Pero tal conflicto no se resuelve rebajando
los niveles de exigencia ética, claudicando al dictado de una realidad impuesta
por otros, en contra de los valores públicos.
Precisamente
porque no podemos dar garantía de nuestra coherencia personal, hemos de
robustecer lo más posible la calidad de nuestras instituciones democráticas,
con transparencia y mecanismos de control, que nos lleven a ajustarnos a los
valores éticos que son consustanciales a su funcionamiento, de modo que el
respeto a la legalidad sea un hábito espontáneo y no una opción de conducta más
que debamos sopesar a la luz de nuestros intereses personales.
En
ese esfuerzo permanente, que ha de renovarse cada día, evitando la rutina y el
conformismo, pretende perseverar, con sus aciertos y errores, pero con voluntad
clara y constante de compromiso, esta Asociación. No cabe desistir, pues no hay
razones plausibles para tal opción.