Uno
de los principales problemas existentes en la gestión de la función pública es
que se han consolidado prácticas e inercias contrarias a la ley y se ha llegado
a una especie de convencimiento general de que son dichas prácticas irregulares
–“lo que se hace”- y no la legalidad –“lo que se debe hacer”- las que rigen las
decisiones en materia de personal. No hablamos solo de ofertas de empleo público
inexistentes o de modificaciones de puestos de trabajo a medida de candidatos
predeterminados o de comisiones de servicios arbitrarias o de acuerdos ilegales
alcanzados en el marco de la negociación colectiva. No hablamos de las
manifestaciones de la cultura de la ilegalidad, sino precisamente de la pérdida
de la cultura de la legalidad.
Una
función pública errática y desacreditada es aquella que ha perdido su principal
seña de identidad, como es el respeto a la legalidad, y no se trata de prestar a la norma un culto
estéril e innecesario, sino de evitar que las reglas de funcionamiento y de
toma de decisiones y la garantía de derechos e intereses legítimos de todos
cedan ante la arbitrariedad de quienes ostentan el poder de decisión en cada
momento. Decidir administrativamente es aplicar las normas, no vulnerarlas.
Decidir políticamente también. No es posible admitir una decisión política del
Gobierno que suponga, por ejemplo, suspender el derecho de acceso a la función
pública a lo largo de uno o más ejercicios, confundiendo la calidad y la
cantidad del empleo público y desconociendo los derechos constitucionales. Tampoco es admisible que, en el marco de la negociación
colectiva, se alcancen acuerdos contrarios a la legalidad presupuestaria, en
perjuicio evidente de los ciudadanos.
La
cultura organizativa no es solo fruto de las decisiones de quienes han dirigido
la Administración
a lo largo de los años, sino también de todos los miembros de la organización,
cuyas actitudes y creencias conforman el clima interno de la organización. Cuando
se aceptan las decisiones irregulares que favorecen a los propios intereses
personales, resulta muy difícil contar con legitimidad para oponerse luego a
decisiones irregulares que resultan lesivas. La legalidad no puede ser a la
carta, reclamando lo que nos favorece e inaplicando lo que nos limita.
Hay
quienes, desde dentro de la organización, consideran que ahora no es el momento
para convocar oposiciones, no porque no deban convocarse, sino simplemente
porque no les conviene que se convoquen. Pretenden que prevalezca su interés
personal, su conveniencia, sobre el cumplimiento de las leyes y de las
resoluciones judiciales. Viven ya en la cultura administrativa viciada que
domina nuestra Administración y que, con su Decreto-ley 1/2014, el Gobierno de
Aragón pretende elevar a rango de norma legal, cediendo a las peores inercias
internas que se han consolidado durante años de ilegalidad.
No
cabe ni la patrimonialización de lo público –debiera escandalizarnos que los
responsables de un Departamento adapten un puesto a nuestro perfil profesional,
con manifiesta quiebra de la objetividad que luego invocaremos y reclamaremos cuando nos
interese- ni la inhibición ante la imparable degradación interna de la función
pública, donde los silencios interesados y calculados frente a la arbitrariedad dominante se
han convertido en la mejor garantía de progresión administrativa –que no profesional-
de una parte de los funcionarios, cuyo peso interno se ha convertido en uno de
los principales obstáculos para regenerar el actual modelo de función pública. El Anteproyecto de Ley de Función Pública de Aragón,
elaborado por el Departamento de Hacienda y Administración Pública, viene a
plasmar precisamente ese modelo viciado, donde la arbitrariedad y la
desprofesionalización pretenden elevarse a rango de ley.
Estas prácticas suelen ser humillantes ya que para favorecer al elegido se lesionan los derechos del resto
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