El
debate y la libre circulación de las ideas valiosas, procedan de donde
procedan, debiera ser una de las primeras preocupaciones de las
Administraciones Públicas y, en particular, de sus Institutos o Escuelas de
Formación (como el Instituto Aragonés de Administración Pública), porque la
formación no sólo debe canalizarse a través de los cursos de perfeccionamiento
sobre las variadas técnicas de gestión –sin restarles importancia-, sino que ha
de animarse en el interior de las Administraciones, a través de una corriente
permanente de pensamiento que mantenga vivo el sentido de lo público y
reelabore, de manera constante, el papel de la función pública en una sociedad
democrática en permanente evolución y desarrollo.
No
es posible vivir de rentas –aferrándose a viejos conceptos, en muchos casos
faltos de vigor y de vigencia- ni situarse de espaldas a la realidad, sino que
es preciso vivir atentos a la reflexión sobre todas aquellas cuestiones que
resultan centrales en la idea y en la actividad de una Administración Pública:
poderes y servicios públicos, transparencia, derechos de los ciudadanos, cambio
social y nuevas necesidades, opciones en la gestión pública, calidad democrática,
ética pública y tantas otras, que no solo permiten mantener la inquietud
intelectual de los servidores públicos sino que, sobre todo, posibilitan
mantener vivo el compromiso con el “servicio público” y formar una cultura
organizativa con un elevado nivel de pensamiento y debate colectivo y, en
definitiva, de exigencia.
Si
hay un rasgo que caracteriza en buena medida a la actual función pública es la
mediocridad, fruto de la rutina, de la repetición, del uso de modelos normalizados
y de informes estandarizados, de una aplicación de las normas desconectada de
su razón última, de su verdadero sentido, como es la garantía de los principios
esenciales del Estado social y democrático de Derecho y la consecución de sus
objetivos. Esa mediocridad, que se percibe inevitablemente en cualquier
producto administrativo publicado en el Boletín Oficial de Aragón, es resultado
no solo de la creciente desprofesionalización que provoca el modelo de acceso y
provisión de puestos aplicados, sino también del olvido y del abandono de las
ideas esenciales que dan vida a la función pública.
Las
Escuelas de Formación de las Administraciones Públicas debieran desplegar,
dentro de cada Administración, un papel
fundamental en la difusión de aquellas ideas –no necesariamente nuevas- que son
particularmente fecundas para el ejercicio de la función pública. Obras como “La
lucha por el derecho”, de Rudolf von Ihering, o “El político y el científico”,
de Max Weber, debieran ser bagaje necesario de todos los funcionarios
superiores de las Administraciones Públicas, al igual que tantas obras de
pensamiento social y científico sin las cuales no es posible entender la función
que se reserva a un servidor público en el momento actual. Los clásicos del
pensamiento público –y las reflexiones sobre los actuales desafíos de las
democracias- no pueden ser ajenos a la cultura organizativa de nuestras
Administraciones Públicas, salvo que la opción por la mediocridad en nuestras
instituciones públicas tenga el fin deliberado de someterlas a un rol
subalterno, al servicio de una clase política ajena a cualquier propuesta de
excelencia intelectual o moral.
Puede que las ideas se consideren un estorbo.
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