La
corrupción sigue siendo una de las principales preocupaciones de los ciudadanos
en España, como lo atestiguan los sondeos de opinión del Centro de
Investigaciones Sociológicas (CIS). Es cierto que la corrupción no se
circunscribe a un solo ámbito, sino que opera o se desarrolla en todos los espacios
de la vida institucional, económica y social, pues todos ellos están
necesariamente interconectados. Corruptores y corrompidos los hay en todos los ámbitos:
unas veces es el político el que trata de corromper a los empresarios –solicitando
favores-, y otras veces es el empresario el que trata de corromper al político
o cargo institucional –ofreciéndolos-, hallando en unas y otras ocasiones la
posible complicidad o participación de algún funcionario público.
Tenemos,
por lo tanto, un triángulo formado por políticos, empresarios –o particulares,
en sentido amplio- y funcionarios públicos, como actores o potenciales
implicados en los fenómenos de la corrupción que afecta o toca a las
instituciones públicas, ya sea con disposición ilícita de fondos públicos o con
resoluciones injustas de procedimientos administrativos, para otorgar
beneficios inmerecidos –otorgar trato de favor en el acceso a los servicios públicos-
o evitar de forma arbitraria sanciones frente a actividades ilícitas –enervando
el ejercicio de las potestades públicas de control y haciendo la vista gorda
ante actividades irregulares o infracciones del ordenamiento jurídico-, entre
otros posibles supuestos.
Son
muchas las técnicas y fórmulas propuestas para prevenir y combatir la corrupción
pública –y perseguir la privada-, pero en dichas estrategias es fundamental la
implicación y compromiso expreso de los funcionarios públicos, pues quienes son
responsables de la aplicación de las leyes en el conjunto de las
Administraciones Públicas son los primeros agentes llamados a evitar la
corrupción pública y a denunciarla en el caso de detectarla. No es posible
confiar en que sea la labor de fiscales y jueces –meritoria en todo caso- la
que acabe con la cultura de impunidad en la que han vivido tantos políticos y
gestores de la cosa pública en los últimos años. Es necesario que la función pública
pase a una actitud de intolerancia frente a la corrupción y el abuso del poder
público.
Los
políticos honrados –los que se declaran más ofendidos por los sucesos de
corrupción y se indignan por la injusta generalización que viene a descalificar
a toda la clase política- tienen la
oportunidad de promover eficaces reformas para atajar de forma contundente la
corrupción en las Administraciones e instituciones públicas, mediante el
establecimiento de mecanismos que permitan a los funcionarios públicos
denunciar todo supuesto de corrupción que detecten en el ejercicio de sus
competencias. No basta con que un interventor salve su responsabilidad en un
procedimiento de fiscalización, alertando de una posible ilegalidad, sino que
dicha advertencia ha de ser trasladada a un órgano especializado de control y
lucha contra la corrupción, que hoy por hoy no existe en nuestras
Administraciones.
No
basta con reforzar los códigos éticos o de conducta en la función pública –aunque
ello sea importante-, si los funcionarios públicos no están plenamente
respaldados por el ordenamiento jurídico para actuar como verdaderos agentes
anticorrupción. De ahí la importancia que hemos querido otorgar desde esta
Asociación a la previsión que contiene la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción de 2003,
cuyo artículo 8 prevé la posibilidad de establecer medidas y sistemas para
facilitar que los funcionarios públicos denuncien todo acto de corrupción a las
autoridades competentes cuando tengan conocimiento de ellos en el ejercicio de
sus funciones.
Un
dato alentador en la lucha contra la corrupción es que los ciudadanos, con
independencia de su afinidad o militancia política, se muestran críticos con la
actitud de los propios partidos frente a los casos de corrupción que les afectan.
Ahora es necesario que ese rechazo se traduzca también en el comportamiento
electoral, de manera que los votantes expulsen de la vida pública a los
candidatos que no merecen la confianza ciudadana.
ResponderEliminar¿Quién pone el cascabel al gato?