Cabría
pensar que la libertad individual está asegurada, en todos los ámbitos de la
vida social, después de treinta y cinco años de vigencia de la Constitución. Pero,
tristemente, no es así. Y no porque nuestras normas no sean efectivas, sino
porque nosotros –los ciudadanos- carecemos del coraje cívico y personal para
hacerlas valer en todos los órdenes de la vida. Preferimos, por ejemplo, renunciar
a la libertad de expresión para evitar las posibles molestias derivadas de
nuestras opiniones. Aceptamos incluso la conculcación de la legalidad en el
interior de las Administraciones Públicas, pues reaccionar contra ella nos
señalaría como posible persona non grata para el poder y ello podría afectar a nuestras expectativas de promoción futura. El no darse a entender sigue
siendo una pauta general en muchos ámbitos, y, en particular, en las
Administraciones Públicas.
Hace
unos días representantes de esta Asociación mantuvieron un encuentro con
funcionarios del Ayuntamiento de Zaragoza, para conocer de primera mano una
serie de problemas que afectan a la función pública municipal –ámbito del que
esta Asociación ha permanecido ausente hasta el momento-, y flotaba en el ambiente
y en las propias palabras un evidente temor a adoptar posiciones públicas
frente a las medidas de personal impulsadas en el Ayuntamiento, pese a ser contrarias
a los criterios de profesionalidad.
Algunos
incluso no se habían atrevido a acudir al encuentro con esta Asociación, como
si se tratase de una reunión clandestina de la que pudieran derivarse
consecuencias desgraciadas. Es evidente que, con este coraje, España seguiría
sometida a una dictadura. Quien no ejerce las libertades constitucionales,
sencillamente, no ha alcanzado todavía la conciencia de ciudadano, y vive el
anacronismo y el sinsentido de sentirse súbdito en una democracia, cediendo a
esa tendencia que se llama “servidumbre voluntaria”. Es grave que ese
sentimiento pueda estar en los ciudadanos, pero lo es mucho más que se
encuentre en la actitud de los servidores públicos, pues mal se puede defender
el Estado de Derecho y hacer respetar la legalidad desde el apocamiento y la
actitud temerosa, y ello a pesar de que las normas de función pública
garanticen la inamovilidad precisamente para que el miedo a perder el empleo no
lleve a ceder ante órdenes contrarias a la legalidad.
Es
evidente que el deterioro interno de las Administraciones Públicas es elevado,
pues el sentimiento de miedo de los funcionarios públicos no sólo es indicador
del clima enrarecido que existe en ellas, sino sobre todo del desistimiento
profesional y cívico de muchos de los empleados públicos, dispuestos a ceder o
inhibirse en toda decisión que exija el menor enfrentamiento con el nivel político
de dirección. Nadie está obligado a ser un héroe en su vida diaria, pero es
preciso mostrar algo más de resistencia frente a las presiones indebidas del
poder político, en la defensa de la legalidad, pues nuestra presencia y nuestro
estatuto jurídico están precisamente para asegurar el funcionamiento correcto
de la Administración.
Es algo incomprensible
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