La
erosión de la confianza de los ciudadanos en sus dirigentes y en las
instituciones políticas es uno de los fenómenos más estudiados por la ciencia
política en los últimos veinte años, según afirma el historiador y pensador
francés Pierre Rosanvallon, al comienzo de su libro “La Contrademocracia.
La política en la era de la desconfianza”.
La
desconfianza frente al poder ha estado presente, desde un principio, en el diseño de las instituciones democráticas:
el interés en preservar la libertad de los individuos frente al poder del
Estado llevó a formular, ya a Montesquieu, la necesidad de una separación de
los poderes del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial), de manera que un
poder pudiese frenar a otro poder; además, la desconfianza democrática se erige como un elemento de control
ciudadano para que el poder sea fiel a sus compromisos, permaneciendo al
servicio de los intereses generales de la sociedad y asegurando el efectivo
desarrollo de los derechos de los ciudadanos.
Esta
desconfianza democrática –que da lugar a la aparición de poderes de control o
vigilancia, de obstrucción y de enjuiciamiento- es lo que Rosanvallon denomina “contrademocracia”.
Si
bien la legitimidad del poder –la confianza básica otorgada por los ciudadanos-
se origina con las elecciones democráticas, el vínculo electoral, el compromiso
de los electores con los electores, resulta insuficiente para que los
gobernantes cumplan con sus compromisos, por lo que es preciso un “contrapoder”,
no sólo institucional (como se diseña en la separación de poderes), sino sobre
todo cívico: es necesario que los electores vigilen a los elegidos.
Esta
labor se desarrolla, según Rosanvallon, de tres maneras fundamentales: mediante
la vigilancia, la denuncia y la calificación. Dichas formas de actuación sirven
para poner a prueba la reputación de un poder. Este contrapoder, a diferencia
del derecho de sufragio, puede ejercerse de forma permanente y puede ser
realizado tanto por individuos como por organizaciones de la sociedad civil. La
noción de poder de control ha sido claramente formulada, en su alcance y sus
efectos, desde la Revolución Francesa:
“el gobierno representativo se convierte pronto en el más corrupto de los
gobiernos si el pueblo deja de inspeccionar a sus representantes”.
La
contrademocracia –esa labor de control, vigilancia y denuncia que esta Asociación
lleva desarrollando desde hace ya seis años, en lo que afecta a la función pública-
no debe confundirse, en ningún caso, con comportamientos antidemocráticos, pues
su finalidad es precisamente velar para que las instituciones democráticas no defrauden
a los ciudadanos y ejerzan correctamente su función. El buen ciudadano, como
señala Rosanvallon, no es únicamente en elector periódico, sino también aquel
que vigila de forma permanente, que interpela a los poderes públicos, los
critica y analiza. Claro está, desde el respeto a los principios y valores del
sistema democrático.
No hay comentarios:
Publicar un comentario