El
Estatuto Básico del Empleado Público de 2007 vino a dar desarrollo, tras casi
treinta años de espera, al mandato de desarrollo legislativo que contenía el
artículo 103.3 de la Constitución
Española (“La ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos”).
Es decir, hasta 2007 no hubo propiamente un estatuto de la función pública, con
tal nombre y como un texto único.
Hasta
1984, fecha en que se aprobó la
Ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública, estuvo
parcialmente vigente la Ley
de Funcionarios Civiles del Estado de 1964. Es manifiesta, a la vista de ello,
la escasa prioridad que han dado los diferentes Gobiernos a la ordenación de la
función pública, tarea que resultaba, sin embargo, del máximo interés, ante la
aparición de nuevas Administraciones Públicas como resultado de la descentralización
política que conllevaba el Estado autonómico.
Es
evidente, además, que en todo el largo periodo de democracia española no se ha
acertado a diseñar un modelo adecuado de función pública, para dar desarrollo
oportuno a las exigencias de nuestro modelo de Estado social y democrático de
Derecho. Politización y burocratización han sido dos defectos que han lastrado,
de igual modo, a la función pública española, impidiendo que la contribución
del aparato público a la fortaleza y vigor de nuestra vida democrática fuera la
adecuada.
El
carácter básico de gran parte del contenido de la Ley 30/1984 ha servido, no
obstante, para atender la ordenación de la función pública y ha permitido la
aprobación de sus respectivas leyes por parte de las Comunidades Autónomas,
como en el caso de Aragón representa la
Ley de Ordenación de la Función Pública de la Comunidad Autónoma
de Aragón, si bien importantes aspectos de la ordenación funcionarial se
dejaron a la aplicación supletoria de la legislación estatal, como sucedía y
sucede todavía en materia de situaciones administrativas o régimen
disciplinario.
Los
elementos novedosos de ordenación de la función pública, como fueron la oferta
de empleo público o las relaciones de puestos de trabajo, han carecido del
rigor y calidad necesarios para asegurar una función pública profesionalizada y
eficiente. Ambos instrumentos, en lugar de ser un desarrollo de las previsiones
legales para asegurar el acceso al empleo público conforme a principios de mérito
y capacidad y garantizar la adecuación de los puestos de trabajo a las
necesidades objetivas de la
Administración, se han visto notablemente desvirtuados por la
arbitrariedad de los responsables políticos y administrativos, que los han
manejado a su antojo en muchas ocasiones.
Podemos
afirmar que el Estatuto Básico del Empleado Público llegó tarde y mal, pues no
es comprensible que una norma básica aprobada en 2007 carezca en 2014 de su
necesario desarrollo tanto en la Administración
General del Estado como en la mayoría de las Administraciones
de las Comunidades Autónomas. ¿Qué razones pueden justificar esta situación? Debiéramos
preguntarnos si la falta de desarrollo responde exclusivamente a la ausencia de
voluntad política para llevarlo a cabo o también a la carencia de soluciones técnicas
viables para ordenar de manera eficiente los recursos humanos de las
Administraciones Públicas.
La
coyuntura de crisis económica, política e institucional ha dificultado
extraordinariamente el impulso de un modelo válido de función pública, llegándose
incluso a cuestionar desde distintos ámbitos sociales la fijeza o inamovilidad
del personal público. Medidas de urgencia han supuesto inéditas rebajas
salariales, más allá de la congelación de etapas precedentes, y recortes de
derechos laborales, entendidos por muchos como privilegios injustificados.
Las
circunstancias de crisis debieran haber propiciado una reflexión generalizada –también
en el seno de los sindicatos de la función pública- para racionalizar y
relegitimar socialmente los servicios públicos y la función pública que hace
posible su funcionamiento. Pero nada de ello se ha producido. El debate
necesario se ha visto desplazado por la confrontación, confundiendo en muchos
casos la defensa de lo público con “lo propio” de quienes trabajan en el sector
público. No cabe desconocer, por
ejemplo, el grave contrasentido de que, en una crisis aguda de insuficiencia
presupuestaria, los empleados públicos autonómicos percibiesen y sigan percibiendo
un anticipo de carrera profesional carente de regulación normativa.
La
quiebra del sistema de selección del personal de la Administración, con
las consiguientes tasas de interinidad, y la inaplicación de la legalidad en
materia de provisión de puestos de trabajo, con tasas de provisionalidad elevadísimas
en el desempeño de los puestos, han sido dos factores que han debilitado
enormemente la imparcialidad de los empleados públicos en el desempeño de sus
funciones. Un aparato administrativo debilitado y proclive a aplicar las
instrucciones de la dirección política, sin apenas cuestionar su legalidad, ha
sido incapaz de actuar como dique de contención del despilfarro y la corrupción
pública, que tanto ha perjudicado a nuestro país en todos los órdenes.
Cuarenta
años de función pública, desde la recuperación de la democracia, merecen un
balance y un análisis más profundo que el establecido para la elaboración del
Estatuto Básico del Empleado Público –su insuficiencia resulta evidente a la
vista de su nulo desarrollo siete años más tarde- y más serio y riguroso que el
llevado a cabo para la aprobación, por el Gobierno de Aragón, del Proyecto de
Ley de Función Pública, en el que, lamentamos insistir, no se corrige ninguna
de las debilidades de la función pública aragonesa.
Ni
la politización ni la burocratización, ni la temporalidad ni la provisionalidad,
ni la hipertrofia administrativa ni el sobrecoste de los servicios públicos son
abordados siquiera por el proyecto normativo, fiando su corrección al futuro
desarrollo reglamentario o a la aplicación de medidas como los planes estratégicos
de recursos humanos. Podemos dudar de la viabilidad del edificio porque carece
de cimientos firmes, en los que ni el análisis ni el debate ni el estudio de
costes económicos de las diferentes opciones han merecido la menor atención. Muy
al contrario, el nuevo Proyecto de Ley aprobado por el Gobierno de Aragón
recoge en su articulado buena parte de los vicios acumulados por la función pública
a lo largo de la etapa democrática -y suma otros nuevos-, lo cual no puede ser más que un indicio más
que razonable de su carácter inservible para dotar a la función pública del
vigor y del rigor que demanda la salud de nuestra democracia.
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