Esta
Asociación fue invitada días atrás por la Inspección General
de Servicios a participar, como entidad u organización de la sociedad civil, en
una reunión de trabajo en torno a los valores de la Administración, que
debió celebrarse el pasado 1 de julio, en horario de mañana, en una de las
aulas del Instituto Aragonés de Administración Pública. Los términos de la
convocatoria nos llevaron a declinar la participación en la reunión, al
desarrollarse en un horario incompatible con nuestra jornada de trabajo,
anteponiendo la dedicación al servicio público como primer valor de la Administración.
“Con la
finalidad de generar un espacio de reflexión y debate que determine los valores
que deben de (sic) regir el funcionamiento de la Administración
autonómica durante los próximos años, se va a desarrollar un grupo de trabajo con diferentes agentes
económicos y sociales, colegios profesionales, expertos y otras entidades
significativas”, se señalaba en el escrito de convocatoria remitido al correo
electrónico de esta Asociación. ¿Tiene sentido este espacio de reflexión y
debate? ¿Han de ser agentes externos los que identifiquen los valores que han
de regir el funcionamiento de la Administración? ¿Hay algún valor nuevo que no
dimane ya de la
Constitución y de las Leyes de Administración vigentes?
Parece razonable creer
que los valores están ya claramente identificados en las normas, como lo
evidencian los códigos de conducta y los principios de actuación que proclama
el Estatuto Básico del Estatuto Público y reproduce el Proyecto de Ley de Función
Pública de Aragón, en el que se contempla incluso una Comisión de Ética para
constatar el cumplimiento del código de conducta y de los deberes establecidos
para los empleados públicos. ¿Es necesario un proceso de participación para
generar un nuevo documento en el que se plasmen los valores que ya están
enunciados? ¿Y si nos quedamos cortos, y no alcanzamos a definir ni siquiera
los valores enunciados en las normas? ¿Si lo que falla no son los valores
objetivos, sino nuestro aliento ético? ¿Cómo elevar la moral de los empleados públicos,
si la realidad no se corresponde con esos valores? ¿Qué sucede si el olvido de
esos valores se produce principalmente entre quienes dirigen la organización? ¿Frente
a qué problemas nos estamos enfrentando? ¿Lo sabemos?
Los valores pensados y los
valores vividos pueden guardar una distancia enorme entre sí. Creemos
innecesario un proceso para formular y definir valores –en esos formatos
voluntaristas que parecen imponer las modas del gobierno abierto-, pues están
ya definidos sobradamente en normas y códigos de conducta. La reflexión
necesaria sería la de establecer qué hay hoy de esos valores en la Administración,
tanto en los altos cargos que la dirigen, en los empleados públicos que trabajan
en ella y en los sindicatos de la función pública. ¿Qué importancia se concede
a esos valores en el funcionamiento ordinario de la Administración? ¿Hay
mecanismos efectivos para asegurar su respeto y su realización?
¿Se respeta la legalidad?
Es evidente que la cultura de la legalidad no goza de suficiente salud dentro
de la Administración Pública,
a pesar de ser su valor central. Es algo que esta Asociación ha podido
constatar de primera mano en sus diferentes actuaciones. No existe voluntad
alguna de corregir irregularidades, que es preciso denunciar una y otra vez, y
hasta las sentencias –como el caso de la publicación de nombramientos de
personal eventual- carecen del respeto debido. ¿Se aseguran la objetividad,
neutralidad e imparcialidad? Hay ejemplos abundantes de que justamente la
realidad va en la dirección contraria. Y así podríamos seguir con los restantes
valores, escasamente valorados.
Cuando la crisis ética de
la Administración
responde a que el ser y el deber ser no coinciden, e incluso se distancian cada
día más, no se trata de reflexionar solo sobre el deber ser –suficientemente conocido-,
sino justamente de analizar el ser, esa realidad distante de las normas y de
los valores, en la que todos nos hemos acostumbrado a movernos, pues la
realidad se impone siempre y nadie actúa conforme a pautas de conducta que –si
bien pueden estar ajustadas a los valores- nada tienen que ver con la cultura y
expectativas de comportamiento reales que dominan en una organización.
¿No debiera reflexionar
la propia Dirección General de la Función
Pública y Calidad de los Servicios sobre cuáles son los
valores o disvalores que le impiden ajustar su conducta a los principios
constitucionales que deben regir el funcionamiento de la Administración Pública?
¿Debemos acaso recordarle los empleados públicos lo que dicen las normas? ¿Y
hacerlo dentro de un grupo de trabajo? Parece algo excesivo a estas alturas.
Tan bárbaro como palmario.
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