Han transcurrido ya más de seis años desde la aprobación y posterior entrada en vigor de la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público, y únicamente dos Comunidades Autónomas se han atrevido a aprobar su Ley de Función Pública, en el marco establecido por dicho Estatuto. Resulta particularmente llamativa la falta de aprobación de la Ley de Función Pública de directa aplicación a la Administración General del Estado, prolongando con ello la vigencia de la ordenación contenida en la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de Medidas para la Reforma de la Función Pública..
Esa
demora en el desarrollo del Estatuto Básico parece corresponderse con la enorme
tardanza con que vino, finalmente, a
abordarse el estatuto de los funcionarios públicos previsto en el artículo
103.3 de la Constitución
Española. El legislador del Estatuto Básico precisamente
trataba de disculpar su tardía aprobación en la dificultad que entraña una
reforma legislativa del sistema de empleo público, dada la diversidad de
Administraciones y de sectores, de grupos y categorías de funcionarios a los
que debe afectar, ya sea de manera directa o supletoria.
El
evidente desinterés de los Gobiernos en adecuar la regulación de la función pública
a las exigencias del marco constitucional ha sido una de las razones de la
deriva sufrida en muchas instituciones públicas, en las que el clientelismo, la
desprofesionalización y la fuerte sindicalización han desfigurado la idea de
función pública como conjunto de servidores públicos profesionalizados al
servicio de los ciudadanos y del interés general, con plena sujeción al
ordenamiento jurídico.
La
falta de rigor en el acceso y la ausencia de mecanismos efectivos de evaluación
y de exigencia en el desempeño han impedido construir, a lo largo de todos
estos años de vida democrática, una función pública idónea para la gestión
eficaz de los servicios públicos y para el aseguramiento del Estado de Derecho.
Los que formamos parte de ella vivimos esta situación con enorme frustración.
La
primera de las fallas –producida en el propio sistema de acceso- no solo ha
sido causa de las elevadas tasas de temporalidad, que el propio Estatuto Básico
se proponía corregir, sino que ha desvirtuado el derecho fundamental de acceso
a la función pública en condiciones de igualdad. La patrimonialización de la
función pública por parte de grupos políticos y gobernantes –para privilegiar
el acceso al empleo público a familiares y afines- ha constituido uno de los
fenómenos más deplorables de nuestra democracia y es una cara más de la
corrupción que ha ido penetrando en las instituciones públicas de este país, contra
la cual no se ha producido la reacción necesaria desde ninguna de las
instancias llamadas a velar por el respeto de la legalidad.
La
segunda de las fallas, consistente en una falta de control y evaluación del
desempeño de la función pública, se
viene a añadir a la primera, agravando la situación resultante en las
Administraciones Públicas. Si acertadamente se señalaba en la exposición de
motivos del Estatuto Básico, resulta injusto y contrario a la eficiencia que se
dispense el mismo trato a todos los empleados, cualquiera que sea su
rendimiento y su actitud ante el servicio, convivimos diariamente con esa
injusticia. Decía el Estatuto con razón que resulta socialmente inaceptable que
se consoliden con carácter vitalicio derechos y posiciones profesionales por
aquellos que, eventualmente, no atienden satisfactoriamente sus
responsabilidades. Es decir, el mal desempeño no solo debe ser objeto de sanción
en el ámbito de la promoción profesional, sino que ha de ser motivo de salida
de la función pública. Con el mismo rigor que se debe asegurar el acceso por
criterios de mérito y capacidad, ha de aplicarse la salida de la función pública
para quienes han olvidado toda cultura de servicio público y han convertido su
inamovilidad en un privilegio injustificado.
El
acceso y el desempeño no han tenido una adecuada regulación desde la restauración
de la democracia en España, y así podemos explicarnos la realidad actual de la
función pública. Además, la función pública, tras un largo periodo de
arbitrariedades y abusos por parte de la clase política, cada vez más proclive
a utilizar los puestos de la
Administración Pública como botín para sí
misma, presenta una gravísima desorientación, sin pulso ni aliento suficientes
para desempeñar el papel esencial que tiene encomendado, como es el servicio
objetivo al interés general y la aplicación del ordenamiento jurídico. Es muy
probable que haga falta una Ley que venga a modificar el actual estado de
cosas, pero no bastarán las normas si a ello no se añade el compromiso
colectivo de los profesionales y de los directivos de la función pública, si no
se añade la ejemplaridad y la coherencia con los valores proclamados en la
norma.
El
desafío de enderezar la función pública es enorme, pero no admite más demora. Nada
justifica la pereza para acometer la tarea, después de seis años de aprobación
del Estatuto Básico del Empleado Público, salvo que dicha pereza venga
determinada por la falta de fortaleza y de convicción para liberar a la función
pública de todas las servidumbres que le impiden cumplir su valioso cometido,
dirigido a asegurar el cumplimiento del ordenamiento jurídico, sin lo cual ni
existe Estado de Derecho ni hay garantía posible para los derechos de los
ciudadanos.
ResponderEliminarTambién hay pereza para comentar la pereza.