“La corrupción política e
institucional constituye nuestro primer problema nacional”, afirma el sociólogo
Enrique Gil Calvo en un artículo publicado hoy en “El País”. También el
historiador aragonés Eloy Fernández Clemente, en un artículo publicado en “Heraldo
de Aragón”, señala que la lucha total contra la corrupción ha de ser una
prioridad de la acción política.
Parece evidente que la percepción
ciudadana del funcionamiento de las instituciones y de la vida pública y el análisis
de los expertos señalan la corrupción como uno de los más graves problemas que
sufre nuestro país, y, lógicamente, uno ha de preguntarse por las causas de
semejante fenómeno, en una democracia donde está constitucionalmente
establecido el imperio de la ley, hay libertad de información para que los
medios de comunicación ejerzan su función de control e higiene democrática, y
existe un poder judicial independiente encargado de asegurar el respeto de las
leyes. ¿Qué está fallando? ¿El papel de los funcionarios públicos, que no se
sienten comprometidos verdaderamente con la legalidad por encima de su carrera
profesional? ¿El sentido moral de los ciudadanos, que han desistido en la tarea
de control del poder y en la exigencia de integridad a los cargos públicos,
reeligiendo en algunos casos a candidatos notoriamente corruptos?
Si el marco institucional
necesario para que el respeto de la ley sea la pauta de la vida social y política
de nuestro país existe, qué sucede para que la realidad nos descubra un
desempeño de la actividad política, administrativa, económica y social alejada
de la legalidad, dando lugar a una situación de corrupción extendida por el
conjunto del país, ya sea Cataluña, Galicia, Andalucía, Valencia, Navarra o
Aragón. En todos los niveles de gobierno, pero sobre todo en el ámbito
municipal y autonómico, los fenómenos de corrupción que afloran son constantes.
Es evidente que las normas
legales son insuficientes para asegurar el buen desempeño de la vida política,
económica y social, cuando los valores éticos que llevan asociados dichas
normas no están interiorizados por los responsables públicos, los funcionarios
y los ciudadanos. Cuando falla la integridad de las personas. Cuando todos consideran
que las normas vinculan a los demás, pero que pueden excepcionarse para él, o
cuando la inaplicación de las normas sigue considerándose una opción posible
por parte de los responsables políticos y los funcionarios públicos, como
ocurre con el silencio administrativo premeditado en tantos casos, en los que la Administración decide
no cumplir con su deber de resolución en un procedimiento administrativo, algo
que está expresamente prohibido para los Tribunales y que debiera igualmente
prohibirse para los órganos administrativos.
La integridad, es decir, la rectitud
en el desempeño de las obligaciones propias de un cargo o función, es un
requisito establecido en el Estatuto Básico del Empleado Público, en cuyo artículo
52 se enuncia el Código de Conducta de los empleados públicos en los términos
siguientes:
“Los
empleados públicos deberán desempeñar con diligencia las tareas que tengan
asignadas y velar por los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del
resto del ordenamiento jurídico, y deberán actuar con arreglo a los siguientes
principios: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad,
imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia,
ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez, promoción del
entorno cultural y medioambiental, y respeto a la igualdad entre mujeres y
hombres, que inspiran el Código de Conducta de los empleados públicos”.
Es suficientemente elocuente de
la ausencia de voluntad política real para proceder al reforzamiento de la ética
o integridad de los empleados públicos el hecho de que este Código no haya
tenido la mínima difusión, desarrollo o aplicación en el ámbito de las
Administraciones Públicas, ni por los responsables políticos ni, también hay
que señalarlo, por los sindicatos de la función pública, que tampoco han hecho
de la ejemplaridad pública una línea de legitimación de los empleados públicos.
Pero el hecho de que los
responsables de función pública se desentiendan de promover el respeto al Código
de Conducta legalmente establecido no exime a los empleados públicos de ajustar
su comportamiento y desempeño profesional a lo establecido en él, y de ahí la
necesidad de una profunda reflexión por parte de los empleados públicos para
asumir la actitud ética que les resulta exigible y que les otorga la condición
de servidores públicos, noción muy superior a la de trabajadores por cuenta
ajena de una entidad pública, ese reduccionismo empobrecedor que es el término “empleado
público”.
Los empleados públicos saben que lo único que cuenta es el “peloteo” al jefecillo de turno, que su vida profesional depende de ello, de estar dentro o fuera de ese clan que se la sopla el servicio público, el interés general, la honradez, la ley y el reglamento
ResponderEliminarOjalá todo quedara en una percepción ciudadana el funcionamiento de las instituciones y pudiera recuperarse el principio de legalidad como principio básico en el funcionamiento de esta Admón, de esta función pública que nos toca sufrir.
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