domingo, 13 de febrero de 2011

UNOS EJÉRCITOS QUE SE HAN NEGADO A DISPARAR SOBRE SUS PUEBLOS.

Son muchos los factores que han contribuido al desmoronamiento, por ahora, de dos regímenes autocráticos en el norte de África, como son los de Túnez y Egipto. Vale la pena destacar uno de los factores más decisivos para que se produjera un desenlace tan rápido como inesperado, y es la negativa del Ejército de ambos países a usar la violencia contra su pueblo. Algo que honra a los militares de ambas naciones, y que sin duda habrá sellado una relación de respeto duradera en el tiempo entre ciudadanos y Fuerzas Armadas.

La quiebra de los regímenes autoritarios -cuya continuidad sólo se basa en el miedo y la represión- se ha resuelto con un doble dilema ético, despejado con valentía en ambos casos. El hartazgo de la población de verse privada de su dignidad -con el consiguiente desafío al poder, un poder carente de legitimidad, para ganar la libertad, el autogobierno, el orgullo de sentirse ciudadanos- y el rechazo del Ejército a reprimir violentamente la protesta de sus conciudadanos. Un Ejercito formado para defender la integridad de un país se deshonraría al verse reducido al papel de verdugo de su pueblo.

Ese ejemplo -con resultados que cobran una dimensión histórica- debe inspirarnos a quienes no somos depositarios de la fuerza de coerción del Estado, porque trabajamos en la Administración civil, pero igualmente, en nuestro trabajo diario, podemos ser instrumento del poder político -democráticamente elegido, es cierto- para pervertir la legalidad y defraudar los derechos legítimos de los ciudadanos a cuyo servicio nos debemos. Nuestro compromiso con la legalidad, al ser agentes del Estado de Derecho, debiera impedirnos llevar a cabo actuaciones que impliquen el incumplimiento de las leyes y defrauden derechos e intereses de ciudadanos. También nosotros nos debemos a los ciudadanos y no al poder, sobre todo cuando éste se olvida del derecho.

Es cierto que la distancia entre un supuesto y otro es muy grande, pero también es cierto que cuando un aparato administrativo -y con él las personas que lo hacen funcionar- se muestra dispuesto -aunque sea a regañadientes- a traicionar su compromiso con la legalidad, no cabe aspirar ni al respeto de los ciudadanos ni al legítimo orgullo de la condición de servidores públicos. ¿Cuándo los funcionarios van a detener la corrupción pública negándose a vulnerar las leyes y denunciando a los corruptos ante los tribunales? ¿Cuándo veremos esa revolución dentro de nuestras Administraciones?

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