Abundan
por doquier propuestas de todo tipo para la mejora de la calidad democrática y
para la regeneración política, en las que se pone el acento en el modelo
electoral o en el funcionamiento transparente de las diferentes instituciones,
para hacer posible una mayor capacidad de influencia de los electores en la
elección de los cargos públicos y permitir una efectiva fiscalización de la
acción pública por el conjunto de los ciudadanos.
Es
cierto que un poder democrático es un poder limitado y sometido a control, y
los posibles avances en materia de transparencia y calidad no son solo
convenientes sino imprescindibles para restaurar la credibilidad de muchas
instituciones públicas. Pero en nuestra opinión, y no nos cansamos de insistir
en ello, la verdadera prioridad para devolver su vigor a la vida colectiva y
asegurar la plena convivencia, avanzando en el doble objetivo de sociedad
decente y sociedad civilizada, es el restablecimiento efectivo del principio de
legalidad, es decir, el respeto al Estado de Derecho como seña de identidad de
nuestro modelo constitucional.
No
hay sociedad que pueda sobrevivir en un clima de inseguridad jurídica y de
arbitrariedad administrativa, cuando las leyes son objeto de desdén por un buen
número de responsables políticos, funcionarios y ciudadanos, olvidando todos
ellos que el sometimiento al principio de legalidad –es decir, el respeto a la
ley y a los derechos de los demás- es una condición necesaria para mantener el
orden político y la paz social, lo que vendría a ser sinónimo de convivencia
democrática.
Por
ello, debe insistirse –y nosotros no dejamos de hacerlo- en el valor
imprescindible de reforzar la cultura de la legalidad, tanto en el seno de las instituciones
públicas –muy especialmente, en las Administraciones Públicas- como en el
conjunto de la sociedad, en alguno de cuyos ámbitos aún se tiene a gala la
burla de las normas y el incumplimiento de los deberes básicos de solidaridad y
del respeto a lo que es patrimonio de todos.
Es
cierto que los conflictos jurídicos, por la diferente interpretación del
alcance de las normas, resultan en muchos casos inevitables, pero lo que no es
aceptable –y es claro signo de falta de calidad democrática- es que los poderes
públicos desatiendan sus obligaciones legales y adopten decisiones claramente
contrarias al ordenamiento jurídico, con la consiguiente lesión a los derechos
que dichas normas protegen.
Por
ello, y más en los actuales momentos en los que hay cargos públicos que parecen
considerar como signo de progreso la desobediencia a las leyes, nuestra
prioridad como servidores públicos y ciudadanos sigue siendo la de velar por el
respeto de las leyes, señalando sus incumplimientos y reclamando su observancia,
pues no es posible avanzar en ningún objetivo de justicia y de libertad por la
vía de la vulneración de las reglas del Estado de Derecho, justamente
establecidas para asegurar la libertad y los derechos de los ciudadanos frente a
los posibles abusos del poder, incluido el elegido democráticamente.
¿Nadie va a meterle mano al asunto de los concursos y las comisiones de valoración?
ResponderEliminar