El problema de la
corrupción pública reviste la suficiente entidad como para justificar que las
instituciones públicas –en su totalidad- cuenten con una estrategia propia de
prevención y lucha contra cualquiera de las modalidades en que dicha corrupción
pueda concretarse, con el consiguiente sacrificio del interés general y consiguiente
daño al buen funcionamiento de nuestra vida pública y al bienestar y cohesión
de la sociedad.
Desconocemos cualquier
iniciativa o programa que, con la debida seriedad, trate de abordar tal
problemática en el seno de la Administración Pública, más allá del impulso de
normas que en ocasiones no constituyen sino una simple apariencia u operación
de imagen sin compromiso real ni voluntad clara para hacer frente a todas
aquellas prácticas y abusos que amenazan y menoscaban la correcta gestión de
los intereses generales y de los recursos públicos aplicados a su realización.
Desde el año 2007, con
la aprobación del Estatuto Básico del Empleado Público, las Administraciones
Públicas cuentan con un código de conducta y la formulación de una serie de
principios éticos que han de regir la conducta de los empleados públicos,
figurando en primer lugar el desempeño de sus tareas con sujeción y observancia
de la Constitución y del resto de normas que integran el ordenamiento jurídico.
Dichos códigos legalmente proclamados apenas han tenido trascendencia práctica
alguna en el seno de la Administración autonómica, ni en su difusión ni en la
formulación de concretos códigos para las diferentes áreas de gestión pública –en
la que debieran individualizarse los riesgos propios y las cautelas exigibles-
ni en el control de su cumplimiento por parte de los respectivos órganos
responsables.
Es evidente que el
comportamiento ético de los miembros de una organización solo resulta posible
cuando la propia organización actúa de manera coherente con los principios
proclamados, y éstos no son una mera declaración formal de intenciones sin
consecuencia práctica alguna, y por ello resulta difícilmente realizable el
compromiso estricto con la legalidad cuando los responsables políticos no
tienen inconveniente en desatender el cumplimiento de las normas, entendiendo
que sobre ellas prima, en todo caso, la voluntad política o la actuación
arbitraria en el ejercicio de las potestades administrativas.
La no remisión a las
Cortes de Aragón del proyecto de ley de presupuestos en el plazo marcado en el
Estatuto de Autonomía de Aragón, con el pretexto de que es preciso el previo
acuerdo político para garantizar su aprobación, o la falta de respeto al
régimen de selección del personal funcionario –con las consiguientes tasas de
interinidad que degradan de manera grave la profesionalidad y la objetividad de
la función pública-, o la abundante inaplicación de exigencias legales o
manifiesta inactividad en desarrollos normativos de obligado impulso, generan
un contexto en el que difícilmente los empleados públicos pueden dar
cumplimiento a su deber ético de actuar conforme al ordenamiento jurídico, sin
que ello les genere un conflicto con sus superiores jerárquicos.
Es necesario, por lo
tanto, que nos dotemos de una agenda de prevención de la corrupción, en la que
el impulso de códigos de conducta para los empleados públicos ocupe una
posición destacada, para reforzar la importancia de los principios éticos en el
desempeño profesional, pero dicha agenda debe incidir, de manera prioritaria,
en el general deber de la organización pública de respeto al ordenamiento
jurídico, en el que el primer obligado ha de ser el Gobierno de Aragón y, con él, el
conjunto de los responsables políticos, en especial quienes asumen la labor de
dirección de todo el aparato administrativo.
ResponderEliminarLa Universidad Autónoma de Barcelona elaborará una base de datos sobre la historia de la corrupción:
https://elpais.com/ccaa/2017/11/29/catalunya/1511972327_787699.html