Cualquier
reflexión que se formule sobre la función pública necesaria o sobre el
horizonte hacia el que deba orientarse el conjunto de nuestras Administraciones
Públicas incidirá, sin duda, en la necesidad de reforzar la profesionalidad de
los servidores públicos. Profesionalidad en el doble sentido de competencia –alta
capacitación y formación continua para el perfeccionamiento constante- y de
compromiso con el fin propio de la función pública, como es el servicio al
interés general y la ejecución del programa político establecido por el Gobierno en
el marco estricto de la legalidad.
La
profesionalidad es tanto un empeño personal, una forma de ejercer la actividad
propia de los puestos ocupados en cada momento, con dedicación y rendimiento,
como un criterio de ordenación del conjunto de la función pública, estimulando
y primando el mérito profesional de sus miembros por encima de otros elementos
subjetivos y ajenos a su idoneidad o perfil profesional. Esa profesionalidad,
como cualidad central de la función pública, debe presidir tanto el sistema de
selección como las reglas de provisión de puestos de trabajo, y ha de
traducirse también en la noción de “carrera profesional”, no entendiendo ésta
como un mero incremento retributivo, sino como una progresión real en
experiencia, habilidades y responsabilidad. La progresión profesional debe ser
retribuida, y no al contrario, es decir, no puede identificarse la carrera
profesional con el simple incremento de retribuciones complementarias, ligadas
al cambio de puesto de trabajo o al transcurso del tiempo de permanencia en la
función pública o en la realización de una concreta tarea.
Hay
que trabajar prioritariamente en la definición de un marco de desarrollo de la
profesionalidad de la función pública –que debe incluir también a la función
directiva profesional que introdujo, por vez primera, el Estatuto Básico del
Empleado Público, y que hasta la fecha no ha tenido desarrollo-, lo que ha de
plasmarse en una revisión del modelo de selección de personal –reforzando la
etapa formativa del periodo de prácticas, hoy relegada a una mera formalidad
carente de contenido efectivo-, una definición de los “méritos profesionales”
que han de contar en el procedimiento de provisión de puestos de trabajo, que
ha de girar en torno al mecanismo de concurso de méritos, y una configuración
totalmente nueva de la formación de los empleados públicos, estructurando dicha
formación en programas concretos de especialización funcional dirigidos a las
personas que se hallan en una concreta área de actividad o aspiran a acceder a
la misma.
La
profesionalidad, además, debiera reforzarse con un desarrollo decidido de la “ética
profesional”, como ética aplicada al desempeño de la actividad funcionarial. La
ética profesional ha de ser una ética interiorizada por el conjunto de los
miembros de la función pública, que nos permita compartir una serie de valores
y conductas en nuestra labor y en nuestras relaciones internas y externas. Justamente
la ética profesional debiera ser la principal garantía de la profesionalidad
del conjunto de los empleados públicos. La que justifica verdaderamente la
actitud profesional de todos y cada uno de los servidores públicos, al margen
de los incrementos retributivos que la progresión profesional pueda llevar
aparejados. Se equivocan quienes identifican la carrera profesional como simple
mejora retributiva, algo que parece latir en el Anteproyecto de Ley de Función
Pública de Aragón.
La
profesionalidad ha de ser una exigencia y aspiración permanente, una actitud
personal y un elemento central de la política de recursos humanos de las
Administraciones Públicas. Profesionalidad que se manifieste en el doble
compromiso de eficacia y de legalidad, doble exigencia para la satisfacción del
interés general y para el verdadero servicio a los ciudadanos.
Sería
oportuno que se profundizase en la noción de profesionalidad para poder extraer
las diferentes exigencias que su realización conlleva y revisar la ordenación
de la función pública desde la óptica de su fortalecimiento.
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