Al
inicio de una legislatura, todas las promesas parecen realizables, los nuevos
responsables no dudan de su capacidad para modificar el estado insatisfactorio
de las cosas –que tanto han criticado desde la oposición-, pero no tarda mucho
en imponerse la realidad que se esconde tras los slogans y las promesas
electorales –las hipotecas que llevan a reproducir y mantener los vicios
criticados, cambiando únicamente a los beneficiarios de los mismos-, y así
cualquier pretensión de renovación cede rápidamente ante los intereses
establecidos y las malas prácticas políticas arraigadas. Desaparece la credibilidad de quienes se
anunciaban como regeneradores y comienza una operación de propaganda, para hacer
creer a todos que se está haciendo lo contrario de lo que se hace. Todo ello
queda muy lejos de lo que significa gobernar
La
profesionalización pretendida –o, al menos, anunciada- da paso a la colonización
política de diferente signo, y la quiebra interna de la función pública –y del
clima laboral de la organización- no hace sino avanzar, alcanzándose nuevas
cotas de arbitrariedad y de degradación de la gestión pública. El Gobierno que
renegaba de las convalidaciones de gasto público –como demostración del
desgobierno del equipo anterior- ha sido incapaz de corregirlas en sus cuatro
años de mandato, y dejará numerosas facturas sin pagar por no hallarse
respaldadas por contratos válidos. El Gobierno que se quejaba de las deudas
acumuladas en prestaciones para personas en situación de dependencia al inicio
de esta legislatura, no ha hecho sino incrementarlas exponencialmente,
empujando a los ciudadanos hacia una situación de total desconfianza en el
funcionamiento del Sistema Público de Servicios Sociales. La incompetencia y la
mala gestión ha estado presente en ésta y en otras muchas áreas de la gestión pública.
Basta para comprobarlo la simple lectura de los informes emitidos por la Cámara de Cuentas de Aragón.
Todas
las disfunciones de la
Administración permanecen intactas o agravadas –sin perjuicio
de insuficientes avances en materia de transparencia, como la posible consulta
sobre el estado de ocupación de las relaciones de puestos de trabajo-, y la
función pública autonómica carece de la más elemental hoja de ruta que marque
su evolución futura. El Proyecto de Ley de Función Pública de Aragón naufraga
en las Cortes de Aragón, y la normativa de función pública se administra sin
criterio alguno, cumpliendo aquello que apetece y olvidando lo que interesa.
El
Estado de Derecho, con la sujeción de la Administración al
principio de legalidad como una de sus principales señas de identidad, no se respeta,
se arrincona como algo en desuso, y frente a la reivindicación de legalidad de
tantos ciudadanos el discurso del Gobierno apela a la calidad y la
transparencia. Finalmente, no tenemos ni legalidad, ni calidad ni transparencia.
La cortina de humo levantada, sin embargo, se disipará en la jornada electoral
de este domingo, y la realidad de la Administración quedará plenamente al descubierto
en próximas fechas, cuando la
Cámara de Cuentas levante su silencio sobre los informes de
fiscalización de la gestión de este equipo de gobierno.
Necesitamos
cambios profundos en el ámbito de la Administración Pública,
porque los ciudadanos no se merecen un aparato burocrático que lastra el
desarrollo de la sociedad, y que abandona las tareas estratégicas que le
corresponde llevar a cabo para favorecer el desarrollo y el bienestar
colectivo. Una Administración incapaz de trabajar con respeto a las leyes y con
resultados acordes a los recursos consumidos reclama una reforma radical, en
sus estructuras y en sus hábitos de trabajo.
Los
empleados públicos han de dejar de ser unos trabajadores por cuenta ajena con
un régimen jurídico privilegiado frente a los trabajadores del sector privado,
y pasar a ser verdaderos servidores públicos, garantes de la legalidad y de la
eficacia administrativa. Pero el horizonte deseable para dotarnos de verdaderos
servidores públicos exige cambios en todos los niveles, en el nivel de
gobierno, en el de la dirección administrativa y en la actitud de todos y cada
uno de quienes hoy por hoy trabajamos en la función pública, olvidando en
muchas ocasiones la responsabilidad social que nos corresponde, y por la cual
se nos garantiza un estatuto jurídico que incluye la inamovilidad de nuestra
condición.
Reclamamos
una legislatura de cambios reales, cambios que no se agotan con otro color político
del Gobierno, sino con un cambio en las formas de gobernar, en el sentido de la
acción política, en la concepción del papel que corresponde a las
Administraciones Públicas y en la idea de la responsabilidad social que han de
asumir los servidores públicos para contribuir a la calidad de nuestra
democracia y al aseguramiento de la dignidad de todos los ciudadanos, tanto en
su relación con los poderes públicos como en sus condiciones de vida.
Queremos
una Administración que deje de estar sometida a la arbitrariedad del poder político,
y que esté al servicio de la democracia y de los ciudadanos, aplicando las políticas
determinadas por quienes cuentan con la confianza de los representantes de los
ciudadanos. Queremos una Administración consciente del nivel de exigencia y
solvencia que impone el actual momento de nuestra sociedad.
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