sábado, 21 de febrero de 2015

RECORDANDO AL PROFESOR MANUEL RAMÍREZ.



Desde este blog nos hacemos eco del fallecimiento, esta semana, del profesor Manuel Ramírez Jiménez, quien durante los años de la actual etapa democrática española, bajo la Constitución Española de 1978, ha sido uno de los más brillantes docentes de nuestra Universidad –en la Facultad de Derecho, como Catedrático de Derecho Político-, cuyo magisterio supo granjearse la general admiración y aprecio de sus alumnos, y, con esta breve nota conmemorativa, nos unimos a todas las voces que han lamentado su desaparición.

El profesor Ramírez, a lo largo de su vida académica, no escatimó nunca sus compromisos con la Universidad de Zaragoza, y encarnó como pocos la imagen del profesor cuya razón de ser era, por encima de cualquier otra cosa, la formación de sus alumnos, no solo como universitarios, sino también como ciudadanos de una democracia como la española, surgida tras una larga experiencia autoritaria, y por ello necesitada de adquirir valores y cultura democrática en todos sus niveles, en todos los ámbitos de la sociedad. Educar ciudadanos para la democracia parecía una tarea urgente e ineludible, y a ello se dedicó de manera constante el profesor Ramírez.

Muchos de quienes pasamos por las aulas de la Facultad de Derecho tenemos con él esa deuda de gratitud por el placer que siempre supusieron sus clases, en las que España y la libertad y dignidad de los españoles eran siempre sus dos hilos conductores. Frente a quienes con frivolidad suelen descalificar la función y nivel de la Universidad, figuras como la del profesor Ramírez son la clara demostración de la alta calidad docente de la que hemos disfrutado numerosas promociones universitarias. De él recibimos enseñanzas perdurables para comprender y valorar nuestra historia como país y para conocer y ejercer nuestros deberes públicos como ciudadanos comprometidos con la democracia, desde la lucidez crítica de quien observa la realidad y sabe detectar las amenazas latentes frente a las que uno debe necesariamente reaccionar.

Creemos que la mejor manera de homenajear al profesor Ramírez es reproducir uno de sus artículos publicados en la ‘prensa canallesca” –expresión que tanto le gustaba utilizar en su conversación-, cuyas reflexiones guardan plena vigencia y nos siguen resultando de extraordinaria utilidad para analizar nuestra realidad política:

“EL PARLAMENTO O LA CALLE.

Allá en junio de 1924, con la sagacidad que en todas sus apreciaciones encontramos, publicaba Ortega en el diario El Sol un breve pero sustancioso artículo que titulaba 'Ni contigo ni sin ti, la canción del Parlamento'. Y eran tres las conclusiones a las que en tan apretados párrafos llegaba. En primer lugar, la observación de cómo los regímenes no democráticos empezaban su discurso político con la condena del parlamentarismo. Pronto, muy pronto, el acontecer político le iba a dar la razón dentro y fuera de España. En segundo lugar, lo complicado que resulta siempre realizar una política eficaz, urgente y duradera teniendo en cuenta el Parlamento. Y, por último, lo imprescindible de éste en cualquier régimen parlamentario. Y así su aparente paradoja final: 'La verdad es que ni se puede gobernar sin el Parlamento ni se puede gobernar con él'. Vaya por anticipado, como aviso para los mal pensados, que lejos de nosotros cualquier pretensión de condena o desprestigio para una institución que consideramos básica en cualquier democracia que lo sea de verdad.

Lo que ocurre es que desde su concepción inicial a su actual situación, el Parlamento, siempre depositario de la soberanía al reunir a los representantes legítimos de la nación, ha experimentado un notable cambio en el ejercicio de su función creadora y fiscalizadora que lleva a no pocos a plantearse su crisis en ambos terrenos. Es algo que está ahí y no podemos negar.

Estando ya lejos de sus orígenes como Cámara con predominio en la escena política y tras haber sufrido en sus carnes el inevitable proceso de auge del poder ejecutivo, como nota característica de nuestra época, dentro y fuera de España, por decirlo llanamente, al Parlamento le ha 'salido el grano' de la aparición del llamado Estado de Partidos. Algo que se va consolidando aquí y allá a medida que, tras la Segunda Guerra Mundial, éstos van siendo reconocidos a nivel constitucional. De esta forma, y siguiendo el esquema del llorado maestro García Pelayo, los actuales regímenes democráticos han de ir conviviendo, mejor o peor, con la superposición de dos sistemas. El jurídico-político, que traza y regula el ordenamiento constitucional vigente y el socio-político que es consecuencia del sistema de partidos. Asestando un fuerte golpe a la original teoría de la separación de poderes, piénsese, entre otros resultados que no vamos a detallar que, en virtud de la posesión de la mayoría parlamentaria, el líder del partido acaba siendo también jefe del Gobierno, que la iniciativa legislativa surja del ejecutivo y sea inequívocamente aprobada por el Parlamento gracias a esa mayoría, e incluso que la teóricamente aséptica facultad parlamentaria para nombrar algunas instancias del poder judicial acabe, de igual forma, o influida por la decisión del partido-Gobierno o, como entre nosotros, resultado de los pactos entre los partidos mediante el lastimoso sistema de cuotas.

Pero el tema se complica si, como en el caso de nuestro actual régimen político, se ha optado, desde el mismo texto constitucional, por dos apuestas de largas consecuencias. En primer lugar, por la opción de un estilo de democracia fuertemente representativa, con un muy notable cercenamiento de las vías directas de participación, es decir, de la democracia directa. Sus figuras, empezando por el referéndum consultivo, resultan prácticamente inaplicables en una eficaz práctica política. Y, en segundo lugar, la auténtica 'veneración' con la que el artículo sexto de nuestra Ley de leyes contempla e institucionaliza a los partidos. Su hegemonía política en los terrenos de la representación, elaboración del sufragio y participación en general es algo tan evidente como, a nuestro entender, exagerado.

Si observamos estas dos opciones desde la realidad de la vida parlamentaria de cada día, lo que encontramos es algo radicalmente distinto a la imagen de un Parlamento todopoderoso. La teoría de que el diputado 'representa al todo' se queda en eso, en mera teoría, ya que es la voz se su partido la que defiende y representa. La disciplina de voto anula todo asomo de libertad, salvo casos excepcionales. El grupo parlamentario es quien marca, con rigidez, el camino a seguir en el hemiciclo. Los debates en los plenos, a más de empobrecerse, acaban siendo reflejos de previos pactos entre partidos. Y hasta la fundamental tarea del control parlamentario se acaba convirtiendo en estudiado espectáculo de cara a próximas elecciones y, habitualmente, con ausencia de sanción política o jurídica. Como sagazmente lo apuntó hace tiempo entre nosotros Pedro de Vega, 'el Parlamento va a dejar de ser el lugar donde se discute y, en consecuencia, donde a través de la discusión puede obtenerse la verdad'.

Entonces, como todo esto es así y pocos visos hay de que los partidos abdiquen de parte de esta hegemonía, parecen no quedar más que dos caminos si todo está atado incluso antes de iniciarse la sesión. El primero, la posible reforma constitucional a través de la cual los ciudadanos obtengan mayor protagonismo por vías directas. A la altura de nuestros días, ya no vemos ningún peligro para así hacerlo. Al contrario, únicamente pueden surgir ventajas.

Porque serían ventajas que, precisamente, evitarían o aminorarían el segundo camino por el que nuestro actual sistema camina ya y con no pocos riesgos. Me refiero, claro está, al recurso de la calle. Algo que, con todos los manejos posibles, se está convirtiendo en una aparente segunda fuente de legitimidad. La cantidad de los manifestantes comienza a verse por algunos como algo similar a la cantidad de votos. Y esto sí que me parece algo de cierta gravedad para el sistema. Por supuesto que hay fuerzas (sindicatos, algunos partidos, organizaciones populares, etcétera) que nunca han renunciado a este segundo recurso de la calle. Es algo que incluso está a veces en sus propios idearios.

Pero el permanente recurso a 'la calle' es obvio que, más bien a la corta que a la larga, acaba dañando tanto la imagen de la democracia establecida, cuanto la misma institución del Parlamento.

Es en el propio Parlamento donde debe encontrarse el auténtico reflejo de la opinión pública, lo que supone, a más de lo dicho, la riqueza de caudales informativos que a su seno deben llegar. En una democracia tan joven como la nuestra se imponen las reformas necesarias, a veces fundamentalmente exclusivas en el propio reglamento, para dar viveza a los debates, para evitar los monopolios en usos de palabras, etcétera, etcétera. En palabras de Alf Ross, el Parlamento ha de ser visto como 'vocero de la nación'. A él debe llegar el fluir de lo que la sociedad piensa y, a la vez, él debe influir en la formación de dicho pensamiento a través de la riqueza de los debates. Decimos la voz de la nación encarnada en las mil facetas de la sociedad civil, incluidos los grupos de intereses, en su día rechazados durante el proceso constituyente. Ahora empezamos a ver las consecuencias. Además de la opinión pública y de la opinión publicada, cualquier decisión política está teniendo que enfrentarse también con la sedicente legitimidad de lo que, en no pocas ocasiones, constituye la opinión manipulada. La más temible por tantas y tantas razones todas ellas en la mente del lector.

El País, 30 de abril de 2004”

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