Debemos
cuidar las instituciones de las que nos hemos dotado para garantizar nuestro
autogobierno y asegurar la convivencia democrática, permitiendo el gobierno de
la mayoría y el respeto a los derechos de la minoría. La regeneración
institucional es urgente e inaplazable, pero en ese programa hay que distinguir
los comportamientos injustificables a corregir o erradicar -con las técnicas precisas para su prevención
y sanción- y los mecanismos o técnicas que, si bien pueden ser objeto de
discusión, en modo alguno son determinantes de la degradación que ha experimentado
nuestro sistema político y económico.
Consideramos
que no es nuestra Constitución la que ha fallado –los vicios del sistema no
proceden de ella-, cuyos valores, derechos e instituciones difícilmente pueden
ser sustituidos por reglas diferentes que la mejoren. El problema es que las
buenas normas necesitan de personas que, al frente de las instituciones y en el
ejercicio de las diferentes potestades públicas, velen por la aplicación y el respeto
de la legalidad. Son las personas las que han fallado, al anteponer sus
intereses personales a los intereses generales.
Han
sido las personas que se han ocupado responsabilidades institucionales –o que
han ejercido importantes funciones en la vida económica y financiera del país-
las principales responsables del deterioro institucional y del descrédito del
mundo económico que hoy vivimos en nuestro país. Los problemas de la Corona no son de la
institución, sino del comportamiento de determinadas personas de la familia
real, sin perjuicio de que ello, inevitablemente, acabe perjudicando a la
consideración de la institución. Ocurre con el Tribunal de Cuentas, pues las
irregularidades que se hayan podido cometer en la selección de su personal no
pueden llevarnos a concluir la necesidad de suprimir dicho órgano,
imprescindible para ejercer el control de las cuentas y de la gestión económica
del Estado.
Es
necesario distinguir la ordenación de las instituciones, cuya dignidad y
funcionalidad es objetiva, de su desempeño por sus correspondientes titulares,
cuya valoración necesariamente subjetiva debiera afectar exclusivamente a la
persona titular. Un mal desempeño inhabilita al titular de una institución,
pero no puede inhabilitar a la institución ni debe aprovecharse la
circunstancia para cuestionar la existencia o utilidad de la misma. Lo
contrario, lejos de rescatar a las instituciones del daño causado por sus
titulares, puede contribuir a erosionar más su imagen y valoración.
Las
prerrogativas parlamentarias –inviolabilidad, inmunidad y aforamiento- son unos
mecanismos que pretenden asegurar el principio de separación de poderes, y
garantizar tanto la libertad de expresión y la libertad física de los
parlamentarios, porque los parlamentarios no son simples ciudadanos, sino
representantes del conjunto de los ciudadanos cuya actividad legislativa y de
control del gobierno merece una especial protección jurídica. Las prerrogativas
no protegen a las personas, sino a la función, y por ello son irrenunciables. Una
detención arbitraria de un parlamentario podría ser motivo de la caída de un
gobierno, en la votación de una moción de censura o cuestión de confianza, y
son ese tipo de situaciones las que se protegen con las prerrogativas
parlamentarias, de manera que la voluntad general de los ciudadanos, reflejada
en el Parlamento, no pueda verse arbitrariamente atacada por el Ejecutivo o por
los Tribunales.
El
aforamiento de los parlamentarios es lógicamente discutible, pero su existencia
–como excepción al principio de igualdad ante la ley que corresponde a todos
los ciudadanos- no los excluye del sometimiento a los Tribunales, sino que
simplemente fija una regla de competencia especial, como es que las cuestiones
penales que les afecten –y que, por ello, pueden incidir en la regular
actividad del Parlamento, al restringir su libertad de movimiento- sean
conocidas por un tribunal superior, cuya independencia y cualificación
constituyen una especial garantía para la función parlamentaria que les
corresponde. Una garantía no es un privilegio. El diferente trato que se otorga
a un parlamentario y a un ciudadano se hace, exclusivamente, en atención a la
función parlamentaria que se ejerce y que afecta al sistema de gobierno de un
país o de una comunidad.
Predicar
la igualdad de trato para parlamentarios y ciudadanos puede resultar una forma
fácil de buscar el aplauso del electorado, pero a costa de despojar a las
instituciones y a sus titulares de garantías legales en el ejercicio de sus
funciones. Las reformas de las instituciones han de hacerse con serenidad y sin
olvidar que la actual prioridad es la lucha contra la corrupción pública y contra
el descrédito ocasionado por conductas inadecuadas de sus titulares. Los abusos
del mal ejercicio no se corrigen, sin embargo, con la supresión de las garantías
establecidas para el buen desempeño de las funciones públicas.
Bien está el terciar en este debate, y asumir la defensa de la función parlamentaria.
ResponderEliminar
ResponderEliminarSe agradecen notas de este tono, en el que se reflexiona sobre asuntos, más allá de las necesarias denuncias de irregularidades. Creo que debieran incluirse más notas que traten de las cuestiones de la función pública para reforzar ideas generales que no es posible dar por supuestas. El tema de la carrera horizontal, por ejemplo, mereceria análisis objetivos, más allá de la crítica a su elevado coste, aunque esta pueda ser una razón más que suficiente para excluirla en los actuales momentos.