lunes, 9 de diciembre de 2013

UNA REGENERACIÓN PENDIENTE.



La dirección de una parte de nuestras instituciones públicas ha estado, y acaso lo siga estando en más casos de los que creemos, en manos de personas que carecen de las cualidades de integridad requeridas para el gobierno de los asuntos públicos, personas que no han sabido o han carecido de voluntad para preservar el interés general y evitar que intereses privados vinieran a condicionar decisiones y comportamientos públicos.

La corrupción –entendida como utilización de las funciones públicas, tanto políticas como administrativas, a favor de intereses privados- se ha convertido en una gravísima deficiencia de nuestro país, que ha alcanzado a las más altas instituciones del Estado, como pueden ser la Familia Real o el Consejo General del Poder Judicial, y a todo tipo de instituciones, incluidas las organizaciones empresariales y sindicales, y que se ha extendido por las esferas pública y privada, con casos de enriquecimiento ilícito y de abusos en la práctica totalidad de los sectores sociales.

La corrupción preocupa a los ciudadanos –desmoraliza a la sociedad- y deslegitima a las instituciones públicas, al quebrar la imprescindible relación de confianza que, en una democracia, ha de sustentar a los diferentes poderes públicos que intervienen en la ordenación de la vida social, asumiendo la función de promover y preservar el interés general de la sociedad.

Los últimos informes hechos públicos por la organización Transparencia Internacional ponen de manifiesto el grave retroceso de nuestro país en esta materia –la corrupción ha sido una circunstancia agravante de nuestra crisis económica y un principal desencadenante de la crisis política e institucional que padecemos-, y los ciudadanos no vemos una voluntad clara de nuestros representantes políticos para la regeneración de la vida pública. Esta viene produciéndose exclusivamente a golpe de sentencia judicial, dejando así en manos de los jueces la eliminación de los políticos o gestores corruptos. Hasta entonces, y contra toda evidencia, se hace valer la presunción de inocencia

El Día Internacional contra la Corrupción que se celebra hoy, por decisión de Naciones Unidas, para conmemorar la aprobación de la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción en 2003, nos debería servir para asumir, como ciudadanos de una democracia, un compromiso inequívoco con los valores éticos de nuestro sistema constitucional –el respeto al ordenamiento jurídico, en primer lugar- y reclamar de las instituciones públicas mayores y más exigentes estándares de conducta, evitando la perniciosa banalización del incumplimiento de las normas, como se ha venido a hacer desde el Gobierno de Aragón al incumplir los plazos estatutarios para aprobar el Proyecto de Ley de Presupuestos de la Comunidad Autónoma.

El programa de regeneración pública, al margen de las propuestas planteadas al Gobierno de la Nación desde el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, está claramente recogido en la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción aprobada en 2003 y ratificada por España en 2006. Dicha Convención se halla incomprensiblemente ausente de la práctica totalidad de propuestas y proclamas que, desde los más variados ámbitos, se realizan contra la corrupción en España, por lo que esta Asociación se siente en la obligación de iniciar, a partir de hoy, una campaña constante para reclamar de las instituciones públicas españolas y europeas un desarrollo pleno de los mecanismos de prevención y sanción de la corrupción que se contienen en la citada Convención.

Hay quienes de manera injusta e interesada achacan a nuestra Constitución defectos de la vida pública que solo son imputables a quienes han ejercicio funciones públicas o responsabilidades en el sector privado sin atenerse a criterios éticos de conducta ni ajustar sus decisiones al ordenamiento jurídico, anteponiendo su ambición e intereses a los fines propios y valiosos que justifican la labor de quienes ejercen tareas de gobierno y de cualquier otra actividad profesional. Recuperar la ética profesional propia de cada colectivo –incluida la ética administrativa de los servidores públicos- y reforzar la ética pública del conjunto de la ciudadanía constituye una premisa ineludible para la efectiva regeneración de nuestra vida democrática y restablecer, con ello, la plena vigencia de nuestros valores constitucionales.

Regenerar la vida pública española pasa, a nuestro juicio, por regenerar el entorno propio de cada ciudadano, y de ahi nuestro directo compromiso con el restablecimiento de la legalidad en la Administración Pública, pues sin una función pública claramente alineada con la legalidad y la ética pública no será viable ningún programa de regeneración institucional.

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