La
dirección de una parte de nuestras instituciones públicas ha estado, y acaso lo
siga estando en más casos de los que creemos, en manos de personas que carecen
de las cualidades de integridad requeridas para el gobierno de los asuntos públicos,
personas que no han sabido o han carecido de voluntad para preservar el interés
general y evitar que intereses privados vinieran a condicionar decisiones y
comportamientos públicos.
La
corrupción –entendida como utilización de las funciones públicas, tanto políticas
como administrativas, a favor de intereses privados- se ha convertido en una gravísima
deficiencia de nuestro país, que ha alcanzado a las más altas instituciones del
Estado, como pueden ser la Familia Real
o el Consejo General del Poder Judicial, y a todo tipo de instituciones,
incluidas las organizaciones empresariales y sindicales, y que se ha extendido
por las esferas pública y privada, con casos de enriquecimiento ilícito y de
abusos en la práctica totalidad de los sectores sociales.
La
corrupción preocupa a los ciudadanos –desmoraliza a la sociedad- y deslegitima
a las instituciones públicas, al quebrar la imprescindible relación de
confianza que, en una democracia, ha de sustentar a los diferentes poderes públicos
que intervienen en la ordenación de la vida social, asumiendo la función de
promover y preservar el interés general de la sociedad.
Los
últimos informes hechos públicos por la organización Transparencia
Internacional ponen de manifiesto el grave retroceso de nuestro país en esta
materia –la corrupción ha sido una circunstancia agravante de nuestra crisis
económica y un principal desencadenante de la crisis política e institucional
que padecemos-, y los ciudadanos no vemos una voluntad clara de nuestros
representantes políticos para la regeneración de la vida pública. Esta viene
produciéndose exclusivamente a golpe de sentencia judicial, dejando así en
manos de los jueces la eliminación de los políticos o gestores corruptos. Hasta entonces, y contra toda evidencia, se hace valer la presunción de inocencia
El
Día Internacional contra la
Corrupción que se celebra hoy, por decisión de Naciones
Unidas, para conmemorar la aprobación de la Convención de Naciones
Unidas contra la Corrupción
en 2003, nos debería servir para asumir, como ciudadanos de una democracia, un
compromiso inequívoco con los valores éticos de nuestro sistema
constitucional –el respeto al ordenamiento jurídico, en primer lugar- y
reclamar de las instituciones públicas mayores y más exigentes estándares de
conducta, evitando la perniciosa banalización del incumplimiento de las normas,
como se ha venido a hacer desde el Gobierno de Aragón al incumplir los plazos
estatutarios para aprobar el Proyecto de Ley de Presupuestos de la Comunidad Autónoma.
El
programa de regeneración pública, al margen de las propuestas planteadas al
Gobierno de la Nación
desde el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, está claramente
recogido en la Convención
de Naciones Unidas contra la
Corrupción aprobada en 2003 y ratificada por España en 2006. Dicha
Convención se halla incomprensiblemente ausente de la práctica totalidad de
propuestas y proclamas que, desde los más variados ámbitos, se realizan contra
la corrupción en España, por lo que esta Asociación se siente en la obligación
de iniciar, a partir de hoy, una campaña constante para reclamar de las
instituciones públicas españolas y europeas un desarrollo pleno de los
mecanismos de prevención y sanción de la corrupción que se contienen en la
citada Convención.
Hay
quienes de manera injusta e interesada achacan a nuestra Constitución defectos
de la vida pública que solo son imputables a quienes han ejercicio funciones públicas
o responsabilidades en el sector privado sin atenerse a criterios éticos de
conducta ni ajustar sus decisiones al ordenamiento jurídico, anteponiendo su
ambición e intereses a los fines propios y valiosos que justifican la labor de
quienes ejercen tareas de gobierno y de cualquier otra actividad profesional. Recuperar
la ética profesional propia de cada colectivo –incluida la ética administrativa
de los servidores públicos- y reforzar la ética pública del conjunto de la
ciudadanía constituye una premisa ineludible para la efectiva regeneración de
nuestra vida democrática y restablecer, con ello, la plena vigencia de nuestros
valores constitucionales.
Regenerar la vida pública española pasa, a nuestro juicio, por regenerar el entorno propio de cada ciudadano, y de ahi nuestro directo compromiso con el restablecimiento de la legalidad en la Administración Pública, pues sin una función pública claramente alineada con la legalidad y la ética pública no será viable ningún programa de regeneración institucional.
Actuemos decididos en esta línea.
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