La realidad social que vivimos de
crisis –económica, política e institucional- se cifra, por muchos, en una
crisis de valores, es decir, en una crisis ética, donde muchas personas parecen
–parecemos- haber perdido u olvidado el fin propio de su –nuestra- actividad
profesional, la responsabilidad que lleva aparejada toda actividad social.
Generar riqueza no es, necesariamente, maximizar el lucro, a cualquier precio,
sin límites.
En una situación como la que nos rodea,
es inevitable preguntarnos cómo actuar, qué nos toca hacer, qué papel nos
corresponde. La posición de los funcionarios públicos no es, sin duda, una
posición fácil. La cuestión ética es ineludible, es necesario volver sobre el
tema y tratar de profundizar en él, tratar de fijar algunas ideas o
propuestas que nos resulten válidas para afrontar la situación, pues, en definitiva,
de eso trata la ética, de cómo conducir nuestra vida, incluida lógicamente la
profesional y social, la que incide en la convivencia colectiva.
Sin embargo, al tiempo que sufrimos los
resultados de una crisis ética, o acaso precisamente por ello, asistimos a una apelación
a lo ético en todos los órdenes: se habla de buen gobierno, de buena
administración, de responsabilidad social corporativa, de comercio justo, de
economía sostenible, tratando de recobrar en cada orden de la actividad social
y pública el sentido ético, el porqué, el cómo, el para qué de cada cosa –es
decir, reflexionar sobre los fines y los medios-, de modo que cada actividad
contribuya al desarrollo y bienestar de las personas y no esté al servicio del
egoísmo y la codicia de unos pocos.
La ética vendría a ser, en cierta medida, la vía por la que un buen gobierno y una buena administración nos
permite disfrutar de una buena sociedad, entendiendo ésta como sociedad decente
y sociedad civilizada, en el sentido que a estos términos les ha dado el filósofo
israelí Avishai Margalit: una sociedad en la que los poderes públicos no
humillen a los ciudadanos, y una sociedad en la que los ciudadanos no se
humillen unos a otros. Se trata, en definitiva, de asegurar la plena vigencia
de los derechos fundamentales –llamados a salvaguardar la dignidad humana de
todas las personas- tanto en las relaciones de los ciudadanos con los poderes
públicos como en las relaciones privadas.
Debemos plantearnos cuál es el papel que nos corresponde desempeñar a los servidores públicos para contribuir activamente a estos objetivos de buen gobierno, buena administración y, en definitiva, de buena sociedad.
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