Si
hay algo que podemos reprochar al debate político, al lenguaje de los políticos,
es la tergiversación del sentido de las palabras, es el no llamar a las cosas
por su nombre, es evitar, ocultar, maquillar la realidad y desterrar la verdad –la
sinceridad, la honestidad- en la comunicación con los ciudadanos. La quiebra de
la confianza de los ciudadanos hacia la clase política se debe en gran parte a
esta falta de honestidad en el uso del lenguaje, pues la deliberada falta de
claridad en el lenguaje –o la falsedad en declaraciones rotundas de inocencia,
que luego resultan insostenibles- lleva a pensar en la falta de sinceridad en
las intenciones y en la ausencia de voluntad de servicio público. No es posible
que una democracia se sostenga si la mentira domina la vida pública.
Hace
falta claridad, sinceridad, honestidad y, por encima de todo, más que nunca,
pedagogía ciudadana, capacidad y voluntad para explicar claramente cuál es la
situación, cuáles son los problemas que tenemos que afrontar como sociedad y cuáles
las posibles vías de solución. En un clima de sinceridad y confianza es posible
el pacto y el acuerdo, el compromiso de todos, la lealtad entre las
instituciones. Asumiendo cada uno la parte de responsabilidad que le
corresponda, pues en una democracia todos tenemos deberes y responsabilidades,
como gobernantes o como ciudadanos.
Las
palabras –no los insultos- han de servir para la deliberación sobre los grandes
problemas sociales que nos toca afrontar de forma solidaria y reforzando el
papel que toca jugar a las instituciones. No merecen la consideración de público
quienes ocupan la tribuna reservada a los ciudadanos en un Parlamento con el único
fin de lanzar insultos e improperios a los parlamentarios. El debate político
no es el espacio para el desahogo personal, para la descalificación o para la
rabia. La dignidad de las instituciones ha de ser una de nuestras principales
fortalezas para superar nuestros graves problemas políticos, económicos y
sociales. El respeto al Parlamento forma parte del respeto a nosotros mismos, a
nuestra forma de gobierno, a nuestra cultura política.
Nos
gustaría contribuir desde este blog, mediante el uso de la palabra, a
profundizar en el contenido de nociones, expresiones o ideas que a muchos les
pueden parecer vacías, y que sin embargo nos pueden ser verdaderamente útiles
para analizar la realidad y tratar de transformarla, para poder profundizar en
la mejora de nuestra convivencia democrática y avanzar en la calidad de funcionamiento
de nuestras instituciones públicas. ¿Qué es un Estado de Derecho? ¿Qué
significa el principio de legalidad? ¿En qué consiste la calidad democrática?
¿Qué se entiende por función pública? ¿Qué representa una Administración
imparcial y profesionalizada? ¿Qué es la ética pública? ¿En qué consiste la
rendición de cuentas o el control de las instituciones?
Todos
tenemos una noción aproximada de lo que significan los conceptos básicos que
manejamos para analizar nuestra realidad política e institucional, pero sólo si
nos detenemos a analizar su pleno significado, su verdadero alcance y su conexión
con otros conceptos con los que refuerzan su función, sólo si descubrimos los
elementos de tensión entre principios que creemos equiparables, como legalidad
y democracia, lograremos distinguir los elementos estructurales de los accesorios
y entender lo que nos jugamos con expresiones como “rodear el Congreso”,
promoviendo con ello la deslegitimación de la institución central de la
democracia española.
Está bien empezar a medir las palabras.
ResponderEliminarY sopesarlas.
ResponderEliminarLa ausencia de sinceridad en el lenguaje político puede ser calificada como falsedad o mentira. Falsedad del lenguaje si el que habla cree que lo que dice es cierto. Mentira si sabe que no lo es.
ResponderEliminarAsí el lenguaje de los partidos (ahora desvinculo a los partidos de la digna política, que es lo relativo al pueblo) es falso o mentiroso.
Añadamos a estos elementos otro más: la incapacidad de muchos miembros dirigentes de articular una frase sintácticamente coherente, con sujeto, verbo y predicado. Nos cansamos de oír las constantes muletillas, las frases que no se terminan, los oooh, aaaah, que pueblan el lenguaje de las medianías que nos representan (que dicen representarnos, aunque últimamente hay que reconocerles un cierto grado de sinceridad: ya ni siquiera lo dicen).
Un saludo.