De poco sirven o servirían los derechos reconocidos en las leyes a los ciudadanos, si luego el miedo hace que muchos renuncien a ejercerlos o a reclamar su respeto, cuando consideran que han sido vulnerados o lesionados. La eficacia de las normas se fundamenta en su aceptación y respeto general, ya sea por reconocer la legitimidad de su procedimiento de aprobación o por su adecuación a los valores sociales.vigentes. En el peor de los casos, las normas pueden respetarse simplemente por evitar la sanción que conlleva su infracción. Así, el régimen de sanciones por vulneración de las normas se convierte en un elemento jurídico básico para asegurar su eficacia o cumplimiento.
Sabemos que la vulneración de las normas por los ciudadanos queda sujeta a la imposición de sanciones que tramitan y aplican generalmente los funcionarios. Es lógico que los funcionarios, en el ejercicio de sus funciones, aseguren el respeto a la legalidad, al ser un elemento indispensable para asegurar el Estado de Derecho. Lo contrario, la impunidad o la no sanción de las infracciones, dejaría el cumplimiento de las normas a voluntad de cada cual, eliminando con ello el deber general de respeto a las normas.
Pero si la sanción es un mecanismo que refuerza la obligatoriedad de las normas, cuando quien infringe es el ciudadano y el que sanciona es la autoridad pública, la impunidad de las infracciones cometidas por la autoridad pública frente a los derechos y garantías de los ciudadanos, cuando el temor de éstos a las consecuencias de su denuncia les hace desistir de su defensa, es una preocupante manifestación de una democracia de mala calidad y de un Estado de Derecho debilitado y enfermo.
Esta Asociación es, entre otras cosas, una reacción frente al miedo que paraliza o frente al desentendimiento en la defensa de la legalidad como deber incómodo, algo que muchos justifican para evitar problemas personales o inconvenientes en la carrera administrativa. Pobre carrera administrativa la que se asienta en la renuncia a los valores esenciales de la propia profesión. Un funcionario público que no anteponga el respeto a la legalidad a sus intereses egoistas -de comodidad o de promoción- no merece ni la consideración de funcionario ni la conservación de su condición, al igual que un juez que prevarica o un policía que delinque han de ser separados del servicio.
Es grave el desistimiento en su responsabilidad o deber en que puede incurrir un funcionario público, pero lo realmente alarmante es que los responsables políticos puedan alentar una cultura organizativa que menoscabe la integridad profesional de los funcionarios públicos, de manera que éstos vean amenazada su posición si no atienden de forma adecuada las órdenes políticas que reciben, con independencia de lo que digan las normas.
Hay pocas cosas más desalentadoras en la función pública que la de oir decir a un cargo político, cuando se opone un obstáculo legal a la hora de aplicar alguna decisión arbitraria, "pues se cambia la ley", dejando ver al funcionario que las leyes sólo se aplican, se mantienen y se respetan si no son un límite a las pretensiones del político de turno. De esto, hemos tenido notables ejemplos en nuestra Comunidad Autónoma, ya sea en el régimen de la designación de los senadores autonómicos o en el régimen de nombramiento del Vicepresidente del Gobierno. Cuando la ley no sirve a lo que se pretende, se cambia o se incumple y luego se modifica, haciendo que lo que fue infracción se vuelva ley.
No es admisible que defender los derechos que reconoce la ley genere miedo a los ciudadanos, o que los cargos políticos no vean en la ley un límite a sus decisiones, sino un mero obstáculo que es posible eliminar en el momento en que se oponga a su voluntad. Aquí radica una de las principales causas de la corrupción pública que padecemos. ¿Hay acaso algún signo de cambio real en esta materia?
No creo que se trate de miedo en muchos casos, sino de cálculo y dejación interesada. Evitarse problemas.
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