Por mucho que nos sobren razones para ceder al desánimo, ante las dificultades y la creciente falta de perspectivas de cambio real, ante el inexistente rearme ético en el ámbito de la función pública, donde hoy más que nunca domina en exclusiva un descarnado discurso contable de ingresos y gastos, recortes y ajustes, en el que los valores o principios parecen un elemento prescindible, no es posible abandonar la lucha ética, no es posible renunciar al compromiso con los valores constitucionales, que constituyen nuestra verdadero compromiso como ciudadanos y servidores públicos.
Por ello, y porque sigue resultando totalmente necesario el ejercicio público de la razón para afrontar la situación que vivimos a diario, donde la irracionalidad parece haberse convertido en el criterio inspirador de multitud de decisiones públicas, es necesario continuar el trabajo que emprendimos hace ya más de cinco años. Aunque la ilusión de entonces haya que sustituirla por la difícil esperanza de ahora, debemos expresar la resistencia a darnos por vencidos y abandonar una tarea que cada día resulta más costosa, como es buscar el sentido de la función pública y reivindicar sus valores.
Lo público sigue estando amenazado, antes por la corrupción y la adulteración de la administración pública y ahora por su indiscriminado desmantelamiento, con la coartada de la crisis económica y de los objetivos de contención del déficit público. Ni antes ni ahora se es capaz de poner el acento en el enorme valor que representan los servicios públicos para construir una sociedad decente y civilizada. Es momento de una reacción ciudadana, ponderada y crítica, y también de una respuesta por parte de los profesionales de la función pública, no para defender el número de liberados sindicales o las aportaciones a planes de pensiones, sino para mantener en pie el sentido que los servicios públicos tienen en nuestro modelo constitucional de sociedad, pues sin ellos valores superiores como la libertad, la igualdad o la justicia se verán seriamente comprometidos.
Conscientes de lo que nos jugamos en estos años difíciles que tenemos por delante, no hay más opción que mantenernos activos, buscando conjuntamente soluciones coherentes para remontar las dificultades sin perder en el camino lo fundamental de nuestro concepto de ciudadanía.
Por ello, y porque sigue resultando totalmente necesario el ejercicio público de la razón para afrontar la situación que vivimos a diario, donde la irracionalidad parece haberse convertido en el criterio inspirador de multitud de decisiones públicas, es necesario continuar el trabajo que emprendimos hace ya más de cinco años. Aunque la ilusión de entonces haya que sustituirla por la difícil esperanza de ahora, debemos expresar la resistencia a darnos por vencidos y abandonar una tarea que cada día resulta más costosa, como es buscar el sentido de la función pública y reivindicar sus valores.
Lo público sigue estando amenazado, antes por la corrupción y la adulteración de la administración pública y ahora por su indiscriminado desmantelamiento, con la coartada de la crisis económica y de los objetivos de contención del déficit público. Ni antes ni ahora se es capaz de poner el acento en el enorme valor que representan los servicios públicos para construir una sociedad decente y civilizada. Es momento de una reacción ciudadana, ponderada y crítica, y también de una respuesta por parte de los profesionales de la función pública, no para defender el número de liberados sindicales o las aportaciones a planes de pensiones, sino para mantener en pie el sentido que los servicios públicos tienen en nuestro modelo constitucional de sociedad, pues sin ellos valores superiores como la libertad, la igualdad o la justicia se verán seriamente comprometidos.
Conscientes de lo que nos jugamos en estos años difíciles que tenemos por delante, no hay más opción que mantenernos activos, buscando conjuntamente soluciones coherentes para remontar las dificultades sin perder en el camino lo fundamental de nuestro concepto de ciudadanía.